Vietnam y el Agente Naranja (2001) Manuel Navarro Forcada

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Título: Vietnam y el Agente Naranja (2001) Fecha de edición: enero 2012 Copyright de las fotos y diseño: © 2001 Manuel Navarro Forcada Copyright del texto: © 2004 Manuel Navarro Forcada Copyright del texto “Dolor Naranja”: © 2001 Luis Miguel Domínguez Copyright del texto “Dioxina, arma inútil”: © 2001 Pasqual Casabó Escrig

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DOLOR NARANJA Prologar es, sobretodo, un acto de amor. Un acto de cariño hacia la obra y su padre/madre; el autor. Eso es justo lo que espero de esta modesta aportación a la obra de mi amigo Manuel Navarro. Ayudar al lector a entender que la materia sobre la que versa este libro es igual que la emulsión de los centenares de películas que han pasado por sus manos de fotógrafo, sensible e impresionable. La guerra no acabó en Vietnam, a pesar de que los anales oficiales de la “historia oficial” recojan la firma de un acuerdo entre países en 1973. La guerra continua vigente, causando bajas y comprometiendo los sueños de una población civil que no puede alzar la voz en foros internacionales de discusión. Al Ejército de los Estados Unidos se le fue la mano, y dañó de manera irreversible la médula espinal de un territorio que tiene manchado el mañana. Tres millones de soldados americanos, 4.500 helicópteros, 3.500 carros de combate transitaron ese país con forma de serpiente que al sur de China, revienta el alma de cualquier ser humano que lo visita con memoria lucida. Cada mes que duró la Guerra de Vietnam, los bombarderos del Tío Sam regaron, sobretodo el sur del dragón asiático, con 50.000 toneladas de bombas. Algunas del tamaño de un toro de lidia. El promedio por habitante fue de unos 250 kilogramos de metralla, con un poder de destrucción 450 veces mayor al constatado tristemente décadas antes en el genocidio de Hirosima. A pesar de que el Vietcong, ubicado en las inmediaciones del Delta del Mekong, fue el más castigado, enclaves importantes del norte de la República Socialista de Vietnam como la ciudad de Hanoi quedaron arrasados, como puede constatarse de un solo vistazo, en las múltiples tomas aéreas realizadas por la prensa internacional, en las Navidades de 1972. Manuel, sabe todo esto y mucho más. Manuel Navarro, lo sabe, y no de oídas precisamente. Él ha viajado a Vietnam al encuentro de los hombres y mujeres


de aquel hervidero con una superficie inferior a la mitad del territorio español y con más del doble de población. Éste es, por tanto, un libro recomendable, entre otras cosas por su rigor: ”...será inevitable hablar de hechos, cifras y nombres propios, con el apoyo de la historia”. Lo que además le hace valioso es que los documentos fotográficos y periodísticos que su autor ha recabado en el lugar de los hechos, nos son presentados sin aditivos, servidos con sinceridad y honradez. Éste no es un ensayo, me parece a mí, contra nadie. No es un documento antiamericano como querrían ver algunos neoliberales a la defensiva. Éste es un libro que habla de los errores y sus malvadas consecuencias, allá donde estalle una guerra. Eso sí, que cada Estado saque sus propias conclusiones a cerca del papel que ha jugado en determinadas contiendas y que gracias a maravillosos libros como el presente, se imponga de una vez por todas la autocrítica constructiva. Durante la Guerra de Vietnam, los químicos de la Casa Blanca olvidaron la gaseosa para hacer sus experimentos y se emplearon a fondo en la utilización de otros compuestos tóxicos y letales. Matar más y mejor. Surgió el AGENTE NARANJA, un herbicida defoliante cuya utilización masiva buscaba romperle la cara a la fotosíntesis. Despojando de hojas a los árboles de la selva, los vietnamitas serían avistados mejor desde los helicópteros. Así pues, y por muy aparatoso que parezca, el ejército estadounidense fumigó Vietnam con 72 millones de litros del veneno más célebre en la historia de la guerra química. 100.000 kilómetros cuadrados de tierras de cultivo y 5 millones de hectáreas de bosque tropical quedaron contaminadas por el AGENTE NARANJA y, hoy, el ciclo del agua y la cadena trófica hacen imposible la regeneración biológica de amplios sectores de este país del Sudeste asiático, sin sobresaltos y herencias indeseables. Manuel Navarro ha estado en múltiples ocasiones en Saigón, en el Hospital General de Tudú, y a hecho muy buenas migas con el pulcro personal sanitario que asiste a los heridos de la guerra química. Una media de dos niños por cada cien nacidos en este centro sanitario, vienen al mundo


desgraciadamente, sin pies, sin manos, deformes, inocentes y mártires. El herbicida que desnudó tanta selva en los años de guerra, se desintegró, y su poder biocida pasó a cabalgar a lomos de un caballo desbocado, distribuido mortalmente por el agua en todas sus versiones, y créanme que en la tierra de los monzones el H2O se manifiesta en mil modos. La Dioxina, subproducto infravalorado por los inventores del AGENTE NARANJA, hiere de muerte hoy a miles de mujeres vietnamitas embarazadas, que si la ecografía no lo remedia, parirán monstruos en vez de hombres y mujeres hechos y derechos. La mirada, humana y bípeda, crítica pero cariñosa de un viajero con alma, es la que nos hace divisar futuro a través de las páginas de este diario gráfico. Manuel, se sabe en todo momento obligado a relatar los hechos por los que la miseria se ha adueñado de un pedazo grande del reciente pasado de Vietnam, los vietnamitas y los norteamericanos. Pero es de agradecer su esfuerzo por capturar incruentamente para nosotros, sonrisas, voluntades, optimismos y bonhomías diversas, como si fueran mariposas brillantes.

Luis Miguel Domínguez Naturalista. Director, entre otros, de Documentales para TV: “Vietnam, vida tras la muerte” “Amazonia: última llamada” “El toro Amigo” “Espacios naturales de la Península Ibérica”


DIOXINAS: ARMA INÚTIL Tomamos en nuestras manos el libro de la Historia de la Humanidad y lo abrimos por una página al azar. Primeras páginas, hojas recientes,... Da lo mismo. En cualquiera de ellas podemos encontrar algunas líneas que hablan de dos ejércitos enfrentados. Dos concepciones político-económicas cara a cara y cuerpo a cuerpo. Un mismo territorio peleado hasta el último palmo. Odio. Armas. Roma, Inglaterra, Camboya, Palestina,... Heridas. Muerte. Violaciones. Hambre. Egipto, Castilla, Estados Unidos, Argelia, Nicaragua, Angola,... Emperadores, reyes, reinas y generales que ordenan. Ejércitos que castigan, sobre todo a la población civil. Al-Andalus, Francia, Rusia, China, Vietnam, Afganistán,... Odio y resentimiento viscerales que sustituyen una convivencia más o menos tensa. España, Italia, Corea, Chad, los Balcanes ... Todos los conflictos han tenido su final. Han ocupado una parte más o menos extensa del capítulo correspondiente del libro. Han acabado con una paz de nombre más o menos grandioso, con una victoria que gusta recordar a los descendientes de los ganadores o con alguna derrota que manchará el orgullo patrio del linaje de los vencidos. Pero en un periodo aproximado de veinte años tras su finalización, han pasado a los libros de texto, donde se ha empezado a diluir su recuerdo. La misma población que sufrió los graves efectos destructivos repara los desastres, entierra a sus muertos, vuelve a levantar sus casas y se dispone a olvidar a medida que va apagándose la llama de la vida de la generación directamente implicada. Lamentablemente, acabamos de dejar atrás un siglo en que no ha sido posible dar tal carpetazo a todas las guerras. Algunos elementos han hecho que, tras la paz acordada a regañadientes, la amarga victoria o la vergonzosa derrota, la población civil siga sufriendo los efectos devastadores de las olvidadas batallas. El más conocido de estos fantasmas acechantes son las minas antipersona. En efecto, continúan mutilando niños, adolescentes, adultos y


ancianos, víctimas inocentes de una masacre sin fin ni sentido que no se detendría ni eliminando las columnas de todos los puentes de París para salvar la vida de las princesas. Imaginemos una de estas minas. Un nuevo desarrollo de la siempre floreciente industria armamentística. Su particularidad consiste en que no explosiona al pisarla. Ni siquiera diez segundos o veinte horas después. En lugar de ello salta y se adhiere al pecho del incauto que tropezó con ella, quien la llevará a cuestas durante toda su vida. No se nota, no pesa, no se ve. Quizá nunca sepa que la lleva sobre su corazón, sobre su vida. Aunque lo sepa, no sabe si estallará o no, ni cuándo lo hará. De momento, nadie lo sabe. Sólo estamos seguros de una cosa: los descendientes del desgraciado que la pisó nacerán con otra mina idéntica pegada al pecho. Con suerte, la espada de Damocles continuará pendiendo sobre ellos. Y digo con suerte, porque esta mina está especialmente diseñada para estallar en el mismo momento de la concepción de una nueva vida. Y, como las convencionales, su explosión puede matar o dejar graves secuelas que se manifiestan en el instante mismo del nacimiento. Esta entelequia de nuestra imaginación existe. Son las dioxinas. Nadie las concibió. Nadie las diseñó. Nadie las quería para nada, porque no tienen utilidad conocida. Pero aparecieron. Las dioxinas son subproductos de un proceso químico, esto es, combinaciones moleculares no deseadas de las muchas que pueden darse cuando un conjunto de reactivos es sometido a unas condiciones determinadas para obtener un producto concreto. No hay que alarmarse: de la práctica totalidad de las reacciones químicas se obtiene, además del producto deseado, un


conjunto más o menos importante de subproductos. Muchos de ellos son aprovechables: en la fotosíntesis de carbohidratos en las plantas verdes se origina como subproducto el oxígeno, gracias al cual existe la vida en la Tierra. Otros son más o menos neutros: en la fabricación del nylon se desprende como subproducto el agua, que debe ser eliminada para que la reacción avance. Y muchos otros son perjudiciales: al quemar materia orgánica, además de dióxido de carbono y agua, y dependiendo de las condiciones, aparecen ciertas cantidades de un subproducto tan peligroso en lugares cerrados como el monóxido de carbono. Las dioxinas pertenecen a este último grupo. Constituyen una familia de compuestos originados por reacción de ciertos compuestos orgánicos con una fuente de cloro a elevadas temperaturas. Estas condiciones se dan al quemar juntos papel, madera y plástico en las incineradoras de residuos urbanos, médicos e industriales; en la industria del papel y del cemento y en otras industrias, entre ellas la agroquímica. Pero, a diferencia de otros contaminantes, estamos hablando de productos casi insolubles en agua y que se van acumulando en los tejidos grasos de los animales que las ingieren, sin apenas posibilidad de destrucción más que a muy largo plazo, con lo que se van transmitiendo a través de la cadena alimentaria hasta llegar al hombre. Y uno de los elementos donde se ha encontrado una mayor concentración de dioxinas es en la leche materna de mujeres expuestas o descendientes de personas expuestas a estas sustancias. ¿Cómo actúan las dioxinas? No son un veneno que mata al instante. Son conocidas como hormonas medioambientales, es decir, sustancias ajenas al organismo vivo que actúan enviando mensajes químicos erróneos a sus células. Éstos pueden manifestarse después como cambios metabólicos y hormonales, diversos tipos de cáncer, alteraciones en los sistemas nervioso,


reproductor e inmunológico, alteraciones del feto, alteraciones cutáneas,... Como tales hormonas, su efecto se nota a concentraciones extremadamente bajas. Según el nivel de ingesta diaria tolerable (IDT) establecido por la OMS en 1996, que es de 3 pg por kg de peso corporal, 1g de dioxinas constituiría la IDT suficiente para 4.000 millones de personas. Los estudios más benévolos aceptan que los niveles medios de exposición de la población humana están por debajo de estas cifras, aunque se acercan a los que causan efectos dañinos en animales de laboratorio. Según estos estudios, los principales grupos de riesgo serían los asentamientos humanos cercanos a los lugares donde se originan las dioxinas: industrias químicas, incineradoras, etc. Pues bien, se calcula que durante la campaña de defoliación en la Guerra de Vietnam se liberaron al entorno unos 170 kg de TCDD, la dioxina más potente. Como en tantos otros casos de productos químicos sintéticos, los agroquímicos van casi siempre acompañados de cierta dosis, tolerable en cuanto no afecta a la funcionalidad del principio activo, de disolventes, contaminantes y subproductos de reacción. El problema es que muy pocas veces se estudian los posibles efectos de estas sustancias residuales, a no ser que haya indicios de que puedan disminuir la eficacia del producto comercial. O lo que es peor: en algunos casos, una vez comprobada esta inercia frente al principio activo, se omite u oculta cualquier presunción o indicio firme de efectos negativos para la salud o el medio ambiente. Esto fue lo que ocurrió con los herbicidas clorados 2,4-D y 2,4,5-T, en cuya producción se originaba la dioxina TCDD como subproducto minoritario. Estos fueron los ingredientes del Agente Naranja, utilizado en la Guerra de Vietnam como herbicida defoliante para privar a las tropas del Viet Cong de cubierta vegetal para sus emboscadas (rociado sobre la selva) y de alimentos (rociado sobre las cosechas). Una actuación que, aunque no contribuyó a que Estados Unidos ganara la guerra, castigó severamente a las tropas enemigas y evitó la muerte directa de muchos soldados americanos. Además, tuvo graves consecuencias sobre el terreno afectado y la población civil. Así, grandes


extensiones de selva y manglares quedaron totalmente arrasadas, y sólo podrán ser recuperadas parcialmente tras un largo periodo de tiempo y contando con la intervención humana. También quedaron asoladas las cosechas, provocando el hambre y la destrucción del trabajo de mucha gente humilde. Y, finalmente, los 170 kg de dioxinas que acompañaban el Agente Naranja rociado continúan en gran parte en Vietnam, contaminando suelos, sedimentos, animales y personas humanas. Manuel Navarro y José Luis Gómez pudieron captar con sus cámaras parte de sus efectos. Este efecto, inútil desde el punto de vista bélico, se ha vuelto incluso contra quienes lo utilizaron. También son muchos los soldados norteamericanos que estuvieron en Vietnam, se vieron afectados por el Agente Naranja, y han sufrido las consecuencias directamente o a través de sus descendientes. ¿Merecía la pena el riesgo por salvar la vida de soldados directamente implicados en los combates? Desde el punto de vista militar, sí. El propio Elmo R. Zumwalt, el almirante norteamericano que durante la Guerra de Vietnam autorizó el uso de este herbicida, así lo manifestó después de la muerte de su hijo, veterano del Vietnam afectado por el Agente Naranja que murió de cáncer a los 42 años. Pero tal vez la solución para salvar esas vidas necesitara otros caminos diferentes al de hipotecar la de millones de personas que habitan o han luchado en un rincón perdido del mundo, donde muy probablemente los que tomaron la última decisión de utilizar estas sustancias no pusieron nunca los pies. Permítanme no invocar aquí la Convención de Ginebra ni tonterías por el estilo. Cuando se llega a una guerra, es para ganarla a cualquier precio. El que vaya perdiendo, recurrirá a cualquier medio que pueda dar un giro al destino. Igual ha actuado hace poco Irak que en su día Estados Unidos. La Guerra, en sí misma, es el mayor crimen contra los soldados y contra la población civil. Puestos a establecer las reglas del juego, sentemos la primera: cualquier discrepancia entre dos grupos nunca podrá resolverse por la fuerza. ¿Vale? Finalmente, sólo me gustaría hacer una reflexión sobre la actuación de la industria química. No podemos atribuirle únicamente todos los males y


desgracias medioambientales de nuestro tiempo: también ha sido uno de los motores que ha impulsado el conocimiento y dominio del entorno por parte del hombre, proporcionando los medios para el estudio de fenómenos y procesos que se han revelado perjudiciales para el medio ambiente. Sin embargo, y principalmente por criterios económicos, esta industria ha sido, con razón, acusada de ocultación y premeditación. Es la presunción de inocencia aplicada a la industria: todo producto es inocuo mientras no se demuestre lo contrario. Pero, para que se acepte esta demostración, se requieren grandes desastres, algunas muertes y una relación clara y diáfana entre el producto y sus efectos. Además de una alternativa económicamente rentable al problema, que permita continuar con el negocio. La opción contraria sería más deseable para el medio ambiente: todo producto será considerado perjudicial hasta que no se demuestre claramente su inocuidad. Damas y Caballeros: bienvenidos al siglo XVIII. Esto supondría la detención absoluta del progreso científico y tecnológico. Quizá podríamos renunciar a muchas comodidades en aras de la salud, pero ya no sería tan deseable volver a encontrarnos con problemas tales como enfermedades ya erradicadas, medios de transporte rudimentarios, falta de energía,... Ejemplos como las dioxinas deberían servir para llegar a soluciones sostenibles y de consenso. Progreso, sí, pero sin engaños, ocultaciones ni protección política artificial. Con investigación mixta (pública y privada), información, transparencia y, sobre todo, un modelo de financiación que permita la subsistencia productiva de estas empresas sin recurrir a artimañas, tal vez se pudieran consolidar unas pautas de trabajo que permitieran un desarrollo quizás más lento que el actual, pero sostenible tanto desde el punto de vista de la industria como desde el de la población en general. Pasqual Casabó Escrig Químico



El presente foto-reportaje muestra las situación actual acerca de las consecuencias de una guerra lejana en tiempo y distancia. Miles de niños y niñas vietnamitas vienen malformados a este mundo, si interceptados por un aparato ecógrafo.

no son

Los defoliantes y herbicidas como el Agente Naranja empleados por el ejército norteamericano hace más de 30 años arrojaron algo más que química esparcida en selvas y arrozales, dejaron, además, que la dioxina TCDD campara a su libre albedrío. Esta dioxina, uno de los más potentes venenos que ha conocido el ser humano, quedó atrapada en la cadena trófica, en el agua, en el ganado, en el código genético de las futuras madres al fin y al cabo. La prestigiosa revista científica Nature acaba de publicar nuevos datos sobre la cantidad de millones de litros de Agente Naranja pulverizados en Vietnam. Este nuevo informe concluye con un violento portazo sobre el rostro de las grandes multinacionales que fabricaron el compuesto, como Dow Chemical o Monsanto, quienes conocieron y escondieron que durante el proceso de fabricación del fatal herbicida se desprendía la dioxina TCDD, y por supuesto, sobre anteriores administraciones de EUA, que autorizaron su uso. Dicho portazo se resume, según Nature, en que todas la cifras conocidas hasta hoy deben multiplicarse por dos. Hablamos, por tanto, de 150 millones de litros empleados. De nuevo vivimos tiempos de guerras, para variar. Nos acostumbramos con facilidad a nuevos términos: armas de destrucción masiva, uranios empobrecidos, armas químicas... Salimos a las calles, y protestamos sin grandes repercusiones. Pero pocos de nosotros irá más allá, nadie se preguntará qué nuevas técnicas se ensayan o acompañan a modernos misiles. Sólo cuando los casos de cáncer u otras atrocidades aumenten de manera dramática, sea en Kósovo o en Bagdad, sólo cuando las ONG denuncien, sólo entonces, nos avergonzará, una vez más, el hecho de auto denominarnos seres humanos. Manuel Navarro Forcada,

Abril de 2004


















































































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