Amor y Capital Por: Mary Gabriel

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Karl Marx junto a sus hijas y Engels

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biografía

Amor y Capital por Mary Gabriel

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eresentamos aquí un breve anticipo de un libro que acaba de llegar a las librerías, Amor y Capital, un relato de la vida de Marx que incluye también de forma destacada a su esposa, Jenny, y al resto de su familia. Una biografía basada en material inédito depositado en sótanos moscovitas, y que retrata de forma magistral los aspectos mán entrañables del autor de El capital y de su abnegada familia.

En Pascua Engels estaba en Londres, pero esta vez su visita no fue el alegre divertimento que había sido su viaje navideño. La hija menor de Marx y Jenny, Franzisca, sufrió un grave ataque de bronquitis y murió poco después de su primer aniversario, el 14 de abril. La muerte de un hijo de esta edad era algo habitual en el siglo XIX; se calcula que un 15 por ciento de los niños morían antes del primer año. Pero esta dura estadística no era ningún consuelo para unos padres angustiados, y ciertamente no lo fue para Jenny, cuyo pesar se veía agravado por su pobreza. La familia no tenía siquiera el dinero necesario para comprarle un ataúd a Francisca. No pudiendo enterrar adecuadamente a su hija, Jenny colocó el cuerpo de la pequeña en la habitación trasera del apartamento y trasladó todas las camas a la habitación de la parte delantera, donde dormiría la familia hasta que pudieran encontrar el dinero necesario. En sus memorias escribió: “Nuestros tres hijos vivos se tendieron a nuestro lado y todos lloramos al pequeño ángel cuyo cuerpo lívido y sin vida yacía en la otra habitación.” Jenny y Marx trataron sin éxito de pedir dinero prestado a sus amigos ingleses y alemanes (incluso Engels estaba mal de dinero). Finalmente, Jenny se dirigió a un emigrante francés que vivía cerca y este le dio dos libras para comprar un ataúd. “No tenía cuna cuando vino al mundo y durante mucho tiempo se le negó incluso un lugar para su último descanso,” recordó Jenny. “¡Con qué profunda pena vimos cómo la trasladaban a la tumba!” Francisca se unió a Fawksy en el cementerio situado a unas cuadras del hogar de los Marx. Marx y Jenny apenas tuvieron tiempo de llorar a su hijita y ya fueron asaltados por otra mala noticia. Weydemeyer había tra-

tado de gestionar la publicación del Dieciocho Brumario de Marx, pero el mismo día del funeral de Franzisca llegó una carta suya en la que les comunicaba que era poco probable que pudiera conseguirlo. Marx le contó a un amigo que la carta tuvo un efecto devastador. “Desde hace dos años [Jenny] ha visto como todas mis iniciativas se iban regularmente al traste.” “No puedes ni imaginarte,” le confió Marx a Engels, “lo mal que lo he pasado esta última semana. El día del funeral, el dinero que me habían prometido que llegaría no llegó, de modo que me vi obligado a recurrir a un vecino francés para pagar a los buitres ingleses. Y para colmo, ¡ay!, me llegó una carta de Weydemeyer dándome motivos para suponer que también en América todas nuestras esperanzas se iban a ver frustradas… Aunque soy muy resistente por naturaleza, en esta ocasión me afectó mucho la mala noticia.” Más tarde admitió: “Te aseguro que cuando pienso en el sufrimiento de mi mujer y en mi propia impotencia tengo ganas de mandarlo todo al diablo.” Y en cierto modo esto es lo que hizo Marx. Un periodista húngaro llamado Janos Bangya había conocido a Marx y aquella primavera se había convertido en una figura central en su vida. Bangya era el espía que Marx no había detectado, y su traición sería no solo política, sino personal. A juzgar por las cartas de Marx a Engels y a sus colegas norteamericanos, parecía confiar totalmente en Bangya, y a finales de abril había caído en una trampa que le había tendido su nuevo amigo. Para su propia diversión, Marx había escrito breves textos satíricos describiendo a diversos exiliados de la oposición alemana en Londres, representando sus asociaciones, entusiasmos y objetivos. Bangya le dijo a Marx que un editor de Berlín llama-

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do Eisenmann estaba dispuesto a pagarle veinticinco libras por un libro de piezas como aquellas, que Marx podría escribir anónimamente. Engels, a quien Marx quería como coautor del libro, tenía reparos. Se preguntaba si lo que iban a pagarles compensaría el escándalo que se produciría cuando los atacados descubriesen quién era el responsable. También le preocupaba la posibilidad de que, si el libro se publicaba durante la investigación de sus amigos de Colonia, el libro sería considerado como desleal para la oposición alemana en general, si no como un libro reaccionario. Pero Marx se sentía irresistiblemente atraído por el proyecto a causa del dinero que ofrecía Bangya. El húngaro le dijo que le haría entrega del dinero en cuanto recibiera el manuscrito. A finales de mayo, Marx fue a Manchester para trabajar con Engels en el proyecto.

Frederick Demuth, el hijo de Karl Marx y Helene Demuth, nació en 1851.

Cada vez que Marx salía de Londres, dejaba que Jenny se enfrentase sola a sus enojados acreedores. En ese caso había al menos la posibilidad de unos futuros ingresos: mientras Marx estaba fuera, Bangya le dio a Jenny un contrato supuestamente de parte del editor berlinés, en el que se estipulaba que se aceptaban las condiciones de Marx. Pero con eso no se podía comprar el pan, la leche, las patatas y el carbón que la familia necesitaba inmediatamente para sobrevivir. El momento que eligió

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Marx para hacer el viaje fue particularmente difícil porque solo había transcurrido un mes desde la muerte de Franzisca y Jenny estaba sufriendo todavía el dolor de su pérdida y el sentimiento de culpa que le producía pensar que podían haber salvado a Franzisca y a Fawksy si hubiesen dado a sus hijos las comodidades básicas que necesitaban. Aquel mismo mes, Marx y Jenny habían enviado a Jennychen, a Laura y a Musch a pasar unos días en Manchester. La visita coincidió con la del padre de Engels, por lo que es probable que los niños estuviesen en casa de Mary y Lizzy Burns. Cada uno de ellos adjuntó una nota para Marx en una carta de Engels, en la que describían la alegría que les había producido haber comido un filete de ternera con guisantes y patatas. Laura escribió en nombre de Musch y dijo: “Después de una buena comida disfrutamos de una espléndida cena. Pan y mantequilla, que tanto te gusta, queso y cerveza. Beberemos a tu salud y a la del señor Fred, y si nos achispamos un poco será a tu salud. Adiós, querido papá.” Aquellos niños necesitaban muy poca cosa para ser felices, pero Marx y Jenny no podían proporcionárselo. Cuando los niños hubieron regresado y Marx les hubo reemplazado en Manchester, Jenny le escribió una carta angustiada: “Estoy aquí sentada y me siento destrozada. Karl, esto se está haciendo insoportable… Estoy aquí sentada y tengo ganas de llorar a lágrima viva sin que nadie pueda ayudarme. Mi cabeza está a punto de estallar. Llevo una semana resistiendo y ya no puedo más.” La respuesta de Marx consistió en un 90 por ciento de asuntos prácticos y un 10 por ciento de comprensión y simpatía. Es posible que se lo estuviese pasando tan bien con Engels (decía que se reían a más no poder escribiendo las piezas satíricas sobre los exiliados) que no fuese capaz de ponerse en el lugar de Jenny. O puede que fuese consciente de que la mejor forma de ayudar a su esposa, aparte de enviarle algo de dinero, fuese haciéndola centrarse en el trabajo. Marx describió varias veces a Jenny como una persona resistente, capaz de recuperarse con el más leve aliento, y tal vez con esa idea le escribió el 11 de junio: “Cariño… no tengas nunca reparos en contarme lo que te pasa. Si tú, mi queridísima Jenny, tienes que soportar una realidad tan amarga, es justo que yo comparta tu tormento, al menos en mis pensamientos.” Y a continuación le dio una auténtica lista de tareas relacionadas con el partido y la felicitó enérgicamente por su forma de gestionar otros asuntos políticos. A los hijos de Marx, la actividad política en su hogar, la colección de personajes que pasaban por allí cada noche, y los continuos dramas con los acreedores les parecían indudablemente normales. En cualquier caso no tenían nada con qué compararlo, porque sus amigos eran hijos de hombres y mujeres como


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sus padres, en su mayor parte refugiados alemanes pobres implicados en la política de oposición. Pero Marx y Jenny no podían alegar inocencia o ignorancia acerca de lo diferentes que habrían podido ser sus vidas si ellos hubiesen decidido criar a su familia dentro de la esfera normalmente aceptable de su clase. Cuando llegaron a Londres eran muy conscientes de las dificultades provocadas por su elección, y cada año dichas dificultades eran mayores. Pero el período en el que estaban entrando ahora sería uno de los más sombríos. Realmente, nada parecía irles de cara. Jenny y Ermst Dronke se alternaron copiando las cien páginas del texto satírico sobre los emigrantes –Los grandes hombres del exilio– escrito por Marx y Engels, mientras Marx permanecía de pie dictándoselas. Cuando hubo terminado, Bangya le entregó inmediatamente la cantidad prometida, menos siete libras (seguramente por un préstamo que le había hecho a Marx), lo que le dejó a él con dieciocho. Después de pagar a Dronke no le quedaba suficiente dinero para cubrir sus gastos, y Bangya no pudo asegurarle cuándo iba a publicarse el panfleto, pese a que Marx confiaba mucho en las ventas que tendría. También Engels andaba corto de dinero, y en agosto le dijo a Marx que no sabía si podría enviarle algo para pasar las seis próximas semanas. El Brumario de Marx había sido finalmente impreso en Nueva York, en una reedición del periódico de Weydemeyer hecha posible gracias a los cuarenta dólares que le había prestado un emigrante alemán, pero aquella financiación no fue suficiente para pagar la distribución del periódico, cuyos ejemplares permanecieron amontonados en el almacén sin que nadie los leyese. Además, la traducción inglesa que hizo Wilhelm Pieper era una chapuza, lo que postergaba una posible venta en Londres, y todavía no había ningún editor en Alemania que hubiese manifestado interés en publicar la obra. Los aplazamientos fueron críticos, porque con cada día que pasaba la relevancia de los artículos disminuía y había otros que podían publicar su propia versión del golpe de estado presidencial en Francia. A Marx le dio rabia saber que con la crítica de Luis Na poleón que había escrito su rival Proudhon, este había ganado más de cien mil francos. La ansiedad de Marx por el dinero es totalmente evidente en las afligidas cartas de aquel período, que se ocupan de un modo obsesivo de las finanzas de sus rivales. También estuvo centrado, de una forma nada propia en él, en los ataques contra En gels y contra él mismo. Uno que le irritó especialmente fue el de un exiliado alemán que estaba de visita en Cincinnati y que dijo: “Marx y Engels no son unos revolucionarios; son un par de canallas que han sido echados de muchas tabernas por los tra-

Jenny von Westphalen en Tréveris, en 1836, el año en que se comprometió en secreto a casarse con Karl Marx.

bajadores de Londres.” Marx se declaró a menudo personalmente inmune a los chismorreos, pero su apurada situación financiera durante la segunda mitad de 1852 y la completa falta de reconocimiento de su obra hacían más hiriente la picadura, por distante que fuese. En el caso de la injuria de Cincinnati, cuando su autor, Gottfried Kinkel (a quien Marx llamaba “Jesucristo Kinkel” debido a sus mesiánicas fantasías políticas), regresó a Londres, Marx le increpó por correo, pero Kinkel no respondió. Pensando que Kinkel no abriría una carta con matasellos del Soho por miedo a que fuera suya, Marx hizo que Lupus le enviase una nota desde Windsor con el tipo de papel utilizado normalmente para las cartas de amor. Si Kinkel realmente la abrió, se encontraría, entre las rosas perfumadas y los nomeolvides, una intrincada acusación del Dr. Karl Marx. Marx ya no podía más. Le dijo a Engels que toda su familia estaba enferma pero que no podía permitirse un médico. “Du-

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a la vergüenza que pasó, Marx nunca registró el incidente. Una versión que nos ha llegado del caso es que Marx consiguió convencer al encargado de que, por improbable que pareciera, estaba casado con la descendiente de una de las familias más históricas de Bretaña. Según otra versión, Marx fue arrestado como sospechoso de robo y retenido toda la noche por la policía, hasta que Jenny pudo aportar pruebas de su relación con la casa de Argyll. Fuera cual fuese la verdad, el resultado fue el mismo: una situación muy humillante para Marx. Había caído tan bajo como para ser considerado sospechoso incluso a los ojos del encargado de una casa de empeños en uno de los más fétidos distritos de Londres. En otoño de 1852, el poco espacioso apartamento de Marx se había convertido en un centro de mando de exiliados activamente ocupados buscando espías y tratando de exonerar a sus colegas de Colonia. Jenny le contó al amigo de Marx Adolf Clauss en Washington, que su apartamento de Dean Street se había convertido en una verdadera oficina. “Hay dos o tres personas escribiendo, otras haciendo recados, otras tratando de reunir cuatro peniques para que los redactores pudieran seguir escribiendo para demostrar que la burocracia del viejo mundo era culpable del más vergonzoso escándalo. Y entre una cosa y otra mis tres alegres hijos cantando y silbando, a menudo para ser duramente regañados por su papá. ¡Qué ajetreo! Jenny junto a su padre.

rante los últimos ocho o diez días he estado alimentando a mi familia exclusivamente con pan y patatas, pero ni siquiera sé si podré seguir haciéndolo hoy mismo… La tormenta está a punto de estallar por todas partes”, con el panadero, el verdulero y el carnicero exigiendo a gritos ser pagados. “Habrás visto por mis cartas que, como de costumbre, cuando yo mismo estoy en medio de la mierda y no teniendo conocimiento de ella de oídas, sigo mi camino con completa indiferencia. Pero ¿qué puedo hacer? Mi casa es un hospital y la crisis es tan preocupante que me obliga a dedicarle toda mi atención. ¿Qué puedo hacer?” La última opción era la casa de empeños, donde los artículos se empeñaban como mucho por una tercera parte de su valor, y en última instancia por menos, debido a los elevados intereses que aplicaban. Marx trató de empeñar algunos de los objetos de plata de Jenny con el emblema de la casa de Argyll, pero el en cargado de la casa de empeños, alarmado al ver aquellos objetos tan valiosos en manos de un extranjero tan montaraz y obviamente pobre, pensó que eran producto de un robo y llamó a la policía para que detuvieran a Marx. Probablemente debido

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Al cabo de diecisiete meses, el caso contra los miembros de la Liga Comunista en Prusia había llegado finalmente a juicio. Las pruebas contra ellos eran ridículas, pero esto no garantizaba su absolución; su condena era una cuestión de orgullo para el gobierno. Marx y sus amigos llegaron a la conclusión de que el jurado era claramente desfavorable a los acusados. Incluía a tres miembros de la clase media-alta, dos patricios urbanos, dos terratenientes, dos consejeros del gobierno y un profesor prusiano. En el lado positivo de la defensa, sin embargo, estaba la desaparición de dos de los principales testigos de la acusación –uno de los cuales había huido al Brasil– y la prueba escandalosa de mala práctica policial. La acusación se basaba en un escrito de setenta páginas que pintaba un cuadro alarmante de la oposición radical alemana reunida en Londres, de la que se afirmaba que estaba a las órdenes de Marx. Y si bien el largo camino que iba desde el primer arresto en mayo de 1851 hasta el juicio de octubre de 1852 ya era realmente sinuoso, los abogados del gobierno se remontaban aún más atrás, aportando pruebas del año 1831 y de los inicios de la Liga. Algunos de los materiales de la acusación se habían obtenido en los interrogatorios hechos a los acusados durante su largo y solitario confinamiento y después de marchas forza-


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Laura Marx a los dieciséis años, en 1862.

Las hijas de Marx Jenny (de pie) y Laura, hacia 1865.

das –una de las cuales de once días– que, de manera nada sorprendente, les había afectado mucho. Uno de los más maltrechos era el editor Becker, que se estaba quedando ciego, y el doctor Daniels, que mostraba síntomas de padecer tuberculosis. Marx afirmó categóricamente que si bien las pruebas obtenidas directamente de los acusados demostraban realmente que estos tenían sentimientos antigubernamentales, no demostraban, en cambio, como afirmaba el alegato de la acusación, que hubiesen participado en ningún complot antigubernamental. Las supuestas pruebas en que se basaba este cargo, dijo, procedían de los espías de Londres y habían sido concebidas para convencer a la opinión pública de que no eran unas opiniones políticas lo que se estaba juzgando, sino que se juzgaba a unos hombres peligrosos que actuaban a instancias de un líder más peligroso. Aunque Marx no estaba en el banquillo junto con los otros once acusados, era evidente que él era el blanco principal de la acusación.

a los quince por años. Un alijo de documentos presentado Eleanor a los Marx acusadores

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Gertruda Kugelmann. Con frecuencia esta fotografía se considera erróneamente la de la esposa de Marx, Jenny.

Stieber se basaba en realidad en la vigilancia del grupo de Willich, que sí conspiraba violentamente contra el gobierno. Un informe policial consignaba que el grupo de Marx se había escindido de aquel otro grupo, pero, obsesionados como estaban por Marx los funcionarios del gobierno, prefirieron ignorar este detalle. “El Partido de Marx le da cien vueltas a todos los emigrantes, agitadores y comités centrales… El propio Marx es personalmente conocido y es evidente que hay más inteligencia en su dedo meñique que en las cabezas de todos los demás.” En consecuencia, el gobierno utilizó arteramente aquellos documentos como pruebas, apostando a que había suficientes áreas en las que el grupo de Marx y el de Willich se solapaban como para que los jurados no percibiesen las diferencias.

espía Hirsch, que eran tan obviamente falsas que le desacreditaron inmediatamente. El comité de defensa de Dean Street demostró que las actas que según Hirsch provenían de las reuniones de la sinagoga de Marx –a las cuales Hirsch juró haber asistido, y durante las cuales se habían discutido conspiraciones– eran falsificaciones de aficionado. El comité reunió muestras de escritura para demostrtar que, contrariamente a lo que afirmaba Hirsch, las actas no habían sido redactadas por Liebknecht y otro miembro llamado L. W. Rings (que, desgraciadamente para Hirsch, era casi analfabeto y habría sido un improbable secretario en cualquier caso). El comité también obtuvo testimonios de los parroquianos según los cuales el grupo se reunía los miércoles, no los jueves, y en un lugar diferente del que decía Hirsch. Enfrentado con aquellas abrumadoras y bien publicitadas pruebas de fraude, al tribunal no le quedó otra alternativa que rechazar las actas de Hirsch.

Pero si bien este juego de manos funcionó en el expediente de Stieber, no lo hizo en el caso de las pruebas aportadas por el

La pérdida de aquella prueba, sin embargo, hizo que la acusación intensificara su resolución de mantener su tono más

Marx en 1861.

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incendiario contra los acusados. (El alto funcionario policial de Berlín había escrito a la embajada prusiana de Londres diciéndoles que “¡la existencia misma de la policía política depende del resultado de este juicio!”) Se descubrió que una carta sin firmar, que según testificó un experto había sido escrita por Marx, había acompañado a un lote de cincuenta “Catecismos Rojos” en los que se declaraba que “la revolución está más cerca de lo que mucha gente piensa. ¡Larga vida a la revolución!” y daba instrucciones al destinatario de los catecismos, fuerse quien fuese, para que los echase por debajo de la puerta de los simpatizantes de la revolución antes de la medianoche del 5 de junio de 1852. Aunque la carta había sido al parecer escrita cuando los acusados ya estaban encarcelados, se utilizó igualmente contra ellos. Esta prueba fue acogida con gritos de incredulidad en Londres, donde cualquiera que conociera a Marx sabía que era falsa: no solo nunca se implicaría en un melodrama como el de introducir un documento por debajo de la puerta de los partidarios de la revolución precisamente a las doce de la noche, sino que su contenido contradecía sus creencias. Marx se había ganado la ira de algunos de los exiliados declarando que la revolución no era inminente. Se presentó ante un magistrado británico y declaró bajo juramento que no tenía nada que ver ni con la carta ni con el Catecismo, y su declaración fue remitida a la defensa en Colonia, y fue publicada en los periódicos británicos. Sin embargo, la acusación permaneció impasible y no permitió la comparación de la escritura de Marx con la de la carta incriminatoria. En el estrado Stieber había descrito la existencia de una sofisticada red en Londres en la que cada “agente secreto” era vigilado por otro espía; uno presumiblemente contratado localmente para hacer el trabajo, y el otro un profesional que lo vigilaba a él. En octubre, Marx le dijo a Engels que unos tipos sospechosos estaban apostados una vez más frente a su casa mientras el comité de defensa trabajaba arriba. Tanto Engels como Marx pensaban también que su correo estaba siendo leído. Pero no dejaron que la vigilancia impidiera su trabajo: durante cinco semanas muchos exiliados estuvieron subiendo y bajando con actitud desafiante las escaleras del piso de Dean Street reuniendo pruebas para minar los argumentos del estado en contra de sus amigos. Los visitantes llegaban pronto y se marchaban tarde, llenando el apartamento de humo de cigarro y alternando las risas con la indignación a medida que iban llegando noticias del caso. Los hijos de Marx estaban tan acostumbrados a que el piso estuviese lleno de hombres que comían y bebían cerveza allí que los consideraban como parte de la familia. Una mañana un

La última fotografía de la esposa de Karl, Jenny Marx, 1881.

miembro del comité llegó antes de que Jenny se hubiera vestido, lo que hizo que ella corriese a buscar su ropa. Pero el coronel Musch le dijo que no se preocupara: “¡No pasa nada! ¡Solo es Freiligrath.” Durante este período Jenny representaba a su esposo en funciones públicas no relacionadas con el juicio, incluido un homenaje a un colega ejecutado en Viena en 1848, porque Marx estaba absorto en aquel caso con exclusión de todo lo demás. Escribió un artículo sobre ello que alcanzó las cincuenta páginas, y que pensaba publicar rápidamente para llamar la atención sobre el juicio. “Huelga decir que yo mismo soy incapaz de contribuir ni con un céntimo a ello”, le dijo a Engels. “Ayer empeñé un abrigo que tenía desde que estaba en Liverpool para comprar papel para escribir.” En aquel preciso momento su casero le amenazó con echar a su familia por no pagar el alquiler. Marx dijo que el hombre le había montado una escena terrible, pero que él le respondió con tanta ferocidad que el casero se echó para atrás acobardado ■

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