UNA HISTORIA DE LA IMAGINACIÓN EN LA ARGENTINA
MUSEO DE ARTE MODE R NO DE B U E NOS AIR ES 2019
MUSEO DE ARTE MODERNO DE BUENOS AIRES AÑO 2019
GOBIERNO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
AUTORIDADES
Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta Jefe de Gabinete de Ministros Felipe Miguel Ministro de Cultura Enrique Avogadro Subsecretaria de Gestión Cultural Viviana Cantoni Directora del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires Victoria Noorthoorn
U NA H ISTORIA DE LA I MAG I NACIÓN E N LA ARG E NTI NA
UNA HISTORIA DE LA IMAGINACIÓN EN LA ARGENTINA Visiones de la pampa, el litoral y el altiplano desde el siglo XIX a la actualidad.
Ensayos de Alejandra Laera y Javier Villa Antología literaria de Alejandra Laera
MUSEO DE ARTE MODERNO DE BUENOS AIRES 2019
Villa, Javier Una historia de la imaginación en la Argentina: visiones de la pampa, el litoral y el altiplano desde el siglo XIX a la actualidad / Javier Villa; Alejandra Laera; dirigido por Victoria Noorthoorn; editado por Gabriela Comte; Eduardo Rey; Martín Lojo. - 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 2019. 352 p. ; 24 x 17 cm. Traducción de: Ian Barnett; Alexander Maude Kit; Julia Benseñor. ISBN 978-987-1358-66-3 1. Arte. 2. Arte Argentino. 3. Arte Contemporáneo Argentino. I. Noorthoorn,Victoria, dir. II. Comte, Gabriela, ed. III. Rey, Eduardo, ed. IV. Lojo, Martín, ed.V. Barnett, Ian, trad.VI. Kit, Alexander Maude, trad.VII. Benseñor, Julia, trad.VIII. Título. CDD 709.82
Este libro fue publicado en ocasión de la exposición Una historia de la imaginación en la Argentina, inaugurada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires el 6 de abril de 2019 Museo de Arte Moderno de Buenos Aires Av. San Juan 350 (1147) Buenos Aires Impreso en Argentina Printed in Argentina Akián Gráfica Editora Clay 2972 Buenos Aires, Argentina www.akiangrafica.com
Diseño Eduardo Rey Créditos de fotos interiores: Lucía Carreras p. 135 Ariel Eduardo Castillo p. 188 Viviana Gil pp. 56-66, 68-72, 105-106, 108-117, 133-134,136141, 144-145, 173-183, 186-187, 205-213, 216 Laura Glusman y Andrea Ostera p. 146 Ignacio Iasparra pp. 67, 214-215, 142-143 Guido Limardo pp. 233, 236-245, 248-255 Jorge Miño pp. 234-235, 246-247, 256
Luciano Ominetti p. 147 Néstor Paz p. 107 Gustavo Sosa Pinilla p. 148 Iván Zabrodski p. 185 Gentileza Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires p. 72 Gentileza Museo Xul Solar Fundación Pan Klub pp. 174-175
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Agradecimientos Por Victoria Noorthoorn
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Una historia de la imaginación en la Argentina Por Javier Villa
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Territorios anegados por la imaginación Por Alejandra Laera
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La pampa
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Mataderos
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El litoral
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El noroeste
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Cautivas
202
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Vistas de sala
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Lista de obras de la exposición
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Bibliografía de textos literarios
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English texts
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A G R A D E C I M I E N T O S
Por Victoria Noorthoorn
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a pregunta por las diferencias culturales interpela nuestros hábitos y costumbres, nuestras formas políticas y nuestras relaciones sociales, pero también nuestras elecciones estéticas, que no solo constituyen un factor determinante de nuestra identidad, sino que también condicionan el modo en que somos capaces de observar y, por lo tanto, de comprender el mundo que nos rodea. ¿Cuáles son las imágenes que nos identifican?, ¿cómo observamos la topografía de nuestro territorio y qué tomamos de él para construir nuestros mitos?, ¿qué visiones son constitutivas de nuestros relatos políticos, literarios, históricos?, ¿cómo perduran, varían, se modifican y reinterpretan esas imágenes desde el origen de la patria hasta el presente? Una historia de la imaginación en la Argentina fue un esfuerzo por reflexionar sobre estos problemas que constituyen nuestro modo de ser argentinos. Este recorrido por más de doscientas cincuenta obras de todo el país, desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad, no ofrece un estudio historiográfico sobre la representación paisajística o los diferentes discursos del arte argentino, sino que invita a reflexionar sobre los avatares que encarnaron los diversos paisajes que habitaron y habitan nuestra imaginación, según la mirada de Javier Villa, curador de la exposición. La inmensidad de la pampa, las metáforas económicas y políticas de los mataderos, la proliferación selvática del litoral, la majestuosidad del noroeste y sus 11
relatos, el encuentro violento y revelador con la otredad que representa el personaje de la “cautiva” fueron herramientas simbólicas para reflexionar sobre los modos en que el arte argentino se piensa a sí mismo y piensa nuestra cultura, sobre cómo se originó nuestra tradición y cómo fue transformada a lo largo de la historia y cómo puede ser reelaborada, corregida o expandida por el arte del presente. Esta extensa travesía por el arte argentino en la que nos propusimos una indagación diversa, inclusiva y profundamente federal hubiese sido imposible sin la colaboración colectiva de decenas de artistas, familiares, colecciones e instituciones de todo el país, que generosamente cedieron sus obras para que pudiese realizarse. Fue para nosotros un inmenso placer, que agradecemos calurosamente, el haber podido contar con obras de artistas como Florencia Bohtlingk, Laura Códega, Nora Correas, Claudia del Río, Diana Dowek, Matías Duville, Franco Fasoli, Ilse Fusková, Max Gómez Canle, Denise Groesman, Vicente Grondona, Carlos Herrera, Carlos Huffmann, Mauro Koliva, Fernanda Laguna, Daniel Leber, Franco Mala, Lula Mari, Mónica Millán, Sasha Minovich, Máximo Pedraza, Roxana Ramos, Julián Terán y Guido Yannitto. También agradecemos la colaboración de quienes abrieron sus colecciones para que esta exposición fuese posible: familia Aizenberg, Pablo Birger, Jorge Barberis, familia Benedit, familia Forté, familia Gambartes, Colección Giacosa-Ferraiuolo, María Teresa Gramuglio, familia Grela-Correa, Abel Guaglianone y Joaquín Rodríguez, Aníbal Jozami, familia Mamani, familia Martorell, Eleonora Molina, familia Ouvrard, familia Salfity, familia Silva, Gabriel Werthein, Colección Zurbarán, Fundación Augusto y León Ferrari Arte y acervo, Fundación Forner-Bigatti, Fundación Pan Klub, Galería Barro, Galería Ruth Benzacar, Galería Hache y los restantes coleccionistas que han decidido permanecer anónimos. Fue un gran privilegio para el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires haber podido mostrar obras de distintas provincias del país. El marcado carácter federal que tiene esta exposición no habría sido posible sin el inestimable aporte, tanto en la investigación como en el 12
préstamo de obras, del Museo de la Reconquista de Tigre, el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, el Museo Cornelio Saavedra, el Museo Benito Quinquela Martín, el Museo Histórico Nacional Argentino, el Museo Histórico Sarmiento, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, el Fondo Nacional de las Artes, el Archivo y Museo Históricos del Banco de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Arturo Jauretche”, el Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez, el Museo Castagnino-Macro, el Museo Histórico Provincial de Rosario Dr. Julio Marc, el Museo provincial de Bellas Artes Franklin Rawson, el Museo de Bellas Artes de Salta, el Museo Regional de Pintura José Antonio Terry y el Museo Provincial Escultor Juan Carlos Iramain. Agradecemos a cada una de estas instituciones y a sus directores por tanta generosidad. En el equipo del Moderno agradecemos el notable y dedicado trabajo realizado por Javier Villa, curador de la exposición, junto a los investigadores Belén Coluccio y Marcos Krämer, quienes, a su vez, contaron con la generosa colaboración y el consejo de Roberto Amigo, Josefina Carón, Esteban Drincovich, Pablo Fasce, Rodrigo García Bes, Guido Herzovich, Ignacio Masllorens, Segundo Ramos y María Laura Rosa, además de la colaboración del Centro Cultural Rougés de Tucumán, el Museo de Arte Contemporáneo de Salta, el Museo Emilio Caraffa y el Museo Genaro Pérez de Córdoba.También agradecemos, ya en el equipo del Museo, la labor de Iván Rösler y todo su equipo de Producción y Diseño de Exposiciones. Tratándose de Una historia de la imaginación en la Argentina, este libro acompaña el extenso viaje artístico que propone la exposición con un recorrido literario que complementa la construcción de este complejo sistema de símbolos visuales con su contracara poética, constituyendo así un diálogo tan poco habitual como esclarecedor entre los grandes artistas y los grandes escritores argentinos de todas las épocas. Agradecemos la minuciosa y dedicada tarea de Alejandra Laera, invitada especial a realizar la bella y densa antología de textos aquí incluida, 13
así como su refinado ensayo donde hace dialogar a las artes visuales con la literatura. Nos emociona la gentileza con la que los autores nos permitieron sumar fragmentos de sus narraciones, ensayos y poemas a este ambicioso proyecto. Nuestro reconocimiento especial al equipo editorial del Moderno: Gabriela Comte, Eduardo Rey, Martín Lojo, Julia Benseñor, Soledad Sobrino y Daniel Maldonado, y a Ian Barnett y Kit Maude por sus cuidadas traducciones. Por su apoyo sostenido al Museo de Arte Moderno, nuestra gratitud constante al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, dado que hace posible que esta institución construya cotidianamente su presente y se proyecte al futuro: a Horacio Rodríguez Larreta, Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, a Felipe Miguel, Jefe de Gabinete de Ministros, a Enrique Avogadro, Ministro de Cultura, a Viviana Cantoni, Subsecretaria de Patrimonio Cultural, así como a sus respectivos equipos. Agradezco también a las empresas, instituciones y personas que nos acompañan en cada propuesta desde el ámbito privado, especialmente al Banco Supervielle, aliado del museo, por el entusiasmo con que alienta cada acción y cada proyecto. También a quienes colaboran y nos apoyan en nuestras acciones: Fundación Andreani, Plavicon, Grupo Cepas, Fibertel, FilmSuez, Interieur Forma, Durlock, Newsan, Asociación Amigos del Museo de Arte Moderno y Jóvenes del Moderno, entre otros. Entre nuestros donantes individuales, mi agradecimiento emocionado a nuestros Mecenas del Arte, una familia que en 2019 ya cuenta con más de veinte orgullosos integrantes entusiasmados por promover la cultura y las propuestas del museo y acercarlas a toda nuestra sociedad. Su apoyo desinteresado es un ejemplo en un país donde la filantropía es escasa; agradecemos su ejemplo, su compromiso y su aliento. Queremos extender nuestro agradecimiento a todos nuestros visitantes, verdaderos destinatarios de estas aventuras del conocimiento que emprendemos para reflexionar sobre nuestro patrimonio cultural y devolverlo a la comunidad del modo más rico y fructífero, para que 14
cada uno pueda apropiarse de nuestra historia visual, revisar el pasado y el presente, sus momentos fundacionales y sus cimas creativas, para poder asĂ encontrar las claves que revelan nuestra identidad y nos permiten imaginar un futuro comĂşn. El Moderno se enorgullece de poder invitar a todos a descubrirse en esta gran historia colectiva de la imaginaciĂłn artĂstica. n
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UNA HISTORIA DE LA IMAGINACIÓN E N L A A R G E N T I N A Por Javier Villa
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mediados del siglo XVIII, Johann Joachim Winckelmann (17171768) aseguraba que toda producción artística es hija de su tiempo pero, sobre todo, que está determinada por el territorio donde nace y, por lo tanto, permanece ligada a lo geográfico y climatológico. Para muchos, Winckelmann fue el pensador que fundó la historia del arte como una disciplina científica propiamente dicha en los inicios del Iluminismo. Otro alemán, Abraham Moritz Warburg (1866-1929), podría ser considerado el historiador del arte que desborda los límites en el amanecer del siglo XX. Si la disciplina había sido una represa que contenía el pensamiento sobre el arte europeo como fenómeno autónomo durante la modernidad, las nuevas búsquedas de Warburg, que atravesaron otras visualidades disciplinares y territoriales, comenzarían a agrietar ese dique y a habilitar nuevos paradigmas.1
Si bien ambos historiadores trabajaron sobre la supervivencia de lo antiguo en la cultura del viejo continente –es decir, sobre la búsqueda de una raíz visual para la civilización de la que formaron parte (ese 1 Si bien la Modernidad en Europa continuaría, al menos, hasta los años sesenta del siglo XX, los trabajos de Aby Warburg y Marcel Duchamp, entre otros, podrían ser considerados de los primeros desbordes o las primeras grietas que descentraron el pensamiento europeo sobre el arte durante la modernidad.
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metejón que tienen los occidentales del norte con la construcción de una identidad cultural propia que sea, a su vez, universal)–, para Winckelmann el motor fueron los cortes históricos, la melancolía ante la pérdida de esos cuerpos ideales del mediterráneo clásico, mientras que para Warburg era posible conectarse con la antigüedad a partir de la continuidad formal: patrones que se vuelven transdisciplinares, transhistóricos, abiertos al pensamiento mágico no occidental y que, en sus configuraciones, parecieran adelantarse a la curaduría experimental y a los modos de lectura que permiten los soportes digitales contemporáneos. La pulsión de búsqueda también fue común a ambos historiadores: patear el tablero de la disciplina con la invención de nuevos enfoques para analizar las obras de arte, que luego perfeccionarían otros (el determinismo de Winckelman tuvo su auge en el positivismo de Taine y la escuela de Warburg siguió evolucionando en todo el mundo hasta alcanzar su auge en la actualidad). Ambos intentaron situar la historia del arte en un terreno más rico que el de la estética o el de la biografía del artista, se animaron a vincular el arte con sustratos más profundos de la humanidad. Con estos dos sujetos a cuestas, es decir, con la construcción moderna del arte europeo en mente, comenzó el periplo de Una historia de la imaginación en la Argentina. Vaya paradoja, entonces, el ejercicio de ir a buscar algo así como las posibles raíces de la imaginación visual de nuestro pueblo a partir de estas dos ideas, a esta altura ya clásicas. Ideas que forman parte de la familia de herramientas que fundaron los cánones del arte occidental, construidos desde una tradición central europea y extendidos en sus versiones mestizas a las colonias. ¿Qué pasaría entonces si en vez de repetir el viejo relato de los ismos que los hermanos del norte desplegaron durante el siglo XX para encasillar toda visualidad existente durante la modernidad, volviéramos a mirar nuestra historia desde el determinismo geográfico de Winckelmann y el ímpetu “trans” de Warburg? ¿Podríamos olvidar el ordenamiento por ismos, épocas, estéticas y estrategias que también se arraigó en nuestro arte? ¿Incluso dejar en 18
suspenso las ideas propias que giran en torno a las de ellos? ¿Abandonar ese antropofagismo que en algún momento nos calentó la sangre de entusiasmo como si fuésemos verdaderos caníbales, pero que ya aburre porque atrae a los europeos más que a nosotros mismos, sobre todo a aquellos adscriptos a las categorías del poscolonialismo?2 ¿Qué pasaría si nos volviésemos adrede más conservadores y hablásemos de tradición o de identidad nacional? Por lo pronto, podríamos intentarlo ya que desde el sur no corremos el peligro de volvernos fascistas por el solo hecho de hablar únicamente de nosotros mismos. Tal vez, la segunda idea de nuestra aventura en esta exposición haya sido, entonces, jugar a que los cánones y la forma de catalogar el arte que absorbimos de la modernidad europea sean una enfermedad, cuya forma de erradicación podría ser inyectarnos el mismo virus como vacuna. La historia del arte argentino y su canon se construyó con herramientas similares a las del arte europeo, en general, ambos masculinos y centralistas; a fin de cuentas, todos somos parte del mismo tronco occidental. Aun así, tuvo el agregado de algunos condimentos propios de nuestro terruño: cómo afectaron a las prácticas artísticas los libros o las revistas que llegaban de Europa e incluían reproducciones de obras maestras; cómo afectó el viaje de ida de los artistas al Viejo Continente, pero sobre todo la vuelta; qué relación construimos con el arte europeo a partir de las influencias y torcimientos, la irreverencia, el dar la espalda, el comérselos o el querer ser ellos. Si bien las obras de arte y las vidas de los artistas tuvieron bastante de estas recetas, también tuvieron otras inspiraciones y preocupaciones, incluso en mayor medida. 2 Aunque es imposible exagerar la importancia que tuvo el Manifiesto antropófago (1928) de Oswald de Andrade para la cultura latinoamericana, la persistencia de sus metáforas —la ingestión y asimilación de la cultura europea según el espíritu del cuerpo americano— en la actualidad no deja de señalar un síntoma de cierta dependencia del pensamiento regional, cuyas ideas originales solieron verse en la necesidad de validarse o al menos contrastarse con las del pensamiento hegemónico occidental. Un riesgo que también se corre al reflexionar desde las categorías de los estudios poscoloniales o del poscolonialismo, que así como cumplió su rol en la revisión historiográfica y cultural de la segunda mitad del siglo XX, no puede hoy escapar del todo a la posibilidad de transformarse en un pensamiento endurecido y despolitizado por las modas académicas del primer mundo.
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Entonces, el plan fue no olvidarnos de esas “obras maestras”, generalmente relacionadas con los ismos europeos, sino pensarlas a partir de otras reglas, junto con otras tantas obras que no arrastran la hipérbole de la maestría. Si desecháramos las herramientas de análisis y construcción de ismos de la historia del arte, podríamos jugar a hacer una historia de la imaginación.Y ese juego, en un giro winckelmanniano, se agarraría del territorio, de su relieve y su clima, de sus colores y sus formas, de su violencia social y la historia que esta construye, de lo que se ve y de lo que se oculta, de lo que se pone al frente y de lo que se deja de lado.Y a su vez, sobre estos elementos, se podría construir un juego de patrones de las formas o de los motivos, de los colores, conceptos o mitos que, en contragiro warburgiano, se repiten y se reelaboran. Lo excitante de esta idea es que no existe una sola manera de encasillar, ordenar o delimitar la imaginación de un pueblo, y menos, de señalarle una única fuente. Sí es posible rastrear símbolos o mitologías nacionales que pueden surgir del paisaje, del relato oral, de lugares comunes a los que no se les conoce un inicio, pero que se van asentando como capas geológicas para replicarse luego en el arte, la narrativa ficcional y la historia dura. Cuando, junto con Belén Coluccio y Marcos Kramer –jóvenes investigadores e historiadores del arte del Moderno con quienes construimos esta aventura–, sumamos kilómetros de ruta o pegamos figuritas en la pared de la oficina del museo, una de las tantas discusiones que manteníamos era que hoy es posible estar sumergidos en un extraño rompecabezas de conexiones (algo así como una mezcla de mural de detective maníaco y de stalker serial de las películas de Hollywood) gracias al enorme trabajo de nuestros predecesores: historiadores del arte como Roberto Amigo, Andrea Giunta, Laura Malosetti Costa, Marta Penhos o Gabriela Siracusano, o como nuestro gran asesor de patrimonio del Moderno, Marcelo E. Pacheco. El tipo de relato curatorial que quisimos para esta historia asume la creatividad autoral y si pudimos abocarnos de lleno a esta labor con libertad e irreverencia fue gracias a la base historiográfica que estos grandes profesionales le ofrecieron a la cultura argentina. Trabajamos con la confianza de tener 20
en claro que, si bien el pasado no puede cambiarse, la historia debe ser reelaborada una y otra vez para entender con mayor profundidad nuestro presente. Una historia de la imaginación en la Argentina es una exposición de alrededor de doscientas cincuenta obras realizadas por 97 artistas. Abarca desde una virgen de la Pomata de la escuela cuzqueña, realizada a mediados del siglo XVIII, y un grabado de un incendio en la pampa del pintor viajero Fernando Brambila, que podría datar de 1796, hasta una pintura de Sasha Minovich de 2019, artista de veintiún años nacido en Buenos Aires. Más de doscientos veinte años de arte, cuya imaginación surge de tres regiones: la pampa, el litoral y el noroeste argentinos. La exposición buscó desplegar una narrativa cargada, como si su intención fuera acercarse a la estética de las casas museos y los museos temáticos más que a las puestas historiográficas de obras maestras canónicas que deben contar con un espacio elegante para respirar. Trabajamos con el desborde imaginativo de nuestras regiones, sus identidades y diferencias y, por qué no, con el juego un poco humorístico de ser un arca de Noé de la imagen vernácula. En palabras de Lux Lindner: “una hipotética Cueva de Big Data o Arca Argentina, un dispositivo medio barroco medio túnel heteróclito, casi abigarrado pero no del todo, no fear of ‘cachivache’ y, desde ya, contrario al white cube, sería el brown cube”. Tal vez Una historia… podría catalogarse como una curaduría barrosa que buscó una fluidez sin frenos en el montaje, como ese río marrón y caudaloso que te lleva armoniosamente por su tronco y sus ramificaciones, aunque el paisaje se vaya transformando alrededor. Es así como, desde la vastedad pampeana y sus personajes unívocos, como el ombú o el gaucho, de repente y sin saltos el espectador se encuentra inmerso en una selva sin horizontes, rodeado de personajes mutantes. La curaduría de Una historia… se hizo en el fluir de la ruta. Un road show para el que viajamos a buscar obras que nos deslumbraran y a conocer más sobre el arte de nuestro país; no solo hablamos con distintos artistas, profesionales y familias de artistas de varias ciudades, sino que también volvimos a ver y sentir físicamente el paisaje: la inmensidad 21
de la pampa, el movimiento del Paraná, esas moles llamadas Andes. El relato no se construyó a partir de la historia del arte, sino a partir de la ficción de nuestra literatura, de lo que las obras señalaron, de lo que el paisaje nos dictaba. No fuimos a buscar a los grandes maestros que ya conocíamos, ni a “descubrir”, como si fuésemos colonizadores, ni a “rescatar”, como si fuésemos imperialistas, a nuestros creadores descuidados u olvidados. Fuimos a aprender, contando con la posibilidad de traer muchas cosas poco conocidas para el público que nos visita en Buenos Aires. Fuimos pensando en la necesidad y pertinencia de redefinir un nosotros y nosotras más inclusivo para reconocernos en una actualidad que no ha logrado superar la violencia y la exclusión. Al plantearnos cuestiones sobre la herencia, el presente y el porvenir desde una perspectiva autoral, la exposición se distanció de las curadurías historiográficas y se acercó a la imaginación proveniente de ficciones literarias y cinematográficas como Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, Zama, de Lucrecia Martel, o Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira, entre tantos otros. Se trata más de cómo reelaborar contemporáneamente el Martín Fierro, de Hernández, y La cautiva, de Echeverría. De cómo descubrir en una imagen el fluir del río Paraná en el ritmo entre comas de Juan José Saer; de traer con nuevos lenguajes la mezcla que forjó Horacio Quiroga entre lo social real y la naturaleza fantástica de la selva misionera desde los jesuitas hasta la actualidad. Una historia… propone indagar cómo perduran los cimientos sobre los que edificamos y demolemos la cultura y la política de nuestro país, y cuál es la incidencia del arte en ellos. ¿Se puede pensar en Prilidiano Pueyrredón, Cándido López o Eduardo Sívori como una tradición imaginativa que arrastramos, honramos o desarmamos? O, más que una tradición de hombres-pintores de Buenos Aires, ¿se podría tejer un linaje de visualidades que surgen de la imaginación geográfica? Pensar en la familia de árboles o nocturnos, en la herencia del río o el linaje de la montaña. Una historia… es una exposición que piensa el arte de un pueblo no como un compendio de nombres, movimientos o colecciones, sino como un todo orgánico e indivisible. Escarbamos en los motivos que emergen de nuestra cultura –la literatura, el cine, la 22
plástica– como si se tratase de una energía profunda que compartimos como comunidad, a veces luminosa y otras, más oscura. Traumas, ritos y rutinas visuales que siempre aparecen y se desmadran, que inventan y recuerdan quiénes somos en un proceso fluido de identificaciones, transformaciones, desconocimientos y reagrupamientos. Nuestras formas, relatos y mitos tienen una energía poética asombrosa en relación con la naturaleza y el paisaje, pero esos territorios también fueron, y aún son, campos de batalla. La tierra también es un cementerio sobre el cual venimos matándonos: criollos e indígenas, unitarios y federales, dictadores y pueblo, ricos y pobres, hombres y mujeres. Esa historia trágica aparece en la exposición porque es parte importante de lo que tenemos que revisar. Una historia… utiliza el pasado para sumergirse en la actualidad ¿Cómo se resignifica hoy el genocidio aborigen? ¿En dónde ubicamos a nuestros muertos y dónde desembocan los ríos de sangre de los mataderos y de las guerras civiles, de las guerras del Paraguay y las Malvinas, de las dictaduras y las guerras del hambre? ¿Cuáles son hoy nuestros monumentos? ¿Cómo se reformula el cuerpo femenino, ese cuerpo cautivo que es un eje geopolítico, cuerpo-trofeo, abusado, violentado y asesinado por hombres e instituciones? ¿Qué nos pasa con la naturaleza, con el río y la tierra, con los seres que la habitan, humanos y no humanos, reales y fantásticos, argentinos y migrantes? ¿Qué nos llega hoy de las culturas guaraníes y las del altiplano, del catolicismo y de la magia, de la montaña, de las rocas, de la lana, del agua, del vacío y su sombra? La
pampa
Entre los pintores viajeros del siglo XIX que llegaron a América, influenciados en general por el naturalismo humboldtiano, se rumoreaba que en la pampa no había mucho para ver y menos para pintar. No obstante, como la mayoría de los viajes exploratorios al Nuevo Mundo pasaron lejos de este territorio dejándolo, en algún sentido, virgen, algunos aventureros recibieron los rumores como un incentivo. Tal pudo ser el caso del alemán Johan Moritz Rugendas (1802-1858), cuyo en23
tusiasmo por viajar a la pampa se narra en la novela de César Aira Un episodio en la vida del pintor viajero: “Sobre este rastro partieron. Sobre esta línea. Era una recta que terminaba en Buenos Aires, pero lo que le importaba a Rugendas estaba en la línea, no en el extremo. En el centro imposible. Donde apareciera al fin algo que desafiara a su lápiz, que lo obligara a crear un nuevo procedimiento”.3 El desafío pudo haber sido el vacío y la chatura. Cincuenta años más tarde, el debate continuaba. En 1894, Eduardo Schiaffino (1858-1935), primer director del Museo Nacional de Bellas Artes, argumentaba que la belleza de la pampa era una invención de los poetas, no había manera de representar con pinceles esa inmensidad vacía. Eduardo Sívori (1847-1918), en cambio, consideraba necesario perseguir esa imagen despojada pero sublime: “pintar una pampa inmensa, inconmensurable, que asuste […] pampa y cielo, nada más”.4 A partir de ambos relatos podría abrirse un debate metafísico: ¿Es posible encontrar un lugar donde no haya nada que pintar? Y de encontrarlo, ¿qué pintura sería el resultado? ¿Sería como un espejo? ¿Cómo pintar el reverso de uno mismo, el misterio del vacío, los seres que lo pueblan, el lado oscuro de la luna, el interior de un agujero negro? ¿Es posible pensar que tal paisaje vacío sea el perfecto Big Bang para un nuevo imaginario, tanto en la cabeza de un pintor como, luego, esparciéndose por las de todo un pueblo? ¿Es ese supuesto teatro vacío el mejor panorama para la ocupación física, política y cultural de un territorio? Una historia… comienza con el mar, una de las analogías iniciáticas de la vastedad pampeana. En las primeras estrofas de La cautiva, Esteban Echeverría describe: “Gira en vano, reconcentra/ su inmensidad, y no encuentra/ la vista, en su vivo anhelo,/ do fijar su fugaz vuelo,/ como el pájaro en el mar”. La literatura argentina seguirá recurriendo a esta referencia hasta la actualidad.5 Que esta metáfora haya existido desde el principio tal vez se deba a los largos meses del europeo atravesando la inmensidad del mar para llegar a la de la pampa. El lado derecho y 3
Aira, César, Un episodio en la vida del pintor viajero, Random House, Buenos Aires, 2000, p. 34.
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Malosetti, Laura, Pampa, Ciudad y Suburbio, Fundación Osde, Buenos Aires, 2007, p. 103.
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Cfr. ensayo de Alejandra Laera en este catálogo, p. 47.
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el izquierdo de un mismo cuerpo vacío, donde lo que impera es la distancia de la cultura europea y de la cultura andina al interior de América. La pintura Día y noche (2014), de Santiago De Paoli (1978), aborda el mar para plasmar otra duplicidad: el sol y la luna. El día y la noche, como también la figura de lo masculino y lo femenino, tienen su trato particular en la imaginación pampeana. La primera sala de la muestra está dividida en dos momentos: el teatro de la noche, envuelto en las sombras negras de los telones y los árboles, con sus albas, lunas y ocasos; y la crudeza del día, el sol que arrecia y aplasta, encarnado por una enorme pared dorada.
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En el momento de los nocturnos, las sombras misteriosas desafían las formas conocidas y los brillos arcanos interpelan los colores de la tierra. Un destello que podría surgir tanto de la luz mala6 como de la luna, de las luciérnagas o de las estrellas, y podría rastrearse desde las lenguas plateadas de Martín Malharro (1865-1911) y la luna estallada de Antonio Berni (1905-1981), hasta la línea fluorescente de los horizontes pampeanos de Luis Ouvrard (1899-1988), los esmaltes glaciales y, a su pp. vez, sagrados de Marcelo Pombo (1959), o las energías intangibles que brotan en los paisajes de Daniel Leber (1988). La sala reúne doce pintu- 234-235 ras de una belleza intensa donde la figura humana y sus construcciones tienen poco para decir. El relato de la muestra se bifurca aquí en dos recorridos que se reencontrarán más adelante. Por un lado, una serie de pinturas devela congregaciones de sujetos en medio de la nada. En algunas pinturas es difícil entender qué están haciendo estos grupos, como los profetas barbudos de la obra El destino (s/f), de Juan Battle Planas (1911-1966), o los personajes casi ondulantes de la obra Paisaje (s/f), de Gertrudis Chale (1910-1954); en otras, la situación se aclara por el título de la obra y el contexto de realización, como El baile Gato (ca.1840), de Adolfo D’Hastrel, o Paisaje (1976), una persecución a campo traviesa durante la última dictadura militar pintada por Diana Dowek. Por último, hay 6 Brillo fluorescente de las osamentas abandonadas en la pampa bajo la luz de la luna que suele ser la fuente de inspiración de típicos relatos fantasmagóricos.
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obras cuyo alcance se aclara por la historia personal del artista, como en el caso de La distancia une (2019), de Máximo Pedraza.7 Esta sección se cierra con dos obras que señalan a personajes invisibilizados de la pampa, como los micro-seres tecnológicos previos al Y2K que aparecen haciendo zoom in en el panorama pampeado y pixelado de Max Gómez Canle, titulado Transformer (1999/2019). También la iconografía indígena que pareciera entreverse en los pastizales de Wet Pampa (2018), de Vicente Grondona, un ocaso de llanura-cementerio pintado en épocas donde la desaparición o el asesinato de militantes indigenistas vuelven a aparecer en los medios.8 La inmersión diurna en la pampa comienza con una suerte de tríptico integrado por tres pintores que han cosechado una extensa fama por sus paisajes. En las pinturas de los ya mencionados Sívori y Malharro no hay más que paraje vacío, colores entremezclados y una firme y pp. 60-62 recta línea de horizonte; en la de Prilidiano Pueyrredón (1823-1870), la extensión panorámica cuasi-desierta de su pampa es súbitamente interrumpida por dos árboles. En este caso, las tres obras se encuentran a corta distancia, son “grandes maestros del arte argentino”, cuyas pinturas parecerían apretadas, pero juntas crean una sólida línea de horizonte y expanden, de un cuadro al otro, la inmensidad pampeana. Al unir las vastedades que atraviesan siglos y disciplinas, la pampa se vuelve cada vez más inabarcable, condensada en lo que llamamos la cultura de un pueblo: en este caso, un territorio imaginario que se inicia en el vacío y que tiene la línea de horizonte como único peso real. Cuando aparece un eje vertical “donde anclar la mirada”, este se vuelve casi un ídolo (al menos un alto en el camino). Los árboles de Pueyrredón van En la acuarela de Pedraza, la distancia oceánica que lo separa de su familia en la actualidad se vuelve un territorio, una llanura y, de este modo, revierte la metáfora del mar como pampa. La obra dialoga frente a frente en la exposición con la de De Paoli. Mientras que esta última y los nocturnos están clavados a diversas alturas como si fuesen postes o cruces, en las pinturas de seres que ocupan el vacío, el horizonte de la noche pampeana se desplaza levemente, aparece y desaparece en un leve vaivén. 7
En octubre de 2017, luego de estar más de dos meses y medio desaparecido, encuentran sin vida el cuerpo del activista indigenista Santiago Maldonado y, en noviembre de 2017, el activista mapuche Rafael Nahuel es asesinado por la espalda en un conflicto con la Prefectura Naval Argentina. 8
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a ser transformados por Batlle Planas en dos mojones monolíticos que marcan distancias en la nada y, por Berni, en una torre Eiffel pequeña junto a una china que tiene los brazos cortados como una Venus de Milo y un rancho que parece un palacete italiano a la De Chirico. En La Torre Eiffel en la pampa (1930) se libra una batalla por la imaginería con la que llenamos el vacío propio. Una lucha sin ganadores en la imaginación manchada de cada argentino, que va y viene en la práctica de cada artista: lo europeo como propio y lo propio como propio y el otro como propio.
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Cuando aparece un personaje en esta geografía, este se encuentra aislado y bien definido, sea la Torre Eiffel de Berni o los monumentos de Francisco Salamone, las torres de Aizenberg o el ombú de Pueyrredón, los seres gelatinosos y tajeados de Fernanda Laguna, los gauchos retratados por Juan Manuel de Blanes o las mujeres sufrientes en medio de desiertos abismales de Raquel Forner. El personaje unívoco y vertical que se erige solo en el vacío, acompañado de una línea recta como horizonte, será una tipología reiterada en la pampa, a diferencia de los seres híbridos y las líneas curvas y fluidas del litoral o de las líneas sintéticas del noroeste argentino que bajan de la montaña para crear personajes abstractos. Como todo artista argentino es siempre mestizo, la pintura surrealista de Berni abre la batalla, pasada y presente, entre el ombú y el monumento. El monumento crece bajo los fertilizantes europeos, llámense neoclasicismo, cubismo o algún otro ismo, y el ombú crece en nuestra tierra. La zona de monumentos se construye a partir de tres duplas trans-históricas. En la primera, por un lado, una mujer efigie de Willems –alegoría dentro de la obra El pasado. El porvenir (ca.1860)– separa el pasado del futuro: la Buenos Aires que parece un páramo hostil, de la Reina del Plata pujante con cúpulas y edificación a la europea. Por el otro, Franco Fasoli remarca el fracaso de la construcción ideológica, cívica y cultural del Estado con réplicas en miniatura de nuestro arte público ceremonial realizadas en 2018, estandartes que han sido vandalizados, censurados, movidos, restaurados, reinventados. La segunda 27
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dupla opera sobre la analogía del monumento y el cuerpo: por un lado, la utilización, en 1917, de la documentación fotográfica y la escala humana para hacer modelos de personajes religiosos que terminarían en los grandes murales de Augusto Ferrari y, por el otro, el uso de la documentación en video y la ficcionalización en escala monumental para las maquetas utópicas y abstractas de Martín Blaszko en el film titulado Del punto a la forma (1954-58), donde presenta proyectos de monumentos universales para el porvenir de nuestro pueblo. En la tercera dupla, el ladrillo fundacional de la pirámide de Mayo (ca.1910), centro urbano y político de nuestro país, dialoga con el Hito de frontera (2019) post-apocalíptico de Carlos Huffmann: un peludo aplastando a un Fiat 147; esta dupla marca la separación de lo urbano y lo rural, la civilización y la naturaleza, el cemento y lo orgánico. Los tres diálogos también podrían cruzarse entre sí: la alegoría del porvenir con la alegoría del apocalipsis (Willems y Huffmann), la construcción de nuestros monumentos con su caída (ladrillo fundacional de la Pirámide de Mayo y Fasoli), el futurismo abstracto, armónico y universal con un futuro punk y telúrico (Blaszko y Huffmann), el juego de escalas casi surrealistas entre la miniatura, lo agigantado, lo monumental y lo humanizado (Fasoli, Huffmann, Blaszko y Ferrari). Al monumento se enfrenta el ombú, el alto natural en el campo. No solo detiene la mirada sino también el cuerpo. Allí se descansa del sol, se duerme y se sueña, se toca la guitarra y se construye un relato, se toma mate, se hace el amor. El ombú atrae y protege: “(…) vuelve el gaucho a su partido,/ echa penas al olvido/ cuando alcanza a divisar/ el ombú, solemne, aislado,/ de gallarda, hermosa planta,/ que a las nubes se levanta/ como faro de aquel mar”.9 Como el faro en el mar, es el primer ser vertical que orienta y cobija la imaginación en un territorio donde la gravedad parece tener otra matemática, donde algunos pájaros no pueden despegarse de la tierra –ñandúes– y muchos animales viven en cuevas –peludos o vizcachas–. El ombú es un lugar de encuentro 9
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pero también de entierro. La cautiva de Echeverría abre con la metáfora del mar y cierra con la figura del ombú. Allí es donde se entierra a María, pero también donde se alza el espectro de Brian, el hombre y héroe. La figura de la mujer podría ser una metáfora de esa pampa húmeda y fértil, y la cautiva, un eje simbólico del problema territorial y geopolítico en la construcción de nuestro país. La propiedad de la mujer es análoga a la propiedad de la tierra fértil. El ombú podría ser la figura vertical y robusta donde se entierra y se llora a lo femenino para dar vida a lo masculino (y dar paso a la historia de la poesía gauchesca). Podría ser, también, el hito de frontera entre la civilización y la barbarie. “Fama es que la tribu errante,/ si hasta allí llega embebida/ en la caza apetecida/ de la gama y avestruz,/ al ver del ombú gigante/ la verdosa cabellera,/ suelta al potro la carrera/ gritando: -allí está la cruz./ Y revuelve atrás la vista/ como quien huye aterrado,/ creyendo, se alza el airado,/ terrible espectro de Brian./ Pálido, el indio exorcista/ el fatídico árbol nombra;/ ni a hollar se atreven su sombra/ los que de camino van”. En la exposición, la zona de ombúes aparece como una composición mural de ocho pinturas que se inspira conceptualmente en los collage de patrones formales de los atlas de Warburg. La serie de figuras orgánicas verticales irradia patrones formales concatenados. Desde el retrato de una pareja de ombúes bien verdes de Eugenia Belín Sarmiento (1860-1952) y los troncos retorcidos, deshojados y mutilados de Raquel Forner (1902-1988), hasta el personaje con tajos (¿referencia a la violencia? ¿a lo femenino?) de Fernanda Laguna (1972) y la cita de Max Gómez Canle (1972) hasta los ombúes de Pueyrredón y Aizenberg que conversan bajo un techo ceremonial que lleva el nombre de Eva. La figuras masculinas que siguen a las batallas del ombú y el monumento son: un gaucho payador apoyado sobre el árbol (Enrique de Larrañaga, 1900-1956), un hombre árbol o Man plantas (Xul Solar, 1887-1963), un guerrero indígena (Bernabé Demaría, 1824-1910), un soldado paraguayo que preanuncia la violencia en el territorio guaraní (Modesto González, 1865-1908) y un descamisado arrasando un campo de soja 29
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transgénica (Daniel Santoro, 1954). Se trata de un arco complejo que va desde la tierra fértil y prometida que produce sola sus frutos, donde el gaucho (figura mítica extraña de la historia de un país donde la tierra es el eje pero la palabra “campesinado” se ha escuchado relativamente poco) puede descansar a las sombras del ombú con su guitarra, hasta la lucha entre los modelos de país agroexportador o industrial encarnada en un descamisado que destruye un campo sobreexplotado por la soja transgénica. Otros habitantes reales de nuestras tierras, el soldado del Paraguay con rasgos mestizos y el guerrero indígena quedaron fuera del relato sociopolítico y emergen solo esporádicamente en la práctica pictórica.
Luego de abrir con el nocturno y pasar por los seres que pueblan el territorio, la exposición llega finalmente al mediodía pampeano, donde se juntan el camino del grupo humano misterioso (esté bailando el gato o persiguiendo al subversivo) con el de la figura unívoca que se erige en la vastedad (ya sea un ombú, una torre, o un hombre). Es un momento de violencia breve en la exposición, pero duradero en la historia pampeana. El hueso del animal, su sangre y sus vísceras, desde los mitos de la luz mala a la pintura de osamentas en medio del campo, o el uso del cuero animal como alfombra, la cadera como silla y la cabeza como decoración son imágenes que siempre aparecen en el país pp. 242-243 del asado. No obstante, esas imágenes no convocan necesariamente a la violencia, como se puede observar en la bucólica escena de Calixto p. 109 Mamani –Morir para dar vida (1965)–, donde un caballo muerto en medio de la naturaleza alimenta a otros animales. O en el lirismo especular que componen los huesos como figura y la nada como fondo, ambos realizados con las mismas pequeñas rayas que componen los vanitas pampeanos de Leónidas Gambartes (1909-1963). El animal y la violencia tienen su encuentro mítico en El matadero, una vez más, imaginado por Esteban Echeverría, donde la persecución y tortura de un toro se repite poco después con la de un unitario. La violencia que aparece en este relato sobre las luchas entre unitarios y federales, contienda política que está en los cimientos de la República, se vuelve cruda y directa en las representaciones de Los degolladores 30
(1926), de Cesáreo Bernaldo Quirós, y el empalamiento de Chacho Peñaloza en Dicen que el Chacho ha muerto, no sé si será verdá, que se cuiden los salvajes si vuelve a resucitar (1997), de Pablo Suárez. Otro empalamiento de un ser con un cerebro tecnológico enchufado, realizado en 2015 por Nicanor Áraoz, tiene su contraparte en los frutos naturales que evocan formalmente a un cerebro en la obra de Mildred Burton de la serie “Frutos de mi país”, de 1980. La analogía entre la violencia animal y la humana también atraviesa dos mitos cristianos, el San Hubertus (2008), de Luis Fernando Benedit, y El martirio de San Sebastián (1994), de Santiago García Sáenz. En este último, el personaje de San Sebastián – ícono de la cultura gay–, atado a un ombú, es alcanzado por un rayo, es decir, un escarmiento proveniente de la naturaleza que podría estar vinculado a Dios más que a las flechas romanas. En esta sección también se establece una analogía entre el arma y la joya. Aunque las armas tradicionales como el facón con mango de plata labrada o cuero animal y las boleadoras ornamentadas no forman parte de Una historia…, la idea de arma o herramienta para provocar un daño aparece a partir de obras contemporáneas, con ciertos niveles de abstracción y lecturas cruzadas. Nuevamente, los binomios animal-humano y hombre-mujer son protagonistas. La cuádruple encrucijada es recalcada en Sellos (2019), una pareja de marca ganado de Daniel Leber, que estigmatiza a fuego y hierro la sexualidad binaria regulada a partir de los símbolos alquímicos de Marte y Venus: hombre y mujer. Las dos herramientas reverberan en Espadas (1988), de Liliana Maresca, una pareja de esculturas en metal, hijas de la violencia y el erotismo, el arma y la joya, la nobleza material y la transformación alquímica. Por último, el Chaleco (1989), de Nora Correas, parece una coraza protectora animal. Hacia afuera es un arma pinchuda y oscura, pero delicadamente enhebrada, y hacia adentro, una cueva protectora que se enfrenta a La tijera para castrar (1978), de Luis Fernando Benedit, un instrumento de tortura dorado, casi magnético. La violencia humana y animal se mezcla con lo sexual desde el inicio. Así es como ficcionaliza Echeverría la grieta entre blancos e indígenas, y unitarios y federales,10 10
Echeverría da inicio a la epopeya de La cautiva con una orgía en medio del “desierto”, donde
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y así continuará en el imaginario popular durante el siglo XX: la mujer asociada a la carne.11 Los agujeros, falos, líquidos o pelos en el collage de 2018 de Franco Mala son tan sexuales como viscerales, tan eróticos como violentados. La torre de Babel (1947), de Forner, de forma fálica y no cónica, es construida por obreros hombres que tapian cabezas casi verdes de mujeres torturadas. Tal vez esta violencia relacionada con la sexualidad haya sido siempre, no solo hoy, de las más recurrentes en la imaginación de nuestro territorio; la violencia entre hombre y mujer cierra estas visiones de la pampa junto a la que hay entre hombres y animales, criollos y pueblos originarios, unitarios y federales. Tal vez la gran ausente de la lista sea la guerra del hambre. Así empieza también El matadero de Echeverría: en un momento de hambruna las vacas llegan al matadero y los carniceros, las negras triperas y los niños, todos están involucrados en la faena. Así eran los mataderos retratados por la imaginación romántica de aquella época, más cercanos a los vecinos de un asentamiento persiguiendo, degollando y destripando vacas de un camión volcado en alguna ruta durante 2002 o 2016 que a los frigoríficos actuales. Tal vez también desde el hambre y el manejo del hambre hayan sido regadas con sangre las raíces de la imaginación en nuestro territorio. EL
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LitoraL
Un tronco payador. Un gallo se acuchilla justo en el corazón, probablemente por amor. Una gallina escapa con tesoros en su boca. Geográficamente, la pampa se mete en el litoral y el litoral llega hasta Buenos Aires. En la exposición, Idilio criollo (2019), de Laura Códega, continúa los indígenas degüellan yeguas para tomar su sangre como una suerte de elixir de la barbarie, mientras violan a las mujeres de los blancos en una bacanal del caos. El matadero finaliza con lo que pareciera ser un mortal sometimiento perpetrado contra un unitario, luego de que los carniceros federales hayan torturado un toro, castración incluida. Estos dos relatos de la mirada “civilizatoria” fueron parte de la imaginación político-literaria del siglo XIX que construyó un estereotipo de violencia asignado con exclusividad al otro cultural y al adversario político: en este caso, los indios y los federales. Justamente en Carne, una de las películas argentinas más populares de nuestra historia, Isabel Sarli es perseguida dentro de un frigorífico y luego violada sobre una media res.
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con el motivo del árbol y el gaucho, y la relación violenta entre el animal, el hombre y la mujer, pero bajo una atmósfera de cinismo jocoso que se conecta con un primer tópico litoraleño: la mezcla entre lo antropomorfo, lo zoomorfo y la naturaleza. El animismo litoraleño tal vez provenga de los mitos guaraníes, como el de Carau, hombre que al internarse en el pantano se va transformando en ave; el de Pitagüa, madre mala y gritona que se transforma en pájaro, o la leyenda del mismo Paraná, una enorme masa de agua que surge del cuerpo de una hermosa mujer. La magia del litoral emerge en los dibujos oníricos de la década del cuarenta, a partir de aquelarres, tributos a deidades y seres fantásticos imaginados por un joven Leónidas Gambartes, y continuará en sus posteriores payés hechos en cromo al yeso, entre otras obras. Sin dudas, El ídolo (1944) fue una piedra fundacional de su pensamiento mágico, en el que la imaginación fantástica, ya sea de piedra, tierra o vegetal, no solo emerge del pantano sino que es parte de él: personaje y paisaje son lo mismo. Las visiones fusionadas del litoral tal vez provengan de las sensaciones que provoca un territorio que siempre se mueve, donde la tierra se vuelve agua y el agua nuevamente es tierra, donde lo sólido se desvanece en lo líquido, la barranca cae armoniosa y se disuelve en el río. En esta zona todo es un mismo elemento que cambia de estados, como el cubo sólido y derretido a la vez, de Juan Pablo Renzi, Cubo de hielo y charco de agua (objeto), de la serie “De representaciones sólidas del agua y otros fluidos”, 1966/2009. Esta amalgama en constante transformación se vuelve no solo visual y emocional, sino también material en los óleos marrones y arcillosos de la serie “Litoral y Coca-Cola” (2009), de Claudia del Río. Todo cambia y es parte de lo mismo. En un mismo personaje, en un mismo papel, de un papel a otro dentro de la misma serie, una corriente barrosa une a un pez caballo con unas hojas arácnidas, a seres pulpos con monolitos diamanticios, a cabezas de mujeres con botellas de Coca-Cola subversivas. El río es todas esas formas y personajes posibles y, al instante, ninguna de ellas. Es la tierra serpenteando, la contigüidad, un movimiento sereno que de repente desborda, que repite formas para crear otras nuevas. Todo es río. “No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y 33
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detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. [...] No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en el sol de las nueve, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla”.
El litoral fundido, su línea continua que une figuras y paisaje, naturaleza y cultura, tierra y agua, es casi opuesta a las figuras verticales, bien plantadas, de la pampa (gracias a las fuertes raíces del ombú, a los cimientos de la torre o la soberbia de sus hombres) que atraviesan líneas de horizonte rectas e inapelables. A pocos kilómetros de distancia la gravedad golpea distinto. Tanto la levedad y libertad metamórfica de Del Río, pp. como su monocromía holística, podrían tener como ascendencia las 146-147 obras de Aid Herrera (1905-1993) y Juan Grela (1914-1992) de los años setenta y ochenta, y las tierras blancas de María Laura Schiavoni p. 134 (1904-1988) de los años cincuenta. La línea curva de Herrera se apoya solo en su propia facultad de transformar, con una espontaneidad envidiable y de forma tan natural que parece posible y real, a una mujer en flor, a esa flor en pájaro, al pájaro en mujer, a la mujer en un jarrón con otras flores. Esa naturalidad de metamorfosis intencionalmente simple –que recuerda a la serie “Niño maíz” de Del Río– y a veces tosca en sus saltos de escala y colores, pareciera vincularse todavía con seres reconocibles de la realidad. En las obras de Grela, tanto la línea como los seres son más líricos, las curvas y contracurvas combinan colores y equilibran escalas. La amalgama entre lo reconocible y lo fabuloso hace navegar al ojo como si estuviese de paseo por un río tan apacible como fantástico. Las sensaciones que despliega Aid son, en cambio, las que podrían provocar un picnic al sol, mariposas volando, chicos tirándose de bomba al río, adolescentes que ríen mientras bajan la corriente flotando. La otra ascendencia de Del Río, aquella que vuelve al río una masa monocromática, un todo holístico, aparece con claridad en la imagen mental y emocional de mezcla, de bruma y preforma, que invade la imaginación de María Laura Schiavoni. Ese río dorado y liso de los relatos de Saer, en Schiavoni ya no tiene límites, transmutó en el río 34
como estado absoluto. Está más cerca de una pintura conceptual que abarca todas las pinturas posibles de río que del vacío pampeano que espera lo vertical que se erguirá en el imaginario. Un río hermano de este río blanco, difumidado y mental de Schiavoni, lugar de serenidad y protección, aparece casi un cuarto de siglo después, durante el turbulento 1976, en Nostalgias del Paraná, de Juan Pablo Renzi. La violencia del litoral capturada por las obras de la muestra no tiene la crudeza de los empalamientos, degolladores, huesos y vísceras de la pampa. Algunas son imágenes de lo latente, como los peces amenazantes del Tigre, en Colectiva y peces bajo el agua, de Fermín Eguía. En otras, opera el elemento extraño que irrumpe en lo bucólico, como los Cristos enfermos en las ruinas jesuíticas (1994) durante la crisis del VIH, de García Sáenz, y la nube blanca luego de la Explosión del vapor Fulminante (ca.1877) en el delta, de Antonio Somellera. Por último, hay algunas obras que abordan la relación de cierta belleza natural con el drama de épocas oscuras de nuestra historia, como la soledad y la tristeza que es posible percibir en Litoral (1955), de Grela, los restos de batallas de la Guerra del Paraguay en los paisajes panorámicos con palmeras, ríos y llanos de Cándido López (1840-1902), y la ya mencionada Nostalgia del Paraná, de Renzi. La selección final dedicada al litoral penetra en territorio misionero con la obra de tres artistas contemporáneos: Mauro Koliva (1977), Mónica Millán (1960) y Florencia Bohtlingk (1966), acompañados por Carlos Giambiagi (1877-1965), Horacio Butler (1897-1983), Fermín Eguía (1942) y Josefa Díaz y Clusellas (1852-1917). Antes de llegar a la selva, la relación con el río era más bien contemplativa, como en los casos de Gambartes o Grela. Ya en la frondosidad del monte, absolutamente todo es vida y está inmerso en el movimiento. Cada ser se mueve alrededor de los otros, creando complejos ecosistemas de un formalismo exuberante, difícil de asir del todo desde la visualidad. Nube Elefante (2019), el ecosistema de Koliva, es el más cercano a una dimensión fantástica. Una maraña entre fondo de mar y bosque tropical, donde todo se superpone y entrecruza, y ninguno de los seres, arterias, organismos o huevos que lo pueblan está aislado o es unívoco: todo se entrelaza y se exalta. Sus mundos de plastilina son paisajes extremos. Las 35
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formas demasiado orgánicas, los colores altamente saturados y las entidades biológicas inventadas podrían ser reconocibles como fragmentos o variantes de especies terrestres, pero, a su vez, podrían ser de otro planeta. Las obras de Millán, como El vuelo trémulo de las mariposas entre p. 148 las flores quejumbrosas y las aterciopeladas hojas (2015-2016), también parecen colmadas. No solo porque sus composiciones podrían expandirse infinitamente en el espacio (sea el plano de un dibujo, de una pintura o de un tapiz, o de un dibujo-pintura-tapiz), sino también por la potencial expansión en el tiempo que destilan (sea el tiempo de los viajes y expediciones de la artista, de su archivo de formas naturales, de su gesto sobre la materia; el tiempo que cargan las láminas de los naturalistas que usa como referencia o el tiempo ancestral del tejido de las comunidades guaraníes que la influencian). Sus obras, como la selva, son tramas cerradas por la aglomeración de formas, cuyo repertorio puede entrar cómodamente en la abstracción y volver a la figuración como parte de su identidad. Pero, a su vez, son un paisaje abierto cuyas formas crecen y se mueven, hacen ruido sonoro y formal. Su exuberancia pareciera solo asible mediante estados meditativos, como si se necesitase entrar en una zona de híper-conciencia para poder ver, escuchar y reconocer cada cosa y el todo en un mismo plano sensorial. Su obra es una ética holística del detalle. Pero Millán no solo aborda el territorio en relación con la naturaleza, sino que también trabaja desde hace décadas con lo social, en contacto con tejedores del pueblo paraguayo de Yataity, referencia fundamental de sus tapices. Bohtlingk también despliega, al mismo tiempo y como un único universo, la pertinente mezcla entre escenario social y natural que se da en los territorios misioneros. En este caso, La pp. 144-145 boca del infierno (2019) es el retrato de las migraciones brasileñas contemporáneas que emergen de las entrañas del monte para ocupar tierras liberadas en el lado argentino de la topografía. Con machete y olla en mano, estas familias de colonos serpentean como un río humano que copia el color rojo de la tierra alrededor de otra serie de familias: las de cotorras, monos y plantas. Para penetrar la selva, Bohtlingk no parte de la extrapolación a una dimensión de fantasía casi pura, como Koliva, ni de un ordenamiento desjerarquizado y armonioso de regularidad zen, 36
como Millán. Al entrar en la confusa pared verde de la selva misionera se acerca y se aleja al mismo tiempo; en el mismo cuadro define con pincelada precisa una hoja de helecho y deja el manchón verdoso e inacabado. Permite sentir cómo siente un cuerpo ante esa exageración de estímulos; a veces confusión, a veces alta definición, a veces abstracción, otras veces camuflajes, repentinos cambios de color, pincelada liberada y variable. La selva de Bohtlingk presenta un espectáculo cargado de animales y plantas, de personajes, de ritmos y estados que ya no son los del catálogo humano, sino los de la selva misma. En un mismo plano con varios actos: un estado verde que lo invade todo hasta enceguecer, un estado de fogonazos arrebatados e impulsivos, el estado de luz que atraviesa y vuelve visible lo que no lo era y trae la calma que no estaba; selva en estado de primer impacto que se devora con una sola mirada, selva abierta que permite la entrada obsesiva y posesiva de las delicadezas extrañas que se mueven en un plano entre la realidad y la fantasía. En la selva, ya no existe ni la línea recta del horizonte que separa las cosas ni las curvas y contracurvas del río que la transforman; la selva es 360° selva, líneas que se entremezclan y yuxtaponen, un manchón de color distante o el detalle de un organismo. Su profundidad es puramente física y está siempre moviéndose, depende del foco, de cómo y hasta dónde se entra y se sale. Las obras de estos artistas podrían estar en perpetuo crecimiento y, a la vez, parecieran abarcar todo el espacio posible del plano real, porque su espacio imaginativo fuera del soporte es sensorialmente infinito. Esta potencial inmensidad acerca el infinito selvático al infinito pampeano como su contracara salvaje. EL
noroEstE
Si en la pampa el horizonte es una línea recta inapelable y en el litoral la línea del río juega con las curvas hasta desaparecer en el enmarañado selvático, en el noroeste argentino retorna una línea clara, de cortes decididos y rítmicos, de volúmenes sintéticos.Tal vez sea la línea que secciona la montaña por colores –la separación de las capas geológicas– o la línea caprichosa, casi como un electrocardiograma, que la recorta del 37
cielo diáfano. A partir de ese vector, entre estría y bisectriz, empiezan a trazarse las figuras, como si hubiesen sido cinceladas por los años y los vientos, por dioses precolombinos, coloniales o actuales. p. 176
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En las obras de Pancho Silva (1951-2017), la línea aparece como un halo metafísico que envuelve cada piedra y la individualiza de la que está adelante, atrás o a los costados. Una piedra no es cualquier piedra, sino que es única cuando se vive entre piedras. Cada una es un personaje en sí mismo, pero también parte de un hilado: una cadena de ADN en la única gran familia del altiplano. La línea también hace visible el ritmo de los cuerpos femeninos y masculinos subiendo y bajando, agarrados de la mano, en uno de los tapices de Carlos Luis “Pajita” García Bes (1914-1978). La estela que deja el movimiento en el baile del Pim-Pim (1977) vuelve a recordar el ritmo de las cadenas montañosas y, por qué no, el de pequeños oleajes. Si la primera analogía de la pampa era el mar, y el río aparecía de diversas formas en el litoral, el agua también aparece en los Andes, ya sea a partir de una sensación de ausencia en Centinela de piedra, de Julio Suárez Marzal (1906-1972) –donde no hay nubes ni verdes; ningún rastro de agua–, o en los algarrobos retorcidos que crecen sobre la piedra en las obras de Calixto Mamani (1938-2010). Pero el oleaje en la montaña es también una evocación visual: sus líneas se ablandan y entran en una cadencia más amable y continua, como en los óleos de María Martorell (1909-2010) o en Cordillera de los Andes (1981), el tapiz volumétrico de Martha Forté (1931). Una dualidad entre lo duro y lo blando, la montaña y el agua, el tapiz y la piedra, el barro y la cerámica se hace presente en el noroeste argentino. A diferencia de las anteriores dos regiones, en esta zona las técnicas heredadas continúan ejerciendo sus atractivos e influencias. En la obra Brealito (2019), de Guido Yanitto, lo líquido y la piedra se funden en un video acerca de la laguna de Brealito, y tienen su eco en un inmenso tapiz con un patrón que representa el agua.12 La obra surge de las supersticiones sobre la laguna de Brealito, en los valles salteños. Entre otros relatos, se dice, por ejemplo, que había una ciudad sumergida, como en la historia de la ciudad de Esteco (que estaba ubicada cerca la ciudad de Salta y fue destruida por un terremoto e inundada en el siglo XVI). El patrón geométrico que se usó en el tapiz es el mismo de uno
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Este último, a su vez, evidencia tanto el proceso técnico de su confección como la idea de un error buscado, una serie de glitches que crean otra dualidad: entre una tecnología que lleva siglos de producción y la imagen digital actual, entre el diseño del artista y la concreción material del tejedor. Frente a Yannito, Mamani realiza otro tipo de traducción, como si quisiera replicar los valles, sus cactus y algarrobos, sus personas, insectos, seres mágicos y míticos, sus materiales –piedras, arcilla, troncos o cueros– y sus visualidades, en escalas tanto reales como fantásticas, para poder asimilar en todas sus aristas, recovecos y tangentes la fuerza del lugar donde nació y vivió. La línea sintética de las pinturas de Carla Grunauer (1982) –que se vale de materiales contemporáneos, como el poliestireno, asimilados por color y textura a otros ancestrales como la piedra– delimita seres de un antropomorfismo deforme, cada uno singular y diverso, aunque parezcan pertenecer a una misma familia. Se enfrentan como opuestos a los seres totémicos de cuerpos geométricos de las esculturas de Elsa Salfity (1931-2004), iguales y repetidos, dispuestos como una cadena montañosa, en eco con los personajes femeninos y masculinos de García Bes que bailan el pim pim. En El recuerdo (1943), de Alfredo Gramajo Gutiérrez, la relación entre lo antropomorfo y la montaña se consolida a partir de la clara concordancia de volúmenes y colores y la contigüidad entre las dos lloronas y el montículo de piedra a su lado, que hace las veces de tumba y de metáfora de un pequeño monte. Yendo hacia atrás en el tiempo, durante períodos coloniales, el sincretismo entre la Virgen y la montaña (la Pachamama) tal vez haya sido la raíz de este encuentro entre la topografía andina y la figura de la mujer. En la exposición, una Virgen de Pomata de forma triangular refiere a ese sincretismo que relaciona el territorio con un cuerpo femenino como eje de las luchas entre culturas originarias e invasoras. Sobre esa misma pared, cuyo montaje es coronado por una Virgen colonial y baja de forma piramidal, Josefa Díaz y Clucellas y José Antonio Terry utilizan motivos religiosos para pintar el paisaje de Pajita García Bes que se llama Sirena de la Ciénaga. Otro relato cuenta que hay sirenas en la laguna de Brealito.
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local. En la Virgen de Lourdes (1889), de Díaz y Clucellas, la caverna original de un gris pétreo a orillas del río Gave de Pau donde Bernadette Soubirous tenía sus encuentros místicos con María se transforma en un paisaje amarronado, más cerca de las barrancas del Paraná que de los Pirineos. En el caso de Terry, como si se tratara ya de un encuentro fortuito proto-surrealista, una desnuda y hermosa Magdalena (1927) es protagonista del paisaje de la puna. Frente a estas mujeres-montaña de la imaginación religiosa, otras tres mujeres en vínculo con la tierra y con un otro se asocian a territorios fantásticos más que a zonas reconocible de nuestra naturaleza, en un tríptico conformado por Raquel Forner (1902-1988), Denise Groesman (1989) y Xul Solar. Si bien Forner suele apelar, en la década del cuarenta, a un drama de la humanidad análogo al drama de la mujer en contextos que mezclan cultura y naturaleza (las torres de Babel, las alegoría y las ruinas con mujeres pétreas, mujeres plantas, mujeres astros), en la obra Estudio para símbolo el cuerpo femenino desnudo es directamente acechado por detrás por un ser de tierra o piedra, en una situación de violencia sin ambigüedades. En la obra de Xul Solar, la figura femenina, entre montañas con puntas de tetas y cuevas con entradas que parecieran los labios de una vagina, se encuentra con un ser gusano en esta suerte de Edén. Ella tiene brazos largos pero no manos, mientras que varias manitos se asoman por detrás de una de las montañas acercándose a su cuerpo. Más allá de la complejidad simbólica, pareciera ser más una escena de cortejo erótico que de acoso. Entre ambas –la violencia deglutiva de Forner y la lascivia montañosa de Xul–, el juego de parejas situado bajo tierra de Denise Groesman es más ambiguo. Ocultos como si estuviesen en un túnel o en una catacumba, un ser oscuro se acerca a una mujer diáfana, una mano zombi agujereada traspasa los límites de su túmulo, otra mano ilumina los mecanismos internos reproductivos de la mujer; algo se entierra pero la vida crece reverdecida, una electricidad alimenta esa vida. Un caracol –símbolo lunar de los ciclos de regeneración– camina sobre la mujer. La visión de esta pareja es amenazante pero a la vez erótica, coquetea tanto con aquello que muere como con lo que nace y crece. 40
Una historia… finaliza su recorrido al retornar a la pampa húmeda con la figura de la cautiva. Como ocurrió con las obras del noroeste que atraviesan territorios de la religión y la fantasía, otra vez dos paredes entrecruzan la representación del cuerpo femenino con la representación de un vínculo binario. Una de las paredes se abre con retratos de Ilse Fusková y Liliana Maresca, quienes, durante los años ochenta, buscaron liberar de los estereotipos de representación heredados el cuerpo femenino a partir de una serie de desnudos que lo desencajan –pero a su vez lo enfocan– con la interposición de objetos simples como un zapallo o un ensamblado de desechos. La militancia directa sobre los modos de deformar para agudizar y repensar el cuerpo de la mujer se proyecta hacia lo andrógino en la pared contigua, que trasciende los conflictos sobre la figura femenina para librar una batalla directa contra las estructuras binarias rígidas. Si bien la androginia tuvo sus clarividentes previos –representados en esta muestra por la mujer avispa con manos de pato (1916), de Emilio Pettoruti, el erotismo abstracto de Xul Solar en 1919, o las cópulas extraterrestres de la Serie: Entes extraños - Subserie Erótica del ser Beta (1970), de Elda Cerrato–, en la obra de artistas como Ad Minoliti (1980) y Florencia Rodríguez Giles (1978) se vuelve una herramienta de política visual contemporánea en la lucha por la libertad de los cuerpos. Una lucha que pareciéramos, como sociedad, estar encarando hoy con mayor adhesión que nunca, sin duda con un nivel de participación mayor que el de la lucha por la tierra, su salud y su producción, el hambre y la exclusión que produjeron sus alambres de púa o las batallas que aún libran sus habitantes originarios. El fermento que inicia una tercera pared es un mural dedicado a La cautiva de Juan Manuel de Blanes. En general, las cautivas han sido representadas entre abatidas y sensualizadas. En este caso, ya está fugada de sí misma: apagó su espíritu y mira a la nada, de rodillas, en medio de la pampa. Él –el “bárbaro”– la observa y analiza con interés paciente y casi antropológico: ella es el otro. Tal vez sea la cautiva más monógama del arte argentino, la que deja en claro que esa oposición binaria parece ser imposible de amalgamar gracias a la grieta entre culturas. En la otra esquina de la pared, Victoria Ocampo observa la vuelta del malón (2011), 41
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de Daniel Santoro, con su referencia directa a La vuelta del malón de Ángel Della Valle (1892), pareciera recordarnos que estas imágenes cristalizadas fueron también un medio de naturalizar una versión cerrada de la historia. Un medio efectivo para afianzar el relato único sobre las luchas que beneficiaron a las clases terratenientes, dueñas de las tierras fértiles cuyo reparto se consolidó con el genocidio indígena de la segunda mitad del siglo XIX, mientras que los herederos culturales de esa historia oficial asumieron el valor ya ajeno al conflicto de aquellas imágenes, estudiadas y observadas desde las ventanas –como cuadros al mundo– de sus casas modernistas. Entre estas dos reelaboraciones de imágenes del pasado, una grabadora de la primera mitad del siglo XX como Catalina Mórtola (1889-1966) realiza una cautiva desnuda y de espaldas; es difícil entender su identidad, sus rasgos y su ánimo. ¿Podría tratarse, por su pelo, su fisionomía, y el color del papel elegido, de una cautiva indígena, o su potencial indigenismo es solo una ficción curatorial? De ser indígena, quizá sea una de las pocas o tal vez la única imagen de su tipología, cuando el caso de la mujer india esclavizada y violada era muchísimo más común que el de la mujer blanca.13 Mórtola intercambia la figura clásica del otro y de lo femenino en la cautiva, mientras que Minoliti desarma esa grieta binaria, tanto entre el hombre y la mujer como entre lo humano y su otro. En una fantasía andrógina, un ser de curvas negras y aparentemente arrodillado se encuentra en medio de un paisaje desolado con un ser de gran trompa rosa. La estructura formal que replica y desguaza se parece a la que ciento cincuenta años atrás hiciera Blanes: un motivo binario en relación a la idea de lo otro, inmerso en un paisaje natural. Las ramificaciones binarias de esta pared continuarán con los sueños de amas de casa de fines de los años cuarenta amenazadas por trenes con cabeza de tortuga en un collage de Grete Stern (1904-1999), o las prostitutas criminalizadas por policías y proxenetas en la serie de cautivas de Fátima Pecci Cariou (1984), entre otras.
Cfr. Gamerro, Carlos, Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, p. 111.
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Entre vírgenes, acosadas y erotizadas, entre cuerpos femeninos y oposiciones binarias, aparece una última pared de adobe sobre la que se encuentra Biodélica (2018), de Florencia Rodríguez Giles, donde un grupo de seres andróginos, animales, plantas, huesos y energías amorfas participan de una orgía sobre suelo pampeano, donde los caballos son motos, las boleadoras sonríen con bráquets y el territorio se vuelve a anegar y fertilizar. Si La cautiva de Echeverría parte de la orgía de la barbarie y finaliza con la huida que preserva a la pareja blanca y heterosexual, en la obra de Florencia Rodríguez Giles la reunión de cuerpos andróginos en el humedal invierte aquel cierre que promueve el “orden restituido” para volver a la bacanal como escena originaria de un nuevo “nosotros”. Al desplazarse las formas, todos son el otro, o, mejor dicho, todos somos el todo, ya nada queda afuera. Aunque la energía sexual es parte del asunto, no es necesariamente una escena de sexo. Desde este espacio imaginario, la bacanal inclusiva, podrían surgir nuevas formas de pensar la comunidad y la política. Desde esa vulva central, que hace crecer nuevos frutos, que devuelve el agua a esa pampa húmeda y horizontal, podríamos alejarnos de la pampa desértica y verticalista y encontrar una nueva fertilidad para nuestro territorio. El campo ya no es el que conocemos, bucólico, de grandes lunas y atardeceres, ni tampoco el de tranqueras y alambres de púas, es un campo abierto a la imaginación, que renace, pero ya no desde el vacío. La obra de Rodríguez Giles es un umbral trans-temporal, se zambulle sin pudor en el trance de otras dimensiones sensibles del presente, sin dejar de relojear con naturalidad el pasado de nuestro país y su geografía para comenzar a escribir con certeza su diversidad sobre el futuro. Estas figuras híbridas insertas en el paisaje ni siquiera provocan una mutación de los géneros, sino que van más allá: toman las formas heredadas para desarmarlas e ir en busca de nuevas visualidades. “¿Con qué fuerza se arma una comunidad, un malón, una posición de combate, un estado de trance, una convocatoria al deseo colectivo?”. Una de las respuestas posibles a la pregunta que se hace Verónica Gago en el texto de la exposición Biodélica, de Rodríguez Giles, podría ser la fuerza que se inyecta al volvernos dueños del tiempo. No solo el tiempo 43
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“de la imaginación colectiva de una comunidad que se está inventando aquí y ahora”, como lo describe Gago un par de líneas después, sino también el de esa imaginación colectiva que heredamos, tanto para cuidarla como para desarmarla y que empujamos hacia el porvenir, tanto para continuarla como para construirla de nuevo. Ante un presente que se construye con muros, podemos usar la tradición como si se tratase de una catapulta: tensar solo un poco hacia atrás su peso para lanzar la piedra lo más adelante posible. Es que quizás la tradición sea una piedra oscura que resplandece solo cuando es pulida por ese tiempo que asaltamos sin pudor. El pasado no se puede cambiar, pero la historia se puede imaginar y reformular para diseñar el futuro. n
T E R R I T O R I O S A N E G A D O S P O R L A I M A G I N A C I Ó N Por Alejandra Laera
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os desbordes de la imaginación desafían los límites de los mapas. Allí donde los mapas demarcan, separan y trazan líneas, la imaginación avanza, excede, pone en contacto. Si en el mapa la frontera tiende a adelgazarse, a reconocerse con claridad, la imaginación la ensancha, la desdibuja, la hace devenir. Las diferencias territoriales, que en los mapas llamados “políticos” se convierten en una cuestión administrativa, se reconocen en cambio, en la representación más colorida de los mapas llamados “físicos”, como diferencias regionales. Ahí es donde se juega, con potencia propia, la imaginación territorial: ella no solo está liberada de los arbitrios de la provincialización, sino que desborda incluso las imprecisiones geográficas de lo regional. Atributos e imágenes, paisajes y personajes, motivos y metáforas, leyendas y tradiciones, pero también, historia y política: todos estos elementos estimulan cierta imaginación territorial que se distingue de otras, aunque a menudo se mezclen y se confundan. ¿No evoca acaso la pampa, en la Argentina, la imagen del desierto en toda su soledad? ¿Y no es la soledad, precisamente, lo que despierta la imaginación de las montañas en la puna? Sin embargo, son dos soledades, la de la pampa y la del noroeste, distintas: una es abierta y la otra, cerrada. Una, en su horizontalidad, como bien lo capta Domingo F. Sarmiento en el fun47
dacional Facundo (1845), atrae las fuerzas carnales que vienen del más allá terrestre: el peligro, los indios, los caballos, quizás incluso la muerte. La otra, en su verticalidad de altura, tal cual la expresa en sus Sueños y vigilias (1865) Juana Manuela Gorriti, atrae las fuerzas espirituales de un más allá celestial: la fe, el alma, las vírgenes, también la muerte. Por eso, en parte, en la pampa todo puede ser arrasador: desde el viento pampero hasta el malón, y hasta la civilización.Y en la puna, en cambio, todo se conserva: desde las costumbres hasta las ideas y las creencias. Más todavía, si en la pampa el indio ha sido visto como un invasor al que había que conquistar (la vasta iconografía y los relatos sobre la autodenominada conquista del desierto de 1879 ratifican largamente su demonización), en la puna es considerado un habitante al que se lo hace oscilar entre la convivencia y la servidumbre (el confinamiento de una tradición oral y popular resulta su sello). ¿Qué ocurre en el orden de la imaginación que hace invertir la lógica temporal y que, contra la comprobación científica que establece que el tiempo pasa más lento cerca de la tierra y más rápido en las alturas, asocia la velocidad a la llanura y la lentitud a la montaña? Como si fueran el caballo y la mula, dos elementos emblemáticos de las respectivas imaginaciones geográficas, los que dictaran la experiencia del tiempo. Como si, finalmente, la imaginación les hubiera regalado la lentitud a los habitantes de la llanura solo a través del motivo de la indolencia del gaucho. Esta suerte de paradoja acerca de los modos de medir y vivir el tiempo llama la atención sobre el desajuste entre naturaleza y cultura y, por lo mismo, pone en evidencia cómo han operado las diferentes condiciones históricas y políticas en la emergencia de los imaginarios y en la imposición de unos sobre otros no solo a lo largo del tiempo sino, muy especialmente, en sus elaboraciones literarias y artísticas. Porque esos imaginarios fueron cruciales para hacer de la pampa, en el siglo XIX, el epítome del territorio nacional, regionalizando en el mismo proceso al noroeste con la imagen de la montaña, primero, y después al litoral con la imagen de la selva. Pero, además, otros quedaron en el camino, ya sea porque perdieron una disputa explícita en cuanto a ciertos sentidos territoriales (basta pensar en la ensayística de finales 48
del XIX que pensó en la montaña como alternativa de la llanura para construir la tradición), ya sea porque fueron quedando paulatinamente relegados (como la experiencia femenina de la pampa en Enero, de Sara Gallardo, o del litoral en Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos, o del noroeste en Dos veranos, de Elvira Orphée) o acotados a lo regional (queda aún trayecto por recorrer para sacar definitivamente de allí a Manuel Castilla o a Francisco Madariaga). Explorar la imaginación literaria presenta, para mí, el desafío de abrirse a imaginarios heterogéneos, alternativos, a veces complementarios y a veces inconciliables. Significa detectar las tensiones y, sobre todo, percibir nuevas sintonías entre rasgos, figuras, personajes, elementos que el peso de la tradición ha opacado casi por completo. Quiero seguir otros caminos posibles de la imaginación literaria territorial. Uno que no empiece en la imagen cristalizada del desierto que entregó Esteban Echeverría en La cautiva (1837) para rastrearla a lo largo de la historia, sino que se detenga en sus bifurcaciones, que revele sus grietas (las fugaces indias cautivas, las indias por adopción). Uno que, en vez de empezar en el tan poderoso como ya convencionalizado Sarmiento que hace de la campaña el espacio privilegiado de la barbarie, parta de ese Sarmiento igualmente poderoso pero mucho más estimulante que juega con aquello que está del otro lado del horizonte y que no puede ver pero sí imaginar (lo que fue a buscar Lucio V. Mansilla y narró en Una excursión a los indios ranqueles, en 1870). Busco seguir un camino que no siempre comience en el pasado, en las fundaciones del espacio nacional, sino que pueda comenzar en el presente: con las chinas deseantes de Gabriela Cabezón Cámara y con los indios que han sabido darles la felicidad en las islas del Paraná; con las muchachas intensas de Selva Almada, que reconocen en su cuerpo y en sus ropas la herencia femenina del campo litoraleño. Se trata de avanzar por otros caminos, entonces, diferentes a las rutas que la modernización trazó en la pampa por medio de la tecnología y de la letra. Se trata de volver a hacer los viajes que hicieron por la llanura los viajeros ingleses en las primeras décadas del siglo XIX o de volver a internarse con Horacio Quiroga por el litoral hasta llegar a la selva misionera. Se trata de tomar 49
los caminos del indio y de la india en la puna (como tuvo que hacer Héctor Tizón hacia el exilio), o entregarse a las derivas múltiples de la navegación por el río Paraná (como Roberto Arlt para escribir sus crónicas). En esos caminos podemos encontrarnos con una nueva imaginación literaria territorial, no heredada y ni siquiera reformulada, sino nueva: imaginación húmeda del litoral, imaginación aérea del noroeste, todo un territorio a la vez emocional e inteligible que se impone a la sequedad recia y viril de una pampa desértica (solo productiva por medio de una enajenada explotación) y que fluye a través de las regiones siguiendo los meandros de los ríos o internándose en los vericuetos de las montañas para volver a la pampa y regarla y darle otros aires. Hacer una pampa más verde y con algunas elevaciones, como ha insistido en verla César Aira cuando la describe en sus novelas. Si el desierto, en su primera imagen literaria, fue figurado por Echeverría como mujer cautiva en manos de los indios en un poema fundante que tuvo un alto impacto entre sus contemporáneos y se erigió en el primer clásico argentino, esa articulación inicial entre la nación y lo femenino perdió gradualmente su fuerza alegórica. Cuando la cautiva reaparezca en La vuelta de Martín Fierro (1879), la segunda parte del poema verdaderamente nacional, no será ella quien rescate al hombre sino un gaucho quien la salve a ella; en medio del despliegue de fuerzas físicas de Fierro, que consigue aniquilar al indio para siempre, hay una escena menor, sin embargo, casi confundida en medio de la brava pelea masculina: la mujer se abalanza sobre el indio y lo golpea cuando este estaba a punto de matar al gaucho. Todo el episodio narrado por Fierro, casi al comienzo de La vuelta, es doblemente ilustrativo: revela el desplazamiento del protagonismo femenino como metáfora nacional por la figura del gaucho, al mismo tiempo que, mientras anula al indio, oblitera la fuerza femenina, su agencia. De niños muertos está llena la literatura argentina del siglo XIX, con excepción de los hijos de Fierro, que han perdido a su madre pero recuperan a su padre gaucho al final del poema. Mujeres a quienes han dejado sin hijos, estas cautivas, tan expoliadas de los hijos e hijas que tuvieron, finalmente, como la tierra llana a la que en principio metaforizaron y que, en esa 50
función, fueron sustituidas por un gaucho desheredado territorialmente y ungido simbólicamente desde que la nación, encarnada en la figura valiente pero pacífica de La vuelta, empezó a pensarse en masculino.Yo diría que en esta operación, que se inicia con José Hernández y su Martín Fierro y culmina con la consagración de las primeras décadas del siglo XX, el imaginario regional pampeano se nacionaliza y masculiniza a la vez. Cuando hablamos del repertorio territorial de la imaginación, a la luz de estas primeras escenas configuradas en la pampa, podemos visualizar, a modo de corolario, dos proyecciones. La primera es espacial: porque la muerte literaria del indio por el gaucho se solapa con la campaña militar contra el indio emprendida ese mismo año de 1879, pero también con la publicación póstuma y tardía, a comienzos de la década, de El matadero, el relato inédito escrito por Echeverría en 1839 en el que se propone inauguralmente ese espacio como metáfora de la república; ya en él había, como en la escena gauchesca a campo abierto, cuerpo a cuerpo, animalización, cuchillos, boleadoras, golpes, persecuciones, sangre, tripas, muerte. A partir de esa superposición politizante, el matadero deja de ser el espacio literal del carneo de animales y permite resignificar la historia sangrienta del pasado (oposiciones facciosas, campañas militares, crímenes políticos, persecuciones identitarias, violencias culturales, torturas, explotación económica, como se las describe en un poema de Hilario Ascasubi); pero, a la vez, se habilita como espacio metafórico donde ubicar, ya con una múltiple valencia ideológica, las matanzas del futuro que la literatura se ocupará de testimoniar por la vía del documento o de la ficción (como lo revela también en la selva una crónica de Rodolfo Walsh). La otra proyección es corporal. Y se visualiza, propongo, en ese mismo movimiento que cristaliza la imagen del gaucho como arquetipo nacional, porque, ahí mismo, la figura de la cautiva (de Echeverría a Hernández) parece quedar liberada de sus estrictas circunstancias históricas y hacerse entonces más flexible, quedar disponible para albergar diversos sentidos del cautiverio, sean sociales, políticos o culturales (como se ve en la poesía que capta las sensibilidades emergentes en Alfonsina Storni o Alejandra 51
Pizarnik, como se ve en los testimonios sobre las detenidas durante la última dictadura militar). En las cautivas, presentes por todo el país y en diferentes momentos de la historia, el territorio pasó a ser el propio cuerpo: un territorio a ser recuperado con urgencia; territorios sensorializados del deseo y del placer cuya potencia está lanzada al futuro. Una excursión por textos tan variados que han contribuido a formar una imaginación literaria territorial de la Argentina, no busca sustituir un repertorio relativamente conocido por otro y así crear nuevas cristalizaciones; tampoco busca ejercer denuncialismos. Simplemente, intenta captar a través de la literatura otras sintonías sensoriales que conduzcan a imaginarios más fértiles, más ecológicos, también más comunitarios. Y ello implica salirse de la lógica de textos centrales y textos marginales, y rearmar el conjunto atendiendo, y provocando, otros encuentros. Porque los ejercicios de la imaginación impactan en el presente y provocan efectos en el futuro. Encontrar la pampa en el litoral sureño, con sus caballos, sus vacas y su gauchaje. Enfatizar la humedad fluvial de la pampa que viene bajando desde el Paraná. Recorrer la continuidad entre la zona de la selva misionera y la montaña puneña en los yerbales e ingenios. Captar los tonos en los que el relato religioso del noroeste se confunde con las historias de las cautivas de la llanura. Revelar los mataderos. Imaginar otros territorios posibles. *** La selección de fragmentos realizada para este libro busca dialogar y poner en perspectiva las obras que componen la muestra Una historia de la imaginación argentina.Visiones de la pampa, el litoral y el noroeste desde el siglo XIX hasta la actualidad, curada por Javier Villa para el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, de las cuales privilegié aquellas que permitieran mostrar con mayor claridad los recorridos propuestos y los lazos, a veces más estrechos, a veces más débiles, entre arte y literatura. La curaduría literaria tuvo dos etapas. La primera consistió en la selección de un conjunto amplio y variado de fragmentos que me resultaban 52
relevantes por el texto del que procedían, por su autoría o por su representatividad; esta fue también la instancia inicial de ese diálogo o tejido entre los fragmentos, entre las secciones y entre los textos y las obras. La segunda etapa, la más difícil, consistió en la selección definitiva, buscando un ordenamiento de los fragmentos, una lógica de la extensión y, al mismo tiempo, la ubicación y disposición página a página. El objetivo fue que se pudiera hacer una lectura secuenciada de los textos, que incluyera la presencia de ciertos leitmotivs por medio de los cuales se pusieran de manifiesto continuidades, variaciones y transformaciones, así como la peculiar sintonía que se percibe cuando se sale de la cronología para atender las modulaciones heterocrónicas de la literatura y las conversaciones con otras artes. Agradezco a todas y todos quienes contribuyeron, de diversas maneras, para que pudiera llevar a cabo una tarea que supuso una dedicación material y simbólica mayor de lo que quizás el resultado llega a evidenciar: en el espacio del museo, a Victoria Noorthoorn, Gaby Comte, Javier Villa, Eduardo Rey y Martín Lojo; en otros territorios, a Karina Boiola y Gonzalo Aguilar; finalmente, agradezco también a los y las autoras o sus familiares que aceptaron generosamente participar de la selección. n
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Era la tarde, y la hora en que el sol la cresta dora de los Andes. El Desierto inconmensurable, abierto, y misterioso a sus pies se extiende; triste el semblante, solitario y taciturno como el mar, cuando un instante el crepúsculo nocturno, pone rienda a su altivez. Esteban Echeverría, La cautiva, 1837
¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte y ver... no ver nada? Porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que se ve? La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte. Domingo F. Sarmiento, Facundo, 1845
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Santiago De Paoli DÃa y noche [Day and Night], 2014
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MartĂn Malharro Paisaje [Landscape], 1909
MartĂn Malharro La pampa grande [The Grand Pampas], 1908
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Eduardo SÃvori Pampa [Pampas], ca. 1902
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Prilidiano Pueyrredรณn Atardecer en la pampa [Sunset in the Pampas], ca. 1860
Marcelo Pombo
Inundaciรณn con รกrbol, nido y cuadro [Flood with tree, nest and painting], 2006 64
Eugenia Belín Sarmiento Ombúes de Las Crujías [Ombus at Las Crujías], 1903
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Fernanda Laguna
Roberto Aizenberg u Sin tĂtulo [Untitled], 1990
Mi vestido preferido [My Favourite Dress], 2015
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Enrique de Larrañaga Sin título, s/f [Untitled, undated] Bernabé Demaría Indio guerrero [Indigenous Warrior], 1898
Daniel Santoro
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El descamisado gigante arrasa un campo de soja transgénica [The Giant Worker Destroys a Field of Transgenic Soybeans], 2008
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Bernabé Demaría Pasando el tiempo [Spending Time], 1893
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Bernabé Demaría
Después del trabajo [After Work], 1893
Gertrudis Chale Paisaje, s/f [Landscape, undated]
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Mildred Burton Sin título, de la serie “Frutos del país” [Untitled, from the ‘Fruits of the Country’ series], ca. 1980 Luis F. Benedit
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Los que han hecho la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido! Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas.
Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles (1870)
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Este campo fue mar de sal y espuma. Hoy oleaje de ovejas, voz de avena. Mรกs que tierra eres cielo, campo nuestro. Puro cielo sereno... Puro cielo. Oliverio Girondo, Campo nuestro, 1946
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...pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa. Jorge Luis Borges, “El evangelio según San Marcos”, 1970
...y más allá se descubre una vasta extensión que, al principio, recuerda mucho el océano, pero que uno reconoce como las vastas llanuras de Mendoza y de las Pampas. Francis Bond Head, Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las pampas y entre los Andes, 1826
A estas horas marea la pampa como un mar. Baldomero Fernández Moreno, “Crepúsculo argentino”, 1919
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En aquel mar inmรณvil, como en el que las olas agitan, los objetos son visibles a una gran distancia. En cuanto un punto negro aparece en el horizonte, el ojo lo descubre. Poco a poco el objeto se acerca, se dibuja y toma forma. Eduarda Mansilla, Pablo o la vida en las pampas, 1869
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¿Qué ves más allá? ¿la pampa que en contorno se dilata, el arroyuelo de plata, el toldo en que el indio acampa, o el inmenso pajonal? Tú miras allá a lo lejos al trasponer aquel monte en el remoto horizonte, como en mágicos espejos lo que es y lo que será. Bartolomé Mitre, “A un ombú en medio de la pampa”, 1842
Y si en pos de amarga ausencia vuelve el gaucho a su partido, echa penas al olvido cuando alcanza a divisar el ombú, solemne, aislado, de gallarda, hermosa planta, que a las nubes se levanta como faro de aquel mar. Luis Domínguez, “El ombú”, 1843
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La casa en que nací, en la pampa sudamericana, era llamada, curiosamente, Los veinticinco ombúes porque había allí exactamente veinticinco de esos árboles indígenas de tamaño gigantesco y que estaban plantados bien separados en una hilera de alrededor de cuatrocientos metros de largo. El ombú es, sin duda, un árbol muy singular; y dado que es el único representante de la vegetación aborigen del suelo en aquellas grandes y parejas llanuras, y que existen también muchas supersticiones curiosas a su respecto, es en sí mismo un romance. William Henry Hudson, Allá lejos y hace tiempo, 1918
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Eso sí que no... ¿El ombú?... En la perra vida... Todo han podido echar abajo, porque eran dueños... Pero el ombú no es de ellos. Es del campo... ¡Canejo!... Florencio Sánchez, La gringa, 1904
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¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno? El cielo se pone oscuro, las casas crecen, se juntan, se tambalean, las voces suben, aumentan, son una sola voz. ¡Basta! ¿Quién grita así? El alma está negra, el alma como el campo con tormenta, sin una luz, callada como un muerto bajo la tierra. Sara Gallardo, Enero, 1958
Sigue el silbido y lo dejaría para siempre porque quiero que me diga, aunque no haya palabras dulces, que estoy en casa que el desierto es una línea imaginaria y que no me atraviesa. Alicia Genovese, La línea del desierto, 2017
Poner remiendos en las bombachas rotas de sudor y roce de estriberas es feo; zurcir camisas es aburrido, pero el vestido, el vestido mil veces pensado, probado, deshecho y rehecho, con su forma definitiva apareciendo entre las manos, el vestido es otra cosa. Sara Gallardo, Enero, 1958
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En poco tiempo el sol dejó de ser dorado, dejó de lamernos y se nos clavó en la piel. Todavía las cosas hacían sombra casi todo el tiempo pero ya empezaba a quemar el sol del mediodía, era septiembre y el suelo se rompía con el verde tierno de los tallos nuevos. Ella se puso un sombrero y me puso uno a mí y fue entonces que conocí la vida al aire libre sin ampollas.Y empezó a volar el polvo: el viento nos traía el que levantaba la carreta y todo el de la tierra alrededor, nos iba cubriendo la cara, los vestidos, los animales, la carreta entera. (...) El primer precio de tanta felicidad fue el polvo.Yo, que había vivido entera adentro del polvo, que había sido poco más que una de las tantas formas que tomaba el polvo allá, que había sido contenida por esa atmósfera –es también cielo la tierra de la pampa–, comencé a sentirlo, a notarlo, a odiarlo cuando me hacía rechinar los dientes, cuando se me pegaba el sudor, cuando me pesaba en el sombrero. Una guerra le declaramos aun sabiendo que esa guerra la perdemos siempre: tenemos los cimientos en el polvo. Pero la nuestra era una guerra de día a día, no de eternidades. Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la China Iron, 2017
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Todo, por otra parte, le sonreía. Su situación cada día era más propicia; los quebrantos sufridos en su fortuna, el vacío dejado en ella por los gastos insensatos de una vida de desorden, poco a poco se colmaba. En el tiempo trascurrido había logrado cancelar la hipoteca de su estancia. Con el aumento de las haciendas en ese año y el producto de las lanas que estaba almacenando ya, esperaba poder dejar asegurada la fortuna de su Andrea y, libre de preocupaciones enojosas, consagrarse por completo a la educación y felicidad de la chiquita. Eugenio Cambaceres, Sin rumbo, 1885
Tres años habían transcurrido desde que llegué, como un simple resero, a trocarme en patrón de mis heredades. ¡Mis heredades! Podía mirar alrededor, en redondo, y decirme que todo era mío. Esas palabras nada querían decir. ¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos ajenos? ¿Quién es más dueño de la pampa que un resero? Me sugería una sonrisa el solo hecho de pensar en tantos dueños de estancia, metidos en sus casas, corridos siempre por el frío o por el calor, asustados por cualquier peligro que les impusiera un caballo arisco, un toro embravecido o una tormenta de viento fuerte. ¿Dueños de qué? Algunos parches de campo figurarían como suyos en los planos, pero la pampa de Dios había sido bien mía, pues sus cosas me fueron amigas por derecho de fuerza y baquía. Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, 1926
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Y me puse a estudiar. No falté a la Exposición Rural, a los remates que la siguen, ni a los que se organizan en otras casas. Observando los animales que salían a la venta procuraba saber las causas que gobernaban sus precios. Comparando mis juicios con los del jurado noté el progreso de mi criterio. Al poco tiempo hasta opiné en voz alta. Acodado con aire distraído junto a los grupos de estancieros reales, devorado por la admiración y el despecho, intentaba oír lo que decían. ¿Qué relación podían tener mis sentimientos con los de esos verdaderos representantes del agro nacional? ¿Qué relación tenía yo por otra parte con el agro nacional? Palabras como poste, como galpón, como invernada, me exaltaban en secreto, eran cifras mágicas. Ellos las usaban con desenfado.Yo no me atrevía a pronunciarlas, y si lo hacía era con fingida naturalidad. Así los enamorados o los viciosos suelen ser incapaces de mencionar una pasión. A veces tropezaba con alguien que se sorprendía de verme en tales sitios, y obligado a explicar murmuraba con falsa expresión de desgano: “Ando buscando unos animales para un campito que heredé de mi padre”. Sara Gallardo, Los galgos, los galgos, 1968
Mi padre, muy conocedor de la gente y de las cosas del campo, tal vez no fuera un excelente administrador. El Rincón Viejo, poblado de hacienda, provocaba más gastos que ganancias. Mi madre pensó que íbamos a arruinarnos y le dijo a mi padre que arrendara el campo. Durante los quince años en que el Rincón Viejo estuvo arrendado, lo extrañé como un paraíso perdido. Adolfo Bioy Casares, Memorias, 1994
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No hice un río en la tierra ni he sudado al sol lo necesario. No lo he visto crecer desde mi pala, no lo he visto nacer como hembra joven llenando de ojos verdes y húmedos todo el viento. No lo puedo mirar como costilla mía, mi puño en el hondón que me deja en el pecho. No puedo pedir sombra para mí, todavía. Héctor Viel Temperley, “El árbol”, 1967
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Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres.Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. Jorge Luis Borges, “El sur”, 1953
Cuando la tarde se inclina sollozando al occidente, corre una sombra doliente sobre la pampa argentina. Rafael Obligado, Santos Vega, 1885
Es la pampa; es la tierra en que el hombre está solo como un ser abstracto que hubiera de recomenzar la historia de la especie –o de concluirla. Falta el paisaje y falta el hombre; hacia el pretérito y el futuro se abren simas sin fondo; el pensamiento improvisa arias en torno de los temas conocidos, creando a su albedrío, libre, suelto. El cuerpo es un milagro y por los sentidos penetran los hálitos de una novedad que bien pronto se abaten sin voluntad, en un cansancio cósmico que cae con todo el peso del cielo. El paisaje del llano, si lo es, toma la forma de nuestros propios sueños, la forma de una quimera; y se esteriliza cuando el sueño es ruin. Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, 1942
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A fines del siglo XIX los hacendados ya miraban con nostalgia los dominios de propiedad interminable, hasta donde la vista pudiera ver. En los años sesenta se había acentuado el proceso de desconcentración de la propiedad. La tierra había ido fragmentándose de manera sostenida entre parientes –las familias se habían urbanizado en las profesiones liberales, o bien, apremiados por necesidades jurídicas o impositivas, habían vendido después de subdividir, de modo que nuevas familias e inversores se hacían cargo de extensiones a baja escala. La explotación intensiva era la única manera de sacar plata del campo. Esta racionalidad se impuso de manera absoluta en los ochenta. Por otra parte, los productores ya no podían hacer rendir el patrimonio sin el arriendo y la participación de contratistas. Estos explotaban cierta cantidad de hectáreas mediante el alquiler anual o bien con beneficios de la cosecha. Era pura inercia seguir hablando de la aristocracia con olor a bosta, dado que por otra parte, salvo en algunas zonas del sur, la ganadería había sido reemplazada por el girasol y el maíz. Hacía muchos años que la pampa era una enorme planta aceitosa. (...) Siempre estamos traduciendo lo desconocido a términos conocidos, pensé, mientras la yegua me llevaba a esa fuente de vapor con el viento en contra y, por lo tanto, sin mosquitos. El día tenía una luz artificial, blanquísima y calurosa, y el aire, un gusto salobre. La resonancia marina no podía ser real sino efecto de ese cielo, me dije, tan semejante a los preparativos de la electricidad sobre un horizonte de agua. La anegación masiva liberaba salitre pero, en efecto, el campo había ganado en belleza. Me llevó casi una hora alcanzar la alameda y el puesto demolido, del que perduraban los cimientos, todos tejidos de ipomeas y diente de león entre fierros oxidados y restos de mampostería. Matilde Sánchez, El desperdicio, 2007
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Hacia este lado las casas tienen mucho más terreno. Algunas hasta tienen sembrados, los lotes alargados se extienden hacia el fondo hasta media hectárea, unos pocos con trigo o girasoles, casi todos con soja. Cruzando unos cuantos lotes más, detrás de una larga hilera de álamos, se abre hacia la derecha un camino más angosto que acompaña un riachuelo pequeño pero profundo. (...) Se levantan casi al mismo tiempo. Mi marido lo sigue hacia afuera. Lo ve bajar los escalones mirando a los lados, quizás buscándote. Ve a tu padre como un hombre alto y fuerte, ve sus manos grandes colgar a los lados del cuerpo, abiertas. Se detiene ya lejos de la casa. Mi marido da unos pasos más hacia él. Están cerca, cerca y a la vez solos en tanto campo. Más allá la soja se ve verde y brillante bajo las nubes oscuras. Pero la tierra que pisan, desde el camino de entrada hasta el riachuelo, está seca y dura. -Sabe –dice tu padre–, yo antes me dedicaba a los caballos –niega, quizá para sí mismo–. Pero ¿escucha ahora a mis caballos? –No. –¿Y escucha alguna otra cosa? Samantha Schweblin, Distancia de rescate, 2014
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Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir Tierra Adentro. El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad. Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente como puede ser para cualquier ministril una secretaría en la embajada de París. (...) Todos, todos los que me acompañaban, paseaban la vista con avidez por el horizonte, procurando descubrir algo. Marchábamos en alas de la impaciencia, subiendo a la cumbre de los médanos, bajo los rayos del sol, que estaba en el cénit, alargándose la distancia cada vez más, por ciertas equivocaciones de Mora, cuando casi al mismo tiempo, varias voces exclamaron: ¡Indios! ¡Indios! Con efecto, fijando la vista al frente y estando prevenida la imaginación, descubrí varios pelotones de indios armados. (...) –Hermano –le dije–, eso no se ha de hacer nunca, y si se hace, ¿qué daño les resultará a los indios de eso? –¿Qué daño, hermano? –Sí, ¿qué daño? –Que después que hagan el ferrocarril, dirán los cristianos que necesitan más campos al sur, y querrán echarnos de aquí, y tendremos que irnos al sur del Río Negro, a tierras ajenas, porque entre esos campos y el Río Colorado o el Río Negro no hay buenos lugares para vivir. –Eso no ha de suceder, hermano, si ustedes observan honradamente la paz. –No, hermano, si los cristianos dicen que es mejor acabar con nosotros. Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, 1870 88
¿Qué más colores para la paleta de la fantasía? Masas de tinieblas que anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que ilumina un instante las tinieblas, y muestra la pampa a distancias infinitas, cruzándola vivamente el rayo, en fin, símbolo del poder. Estas imágenes han sido hechas para quedarse hondamente grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste, pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación, del mismo modo que cuando miramos fijamente el sol nos queda, por largo tiempo, su disco en la retina. Domingo F. Sarmiento, Facundo, 1845
Suavemente arrullado por el movimiento igual y acompasado de la carreta, el joven gaucho permanece inmóvil desde largo rato.Yace en ese estado de somnolencia tan dulce para el hombre, cuando su pensamiento mezcla en un resplandor crepuscular y transparente la realidad al fantaseo, el sueño a la aspiración. La carreta sigue andando… ¿A dónde va? ¿Quién es ese hombre que duerme? ¿Qué hace? ¿De dónde viene? Eduarda Mansilla, Pablo o la vida en las pampas, 1869
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Como si saliera de una ensoñación portentosa, volvió a ver lo que lo rodeaba. La toldería seguía dormida y desierta.Y el contraste con el abigarramiento de lo pensado se la hacía ver más vacía que antes, más pobre y despojada. Era rigurosamente cierto que no se habían cargado de bienes materiales de ninguna especie. Para el juicio del hombre blanco, erigido en juez por decisión propia, eran unos brutos ociosos. ¿Ah sí? ¿Era por eso que los trataban tan mal? Que no lo hicieran reír, por favor. ¿Acaso trataban mejor a los indios laboriosos y refinados que construían grandiosas edificaciones y elaboraban preciosas obras de arte? Más bien todo lo contrario.Y esos pobres infelices que se habían matado trabajando no tenían más consuelo que anticipar un lejano futuro en el que los arqueólogos desenterrarían sus baratijas y las cubrieran de elogios hipócritas en doctos volúmenes. César Aira, Entre los indios, 2012
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Tenue la algarabía de esta hora cuando la piel y los ojos de los vivos se vuelven fuerza de amor y dicen aquí sobre la zona eléctrica del cuerpo en tu parte más oscura reposo. Carlos Battilana, “Los indios de la llanura”, 2018
Trazo una línea en el borde de la llanura apoyo mis pies, uno en cada sitio, y como un aborigen destrozado por la Conquista retiro mis viejas oraciones desecho mi viejo lenguaje, devuelvo mi memoria a la tierra y camino, como las arañas, o los insectos invisibles, en busca de una Biología más elemental. Carlos Battilana, “Paisaje”, 2010
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Soy gaucho, y entiendaló Como mi lengua lo explica: Para mí la tierra es chica Y pudiera ser mayor; Ni la víbora me pica Ni quema mi frente el sol. José Hernández, El gaucho Martín Fierro, 1872
Yo soy la música vaga que en los confines se escucha, esa armonía que lucha con el silencio, y se apaga; el aire tibio, que halaga con su incesante volar que del ombú, vacilar hace la copa bizarra; y la doliente guitarra ¡que suele hacerte llorar!... Rafael Obligado, Santos Vega, 1885
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Libre y sin renta ni oficio, y honrado a carta cabal, llevaba él a un mismo temple pecho, guitarra y puñal. Leopoldo Lugones, Poemas solariegos, 1928
El cantor anda de pago en pago, “de tapera en galpón”, cantando sus héroes de la pampa, perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la suerte que cupo a Santos Pérez. Domingo F. Sarmiento, Facundo, 1845
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Yo sé que allá los caciques amparan a los cristianos, y que los tratan de hermanos cuando se van por su gusto. ¿A qué andar pasando sustos? Alcemos el poncho y vamos. En la cruzada hay peligros, pero ni aun esto me aterra: yo ruedo sobre la tierra arrastrao por mi destino, y si erramos el camino... no es el primero que lo erra. José Hernández, El gaucho Martín Fierro, 1872
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Llegaron a Choele-Choel, y como el viejo López reconociese en poder de uno de los indios el poncho que usaba su sobrino se les sometió a riguroso interrogatorio. Negaron los pampas y, como se cerraran en la negativa, se les estaqueó. Aquello fue una escena atroz. En el cuadro del 3ro de Caballería y en el 1ro de Infantería fueron los infelices sometidos al brutal tormento, sin conseguirse otra cosa que descoyunturarlos o mutilarlos. Manuel Prado, La guerra al malón, 1907
Tras una breve consulta con sus laderos, el indio invitó a los blancos a acampar con ellos, cosa que venían pensando hacer en cualquier momento. Clarke a su vez hizo la parodia de consultar con Gauna. Los desconocidos parecían bastante normales, hasta sociables. Desembarcaron. En unos minutos había un gran fogón en marcha, y se conversaba. Junto a Clarke se ubicaron el indio que había hablado, que dijo llamarse Miltín y ser un cacique anarco-huiliche, y su hermano. Tenían vasos de vidrio, que repartieron y llenaron prontamente de aguardiente de papa. Gauna y Carlos fueron a ver cómo desollaban unas vaquillonas cerriles, después de unos brindis preliminares. César Aira, La liebre, 1991
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Era de noche aún. Una de esas noches de abril, diáfanas y serenas, en que el cielo alumbra acribillado de estrellas como si el globo de la luna, hecho pedazos, se hubiese desparramado por las tinieblas. De vez en cuando se oía el ruido de las tropillas, el cencerro de las yeguas maneadas junto al corral. Atados al palenque, los caballos ensillados relinchaban. Los peones, en la cocina, alrededor del fogón, tomaban mate; en cuclillas unos, otros cruzados de piernas, los demás sentados sobre un tronco de sauce, sobre una cabeza de vaca. Hablaban de sus cosas, de sus prendas, de sus caballos perdidos cuyas marcas pintaban en el suelo con la punta del cuchillo, de alguien que andaba a monte “juyendo” de la justicia por haberse desgraciado, bastante bebido el pobre, matando a otro en una jugada grande. Eugenio Cambaceres, Sin rumbo, 1885
Cenamos en campo abierto. Cerca del callejón había una cañada con unos sauces, de donde trajimos algunas ramas secas. El resplandor de la llama dio a nuestros semblantes una apariencia severa de cobre, mientras en cuclillas formábamos un círculo de espera. Las manos, manejando el cuchillo y la carne, aparecían lucientes y duras. Todo era quietud, salvo el leve cantar de los cencerros y los extrañados balidos de la hacienda. En la cañada croaron las ranas, quebrando el uniforme siseo de los grillos. Los chajás delataban nuestra presencia a intervalos perezosos. Los gajos verdes de nuestra leña silbaban, para reventar como lejanas bombas de romerías. Sentía el dolor del cansancio mudar de sitio en mi pobre cuerpo y parecíame tener la cabeza apretada bajo un cojinillo. Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, 1926
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Y el tropero en su azulejo va recogiendo el ganado, con el prolijo cuidado de que él hace distinción; y junto al fogón campero, otros y unas paisanitas, cantan dulces vidalitas y bailan el pericón. Y en tanto ellos, olvidados, y junto al fogón ardiendo, están de las chinas viendo sus gracias y su primor; se oye a lo lejos un triste muy melodioso y sentido, de algún gaucho que perdido va por la gran extensión. “Canción criolla”, 1912 (versión de Felipe Esteban)
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Cruz y Fierro de una estancia una tropilla se arriaron; por delante se la echaron como criollos entendidos, y pronto sin ser sentidos por la frontera cruzaron. Y cuando la habían pasao, una madrugada clara le dijo Cruz que mirara las últimas poblaciones, y a Fierro dos lagrimones le rodaron por la cara. Y siguiendo el fiel del rumbo se entraron en el desierto, no sé si los habrán muerto en alguna correría, pero espero que algún día sabré de ellos algo cierto. José Hernández, El gaucho Martín Fierro, 1872
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Tienes, campo, los huesos que mereces: grandes vĂŠrtebras simples e inocentes, tibias rudimentarias, informes maxilares que atestiguan tu vida milenaria; y sin embargo, campo, no se advierte ni una arruga en tu frente. Ya solo es un silencio emocionado tu herbosa voz de mar desagotado. Oliverio Girondo, Campo nuestro, 1946
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Tan huesolita que te ibas tan envidiada de qué sombras la tierra ardía huesolita la siesta ardía melodiosa tan como ibas tu sonrisa era una piedra arrobadora y era otra piedra mi costilla dulcequeamarga solasola cuajada de alta pedrería eran tus voces tan palomas eran tus manos piedras finas guitarra tan azuladiosa eras la piedra que acaricia piedra te ibas quién te roba última brisa de la brisa o flauta mía o leja y rota tan huesolita que te ibas tan de la gracia mucha y poca si cuando vuelvas ves mis días oh piedra llena llaga hermosa! Juan Carlos Bustriazo Ortiz, “Tan huesolita que te ibas”, 1969
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Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas las planicies del porvenir y del pasado; yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueĂąos muertos entre celestes pastizales. Olga Orozco, “Entre perro y loboâ€?, 1962
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La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza. Esteban Echeverría, “El matadero”, 1839
Mirá, gaucho salvajón, que no pierdo la esperanza, y no es chanza, de hacerte probar qué cosa es Tin tin y Refalosa. Hilario Ascasubi, “La refalosa”, 1846
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Franco Mala Sin tĂtulo [Untitled], 2018
Jules Boilly (grabado) [engraving] Emeric Essex Vidal (dibujo) [drawing] Matadero, Boucherie publique [Abattoir, Boucherie publique], 1836 10 6
Juan Carlos Castagnino Paisaje con osamenta [Landscape with Bones], 1940
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BernabĂŠ DemarĂa El asesinado [The Murder Victim], 1893
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Calixto Mamani
Morir para dar vida [Die to Give Life], 1965
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Cesรกreo Bernaldo de Quirรณs Los degolladores [The Cutthroats], 1926
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Liliana Maresca Espadas [Swords], 1988
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Daniel Leber Sellos [Brands], 2019
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Pablo Suárez
“Dicen que el Chacho ha muerto, no sé si será verdá, que se cuiden los salvajes si vuelve a resucitar” [‘They Say that Chacho is Dead, I Don’t Know if it’s True, The Savages had Better Watch Out if He Comes Back’], 1997 114
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Raquel Forner
La torre de Babel [The Tower of Babel], 1947
¿Nunca morirá la sensación de que el demonio puede servirse de los cielos, y de las nubes y las aves, para observarme las entrañas? Héctor Viel Temperley, “Larga esquina de verano”, 1984
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Para un extranjero, nada es tan repugnante como la forma en que se abastece de carne a estos mataderos. Aquí se matan los animales en un terreno al aire libre, esté seco o mojado, en verano cubierto de polvo, en invierno, de barro. Cada matadero tiene varios corrales que pertenecen a los diferentes carniceros. A estos llevan a los animales traídos desde el campo, después de lo cual se les permite salir uno a uno, enlazándolos cuando aparecen, atándolos y arrojándolos a tierra donde se les corta el cuello. De esta manera los carniceros matan tantas reses como necesiten, las dejan tiradas en tierra hasta que todas están muertas y luego empiezan a desollarlas. Una vez terminada esta operación, cortan la carne sobre los mismos cueros, que es lo único que la protege de la tierra y del barro, no en cuartos, como acostumbramos nosotros, sino con un hacha, en secciones longitudinales que cruzan las costillas a ambos lados del espinazo y así dividen la res en tres largas piezas mutiladas que son colgadas en los carros y transportadas, expuestas a la suciedad y al polvo, a las carnicerías que se encuentran dentro de la Plaza. Las vísceras quedan desparramadas en el suelo y como por cada matadero pasa una carretera, esto significaría un estorbo intolerable, especialmente en verano, si no fuera por las bandadas de aves carroñeras que todo lo devoran y dejan los huesos completamente limpios en menos de una hora desde la partida de los carros. Unos pocos cerdos privilegiados comparten con las aves lo que queda en tierra, y cerca de los mataderos hay crías de cerdos que se alimentan exclusivamente de las cabezas e hígados de las reses muertas. Emeric Essex Vidal, Picturesque Illustrations of Buenos Ayres and Montevideo, 1820
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Muchas veces tuve que cabalgar por este campo, y resultaba curioso ver cómo variaba su aspecto. Si pasaba por la mañana o por la tarde, no se veía ningún ser humano: el ganado permanecía con el barro hasta las rodillas, sin nada para comer, parado bajo el sol, ocasionalmente mugiendo o, mejor, bramándose unos a otros. El suelo estaba cubierto en todas direcciones por grupos de grandes gaviotas blancas, algunas de las cuales picoteaban concienzudamente los charcos de sangre que habían rodeado, mientras otras se paraban en puntitas y sacudían las alas como para recuperar el apetito. Cada charco de sangre indicaba el lugar donde había muerto un novillo; era todo lo que quedaba de su historia, y los cerdos y las gaviotas lo consumían rápidamente. Francis Bond Head, Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las pampas y entre los Andes, 1826
Allí donde el animal era derribado y muerto, se le despojaba de su cuero y la res era cortada: una porción de carne y la grasa se quitaban y todo el resto quedaba en el suelo para ser devorado por los perros abandonados, los caranchos y una multitud de gritonas gaviotas de cabeza negra que siempre estaban esperando. La sangre derramada con tanta abundancia, día a día, mezclada con el polvo, había formado una costra de medio pie de espesor, sobre todo el espacio abierto: trate el lector de imaginar el olor de esa costra y de toneladas de bazofias y carne y huesos que yacían en montones por todos lados. Pero no, no puede imaginárselo. William Henry Hudson, Allá lejos y hace tiempo, 1918
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Heredia bajó, dio una vuelta y avanzó hacia la parte trasera del camión. No le importó la bosta derramada: afirmó un pie y una mano, y después la otra mano, y después el otro pie, y se trepó al acoplado. Desde allí pudo ver muy bien a los animales reunidos. Los vio de cerca, los vio en detalle.Vio el temblor ocasional de una oreja suelta, vio las esferas excesivas de los ojos bien abiertos, vio la espuma de las bocas, vio los lomos.Vio cueros lisos y manchados, vio la espera absoluta. No vio lo que imaginaba: un montón de animales con vida, sino otra cosa que en parte se parecía y en parte no: vio un puñado de animales a los que iban a matar muy pronto. Esa inminencia es lo que vio, y lo que antes presentía: la pronta picana que obligaría al movimiento, el mazazo en pleno cráneo, la precisión de una cuchilla, las labores del desuello. Martín Kohan, “El matadero”, 2009
Allí irían a dar los cortes de carne que Feli exhibía con el orgullo de un criador de cachorros, cortes de la mejor carne, terneras criadas acá mismo, como si dijera en el patio trasero. Allí pronto reinarían olores emanados de procesos de la nutrición alguna vez cotidianos pero industriales desde hace décadas y de los que apenas se tiene recuerdo, el aroma del cuero y la espuma parda en el hervor de los menudos, el olor a sebo y médula cuando se corta un costillar por lo más grueso la catorcena costilla, Elena dixit; el marmolado de grasa justo, que es lo que le da su sabor único, agregaría Bill más tarde. Matilde Sánchez, El desperdicio, 2007
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La vaca no llega sola a su cadalso: llega en compañía de otras vacas. El transporte de hacienda es un rubro muy explotado en la Argentina, y en cualquier ruta pueden verse las jaulas cargadas rumbo al matadero. La imagen de esos traslados se ajusta a la idea de sardinas acumuladas en una lata. Entre los barrotes horizontales de hierro y madera se ven sus rostros inexpresivos. Kilos de bosta saltan a los cuatro vientos más allá del chasis. Durante el viaje, el transportista puede experimentar sorpresas: que los animales se desafíen durante el desplazamiento y se lastimen, que por temor inclinen hacia un costado la jaula y produzcan un vuelco, o que al contar las cabezas en el destino haya alguna bestia muerta, por las otras, o infartada. En la Argentina, el desembarco en cualquiera de sus trescientos treinta mataderos habilitados no significa para las reses vivientes ningún cambio importante. Descienden, en realidad, hacia un corral similar al que dejaron. Allí se las entretiene durante un día para que sus músculos se distiendan luego del esfuerzo del traslado. Entonces, a las ocho de la mañana en punto, comienza la matanza. Entran en fila india por una manga angosta y continúan su caravana de la muerte hasta el cajón de noqueo, un patíbulo de hierros en el que una plancha inoxidable mantiene ajustado el cuerpo de la bestia que ya no avanza ni retrocede. Es un instante de suspenso, en el que comienza a cumplirse la profecía de la tradición nacional: todas las vacas serán, tarde o temprano, carne a la parrilla. Juan José Becerra, Vaca. Viaje a la pampa carnívora, 2007
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En 1883 Simón Gastón Sansinena, asociado con capitales británicos, instaló en Avellaneda un matadero y grasería que tiempo después se llamó Compañía Sansinena de Carnes Congeladas, que elaboraba los conocidos 18 productos “La Negra”. Más tarde, Sansinena compró a Ernesto Tornquist 2.000 hectáreas en cercanías del “Fortín Cuatreros” (hoy General Cerri) y en 1903 inauguró su planta frigorífica (a partir de 1952 se conocería como la planta “C.A.P. Cuatreros”). Imagino a Echeverría en un supermercado mirando una lata de jamón cocido “La Negra”. Mario Ortiz, Cuadernos de lengua y literatura vol. IX. Ejercicios de lectoescritura, 2014
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De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo. Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita. Esteban Echeverría, “El matadero”, 1839
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Finalmente: cuando creemos conveniente, después que nos divertimos grandemente, decidimos que al salvaje el resuello se le ataje; y a derechas lo agarra uno de las mechas, mientras otro lo sujeta como a potro de las patas, que si se mueve es a gatas. Entretanto, nos clama por cuanto santo tiene el cielo; pero ahí nomás por consuelo a su queja: abajito de la oreja, con un puñal bien templao y afilao, que se llama el quita penas, le atravesamos las venas del pescuezo. ¿Y qué se le hace con eso? larga sangre que es un gusto, y del susto entra a revolver los ojos. ¡Ah, hombres flojos! hemos visto algunos de éstos que se muerden y hacen gestos, y visajes que se pelan los salvajes, 124
largando tamaña lengua; y entre nosotros no es mengua el besarlo, para medio contentarlo. ¡Qué jarana! nos reímos de buena gana y muy mucho, de ver que hasta les da chucho; y entonces lo desatamos y soltamos; y lo sabemos parar para verlo refalar ¡en la sangre! hasta que le da un calambre Y se cai a patalear, y a temblar muy fiero, hasta que se estira el salvaje; y, lo que espira, le sacamos una lonja que apreciamos el sobarla, y de manea gastarla. De ahí se le cortan orejas, barba, patilla y cejas; y pelao lo dejamos arrumbao, para que engorde algún chancho, o carancho. Hilario Ascasubi, “La refalosa”, 1846
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Para llegar a Olta, pequeña y miserable aldea, es preciso descender de la sierra que divide la costa Baja de la del Medio, por una empinada cuchilla, cuyas vueltas y revueltas invierten más de una hora. Desde las puertas de los ranchos se ven descender o subir lentamente los viajeros, y esta circunstancia hacía a Olta muy seguro lugar de refugio. Pero ese día dios descargaba una lluvia harto deseada para los sedientos campos, y nadie vio descender ni aproximarse a los primeros cincuenta hombres, cuya presencia sorprendió a todos y al Chacho, que descansaba tranquilo, acaso rumiando nuevos planes. Llegado el mayor Irrazábal, mandó ejecutarlo en el acto y clavar su cabeza en un poste, como es de forma en la ejecución de salteadores, puesto en medio de la plaza de Olta, donde quedó por ocho días. Domingo F. Sarmiento, El Chacho. Último caudillo de la montonera de los Llanos, 1868
Peñaloza no ha sido perseguido. Ni hecho prisionero ni fusilado. Ni su muerte ha acaecido el 12 de noviembre. Lo vamos a probar evidentemente y con los documentos de ellos mismos. Todo eso es un tejido de infamias y mentiras, que cae por tierra al más ligerísimo examen de los documentos oficiales que han publicado sus asesinos. Ha sido cosido a puñaladas en su propio lecho, y mientras dormía, por un asesino que se introdujo a su campo en el silencio de la noche, fue enseguida degollado, y el asesino huyó llevándose la cabeza. A la mañana siguiente no había en su lecho ensangrentado sino un cadáver mutilado y cubierto de heridas. Esa es la verdad, pero todo esto ha ocurrido antes del 12, de que hablan las notas oficiales. Los partes y documentos confabulados mucho después del asesinato con el solo objeto de extraviar la opinión del país, incurren en contradicciones estúpidas. Esa es la condición del crimen, siempre deja en pos de sí los rastros imborrables que sirven para descubrirlo. José Hernández, Vida del Chacho: rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza, 1863 12 6
Todo parecía haber concluido para la pobre mujer: ¿qué podía ya afligirla, después de la muerte de su leal compañero? ¿Qué podía mortificar su espíritu después de haber presenciado su muerte de león? Parecía imposible, pero aun tenía algo más tremendo, algo más doloroso que presenciar: la profanación del cadáver de Peñaloza, al que Irrazábal mandó cortar la cabeza. —¿Por qué van a cometer esa herejía? —gritó ella, al ver que ejecutaban aquella nueva infamia—: ¿no tienen bastante con haberlo asesinado? —Que se calle esa insolente, y si no se calla, que le pongan una mordaza. Pero como Victoria, en vez de callarse, prorrumpía en nuevas y violentas injurias, se le puso una mordaza improvisada con un rebenque doblado.Y agarrotada de aquella manera, la Víctor tuvo que presenciar cosas monstruosas. Irrazábal en persona, según dicen todos los que presenciaron aquel horror, cortó las orejas del Chacho, guardándolas en sus pistoleras. Otro cortó el bigote, y siempre por orden de Irrazábal, aquella cabeza tan ferozmente mutilada, fue clavada en la moharra de una lanza y puesta a la expectación de los vecinos de Olta. Otros mutilaron el cuerpo del gran caudillo, como una res de carneada, mientras otros le saqueaban en sus miserables ropas, como última pincelada de verdad a aquel cuadro de horror. Eduardo Gutiérrez, El Chacho, 1886
¿Qué importa, si esa sangre que gotea en principio de vida se convierte, y el humo funeral de la pelea lleva sobre sus alas una idea que triunfa de la saña de la muerte? Olegario V. Andrade, “Canto al Chacho”, 1870
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Me arrastran a mansalva de una punta a la otra estas negras gargantas que me devoran sin cesar. Me sofocan con fibras de humedad, me trituran entre fauces de hueso como a una mariposa, me destilan en sordas tuberías y en ávidas esponjas que respiran como los lentos monstruos de la profundidad, me empapan en sentinas, me ligan con tendones y con nervios hasta la desunión, me ponen a secar en la negrura de este sol interior, me abandonan como resaca muerta a la furia de todas las corrientes hasta la gran caída y el vértigo final, siempre inminente, siempre a punto de trizarme de golpe contra el acantilado de la insufrible luz. ¡Qué lugar para crecer y para amar! ¡Tantos derrumbes, tantas fundaciones, tantas metamorfosis insensatas! ¡Tantas embalsamadas batallas que se animan en un foso del alma! ¿Tanta carnicería de leyenda levantada en mi honor? Olga Orozco, “Tierras en erosión”, 1974
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Sobre la muerte que han embebido estas colinas, estas llanuras, estos montes, cantemos. Sobre la tristeza humilde, profunda, de estos campos, a pesar de su gracia, cantemos. Con todas las criaturas y las cosas; con las criaturas ligeramente aún agobiadas –¿por qué sueño de sangre?– cantemos. Juan L. Ortiz, “Cantemos, cantemos...”, 1949
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No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. (...) No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en el sol de las nueve, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. (...) No hay, al principio, nada. Nada. En la luz de tormenta, en la inminencia del aguacero –el primero, después de varios meses–, las cosas ganan realidad relativa sin duda, que pertenece más al que la describe o contempla que a las cosas propiamente dichas... Juan José Saer, Nadie nada nunca, 1980
Juan Pablo Renzi
Nostalgias del Paranรก [Nostalgia for the Paranรก River], 1976 13 3
MarĂa Laura Schiavoni Paisaje [Landscape], ca.1950 Paisaje [Landscape], ca.1950
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Claudia del Río
Corazón y otros de rodillas [Heart and Others on their Knees] y [and] Castillo armado [Armed Castle], de la serie “Litoral y Coca-Cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ serie], 2009 13 5
Laura Cรณdega Idilio criollo [Criollo Idyll], 2019
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LeĂłnidas Gambartes El Ădolo [The Idol], 1944
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FermĂn EguĂa
Colectiva y peces bajo el agua [Collective and Fish Underwater], 1996
Cándido López
Batalla de Yataytí Corá, 2 de julio de 1866 [Battle of Yataytí Corá, 2 July, 1866], 1866
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Santiago García Sáenz
Cristos enfermos en las ruinas jesuíticas [Sick Christs in Jesuit Ruins], 1994 14 2
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Florencia Bohtlingk La Boca del Infierno [The Mouth of Hell], 2019 14 4
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Juan Grela La Guaita, 1971
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Aid Herrera Sin tĂtulo [Untitled], 1978
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Mónica Millán
El vuelo trémulo de las mariposas entre las flores quejumbrosas y las aterciopeladas hojas [The Fluttering Flight of Butterflies among the Irritable Flowers and the Velvety Leaves], 2015-2016
Leni acarició su camisa transpirada. Recordó que su padre, alguna vez, le contó que su abuela era bordadora. Tenía manos de hada, le había dicho. Pensó con cierta nostalgia que las telas que bordaba su abuela y la camisa que llevaba puesta, en su génesis más antigua, habrían comenzado en la soledad de un campo como este. Selva Almada, El viento que arrasa, 2012
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Augusto Paraná, sagrado río primogénito ilustre del océano, que en el carro de nácar refulgente, tirado de caimanes, recamados de verde y oro, vas de clima en clima, de región en región, vertiendo franco, suave verdor y pródiga abundancia. Manuel José de Lavardén, “Oda al Paraná”, 1801
Río marrón, devolveme sangre abajo de tu paso el lirio negro que quedó junto a tu orilla. Río, río marrón, dónde quedó aquella canción que nadie espera sentada en la ribera, cauce arriba, río marrón. Piel del cielo que se rompe desde aquí hasta el horizonte, luz de luna sumergida. Si pudiera remontarte tiempo atrás para ver en la opacidad del sueño ido si aquel fulgor perdido era la vida, río marrón. Jorge Fandermole, “Río marrón”, 1983
Oh candoroso embriagado entre loros, entre isletas subiendo hasta el nivel de la colina, canta en tu boca el canto ardiente de otra boca, y cuando la sangre sube hasta tus ojos es porque están quebradas todas las fulguraciones del sollozo en tu pecho. Canta, viejo rehén de la colina. Francisco Madariaga, “Rehén de la colina”, 1954 15 0
El río pasa con su pasar recio y su soñar suave. ¡Válgame el cielo cuando pasa besando la barranca, recio como el hombre que nunca se embravece y másmente si reluce en el verdeo espumoso del camalotal! El camalote es su pensamiento florecido y flotante y por donde empieza a enamorar. ¿Este es un río o una persona de lomo divino, o es una fuerza que se le ha escapado de las manos a Tupasy, madre de Dios, o a Ilaj, o a mis ojos que ya no pueden espejear la tanteza de su cuerpo sin cuerpo? Libertad Demitrópulos, Río de las congojas, 1981
Ellos lo llaman padre de los ríos.Y es verdad que, mientras viene bajando, engendra ríos a su paso, ríos que van multiplicándose en las proximidades de la desembocadura, que se separan a determinada altura del lecho principal, corren unas leguas paralelos a él, y vuelven a reunírsele un poco más abajo, ríos que a su vez engendran ríos que engendran otros a su vez, con esa tendencia a la multiplicación infinita que frenan a duras penas las barrancas comidas por el agua; río de muchas orillas, a causa de las islas sombrías y pantanosas que las forman. Los hombres que habitan en las inmediaciones tienen el color del barro de la costa, como si también ellos hubiesen sido engendrados por el río... Juan José Saer, El entenado, 1983
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No se puede decir que el río cambie de una manera en invierno y de otra manera en verano. Cambia. Eso es todo. Las islas, por el contrario, parecen distintas con cada estación que llega. No solo por la intensidad del verde, en el verano, sino por algo mucho más sutil. En el invierno, desde el río abierto, se pierden en una lejanía brumosa. De pronto están, de pronto no están. Uno duda del río y piensa que es imposible llegar alguna vez, a pesar de toda esa tenue ansiedad que lo aísla y lo mece y lo acongoja en parte. Más bien son un borde ilusorio, una sombra que oscila con el horizonte, hacia el oeste. Si por fin logra acercarse, entonces parecen todavía más remotas, habitadas por el silencio y la soledad y por una tristeza irreparable. En el invierno la luz se refugia en lo alto. Amanece y oscurece en lo más encumbrado del cielo, muy lejos de la superficie. En verano sucede lo contrario. La luz comienza a brotar de las mismas islas y, empujando por allí, desborda hacia el resto del día. En la mitad de la mañana, las islas parecen alegres barcazas mecidas por el agua. Si uno navega hacia las islas, navega hacia la claridad.Y hacia ese extraño bullicio que ha ido cobrando intensidad a medida que madura el estío. Haroldo Conti, Sudeste, 1962
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La isla, o más bien su memoria cada vez más difusa, se aproxima, ahora, al vaporcito que nos lleva despacio, atravesando el río. En el recuerdo, la sensación de que es la isla la que se mueve hacia nosotros, que vamos con las cabezas apoyadas en las ventanillas, es absolutamente poderosa. Estamos detenidos en el medio del agua que se separa en franjas de colores de marrones diferentes, y la isla se acerca como si fuera una enorme jangada o una mata espesa de camalotes. Cristina Iglesia, “Del lado de acá”, 2010
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¡Quién pudiera abrazar de una mirada todo el conjunto de hermosura, majestad y grandeza del Paraná incomparable! ¡Quién tuviera las alas del cóndor para contemplar desde las nubes, esa inmensa balsa de aguas serenas que reflejan el más hermoso de los cielos, con ese archipiélago prodigioso de innumerables islas de variedad indescribible! Aparecieran aquellos grupos de verdor, profusamente esparcidos por la planicie cerúlea de las aguas, cual colosales cestas de flores y frutas, destinadas a decorar el festín del pueblo venturoso que algún día ha de gozar ¡oh patria hermosa! de tus gracias virginales. Marcos Sastre, El Tempe argentino, 1858
En presencia de aquella naturaleza virginal, de aquellos canales silenciosos, de aquella vegetación asombrosa y de la familia que reside permanentemente en aquel lugar, las objeciones morían en los labios, y la imaginación, creando la poesía grandiosa de la realidad de un mundo próximo, brillando en el horizonte con la luna entre celajes, llegaba al absurdo en suposiciones plácidas y estupendas. Domingo F. Sarmiento, El Carapachay, 1883 [1855-1882]
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Pasamos frente a una lonja de tierra pelada y gris. Semejante a un terraplén, aumenta paulatinamente de altura. De tanto en tanto aparecen arbolitos escuetos, retorcidos. De pronto, a la altura perpendicular de la tierra se suma la de los bosques de ceibos y sauces, y a la sombra de este murallón perpendicular, de dos colores, sepia el bosque, y amarillo la tierra, el agua parece fría como una emulsión de hielo y antimonio. Sólo es constante, maravillosa, la oblicua vereda de movedizas chapas de oro, que van hasta la orilla, mientras el horizonte, en dirección contraria a la que marchamos, es una raya de lápiz tendida entre las puntas de dos islas separadas por una llanura de mil metros de anchura. Y más allá, al sur, crestas de leche azulada, feéricas islas sucediéndose, una tras otra, en este río, que por momentos tiene la anchura del mar. Roberto Arlt, “Horizontes ribereños”, 1933
Una garza blanca cruza el cielo del anochecer con su relámpago naranja que se incendia y se apaga reflejándose un momento sobre el espejo del río para hundirse en sus aguas como en la noche la garza Diana Bellessi, “Lo que vemos”, 2015
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No lejos de la noria encontró el mozo a Ester apartando sandías, cuyas hojas y flores formaban tejido en el bosque de curvos troncos del maizal. Una luz fuerte avivaba el fuego de los girasoles, y de la tierra subía un olor de humedad. Ester se incorporó al divisar a Jaime. Separó con el pie las sandías cortadas y, lentamente, alargó la pollera encogida en la cintura para que no se le enredara en la tarea. Sintió que sus mejillas se coloreaban y apenas pudo decir con voz que le resultaba ajena: -¿Del trabajo ya? Jaime no contestó. Erguido sobre el caballo, oyó sin entender la pregunta. Contemplaba con avidez el duro perfil de la muchacha desgreñada y jadeante. Al respirar, su pecho movía las hojas de maíz que le llegaban hasta la garganta. La inquietud dilataba sus pupilas, negras como tierra arada después de la lluvia. No ignoraba ella el objeto de tan brusca aparición. Jaime la perseguía desde mucho tiempo atrás. Para ella eran las canciones entonadas en los intervalos de los bailes de la colonia, para ella las proezas en los rodeos.Y no le disgustaba aquel bravo mocetón, áspero como un tala y ágil como una ardilla. Alberto Gerchunoff, Los gauchos judíos, 1910
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Durante las yerras se juntaba en la estancia gente forastera. A los trabajos en el campo sucedía una fiesta en el galpón con música y baile.Yo había trabajado como nunca durante el día, después de cumplir con mis tareas en el tambo, ayudando en la cocina, desplumando gallinas para la cena de los patrones e invitados, en la fritanga de pasteles y en la boca del horno, con las empanadas. Había también vino y caña en abundancia. A la hora del baile, pues, de puro cansada y más dormida que despierta, me senté en una silla al lado de unas conocidas, dispuesta a mirar todo lo que pudiera del baile, tratando de aprender, por las dudas me tocara bailar también a mí alguna vez. Me sentía muy a gusto allí sentada hasta que apareció él y me sacó a bailar casi a la fuerza. No sé si al primer momento llegué a negarme, pero enseguida me pareció que alguien me empujaba y me decía: “Bailá, no sia sonsa”. (...) Ahora la situación ha cambiado y eso es lo que duele. Pero, ¿por qué ha cambiado? En esa época él contaba con la posesión –todo lo precaria que se sabe– de una tierra para cultivar año a año. Por eso era fuerte, por eso me podía guiar, dominar, si se quiere, conquistar. Para ser mi dueño, él se sentía primero dueño de sí mismo, y esto yo lo advertí exactamente hasta el día que perdió la tierra. (...) Emprendió el camino a través de las tierras blancas... Juan José Manauta, Las tierras blancas, 1956
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Yo no sé nada de ti... Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste ni de los anhelos que repitieras antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma azucena de la armonía nevándote, otoñalmente, la despedida a la arenilla... No sé nada.. . ni siquiera del punto en que, por otro lado, caerías del vértigo de la piedra bajo los rayos... No sé nada... O sé, apenas, que el guaraní te asimiló al mar de su maravilla... y que ese puma de tu piel que te devuelve, intermitentemente, el día lo tomas en un rodeo, no?, de tu destino. . . No sé nada.. . Aunque me he oscurecido, en ocasiones, al sentirte, arriba, entre un miedo de basalto, buscándote, buscándote sin el ángel del sabiá, aún. . . Y me he recobrado, luego, contigo, en la Anaconda que decían.. . 15 8
y hasta cuando denunciabas sobre ti a los máuseres de las Compañías... No sé nada. .. (...) No sé nada de ti. . . nada de ti. . . Es, acaso, decirte enteramente, decir tus avenidas, sólo, al fin, de silencios sin orillas, que podrían ser, es verdad, derivaciones de gracia corriendo a redimir oh Canals, la palidez del Norte? Es, por ventura, presente, siquiera, el acceder únicamente a las escamas de tus minutos, bajo lo invisible, aún, que pasa… o a las miradas de tus láminas o de tus abismos, en los vacíos o en las profundidades de la luz, de tu luz? Y se podría hablar de ti, intimando, aún por años, con las figuraciones que reviste, diríase, aquí y allá, la corriente de tu ser? Oh no... no se podría, me parece, tocarte todavía así… Juan L. Ortiz, “Al Paraná”, 1970 15 9
A más de dos metros del suelo una base pronta para elevar, en su aire la casa isleña, asentada sin levitar sobre los obstáculos Un anclaje con su escenografía a la vista de vigas y diagonales, altura y artificio para que el habla suspendida se retome, reinicie palabras, que aventadas, no se desintegren que atraigan, en su rústica alfombra mágica, la destrucción como un pasaje; el oscuro rostro humano, a su connubio Alicia Genovese, “Postmacondo”, 2004-2017
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Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño. Sintiendo, particularmente de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía con ella, la boa se dejaba llevar a la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una sacudida de inquietud. El cedro acababa de tropezar con algo inesperado o, por lo menos, poco habitual en el río. Nadie ignora todo lo que arrastra, a flor de agua o semisumergido, una gran crecida.Ya varias veces habían pasado a la vista de Anaconda, ahogados allá en el extremo norte, animales desconocidos de ella misma, y que se hundían poco a poco bajo un aleteante picoteo de cuervos. Había visto a los caracoles trepando a centenares a las altas ramas columpiadas por la corriente, y a los annós rompiéndolos a picotazos.Y al esplendor de la luna, había asistido al desfile de los carambatás remontando el río con la aleta dorsal a flor de agua, para hundirse todos de pronto con una sacudida de cañonazo. Como en las grandes crecidas. Pero lo que acababa de trabar contacto con ella era un cobertizo de dos aguas, como el techo de un rancho caído a tierra, y que la corriente arrastraba sobre un embalsado de camalotes. ¿Rancho construido a pique sobre un estero, y minado por las aguas? ¿Habitado tal vez por un náufrago que alcanzara hasta él? Con infinitas precauciones, escama tras escama, Anaconda recorrió la isla flotante. Se hallaba habitada, en efecto, y bajo el cobertizo de paja estaba acostado un hombre. Pero enseñaba una larga herida en la garganta, y se estaba muriendo. Durante largo tiempo, sin mover siquiera un milímetro la extremidad de la cola, Anaconda mantuvo la mirada fija en su enemigo. Horacio Quiroga, “El regreso de Anaconda”, 1925-1926
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Admiramos los ceibos, unos árboles espléndidos cargados de racimos de un rojo púrpura; azaleas de todos los colores, blanco, rosa, anaranjado, amaranto; magnolias enormes, con flores rosadas y blancas; naranjos salvajes, cargados de flores y frutas; durazneros salvajes también, pero cuyos duraznos son excelentes; mangos, tamarindos, mimosas espinosas, gigantescos aloes pita, cactus majestuosos, aquellos que se llaman órganos y aquellos, no menos grandes, que producen el higo morisco; daturas, unas plantas trepadoras, cargadas de flores hermosas, purpúreas, blancas, violetas, anaranjadas; pasifloras, cuyo fruto de color amarillo oro cae con cierta gracia en medio de sus tallos delicados; bambúes elegantes como juncos inmensos que comienzan a balancearse suavemente bajo la brisa del atardecer que nos trae mil fragancias fuertes y penetrantes. Nuestra barca se desliza sin ruido sobre una capa de agua transparente que desaparece por momentos bajo verdaderas praderas flotantes formadas por ninfeas de un lila purpúreo y nenúfares enormes cuya flor, como una copa de alabastro, yace sobre sus anchas hojas. Pasamos también delante de una planta magnífica que los criollos llaman maíz de las islas cuya flor delicada se parece a una lámpara antigua suspendida de un hilo fino. Un hermoso pájaro blanco sale de pronto de estas soledades florecidas y va a buscar en otro lado un lugar no menos bello, no menos perfumado. Cae la noche, regresamos. Lina Beck Bernard, El río Paraná. Cinco años en la Confederación Argentina. 1857-1862, 1864
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La luz baña el paisaje con todo el ardor de sus caricias estivales; se filtra en las Palmeras y en las Acacias, resbala por las hojas de los Laureles; juguetea un momento entre las lianas; chispea entre el rocío que la sombra protegía y satura el aire con todos los perfumes que destila en la ebullición de la selva. Pero su caricia adormece; sus rayos queman. Al envolver el panorama con su inmenso velo las hojas se marchitan y bien pronto el azul purísimo del cielo se cubre de vapores, defínense los celajes y un claro del bosque muestra hasta el horizonte las nubes aplomadas. Palidece el cuadro. El claroscuro pierde su tono; las sombras profundas se sumergen entre los bosques; los Buitres negros vuelven a las ramas desnudas; los Caranchos y Halcones, en precipitada fuga, se alejan en busca de sus conocidos reparos y los Loros, más inquietos que antes, levantan el estrépito de su algarabía infernal mientras que las Golondrinas, seguras de sus presas, surcan el aire poblado de insectos. La superficie del riacho tiene más ondas, más círculos, más burbujas; los Poecílidos nadan más cerca del aire; saltan con mayor frecuencia los Characinos, y los Silúridos, inquietos en el fondo, se elevan de pronto en busca del aire que almacenan en sus vejigas. En la playa, el Yacaré que dormía tranquilo al rayo del sol de enero busca los camalotes en que oculto desafía la bala con su coraza impenetrable; los Alguaciles son más abundantes y las Mariposas se suspenden bajo las hojas que han de salvar el polvo delicado de sus alas. Stop! La válvula se cierra, paran los propulsores y el vapor resuena en su dura prisión. Eduardo Ladislao Holmberg, Viaje a Misiones, 1889
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Sin contrastes, hay existencia, no hay vida.Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral. Esta necesidad es tan grande, que cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los días la misma cosa; las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos esteros, los mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía? Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés. Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, 1870
Desde esa noche de susto que creían ser la repetición del asalto de Tuiutí, con frecuencia se les representa el fantasma de un ejército que los invade. Con el menor ruido causado por los carpinchos de los esteros, forman sus guardias, montan a caballo, hacen descargas y más descargas, y los nuestros que se burlan de su cobardía, chuscamente observan cuando ellos han cesado sus fuegos: ia opaieby-ma la guerra. Mamangá, Cabichuí, 5 de diciembre de 1867
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El bosque ha tendido su lujo sobre aquella antigua desolación, siendo ahora las ruinas un encanto de la comarca. Dije ya que el mortero más usual en las construcciones jesuíticas, fue el barro. No era, naturalmente, de la arcilla roja que el lector ya conoce, sino del humus que se recogía en los cercanos manantiales y se empleaba con profusión á causa de su baratura. Abandonados los pueblos, la maleza ha arraigado en aquella tierra propicia, precipitándose sobre ella con un encarnizamiento de asalto. La mugre de las habitaciones, y la costumbre de barrer hacia la calle, abonaron durante más de un siglo el terreno con toda clase de detritus, siendo esto otra causa de la invasión forestal que ha cubierto las ruinas. Aquellos restos de habitaciones sin techo, parecen enormes tiestos donde pulula una maleza inextricable. Unas desbordan de helechos; en otras crecen verdaderos almácigos de naranjos; aquella está llena por el monstruoso raigón de un ombú, de esa otra se lanza por una ventana, cuyo dintel ha desencajado, un añoso timbó; el musgo tiende sobre los sillares vastas felpas, y no hay juntura ó agujero por donde no reviente una raíz. La selva entierra literalmente aquello, de tal suerte, que puede presagiarse una ruina en razón de su espesura. Internado en ella, el viajero llega abriéndose paso á fuerza de machete hasta alguna antigua pared ó poste aislado, que nada le indican; para orientarse, es indispensable dar con la plaza que sigue formando aún en medio de la maleza un sitio despejado. Está, sin embargo, disminuida, porque, el bosque tiende á avanzar hacia su centro; pero su relativa desnudez, prueba que la vegetación ha buscado en efecto el barro negro de las paredes y el suelo abonado por las basuras en las calles. Aquella plaza da la situación del pueblo. Está orientada á rumbo directo, con una leve declinación que no induce en error; y cada uno de sus costados es la base de una manzana de igual superficie. La mayor profusión del naranjal indica la huerta del antiguo convento. De las reducciones argentinas, tan maltratadas por la guerra, apenas queda otra cosa que paredes; y como resto ornamental el pórtico de San Ignacio, popularizado por la fotografía y por las descripciones de varios viajeros. Leopoldo Lugones, El imperio jesuítico, 1904 16 5
Había algo diferente: el río. Este tan chato y dormido río, este apacible buey de agua que procuraba pasar desapercibido tras su tímido balanceo entre las orillas, no era el que había conocido vertiginoso y brutalmente varias horas antes; ni la rabiosa perra cuyos dientes amarillos lo habían triturado durante minutos que valían por años; ni la delirante tromba que lo arrastraba como una hoja desprendida y sola por los cerrados caminos del agua. No.Ya no creía en esto que ahora se presentaba como una caricia de aceite lustroso ni podría creer nunca más. Aunque continuara viéndolo así, domesticado y bonachón, en la paz de sus amplias canchas, en la premura jubilosa de sus correderas o en la suavidad viscosa con que lame las costas cercanas, ya no podría confiarse jamás sin recelos a su abrazo siempre dispuesto. Ahora había visto su rostro tormentoso y esa boca alucinante en la locura del remolino, recordaba cómo había abierto repentinamente su abismo de piedra para envolverlo en su oscuro abrazo. Recién ahora media la exacta identidad del río. Nunca más podría engañarlo. Alfredo Varela, El río oscuro, 1943
Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados. Horacio Quiroga, “Los mensú”, 1914-1917
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Ahí están, hormigueando entre las plantas verdes, con sus caras oscuras, sus ropas remendadas, sus manos ennegrecidas: la muchedumbre de los tareferos. Hombres, mujeres, chicos, el trabajo no hace distingos. En un yerbal alto como este, el jefe de la familia trepa al árbol y con la tijera poda las ramas que su compañera y su prole cortan y quiebran en un movimiento incesante, separando la hoja del palo y amontonándola en las ponchadas –dos bolsas abiertas y unidas– que cuando estén llenas se convertirán en “raídos”. No hay cabezas rubias ni apellidos exóticos entre ellos. El tarefero es siempre criollo, misionero, paraguayo, peón golondrina sin tierra. Se acercan, nos rodean mansamente, y no tenemos que preguntarles siquiera para que caiga sobre nosotros el aluvión de su protesta: –Estamos todos abajo –dicen. –Nuestro jornal no sube. –El familiar no te pagan. –Estamos atenidos. –Apenas se gana para el pan. –Si uno come medio kilo de carne a la semana, ya es lindo. –Estamos a mate cocido. –No tenemos ropa. –J..., eso es lo que estamos. Se quitan la palabra de la boca en su apuro por transmitir esa angustia a alguna parte, a algún mundo desconocido, antes que llegue el patrón, el capataz, el camión que ya viene por la picada cargando los raídos. Pero todavía hay tiempo para que las caras cobren nombre. Rodolfo Walsh, “La Argentina ya no toma mate”, 1966
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Sueña en su verano la imposible permanencia del verano. La pasión aislada. Sin secuencia que flor en fruto vuelva. La pasión aislada. Waganagaedzi flota en las aguas del río y su cabello extendido como un abanico de algas enhebra pequeños peces y pétalos que no mueve la corriente. La pasión aislada. No sometida al fugitivo campo de fuerza de efecto a causa. Un pájaro allí. Cazando al sol o cazado, a pleno corazón del cielo que alcanza su diástole y cae, por un segundo sobre los pedazos de la Amazona, por un segundo el deseo y la memoria del deseo, por un segundo, saciados. Diana Bellessi, “Waganagaedzi, el gran andante”, 1985
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Hay que vernos, hay que ver nuestro barquito a vapor, nuestros wampos de vacas, nuestros wampos de rukas, nuestros wampos de caballos, nuestros wampos almácigos, todos ladeados de canoas y kayaks, nuestra nación migrando lentamente por el Paraná y sus ysyry: un pueblo entero avanzando en silencio sobre los ríos limpios, sobre los ríos que respiran la paz de sus subidas y bajadas, de sus peces bigotudos, del tuju pegajoso de sus lechos, nuestros ríos que saben mostrar y ocultar las raíces de los ybyra en los bordes de sus islas, nuestros ríos llenos de flores que flotan en su lomo como escarban los bagres el limo de su fondo, nuestros ríos de pira saltadores, de dorados que emergen con la fuerza enorme de sus cuerpos como si les explotaran de sol a los ríos las entrañas. (...) Hay que vernos, pero no nos van a ver. Sabemos irnos como si nos tragara la nada: imagínense un pueblo que se esfuma, un pueblo del que pueden ver los colores y las casas y los perros y los vestidos y las vacas y los caballos y se va desvaneciendo como un fantasma: pierden definición sus contornos, brillo sus colores, se funde todo con la nube blanca. Así viajamos. Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la China Iron, 2017
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Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Héctor Tizón, Fuego en Casabindo, 1969
Por donde voy no hay camino, solo un sendero borroso que a trechos en el llano desaparece para renacer en las laderas, más adelante... Héctor Tizón, La casa y el viento, 1984
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Calixto Mamani Rostro, s/f [Face, undated]
Sin tĂtulo, s/f [Untitled, undated] Sin tĂtulo, s/f [Untitled, undated] Sin tĂtulo, s/f [Untitled, undated] Vasija con manos y pies, s/f [Vessel with Hands and Feet, undated]
Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari (Xul Solar) Sin título [Untitled], 1953
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Oscar AgustĂn Alejandro Schulz Solari (Xul Solar) Cinco plurentes [Five Plurbeings], 1949
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Francisco Silva Espectacular [Spectacular], 2010
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Carlos Luis GarcĂa Bes
Sol pasando bajo la tierra [Sun Going Down under the Earth], 1978 17 7
MarĂa Martorell Boceto de tapiz [Sketch of Tapestry], 1965-1966
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MarĂa Martorell
Boceto de tapiz tres pĂĄjaros [Sketch of Three Bird Tapestry], 1965-1966 17 9
Guido Yannitto Brealito, 2019
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Martha FortĂŠ
Cordillera de los Andes [Andes Mountain Range], 1981
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Alfredo Gramajo GutiĂŠrrez El recuerdo [The Memory], 1943
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Josefa DĂaz y Clucellas Virgen de Lourdes [Virgin of Lourdes], 1889
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Autor desconocido Virgen de Pomata, primera mitad del siglo XVIII [Virgin of Pomata, first half of the 18th Century] 18 7
JosĂŠ Antonio Terry Magdalena, 1927
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¿Cómo detener la tarde? Pienso ahora en el paisaje. En algún ángel suelto entre los trigos y la ropa. Clementina Rosa Quenel, “Mi patria lejos”, 1969
En ese monte sentí también a los mensajeros de los palos. Les he dicho: “Mora buena, que no arde, amarilla, que no calienta la mano, buena para manejar el fuego, buena para cabo de hacha, de martillo, buena durmiente en las vías del tren. Afata, fría en la mano. Palo blanco, que no tiene zámago, que no se pica, que se quiebra, que calienta la mano. Palo amarillo, que no se quiebra, que sí calienta la mano. Díganme cómo viene con mezcla, viene con nube, viene con sol, el secreto, la palabra secreta del Señor. Guayaquil, mensajero del Señor, nunca grande, aguantador del viento, espejo de esa lanza blanca. Lanza amarilla huérfano de flor, que no me duela, que no llore, que no diga ¿por qué? Y ese que se hace liviano con el tiempo, ese palo que será poroso, que no pesa, que el sol no raja, ese bueno para arzones, para bastos, cazazapallos. Y ese bueno para pilote cuadrado, para tirantes, lapacho.Y ese fragancioso roble, fraganciosa quina, fragancioso cedro. Ese urundel y ese quebracho que arden, esa mora que no arde. Ese algarrobo que nunca se gasta, que fue cama de carros, que es tablón de camiones, que es petiso, que no pasa dos hombres.Y ese palosanto verde con perfume, duro como piedra, amigo del fuego, que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten, sostengan el corazón de Eisejuaz. Palos, ángeles de los palos, cada uno con su sabor en la boca del leñador, cada uno con una palabra del Señor”. Sara Gallardo, Eisejuaz, 1971
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Todos los días se montan cincuenta caballos, hasta dicha quebrada, por lo que a lo menos van en cada tropa ciento cincuenta. En el resto del camino ya no se necesitan caballos, porque además de que perdieron el primer ímpetu las mulas, caminan ya como encallejonadas entre los empinados cerros, y ya desde Salta no se hacen corrales para encerrar el ganado de noche, que se moriría de hambre, respecto del poco y mal pasto que hay en el camino real en la mayor parte del Perú, por lo que es preciso que coman y descansen de noche en algunas ensenadas y cerros... Concolorcorvo, Lazarillo de ciegos caminantes, 1773
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He recorrido campos, la puna inhóspita y odiada con pájaros que viven la libertad y gentes de alma silenciosa. He visto caballos buscando la sombra mísera del cacto y perros durmiendo a la sombra del caballo. Jorge Calvetti, “Yo no he querido a nadie en el mundo”, Fundación en el cielo, 1944
Es que yo soy, ese que soy, el mismo nomás, hombre que va buscándose en la eternidad. Si es por saber de dónde soy, soy de Anymaná. Sepan los que no han sabido que no estoy de solo estar, que estoy parado en el grito bagualero del pujay. Armando Tejada Gómez, “Fuego en Anymaná”, 1972
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Esto es el alma de la montaña; son las personificaciones que el hombre crea siempre, para dotar de vida a lo inanimado cuando este tiene la virtud de conmoverle, de despertar los sentimientos y excitar la fantasía. No se puede concebir cómo aquel arrobador conjunto de sonidos y de visiones no sea la revelación de un algo viviente que anime las rocas, los árboles empinados sobre ellas, los manantiales que surgen en sus cimientos en filtraciones incesantes.Y en verdad, la naturaleza tiene siempre consigo, formando parte de su ser, un signo visible que la personifica, ya sea el hombre autóctono nacido de la piedra, ya un pájaro que ostenta su vigor y su fuerza, ya una flor que guarda su perfume. Joaquín V. González, Mis montañas, 1893
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Cuando era chico todos le decían que la montaña era una mentirosa, que estaba muy lejos y que no iba a alcanzarla con facilidad. Pero él no lo creía; le parecía que una tarde, caminando y caminando, sin mucho apuro, con una varilla para pegarse golpecitos en las piernas, podría llegar hasta ella. ¿Cómo iba a ser cierto que estaba lejos si la tenía ahí, tan grande, frente a sus ojos? Debía de estar poblada por seres maravillosos. Nunca ha creído del todo que existiera gente que se despertaba y se acostaba día tras otro sin tener delante el monstruo violeta. Misterioso, laberíntico, seductor. Ahora, por primera vez, sabrá lo que es no tenerla como fondo del paisaje; llegará tan cerca que su mole violeta desaparecerá de su vista. Estará dentro de ella. Elvira Orphée, Dos veranos, 1956
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Los chicos conocían perfectamente el río en ese trecho, pero se alegraban cuando hacían estos paseos. Todo aquello que veían diariamente parecía tomar un interés singular e increíble. Las plantas, con las explicaciones del maestro, revelaban detalles desconocidos y se convertían en seres vivientes que casi pensaban. ¡Cada partecita de la hoja tiene un nombre! ¡Qué notable la diferencia de las hojas de las distintas plantas! Nunca lo habían advertido bien. ¿Así que las plantas respiran por las hojas? A los chicos se les iba revelando un mundo desconocido, surgiendo de lo que veían todos los días. Debajo de las piedras que daban vuelta había bichitos de distintas formas y colores. Todos tenían seis patas, ¡las arañas tienen ocho! Cuando dieron vuelta un trozo de madera podrida salió un escorpión con la colita parada, listo a picar a los intrusos... Jorge Washington Dávalos, Shunko, 1959
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Eran las seis. El sol se había puesto, y la luna comenzaba a blanquear sobre la florida grama de los campos. Habíamos vadeado el río y marchábamos costeando la playa por un sendero pedregoso que mataba de impaciencia a las niñas precisadas a sujetar sus cabalgaduras al insoportable vaivén del paso llano. Nuestro guía, viejo redomado, verdadero hijo del polear, de piel bronceada y ojo de buitre; marchaba delante en su potro gateado, provisto de enormes espuelas y sonoros guardamontes, cuyo ruido espantaba al ganado que pacía entorno. Antiguo habitante del pago sabía de memoria la historia de aquellos sitios, que refería en su pintoresco lenguaje mejor que el más aventajado cronista, poniendo muchas veces por testigo a su caballo de la exactitud de su aserto. (...) –¡Esteco! ¿Y dónde es eso? –preguntó Rosalba haciéndome una seña. –Allicito, niña, en la cabecera de aquel cerro al otro lado del río. ¿No ha oído usted hablar de esa ciudad de gentes tan soberbias que solo querían vistir de oro y plata y tan crueles que asaban a sus esclavos? Pues allí estaba; y de aquí habríamos oído el ruido de sus jaranas que diz que duraban meses; porque esa gente no tenía necesidad de trabajar: en lo alto del cerro tenían minas de oro en barra que cortaban a cincel. Pero, jeñor, si Dios consiente no es para siempre; y una noche como quien no hace la cosa, la tierra se los tragó. Ni uno solo volvió a aparacer jamás; pero sí sus vajillas de oro y collares de diamantes, que las avenidas arrastran al fondo de los barrancos.Yo he hallado muchas veces anillos de piedras verdes y platos que brillaban como el sol; pero nunca quise recogerlos, y los arrojé a lo lejos para que no tentasen a un cristiano esas prendas malditas de Dios. ¡Cierto, jeñor! Ahí está mi gateao que estuvo presente, y no me dejará mentir. Juana Manuela Gorriti, “Gubi Amaya” 1865
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El paisaje varía cada diez minutos. Los cerros pasan de ser casi del color del cielo a más netos y coloridos. Los picos nevados parecen nubes. Las casitas tienen cercos de campanillas azules y una alta vegetación flanquea el camino. En Lules un cartel: “Se vende hoja de coca y bica”. Pregunto qué es “bica” y es bicarbonato para tomar con té de coca. Parece que lo toman mucho los colectiveros y los camioneros. Luego viene monte tupido y el micro da vueltas tan altas y abruptas que me cuesta sostenerme sentada. Quiero ir al baño y hace cuarenta minutos que tiene el cartel de ocupado pero no lo está. Entro y es imposible sentarse en el inodoro, hasta que finalmente las vueltas del camino me sientan de prepo. Me parece que así debe ser como se doma un potro. Hebe Uhart, “Tucumán”, 2015
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Caminito del indio sendero colla sembrao de piedras Caminito del indio que junta el valle con las estrellas Caminito que anduvo de sur a norte mi raza vieja antes que en la montaña la Pachamama se ensombreciera Cantando en el cerro llorando en el río se agranda en la noche la pena del indio El sol y la luna y este canto mío besaron tus piedras, camino del indio. Atahualpa Yupanqui, “Camino del indio”, 1926
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Yo no le canto a la luna porque alumbra nada más le canto porque ella sabe de mi largo caminar. Atahualpa Yupanqui, “Luna tucumana”, 1968
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Eulogia Tapia en La Poma al aire da su ternura si pasa sobre la arena y va pisando la luna. Manuel Castilla, “La pomeña”, 1969
Con mi cajita en la mano donde el cerro me i’venido con las coplas en las ancas y mi caballo rendido. Eulogia Tapia, “Copla”, 1999
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Sentada en medio al círculo infantil que, con la boca abierta la escuchaba; sobre las rodillas la costura, y los dedos y el aguja en vertiginoso movimiento, Larguncha nos refería las maravillosas leyendas de Blanca Flor; de la Sirena del Bermejo, de la subterránea Salamanca. Y descendiendo de lo fantástico a lo real narraba con largos comentarios salpicados de sal ática, la historia antigua de las familias de Salta; relatos, ora cómicos, ora sombríos, como por ejemplo, el cruel despotismo doméstico del acaudalado Costas, que había hecho de su casa una cartuja, donde vestidas de sayal, guardaba a su esposa y a sus hijas en incomunicación y encierro absolutos; encierro e incomunicación que ellas rompían durante la siesta del ogro, escabulléndose por una puerta abierta secretamente entre la fronda, al fondo del huerto, que les daba paso a la casa de las señoras Pucheta, piadosas protectoras de aquellas escapadas. Allí las reclusas tenían guardarropa con los vestidos y galas mujeriles, que se apresuraban gozosas a echar sobre sus cuerpos ávidos de adornos, para ir a ver a sus parientes, aspirar el aire de las calles, visitar las tiendas, comprar dijes, charlar, reír, vivir de la vida de los demás, durante dos o tres horas, y volver a encerrarse en su purgatorio, como almas en pena, hasta que una apoplejía fulminante llevó, un día, al hoyo, a aquel tirano —concluyó Larguncha, cortando con los dientes de su costura en la última puntada.. Juana Manuela Gorriti, La tierra natal, 1889
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–No, no, tú vendrás conmigo, o pereceré contigo. De la amada patria nuestra escudo fuerte es tu diestra, ¿y qué vale una mujer? Esteban Echeverría, La cautiva, 1837
Yo soy como la loba. Quebré con el rebaño y me fui a la montaña fatigada del llano. Alfonsina Storni, “La loba”, 1916
Dama pequeñísima moradora en el corazón de un pájaro sale al alba a pronunciar una sílaba NO Alejandra Pizarnik, “Reloj”, 1965
Eugenia BelĂn Sarmiento Desnudo en el parque [Nude in the Park], 1908
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Roxana Ramos
Jean León Pallière La mujer del preso [The Prisoner’s Wife], ca.1860
Mujer, capa, viento, de la serie “Lugareña” [Woman, Cape, Wind, from the ‘Local’ series], 2004 206
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Lula Mari
Atardecer. El entierro [Sunset. The Burial], 2014
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Grete Stern
Sueño nº 2 en el andén [Dream No. 2 on the Platform], 1947 2 10
Ilse Fusková El zapallo (pruebas de artista) [The Squash (artist’s proofs)], 1982 2 11
Manuel J. Olascoaga
La Pampa antes de 1879 [The Pampas before 1879], 1909
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Florencia Rodríguez Giles Biodélica, 2018
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Reproducciรณn de La cautiva (ca. 1880), de Juan Manuel Blanes, realizada para la exhibiciรณn por Guido Orlando Contrafatti [Reproduction of The Captive (ca. 1880), by Juan Manuel Blanes, made for the exhibition by Guido Orlando Contrafatti] 2 16
Se casó con uno de los ingenieros-zoólogos. Durante el verano y el otoño lo acompañó en sus tareas cotidianas y asistió a las sueltas que se hacían en el bosque. Fue una época amable, algo incierta. Dio a luz allí a su tercer vástago, otra niña, tan pequeña y bien formada que parecía una muñeca. Pasó el tiempo. El mundo se llenaba de melancolía, de un humor profundo. La igualdad de los días, el azul mismo del cielo, que antes la había llenado de sueños, ahora expulsaba su mente más allá de su propia vida, a regiones vagas. Sentía la vacilación, ese sentimiento indígena. Le comunicó a su marido la decisión de volver al fuerte del que había sido arrebatada años atrás. Revisaron juntos los mapas. Tendría que recorrer más de doscientas leguas de bosque, pero le parecía una excursión fluida, con todas las lentitudes de los ángeles. Le regaló dos faisanes y dos caballitos grises, uno de ellos con doble montura para que viajaran los niños mayores, mientras Ema llevaba a la pequeña cargada a la espalda. Partió un amanecer. César Aira, Ema, la cautiva, 1981
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Al final llegamos al lugar donde la habían descubierto y allí, en la oscuridad del bosque, encontramos a Marta aún en el mismo lugar, sentada sobre el tronco de un árbol caído, empapado de lluvia y medio hundido bajo enormes lianas y masas de follaje muerto y podrido. Ella estaba agazapada, con los pies escondidos bajo sus ropas, que estaban ahora hechas jirones y cubiertas de barro; tenía los codos apoyados sobre las rodillas encogidas y los largos dedos huesudos metidos entre el cabello que caía en enredado desorden sobre su rostro. A este estado lamentable había sido llevada por sus grandes e inmerecidos sufrimientos. Al verla un grito de compasión se escapó de mis labios, y arrojándome de la mula avancé hacia ella. Cuando me estaba acercando levantó sus ojos hasta los míos, y entonces me quedé inmóvil, paralizado de pasmo y horror ante lo que veía; porque ya no eran más aquellos ojos violetas que hasta hacía poco habían conservado su dulce y patética expresión; ahora eran redondos y salvajes, abiertos hasta tres veces más que su tamaño natural, y llenos de un espeluznante fuego amarillo que los asemejaba a los ojos de un animal salvaje acorralado. William Henry Hudson, “Marta Riquelme”, 1904
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De modo que este libro, que ha de leerse, espero, con apasionado interés, tiene dos textos igualmente lógicos y lícitos: uno en que puede verse a Marta como yo creo que es (la opinión del “círculo” de “exégetas”, como nos llamábamos, quedó dividida irreconciliablemente a este respecto) o como un Satán femenino que todo lo emponzoña y destruye. Mil veces he pensado si no será esta la verdad; pero mil y una veces he pensado que no, y de ahí mi veredicto absoluto, total. No quiero pensar más en ello. Las pasiones, pues, de Marta, son las de una niña, las de una mujer, las de una anciana, y las de los hombres inclusive, mas carece de pecado, de pecaminosidad para precisarlo mejor. Ama, aborrece, lucha consigo misma, se expresa en ocasiones con una libertad de ideas y hasta de palabras que asombra, pero ¿la inocencia no roza con frecuencia los temas más ásperos e hirientes, los puntos más sensibles de las prohibiciones morales? Ezequiel Martínez Estrada, “Marta Riquelme”, 1949
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Hombre pequeñito, hombre pequeñito, suelta a tu canario que quiere volar... Yo soy el canario, hombre pequeñito, déjame saltar. Estuve en tu jaula, hombre pequeñito, hombre pequeñito que jaula me das. Digo pequeñito porque no me entiendes, ni me entenderás. Alfonsina Storni, “Hombre pequeñito”, 1919
Crujieron mis pulmones: en el seno del alma tuya respiré veneno. Dije en un grito lúgubre y horrendo, dije en un grito que lo estoy oyendo: “Aire, más aire para el alma mía; no puedo más, me estoy intoxicando”. ¡Ah!... ¡Me he salido ahogando y correteando estoy ahora por la selva umbría...! Alfonsina Storni, “Libertad”, 1919
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no sé si pájaro o jaula mano asesina o joven muerta jadeando en la gran garganta oscura o silenciosa pero tal vez oral como una fuente tal vez juglar o princesa en la torre más alta Alejandra Pizarnik, “Formas”, 1965
ella se desnuda en el paraíso de su memoria ella desconoce el feroz destino de sus visiones ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe Alejandra Pizarnik, El árbol de Diana, 1962
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Una de sus mujeres, en la que tiene tres hijos, es nada menos que doña Fermina Zárate, de la Villa de la Carlota. La cautivaron siendo joven, tendría veinte años; ahora ya es vieja. ¡Allí estaba la pobre! Delante de ella, Ramón me dijo: –La señora es muy buena, me ha acompañado muchos años, yo le estoy muy agradecido, por eso le he dicho ya que puede salir cuando quiera, volverse a su tierra, donde está su familia. Doña Fermina le miró con una expresión indefinible, con una mezcla de cariño y de horror, de un modo que solo una mujer observadora y penetrante habría podido comprender, y contestó: –Señor, Ramón es buen hombre. ¡Ojalá todos fueran como él! Menos sufrirían las cautivas.Yo, ¡para qué me he de quejar! Dios sabrá lo que ha hecho. Y esto diciendo se echó a llorar sin recatarse. Ramón dijo: –Es muy buena la señora– se levantó, salió y me dejó solo con ella. Doña Fermina Zárate no tiene nada de notable en su fisonomía; es un tipo de mujer como hay muchos, aunque su frente y sus ojos revelan cierta conformidad paciente con los decretos providenciales. Está menos vieja de lo que ella se cree. –¿Y por qué no se viene usted conmigo, señora?– la dije. –¡Ah!, señor– me contestó con amargura–, ¿y que voy a hacer yo entre los cristianos? –Para reunirse con su familia.Ya la conozco, está en la Carlota, todos se acuerdan de usted con gran cariño y la lloran mucho. –¿Y mis hijos, señor? –Sus hijos... –Ramón me deja salir a mí porque realmente no es mal hombre; a mí al menos me ha tratado bien, después que fui madre. Pero mis hijos, mis hijos no quiere que los lleve. No me resolví a decirle: Déjelos usted, son el fruto de la violencia. ¡Eran sus hijos! Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, 1870 222
Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y “vicios”; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo. Jorge Luis Borges, “Historia del guerrero y la cautiva”, 1949
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–¿Pero adónde, adónde iremos? ¿Por fortuna encontraremos en la pampa algún asilo, donde nuestro amor tranquilo logre burlar su furor? ¿Podremos, sin ser sentidos, escapar, y desvalidos, caminar a pie, y jadeando, con el hambre y sed luchando, el cansancio y el dolor? –Sí, el anchuroso desierto más de un abrigo encubierto ofrece, y la densa niebla, que el cielo y la tierra puebla, nuestra fuga ocultará. Brián, cuando aparezca el día, palpitantes de alegría, lejos de aquí ya estaremos, y el alimento hallaremos que el cielo al infeliz da. –Tú podrás, querida amiga, hacer rostro a la fatiga, mas yo, llagado y herido, débil, exangüe, abatido, ¿cómo podré resistir? Huye tú, mujer sublime, y del oprobio redime tu vivir predestinado; deja a Brián infortunado, solo, en tormentos morir.
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–No, no, tu vendrás conmigo, o pereceré contigo. De la amada patria nuestra escudo fuerte es tu diestra, ¿y qué vale una mujer? Esteban Echeverría, La cautiva, 1837
Yo los llevaba a La Cautiva en Pacheco. Nada les conformaba tanto como la idea de “ir a la pampa”, como si esa palabra significara una estación de provincia con un cartel preciso: algún lugar de esta tierra donde había que descender. Para mí significaba desentenderme de “ellos”.Yo llegaba a La Cautiva y se los entregaba a Lucas, mi padre; también a su padre y a mi hermana María Martha; pero sobre todo, a los mellizos. Vivían en La Cautiva todo el año. No hubiera podido ser de otra manera; así lo establecimos para poder conservarla.Vendimos la casa en la calle Suipacha, la quinta en Los Troncos. Todo eso estaba bien, pero no La Cautiva. Ella era todos nosotros y cada uno de nosotros también. El general Roca le regaló la tierra a mi abuelo... Beatriz Guido, “La representación”, 1962
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¡Bendito, Dios poderoso, quién te puede comprender! Cuando a una débil mujer le diste en esa ocasión la juerza que en un varón tal vez no pudiera haber. Esa infeliz tan llorosa, viendo el peligro se anima; como una flecha se arrima y olvidando su aflición, le pegó al indio un tirón que me lo sacó de encima. José Hernández, La vuelta de Martín Fierro, 1879
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Pampa salió a la puerta de la calle y se sentó en el umbral. ¿La dejarían tranquila, ahora? El niño acababa de vestirse, los señores charlaban en el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, ni las niñas de banda azul, ni las señoras de la rifa, ni tanto detalle curioso del animadísimo cuadro que ofrece aquel día de las fiestas patrias, vería los cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban. (...) La fatiga del trabajo diario la venció y quedó dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de la mesa.Y como siempre que soñaba, veía a su madre, perdida, como sus hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado de curiosos; sobre la cubierta el montón de indios sucios, desgreñados, hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado cohibidos y temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escuálidos y tratando de ocultar a los más grandes bajo sus andrajos ...Y un militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto entre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer del marido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre! Todo en nombre de la civilización. Porque aquella turba miserable, es el botín de la última batida en la frontera... Carlos María Ocantos, Quilito, 1891
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Probablemente el orgullo que producían (...) sus instalaciones para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas y una mesa, de las que se jactaba denominándolas “su Sardá” (la maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara con la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra el ciclo haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto “poder de vida”. No ya la simple capacidad asesina de decidir quién muere, cuándo muere y cómo muere sino más aún, determinar quién sobrevive e incluso quién nace, porque muchas mujeres embarazadas murieron en la tortura pero otras no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores decidieron la vida del hijo y la muerte de la madre. Otras más, sobrevivieron ellas y sus hijos. Pilar Calveyro, Poder y desaparición, 1998
Al pie de la bandera celeste y blanca –símbolo de la Argentina entonces secuestrado por el gobierno de facto– ahora flameando en una cárcel para mujeres, una madre inventaba una mesa familiar para “dar la leche” a su hija. ¿Qué galería de arte moderno podría reconstruir en la actualidad esa obra de arte conceptual...? María Moreno, “Madres cautivas”, 2018
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Hubo un tiempo seguramente breve pero largo hecho de una quietud curiosa, una quietud de mirarse: nosotros a ellos y ellos a nosotros, las vacas a sus vacas, mi perro a los suyos, los caballos a todos. Hasta que los desnudos de la punta de desnudos empezaron a cantar y a caminar: hicimos lo mismo, cantando también, con los brazos abiertos caminamos, hicimos todo lo que ellos y terminamos fundidos con esos indios que parecían hechos de puro resplandor y olor a grasa y a chañar florido y a lavanda, porque eso le ponían a la grasa que usaban, y entonces cuando abracé a Kaukalitrán me hundí todavía más en el bosque que había resultado ser Tierra Adentro. En el verano me hundí. En las moras que colgaban de los árboles rojas y llenas de sí. En los hongos que crecían a la sombra de los árboles. En cada árbol me hundí.Y supe de la volubilidad de mi corazón, de la cantidad de apetitos que podía tener mi cuerpo: quise ser la mora y la boca que mordía la mora. Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la China Iron, 2017
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EXHIBITION CH ECKLIST
Artistas desconocidos [Unknown Artists] Virgen de Pomata, primera mitad del siglo XVIII [Virgin of Pomata, first half of the 18th Century] Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 124 × 95,5 × 7,5 cm Colección Museo Histórico Provincial de Rosario “Dr. Julio Marc” p. 187 Una invasione de indi, s/f (siglo XIX) [Una invasione de indi, undated (19th Century)] Litografía sobre papel [Lithograph on paper] 21 × 29,3 cm Colección Museo Histórico Cornelio Saavedra Ladrillo [Brick], ca. 1910 Óleo sobre ladrillo [Oil paint on brick] 37 × 18 × 5 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura Documentación fotográfica del cementerio de Laprida, obra del arquitecto Francisco Salamone (1897, Leonforte, Italia - 1959, Buenos Aires, Argentina) [Photo-
graphic documentation of the Laprida Cemetery, built by the architect Francisco Salamone (1897, Leonforte, Italy - 1959, Buenos Aires, Argentina)] Argentina, Archivo General de la Nación, Departamento Documentos Fotográficos 95 × 56 cm Aizenberg, Roberto 1928, Federal, Entre Ríos (AR) - 1996, Buenos Aires (AR) Sin título [Untitled], ca.1990 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 38 × 27 cm Colección familia Aizenberg Sin título [Untitled], 1990 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 93 × 57 cm Colección familia Aizenberg. Cortesía Ruth Benzacar Galería de Arte p. 67 Padre e hijo contemplando la sombra de un día [Father and Son Observing the Shadow of a Day], 1962 Óleo sobre cartón entelado [Oil paint on corrugated cardboard]
45 × 35 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes Aráoz, Nicanor 1981, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Sin título [Untitled], 2015 Poliuretano, metal y neón [Polyurethane, metal and neon] 46 × 16 × 31 cm Colección del artista Batlle Planas, Juan 1911, Torroella de Montgrí (ES) - 1966, Buenos Aires (AR) El destino, s/f [The Destination, undated] Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 45 × 37 cm Colección de Arte Banco Provincia Paraíso perdido y Gaudí, s/f [Paradise Lost and Gaudi, undated] Témpera sobre cartón [Tempera on cardboard] 49 × 33 cm Colección de Arte Banco Provincia
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Belín Sarmiento, Eugenia 1860, San Juan (AR) - 1952, Buenos Aires (AR) Ombúes de Las Crujías [Ombus at Las Crujías], 1903 Pastel 50 × 65 cm Colección Museo Histórico Sarmiento p. 65 Desnudo en el parque [Nude in the Park], 1908 Pastel 43 × 56 cm Colección Museo Histórico Sarmiento p. 205 Benedit, Luis F. 1937 - 2011, Buenos Aires (AR) Tijera para castrar [Castration Shears], 1978 Caja de madera y tijera de acero bronceado [Wooden box and bronzed steel shears] 13,5 × 38 × 24 cm Colección familia Benedit H - 23, 2008 Madera y huesos de vaca y caballo [Wood and horse and cow bones] 40 × 40 cm Colección familia Benedit p. 72 San Hubertus [Saint Hubertus], 2008 Madera, luz de neón, cabeza, cornamenta de ciervo y objeto
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[Wood, neon light, head, deer horns and object] 99 × 83 × 20 cm y 20 × 22 × 10 cm Colección familia Benedit Berni, Antonio 1905, Rosario (AR) - 1981, Buenos Aires (AR) La Torre Eiffel en la pampa [The Eiffel Tower in the Pampas], 1930 Témpera y collage sobre papel y hardboard [Tempera and collage on paper and hardboard] 50 × 67 cm Colección privada Sin título [Untitled], 1961 Óleo sobre papel negro [Oil paint on black paper] 128 × 87 cm Colección privada Blaszko, Martín 1920, Berlín (DE) - 2011, Buenos Aires (AR) Del punto a la forma [From the Dot to the Form], ca. 1954-58 Video 16 mm, b&n [b&w] Duración: 15 min Colección familia Blaszko Boilly, Jules 1796 - 1874, París (FR) (grabado) [engraving] Essex Vidal, Emeric 1791, Brentford, (GB) – 1861, Brighton (GB), 1861 (dibujo) [drawing]
Matadero, Boucherie publique [Abattoir, Boucherie publique], 1836 Grabado en acero [Steel etching] 21,5 × 29,5 cm Colección Museo Histórico Cornelio Saavedra p. 106 Bohtlingk, Florencia 1966, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] La Boca del Infierno [The Mouth of Hell], 2019 Acrílico y óleo sobre tela [Acrylic and oil paint on canvas] 230 × 630 cm Colección de la artista. Obra realizada para esta exposición con apoyo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. pp. 144-145 Brambilla, Fernando 1763, Fara Gera d’Adda (IT) 1834, Madrid (ES) Vista de las pampas de Buenos Aires cuando el terreno está incendiado [View of the Pampas of Buenos Aires when the Land is on Fire], ca. 1795 Litografía [Lithograph] 24 × 17 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura
Burton, Mildred 1942, Paraná, Entre Ríos (AR) - 2008, Buenos Aires (AR)
Castagnino, Juan Carlos 1908, Mar del Plata (AR) 1972, Buenos Aires (AR)
Chale, Gertrudis 1910,Viena (AT) - 1954, La Rioja (AR)
Sin título, de la serie “Frutos del país” [Untitled, from the ‘Fruits of the Country’ series], ca. 1980 Óleo sobre papel montado sobre enchapado de madera [Oil paint on paper mounted on wood] 19,3 × 20,3 cm Colección MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires p. 72
Paisaje con osamenta [Landscape with Bones], 1940 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 35 × 55 cm Colección Zurbarán p. 107
Paisaje, s/f [Landscape, undated] Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 49,8 × 69,8 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”. Ministerio de Innovación y Cultura. Gobierno de la Provincia de Santa Fe p. 71
Butler, Horacio 1897 - 1983, Buenos Aires (AR) Pescador [Fisherman], 1941 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 119 × 135,5 cm Colección Museo Castagnino + Macro Carrasco, Eudoro 1824 - 1881, Rosario (AR) Bajada principal al puerto de Rosario [Main Access to the Port of Rosario], 1854 Acuarela [Watercolour] 14,4 × 22,4 cm Colección Museo Histórico Provincial de Rosario “Dr. Julio Marc”
Cerrato, Elda 1930, Asti (IT) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Sin título, de la serie “Entes extraños”, subserie “Erótica del ser Beta. Etapa previa II” [Untitled, from the series ‘Strange Entities’, sub-series ‘Erotica of the Beta Being. Preliminary Stage II’], 1970 Tinta china sobre papel [India ink on paper] 32 × 22 cm Colección privada Sin título, de la serie “Entes extraños”, subserie “Erótica del ser Beta. Etapa preparativa II” [Untitled, from the series: ‘Strange Entities’, sub-series ‘Erotica of the Beta Being. Preparatory Stage II’], 1970 Tinta china sobre papel [India ink on paper] 33 × 22 cm y 32 × 22,5 cm Colección privada
Códega, Laura 1977, Campana, Buenos Aires (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Idilio criollo [Criollo Idyll], 2019 Dos piezas de cartapesta, madera, metal, pintura, plumas y guitarra [Two papier maché pieces, wood, metal, paint, feathers and guitar] 225 × 125 × 125 cm Colección de la artista. Obra realizada para esta exposición con apoyo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. p. 136 Correas, Nora 1942, Mendoza (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Chaleco [Vest], 1989 Madera, hilo de algodón y crin
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[Wood, cotton thread and horsehair] 30 × 80 × 40 cm Colección de la artista De Larrañaga, Enrique 1900, San Andrés de Giles, Buenos Aires (AR) - 1956, Buenos Aires (AR) Sin título, s/f [Untitled, undated] Acuarela sobre carton [Watercolour on cardboard] 59 × 48 cm Colección Jorge Barberis p. 68
Del Río, Claudia 1957, Rosario (AR) - donde vive y trabaja [where she lives and works] Cabeza de hermana en el río [Sister’s Head in the River], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 40 × 29 cm Colección de la artista Castillo armado [Armed Castle], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 40 × 29,5 cm Colección de la artista p. 135
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Chicos contemplan la ida [Boys Watch the Departure], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 39,5 × 28,5 cm Colección de la artista Corazón y otros de rodillas [Heart and Others on their Knees], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 34 × 27,5 cm Colección de la artista p. 135 Diamante de cerca [Close up of Diamond], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 49 × 35 cm Colección de la artista Diamante marrón [Brown Diamond], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 49 × 35 cm Colección de la artista En el boliche [In the Tavern], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral
and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 39,5 × 28,5 cm Colección de la artista Escultura [Sculpture], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 29,5 × 29 cm Colección de la artista Ikebana, de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 39,5 × 28 cm Colección de la artista La modelo [The Model], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 48,5 × 33,5 cm Colección de la artista La modelo en el barco [The Model in the Boat], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 47,5 × 33 cm Colección de la artista
Mud man y perro Domínguez [Mud Man and Domínguez Dog], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 47 × 33,5 cm Colección de la artista Nocturno [Nocturne], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 40 × 29 cm Colección de la artista Shiva de barro [Mud Shiva], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 47,4 × 33 cm Colección de la artista Sin título [Untitled], de la serie “Litoral y Coca-cola” [from the ‘Littoral and Coca-Cola’ series], 2009 Pigmento y aceite de lino sobre papel [Pigment and linseed oil on paper] 39,5 × 28,5 cm Colección de la artista
Demaría, Bernabé 1824 - 1910, Buenos Aires (AR) Corriendo avestruces [Chasing Ostriches], 1893 Óleo sobre cartón [Oil paint on cardboard] 44 × 63 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura Después del trabajo [After Work], 1893 Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 49 × 66 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura p. 70 El asesinado [The Murder Victim], 1893 Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 64 × 55 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura p. 108 Orando en el sepulcro de un amigo [Praying in a Friend’s Tomb], 1893 Óleo sobre table [Oil paint on board] 57 × 48 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura
Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 52 × 63,5 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura p. 70 Indio guerrero [Indigenous Warrior], 1898 Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 28,5 × 18,5 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura p. 68 De Paoli, Santiago 1978, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Día y noche [Day and Night], 2014 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 190 × 170 cm Colección privada p. 57 Entre botellas y frutas, campo y cielo [Between Bottles and Fruit, Field and Sky], 2016 Óleo sobre yute [Oil paint on jute] 50 × 40 cm Colección privada
Pasando el tiempo [Spending Time], 1893
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De Quirós, Cesáreo Bernaldo 1879, Gualeguay, Entre Ríos (AR) - 1968,Vicente López, Buenos Aires (AR) Los degolladores [The Cutthroats], 1926 Óleo sobre cartón [Oil paint on cardboard] 72 × 63 cm Colección privada p. 111 D’Hastrel, Adolfo 1805, Neuwiller (FR) - 1875, Nantes (FR) El baile Gato [The Gato Dance], ca. 1840 Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 19 × 33 cm Colección Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori Díaz y Clucellas, Josefa 1852, Santa Fe (AR) - 1917, Villa del Rosario, Córdoba (AR) Frutas, s/f [Fruit, undated] Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 89,5 × 69 × 6,5 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”. Ministerio de Innovación y Cultura. Gobierno de la Provincia de Santa Fe Virgen de Lourdes [Virgin of Lourdes], 1889 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas]
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98,5 × 84 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”. Ministerio de Innovación y Cultura. Gobierno de la Provincia de Santa Fe p. 186
Colección arq. Laura Birger p. 139
Dowek, Diana 1942, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works]
Argentina, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 20 × 33 × 8 cm Colección del artista
Paisaje [Landscape], 1976 Acrílico sobre papel [Acrylic on paper] 90 × 90 cm Colección de la artista Duville, Matías 1974, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Sin título [Untitled], 2010 Grafito y tinta sobre papel de arroz [Graphite and ink on rice paper] 45,5 × 31 cm Colección del artista Eguía, Fermín 1942, Comodoro Rivadavia, Chubut (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Colectiva y peces bajo el agua [Collective and Fish Underwater], 1996 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 130 × 100 cm
Fasoli, Franco 1981, Buenos Aires (AR) - vive y trabaja en Barcelona (ES) [lives and works in Barcelona]
Colón [Colombus], 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 9 × 19 × 10 cm Colección del artista El pueblo [The People], 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 9 × 17 × 10 cm Colección del artista Juana Azurduy, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 20 × 17 × 8 cm Colección del artista La ganadería y la agricultura [Livestock and Agriculture], 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 20 × 17 × 8 cm Colección del artista
Las instituciones [Institutions], 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 15 × 13 × 6 cm Colección del artista
Colección Museo Castagnino + Macro
Perón, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 20 × 10 × 8 cm Colección del artista
Modelos para la Iglesia de San Miguel [Models for Saint Michael’s Church], 1917 Cinco fotografías blanco y negro [Five black and white photographs] 9 × 13 cm 10,5 × 17 cm 10,5 × 18 cm 12 × 17 cm 12 × 17 cm 12,5 × 18 cm FALFAA (Fundación Augusto y León Ferrari Arte y Acervo)
Roca, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 17 × 21 × 6 cm Colección del artista San Martín, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 16 × 15 × 9 cm Colección del artista Sarmiento, 2018 Cerámica esmaltada, madera y masilla epoxi [Enamelled ceramic, wood and epoxy paste] 20 × 9 × 10 cm Colección del artista p. 238 Favario, Eduardo 1939, Rosario (AR) - 1975, Carrizales, Santa Fe (AR) Sin título [Untitled], 1964 Carbonilla sobre papel [Charcoal on paper] 47,5 × 64,5 cm
Ferrari, Augusto César 1871, San Possidonio (IT) 1970, Buenos Aires (AR)
Nuda - Estudio del desnudo [Nude - Study of a Nude], ca. 1924/1926 Fotografía blanco y negro [Black and white photograph] 22 × 30 cm FALFAA (Fundación Augusto y León Ferrari Arte y Acervo) Forner, Raquel 1902 - 1988, Buenos Aires (AR) Estudio para símbolo, s/f [Study for Symbol, undated] Témpera sobre papel [Tempera on paper] 39,5 × 26,5 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes
Estudio para claro de luna [Study for Moonbeam], 1939 Lápiz color sobre papel [Coloured pencil on paper] 23,5 × 33 cm Colección Fundación Forner-Bigatti La lucha [The Struggle], 1947 Lápiz sobre papel [Pencil on paper] 36 × 52,5 cm Colección Fundación Forner-Bigatti La torre de Babel [The Tower of Babel], 1947 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 143 × 84 cm Colección Fundación Forner-Bigatti p. 116 Forté, Martha 1931, Tucumán (AR) - donde vive y trabaja [where she lives and works] Cordillera de los Andes [Andes Mountain Range], 1981 Lana, raping, cerda y barro [Wool, wrapping paper, bristle and mud] 158 × 250 cm Colección familia Forté pp. 182-183 Fusková, Ilse 1929, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] El zapallo (pruebas de artista)
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[The Squash (artist’s proofs)], 1982 Cuatro fotografías blanco y negro [Four black and white photographs] 8,5 × 12,5 cm Colección de la artista p. 211
Tributo [Tribute], 1947 Tinta sobre papel [Ink on paper] 28 × 35,4 cm Colección Museo Castagnino + Macro
Gambartes, Leónidas 1909 - 1963, Rosario (AR)
Pim - Pim, 1977 Tapiz [Tapestry] 192 × 121 cm Colección Museo de Bellas Artes de Salta
La osamenta, s/f [The Bone, undated] Cromo al yeso [Chrome on plaster] 67 × 59 cm Colección familia Gambartes Acuario [Aquarium], 1944 Tinta sobre papel [Ink on paper] 18 × 26 cm Colección familia Gambartes El aquelarre [Witches’ Sabbath], 1944 Tinta sobre papel [Ink on paper] 17 × 23 cm Colección familia Gambartes El ídolo [The Idol], 1944 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 76x56cm. Colección familia Gambartes p. 137 El centinela [The Centinel], 1947 Tinta sobre papel [Ink on paper] 34 × 22 cm Colección familia Gambartes
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García Bes, Carlos Luis 1914 - 1978, Salta (AR)
Sol pasando bajo la tierra [Sun Going Down under the Earth], 1978 Tapiz [Tapestry] 141 × 104 cm Colección Museo de Bellas Artes de Salta p. 177 García Sáenz, Santiago 1955 - 2006, Buenos Aires (AR) Cristos enfermos en las ruinas jesuíticas [Sick Christs in Jesuit Ruins], 1994 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 77 × 156 cm Colección Giacosa/Ferraiuolo pp. 142-143 El martirio de San Sebastián [The Martyrdom of Saint Sebastian], 1994 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 100 × 130 cm Colección Acervo García Sáenz
Giambiagi, Carlos Gualberto 1887, Salto (UY) - 1965, Buenos Aires (AR) Orillas del monte, s/f [The Outskirts of the Forest, undated] Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 18 × 24 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes Gómez Canle, Max 1972, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Transformer, 1999/2019 Animación digital para tres monitores [Digital animation for three monitors] Colección del artista El salón de la bella sombra [The Salon of the Beautiful Shadow], 2019 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 50 × 40 cm Colección del artista. Obra realizada para esta exposición con apoyo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. González, Modesto 1865 -1908, s/d (AR) Avanzada [Advance], 1892 Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 87,5 × 62,5 cm Colección Museo Histórico
Provincial de Rosario “Dr. Julio Marc” Gramajo Gutiérrez, Alfredo 1893, Monteagudo, Tucumán (AR) - 1961, Olivos, Buenos Aires (AR) El recuerdo [The Memory], 1943 Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 53 × 63 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Franklin Rawson”, San Juan p. 185 Grela, Juan 1914, San Miguel de Tucumán (AR) - 1992, Rosario (AR) Litoral, 1955 Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 32 × 51,8 cm Colección familia Grela Correa La Guaita, 1971 Lápiz de cera y carbón sobre papel [Wax crayon and charcoal on paper] 47,5 × 28,9 cm Colección familia Grela Correa p. 146 KATEMIQUICHI DEUMNTI,
1975 Lápiz y collage sobre cartón [Pencil and collage on cardboard]
56 × 41 cm Colección familia Grela Correa Los Yacone [The Yacones], 1975-1988 Xilografìa dibujada y pintada sobre madera [Woodcut drawn and painted on wood] 59 × 44cm Colección familia Grela Correa En la Eteodofia [In the Eteodofia], 1977 Lápiz de cera y grafito sobre papel [Wax crayon and graphite on paper] 22 × 18 cm Colección familia Grela Correa Groesman, Denise 1989, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Cultivo bajo tierra negra, 2017 [Crop under Dark Earth] Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 60 × 90 cm Colección de la artista Grondona, Vicente 1977, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Wet Pampa, 2018 Crayón, acrílico y pigmentos sobre tela [Crayon, acrylic and pigments on canvas] 257 × 158 cm Colección del artista
Grunauer, Carla 1982, Tucumán (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Sin título, de la serie “El fuego de un brazalete” [Untitled, from the ‘Fire from a Bracelet’ series], 2018 Anilina, tinta y pastel tiza sobre tela de polietileno [Aniline, ink and pastel chalk on polyethylene sheet] 130 × 105 cm Colección Eleonora Molina Sin título, de la serie “El fuego de un brazalete” [Untitled, from the ‘Fire from a Bracelet’ series], 2018 Anilina, tinta y pastel tiza sobre tela de polietileno [Aniline, ink and pastel chalk on polyethylene sheet] 130 × 105 cm Colección Abel Guaglianone y Joaquín Rodríguez
Herrera, Aid 1905, Puerto General San Martín, Santa Fe (AR) - 1993, Rosario (AR) Sin título [Untitled], 1978 Lápiz sobre papel [Pencil on paper] 47 × 60 cm Colección familia Grela Correa p. 147 El niño jugando [Boy Playing], 1980 Pastel 50 × 48 cm
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Colección familia Grela Correa La Catedral [The Cathedral], 1980 Aguafuerte [Aquatint] 29,4 × 16,5 cm Colección familia Grela Correa Un lugar en la tierra [A Place on the Earth], 1982 Aguafuerte [Aquatint] 45 × 54 cm Colección familia Grela Correa
Herrera, Carlos 1976, Rosario (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Mi silencio miseria [My Miserable Silence], 2015-2019 Instalación y performance con heno, frazadas, huesos, madera e indumentaria personal [Installation and performance with hay, blankets, bones, wood and personal clothing] Medidas variables [Dimensions variable] Colección del artista. Obra realizada para esta exposición con apoyo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
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Huffmann, Carlos 1980, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works]
Sin título [Untitled], 2000 Cemento [Cement] 19,5 × 11 × 12 cm Colección del artista
Hito de frontera (maqueta) [Frontier Landmark (model)], 2019 Resina poliéster, pigmento, cemento, pintura al óleo y fibra de vidrio [Polyester resin, pigment, cement, oil paint and glass fibre] 45 × 30 × 25 cm Colección del artista
Lucas, 2001 Cemento [Cement] 27,5 × 12 × 15 cm Colección del artista
Iramain, Leonardo 1937, Tucumán (AR) - donde vive y trabaja [where he lives and works] Logro [Achievement], 1995 Cemento [Cement] 22 × 20 × 25 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 1995 Cemento [Cement] 21,5 × 14,5 × 16,5 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 1996 Cemento [Cement] 17,5 × 12 × 18 cm Colección del artista
Retorno [Return], 2004 Cemento [Cement] 42,5 × 17,5 × 19,5 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 2008 Cemento [Cement] 22,5 × 14 × 27 cm Colección del artista Personaje [Character], 2009 Cemento [Cement] 29,5 × 27 × 16,5 cm Colección del artista Risueño [Cheerful], 2009 Cemento [Cement] 28 × 18 × 23 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 2010 Cemento [Cement] 35,5 × 20,5 × 23,5 cm Colección del artista
Labrador [Farmer], 1997 Cemento [Cement] 83 × 24 × 24,5 cm Colección del artista
Koliva, Mauro 1977, Posadas, Misiones (AR) vive y trabaja en Buenos Aires [lives and works in Buenos Aires]
Maestro de música [Music Teacher], 1998 Cemento [Cement] 78 × 28 × 26 cm Colección del artista
Nube elefante [Elephant Cloud], 2019 Modelado en plastilina [Plasticine model]
27 × 10 × 180 cm Colección del artista Laguna, Fernanda 1972, Buenos Aires (AR) – donde vive y trabaja [where she lives and works] Mi vestido preferido [My Favourite Dress], 2015 Acrílico, papel y bolígrafo sobre tela [Acrylic, paper and ballpoint pen on canvas] 70 × 55,5 cm Colección Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Adquisición [Acquisition], 2015. p. 66
Lamothe, Luciana 1975, Mercedes (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Sin título [Untitled], 2018 Tubos de hierro, nudos y grampas [Iron tubes, connections and clamps] 65 × 65 × 45 cm Colección de la artista Leber, Daniel 1988, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] El zambullidor [The Diver], 2016 Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 19,5 × 18 cm Colección del artista
Sellos [Brands], 2019 Hierro y madera [Iron and wood] 107 × 63 × 63 cm Colección del artista p. 113 Londaibere, Alfredo 1955 - 2017, Buenos Aires (AR) Sin título [Untitled], 2001-2002 Témpera sobre lámina fotográfica [Tempera on photographic laminate] 52,2 × 37,5 cm Colección Museo Castagnino + Macro Sin título [Untitled], 2001-2002 Témpera sobre lámina fotográfica [Tempera on photographic laminate] 52,2 × 37,5 cm Colección Museo Castagnino + Macro López, Cándido 1840 - 1902, Buenos Aires (AR) Batalla de Yataytí Corá, 2 de julio de 1866 [Battle of Yataytí Corá, 2 July, 1866], 1866 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 76,4 × 196 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes pp. 140-141
Macaire, Adrienne (Andrea Bacle) 1796- 1855, Ginebra (CH). Activa en / Active in Buenos Aires (AR) 1828 – 1838 Ejecución de Vicente y Guillermo Reinafé y de Santos Pérez [Execution of Vicente and Guillermo Reinafé and Santos Pérez], 1837 Litografía [Lithograph] 41 × 46 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura Mala, Franco 1994, San Pedro, Buenos Aires (AR) Cruces [Crosses], 2018 Collage y acrílico sobre papel [Collage and acrylic on paper] 50 × 70 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 2018 Collage y acrílico sobre papel [Collage and acrylic on paper] 20 × 27 cm Colección del artista p. 105
Malharro, Martín 1865, Azul (AR) - 1911, Buenos Aires (AR) La pampa grande [The Grand Pampas], 1908 Acuarela sobre cartón [Watercolour on cardboard] 72 × 50 cm Patrimonio Fondo
267
Nacional de las Artes p. 60 Paisaje [Landscape], 1909 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 55 × 72 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Franklin Rawson”, San Juan p. 59 Mamani, Calixto 1938 - 2010, Cafayate, Salta (AR) Arriero, s/f [Mule Driver, undated] Talla en madera [Wood carving] 12 × 12 × 2 cm Colección Calixto Mamani Cabeza, s/f [Head, undated] Talla en piedra [Stone carving] 19 × 20 × 2 cm Colección Calixto Mamani Cara con cuernos, s/f [Face with horns] Ensamble de madera [Wood assemblage] 90 × 40 × 4 cm Colección Calixto Mamani Cardones, s/f [Thistles, undated] Talla y ensamble de madera [Wood carving and assemblage] 60 × 30 × 20 cm Colección Calixto Mamani Collar cráneos, s/f [Skull Necklace, undated] Cerámica [Ceramic] 21 × 25 × 4 cm Colección Calixto Mamani
268
El caminante [The Walker], 1972 Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 67 × 128 cm Colección Calixto Mamani Hormiga voladora, s/f [Flying Ant, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving] 27 × 12 × 8 cm Colección Calixto Mamani La viejita, s/f [The Little Old Woman] Talla en madera [Wood carving] 20 × 20 × 18 cm Colección Calixto Mamani Morir para dar vida [Die to Give Life], 1965 Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 90 × 130 cm Colección Calixto Mamani p. 109 Mujer, s/f [Woman, undated] Talla en madera [Wood carving] 95 × 45 × 6 cm Colección Calixto Mamani Narigón enojado, s/f [Angry Man with Big Nose, undated] Talla en madera [Wood carving] 45 × 30 × 12 cm Colección Calixto Mamani Perfil, s/f [Profile, undated] Talla en madera [Wood carving]
74 × 32 × 2 cm Colección Calixto Mamani Perfil, s/f [Profile, undated] Talla en madera [Wood carving] 90 × 30 × 3 cm Colección Calixto Mamani Pucacho, s/f [Pucacho, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving] 27 × 9 × 7 cm Colección Calixto Mamani Rostro, s/f [Face, undated] Piedra pintada [Painted stone] 26 × 15 × 2 cm Colección Calixto Mamani Rostro, s/f [Face, undated] Talla en madera [Wood carving] 30 × 15 × 8 cm Colección Calixto Mamani Rostro, s/f [Face, undated] Talla en madera [Wood carving] 53 × 20 × 12 cm Colección Calixto Mamani p. 173 Rostro, s/f [Face, undated] Ensamble de madera [Wood assemblage] 64 × 25 × 15 cm Colección Calixto Mamani Rostro con puntas, s/f [Face with Sharp Ends, undated] Talla en madera [Wood carving] 50 × 35 × 12 cm Colección Calixto Mamani Rostro con sombrero, s/f
[Face with Hat, undated] Talla en madera [Wood carving] 72 × 30 × 4 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Ensamble de piedras, objeto de madera tallada y pintada y cuenco de arcilla [Assembled stones, carved wood object and clay bowl] 8 × 7 × 2 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 12 × 12 × 2 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Piedra pintada [Painted stone] 20 × 9 × 7 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving] 22 × 33 × 14 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 23 × 11 × 9 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera pintada
[Painted wood carving] 23 × 12 × 4 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en piedra [Stone carving] 24 × 16 × 13 cm Colección Calixto Mamani p. 173 Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 28 × 11 × 9 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en piedra [Stone carving] 30 × 7 × 4 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Piedra encontrada [Found stone] 30 × 10 × 2 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 30 × 11 × 4 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Piedra encontrada [Found stone] 27 × 13 × 2 cm Colección Calixto Mamani
Sin título, s/f [Untitled, undated] Cerámica [Ceramic] 34 × 7 × 9 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving] 37 × 26 × 6 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 38 × 22 × 9 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled , undated] Cerámica [Ceramic] 41 × 16 × 15 cm Colección Calixto Mamani p. 173 Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 41 × 20 × 7 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Óleo sobre madera [Oil paint on wood] 48 × 43 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 49 × 33 × 18 cm Colección Calixto Mamani
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Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 50 × 18 × 10 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Ensamble de madera [Wood assemblage] 62 × 51 × 42 cm Colección Calixto Mamani p. 173 Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 64 × 25 × 15 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 72 × 38 × 12 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 77 × 48 × 7 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 82 × 47 × 17 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 90 × 20 × 10 cm Colección Calixto Mamani
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Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 98 × 36 × 13 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 100 × 60 × 28 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 102 × 47 × 14 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [ Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 110 × 40 × 8 cm Colección Calixto Mamani Sin título, s/f [Untitled, undated] Talla en madera [Wood carving] 123 × 29 × 7 cm Colección Calixto Mamani Sin título, de la serie “familia de quirquinchos”, s/f [Untitled, from the series ‘Family of armadillos’, undated] Caparazones de mulitas encontrados [Found animal shells] 58 × 34 × 7 cm Colección Calixto Mamani Torito, s/f [Little Bull, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving]
18 × 15 × 9 cm Colección Calixto Mamani Torito, s/f [Little Bull, undated] Talla en madera pintada [Painted wood carving] 26 × 19 × 5 cm Colección Calixto Mamani Tunas, s/f [Tunas, undated] Ensamble de piedras [Assembled Stones] 18 × 14 × 12 cm Colección Calixto Mamani Tunas, s/f [Tunas, undated] Ensamble de piedras [Assembled Stones] 30 × 25 × 20 cm Colección Calixto Mamani Vasija con manos y pies, s/f [Vessel with Hands and Feet] Cerámica [Ceramic] 25 × 20 × 20 cm Colección Calixto Mamani p. 173 Vasija con pechos y labios, s/f [Vessel with Breasts and Lips] Cerámica [Ceramic] 20 × 16 × 16 cm Colección Calixto Mamani Maresca, Liliana 1951, Avellaneda, Buenos Aires (AR) - 1994, Buenos Aires (AR) Sin título. Liliana Maresca con su obra. Fotografía de Marcos López [Untitled, Liliana Maresca with her work. Photograph by Marcos López], 1983 Fotoperformance
[Photoperformance] 11 × 9,5 cm Archivo Liliana Maresca Sin título. Liliana Maresca con su obra. Fotografía de Marcos López [Untitled, Liliana Maresca with her work. Photograph by Marcos López], 1983 Fotoperformance [Photoperformance] 21,8 × 15 cm en papel de 23,8 × 18 cm Archivo Liliana Maresca Espadas [Swords], 1988 Bronce y madera [Bronze and wood] 140 × 30 × 35 cm Colección Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Adquisición [Acquisition], 2017 Mari, Lula 1977, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Atardecer. El entierro [Sunset. The Burial], 2014 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 140 × 90 cm Colección de la artista p. 209 Martorell, María 1909 - 2010, Salta (AR) Boceto de tapiz [Sketch of Tapestry], 1965/66 Témpera sobre cartón [Tempera on cardboard] 47 × 70 × 0,10 cm
Colección familia Martorell p. 178 Boceto de tapiz tres pájaros [Sketch of Three Bird Tapestry], 1965/66 Témpera sobre cartón [Tempera on cardboard] 38 × 56 × 0,5 cm Colección familia Martorell p. 179 Rojo Azul II [Red Blue II], 1976 Óleo [Oil paint] 80 × 90 × 3 cm Colección familia Martorell Sin título [Untitled], s.f. (1977) Óleo sobre carton [Oil paint on cardboard] 12 × 12 × 1 cm Colección familia Martorell Millán, Mónica 1960, San Ignacio, Misiones (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] El vuelo trémulo de las mariposas entre las flores quejumbrosas y las aterciopeladas hojas [The Fluttering Flight of Butterflies among the Irritable Flowers and the Velvety Leaves], 2015-2016 Bordado, dibujo en carbonilla y cintas sobre tela [Embroidery, charcoal drawing and ribbons on fabric] 157 × 180 cm Colección de la artista p. 149
Minoliti, Ad 1980, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Fairy, 2010 Acrílico sobre tela [Acrylic on canvas] 35 × 25 cm Colección privada Desierto [Desert], 2018 Óleo, sintético, pintura industrial, arena, cola vinílica y tinta [Oil, synthetic and industrial paint, sand, vinyl glue and ink] 100 × 120 cm Colección privada Minovich, Sasha 1997, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Sobre la aceptación de la muerte [On the Acceptance of Death], 2016 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 40 × 90 cm Colección del artista Mórtola, Catalina 1889 - 1966, Buenos Aires (AR) Cautiva, s/f [Captive, undated] Aguafuerte [Aquatint] 99 × 79,5 × 1.5 cm Colección Museo Benito Quinquela Martín
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Ollavaca, Adolfo 1887 - 1957, Buenos Aires (AR) En el planeta Marte [On the Planet Mars], 1939 Óleo sobre arpillera [Oil paint on sacking] 110 × 137 × 7,5 cm Colección Museo Benito Quinquela Martín Olascoaga, Manuel J. 1835 - 1911, Mendoza (AR) La Pampa antes de 1879 [The Pampas before 1879], 1909 Dibujo a pluma y tinta china sobre papel [Quill and India ink drawing on paper] 73 × 121 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura pp. 212-213 Ouvrard, Luis 1899 - 1988, Rosario (AR) Perros [Dogs], 1975 Óleo sobre chapadur [Oil paint on chipboard] 70 × 100 cm Colección familia Ouvrard Caballo en azul [Horse in Blue], 1982 Pastel sobre cartón [Pastel on cardboard] 50 × 70 cm Colección familia Ouvrard Hongos [Mushrooms], 1985 Pastel sobre cartón
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[Pastel on cardboard] 35 × 50 cm Colección privada Pallière, Jean León 1823, Río de Janeiro (BR) 1887, Lorris (FR) La mujer del preso [The Prisoner’s Wife], ca.1860 Acuarela [Watercolour] 50,5 × 33,5 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes p. 207 Pita y ombú (Buenos-Aires) [Pita and Ombu (Buenos Aires)], 1864 Litografía coloreada [Coloured lithograph] 29,6 × 42,7 cm Colección Museo Histórico Provincial de Rosario “Dr. Julio Marc” Pecci Carou, Fátima 1984, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Paraíso de ángeles [The Angels’ Paradise], 2014 Acrílico sobre tela [Acrylic on canvas] 30 × 40 cm Colección Claudia del Río
Pedraza, Máximo 1970, Tucumán (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires (AR) [lives and works in Buenos Aires] Sin título [Untitled], 2018 Acrílico sobre papel [Acrylic on paper] 15 × 20 cm Colección del artista Sin título [Untitled], 2018 Acrílico sobre papel [Acrylic on paper] 17 × 25 cm Colección del artista La distancia une [Distance Brings us Together], 2019 Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 17 × 25 cm Colección del artista Pettoruti, Emilio 1892, La Plata (AR) - 1971, París (FR) Sin título [Untitled], 1916 Acuarela sobre cartón [Watercolour on cardboard] 4,8 × 4,8 cm Colección Jorge Barberis Policastro, Enrique 1898 - 1971, Buenos Aires (AR) Paisaje de la pampa [Pampas Landscape], 1948 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 50 × 62 cm
Colección de Arte Banco Provincia Marcelo Pombo 1959, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works] Noche fría [Cold Night], 2002 Esmalte sobre madera [Varnish on wood] 100 × 150 cm Colección BARRO
Ramos, Roxana 1978, Cafayate, Salta (AR) vive y trabaja en Salta (AR) [lives and works in Salta] Mujer, capa, viento, de la serie “Lugareña” [Woman, Cape, Wind, from the ‘Local’ series], 2004 Foto-acción [Photo-action] 38 × 58 cm Colección de la artista p. 206
Inundación con árbol, nido y cuadro [Flood with tree, nest and painting], 2006 Esmalte sobre madera [Varnish on wood] 101 × 150 cm Colección privada p. 64
Sin título, de la serie “Lugareña” [Untitled, from the ‘Local’ series], 2004 / 2019 2 dibujos de lápiz, carbónico y acrílico sobre madera [2 drawings in pencil, charcoal and acrylic on wood] 11 × 20 cm 16 × 16 cm Colección de la artista
Pueyrredón, Prilidiano 1823 - 1870, Buenos Aires (AR)
Renzi, Juan Pablo 1940, Casilda, Santa Fe (AR) 1992, Buenos Aires (AR)
Atardecer en la pampa [Sunset in the Pampas], ca. 1860 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 22,6 × 66 cm Colección Museo Histórico Cornelio Saavedra pp. 62-63
Cubo de hielo y charco de agua (objeto) de la serie “De representaciones sólidas del agua y otros fluidos” [Ice Cube and Puddle of Water (object) from the series ‘Solid Representations of Water and Other Fluids’], 1966/2009 Aluminio [Aluminium] 50 × 100 × 100 cm Colección María Teresa Gramuglio
Tormenta en la pampa [Storm in the Pampas], ca. 1860 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 22,6 × 66 cm Colección Museo Histórico Cornelio Saavedra
130 × 130 cm Colección María Teresa Gramuglio p. 1 33 Rodríguez Giles, Florencia 1978, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where she lives and works] Biodélica, 2018 Grafito sobre papel [Graphite on paper] 450 × 220 cm + 150 × 220 cm Colección de la artista pp. 214-215 Salfity, Elsa 1931 - 2004, Salta (AR) Bocetos para escultura [Models for Sculpture], 1991-1992 10 bocetos de arcilla. 1 boceto de bronce [10 clay models, 1 bronze model] 15 × 7,5 × 6 cm 15 × 8 × 5,5 cm 16,5 × 10 × 7 cm 16,7 × 10 × 6 cm 17 × 5 × 4,5 cm 18,5 × 9,5 × 6,5 cm 18,7 × 6 × 5,5 cm 18,7 × 5,5 × 5,5 cm 19 × 6 × 5,5 cm 18,5 × 5,8 × 5,8 cm (bronce/ bronze) Colección familia Salfity
Nostalgias del Paraná [Nostalgia for the Paraná River], 1976 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas]
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Santoro, Daniel 1954, Buenos Aires (AR) donde vive y trabaja [where he lives and works]
Schulz Solari, Oscar Agustín Alejandro (Xul Solar) 1887, San Fernando (AR) 1963, Tigre (AR)
El descamisado gigante arrasa un campo de soja transgénica [The Giant Worker Destroys a Field of Transgenic Soybeans], 2008 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 200 × 110 cm Colección privada p. 69
Sin título [Untitled], 1919 Acuarela y gouache sobre papel [Watercolour and gouache on paper] 15,5 × 12 cm
Victoria Ocampo observa la vuelta del malón [Victoria Ocampo Observes the Return of the Raiding Party], 2011 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 200 × 155 cm Colección Jozami Schiavoni, María Laura 1904 - 1988, Rosario (AR) Paisaje [Landscape], ca.1950 Óleo sobre cartón [Oil paint on cardboard] 48 × 67,5 cm Colección privada p. 134 Paisaje [Landscape], ca.1950 Óleo sobre cartón [Oil paint on cardboard] 48 × 67,5 cm Colección privada p. 124
2 74
Cinco plurentes [Five Plurbeings], 1949 Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 34,9 × 32,8 cm p. 275 País teti nochi [Country at Night], 1950 Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 22,3 × 330,5 cm Sin título [Untitled], 1953 Acuarela, tinta y gouache sobre papel [Watercolour, ink and gouache on paper] 25,7 × 32,7 cm p. 174 Proyecto fachada Delta [Delta Façade Project], 1954 Acuarela y tinta sobre papel montado sobre cartón [Watercolour and ink on paper mounted on cardboard] 25 × 36 cm Proyecto fachada para ciudad [City Façade Project], 1954 Acuarela y tinta sobre papel montado sobre cartón [Watercolour and ink on paper mounted on cardboard]
25,5 × 36,7 cm Colección Fundación Pan Klub - Museo Xul Solar Man plantas [Man Plant], 1955 Tinta sobre papel [Ink on paper] 16,8 × 22,2 cm Donia Lita Cárdenas de Xul Solar [Ms. Lita Cárdenas by Xul Solar], 1962 Témpera y tinta sobre papel montado sobre cartulina [Tempera and ink on paper mounted on card] 27,7 × 38 ,2 cm Silva, Francisco 1951, La Plata (AR) - 2017, Cafayate, Salta (AR) Cuesta, s/f [Slope, undated] Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 39,5 × 28 cm Colección particular Visión, s/f [Vision, undated] Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 55,5 × 39,5 cm Colección particular Espectacular [Spectacular], 2010 Acuarela sobre papel [Watercolour on paper] 35 × 49,5 cm Colección particular p. 166 Sívori, Eduardo 1847-1918, Buenos Aires (AR) Pampa [Pampas], ca. 1902 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas]
61 × 112 cm Colección Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori p. 61
200 × 80 cm Colección Museo Nacional de Bellas Artes p. 115
Somellera, Antonio 1812-1889, Buenos Aires (AR)
Suárez Marzal, Julio 1906, Tapalqué, Buenos Aires (AR) - 1972, Mendoza (AR)
Explosión del vapor Fulminante [Explosion of Fulminante Steam Boat], ca. 1877 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 42 × 49 cm Colección Museo de la Reconquista Stern, Grete 1904, Elberfeld (DE) – 1999, Buenos Aires (AR) Sueño nº 2 en el andén [Dream No. 2 on the Platform], 1947 Fotomontaje [Photomontage] 21,6 × 29,6 cm Colección Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Donación Marion Helft, 1999. p. 210
Suárez, Pablo 1937-2006, Buenos Aires (AR) “Dicen que el Chacho ha muerto, no sé si será verdá, que se cuiden los salvajes si vuelve a resucitar” [They Say that Chacho is Dead, I Don’t Know if it’s True, The Savages had Better Watch Out if He Comes Back], 1997 Resina epoxi y materiales varios [Epoxy resin and various materials]
Centinela de piedra [Stone Centinel], 1942 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 154,5 × 102,5 × 5 cm Colección Museo Benito Quinquela Martín Supisiche, Ricardo 1912-1992, Santa Fe (AR) La nube blanca [White Cloud], 1981 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 50 × 75 cm Colección Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”. Ministerio de Innovación y Cultura. Gobierno de la Provincia de Santa Fe
Terán, Julián 1977, La Plata (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires [lives and works in Buenos Aires] Especulaciones sobre la luz mala – Espinazo [Speculations on the Evil Light – Espinazo], 2005 Fotografía toma directa. C-Print [Pure shot photograph. C-Print]
100 × 70 cm Colección del artista Terry, José Antonio 1878 - 1954, Buenos Aires (Argentina) Magdalena, 1927 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 112 × 84,6 × 3,5 cm Colección Museo Regional de Pintura “José Antonio Terry” Secretaría de Cultura de la Nación p. 188
Terry, Sotera Fernanda 1882, Nápoles (IT) - s/d, Buenos Aires (AR) Doña Santos, 1943 Óleo sobre tela [Oil paint on canvas] 44 × 36,5 cm Colección Museo Regional de Pintura “José Antonio Terry” Secretaría de Cultura de la Nación Yannitto, Guido 1981 Salta (AR) - vive y trabaja en Buenos Aires [lives and works in Buenos Aires] Brealito, 2019 Tapiz y video [Tapestry and video] Tejedor [Weaver]: Jesús Casimiro Video. Guido Yannitto en colaboración con [In collaboration with] Daniela
275
Seggiaro y Julián D’angiolillo Música [Music]: Les Sirenes. Whisky y Milagros Carón Masterización [Mastering]: Ismael Pinkler Color: Luisa Cavanagh 420 × 270 cm Colección del artista pp. 180-181
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Willems Activo en Montevideo (UY) y Buenos Aires (AR) en las décadas de 1850-1860 [Active in Montevideo (UY) and Buenos Aires (AR) between 1850 and 1860]
El pasado. El porvenir [The Past, The Future], ca. 1860 Litografía [Lithograph] 46 × 64,2 cm Colección Museo Histórico Nacional - MECCyT - Secretaría de Gobierno de Cultura
B I B LI O G R A FÍA
D E
TE XTO S
LITE R A R I O S
Viaje a la pampa carnívora, Buenos Aires, Arty Latino, 2007. Beck Bernard, Lina, Le Río Parana: cinq années de séjour dans la République Argentine, París, Grassart, 1864 [El río Paraná. Cinco años en la Confederación Argentina. 1857-1862. Trad. Busaniche, José Luis. Buenos Aires, El Ateneo, 1935]. Bellessi, Diana,“Waganagaedzi, el gran andante”, Danzante de doble máscara, Buenos Aires, Último reino, 1985. , “Lo que vemos”, Pasos de baile, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2015. Bioy Casares, Adolfo, Memorias, Barcelona, Tusquets, 1994. Bond Head, Francis, Rough notes taken during some rapid journeys across the Pampas and among the Andes, Londres, John Murray, 1826 [Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las pampas y entre los Andes, trad. Patricio Fontana y Claudia Román, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2006]. Borges, Jorge Luis, “El sur”, Ficciones, (2ª ed.), Buenos Aires, Emecé, 1956 (1ª ed.: La Nación, 8 de febrero de 1953). , “Historia del guerrero
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E N G L I S H
T E X T S
A C K N O W L E D G E M E NTS By Victoria Noorthoorn
Cultural differences call into question our habits and customs, our political and social relationships and also our aesthetic choices, which both determine our identity and shape the way in which we see and thus interpret the world around us. What are the images that define us? How do we perceive the topography of Argentina and how do we use it to construct our mythology? On which visions are our political, literary and historical stories based? How have our images of the country endured, varied and evolved since its founding to the present day and how have they been re-interpreted? A History of the Imagination in Argentina sought to consider these issues and so to explore how we see ourselves as Argentinians. This journey through more than two hundred and fifty artworks from across the country, from the late 18th century to the present day, does not offer a historical overview of landscapes and different discourses from Argentine art but rather invites us to reflect on the avatars that have and continue to reside in our imagination as seen by Javier
Villa, the exhibition curator. The vast spaces of the pampas, the economic and political metaphors of the slaughterhouse, the lush vegetation of the littoral, the majesty of the northwest and its stories and the violent, revealing encounter with ‘otherness’ as represented by the character of the ‘captive’ all provide symbolic fodder for consideration of how Argentine art regards itself and the greater culture, how our traditions began and have changed throughout our history and how they can be reworked, corrected or expanded upon in contemporary art. This extensive exploration of Argentine art, which required a diverse, inclusive and deeply federal approach, would have been impossible without the collective support of dozens of artists, families, collections and institutions from across the country who generously loaned their artworks to make it possible. It was a great pleasure for us, and we are deeply grateful to have the opportunity to feature pieces by the artists Florencia Bohtlingk, Laura Códega, Nora Correas, Claudia Del Río, Diana Dowek, Matías Duville, Franco Fasoli, Ilse Fusková, Max Gómez Canle, Denise Groesman, Vicente Grondona, Carlos Herrera, Carlos Huffmann, Mauro Koliva, Fernanda Laguna, Daniel Leber, Franco Mala, Lula Mari, Mónica Millán, Sasha Minovich, Máximo 281
Pedraza, Roxana Ramos, Julián Terán and Guido Yannitto. We would also like to thank those who made their collections available to this exhibition: the Aizenberg family, Pablo Birger, Jorge Barberis, the Benedit family, the Forté family, the Gambartes family, the Giacosa–Ferraiuolo Collection, María Teresa Gramuglio, the Grela-Correa family, Abel Guaglianone and Joaquín Rodríguez, Aníbal Jozami, the Mamani family, the Martorell family, Eleonora Molina, the Ouvrard family, the Salfity family, the Silva family, Gabriel Werthein, the Zurbarán Collection, the Augusto and León Ferrari Art and Archive Foundation, the Forner-Bigatti Foundation, the Pan Klub Foundation, Galería Barro, Galería Ruth Benzacar, Galería Hache and the other collectors who preferred to remain anonymous. It was a great privilege for the Museo de Arte Moderno de Buenos Aires to be able to show artworks from several different provinces across the country. The distinctly federal nature of this exhibition wouldn’t have been possible without the inestimable support for our research and loans of artworks from the Museo de la Reconquista de Tigre, the Museo Nacional de Bellas Artes, the Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori, the Museo Cornelio Saavedra, the Museo Benito Quinquela Martín, the Museo Histórico Nacional Argentino, the Museo Histórico Sarmiento, the Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, the Fondo Nacional de las Artes, the Archivo y Museo Históricos del Banco de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Arturo Jauretche”, the Museo Provincial de Bellas Artes 282
Rosa Galisteo de Rodríguez, the Museo Castagnino + Macro, the Museo Histórico Provincial de Rosario Dr. Julio Marc, the Museo provincial de Bellas Artes Franklin Rawson, the Museo de Bellas Artes de Salta, the Museo Regional de Pintura José Antonio Terry and the Museo Provincial Escultor Juan Carlos Iramain. We thank all of these institutions and their directors for their generosity. From among the Moderno team, we are grateful for the remarkable, dedicated work of Javier Villa, the exhibition curator, together with the researchers Belén Coluccio and Marcos Krämer, as well as the generous contributions and advice of Roberto Amigo, Josefina Carón, Esteban Drincovich, Pablo Fasce, Rodrigo García Bes, Guido Herzovich, Ignacio Masllorens, Segundo Ramos and María Laura Rosa, the collaboration of the Centro Cultural Rougés de Tucumán, the Museo de Arte Contemporáneo de Salta, the Museo Caraffa and the Museo Genaro Pérez de Córdoba. We are also grateful to Iván Rösler and his entire Exhibition Production and Design Team. Because this is A History of the Imagination in Argentina, this book accompanies the extensive artistic journey of the exhibition with a literary voyage that complements the construction of this complex symbolic system with a poetic counterpoint to establish a rare but clarifying dialogue between great Argentine artists and writers from across the ages. We are grateful for the hard, painstaking work of Alejandra Laera, who was specially invited to prepare the wonderfully rich selection of texts included
in this book as well as her brilliant essay combining the visual arts and literature. We are deeply moved by the goodwill of the authors who allowed us to add fragments of their narratives, essays and poems to this ambitious project. We are especially grateful to the editorial team at the Moderno: Gabriela Comte, Eduardo Rey, Martín Lojo, Julia Benseñor, Soledad Sobrino and Daniel Maldonado, and Ian Barnett and Kit Maude for their excellent translations. For its ongoing support to the Museo de Arte Moderno we are forever grateful to the Government of the City of Buenos Aires, which has allowed the institution to build in the present and plan for the future: to Horacio Rodríguez Larreta, Head of Government of the City of Buenos Aires, to Felipe Miguel, Head of the Cabinet of Ministers, to Enrique Avogadro, Minister of Culture, and Viviana Cantoni, Undersecretary of Cultural Heritage, as well as to their respective teams.
who have shown such great enthusiasm for culture and the museum’s projects as well as for our efforts to share them with the general public. Their disinterested support is an example in a country where philanthropy is rare: we thank them for their initiative, commitment and encouragement. We would also like to thank each and every one of our visitors, the people for whom we create these adventures in knowledge. We seek to offer everyone an opportunity to reflect on our cultural heritage and to share it with the community in a rich and fruitful manner so as to make connections with our visual history, look back at the past and present, their foundational moments and creative peaks and thus locate the keys to an identity that will enable us to conceive a shared future. The Moderno is proud to invite everyone to discover this great collective history of our artistic imagination. n
I would also like to thank the companies, institutions and people who have supported our different projects from the private sector, especially the Banco Supervielle, an ally of the museum, who so enthusiastically encourage all of our activities. We would also like to thank our other supporters: Fundación Andreani, Plavicon, Grupo Cepas, Fibertel, FilmSuez, Interieur Forma, Durlock, Newsan, Asociación Amigos del Museo de Arte Moderno and Jóvenes del Moderno, among others. From among our individual donors I would like to extend my profound gratitude to our Patrons of the Arts, a family that in 2019 now numbers twenty proud members 283
A H I STO RY O F TH E I M A G I N ATI O N I N A R G E NTI N A By Javier Villa
In the mid-18th century, Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) declared that all artistic output is a daughter of its time but most especially of the land where it is born. It is thus forever linked to the geography and climate that surround it. Many people see Winckelmann as the thinker who established the History of Art as a scientific discipline in its own right during the Enlightenment. Another German, Abraham Moritz Warburg (1866-1929), can be considered the art historian who established a new paradigm at the beginning of the 20th century. Where before the discipline had been a dam containing thought about European art as an autonomous phenomenon, in modernity Warburg’s new ideas about visions from other disciplines and territories began to undermine said dam’s foundations and enable new ways of thinking.1 Although both historians explored how the ancient world had endured in the culture of Europe – looking for the visual roots of their civilization (the obsession that the Western hemisphere has with building its cultural identity and assuming it as a universal one), Winckelmann Although Modernity in Europe would stretch on into the 1960s at least, works by Aby Warburg and Marcel Duchamp, among others, can be considered among the first ruptures or cracks that undermined European thinking in the modern age. 1
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regarded the drivers as historical ruptures and melancholy over the loss of the ideal bodies of the classical Mediterranean, while Warburg believed that it was possible to make contact with the ancient world through formal continuity: patterns across different disciplines and histories open to magical, non-western thinking whose formulations appeared to anticipate experimental curatorship and the modes of reading enabled by contemporary digital devices. The historians also had the same motivation: to shake up the discipline with the creation of new approaches to the analysis of artworks that would subsequently be perfected by others (Winckelman’s determinism would reach its peak with Taine’s positivism, while Warburg’s school continued to evolve across the world until reaching the dominant position it holds today). Both sought to place the history of art on more fertile ground than simple aesthetics or artists’ biographies and to link art with the deepest strata of humanity. It was with these two figures in mind, essentially with the modern construction of European art, that the journey of A History of the Imagination in Argentina began. Quite a paradox, then, to attempt at searching for the potential roots of the visual imagination of the Argentine people using these two now classical concepts. Concepts that became part of the family of tools that built the foundations of the Western canon with Europe at the centre and spread out as mixed versions in the colonies. What would happen if instead of repeating the welltrodden story of the -isms propagated by our northern brothers in the 20th century to explain the visual expressions of modernity
we were to regard our history from the perspective of Winckelmann’s geographic determinism and Warburg’s ‘trans’ approach? Might we forget the structure of -isms, periods, aesthetics and strategies that also rooted itself in Argentine art? Or even suspend our own ideas about them? Put to one side the anthropophagy about which we were once so enthused as though we were real cannibals but that is now boring as it seems of more interest to Europeans than to us, especially to followers of postcolonialism?2 What would happen if we suddenly became conservative and spoke about tradition, or a national identity? We might at least try it: in the South we’re in no danger of becoming fascists simply because we want to talk about ourselves. Maybe the second idea we had about his exhibition was to pretend that the canons and categories of art we inherited from modernist Europe were a kind of disease and that the only way to combat them was to inoculate ourselves with a weakened form as a kind of vaccine. The history of Argentine art and its canon Although the importance of Manifiesto antropófago [Anthropophagi Manifesto, 1928] by Oswald de Andrade to Latin American culture cannot be overstated, the persistence of its metaphors – the ingestion and assimilation of European culture through the spirit of the American body – today appear as a symptom of a kind of regional dependence in which original concepts feel the need to be validated by, or place themselves in contrast to, hegemonic western thought. This is also a risk when thinking in terms of post-colonial categories, or ‘post-colonialism’ which may have fulfilled a historiographical and cultural role in the second half of the 20th century but now appears destined to grow into a rigid, un-political style of thought among the academic first world. 2
was built with similar tools to those used in Europe, which were generally skewed toward masculine, centralist viewpoints. Argentina is part of the same family tree. Even so, some ingredients from the local terroir found their way into the mix: artistic practice was affected by the books and magazines that arrived from Europe with reproductions of masterpieces; the artists’ journeys out to the Old World had a significant effect, but their returns even more of one; the relationship Argentinians built with European art through influences and distortions, irreverence, back-turning, consumption and imitation. Although the lives and experiences of the artists had plenty of all this in their make-up, they also had other inspirations and concerns which may even account for the greater part. The plan wasn’t to forget about ‘masterpieces’ generally related to European movements, but to adopt different rules in the way they were approached and also to include many other works that were never tainted by the hyperbole of the ‘masterpiece’ label. If we discarded the tools of analysis and construction of historical artistic -isms, we would enable ourselves to play with the history of the imagination. That game, in a Winckelmannian twist, would latch on to the territory, topography and climate, its colours and shadows, social violence and historical constructs, what is seen and what is hidden, what is placed front and centre and what is pushed to the side. And one could build on these elements to construct a game of patterns of forms and motifs, colours, concepts and myths that, in a Warburgian twist, are regularly repeated and redeveloped. The exciting aspect of this idea is that there is no one way to 285
categorize, organize or demarcate a people’s imagination and, especially, no single source to which it might be attributed. It is possible, though, to trace back the national symbols and mythology that may arise out of the landscape, oral traditions and commonalities whose origins may be unknown but which have settled in layers to be subsequently repeated in art, fiction and history. When Belén Coluccio, Marcos Krämer – young researchers and art historians at the Moderno – and I began this adventure, heading out on road trips or sticking images to the museum’s walls, one of the many conversations we had was about how today it was possible to be immersed in a strange puzzle of connections (like a collage put together by a maniacal movie detective or serial stalker) thanks to the incredible work of our predecessors: art historians such as Roberto Amigo, Andrea Giunta, Laura Malosetti Costa, Marta Penhos and Gabriela Siracusano, or our esteemed heritage advisor at the Moderno, Marcelo E. Pacheco. The curatorial narrative we wanted for this history assumed its authorial creativity and wholehearted approach with freedom and irreverence only because we were building on the historiographical foundations laid by these great professionals of Argentine culture. We worked under the conviction that although the past cannot be changed, history must be re-interpreted again and again if we are to gain a greater understanding of our present. A History of the Imagination in Argentina is an exhibition featuring around two hundred and fifty artworks made by 97 286
artists. Its scope ranges from a Cuzqueño school Virgin of Pomata from the mid18th century or an engraving of a fire in the pampas by the travelling painter Fernando Brambila from around 1796 to a 2019 painting by Sasha Minovich, a twenty-one year old artist born in Buenos Aires. It covers more than two hundred and twenty years of art whose imagination arises out of three regions: the pampas, the littoral and the northwest. The exhibition sought to present a loaded narrative as though the intention were to create a presentation along the lines of museum houses and themed museums rather than historiographical displays of canonical masterpieces that require an elegant space in which to breathe. We worked with the imaginative overflow from the different regions, their identities and distinctive qualities and even ventured into the comic idea of a Noah’s Ark of the vernacular image. As Lux Lindner put it: “a hypothetical Big Data Cave or Argentine Ark, a half-baroque, half-Heteroclitian tunnel, a not quite motley collection that has no qualms about including junk. Something obviously placed in opposition to the white cube. A kind of brown tube.” Maybe A History... could be categorized as muddy style of curatorship seeking to design a frictionless flow, like the powerful brown river that takes you smoothly along its trunk and branches as the landscape changes around you. And so, from the vast spaces of the pampas and solitary characters such as the gaucho and the ombú, the viewer suddenly, seamlessly finds themselves immersed in a jungle with no horizons, surrounded by mutant characters.
The curatorial process of A History... turned the flow into a road. It became a travelling road show in which we searched for artworks that amazed us and strove to find out more about the country: we didn’t just talk with artists, professionals and the families of artists in different towns and cities, we also sought to physically see and experience the landscape: the immensity of the pampas, the movement of the Paraná river and the line of peaks known as the Andes. The story told drew not so much on the history of art, but on the fictions to be found in Argentine literature and what the artworks and landscapes themselves had to say. We didn’t set out in search of the grand masters we were already familiar with, to ‘discover’ overlooked or forgotten artists like colonizers, or ‘salvage’ them like imperialists. We wanted to learn in the knowledge that we would be able to bring back things with which the people who come to visit us in Buenos Aires would be unfamiliar. We thought about the need to establish a new, more inclusive definition of ‘us’, a sense of belonging in a contemporary context in which violence and exclusion have hardly been banished to the dustbin. By asking ourselves questions about inheritance, the present and the future from an authorial perspective, the exhibition distanced itself from historical approaches and explored instead the imagination to be found in literary and cinematographic fictions such as Las aventuras de la China Iron [The Adventures of the China Iron] by Gabriela Cabezón Cámara, Lucrecia Martel’s adaptation of Zama by Antonio Di Benedetto, Un episodio en la vida del pintor viajero [An Episode in the Life
of a Travelling Painter] by César Aira and many more. This was more than a contemporary reworking of Martín Fierro by José Hernández or La cautiva [The Captive] by Esteban Echeverría. It was about rediscovering how the Paraná’s flow is reflected in the way Juan José Saer uses commas; adding new languages to the way Horacio Quiroga combined social reality with the fantastical nature of the Misiones jungle, looking back to before the Jesuits and beyond the present. A History... explores how the foundations on which we build and demolish the culture and politics of our country have endured and how art has affected them. Does one consider Prilidiano Pueyrredón, Cándido López or Eduardo Sívori as part of an imaginative tradition to be acknowledged, honoured or deconstructed? Or, rather than a tradition of male painters from Buenos Aires can we identify a visual lineage arising out of the geographic imagination itself? Consider the family of trees or nightscapes, the inheritance of the river or the lineage of a mountain. A History... is an exhibition that addresses the art of a given people not as a set of names, movements or collections, but as an organic, indivisible whole. We examined the motifs that emerged from out of Argentine culture – literature, cinema and art – as part of a profound energy shared by a community, occasionally luminous, often something much darker. Traumas, rites and visual routines consistently reappear and spin out of control as we reinvent and remind ourselves who we are as part of a fluid process of identification, transformation, negation and reorganization. Our forms, stories and myths have an 287
incredible poetic energy when they are related to nature and the landscape, but these territories were and still are fields of battle. The land is also a cemetery on which Argentinians have been killing each other for centuries: Europeans and indigenous peoples, Federalists and Unitarians, dictators and the people, rich and poor, men and women. This tragic history appears in the exhibition because it is an important part of the story that we must evaluate. A History... uses the past to immerse itself in the present. How do we re-interpret the indigenous genocides today? Where do we place our dead and where do the rivers of blood from the slaughterhouses and civil wars, the wars with Paraguay and the Malvinas, the dictatorships and hunger wars flow? What are our monuments? How might the female body, the captive body that is both a trophy and geopolitical focal point, abused, raped and murdered time and again by men and institutions be re-evaluated? How does nature, the river and the earth make those who inhabit it, human or otherwise, real or fantastic, Argentine or migrant, feel? What are the legacies of Guaraní and Andean cultures, Catholicism and magic, the mountains, rocks, wool, water, the void and its shadow? T he P amPas Among the travelling painters of the 19th century who came to America, influenced in general by Humboldtian naturalism, the rumour went that in the pampas there wasn’t very much to see and even less to paint. However, the majority of exploratory expeditions to the New World still passed 288
through the territory, leaving it virgin to some extent and some of their number took this rumour as a challenge. This was true of the German artist Johan Moritz Rugendas (1802-1858), whose enthusiasm for the pampas is recounted in César Aira’s novel Un episodio en la vida del pintor viajero [An Episode in the Life of a Travelling Painter]: “They set out along that trail. Along that line. It was a path that head straight to Buenos Aires but it was what was along the line that mattered to Rugendas, not its end. The centre was nothing doing. Where something would appear that would finally challenge his pencil and force him to develop a new technique.”3 The challenge might have been the flatness of the land, the emptiness. Fifty years later, the debate was still going on. In 1894, Eduardo Schiaffino (1858-1935), the first director of the Museo Nacional de Bellas Artes, argued that the beauty of the pampas had been invented by poets: there was no way to represent that massive emptiness with a paint brush. Eduardo Sívori (18471918), however, thought it necessary to pursue the empty but sublime image: “to paint an immense, incomparable pampas, a terrifying one [...] pampas and sky, nothing more.”4 These stories can be combined to begin a metaphysical debate: Does a place with nothing to paint exist? And if it does, “Sobre este rastro partieron. Sobre esta línea. Era una recta que terminaba en Buenos Aires, pero lo que le importaba a Rugendas estaba en la línea, no en el extremo. En el centro imposible. Donde apareciera al fin algo que desafiara a su lápiz, que lo obligara a crear un nuevo procedimiento”. Aira, César, Un episodio en la vida del pintor viajero, Random House, Buenos Aires, 2000, p. 34. 4 Malosetti, Laura, Pampa, ciudad y suburbio, Fundación Osde, Buenos Aires, 2007, p. 103. 3
what would the resulting painting look like? Could it be a mirror? Like painting the blind side of oneself, the mystery of the void, the creatures that live inside it, the dark side of the moon, the inside of a black hole? Is it possible that an empty landscape is the perfect Big Bang for a new imagination in the head of a painter that could then expand to encompass a people? Is the supposedly empty theatre the best panorama for the physical, political and cultural occupation of a territory? A History... begins with the sea, one of the initial analogies for the huge expanse of the pampas. In the first verses of La cautiva [The Captive], Esteban Echeverría writes: “She spins around in vain/ her eyes trying to refocus on / the immensity and her gaze / can’t find anything to settled on/ like a bird at sea”.5 Argentine literature continues to use this as a reference to this day.6 That the metaphor has existed from the beginning may be explained by the long months Europeans spent crossing the vast ocean to get to the pampas. The right and left sides of an empty body, where the prevailing element is the distance of the European culture and the Andean Culture inside America. The painting Día y noche [Day and Night, 2014] (p. 57) by Santiago De Paoli (1978) reflects another duality: the sun and the moon. Day and night, male and female are each addressed in their own distinctive way in the imaginative world of the pampas. The first gallery of the exhibition is divided into two moments: the theatre of the night 5 “Gira en vano, reconcentra/ su inmensidad, y no encuentra/ la vista, en su vivo anhelo,/ do fijar su fugaz vuelo,/ como el pájaro en el mar.” 6 Cf. Essay by Alejandra Laera in this catalogue, p. 303.
draped in black, shadowy cloth and trees, with its dawns, moons and sunsets, and the splendour of daylight with its harsh, searing sun represented by an enormous golden wall. At night mysterious shadows don’t conform to any known shapes while arcane gleams defy the colours of the earth. A glow that could just as easily suggest the luz mala7 as the moon, fireflies or stars, as seen in the silvery palettes of Martín Malharro (18651911), the cracked moon of Antonio Berni (1905-1981), the fluorescent line of the pampas horizons of Luis Ouvrard (18991988), the glacial, sacred enamels of Marcelo Pombo (1959), or the intangible energy that emerges from the landscapes of Daniel Leber (1988) (pp. 234-235). The gallery brings together twelve paintings of intense beauty where human figures and actions have little to say. Here, the tale of the exhibition splits into two paths that will meet up again later on. On the one hand, a series of paintings reveals groups of people gathered in the middle of this nothingness. In some paintings it is difficult to see what it is they’re doing, as in the bearded prophets of the artwork El destino [The Destination, undated] by Juan Battle Planas (1911-1966), or the wavy characters of the artwork Paisaje [Landscape, undated] (p. 71) by Gertrudis Chale (1910-1954); in others, the scene is explained by the piece’s title or the context in which it was made, such as El baile Gato [The Gato Dance, ca. 1840)] by Adolfo D’Hastrel, and Paisaje [Landscape, The fluorescent glow of bones lying in the pampas in the moonlight has often provided the inspiration for ghost stories. 7
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1976], a chase through the countryside during the last military dictatorship painted by Diana Dowek. Finally, there are artworks whose theme is made apparent by the personal history of the artist, as is the case with La distancia une [Distance Brings Us Together, 2019] by Máximo Pedraza.8 This section ends with a pair of artworks that represent invisible characters of the pampas: Transformer (1999/2019) by Max Gómez Canle, which features pixelated pre-Y2K micro-creatures seen in extreme close-up and Wet Pampa (2018) by Vicente Grondona in which indigenous iconography can be glimpsed amid the tall grass of a field/ cemetery painted at a time when depressing stories about the disappearance and murder of indigenous activists were making headlines once more.9 The daytime immersion in the pampas begins with a kind of triptych consisting of three painters whose landscapes earned them extensive fame. Paintings by the aforementioned Sívori and Malharro portray desolate places with blended colours and the firm, straight line of the horizon. In 8 In Pedraza’s watercolour, the oceanic distance that separates him from his family becomes a territory, a plain and thus an inversion of the pampas/sea metaphor. In the exhibition, the artwork is placed face to face with that of De Paoli to create a dialogue. The nightscapes are hung at different heights like fence posts or crosses while in the images themselves creatures occupy the void and the nocturnal horizon of the pampas shifts slightly, stealthily appearing and disappearing. 9 In October 2017, after going missing for two and a half months, the body of the activist Santiago Maldonado was found dead in a river, while in November that same year, the Mapuche activist Rafael Nahuel was shot in the back during an incident with the naval police.
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the piece by Prilidiano Pueyrredón (18231870), the quasi-desert panorama of the pampas is subtly interrupted by a pair of trees (pp. 60, 61, 62). These three artworks by ‘grand masters of Argentine art’ have been placed strikingly close together so as to create a solid horizon line that expands with each to convey the enormity of the pampas. By bringing together different immensities from across different centuries and disciplines, the pampas becomes increasingly difficult to condense into what might be described as the culture of a people: it is an imaginary territory that begins with a vacuum whose only true weight is the horizon. When a vertical axis appears ‘on which to anchor one’s gaze’ it almost becomes a kind of idol (or at least somewhere to rest on your journey). Pueyrredón’s trees would be transformed by Batlle Planas into a pair of monolithic dolmens that define the nothingness and by Berni into a small Eiffel Tower next to a woman missing her arms like the Venus de Milo and a farm reminiscent of one of De Chirico’s Italian mansions. La Torre Eiffel en la pampa [The Eiffel Tower in the Pampas, 1930] is an imaginary struggle to fill one’s own emptiness (pp. 236-237). A struggle with no victors in the stained Argentine imagination which rages in the practice of its artists: laying claim the heritage of Europe, of ones’ own and that of the other. When a character appears in this landscape, they are isolated and well defined as seen in Berni’s Eiffel Tower, the monuments by Francisco Salamone, Aizenberg’s towers, Pueyrredón’s ombú, Fernanda Laguna’s gelatinous, severed creatures, Juan Manuel de Blanes’ portraits of gauchos and the
women suffering in Raquel Forner’s vast deserts. The solitary, vertical character rising up from the emptiness, accompanied only by the straight line of the horizon is a recurring motif in the pampas in contrast to the hybrid creatures and curved, flowing lines of the littoral or the stark jags of the Argentine northwest which come down from the mountain to create abstract characters. Because all Argentine artists are a mixture, Berni’s surrealist painting evokes the struggle between past and present, the ombú and the monument. Monuments spring up on nourishment from European fertilizer, be it neo-classicist, cubist or some other movement, while the ombú simply grows on Argentine soil. The monument area was built up from a trio of trans-historical pairings. The first juxtaposes a female effigy by Willems – an allegory within the artwork El pasado. El porvenir [The Past, The Future, ca. 1860] – separating the past from the future: a Buenos Aires that is a seemingly hostile barren plain from La Reina del Plata [Silver Queen] that rises up with European domes and buildings (p. 238). Franco Fasoli underlines the failure of ideological, civic and cultural construction by the State in the form of miniature replicas of Argentine ceremonial art made in 2018, standards that have been vandalized, censored, moved, restored and reinvented. The second pairing addresses the analogy of the monument and the body: on the one hand, the use in 1917 of photographic documentation and the human scale to make models of religious figures that would end up in the large murals of Augusto Ferrari and, on the other, the use of video documentation and the
fictionalization on a monumental scale for utopian, abstract models by Martín Blaszko in the film Del punto a la forma [From the Dot to the Form, 1954-1958], which presents projects for universal monuments dedicated to the future of the Argentine people (p. 238). In the third pairing, the founding stone of the Pirámide de Mayo [May Pyramid, ca.1910], the urban and political centre of the country, is placed in dialogue with the post-apocalyptic Hito de frontera [Frontier Landmark, 2019] by Carlos Huffmann: an armadillo crushing a Fiat 147, defining the boundary between urban and rural spaces, civilization and nature, cement and organic life (p. 239). The three dialogues could also talk to one another: the allegory of the future with that of the apocalypse (Willems and Huffmann), the construction of monuments with their collapse (the brick from the May Pyramid and Fasoli), abstract, harmonious, universal futurism with a punkish, dreamlike futuristic fantasy (Blaszko and Huffmann), not to mention the almost surrealist play of scales between the miniature, the giant, the monumental and the human (Fasoli, Huffmann, Blaszko and Ferrari). The monument is countered by the ombú, the natural peak height of the countryside. It is not just a resting place for the gaze but the body too. It is where one finds respite from the sun, sleeps in the shade and dreams, where one plays the guitar and spins a yarn, where they drink mate and make love. The ombú is both alluring and reassuring: “(…) a gaucho returns to his ground,/ he casts his cares to the wind/ when in the distance he perceives/ the ombú, solemn and single,/ 291
of gallant and lovely bearing,/ to the clouds above repairing/ like a lighthouse on these seas.”10 Like a lighthouse at sea, it is the primary vertical figure that guides and shelters the imagination in a territory where gravity appears to be calculated differently, where birds are flightless – rheas – and many animals live in burrows: armadillos and viscachas. The ombú is a place for gatherings but also for burials. Echeverría’s La cautiva opens with the metaphor of the sea and ends with an ombú. That is where Maria is buried but also where the ghost of Brian, the male hero, appears. The female form could easily be a metaphor for the damp, fertile pampas and the captive woman a symbol for territorial, geopolitical issues in the construction of the country. Ownership of women is analogous to ownership of the fertile land. The ombú is the vertical, robust figure where femininity is buried and wept over so as to give birth to the masculine (and make way for the history of gaucho poetry). It can also be seen as the frontier between civilization and savagery. “It’s well known that the wandering tribe/ arrives having drunk/ hungry for the hunt/ of game and ostrich/ when they see the giant ombu/ the green foliage/ lets the colt run free/ shouting ‘There’s the cross.’/ And turns back/ like someone fleeing in terror/ in the belief that they’ve seen/ the terrible, haughty spectre of Brian./ The pale exorcizing Indian,/ names the fateful tree, and/ travellers dare not even/ set foot in its shade.”11
In the exhibition, the ombú area is represented by a mural composition of eight paintings inspired conceptually by the collages of formal patterns in the Warburg atlas (pp. 240-241). Connected formal patterns radiate out from a series of vertical organic figures. From the portrait of a pair of very green ombús (p. 65) by Eugenia Belín Sarmiento (1860-1952) and the twisted, leafless, mutilated trunks of Raquel Forner (1902-1988), to the slashed character (referring to violence, or women?) (p. 66) by Fernanda Laguna (1972) and Max Gómez Canle’s citation (1972) to the ombús by Pueyrredón and Aizenberg talking to one another under a ceremonial roof named Eva.
Original version p. 77. “Fama es que la tribu errante,/ si hasta allí llega embebida/ en la caza apetecida/ de la gama y avestruz,/ al ver del ombú gigante/ la verdosa cabellera,/ suelta al potro la carrera/ gritando: -allí
está la cruz./ Y revuelve atrás la vista/ como quien huye aterrado,/ creyendo, se alza el airado,/ terrible espectro de Brian./ Pálido, el indio exorcista/ el fatídico árbol nombra;/ ni a hollar se atreven su sombra/ los que de camino van.”
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The male figures that follow the battle between the ombú and the monument are (p. 240): a gaucho troubadour leaning on a tree (Enrique de Larrañaga, 1900-1956), a tree man or Man plantas (Xul Solar, 18871963), an indigenous warrior (Bernabé Demaría, 1824-1910), a Paraguayan soldier, a harbinger of violence on guaraní soil (Modesto González, 1865-1908) and a worker tearing up a field of transgenic soybeans (Daniel Santoro, 1954) (p. 68-69). This is a complex arc beginning with a fertile promised land that produces of its own accord where the gaucho (a strange, legendary figure in a country where the land is key but the word ‘peasant’ is rarely heard) can rest in the shade of the ombú with his guitar to the struggle between
the models of the agricultural exportation and industrial economies represented by a descamisado12 destroying an environmentally exploitative transgenic soybean crop. Other actual inhabitants of the land, the soldier from Paraguay with mestizo features and the indigenous warrior, have been left out of the socio-political story and emerge only sporadically in pictorial practice. After opening with a nightscape and exploring the creatures that inhabit the territory, the exhibition finally gets to noon in the pampas where mysterious groups of people gather (dancing or chasing a revolutionary) next to the solitary figure standing alone in the vast expanse (an ombú, tower or man). This is a violent moment that is brief in the exhibition but enduring in the history of the pampas. Animal bones, blood and entrails, from the legends about the luz mala to the paintings of bone yards in the middle of a field or the use of leather for rugs, a hip-bone in a chair or head as decoration are recurring images in the home of the asado (pp. 242243).Yet, they do not necessarily conjure violence, as can be seen in the bucolic scene by Calixto Mamani – Morir para dar vida [Dying to Give Life, 1965] (p. 109)– where a dead horse feeds several other animals in the wilderness, or the mirrored lyricism of bones as figures with nothing as a backdrop, made with the same small lines that make up the pampas vanitas of Leónidas Gambartes (1909-1963). Animals and violence come together in a mythical encounter in El matadero [The Descamisado [Shirtless] is the term used to refer to the worker in the Peronist political universe.
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Slaughterhouse], again in the imagination of Esteban Echeverría, where the persecution and torture of a bull is then repeated upon a member of a rival political faction. The violence that appears in this story about the conflict between the Unitarians and Federalists, a political rivalry that lies right at the foundations of the Republic is portrayed in raw, direct fashion in Los degolladores [The Cutthroats, 1926] by Cesáreo Bernaldo Quirós (p. 111), and the beating of Chacho Peñaloza in Dicen que el Chacho ha muerto, no sé si será verdá, que se cuiden los salvajes si vuelve a resucitar [They Say that Chacho is Dead, I Don’t Know if it’s True, The Savages had Better Watch Out if He Comes Back, 1997] by Pablo Suárez (p. 115). Another beating of a creature with a digital brain portrayed in 2015 by Nicanor Áraoz (p. 233) is echoed in the natural fruit arranged in such a way as to evoke a brain in the piece by Mildred Burton from the “Frutos de mi país” series [Fruits of My Country] from 1980 (p. 72). The analogy between animal and human violence also expands into the realm of Christian imagery, in San Hubertus [Saint Hubertus, 2008] by Luis Fernando Benedit and El martirio de San Sebastián [The Martyrdom of Saint Sebastian, 1994] by Santiago García Sáenz (pp. 244-245). In the latter piece Saint Sebastian – an icon of gay culture – is tied to an ombú and hit by a bolt of lightning: he is punished by a natural world closer to God than Roman arrows. This section also makes the analogy between weapons and treasure. Although traditional weapons such as the facón dagger with silver filigree or leather handles and ornamental bolas aren’t featured in A 293
History…, the idea of the weapon or a tool for causing harm appears in contemporary artworks with a certain degree of abstraction and overlapping readings. Once again the animal-human and man-woman pairing come to the fore. All four concepts are condensed in Sellos [Brands, 2019], a pair of cattle brands by Daniel Leber which use iron and fire to lock in a binary sexuality through the alchemical symbols for Mars and Venus: man and woman. The two tools find an echo in Espadas [Swords, 1988] by Liliana Maresca (pp. 112-113), a pair of metal sculptures that are the daughters of violence and eroticism, both weapon and jewel, material nobility and alchemical transformation. Finally, Chaleco [Vest, 1989] by Nora Correas, looks like a protective animal shield. From the outside it is a dark, pointy weapon, but inside it is delicately woven, a safe haven placed in contrast to the La tijera para castrar [Castration Shears, 1978] by Luis Fernando Benedit, a golden, almost magnetic instrument of torture. Human and animal violence is linked to sexuality right from the beginning. And this is exactly how Echeverría portrays the conflict between white Europeans and indigenous peoples and the Unitarians and Federalists,13 which Echeverría begins the epic of the La cautiva with an orgy in the middle of the ‘desert’ where indigenous people slit the throats of mares to drink their blood as a kind of elixir of savagery while they rape white women in a bacchanal of chaos. El matadero ends with the fatal beating of a Unitarian after Federalist butchers have tortured and castrated a bull. These two tales from a ‘civilized’ perspective were part of the political and literary imagination of the 19th century during which a stereotype was established about political and cultural adversaries, indigenous people and Federalists in this case, as being inherently violent.
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would continue in the popular imagination throughout the 20th century in the form of women being associated with flesh.14 The holes, phalluses, liquids and hair found in the 2018 collage by Franco Mala are both sexual and visceral, erotic and violated (p. 105). La torre de Babel [The Tower of Babel, 1947] by Forner (p. 116), which takes phallic rather than cone form, is built by poor male workers covering up the almost green faces of tortured women. Perhaps this sexual violence, rather than being a contemporary phenomenon, has always been a part of the Argentine imagination: violence inflicted by men upon women closes out these visions of the pampas alongside that inflicted by men upon animals, Europeans on indigenous peoples and Unitarians and Federalists. Perhaps the principal absences from this list are the hunger wars. They feature at the beginning of El matadero by Echeverría: during a famine, cows arrive at the slaughterhouse and the butchers, offal women and children all get involved in the slaughter. This was the romantic vision of slaughterhouses at the time, more like the residents of a small town chasing down cows escaped from a tippedover lorry to slit their throats and gut them by the road in 2002 or 2016 than a modern slaughterhouse. Perhaps the blood of hunger and how it is managed has watered the roots of the Argentine imagination.
In Carne [Flesh], one of the most popular Argentine films of all time, Isabel Sarli is chased through a meat packing warehouse and raped on top of a side of beef.
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T he L iTToraL A singing tree trunk. A cockerel stabbing itself in the heart, probably for love. A hen running away with treasure in its beak. Geographically, the pampas merges with the littoral and the rivers reach into Buenos Aires. In the exhibition, Idilio criollo [Criollo Idyll, 2019] by Laura Códega (p. 136) continues the tree and gaucho motif and the violent relationship between animals, men and women but with a playful, cynical tone that makes a connection with a central theme of the littoral: a mixture of the anthropomorphic, the zoomorphic and nature. The animist atmosphere may be connected to Guaraní mythology, for instance the figures of the Carau, a man who transforms into a bird when he enters the swamp, the Pitagüa, a shrill, evil woman who can transform into a bird or the legend of the Paraná, an enormous mass of water that emerges from the body of a beautiful woman. The magic of the river appears in dreamy drawings from the 1940s of witches’ Sabbaths, tributes to gods and fantastical creatures imagined by a young Leónidas Gambartes, and continues in subsequent sculptures made from chrome on plaster, among other artworks. There is no doubt that El ídolo [The Idol, 1944] (p. 137) was a cornerstone of his magical thinking in which the fantastical imagination, be it stone, earth or vegetable does not just emerge from the swamp but is actually a part of it: character and landscape are one and the same. The inter-mingled visions of the littoral territory may arise out of the sensation of being in the riverscape where the ground is always shifting and land becomes water only to re-emerge as land
once more, where solids become liquid as the earth slides harmoniously into the water to be dissolved in the river. Here, elements change states, as seen in Juan Pablo Renzi’s simultaneously solid and melted cube, Cubo de hielo y charco de agua (objeto) [Ice Cube and Puddle of Water (Object)], from the series “De representaciones sólidas del agua y otros fluidos” [On Solid Representations of Water and Other Fluids, 1966/2009] (pp. 246-247). The constantly changing amalgam is not just visual and emotional but also material in the brown, clay-like oils of the series “Litoral y CocaCola” (2009) by Claudia del Río (p. 135). Everything changes and is part of the whole. A character on a page flows into another character in the next in the series, a muddy current joins a sea horse to spider-like leaves, octopus creatures with diamantine monoliths, heads of women with subversive bottles of Coca-Cola. The river is all of its potential shapes and characters and also none of them. It is the snaking earth, continuity, a gentle flow that might break its banks at any time, whose forms repeat to create new ones. The river is everything. ‘In the beginning, there is nothing. Nothing. The smooth, golden river, without a single ripple, and behind, low-lying, dusty, in the nine o’clock sun, its bank sloping gently downward, half worn away by the water, the island.’15 The blended littoral, a continuous line that brings together figures and landscapes, nature and culture, earth and water, is almost the opposite of the vertical, deeply rooted figures of the Pampas (the thick roots of the ombú, the foundations of the tower or 15
Original version p. 132.
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the haughty pride of man) punctuating the straight, unmoving line of the horizon. Just a few miles away, gravity works differently. The metamorphic lightness and freedom of Del Río with her holistic monochrome may be inherited from works by Aid Herrera (1905-1993) and Juan Grela (19141992) (p. 146) from the seventies and eighties and the white lands of María Laura Schiavoni (1904-1988) (p. 134) from the fifties. Herrera’s curved line is supported only by its ability to transform, with an enviable spontaneity so natural that it seems both real and plausible: a woman becomes a flower, a flower a bird, a bird a woman, and a woman a vase with other flowers. This intentionally simple, natural metamorphosis – reminiscent of Del Rio’s ‘Corn Boy’ series – is occasionally brusque in its leaps of scale and colour but never loses track of recognizably real creatures. In Grela’s works, both the line and the creatures are more lyrical, the curves and counter-curves combine colours and balance scales. The combination of the recognizable and the fantastic takes the eye on a trip down a peaceful but fantastical river. The sensations conveyed by Aid are, contrast, those of a sunny picnic with butterflies fluttering all around, children jumping into the river and teenagers laughing as they drift with the current. Del Río’s other precursor, who portrayed the river as a monochromatic mass, a holistic whole, and whose influence can be seen clearly in the mixture of emotions and mental images, mist and uncertain shapes, is María Laura Schiavoni. The unruffled, golden river that appears in Saer’s stories is converted by Schiavoni into a limitless 296
entity, an absolute state. Her work veers toward a conceptual approach to painting that encompasses all the possible ways in which to paint a river, in contrast to the nothingness of the pampas that awaits the vertical line from which the imagination can take flight. A sibling to Schiavoni’s white, nebulous, mental river, a protective, serene space, appeared almost a quarter of a century later during the turbulent period of 1976, in Nostalgias del Paraná [Nostalgia for the Paraná River] by Juan Pablo Renzi (p. 133). The violence of the littoral captured by the works in this exhibition isn’t as raw as the beatings, slit throats, bones and guts of the pampas. Some it is latent, such as the threatening fish in Tigre depicted by Fermín Eguía (p. 139). Others portray strange elements invading pastoral images, such as the Cristos enfermos en las ruinas jesuíticas [Sick Christs in Jesuit Ruins, 1994] made during the HIV crisis by García Sáenz (pp. 142-143), and the white cloud following the Explosión del vapor Fulminante [Explosion of Fulminante Steam Boat, ca. 1877] in the Tigre Delta, by Antonio Somellera. Finally, some artworks address the relationship between natural beauty and the drama of dark periods of our history, such as the solitude and sadness that can be perceived in Litoral (1955) by Grela, the aftermath of the battles of the Paraguayan War in the panoramic landscapes of palm trees, rivers and plains of Cándido López (1840-1902) (pp. 140-141) and Renzi’s aforementioned Nostalgia del Paraná. The final selection for the littoral section enters into the territory of Misiones with three pieces by contemporary artists: Mauro Koliva (1977), Mónica Millán
(1960) and Florencia Bohtlingk (1966) (pp. 248-249), accompanied by Carlos Giambiagi (1877-1965), Horacio Butler (1897-1983), Fermín Eguía (1942) and Josefa Díaz y Clusellas (1852-1917). Before we reached the jungle, our relationship with the river was more contemplative, for instance in the cases of Gambartes and Grela. In the lush undergrowth, everything is alive with movement. Everything moves around everything else creating complex ecosystems with a vibrant formality that can be hard to fully take in. Nube Elefante [Elephant Cloud, 2019], Koliva’s ecosystem, is almost a fantastic dimension unto itself. A combination of a seabed and a rainforest where everything overlaps and intermingles: none of the creatures, arteries, organisms or eggs living within are solitary or isolated. Everything is enhanced and interconnected. These extremely organic forms, saturated colours and fictional biological entities may contain recognizable fragments or variations upon earthly species but they could just as well be from another planet. The pieces by Millán, such as El vuelo trémulo de las mariposas entre las flores quejumbrosas y las aterciopeladas hojas [The Fluttering Flight of Butterflies among the Irritable Flowers and the Velvety Leaves, 2015-2016] (p. 148), also overflow with abundance. Not just because their compositions stretch on infinitely within the space (be it the plane of a drawing, a painting or a tapestry) but because of the potential expansion of a time distilled (be it the time of the artist’s journeys and expeditions, her archive of natural forms or her use of the material; the time infused in the naturalists’ laminates she uses as a reference or the ancestral time of Guaraní weaving, which influenced her).
Her artworks, like the jungle, are closed spaces where forms can accumulate. Her repertory easily stretches into abstraction before returning to figurative images, both of which are a part of its identity. But they are also a landscape whose forms move and grow with a buzzing formal busyness. Their degree of exuberance only appears attainable in a meditative state, as though one needed to achieve a hyperconsciousness to be able to see, listen to and recognize each and every part of a sensory plane. Her work stands as holistic detailed ethics. But Millán does not just address territory as it relates to nature; for years she has also included social issues, working with weavers from the Paraguayan town of Yataity, who are the main influence on her tapestries. Bohtlingk also addresses social issues in her single inalienable universe, mixing them with the natural world in the land of Misiones. In this case, La boca del infierno [The Mouth of Hell, 2019] portrays contemporary Brazilian migrants emerging from the depths of the jungle to occupy cleared Argentine land (pp. 144-155). With machete and pot in hand, these families of settlers snake like a human river the same shade as the red earth around other families of parakeets, monkeys and plants. To enter the jungle, Bohtlingk does not extrapolate on dimensions of nigh-on pure fantasy like Koliva, or adopt the equal, harmonious order of Zen thinking like Millán. Striding through the blurry green curtain of the Misiones jungle she approaches and draws back at the same time: in the same painting she precisely outlines a fern leaf while leaving another green blur intentionally unfinished. She thus conveys the physical sensation of these extreme stimuli: confused 297
sensations giving way to high definition detail. Sometimes she is abstract, sometimes she introduces camouflage or sudden changes of colour, with free, variable brushstrokes. Bohtlingk’s jungle is a spectacle full of animals, plants, characters, rhythms and states that are no longer part of the human catalogue but rather the jungle itself. Several different things happen at once: a plane of green swamps everything around it, flashes break out suddenly and impulsively and the light illuminates unsuspecting things, bringing an unexpected sense of calm. It is a jungle seen at first glance, an open wilderness that allows the obsessive, possessive entrance of strange, exquisite details that shift between reality and fantasy. In the jungle, the dividing line of the horizon has disappeared, as have the defining curves and bends of the river. The jungle is 360°, lines come together and overlap, colours blur and parts of different organisms stand out. Its depth is purely physical and it is always moving depending on one’s focal point and how and for how long one is there. These artworks could go on growing indefinitely but also seem to take up all the available space on the real plane. Because their imaginative space is not dependent on a medium, they are sensually infinite. This potential vastness brings the immensity of the jungle closer to the pampas as its wild version. T he N orThwesT Where the pampas presents an unremitting straight line and the littoral follows the playful curves of the river into the dense jungle, the Argentine northwest presents 298
a clear-cut profile with well-defined, rhythmic jags and solid volumes. It might be the line that separates the mountain-side into different colours – separate geological layers – or the more whimsical peaks and troughs of the mountain range which look not unlike an electro-cardiogram. This vector, somewhere between a striation and a bisector, marks the beginning of figures that appear to have been painted by the wind and the years, or by Pre-Colombian, colonial or contemporary gods. In the artworks by Pancho Silva (19512017), the line becomes a metaphysical halo around each stone, distinguishing it from the ones all around it. Each is a character unto themselves but also a link in a chain: a strain of the DNA of the grand Andean family (p. 176). The line also makes visible the rhythm of the female and male bodies rising and falling, holding hands in one of the tapestries by Carlos Luis “Pajita” García Bes (1914-1978) (p. 177). The trail left by the dance movements in Pim-Pim (1977) is reminiscent once more of mountain chains and also of small waves. Where the first analogy for the pampas was the sea and the river appeared in different forms in the littoral section, water also makes an appearance in the Andes, through its absence in Centinela de piedra [Stone Sentinel] by Julio Suárez Marzal (19061972) – where there are no clouds or greens; no trace of water – or the twisted algarrobo trees growing in the stone in works by Calixto Mamani (1938-2010) (pp. 250-251). But the waves of the mountains are also a visual cure: its lines soften into a more gentle continuous cadence in the oil
paintings of María Martorell (1909-2010) (pp.178-179) or Cordillera de los Andes [Andes Mountain Range, 1981] (pp. 182183), the voluminous tapestry by Martha Forté (1931). Dualities between hard and soft, mountain and water, tapestry and stone, mud and ceramics become apparent in the northwest. In contrast to the other two regions, in this area traditional techniques still influence and attract. In the artwork Brealito (2019) by Guido Yanitto (pp. 180181), liquid and stone join together in a video about the Brealito Lagoon that is echoed by an immense tapestry with a pattern representing water.16 The latter also makes clear that the technical process of its construction was centred around an intentional error, a series of glitches, to create another duality: that between a centuries old technology and contemporary digital images, between the artist’s design and the physical work of the weaver. Placed in front of Yannito, Mamani performs a different kind of translation, as though he were trying to replicate the valleys, cacti, algarrobo, people, insects, magical and mythological beings, materials – stones, clay, trunks and leather – of a visual world on both real and fantastical scales so as to assimilate the powerful characteristics, textures and tangents of the place where The artwork is inspired by superstitions about the Brealito Lagoon in the valleys of Salta. Among other stories, for example one about a flooded city like the story of the city of Esteco (which was located close to the city of Salta and destroyed by an earthquake and its subsequent flood in the 16th century). The geometric pattern used in the tapestry is the same as that in one by Pajita García Bes called Sirena de la Ciénaga [Mermaid of the Swamp]. Another tale has it that mermaids live in the Brealito Lagoon.
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he was born and lived. The succinct line in the paintings of Carla Grunauer (1982) – which make use of contemporary materials such as polystyrene to mimic other age old ones such as stone – creates twisted anthropomorphic creatures, each strange and unique although they appear to belong to the same family. They are contrasted with the totemic geometric beings sculpted by Elsa Salfity (1931-2004) (pp. 250-251): repeated, identical forms laid out like a mountain range to echo García Bes’ pim pim dancers. In El recuerdo [The Memory, 1943] by Alfredo Gramajo Gutiérrez (p. 185), the relationship between anthropomorphism and mountains is consolidated by the obvious agreement between volumes and colours and the proximity of the two weeping willows and the pile of rocks next to them, which acts as both gravestone and as a metaphor for a small mountain. Going back to the colonial period, the identification between the Virgin and the mountain (the Pachamama) may well be the source of the association between Andean topography and the female form. In this exhibition, a triangular Virgin of Pomata (p. 187) refers to the conflation of the female form with the territory as the hub of struggle between indigenous and invasive cultures. On this wall, the arrangement is crowned by a colonial Virgin that slopes downward on each side in a pyramid, Josefa Díaz y Clucellas and José Antonio Terry use religious motifs to paint the local landscape. In Virgen de Lourdes [Virgin of Lourdes, 1889] by Díaz y Clucellas (p. 186), the original ancient stone-grey cave on 299
the River Gave de Pau where Bernadette Soubirous had her mystical meetings with María becomes a brownish landscape more similar to the banks of the Paraná than the Pyrenees. In Terry’s case, as though in a fortuitous, proto-surrealist encounter, a beautiful, naked Magdalena (1927) is the protagonist of the Puna landscape (p. 188). Placed in front of these mountain-women arisen out of the religious imagination are another three women linked to the earth and another associated with more fantastic realms in a triptych made up of Raquel Forner (1902-1988), Denise Groesman (1989) and Xul Solar (p. 254). Although in the forties, Forner tended to use analogies from human history and culture and the natural world to dramatize the plight of women (the Towers of Babel, allegories and ruins with stone women, plant women, or star women), in the piece Estudio para símbolo [Study for Symbol] the naked female body is stalked from behind by a creature of earth or stone in an unambiguously violent scene. In the work by Xul Solar, a female form standing among breast shaped mountains and labial caves meets a worm creature in a kind of paradise. She has long arms but no hands while several small hands creep up from one of the mountains behind. In addition to the complex symbolism, it would appear to be more a scene of erotic courtship than harassment. Somewhere between Forner’s encroaching violence and Xul’s mountainous voluptuousness, Denise Groesman’s underground game of couples is more ambiguous. Hidden as though they were in a tunnel or a catacomb, a dark creature approaches a diaphanous woman, a hole-filled zombie hand reaches 300
out from its burial mound while another lights up the woman’s reproductive organs: something buried but that incubates life, an electricity that feeds said life. A snail – the lunar symbol of regenerative cycles – crawls over the woman. The vision of the couple is threatening but also erotic, flirting with ideas of death, birth and growth. A History… ends its journey with a return to the wet pampas and the figure of the captive. Similarly to the artworks from the northwest, which encompassed the realms of religion and fantasy, once more a pair of walls presents a binary comparison of portrayals of the female body. One of them opens with portraits of Ilse Fusková and Liliana Maresca (pp. 211, 255), who in the eighties sought to free themselves of inherited stereotypes of the female body in a series of nudes next to objects such as a squash or pile of rubbish that seem to both jar with the image and bring it into focus. Direct activism through the deliberate deformation of the female body to examine and re-think women’s bodies moves on to androgyny on the next wall which transcends conflicts over the female form to directly challenge rigid binary structures. Although there have been plenty of androgynous precursors – represented in this exhibition by the wasp woman with duck hands (1916) by Emilio Pettoruti, the abstract eroticism of Xul Solar in 1919 (p. 254), or the extra-terrestrial coupling from the Entes extraños - Subserie Erótica del ser Beta series [Strange Entities, Subseries – Erotic of the Beta Being, 1970] by Elda Cerrato (p. 255)– in the work of artists such as Ad Minoliti (1980) and Florencia
Rodríguez Giles (1978) it becomes a contemporary political tool in the struggle for the freedom of the body. A struggle that seems today to have engaged society more than ever: levels of participation are higher than those seen during the struggles over the land, its health and productivity, the hunger and exclusion produced by barbed wire or the battles still being fought by indigenous people. The powerful image that appears on the third wall is a mural dedicated to La cautiva [The Captive] by Juan Manuel de Blanes (p. 216). In general captive women have been represented in either broken or sexualized form. In this case, she has fled from herself: her spirit has been extinguished, she kneels in the middle of the pampas staring blankly. He – the ‘savage’ – observes her patiently, almost anthropologically: she is the other. This captive may well be the most monogamous one in the history of Argentine art, a statement that the binary opposition seems impossible to span given the difference between the cultures. On a corner of the same wall, Victoria Ocampo observa la vuelta del malón [Victoria Ocampo Observes the Return of the Raiding Party, 2011] by Daniel Santoro, which directly cites La vuelta del malón [The Return of the Malón, 1892] by Ángel Della Valle, reminds us that these set images were a way of consolidating a narrow version of history. It is an effective way of summarizing the narrative of the conflicts that ended up benefitting the landowning classes, owners of the fertile land whose possession was consolidated by the indigenous genocides of the second half of the 19th century, while
the cultural heirs of this official history, to whom said benefits were passed down, look on objectively and studiously through the windows of their modernist houses – like paintings of the world. Between these two re-imaginings of images from the past hangs an engraving from the first half of the 20th century of a naked captive with her back turned by Catalina Mórtola (1889-1966). Her identity, features and emotions are hard to read. Could this, as perhaps indicated by her hair, features and the colour of the paper, be an indigenous captive, or might her race be a curatorial fiction? If she is indigenous, she may be one of the few, or perhaps the only one of her kind when in fact it was far more common for indigenous women to be enslaved and raped than white women.17 Mórtola sees the classic figure of the other and femininity as interchangeable while Minoliti disarms the binary conflict between both man and woman and humans and the other (p. 241). In an androgynous fantasy, a creature with black curves, apparently kneeling down, is placed in a desolate landscape with a creature with a large pink trunk. The formal structure that it both replicates and undermines is similar to the one used by Blanes a hundred and fifty years before: a binary motif concerning the idea of the other surrounded by a natural landscape. The binary ramifications of this wall continue with the dreams of housewives from the forties threatened by turtle-headed trains in a collage by Grete Stern (1904-1999) (p. 210) or the prostitutes criminalized by the police and pimps in a See Gamerro, Carlos, Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, p. 111.
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series of captives by Fátima Pecci Cariou (1984), among others. Amid these harassed and eroticized virgins, female bodies and binary opposites, a final adobe wall appears on which Biodélica (2018) by Florencia Rodríguez Giles can be found, in which a group of androgynous beings, animals, plants, bones and amorphous energies engage in an orgy on the soil of the pampas (pp. 214-215, 256). Horses are motorcycles, bolas smile with braces and the territory is wiped clean and fertilized once more. Where Echeverría’s La cautiva began with a savage orgy and ended with a flight that preserved the white, heterosexual couple, the piece by Florencia Rodríguez Giles, with its coming together of androgynous creatures in the wetlands, inverts the ending celebrating ‘order restored’ to return to the bacchanal as the origin scene for a new conception of ‘us’. By replacing traditional forms, everyone becomes the ‘other’ or rather everyone becomes everything and nothing and nobody is left out. Although sexual energy is a major ingredient, it is not necessarily a sex scene. In this imaginative space, even the bacchanal can suggest new forms of community and politics. From the central vulva springs new fruit that returns water to a horizontal, humid pampas. The idea of the vertical, desert pampas is rejected in favour of the creation of a new kind of fertility on Argentine territory. The country is no longer the familiar pastoral one with huge moons and long afternoons, nor that of gates and barbed wire, it is a field open to the imagination that is reborn but not from out of a void. Rodríguez Giles artwork is a trans-temporal threshold that 302
revels shamelessly in the thrall of alternative dimensions while still providing an organic account of the country’s past and its geography and offering a confident vision of the future. These hybrid figures inserted into the landscape do not just undermine genders, they go further: they take inherited forms and dismantle them in order to encounter new visions. ‘What power does one draw on to create a community, a raiding party, a combative stance, an expression of collective desire?’ One of the potential answers to this question asked by Verónica Gago in the text accompanying the exhibition Biodélica by Rodríguez Giles, could be the power that comes to us when we take ownership of time. Not just the time ‘of the collective imagination of a community being invented here and now’, as Gago describes it a few lines later, but also that of the collective imagination we have inherited so as to cherish, dismantle and drive it into the future as both continuity and reconstruction. In a present with walls springing up everywhere we can use tradition as a catapult: we can pull back a little to launch the projectile as far forward as possible. Tradition may well be a dark rock that shines only when polished by the time of which we have unhesitatingly taken control. The past cannot be changed but history can be reimagined and reformulated in order to shape the future. n
TE RRITORI ES FLOODE D W ITH I MAG I NATION By Alejandra Laera
The imagination recognizes no borders. Where maps define, separate and draw lines, the imagination flows up, overflows, connects. Where on a map the frontier appears to narrow, to become more recognizable and clear, the imagination swells, blurs and diverts. The territorial divisions, which in so-called political maps are an administrative matter, appear in the more colourful ‘physical’ maps as variations in the terrain. This is where the territorial imagination comes to the fore: not only freed of the arbitrariness of provincial divisions, but even blurring the regional geographical indistinctness. Qualities and images, landscapes and characters, motifs and metaphors, legends and traditions but also history and politics: all of these elements stimulate some kind of territorial imagination different from others, although they overlap and blend with one another. Doesn’t that sound like the Argentine pampas? The very image of the desert in all its solitude? And isn’t it solitude that inspires the imagination in the Puna mountains? But there are two different kinds of solitude: that of the pampas and that of the northwest. One is open, the other closed off. One is sheer horizontality, as Domingo F. Sarmiento captures so well in his seminal Facundo (1845), attracting the carnal forces of the earthly beyond: danger,
Indians, horses, perhaps even death. The other, all altitude and verticality, is described in Sueños y vigilias (1865) by Juana Manuela Gorriti, attracting the spiritual forces of a celestial beyond: faith, the soul, virgins, and death too. This is why in the pampas everything has the potential to sweep you away: from the wind to the indigenous raids known as Malón. Even civilization itself. In the puna, in contrast, everything is preserved: from traditions to ideas and beliefs. In fact, in the pampas the Indian has been seen as an invader who needs to be conquered (the vast iconography and proliferation of accounts of the so-called conquest of the desert of 1879 served to ensure the demonization of indigenous peoples), while in the puna they are considered residents with whom one lives, or employs (resulting in a restrictive oral, lower class tradition). What happens in the realm of the imagination that inverts temporal logic and, contradicting the scientific evidence that time passes more slowly closer to the earth and faster at altitude, makes it associate speed with the plains and lethargy with the mountains? It’s as though the former were the horse and the latter the mule, two iconic animals in those respective imaginative worlds, which in turn dictate how one experiences time. The imagination seems to have granted sloth to the inhabitants of the plains only in the motif of the indolent gaucho. These kinds of paradox, contained within the way we experience and measure time, exemplify the divergence between nature and culture, making clear how different historical and political factors have affected the development of our imaginations and 303
the imposition of some groups over others, particularly in our literary and artistic output. These imaginative approaches were crucial in making the pampas of the 19th century the quintessential national territory, reducing the northwest to the idea of the mountain range and the littoral territories to that of the jungle. But other concepts also went by the wayside, losing out in disputes over territorial meaning (for instance one sees texts from late 19th century arguing that mountainous territory offered an alternative tradition to that of the pampas), either because they were gradually marginalized (such as the experience of women described in Sara Gallardo’s Enero, the littoral culture seen in Río de las congojas by Libertad Demitrópulos, or the northwest of Dos veranos by Elvira Orphée), or dismissed as regionalism (there is still work to be done to properly defend Manuel Castilla or Francisco Madariaga from such a charge). Exploring the literary imagination presents me with the challenge of embracing a diverse array of alternative imaginative approaches, some of which are complementary, others so contradictory as to be irreconcilable. It means identifying tensions but especially new synergies between different aspects, characters, figures and elements that the weight of tradition has all but buried entirely. I would like to trace new potential paths through the territorial imagination, paths that don’t begin with the classic image of the desert presented by Esteban Echeverría in La cautiva (1837), and follow them through history to the present day, stopping at the forks and revealing the cracks (the fleeting glimpses of captive indigenous 304
women, and indigenous people by adoption). Paths that, instead of beginning with the extremely familiar, all-powerful Sarmiento waging his campaign against barbarism, begin with an equally powerful but much more stimulating Sarmiento playing with what is over the horizon, what can’t be seen but only imagined (what Lucio V. Mansilla set out to find and then described in his account Una excursión a los indios ranqueles in 1870). I seek to follow paths that don’t always begin in the past, when the nation was being forged but that could easily begin in the present: the lustful women of Gabriela Cabezón Cámara and the indigenous people with whom they found happiness on the islands of the Paraná river; with Selva Almada’s intense young women, who see their riverside heritage incarnated in their bodies and clothing. These, then, are paths untrodden by the course of the modernization that cut swathes through the pampas with both technology and literature. It is a question of returning to the journeys made through the pampas by British travellers in the early 19th century, or immersing oneself once more with Horacio Quiroga in the jungles of Misiones. It is a question of following indigenous paths through the puna (as Héctor Tizón was forced to do when he headed into exile), or drifting with the currents along the Paraná river (as Roberto Arlt did when chronicling his journeys). These paths might well bring us to a new form of territorial, literary imagination, one that is not inherited or even re-evaluated but actually new: the water-soaked imagination of the littoral, the soaring imagination of the northwest; an emotional, intelligible imagination that
encompasses the parched but virile pampas desert (which can only be made productive when exploited in unnatural ways), one that meanders through these regions like rivers or seeks out nooks and crannies like the twisting mountain gullies only to return to the pampas refreshed and newly fertile. A greener pampas with one or two high points, as César Aira describes them in his novels. Although the first literary incarnation of the desert appeared in Echeverría’s account of a woman captured by Indians in the foundational poem that had a major impact on his peers and was hailed as the first Argentine classic, this initial association of the national and the feminine gradually lost its allegorical strength. When the captive reappears in La vuelta de Martín Fierro (1879), part two of a truly national poem, she wouldn’t be the one to rescue the man; instead she is rescued by a gaucho. While Fierro is exercising his physical strength to get rid of the Indian once and for all, there is a minor scene almost lost amid the fury of the masculine contest: the woman throws herself on the Indian and hits him when he’s just about to kill the gaucho. The entire episode narrated by Fierro, near the beginning of La vuelta... is doubly illustrative: it features the replacement of the woman as the symbol of the nation with the gaucho, while also obliterating the strength of women, their agency, as part of the process of subduing the Indian. Argentine literature of the 19th century is full of dead children, with the exception of Fierro’s children, who lose their mother but regain their father at the end of the poem. Women captives at first have their sons and daughters forcibly removed and then, like
the featureless plains they used to symbolize, are commandeered by a gaucho driven off his own land who is now symbolically anointed by the brave but passive figure of the woman in La vuelta: the nation has started to think of itself as masculine. I would argue that this process, which began with José Hernández and Martín Fierro and was fully consolidated by the early 20th century, saw the imaginative world of the pampas become both national and masculine. When, in the light of these initial scenes from the pampas, we talk about the territorial repertory of the imagination we can see as corollaries two ideas developing. The first is spatial: the literary murder of the Indian by the gaucho coincided with the military campaign against indigenous peoples, which began that same year, 1879, and also with the posthumous publication of El matadero at the beginning of the decade. Originally written by Echeverría in 1839, it represents the first use of the space as a metaphor for the Republic. Already it features, like the gaucho scene on the open range, hand to hand fighting, bestial behaviour, knives, bolas, beatings, chases, blood, guts and death. In this political superimposition we see the slaughterhouse worker leave the literal space where animals are slaughtered and lend new meaning to the bloody history of the past (opposing factions, military campaigns, political crimes, identity-based persecution, cultural violence, torture and economic exploitation as described in a poem by Hilario Ascasubi). However, it also creates a metaphorical space where it is just as ideologically sound to place the future murders that would 305
be documented in both testimonials and fiction (a place also occupied by the jungle in an account by Rodolfo Walsh). The other concept is bodily. I suggest that in the same process by which the gaucho is crowned as a national archetype, the captive woman (from Echeverría to Hernández) is liberated from restrictive historical circumstance and thus becomes more flexible, making her able to encompass different meanings of captivity, be they social, political or cultural (as can be seen in the poetry capturing the emerging sensibilities of Alfonsina Storni or Alejandra Pizarnik, or as seen in testimonies of women imprisoned during the last military dictatorship). Captive women, who appear throughout the country during different periods of history saw their very bodies become territory: a territory that needed to be urgently regained; the sensory territories of desire and pleasure whose power is projected into the future. This survey, featuring a wide variety of texts that have together come to form the imaginative literary universe of Argentine territory, is not an effort just to displace generally familiar literature and so to create new clichés and biases; neither is the goal merely to denounce what has gone before. It is simply an attempt to use literature to capture other concepts that lead to more fertile, more ecological and more community-based imaginative approaches. This requires leaving to one side the idea of mainstream and marginal texts and reorganizing the whole so as to create new encounters. Exercises of the imagination change the present and impact the future. Discovering the southern riverside pampas with its horses, cows and gauchos. 306
Emphasising the dampness of the pampas that flows out from the Paraná. Touring the jungles of Misiones and the puna mountains of grasslands and invention. Capturing the nuances of the religious tales of the northwest and exploring how they merged with stories of women being captured on the plains. Exposing the slaughterhouses. Imagining new potential territories. *** The selection of fragments made for this book seeks to create a dialogue and place in perspective the works featured in the exhibition A History of the Argentine Imagination. Visions of the Pampas, Littoral and Northwest from the 19th Century to the Present Day, curated by Javier Villa for the Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. I have given priority to those that best illustrate the concepts and connections shared with greater or lesser degrees of clarity by art and literature. The literary curatorship occurred over two stages. The first consisted of making an extensive, extremely varied selection of fragments that seemed to me to be relevant because of the texts they came from, and because of their author and what they represented. This marked the beginning of the dialogue and connections between the fragments, the different sections and the texts and artworks. The second stage, which was much more difficult, consisted of making a definitive selection, trying to bring order to the fragments so that they formed a logical argument and also
deciding where and when they should appear in the book. The objective was to create a sequence of readings that included a set of leitmotivs through which the continuities, variations and transformations that occurred from text to text would grow clear along with the strange synergies that become apparent when one discards a chronological reading and focuses on the varied modulations of the literature and its conversations with the other arts. I would like to thank all those who contributed to this process and who in their different ways made it possible to carry out a task that required greater material and symbolic effort than may immediately be apparent: at the museum Victoria Noorthoorn, Gaby Comte, Javier Villa, Eduardo Rey, and Martín Lojo; elsewhere, Karina Boiola and Gonzalo Aguilar. Finally, I would like to thank the authors or their relatives who so generously allowed their texts to appear in the selection. n
TH E PA M PA S
’T was evening and the hour/ that the sun gilds the tower/ of the Andes. The Desert/ beyond measure and inert,/ mysterious at their feet/ outstretched; sad its pall,/ as solitary and silent/ as the sea, when for a spell/ nocturnal twilight/ reins in their lofty suite. Esteban Echeverría, The Captive, 1837 p. 56 (*)
Now, I inquire, what impressions must be made upon the inhabitant of the Argentine Republic by the simple act of fixing his eyes on the horizon, and seeing nothing?—for the deeper his gaze sinks into that shifting, hazy, undefined horizon, the further it withdraws from him, the more it fascinates and confuses him, and plunges him into contemplation and doubt. What is the end of that world which he fainly seeks to penetrate? He knows not! What is there beyond what he sees? The wilderness, danger, the savage, death! Domingo F. Sarmiento, Facundo [Facundo, or Civilisation and Barbarism], 1845 p. 56
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Those who have described the Pampas in the belief that all their immensity consists in one vast plain—how much they have mistaken the matter! Poets and scientists have all been in error. They idealized the landscape of the Pampa (which I, in the interests of accuracy, call Pampas in the plural) and its real landscape offer two completely different prospects. Lucio V. Mansilla, A Visit to the Ranquel Indians, 1870 p. 73
At this time of day the pampas nauseate like a sea. Baldomero Fernández Moreno, ‘Argentine Twilight’, 1919 p. 75 (*)
In that motionless sea, as in the one with tossing waves, objects are visible at a great distance. No sooner does a black dot appear on the horizon than it is spotted by the eye. Little by little the object draws near, and takes on outline and shape.
This land was sea/ of salt and foam./ Now swell of sheep,/ voice of oats.// More than earth you are sky,/ land of ours./ Pure sky serene…/ Pure sky.
Eduarda Mansilla, Pablo, or Life in the Pampas, 1869 p. 76 (*)
Oliverio Girondo, Field of Ours, 1946 p. 74 (*)
What see you yonder? The pampas/ whose reaches open further still?/ Yon winding silver glittering rill?/ The canvas where the Indian camps?/ Or that vast and grassy sea?/ You look out yonder far afield,/ beyond that homely wooded stand/ on the remote horizon’s band,/ as in a magic mirrored weald/ at what is and what will be.
[he] thought that the stock metaphor comparing the pampa to the sea was not altogether false. Jorge Luis Borges, ‘The Gospel According to Saint Mark’, 1970 p. 75 . . . and beyond is a vast expanse of what, at first, very much resembles the ocean, but which one soon recognises as the vast plains of Mendoza and the pampas. Francis Bond Head, Rough Notes Taken during some Rapid Journeys across the Pampas and among the Andes, 1826 p. 75 308
Bartolomé Mitre, ‘To an Ombú in the Middle of the Pampas’, 1842 p. 77 (*)
And if after bitter absence/ a gaucho returns to his ground,/ he casts his cares to the wind/ when in the distance he perceives/ the ombú, solemn and single,/ of gallant and lovely bearing,/ to the clouds above repairing/ like a lighthouse on these seas. Luis Domínguez, “El ombú” [‘The Ombú’], 1843 p. 77 (*)
The house where I was born, on the South American pampas, was quaintly named Los Veinte-cinco Ombues, which means “The Twenty-five Ombu Trees,” there being just twenty-five of these indigenous trees — gigantic in size, and standing wide apart in a row about 400 yards long. The ombu is a very singular tree indeed, and being the only representative of tree-vegetation, natural to the soil, on those great level plains, and having also many curious superstitions connected with it, it is a romance in itself. William Henry Hudson, Far Away and Long Ago, 1918 p. 78
Definitely not . . . The ombú? . . . Not on your bloody life . . . They’ve pulled down everything, because they were owners . . . But the ombú doesn’t belong to them. It belongs the land . . . Dammit! Florencio Sánchez, The Gringa, 1904 p. 79 (*)
What is the day, what is the world when everything inside you shakes? The sky darkens, the houses grow, merge, lurch, the voices rise, swell, become a single voice. Stop! Who screams like that? The soul is black, the soul like the landscape in a storm, without a light, silent as a dead man beneath the ground. Sara Gallardo, January, 1958 p. 80 (*) The whistling goes on and I’d let it/ go on forever/ because I want it to tell me,/ even if there are no sweet words,/ that I am home/ that the desert is an imaginary line/ and that it doesn’t run through me. Alicia Genovese, The Line of the Desert, 2017 p. 80 (*)
Patching up gauchos’ baggy trousers worn by sweat and the rubbing of stirrups is unpleasant; darning shirts is boring, but a dress, a dress contemplated a thousand times, tried on, unmade and remade, its final shape appearing in the hands, a dress is something else. Sara Gallardo, Enero [January], 1958 p. 80 (*)
The sun quickly stopped being golden, stopped licking us and drove itself under our skin. Things were still casting shadows almost the whole time, but now the noonday sun was beginning to sear, it was September and the ground was cracking 309
... with the tender green of new shoots. She put a hat on and put one on me and that was when I got to know about life out of doors without blisters. And the dust began to fly: the wind brought us the dust whipped up by the cart and all the dust of the surrounding land, covering our faces, our dresses, our animals, the whole cart. [ . . . ] The first price of all this happiness was dust. I, who had lived whole within dust, who had been little more than one of the many forms dust took there, who had been contained by that atmosphere (the land of the pampas is also sky), began to feel it, to notice it, to hate it when it made me grind my teeth, when the sweat stuck to me, when it lay heavy on my hat. We declared war on it fully aware it’s a war we always lose: our foundations are in dust. But ours was a day-to-day war, not a war of eternities. Gabriela Cabezón Cámara, The Adventures of the China Iron, 2017 p. 81 (*)
Everything, moreover, smiled on him. His situation grew more favourable by the day; the collapse of his fortune, the hole left in it by the senseless expenditure of a disordered life, were fulfilled little by little. In the meantime he had managed to pay off the mortgage on his ranch. With the increase in the livestock that year and the profits from the wool he was now stocking up, he hoped to secure his Andrea’s fortune and, free of irritating worries, to
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devote himself completely to the education and happiness of the little girl. Eugenio Cambaceres, Aimless, 1885 p. 82 (*)
Three years had passed since I arrived, as a simple herder, to become the owner of my property. My property! I could look around, everywhere around me, and tell myself that everything was mine. Those words didn’t mean anything. When, in my life as a gaucho, did I think about the owners of the fields where I was riding? Who owns the pampa more than a herd of cattle? The mere fact of thinking of so many ranch owners, stuck in their houses, always driven by cold or heat, scared by any danger imposed by a wild horse, a wild bull or a strong wind storm, made me smile. Owners of what? Some patches of field would appear as theirs in the maps, but the pampa of God had been mine, because their things were friends to me by right of force and knowledge. Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, 1926 p. 82
So I got down to studying. I never missed the Rural Exhibition, the auctions that follow it or those organised in other houses. Watching the animals coming up for sale, I tried to establish the causes governing their prices. Comparing my judgments with the jury’s, I registered the progress of my opinion. It wasn’t long before I was even voicing my opinion aloud. Leaning nonchalantly by the groups of real
ranch-owners, devoured by admiration and spite, I would try to eavesdrop on what they were saying. What could my feelings have to do with those of the true representatives of national agriculture? More to the point, what did I have to do with national agriculture? Words like ‘post’, ‘shed’, ‘wintering’ secretly excited me, they were magic ciphers. They bandied them about freely and easily. I didn’t dare utter them, and if I did it was with a phony casualness. The way lovers or the dissolute are often incapable of mentioning their passion. I would sometimes run into someone who was surprised to see me in places like that and, obliged to explain, I would mutter with an expression of faked reluctance: ‘I’m looking for some animals for a wee farm I’ve inherited from my father.’ Sara Gallardo, The Greyhounds, the Greyhounds, 1968 p. 83 (*)
My father, a great connoisseur of the people and things of the countryside, may not have been an excellent administrator. Thick with cattle, Rincón Viejo produced more expenses than profits. My mother thought we would be ruined and told my father to lease out the land. In the fifteen years that Rincón Viejo was leased out, I missed it like a paradise lost.
seen it grow from my spade,/ I haven’t seen it born like a young woman/ filling all the wind/ with eyes/ green and moist.// I cannot regard look at it/ as a rib of mine,/ my fist in the hollow/ that it leaves in my chest.// I cannot ask for shade for me, yet. Héctor Viel Temperley, ‘The Tree’, 1967 p. 84 (*)
Tomorrow I’ll wake up at the ranch, he thought, and it was as if he was two men at a time: the man who traveled through the autumn day and across the geography of the fatherland, and the other one, locked up in a sanitarium and subject to methodical servitude. He saw unplastered brick houses, long and angled, timelessly watching the trains go by; he saw horsemen along the dirt roads; he saw gullies and lagoons and ranches; he saw great luminous clouds that resembled marble; and all these things were accidental, casual, like dreams of the plain. Jorge Luis Borges, ‘The South’, 1953 p. 85
As evening does its face incline/ sobbing gently to the west/ there sweeps an aching shadow fast/ across the Pampas Argentine Rafael Obligado, Santos Vega, 1885 p. 85 (*)
Adolfo Bioy Casares, Memoirs, 1994 p. 83 (*)
I made no river in the land/ nor have I sweated/ enough in the sun.// I haven’t
It is the pampa, the land where man is alone, like an abstract being that will begin anew the story of the species—or conclude it. Landscape is lacking, and man is lacking; 3 11
bottomless chasms open toward the past and the future; one’s mind improvises arias on well-known themes, creating its own free, unleashed destiny. One’s body is a miracle; through its senses penetrates the breath of a novelty that quickly and nervously subsides into a cosmic weariness that falls with all the weight of the sky. The landscape of the plains, if such there is, assumes the form of our own dreams, the shape of a chimera; it becomes sterile when the dream is unworthy. Ezequiel Martínez Estrada, X-Ray of the Pampa, 1942 p. 85
At the end of the nineteenth century ranchers already viewed with nostalgia their domains of endless property that stretched as far as the eye could see. In the sixties the process of deconcentration of property had accelerated. Land had been steadily broken up among relatives – families had taken to urban living in the liberal professions, or, spurred on by legal or tax needs, had sold up after subdividing, which led to new families and investors paying for small-scale plots. Intensive exploitation was the only way to make money out of the countryside. This rationale asserted itself in absolute fashion in the eighties. Producers could no longer profit from their assets without leasing and participation from contractors. These would manage a certain number of hectares via an annual rental, or with profits from the harvest. It was sheer inertia to be talking still of the dung-scented aristocracy, given that, save in a few parts of the south, cattle had been replaced by sunflowers and 3 12
maize. For many years now the Pampas had been one huge oil-producing plant. [ . . . ] My head bursting with these stories, I set off that morning to see for myself what was left of the hut. At that early hour a procession of metallic clouds was advancing into the distance creating the illusion of car traffic. A murder of little brown crows formed a perfect v, but immediately straightened out to underline the edges of a cloud. We’re forever translating the unfamiliar into familiar terms, I thought, as the mare carried me towards that source of vapour into the wind and therefore out of the mosquitos. The day had an artificial, very white, warm light, and the air a brackish taste. The marine echo couldn’t be real, it had to be an effect of that sky, I told myself, so similar to the preparations of electricity on a horizon of water. Massive flooding released saltpetre, but the countryside had actually gained in beauty. It took me almost an hour to reach the poplar-lined avenue and the demolished hut, whose foundations survived, all covered with morning glories and dandelions woven between rusted iron bars and remains of masonry. Matilde Sánchez, The Waste, 2007 p. 86 (*)
Over there the houses have a lot more land. Some have sown fields that reach back half a hectare; a few have wheat or sunflowers, but really it’s almost all soy. Crossing a few more lots, behind a long line of poplar trees, a narrower lane opens off to the right and goes along a small but deep stream. […] They get up almost at the same time. My husband follows him outside. He sees
him glance to both sides as he goes down the steps, maybe looking for you. He sees your father as a tall and strong man, he sees his large hands hanging down at his sides, open. He stops, not far from the house. My husband takes a few steps toward him. They are close together, close and at the same time alone in so much open land. Beyond the soy fields it looks green and bright under the dark clouds. But the ground they are walking on, from the road to the stream, is dry and hard. “You know,” says your father, “I used to work with horses.” He shakes his head, maybe to himself. “But do you hear my horses now?” “No.” “Do you hear anything else?” Samantha Schweblin, Fever Dream, 2014 p. 87
I had long been chewing over the idea of going Up Country. My dealings with the Indians who came and went around Río Cuarto because of the peace negotiations under way had awakened in me an ineffable curiosity. One has to have gone through certain things, been in certain situations, in order to understand the force with which certain ideas take possession of certain men, to understand that a mission to the Ranqueles may become, for a tolerably civilised man like me, a desire as vehement as might be felt, by some clerk in a ministry, for a secretaryship at the Paris Embassy. […] All, all those who were with me scanned the horizon avidly, trying to discern something. We rode on the wings of impatience, up
to the tops of the dunes, down to their marshy hollows, dodging the thorny bushes, beneath the rays of the sun, which was at its zenith, the distance constantly increasing because of certain mistakes of Mora’s, when, almost at the same time, several voices cried out, “Indians! Indians!” And indeed, fixing my gaze out front and my imagination being predisposed, I did descry several groups of armed Indians. […] “Brother,” I said, “that will never happen, and even if it did—what harm would come out of it for the Indians?” “What harm?” “Yes—what harm?” “That, after they’ve built the railway, the Christians will say they need more land to the south, and they will want to drive us out of here, and we’ll have to go south of the Río Negro, to alien lands, because between here and the Ríos Colorado and Negro there are no good places to live.” “That won’t happen, brother, if you keep the peace honestly.” “That’s not so, brother, for the Christians say it’s best to make an end of us.” Lucio V. Mansilla, A Visit to the Ranquel Indians, 1870 p. 88
What more colouring could the brush of fancy need? Masses of darkness which obscure the sun; masses of tremulous livid light which shine through the darkness for an instant and bring to view far distant portions of the pampa, across which suddenly dart vivid lightnings, symbols of irresistible power. These images must remain deeply engraved on the soul. When the 3 13
storm passes by, it leaves the gaucho sad, thoughtful, and serious, and the alternation of light and darkness continues in his imagination, as the disk of the sun long remains upon the retina after we have been looking at it fixedly. Domingo F. Sarmiento, Facundo, or Civilisation and Barbarism, 1845 p. 89
Gently lulled by the even, rhythmic movement of the cart, the young gaucho has remained stationary a long while. He lies there in that somnolent state so sweet for mankind, when his thoughts merge reality and fantasy, dreams and aspirations, in a transparent, crepuscular glow. The wagon keeps on its way . . . Where is it going? Who is that sleeping man? What does he do? Where has he come from? Eduarda Mansilla, Pablo, or Life in the Pampas, 1869 p. 89 (*)
As if coming out of a wondrous daydream, he again saw what was around him. The Indian village was still asleep and deserted. And the contrast with the clutter of what he had dreamt made it look emptier than before, poorer and barer. It wasn’t strictly true they had not loaded themselves up with material goods of any kind. In the judgment of that self-appointed judge the white man, they were just idle brutes. Really? Was that why they treated them 3 14
so badly? Don’t make him laugh, please. Did they treat the refined, hard-working Indians who erected magnificent buildings and produced precious works of art any better? Quite the opposite. And those poor wretches who had killed themselves with work found no more consolation than looking forward to a distant future where hypocritical archaeologists would disinter their trinkets and fawn over them in learned volumes. César Aira, Among the Indians, 2012 p. 90 (*)
Faint the merriment of this hour/ when the skin and the eyes of the living/ become strength of love/ and they say here/ on the electric zone/ of the body/ on your darkest part/ I settle. Carlos Battilana, ‘The Indians of the Plains’, 2018 p. 91 (*)
I draw a line/ at the edge of the plain/ I rest my feet,/ one on each place,/ and like an aboriginal/ crushed/ by the Conquest/ I withdraw my old prayers/ reject my old language,/ return my memory to the land/ and walk,/ like spiders, or/ invisible insects,/ in search of a more elementary/ Biology. Carlos Battilana, ‘Landscape’, 2010 p. 91 (*)
I’m a gaucho, and tha’ll learn/ As my tongue shall make thi see:/ The earth it be too small for me/ and could be broader, so I own;/ Of viper’s bite I’m free/ Nor the sun my brow do burn. José Hernández, Martín Fierro the Gaucho, 1872 p. 92 (*)
I am the gentle choir/ that on the frontier nestles,/ the harmony that wrestles/ with the silence to expire;/ the thrilling air afire/ whose ceaseless roiling sigh/ makes the leaves dance and fly/ in the ombú’s generous crown;/ I am the sad guitar whose frown/ is wont to make you cry! . . . Rafael Obligado, Santos Vega, 1885 p. 92 (*)
Free and with no wage or trade,/ and honest through his life,/ he bore with the same mettle/ chest, guitar and knife. Leopoldo Lugones, Ancestral Poems, 1928 p. 93 (*)
The Cantor goes from one settlement to another “de tapera en galpón,” singing the deeds of the heroes of the pampa whom the law persecutes, the lament of the widow whose sons have been taken off by the Indians in a recent raid, the defeat and death of the brave Rauch, the final overthrow of
Facundo Quiroga, and the fate of Santos Pérez. Domingo F. Sarmiento, Facundo, or Civilisation and Barbarism, 1845 p. 93
I know as there the chieftains/ the Christians do harbour,/ and treat them as a brother/ when they leave of their accord./ Why live in fear of these hordes?/ Raise your ponchos, let’s be off.// There’s dangers on crusade,/ yet not by that I’m terrified:/ I rove across the countryside/ dragged by my destiny,/ and if we stray we will not be . . ./ the first to fall by the wayside. José Hernández, Martín Fierro the Gaucho, 1872 p. 94 (*)
They arrived at Choele-Choel and, as old López recognized the poncho his nephew wore in the possession of one of the Indians, he subjected them to rigorous questioning. The Pampas denied it and, as they closed ranks in refusal, they were stretched out on the stakes. It was an appalling scene. Among the square of the 3rd Cavalry and the 1st Infantry the poor wretches were subjected to brutal torture without achieving anything but dislocating and mutilating them. Manuel Prado, The War on Raiding Parties, 1907 p. 95 (*)
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After a brief consultation with his companions, the Indian invited the white men to make camp with them, as they were thinking of halting for the night at any moment. Clarke in his turn made a pretense of consulting Gauna. The strangers seemed fairly normal, sociable even. Everyone dismounted. Within a few minutes they had started a large fire, and were sitting talking. Next to Clarke were the Indian he had spoken to, who said his name was Miltín and claimed to be an anarchist-huilliche leader, and his brother. They had glasses, which they handed round and soon filled with a potato liquor. After a couple of initial toasts, Gauna and Carlos went to watch the Indians slaughtering some wild calves for dinner. César Aira, The Hare, 1991 p. 95
It was night still. One of those April nights, limpid and serene, in which the star-peppered sky sheds its light as if the shattered globe of the moon had been scattered across the darkness. Now and again came the sound of the herds, the bells of the mares hobbled by the corral. Tethered to the hitching post, the saddled horses whinnied. The ranch-hands were drinking maté around the fire in the kitchen; some squatting, others sitting cross-legged, the rest on willow trunks or cow-skulls. They spoke of their things, their women, their lost horses whose brands they drew on the floor with the tips of their knives, 3 16
someone who took to the desert ‘fleeting’ from justice for having fallen from grace, quite in his cups poor man, by killing someone over a large bet. Eugenio Cambaceres, Aimless, 1885 p. 96 (*)
We had dinner in the open country. Near the trail there was a ravine with willows, from where we brought some dry branches. The glow of the flames painted our faces with a severe copper hue, while squatting we formed a waiting circle. Our hands, handling knife and meat, looked gleaming and hard. Everything was quiet, except for the gentle singing of the cowbells and the strange bleats of the cattle. The frogs croaked in the glen, breaking the even crickets’ chirping. The birds betrayed our presence at lazy intervals. The green twigs whistled, bursting like distant firecrackers of festivities. I felt the pain of tiredness moving from place to place in my poor body and my head felt like if smothered under a saddle pad. Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, 1926 p. 96
And the herdsman on his bluegrey/ goes rounding up the cattle,/ with the unsparing care/ that is his hallmark;/ and around the campfire,/ other men and country girls,/ sing sweet vidalitas/ and dance the pericón.// And while they, forgotten,/ all around the burning fire,/ are studying the
chinas’/ graces and delicacy;/ there afar is heard a triste,/ melodious and heartfelt,/ sung by some lost gaucho/ who roams that sprawling range. ‘Creole Song’, 1912 (Felipe Esteban version) p. 97 (*)
Well, Cruz and Fierro cut out a troop/ From one of the ranges near;/ With a sleek bell-mare to lead the string,/ They had no fear of them scattering,—/ And driving the troop ahead of them,/ They made for the far frontier.// And then one day, when the sun’s first ray/ Made the plain like a sheet of gold;/ Cruz pointed back where the eye scarce caught/ The last ranch stand like a tiny dot,/ And as he looked, two burning tears/ Down the cheeks of Fierro rolled.// And then they struck the desert trail,/ And passed beyond my ken./ I’ve never known if their goal they made;/ If they lived, or were killed in some Indian raid,/ But I trust that some day not far away,/ I’ll have word of them again. José Hernández, Martín Fierro the Gaucho, 1872 p. 98
You have, land, the bones that you deserve:/ great vertebrae simple and innocent,/ rudimentary tibias,/ shapeless maxillaries that testify to/ your age-old life;/ and yet, land, not a wrinkle/ is to be seen on your brow.// No it is only a silence deeply moved/ your grassy voice of drained sea.
Oliverio Girondo, Field of Ours, 1946 p. 99 (*)
So bonealonely you were leaving// so coveted by what shadows the earth burnt bonealonely/ the siesta burnt melodiously so as you went your smile it was/ an enraptured stone and another stone was my rib/ bittersweet alonalonely formed by finest gemstones such/ doves were your voices fine stones were your hands/ guitar so goodbluegoddess the stone you were that caresses stone/ you were leaving who steals you last breeze of the breezing either/ flute of mine or far and broken so bonealonely you were leaving so/ of much and little grace if when you return you see my/ days oh full stone lovely// wound! Juan Carlos Bustriazo Ortiz, “So bonealonely you were leaving”, Elegies of the Singing Stone, 1969 p. 100 (*)
I declare plague and with my sides in flames/ I cross the plains of the future and the past;/ I sprawl and stretch to gnaw the little bones of so many dead dreams amidst/ heavenly pastures. Olga Orozco, ‘Half Dog, Half Wolf ’, 1962 p. 101 (*)
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TH E S L A U G HTE R H O U S E S
be observed at the very beginning of the slaughter. Esteban Echeverría, ‘The Slaughteryard’, 1839 p. 104
From a distance the view of the Slaughter House was now grotesque, full of animation. Forty-nine steers were stretched out upon their skins and about two hundred people walked about the muddy, blood-drenched floor. Hovering around each steer stood a group of people of different skin colors. Most prominent among them was the butcher, a knife in his hand, his arms bare, his chest exposed, long hair dishevelled, shirt and sash and face besmeared with blood. At his back, following his every movement, romped a gang of children, Negro and mulatto women, offal collectors whose ugliness matched that of the harpies, and huge mastiffs which sniffed, snarled, and snapped at one another as they darted after booty. Forty or more carts covered with awnings of blackened hides were lined up along the court, and some horsemen with their capes thrown over their shoulders and their lassos hanging from their saddles rode back and forth through the crowds or lay on their horses’ necks, casting indolent glances upon this or that lively group. In mid-air a flock of bluewhite gulls, attracted by the smell of blood, fluttered about, drowning with strident cries all the other noises and voices of the Slaughter House, and casting clear-cut shadows over that confused field of horrible butchery. All this could
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Oy, savage gaucho clod,/ I still ever live in hope,/ and no this in’t no joke,/ of giving you a proper/ taste of how to dance the Slopper. Hilario Ascasubi, ‘The Slopper’, 1846 p. 104 (*)
Will the feeling never die that the devil can avail himself of the skies and the clouds and the birds of the air to keep a watch on my inner world. Héctor Viel Temperley, ‘The Long Corner of Summer’, 1984 p. 117 (*)
To a foreigner nothing can be more disgusting than the mode of supplying this place with beef. The animals are all killed in these Mataderos on the open ground, wet or dry, in summer covered with dust, and in winter with mud. Each Matadero has several corals, or pounds, belonging to the different butchers. Into these the beasts are driven from the country, and let out one by one, to be slaughtered, being lazoed as they come out, hamstrung, and then thrown on the ground, after which their throats are cut. In this manner the butchers slaughter as many oxen as they require, leaving the carcases
on the ground till all are killed, when they commence the operation of flaying. When this is finished, the carcases are cut up on the skin, which is the only protection from the bare ground, not into quarters as with us, but with an axe, into longitudinal sections across the ribs on each side of the back bone, thus dividing the carcase into three long mangled pieces, which are hung up in the carts, and carried, exposed to dust and filth, to the beef-market within the Plaza. All the offal is scattered over the ground, and as a high-road leads across each of the Mataderos, this would be an intolerable nuisance, especially in summer, were it not for the flocks of carrion-birds, which devour every thing, and pick up all the bones that are left as clean as possible, in less than an hour after the departure of the carts. A few privileged hogs share with the carrion-birds what remains on the ground; and herds of swine are always kept close to the Mataderos, and fed entirely on the bullocks’ heads and livers. Emeric Essex Vidal, Picturesque Illustrations of Buenos Ayres and Montevideo, 1820 p. 118
I several times had occasion to ride over this field, and it was curious to see its different appearances. In passing it in the day or evening, no human being was to be seen: the cattle up to their knees in mud, and with nothing to eat, were standing in the sun, occasionally lowing, or rather roaring to each other. The ground in every direction was covered with groups of large
white gulls, some of which were earnestly pecking at the slops of blood which they had surrounded, while others were standing upon their tip-toes, and flapping their wings as if to recover their appetite. Each slop of blood was the spot where a bullock had died; it was all that was left of his history, and pigs and gulls were rapidly consuming it. Francis Bond Head, Rough Notes Taken during some Rapid Journeys across the Pampas and among the Andes, 1826 p. 119
Just where the animal was knocked down and killed, it was stripped of its hide and the carcass cut up, a portion of the flesh and the fat being removed and all the rest left on the ground to be devoured by the pariah dogs, the carrion hawks, and a multitude of screaming black-headed gulls always in attendance. The blood so abundantly shed from day to day, mixing with the dust, had formed a crust half a foot thick all over the open space: let the reader try to imagine the smell of this crust and of tons of offal and flesh and bones lying everywhere in heaps. But no, it cannot be imagined. William Henry Hudson, Far Away and Long Ago, 1918 p. 119
Heredia got out, turned and strode to the rear of the truck. He didn’t care about the spilt manure: he steadied a foot and a hand, then the other hand, and the other foot, and climbed up onto the trailer. From there he 3 19
had a clear view of the assembled animals. He saw them up close, he saw them in detail. He saw the occasional twitch of the odd ear, he saw the bulging spheres of their wide eyes, he saw the foam at their mouths, he saw their backs. He saw plain and dappled hides, he saw their utter patience. He did not see what he’d imagined – a mass of living animals – but something else that partially resembled it and partially didn’t; he saw a handful of animals that very soon were going to be killed. That imminence was what he saw and what he’d sensed earlier: the looming cattle prod to prompt them into motion, the blow to the middle of the skull, the precision of a knife, the labour of skinning. Martín Kohan, ‘The Slaughteryard’, 2009 p. 120 (*)
That was where the cuts of meat that Feli displayed with the pride of a puppy breeder eventually wound up, cuts of the finest meat, heifers reared right here, in the backyard as it were. Soon smells would hold sway there arising from nutrition processes once commonplace but industrial for decades and now all but lost in memory, the aroma of leather and the brown foam on the boiling offal, the smell of tallow and bone marrow when the ribs are cut along the thickest part – the fourteenth rib, claims Elena; just the right marbling of fat, which is what gives it its unique flavour, Bill would add later. Matilde Sánchez, The Waste, 2007 p. 120 (*)
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The cow does not reach its place of execution alone: it does so in the company of other cows. The activity of cattle transport is highly developed in Argentina, and laden cages bound for the slaughterhouse are a frequent sight on the roads. The image of this freight is bound up with the idea of sardines piled into a tin. Their expressionless faces peer through the horizontal wood and iron bars. Clods of dung are flung far and wide beyond the chassis. The haulier may be in for surprises en route: the animals can shove and jostle each other during the journey and injure each other; or, out of fear, they can lean to one side of the cage and cause a rollover; or, by the time it comes to counting heads at their destination, some animals are dead, killed by the press or heart-attack. In Argentina, unloading at any of its three hundred and thirty authorised slaughterhouses involves no significant change for these living carcasses. They are simply ushered into a pen similar to the one they left. They are accommodated there for a day so that their muscles relax after the strain of the journey. Then, at eight in the morning sharp, the killing begins. They are funnelled through a narrow chute in single file and continue their caravan of death to the stunning box, an iron gallows with a stainless steel sheet that tightly grips the animal’s body, so that it can no longer advance or retreat. It is an instant of suspense, when the prophecy of our national tradition starts to come true: all cows will, sooner or later, be meat to the grill. Juan José Becerra, Cow: A Journey to the Heart of the Carnivorous Pampas, 2007 p. 121 (*)
In 1883, Simón Gastón Sansinena, a partner with British capital, set up a slaughterhouse and fat-rendering plant in Avellaneda that was eventually called the Compañía Sansinena de Carnes Congeladas and produced the eighteen familiar ‘La Negra’ products. Later, Sansinena bought two thousand hectares from Ernesto Tornquist in the vicinity of the ‘Fortín Cuatreros’ (today called General Cerri) and, in 1903, opened his refrigerating plant (known, after 1952, as the ‘C.A.P. Cuatreros’ plant). I picture Echeverría in a supermarket, staring at a tin of ‘La Negra’ boiled ham. Mario Ortiz, Notebooks on Language and Literature Vol. IX: Exercises in Reading and Writing, 2014 p. 122 (*)
All at once a blood-soaked lung fell on a man’s head, and he crowned someone else with it, at which point a hideous mastiff snatched it up in mid-air and a pack of dogs - which may or may not have had a chance of getting any of the spoil – set up a frightful snarling and snapping. An old woman shot off in furious pursuit of an urchin who had daubed her face with blood. Flocking to their shouts and swearing, his fellow thieves surrounded and baited her as they were dogs around a bull, pelting her with bits of meat and dung, and guffawing and bellowing. To restore order, the judge cleared the ground. Two boys then began to show off their skill at knife play, violently slashing and thrusting at each other; nearby, four older lads, also armed with knives, disputed the ownership of a large intestine and a tripe
they had stolen from one of the butchers; and a few yards away some dogs, scrawny from their involuntary fast, also scrapped to settle which of them would carry off a liver covered in mud. All this was a reflection in miniature of the savage manner in which individuals and society claim their rights and thrash out their disputes in our country. In short, the events taking place in the slaughteryard had to be seen to be believed. Esteban Echeverría, The Slaughteryard, 1839 p. 123
To finish it:/ when we deem the moment fit,/ after having such a jolly time,/ we all decide/ to ravage/ the breathing of the savage;/ and on the right/ by his locks one holds him tight/ while, lest he bolt,/ another truss him like a colt/ by his pins,/ so he can but crawl for his sins./ Meantimes,/ to all the saints as are in the skies/ he does pray;/ but straightway to allay/ his fears,/ right there beneath his ears,/ with a knife well-honed/ and toned/ aptly named the sooth-all-pains,/ we nick and slit the veins/ of his scruff./ What happens next? Sure enough/ he gushes blood, oh what delight,/ and from the fright/ his eyes start rolling.// Oh, bloodless swains!/ some have we seen/ who bite themselves and keen,/ and grimace/ as does any savage face,/ putting out so big a tongue;/ it’s not unheard of in our throng/ to kiss him,/ somewhat to solace him.// What a lark!/ we laughed with all our heart,/ our sides did quiver,/ seeing how it even makes ’em shiver;/ and then his bonds we will undo/ and set him loose;/ and stand 321
him tall/ to watch him slip and fall/ in his own blood!/ Down he goes with a thud/ a-writhing and a-shaking,/ and a-quaking/ something wild, till he lies still/ the savage; and, when he’s breathed his fill,/ we from him tear/ with pride a length we wear/ and cobble/ and tan it for a hobble./ Next up his ears are sheared,/ eyebrows, sideburns, beard;/ and flayed/ we leave him tossed aside,/ for him to fatten up some hog/ or hawk. Hilario Ascasubi, ‘The Slopper’, 1846 pp. 124-125 (*)
To reach the wretched little village of Olta, one has to descend from the hills dividing the low from the mid-coast along a steep ridge, whose twists and turns devote an hour and more. From the doors of the thatched mud houses travellers can be seen slowly descending or climbing, a circumstance that made Olta a most safe place of refuge. But that day God sent a downpour greatly desired for the thirsty fields, and no one saw the first fifty men descending or drawing near, and their presence surprised one and all, including El Chacho, who was quietly resting, perhaps hatching fresh plans. Upon his arrival, Major Irrazábal sent for him to be executed forthwith and his head to be stuck on a stake – as is customary with executions of highwaymen – set in the middle of Olta’s main square, where it remained for eight days. Domingo F. Sarmiento, El Chacho: The Last Caudillo of the Plains Gaucho Bushwhackers, 1868 p. 126 (*) 322
Peñaloza has not been pursued. Nor taken prisoner, nor faced a firing squad. Nor did his death come about on the twelfth of November. We shall prove this plainly and with their very own documents. It is all a fabric of slanders and lies that falls apart at the most superficial examination of the official documents published by his killers. He was stabbed repeatedly in his own bed, and while he slept, by an assassin who stole into his country estate in the silence of the night; he was straightway decapitated, and the killer made away with his head. The next morning, there was nothing on his bloodstained sheets but a mutilated corpse riddled with stab-wounds. That is the truth, but it all happened before the twelfth, of which the official notes speak. The reports and documents, conspired long after the murder, with the sole purpose of misleading the country’s opinion, are full of idiotic contradictions. That is the nature of the crime: it always leaves behind it the indelible traces that lead to its discovery. José Hernández, The Life of El Chacho: Biographical Features of General Ángel Vicente Peñaloza, 1863 p. 126 (*)
Everything seemed to be over for the poor woman: what could afflict her now after the death of her loyal companion? What could torment her spirit after having witnessed his lion’s death? It seemed impossible, but she still had something grimmer, something more painful in store: the desecration of the dead body of Peñaloza, whose head was cut off on Irrazábal’s orders. ‘Why are you committing such a heresy?’
she screamed, on seeing them carrying out this fresh act of wickedness. ‘Is murdering him not enough for you?’ ‘Tell that insolent vixen to be quiet, and if she is not, have her gagged.’ But seeing as Victoria, rather than keep quiet, burst into a fresh wave of violent abuse, she was silenced with a bent riding crop. And thus gagged, La Víctor was forced to witness monstrous things. Irrazábal in person, according to all those who witnessed that horror, cut off El Chacho’s ears and put them away in his holsters. Another cut off his whiskers, and, again on Irrazábal’s order, the head, so viciously mutilated, was stuck upon the end of a spear for the contemplation of Olta’s inhabitants. Still others mutilated the great leader’s body, like a beast to the slaughter, while others plundered his paltry clothing, as a finishing touch of truth to this picture of horror. Eduardo Gutiérrez, El Chacho, 1886 p. 127 (*)
was a butterfly,/ distill me in muffled tubes and greedy sponges that respire like the slow/ monsters of the deep,/ drench me in sewers,/ bind me with tendons and nerves to the point of quartering,/ hang me out to dry in the blackness of this inner sun,/ abandon me like dead jetsam to the fury of all the currents/ before the great fall and the last dizzy plunge,/ always imminent, always about to tear me suddenly to shreds on the rock-face/ of the unbearable light./ What a place to grow and love!/ All these collapses, all these foundations, all these foolish metamorphoses!/ All these embalmed battles that come alive in some pit of the soul!/ All this fabled carnage hoisted in my honour? Olga Orozco, ‘Eroding Lands’, Wild Museum, 1974 p. 128 (*)
What matter if this blood that leaks/ Become a principle of life and light,/ And the funeral smoke that havoc wreaks/ Bear on its wings a thought that speaks/ Of triumph over death’s cruel spite?
Let us sing/ of the death they have drunk up,/ these hills,/ these plains,/ these scrublands.// Let us sing/ of the sadness, humble and/ profound,/ of these lands,/ for all their grace./ With all creatures/ and all things;/ with the creatures/ lightly still overburdened/ – why do I dream of blood? –/ let us sing.
Olegario V. Andrade, ‘Song to El Chacho’, 1870 p. 127 (*)
Juan L. Ortiz, ‘Let Us Sing, Let Us Sing…’, The Stirring Air, 1949 p. 129 (*)
They drag me blindly from one end to another/ these black throats that devour me unendingly./ They suffocate me with dank fibres,/ grind me in bone jaws as if I 323
TH E L IT TO R A L
avatars, have started life in the solitude of a field like this. Selva Almada, The Wind that Lays Waste, 2012 p. 149 (*)
In the beginning, there is nothing. Nothing. The smooth, golden river, without a single ripple, and behind, low-lying, dusty, in full sunlight, its bank sloping gently downward, half worn away by the water, the island. [ . . . ] In the beginning, there is nothing. Nothing. The smooth, golden river, without a single ripple, and behind, low-lying, dusty, in the nine o’clock sun, its bank sloping gently downward, half worn away by the water, the island. [ . . . ] In the beginning, there is nothing. Nothing. In the light of the storm, in the imminence of the downpour—the first one, after several months—things take on reality, a relative reality doubtless, which belongs more to the one who describes or contemplates it than to things in and of themselves. Juan José Saer, Nobody Nothing Never, 1980 p. 132 Leni stroked her sweat-soaked blouse. She recalled that her father once mentioned her grandmother was a seamstress. She had fairy hands, he had told her. It occurred to her not without nostalgia that the cloths her grandmother embroidered and the blouse she was wearing would, in their earlier
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Majestic Paraná, sacred river/ illustrious first-born of the ocean,/ who in the gleaming pearly carriage,/ pulled by caiman, embroidered/ with green and gold, goes from clime to clime,/ from region to region, pouring free,/ soft greenery and bountiful abundance. Manuel José de Lavardén, ‘Ode to the Paraná’, 1801 p. 150 (*)
O brown river,/ give me blood back beneath your flow/ the black iris left by your bank./ River, brown river,/ where did that song no one expects go/ sitting upstream, on the riverside,/ o brown river./ Skin of the sky that’s torn/ from here to the horizon, light of a submerged moon./ If I could ride you back in time/ to see in the haze of the bygone dream/ if that lost blaze was life, brown river. Jorge Fandermole, ‘Brown River’, 1983 p. 150 (*)
O you innocent intoxicated through parrots,/ through islets rising to the level of the hill,/ in your mouth it sings the burning song of another mouth,/ and when the blood rises up to your eyes it is/ because all
the sparklings are broken/ with the sobbing in your chest./ Sing, old hostage of the hill. Francisco Madariaga, ‘Hostage of the Hill’, The Little Gallows, 1954 p. 150 (*)
The river flows by, its flowing steadfast, its dreaming even. Oh heaven help me as it flows by kissing the sloping bank, steadfast like the man who never rages wild, all the morely when it sparkles in the foaming green lather of water hyacinths! The water hyacinth is its flowering floating thought with which it begins to win one’s love. Is this a river or someone with a heavenly back, or it is a force that has slipped out of the hands of Tupasy, mother of God, or of Ilaj, or my eyes that can no longer mirror the muchness of its bodiless body? Libertad Demitrópulos, River of Sorrows, 1981 p. 151 (*)
The Indians call it the father of rivers. And it is true that, as it flows on down, it does in fact engender rivers, rivers which multiply as they near the estuary and break off at a certain point from the main riverbed, rivers which in turn engender other rivers, in a tendency to infinite multiplication which the banks, eroded by the waters, can barely contain. It is a river of many shores formed by its sombre, marshy islands. The men who live nearby are the same colour as that muddy shore as if they too had been engendered by the river.
Juan José Saer, The Witness, 1983 p. 151
You can’t say that the river changes one way in the winter and another in the summer. The river simply changes. The islands, on the other hand, seem different with each season. Not just for the striking green of summer, but far more subtle things. In winter, from the open sea, they vanish in a distant mist. They’re there, and then they’re not.You come to doubt the river and believe you’ll never reach them, despite the faint uneasiness that cuts you off and rocks you and in a way distresses you. Their shores may prove illusory, a shadow out towards the west, swayed by the horizon. And if at last you draw near, they come to seem remoter still, colonised by loneliness, by silence and a sadness past repair. The light hides high in winter. Dawn and evening come on at the summit of the sky, a long way from the surface. In summer it’s the opposite. The light begins to rise up from the outline of the islands and, pushing out from there, spills its way across the day. The islands look like jolly barges rocking on the water in the middle of the morning. When heading towards them, one heads towards the light. And towards that strange commotion that has slowly gained intensity as summer comes of age. Haroldo Conti, Southeaster, 1962 p. 152
The island, or rather the ever-hazier memory of it, now approaches the little steamer that carries us slowly across the 325
river. In the memory, the feeling that it is the island that’s moving towards us, who have our heads pressed to the windows, is absolutely overpowering. We’ve stopped in the middle of the water, which separates into bands of different-coloured browns, and the island looms like a huge raft or a thick mat of water hyacinths.
under the cloud-shrouded moon, reached absurd lengths in its serene and fantastic speculations.
Cristina Iglesia, ‘From This Side’, 2010 p. 153 (*)
We passed a bare, grey strip of land. Embankment-like, it gradually increases in height. Every now and then little twisted, stunted trees appear. Suddenly, to the perpendicular height of the land is added the height of the ceibo and willow woods, and in the shadow of this perpendicular rampart of two colours, sepia the woods and yellow the land, the water looks as cold like an emulsion of ice and antimony. The only constant is the wonderful slanting pavement of shifting golden sheets that reach the shore, while the horizon, behind us as we walk, is a pencil line hanging between the tips of two islands separated by a plain a thousand metres wide. And further on, to the south, bluish milky crests, a succession fairy islands, one after the other, on this river, which in places is as broad the sea.
Who might be able to take in at one viewing the entire ensemble of loveliness, majesty and grandeur of the incomparable Paraná! Who might have the condor’s wings to contemplate from the clouds that immense pond of serene waters reflecting the lovelist of skies, with that extraordinary archipelago of countless islands of indescribable variety! They might see those clusters of greenery, scattered profusely across the waters’ cerulean surface like colossal baskets of fruits and flowers destined to bedeck the banquet of the lucky town that will one day enjoy, oh lovely homeland! your virginal graces. Marcos Sastre, The Argentinian Tempe, 1858 p. 154 (*)
In the presence of that virginal nature, of those silent canals, of that astounding vegetation and the family that permanently resides there, any objections died on the lips, and the imagination, creating the magnificent poetry of the reality of a world close by, shining on the horizon 326
Domingo F. Sarmiento, The Carapachay, 1883 [1855-1882] p. 154 (*)
Roberto Arlt, ‘Riverside Horizons’, 1933 p. 155 (*)
A white heron streaks across/ the sky above at nightfall/ with its orange lightning/ that catches fire and blows out/ reflected for a moment/ in the mirror of the river/ to plunge into its waters/ like the heron into the night Diana Bellessi, ‘What We See’, Dance Steps, 2015 p. 155 (*) Not far from the millwheel the lad found Ester setting aside watermelons, whose leaves and flowers formed a mesh in the cornfield’s forest of curved trunks. A strong light stoked the fire of the sunflowers, and from the land rose a smell of moisture. When she spotted Jaime Ester sat upright. She pushed away the harvested melons with her feet and, slowly, let down her skirt, which was gathered up at the waist, so that it wouldn’t get tangled up in her work. She felt her cheeks reddening, and in a voice that sounded like someone else’s, she said wanly: ‘Back from work already?’ Jaime didn’t answer. Erect upon his horse, he heard without understanding the question. He gazed greedily at the hard profile of the dishevelled, panting girl. As she breathed, her chest moved the corn leaves all the way up to her throat. Her agitation dilated her pupils, black as ploughed earth after rain. She wasn’t ignorant of the goal of this sudden appearance. Jaime had been after her since way back. For her the songs sung in the interludes of the community dances, for her the feats of prowess at the roundups. And she wasn’t displeased by that wild
strapping young man, tough as a tala tree and nimble as a squirrel. Alberto Gerchunoff, The Jewish Gauchos, 1910 p. 156 (*)
Comers-in would gather at the ranch during the branding season. The work in the fields was followed by a party in the barn, with music and dancing. I had put in a day’s work like never before, after running my errands at the milking yard, helping in the kitchen to pluck the hens for dinner for the bosses and guests, then with frying the pastries, then at the oven-mouth with the pasties. And there was plenty of wine and rum around. So when the time for dancing came, out of sheer fatigue and more asleep than awake, I sat down on a chair by some familiar faces, ready to study as much as I could of the steps and to try and learn in case I was ever asked to dance too. I felt quite at ease sitting there until he appeared and almost dragged me out onto the dance-floor. I don’t know if I had the chance to refuse at first, but I immediately felt someone pushing me and telling me, ‘Get up and dance, don’t be daft.’ [ . . . ] The situation has changed now, and that’s what is so painful. But, why has it changed? In those days he held ownership – precarious as it plainly was – of some land to grow crops on from one year to the next. That was why he was strong, that was why he could guide me, dominate me, if you like, conquer me. To be master of me, he first had to feel master of himself, and this I noticed of him until the
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day he lost the land. [ . . . ] He took the road across the white lands . . . Juan José Manauta, The White Lands, 1956 p. 157 (*)
Me I know nothing of you . . ./ Me I know nothing of the gods or the god you were born of/ or the longings you repeated/ before, even the Añaxes and the Tupacs until the white/ lily of harmony itself/ snowing, autumnally, on your farewell/ to the sandy bank . . .// I know nothing . . ./ not even of the point at which, besides, you might fall/ from the vertigo of the rock/ in the lightning . . .// I know nothing . . ./ Or know only that the Guaraní did/ equate you/ to the sea of their wonder . . ./ and that the puma of your skin which the day returns, intermittently,/ to you,/ you take it, don’t you? at a twist/ in your destiny . . .// I know nothing . . ./ Though I have grown dark at times on/ feeling you, above,// between a basalt fear,/ searching for you,/ searching for you,/ without the angel of the sabiá,/ still. . .// And I have come to, then, with you, in the Anaconda as/ they said . . ./ and even when you reported/ about you/ the Companies’ mausers . . .// I know nothing . . . […] // I know nothing of you . . . nothing of you . . ./ Is it, perhaps, to say you entirely, say your avenues, only,/ at the end,/ of shoreless silences,/ which could, it’s true, be derivations of grace running to/ redeem/ oh Canals,/ the paleness of the North?// Is it, by chance, present, at least,/ the admission only to the outer scales of your minutes,/ yet beneath the invisible,/ that passes . . ./ or the gazes of your sheet328
metal/ or your abysses,/ in the voids or in the depths of light,/ of your light?/ And could one speak of you,/ being close friends, even for years, with the figments you put on,/ one might say,/ here and there, the current/ of your being?// Oh no . . ./ one could not, it seems to me,/ yet touch you/ like this . . . Juan L. Ortiz, ‘To the Paraná’, The Reed and the Current, 1970 pp. 158-159 (*)
More than two metres off the ground/ a base/ ready to raise the island house/ into its air,/ set without levitating/ above the obstacles/ A mooring/ with its stage set of beams/ and diagonals on view,/ altitude and artifice/ so that the suspended/ speech is resumed,/ reinitiates words that, thrown windwards,/ will not disintegrate/ that will attract, on their rustic/ magic carpet,/ destruction as a passage; the dark/ human face to its wedlock Alicia Genovese, ‘Post-Macondo’, Delta Diaries, 2004-2017 p. 160 (*)
Everything was familiar to her, though as if in the fog of a dream. Feeling, particularly at night, the hot pulse of the flood that descended with her, the boa let herself drift along, when suddenly she was swept up on a tide of apprehension. The cedar log had just collided with something unexpected – or at least unusual – in the river. Everyone knows what is towed along, on or
just beneath the surface of the water, by a big flood. On several occasions, Anaconda’s eyes had seen, drowned up there in the far north, animals unknown even to her that sank little by little under the fluttering peckings of crows. She had seen snails climbing the high branches swayed by the current in their hundreds, and the annós bursting them with their beaks. And in the radiance of the moon, she had witnessed the procession of carambatás swimming upriver, their dorsal fins clipping the surface, before suddenly all diving with the shock of a cannon-blast. Just like in the big floods. But what had just made contact with her was a gabled shed, like the roof of a fallen shed, which the current was towing along on a mat of water hyacinths. A hut thrown up on a floating island of vegetation, and swept along by the waters? Inhabited perhaps by a survivor who had managed to reach it? With infinite caution, scale by scale, Anaconda explored the floating island. It was indeed inhabited and beneath the straw shed lay a man. But he had a long wound in his throat, and he was dying. For a long while, without moving the tip of her tail so much as a millimetre, Anaconda held her gaze fixed on her enemy. Horacio Quiroga, ‘The Return of Anaconda’, The Exiles, 1925-1926 p. 161 (*)
We admire the ceibos, splendid trees laden with purple-red clusters; azaleas of every colour, white, pink, orange, amaranth; enormous magnolias, with pink and white
flowers; wild orange trees laden with fruit and blossom; wild peach trees also, but whose peaches are excellent; mangos, tamarinds, thorny mimosas, gigantic pita aloes, majestic cacti, those that are called organs and those, no smaller, that produce Moorish figs; daturas, creepers, laden with beautiful flowers, purple, white, violet, orange; passion flowers, whose golden yellow fruit falls with a certain grace amidst its delicate stems; elegant bamboos like immense reeds that begin to sway softly in the evening breeze, which carries to us a thousand strong, penetrating fragrances. Our barge slips noiselessly over a layer of transparent water which disappears in places beneath genuine floating meadows formed by purplish lilac pond lilies and enormous water lilies, whose flowers lie on their broad leaves like alabaster goblets. We also pass a magnificent plant which local folk call island corn, whose delicate flowers resemble an ancient lamp suspended on a fine thread. A beautiful white bird suddenly flies out of these blossoming solitudes, in search of a place no less lovely, no less scented, elsewhere. Night falls and we return. Lina Beck Bernard, The River Paraná: Five Years in the Argentine Confederation 1857–1862, 1864 p. 162 (*)
The light bathes the landscape with all the passion of its summer caresses; it filters through the Palm Trees and the Acacias, slides over the leaves of the Laurels; it plays for a moment in the lianas; it sparkles in the shade-sheltered dew and floods the air with all the scents it distills in the ferment of the 329
jungle. But its caress sedates; its rays burn. As it enfolds the prospect in its immense veil the leaves wither and very soon the sheer blue of the sky is covered with banks of vapour, cloudscapes take shape and through a clearing in the forest lead-coloured clouds stretch out to the horizon. The picture pales. The light and shade lose contrast; the deep shadows are submerged in the forests; the Black Vultures return to their bare branches; the Caracaras and Falcons beat a hasty retreat, taking to the wing in search of their familiar haunts, and the Parrots, uneasier than before, raise the thunder of their infernal din, while the Swallows, sure of their prey, ply the insect-filled air. The surface of the stream has more waves, more circles, more bubbles; the Poecilids swim closer to the surface; the Characiforms and Silurids jump more frequently, restless on the bottom, they rise up suddenly to take a gulp of air, which they store in their bladders. On the sandy shore, the Caiman that was peacefully asleep in the rays of the scorching January sun slips in amongst the water hyacinths where, concealed, its impenetrable armour defies the bullets; the Dragonflies are more abundant and the Butterflies hang beneath the leaves to protect the delicate dust of their wings. Stop! The valve shuts, the propellers are still and the steam rings in its hard prison. Eduardo Ladislao Holmberg, Journey to Misiones, 1889 p. 163 (*)
Without contrasts, there is existence but not life. To live is to suffer and to enjoy, to hate and 330
to love, to believe and to doubt, to change one’s physical and moral perspective. So great is this need that I shall tell you, friend Santiago, what I used to do in Paraguay when I got tired of seeing, from my redoubt in Tuyutí, the same thing every day: the same Paraguayan trenches, the same woods, the same swamps, the same sentries—do you know what I used to do? I would climb up on the battery merlon, turn my back to the enemy, stand with legs apart, and bend down to look between them, and so spend a minute or so looking at things upside down. Lucio V. Mansilla, A Visit to the Ranquel Indians, 1870 p. 164
Since that night of terror which they believed to be a repetition of the assault on Tuiutí, the phantom of an invading army has frequently reared its ugly head. At the least little sound from the capybara in the wetlands, they form their guards, mount their horses, fire volley after volley, and our men, who scoff at their cowardice, drolly observe when they have ceased firing: ‘ia opaieby-ma the war.’ Mamangá, Cabichuí, 5 December 1867 p. 164 (*)
The forest has spread its luxuriance across that former desolation, the ruins now being a charming feature of the region. I have already mentioned that the most common mortar in Jesuitical constructions was mud. It was not, of course, the red clay which the reader is already familiar
with, but the loam that was collected in the nearby wellsprings and used in copious quantities for its cheapness. The villages now abandoned, the undergrowth has taken hold in that favourable soil, bearing down upon it with the ferocity of an assault. The filth of the rooms and the custom of sweeping onto the streets fertilised the land with more than a century’s worth of detritus, contributing further to the forest invasion that has covered the ruins. These roofless remains of rooms resemble enormous vessels burgeoning with inextricable undergrowth. Some are overflowing with ferns; in others thrive veritable groves of orange trees; this one is occupied by the thick monstrous root of an ombú, from that one an ancient timbó vine plunges through a window whose lintel is out of kilter; the moss spreads its vast felts across the ashlars, and there is no joint or hole through which a root does not squeeze. The jungle literally buries it all in such a way that a ruin is betokened by its thickness. Advancing into it, the traveller arrives by fighting his way with a machete as far as some ancient wall or lone pillar, which tell him nothing; to find his bearings it is essential to locate the central square, which still forms a clear place in the midst of the undergrowth. It is, nevertheless, diminished, because the forest tends to advance towards its centre; but its relative bareness is proof that the vegetation has effectively sought out the black mud of the walls and the ground fertilised by the rubbish in the streets. The square provides the position of the village. It is oriented on a direct course, with a slight decline that is not misleading; and its sides are formed by the sides of blocks with equal surfaces. The greater profusion of the orange grove
indicates the orchard of the old convent. So ill-treated by war, barely anything remains of the Argentine reductions but walls; and as a vestige of the ornamentation the portico of San Ignacio, popularised by photography and various travellers’ descriptions. Leopoldo Lugones, The Jesuit Empire, 1904 p. 165 (*)
Something was different: the river. This river so flat and sleepy, this mild-mannered ox of water endeavouring to pass unnoticed after its timid swaying between the banks, was not the brutal, breakneck river he had known several hours earlier; nor the rabid dog whose yellow teeth had shredded him for minutes that felt like years; nor the crazed whirlwind dragging him like a leaf detached and alone down the water’s narrow ways. No. He no longer believed in this thing that now presented itself as a slick glossy caress, nor could he ever again. Even if he went on seeing it like this, domesticated and good-natured, in the peacefulness of its wide courts, the jubilant rush of its rapids or the syrupy softness with which it laps the nearby banks, he could never again trust its ever-willing embrace without misgivings. He had now seen its tempestuous face and that gaping maw in the madness of the whirlpool, he recalled how it had suddenly opened its stony abyss to enfold him in its dark embrace. Only now does he gauge the exact identity of the river. Never again could it deceive him. Alfredo Varela, The Dark River, 1943 p. 166 (*) 331
On the wild river, its flow confined between the huge gloomy walls of forest, devoid of the remotest human cry, the two men, submerged to their knees, drifted downstream spinning in circles, held up a moment motionless before a whirlpool, then moving on again, just barely keeping their balance on top of the almost loose tacuaras slipping away from their feet, in the midst of an inky black night which their desperate eyes couldn’t manage to penetrate. Horacio Quiroga, ‘The Contract Labourers’, Tales of Love, Madness and Death, 1914-1917 p. 166
There they are, swarming through the green plants, with their dark faces, their patched and darned clothes, their blackened hands: the crowd of maté pickers, or tareferos. Men, women, children, work makes no distinctions. On maté plantations as high as this one, the head of the family climbs the tree and prunes the branches with his shears, while his partner and his offspring clip and snap them in a perpetual motion, detaching the leaves from the branches and piling them into ponchadas (two open bags tied together), which once full are known as raídos. Not a fair head or exotic surname amongst them. Tareferos are always natives, from Misiones or Paraguay, landless nomadic labourers. They approach, surround us tamely, and we don’t even have to ask them before we are swamped by the torrent of their protests: ‘We’re all under-paid,’ they say. ‘Our wages won’t be raised.’ 332
‘They won’t pay you the family bonus.’ ‘Our hands are tied.’ ‘We can hardly afford bread.’ ‘We’re lucky if we eat half a kilo of meat a week.’ ‘We’ve no clothes to wear.’ ‘F . . . , that’s what we are.’ They take the words out of each other’s mouths in their haste to broadcast this anguish somewhere, to some unknown world, before the boss arrives, the foreman, the lorry already driving along the trail carrying the raídos. But there’s still time for names to be put to faces. Rodolfo Walsh, ‘Argentina No Longer Drinks Maté’, 1966 p. 167 (*)
In his summer he dreams of the impossible permanence of summer. Insulated passion. Without sequence that flower turn into fruit. Isolated passion. Waganagaedzi floats in the waters of the river and his hair spread out like a fan of riverweed laces together little fishes and petals unmoved by the current. Isolated passion. Not subject to the fleeting force-field of effect to cause. A bird over there. Hunting in the sun or hunted, in full heart of the sky that reaches its diastole and falls, for a second on the pieces of the Amazon, for a second the desire and the memory of the desire, for a second, quenched. Diana Bellessi, ‘Waganagaedzi, the Great Wayfarer’, Double Mask Dancer, 1985 p. 168 (*)
You should see us, you should see our little steamer, our wampos of cows, our wampos of rukas, our wampos of horses, our nursery wampos, all lined with canoes and kayaks, our nation migrating slowly down the Paraná and its ysyry: an entire people advancing in silence along the clean rivers, along the rivers breathing the peace of their rising and falling, their whiskered fishes, the sticky tuju of their bottoms, our rivers that can show and hide the roots of the ybyras on the edges of their islands, our rivers strewn with flowers that float on their backs the way the catfish dredge the slime of their beds, our rivers of leaping piras, of dorados emerging with the enormous strength of their bodies as if the bowels of the river were exploding with sunlight. [. . . ] You should see us, but you won’t see us. We can disappear as if swallowed by the void. Imagine a people that melts away, a people whose colours and houses and dogs and dress and cows and horses you can see but who slowly vanish like a ghost: their outlines become indistinct, their colours their brightness, all merges with the white cloud. This is how we travel.
TH E N O RTH-W E ST
Gabriela Cabezón Cámara, The Adventures of the China Iron, 2017 p. 169 (*)
How to stop the afternoon?/ Now I think/ of the landscape./ Of some angel loose/ amongst the wheat and clothes.
Here the earth is hard and barren. The sky is closer than it is anywhere else, and is blue and empty. It does not rain.Yet when the sky roars, its voice is terrifying, wrathful, implacable. In this land, where air is scarce, people rely on many gods. Héctor Tizón, Fire in Casabindo, 1969 p. 172
Where I go there is no road, just a faint track that vanishes in stretches across the plain and is reborn on the slopes, further on . . . Héctor Tizón, The House and the Wind, 1984 p. 172 (*)
Clementina Rosa Quenel, ‘My Country Far Away’, 1969 p. 189 (*)
In that woodland, I also felt the messengers of the logs. I have told ’ee: “Good mulberry as don’t burn, yellow, as 333
don’t warm the hand, good to manage fire, good for axe-handle, for hammer, good sleeper on railway tracks. Afata, cold on the hand. Palo blanco, as has no sapwood, as won’t bore, as breaks, as warms the hand. Palo amarillo, as don’t break, as do warm the hand. Tell me how it come with mix, come with cloud, come with sun, the secret, the secret word of the Lord. Guayaquil, messenger of the Lord, never big, endurer of the wind, mirror of that white spear.Yellow spear flower orphan, may as it not hurt me, may as it not weep, may as it not say ‘why?’ And the one as gets lighter over the years, that log as will become porous, as isn’t heavy, as the sun don’t crack, that one good for saddlebows, for clubs, pumpkinsticks. And that one good for square piles, for beams, lapacho. And that fragrant oak, fragrant quina, fragrant cedar. That urundel and that quebracho as burn, that mulberry as don’t burn. That carob as never wears out, as was cart floor, as is truck running board, as is short, as don’t pass two men. And that green lignum viate with scent, hard as rock, friend of fire, as burns wet. Cure, come, heal, feed, uphold the heart of Eisejuaz. Logs, angels of the logs, each one leaving its taste in the woodcutter’s mouth, each one with a word of the Lord.’ Sara Gallardo, Eisejuaz, 1971 p. 190 (*)
Every day fifty horses are ridden to this creek, so there are, at the least, one hundred and fifty in every troop. For the rest of the way, there is no need of horses for, in addition to the mules losing their early momentum, they now wend their way 334
along a path hemmed in by the steep hills, and, from Salta on, there are no corrals to contain the cattle at night, which would die of hunger given the paltry grazing to be found on the royal road in most parts of Peru, so it is necessary for them to eat and rest at night in pastures and hills . . . Concolorcorvo, A Guide for Blind Wayfarers, 1773 p. 191 (*)
I have travelled the land,/ the hated, inhospitable puna/ with birds that live freedom/ and folk with silent minds./ I have seen horses seek the cactus’ wretched shade/ and dogs sleeping in the shadow of a jade. Jorge Calvetti, ‘I Have Not Loved Anyone In The World’, Foundation in the Sky, 1944 p. 192 (*) I am the man that I am/ the very same man,/ a man searching for himself/ in eternal time./ If you want to know where I am from,/ I am from Anymaná.// May those know who have not known/ that I am not here just to be here,/ that I’m standing in the scream/ untamed songster of Pujay. Armando Tejada Gómez, ‘Fire in Anymaná’, 1972 p. 192 (*)
This is the soul of the mountain; they are personifications that man always created in order to bestow life on the inanimate when it has the power to move him, to awaken his feelings and excite his imagination. It is inconceivable how that enchanting ensemble of sounds and visions is not the revelation of something living that breathes life into the rocks, the tall trees above them, the springs that well up from their foundations in endless percolations. And indeed, nature always carries with it, as part of its being, a visible sign to personify it, be it the native man born of the rock, or a bird that shows off its strength and vigour, or a flower that keeps its scent. Joaquín V. González, My Mountains, 1893 p. 193 (*)
When he was young everyone told him the mountain was a liar, that it was a long way away and that he wouldn’t reach her easily. But he didn’t believe it; he felt that, one afternoon, walking and walking, at a fairly leisurely pace, carrying a rod to rap himself on the legs with, he might reach her. How could it be true that she was such a long way away when he had her right there, so huge, before his eyes? She had to be inhabited by fantastic beings. He’s never quite believed that there were people who rose and retired from one day to the next without the purple monster before them: mysterious, labyrinthine, seductive. Now, for the first time, he’ll know what it’s like not to have her as a background in the landscape; he’ll come so close to her that
her purple bulk will vanish from his sight. He’ll be inside her. Elvira Orphée, Two Summers, 1956 p. 194 (*) The children knew every inch of this stretch of the river, but they would brighten up when they went on these walks. Things familiar to them in their daily lives seemed of especial and unbelievable interest. With their teacher’s explanations, the plants revealed unknown details and were transformed into living beings that could almost think. Every last little part of a leaf has a name! How striking were the differences in the leaves of different plants! They had never really noticed it before. So plants actually breathe through their leaves? A world unguessed-at was being revealed to them from things they could see every day of the week. Beneath the rocks and stones they turned over were little creatures of different shapes and colours. They all had six legs, spiders have eight! When they turned over a piece of rotten wood, a scorpion scuttled out with its tail up, ready to sting the intruders . . . Jorge Washington Dávalos, Shunko, 1959 p. 195 (*) It was six o’clock. The sun had set, and the moon was starting to whiten over the flowering grasses of the fields. We had forded the river and were making our way along the shoreline on a rocky path that was killing the little girls with impatience as they were obliged to cling to their mounts 335
due to the unbearable swaying of the horses’ gait. Our guide – a wily old man, a true son of spurring, bronze-skinned and vultureeyed – rode ahead on his buckskin colt, equipped with enormous spurs and loud rawhide chaps, whose slapping frightened the cattle grazing around them. An ancient denizen of the area, he knew the history of those places by heart and recounted it in his picturesque language better than the most talented chronicler, often calling on his horse to witness the accuracy of his assertions. [ . . . ] ‘Esteco! And where is that?’ asked Rosalba giving me a sign. ‘Just over there, miss, atop that hill on the other side of the river. Ain’t you heard of that city of folk as were so proud they only wished to dress in gold and silver, and so cruel they used to roast their slaves alive? Well, it was there; and we would have heard the racket of their rollicking from here, which, so say, used to go on for months; for those folk had no need of work: up there on the hill they had mines of gold bars as they cut with a chisel. But señor, God willing, it ain’t forever; and one night, cool as you like, the earth done swallowed ’em up. Not a single one ever showed up again; but their gold dishes and diamond necklaces did, which the floods dragged down to the bottom of the ravines. I’ve often found green-stone rings and plates that shone like the sun; but I never wanted to pick them up, and I hulled ’em afar so those items cursed by God wouldn’t tempt a Christian soul. So I did, señor! There’s me bucky as was present there and willn’t let me lie. Juana Manuela Gorriti, ‘Gubi Amaya’, Dreams and Realities, 1865 p. 196 (*) 336
The landscape alters every ten minutes. The hills go being almost the colour of the sky to something sharper and more colourful. The snowy peaks resemble clouds. The little houses have bellflower hedges and tall banks of vegetation line the roadside. A sign in Lules says, ‘Coca Leaves and Bica Solds Here’. I ask what ‘bica’ is and am told it is bicarbonate of soda to have with coca tea. It is apparently drunk a lot by bus and lorry drivers. Then comes thick scrub, and the coach takes bends so high and sharp I can barely keep my seat. I want to go to the bathroom, but the occupied sign has been on for forty minutes and it isn’t. I venture inside and find it impossible to sit on the toilet until the bends in the road finally sat me down with a jolt. I reckon this must be how you break in a colt. Hebe Uhart, ‘Tucumán’, 2015 p. 197 (*)
Little road of the Indian/ Qulla’s path/ sown with stones/ Narrow road of the Indian/ that joins the valley with the stars/ Narrow road travelled/ from south to north/ by my ancient race/ before the Pachamama/ was overshadowed on the mountain// Singing on the mountain/ weeping in the river/ in the night it grows and grows/ the pain of the Indian/ The sun and the moon/ and this song of mine/ was kissed by your stones/ road of the Indian. Atahualpa Yupanqui, ‘The Indian’s Road’, 1926 p. 198 (*)
I do not sing to the moon now/ just because she shines her light/ I sing to her because she knows/ of my long and lonely road. Atahualpa Yupanqui, ‘Moon of Tucumán’, 1968 p. 199 (*)
Eulogia Tapia in La Poma/ her tenderness she lends the air/ when over the sand she passes/ and on the moon she treads. Manuel Castilla, ‘The Lady from La Poma’, 1969 p. 200 (*)
With my little drum in hand/ to the high hill/ I have come here/ with my verses on my haunches/ and my poor horse sore and weary. Eulogia Tapia, ‘Copla’, 1999 p. 200 (*)
Costas, who had made his house into a Carthusian monastery, where, dressing them in sackcloth, he kept his wife and daughters in absolute isolation and confinement; a confinement and isolation they were wont to break during the ogre’s daily nap, slipping away through a secret door in the foliage at the end of the vegetable patch, which led to the house of the Señoras Pucheta, devout protectors of these sorties. There the inmates had a wardrobe with womanly dresses and attire, which they rushed in delight to fling over their bodies greedy for adornment, to go to see their relatives, to take in the air of the streets, visit the shops, buy pendants, to talk, laugh, live off the lives of others, for two or three hours, before once again locking themselves away in their purgatory like souls in torment until, one day, a sudden stroke took that tyrant to the hole,’ concluded Larguncha, severing the last stitch of her sewing with her teeth . . . Juana Manuela Gorriti, Native Land, 1889 p. 201 (*)
Sitting at the hub of the circle of children, who listened to her open-mouthed; her sewing on her knees, and her fingers and needle in giddy motion, Larguncha recounted to us the fantastic legends of Blanca Flor; the Siren of the Bermejo, the Salamanca underworld. And descending from the fantastic to the real she told the ancient history of the families of Salta, laced with rambling digressions seasoned in Attic salt; tales – now comic, now sombre – such as the cruel household despotism of the wealthy 337
TH E C A P TI V E S
‘No, no, you shall come with me,/ or with you shall I cease to be./ A sturdy shield is your right hand/ of our beloved home and land,/ else what be a woman worth?’ Esteban Echeverría, The Captive, 1837 p. 204 (*)
I am like the she-wolf./ I broke away from the flock/ and left for the mountain peaks/ weary of the plain. Alfonsina Storni, ‘The She-Wolf ’, The Disquiet of the Rose-Bush, 1916 p. 204 (*)
A tiny tiny little lady/ a dweller in the heart of a bird/ emerges at dawn to utter one syllable/ NO Alejandra Pizarnik, ‘Clock’, Works and Nights, 1965 p. 204 (*)
She married one of the zoologist engineers. Over the summer and autumn, she helped him in his daily chores, attending the releases carried out in the forest. It was a pleasant, rather uncertain time. There she gave birth to her third scion, another girl, 338
so small and well-formed she looked like a doll. Time passed. The world filled with melancholy, with a profound mood. The sameness of the days, the very blue of the sky, which had filled her before with dreams, now expelled her mind beyond her own life, to vague realms. She felt that Indian feeling, vacillation. She announced to her husband her decision to return to the fort she’d been snatched from years before. They pored over the maps together. She would have to cross more than two hundred leagues of forest, but it looked like a smooth enough journey, with all the slowness of the angels. He gave her two pheasants and two greys, one of them with a double saddle to carry the older children, while Ema bore the little girl on her back. She set off one morning at dawn. César Aira, Ema, the Captive, 1981 p. 217 (*)
At length we reached Montero’s hut, and, followed by all the family, went to look for Marta. The place where she had concealed herself was in a dense wood half a league from the house, and the ascent to it being steep and difficult, Montero was compelled to walk before, leading my mule by the bridle. At length we came to the spot where they had discovered her, and there, in the shadow of the woods, we found Marta still in the same place, seated on the trunk of a fallen tree, which was sodden with the rain and half buried under great creepers and masses of dead and rotting foliage. She was in a crouching attitude, her feet gathered under her garments, which were now torn
to rags and fouled with clay; her elbows were planted on her drawn-up knees, and her long bony fingers thrust into her hair, which fell in tangled disorder over her face. To this pitiable condition had she been brought by great and unmerited sufferings. Seeing her, a cry of compassion escaped my lips, and casting myself off my mule I advanced towards her. As I approached she raised her eyes to mine, and then I stood still, transfixed with amazement and horror at what I saw; for they were no longer those soft violet orbs which had retained until recently their sweet pathetic expression; now they were round and wild-looking, opened to thrice their ordinary size, and filled with a lurid yellow fire, giving them a resemblance to the eyes of some hunted savage animal. William Henry Hudson, ‘Marta Riquelme’, 1904 p. 218
So that this book, which is to be read, I hope, with passionate interest, has two texts equally logical and just: one in which Marta can be seen as I believe she is (the opinion of the “circle” of “exegetes” as we called ourselves remained irreconcilably divided in this respect), or as a feminine Satan that corrupts and destroys everything. A thousand times I wondered if the latter were not the truth; but a thousand and one times I thought not, hence my absolute verdict: final. I don’t want to think about it any more. Marta’s passions, then, are those of a little girl, of a woman, of an old woman, even of men too, but she lacks sin, or sinfulness to make it more precise. She loves,
she dislikes, struggles with herself, expresses herself on occasions with a freedom of ideas and even words that surprises, but—doesn’t innocence frequently nibble away at the harshest and most offensive themes, the most sensitive points of moral prohibition? Ezequiel Martínez Estrada, ‘Marta Riquelme’, 1949 p. 219
O little man, o little man,/ free your canary, she wants to fly . . ./ I am your canary, little man,/ let me jump.// I stayed in your cage, o little man,/ o little man who gives me a cage./ I say little, for me you do not understand,/ nor will you ever. Alfonsina Storni, ‘O Little Man’, Irremediably, 1919 p. 220 (*)
My lungs creaked: from the bosom/ of your soul I breathed venom.// I said in a scream dismal and searing,/ I said in a scream that now I’m hearing:// ‘Some air, more air for this my soul;/ I cannot stand it, fight the poison, hurry.’// ‘Ah! . . . I’ve broken out choking and scampering/ I wander now in the dark wood’s gloom . . . ! Alfonsina Storni, ‘Freedom’, 1919 p. 220 (*)
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I know not whether bird or cage/ murdering hand/ or dead girl panting in the deep throat dark/ or silent/ but perhaps as oral as a fountain/ perhaps a minstrel/ or a princess in the highest tower Alejandra Pizarnik, ‘Forms’, Works and Nights, 1965 p. 221 (*)
she undresses in the paradise/ of her memory/ she knows nothing of the cruel fate/ of her visions/ she’s afraid of not knowing how/ to name what does not exist. Alejandra Pizarnik, Diana’s Tree, 1962 p. 221 (*)
One of his wives, by whom he has three children, is no less a person than Doña Fermina Zárate, from La Carlota. They took her captive when she was young; she might have been twenty, now she is old. There she was poor thing! In her presence, Ramón said to me, “The señora is very good, she has kept me company many years, I am very grateful to her; so I’ve told her she may go if she wishes and return to her own country where her family lives.” Doña Fermina looked at him with an indefinable expression, with a mixture of affection and horror, in a way that only an observant and penetrating woman might have been able to understand, and replied, “Sir, Ramón is a good man. If only they were all like him! Women captives would have less to bear. As for me—why should I complain? God must know what he’s done.” 340
And so saying, she burst into unrestrained tears. Ramón said, “The señora’s very good.” And got up, went out, and left me alone with her. There is nothing remarkable about Doña Fermina Zárate’s features; she looks a woman like so many others, though her eyes and forehead do reveal a certain patient resignation to the decrees of Providence. She does not look as old as she thinks she does. “So why don’t you come away with me, señora?” “Ah, Sir!” replied she with bitterness, “and what am I to do among the Christians?” “Come and join your family! I know them, they’re at La Carlota, they all remember you with the greatest affection and mourn for you.” “And what about my children, Sir?” “Your children?” “Ramón’s letting me go myself—because really he’s not a bad man; me at least he’s always treated well, after I became a mother. But my children—he doesn’t want me to take away my children.” I could not make up my mind to say to her, “Leave them behind, they are the offspring of violence.” They were her children! Lucio V. Mansilla, A Visit to the Ranquel Indians, 1870 p. 222
Every year, the blond Indian woman used to come to the country stores at Junín or at Fort Lavalle to obtain trinkets or makings for maté; she did not appear after the conversation with my grandmother.
However, they saw each other once again. My grandmother had gone hunting one day; on a ranch, near the sheep dip, a man was slaughtering one of the animals. As if in a dream, the Indian woman passed by on horseback. She threw herself to the ground and drank the warm blood. I do not know whether she did it because she could no longer act any other way, or as a challenge and a sign. Jorge Luis Borges, ‘Story of the Warrior and the Captive’, 1949 p. 223
‘But where, where shall we go?/ Shall we by fortune know/ in the pampa some sanctuary,/ where our love unwary/ may foil their bane?/ Can we, without their hearing,/ escape, and ever fearing,/ cross on foot, breath rasping,/ with thirst and hunger gasping,/ with weariness and pain?// ‘Yes, the desert broad and arid/ offers more than one veiled/ haven, and the foggy cloud,/ which sky and land does shroud,/ shall conceal our flight./ Brian, when breaks the day,/ hearts beating with glee,/ far from here shall we wend,/ finding food that heaven send/ to ease the wretch’s plight.’// ‘Yet may you still, dearest soul,/ soldier on toward our goal,/ but I, wounded and soreflushed,/ weak and drained and crushed,/ how am I ever to survive?/ Fly now, woman sublime,/ and from disgrace redeem/ your life forewritten;/ leave hapless Brian,/ alone, in torments here to die.// ‘No, no, you shall come with me,/ or with you shall I cease to be./ A sturdy shield is your right hand/ of
our beloved home and land,/ else what be a woman worth?’ Esteban Echeverría, The Captive, 1837 pp. 224-225 (*)
I took them to La Cautiva, in Pacheco. Nothing suited them better than the idea of ‘going to the pampas’, as if the word meant a provincial station with a precise sign: somewhere on this earth where one had to get off. For me, it meant getting rid of ‘them’. I would reach La Cautiva and hand them over to Lucas, my father; to his father and my sister María Martha as well; but mainly to the twins. They lived in La Cautiva all year round. It couldn’t have been otherwise; this was what we agreed to keep the place. We sold the house on Suipacha street, the holiday house in Los Troncos. All well and good, but not La Cautiva. She was all of us, and each and every one of us too. General Roca gave the land to my grandfather... Beatriz Guido, ‘Representation’, 1962 p. 225 (*)
Blessed thee, a’mighty God,/ who understands tha plan!/ When to a feeble woman/ tha gav’st in that endeavour/ such strength as maybe never/ was seen in a fullgrown man.// That poor weeping wretch,/ sees danger and makes bold;/ like an arrow this way furled/ and forgetting her own
3 41
grief,/ gave the Indian such a heave/ that from me he was hurled. José Hernández, The Return of Martín Fierro, 1879 p. 226 (*)
monstuous, most inhuman, most savage of all, the children from their mothers! All in the name of civilization. That wretched throng are the spoils from the last raid on the frontier . . . Carlos María Ocantos, Quilito, 1891 p. 227 (*)
Pampa went out through the front and sat down in the doorway. Would they give her some peace now? The boy had just dressed, the adults were talking in the dining room; the table was laid; as the square outside, the little girls in blue ribbons, the raffle ladies, the many details of the lively bustle offered up by the Independence Day celebrations were all barred to her, she would watch the fireworks from the doorstep; and that was not to be sniffed at. If, of course, they let her. [ . . . ] The weariness of the daily grind overcame her, and she fell asleep in the doorway, consigning waiting at table to oblivion. And as ever when she dreamt, she saw her mother, lost in the big city, like her brothers and sisters, the hideous scene from La Boca reproduced with astonishing accuracy: the ship docked at the wharf; the wharf crowded with inquisitive faces; on the deck, the motley band of dirty, dishevelled, foul-smelling Indians, like a herd of swine being taken to market, timid and trembling at what they see and fear; the women pressed to their husbands; the mothers clutching their children to their scraggy bosoms and trying to conceal the eldest beneath their rags . . . And a brutish soldier, arrogantly dragging his sabre, sets about dividing them up amongst his acquaintances and those recommended to him, violently separating the women from their husbands, the brothers from their sisters, and most 342
Probably the pride produced by [ . . . ] her installations for pregnant women – little more than a simple room with beds and a table, which she boasted of, referring to them as ‘her Sardá’ (the largest public maternity hospital in Buenos Aires) – was connected with the counterpart to the power of death that completes and closes the cycle at the other end, namely the wielding of a supposed ‘life power’ . No longer the simple murderous capacity to decide who dies, when they die and how they die, but further still, to determine who survives and even who is born: many pregnant women died in torture but others did not. Other women had their children, while the ‘disappearers’ doled out the child’s life and the mother’s death. Still others survived along with their children. Pilar Calveiro, Power and Disappearance: Concentration Camps in Argentina, 1998 p. 228 (*)
At the foot of the light-blue-and-white flag – a symbol of Argentina hijacked at the time by the de facto government – now flying in a women’s prison, a mother invented a family table to give her daughter ‘the
milk’. What modern art gallery today could reconstruct this work of conceptual art . . . ? María Moreno, ‘Captive Mothers’, Prayer, 2018 p. 228 (*)
There was a time probably brief yet long made of a curious stillness, a stillness of regarding each other: us them and them us, our cows their cows, my dog theirs, the horses everybody. Until the naked ones at the end of the naked queue started singing and walking: we did the same, singing too, walking with our arms outstretched, doing everything they did and ending up fusing with these Indians, who seemed to be made of pure radiance and the smell of grease and of flowering chañar and lavendar, which was what they put in the grease they used, and then when I embraced Kaukalitrán, I plunged still further into the dense scrubland that Up Country had turned out to be. Into the summer I plunged. Into the mulberries hanging red and full of themselves from the trees. Into the mushrooms growing in the shade of the trees. Into every tree I plunged. And I knew the fickleness of my heart, the array of appetites my body could hold: I wanted to be the mulberry and the mouth that bit the mulberry. Gabriela Cabezón Cámara, The Adventures of the China Iron, 2017 p. 229 (*)
Essays translated by Kit Maude Literary texts indicated (*) translated by Ian Barnett 343
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EXPOSICIÓN
PUBLICACIÓN
Curaduría Javier Villa
Edición general Gabriela Comte
Asistencia curatorial Belén Coluccio Marcos Krämer
Edición gráfica y diseño Eduardo Rey
Coordinación general Micaela Bendersky Marina Gurman Registro de obra Paula Pellejero Diseño museográfico Iván Rösler Producción Agustina Vizcarra Asistencia de producción Celina Eceiza Daniel Leber 3D y render Gonzalo Silva
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Autores Javier Villa Alejandra Laera Antología literaria Alejandra Laera Edición Martín Lojo Asistencia editorial Soledad Sobrino Corrección de textos y traducción al español Julia Benseñor Traducción al inglés Ian Barnett Kit Maude
Técnica e iluminación Soledad Manrique Goldsack Franco Pellegrino Claudio Bajersky Jorge López
Retoque fotográfico Guillermo Miguens
Coordinación de montaje Leonardo Ocello
Fotografía de obra Viviana Gil
Montaje Juan De San Bruno Germán Sandoval Silva Fernando Súcari Rodolfo Marqués Job Salorio
Fotografía de salas Guido Limardo Jorge Miño
Producción gráfica Daniel Maldonado
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E Q U I P O M USEO D E ARTE M O D ERN O D E BU EN OS AI RES
Directora Victoria Noorthoorn Gerente de operaciones y desarrollo institucional Marina von der Heyde Asistente de dirección Sol Camila Quiñones CURADURÍA Curador senior Javier Villa Curadora y coordinadora del departamento curatorial Carla Barbero Curadora Laura Hakel Curadora asociada María Amalia García Asistente curatorial Marcos Kramer Curadores del ciclo El cine es otra cosa Andrés Denegri Gabriela Golder Curadores del ciclo Escuchar: sonidos visuales Leandro Frías Jorge Haro
PATRIMONIO Asesor de Patrimonio Marcelo E. Pacheco
DISEÑO Y PRODUCCIÓN DE EXPOSICIONES
Jefa de Patrimonio Valeria Semilla
Jefe de diseño y producción de exposiciones Iván Rösler
Coordinadora de Patrimonio Helena Raspo
Coordinadora de producción Almendra Vilela
Coordinadora del archivo audiovisual y de los ciclos de música y cine Valeria Orsi
Productores Agustina Vizcarra Edgar Lacombe
Administración y registro del patrimonio Adrián Flores Beatriz Montenegro de Antico Victoria Olivari Celestino Pacheco Investigadora Cristina Godoy Fotógrafa Viviana Gil CONSERVACIÓN
Asistentes de producción Daniel Leber Celina Eceiza Gonzalo Silva Coordinador de montaje Leonardo Ocello Iluminación, sonido y tecnologías Jorge López Soledad Manrique Goldsack César Tula Asesor artístico Jorge Ponzone
Jefe de conservación Pino Monkes
COMUNICACIÓN
Conservadoras Silvia Borja Diamela Canosa
Jefe de comunicación y marketing Tomás Peper
Asistentes de conservación Darío Aguilar Claudio Bajersky
Coordinadora de comunicación Damasia Patiño Meyer
EXPOSICIONES TEMPORARIAS
Coordinadora de eventos Pía León Masson
Jefa de exposiciones Micaela Bendersky
Comunicación digital Mariel Breuer
Coordinadora de exposiciones Marina Gurman
Diseñadora senior Lucía Ladreche
Registro de obra Paula Pellejero
Diseñadora Maylen Leita
Coordinadora de prensa Victoria Onassis
Asistente de comunicación Paloma Etenberg Fotógrafo Guido Limardo
EDITORIAL Editora general Gabriela Comte
Flavia Okner Gonzalo Prieto
Editor gráfico Eduardo Rey
Curadora de Programas Públicos Lucrecia Palacios
Editor Martín Lojo
DESARROLLO DE FONDOS
Asistente editorial Soledad Sobrino
Jefa de desarrollo de fondos Sarah Galer
Correctora Julia Benseñor
Responsable de desarrollo de fondos Silvia Braun
Traductores Ian Barnett Kit Maude Productor gráfico Daniel Maldonado EDUCACIÓN Jefa de educación Patricia Rigueira Coordinadora de escuelas e instituciones educativas Agustina Meola Coordinadora de investigación y recursos pedagógicos Gabriela Gugliotella Coordinadora de comunidades Ayelén Rodríguez Asistente de comunidades María Carri Asistente de Programa Universidades Nicolás Crespo Asistente del Departamento Educativo Laila Calantzopoulos Educadores senior Emmanuel Franco Julián Sorter Educadores Silvina Amighini Eva Bonaparte Victoria Boulay Solana Ceccotti
Coordinadora de desarrollo de fondos María Paoli Coordinadora de cooperación internacional Verena Schobinger BIBLIOTECA Jefes de biblioteca Alejandro Atias Mónica Lerner Coordinadora de la biblioteca Lucía Ulanovsky ADMINISTRACIÓN Jefe de administración Vicente Sposaro Jefa de contabilidad y finanzas Verónica Velázquez Coordinadora de contabilidad Natalia Minini Asistente de finanzas Romina Ortoleva Asistentes de administración Vanesa Bérgamo Liliana Gómez Carla Sposaro
SERVICIOS GENERALES Jefe de Servicios Generales Hugo Arrúa Mesa de Entrada Agustina Ferrer Ángeles Foglia Alejandro Meng Soporte de tecnologías de la información Derlis Arrúa Coordinadores de seguridad Fabián Oscar Bracca Gladis de la Cruz Rolando Gabriel Ramos Operador de luminotecnia César Tula Guardias de sala Susana Arroyo Hernán Barreto Patricia Becerra Silvia Liliana Benítez Agustina Bracca Mirta Graciela Castel Catalina Fleitas Ramiro López Núñez Alejandro Meng Stella Montero Mirta Eloy Moreno Laura Nuñez Andrea Peirano Celia Rochi Soledad Rodríguez Juan Cruz Silva Mantenimiento Maximiliano Alonso Rodolfo Amaya Johana Cardozo Guillermo Castillo Patricia Ceci Lino Espínola Esther González Gustavo Juárez Rosana Ojeda Patricia Peletti Laura Andrea Pretti
¡GRACIAS!
PROGRAMA MECENAS DEL ARTE
Mecenas Extraordinario Sergio Quattrini Gran Mecenas Eloisa Haudenschild Erica Roberts Mecenas Douglas Albrecht María Rosa Andreani Maita Barrenechea Cecilia Duhau Silvana González Nunzia Locatelli de Bulgheroni Florencia y Juan Martín Molinari Gabriela Yaceszen y aquellos que desean permanecer anónimos Padrinos Sofía Aldao de Areco Andrés Eduardo Brun Martín Caputto Mariela y Mora Ivanier Laura Ocampo y Dolores Barbosa de Wright Diego Costa Peuser Diego Ranea Florencia Valls de Ortiz María Eugenia Villegas
ALIADO:
COLABORADORES:
MEDIO ASOCIADO:
COMISIÓN DIRECTIVA ASOCIACIÓN AMIGOS DEL MODERNO
Presidente Larisa Andreani
Vocal suplente Helena Estrada
Vicepresidente Chantal Ferrari de Erdozain
Revisora de cuentas Carolina Desteract
Secretario Gonzalo Hernández
Comisión de Honor Emilio Ambasz Fernanda Brunelli de Galli Mercedes Cornejo de Espinosa Paz Mariana Juliana Eppinger Eduardo García Mansilla Franco Livini Marcelo Podestá Cristiano Santiago A. Rattazzi Santiago Sánchez Elía Miguel Santarelli Juan Augusto Vergez
Prosecretario Abelardo Guaglianone Tesorero Andrés Arfuch Protesorero Gabriel Vázquez Vocales Francesca Amelotti de Duhau Pablo Blanco Eliana Castaño Herrera Belén García Pinto Alixandre Gutiérrez Asunción Laiseca José Luis Lorenzo Daniela Marcuzzi de Saguier David Tonconogy Andrés Zenarruza
Este libro se terminรณ de imprimir en agosto de 2019, en Akian Grรกfica, Clay 2992, Buenos Aires Argentina
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