José Ramón Sánchez. Maldita Guerra

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josé ramón sánchez

maldita guerra

m a l d i t a g u e rra

josé ramón sánchez



maldita guerra josé ramón sánchez


JOSÉ RAMÓN SÁNCHEZ

maldita guerra

de 23 de mayo a 29 de junio de 2014

exposición / edición

Dirección, organización, gestión y edición: MAS. Financiación: MAS | Fundación Santander Creativa. Comisario: Salvador Carretero Rebés. Adjunto a comisario: Isabel Portilla Arroyo. Asistencia técnica: Laura Aja Mazo. Restauración: Belén Lahoz Soler. Administración: Mª Esther Miguel. Dosal, Maximina de Abajo Reñones, Mónica Oreña Cibrián. Texto: José Ramón Sánchez. Fotografía: Agustín Arriola. Trabajo videográfico: Ignacio Sánchez Arévalo. Diseño y cuidado de edición: MAS. Impresión catálogo: Gráficas Calima S.A. Transporte y Asistencia montaje: Jesús Fuentes y Miguel. Fuentes. Señalización: Albast S.L. Asistencia general y mantenimiento: Ludolfo Caíña, Fernando Calderón, Carmen del Pozo, Eloísa Diego, Manuel García, Juan Carlos González, Luis González, Rosa María González, Maria Dolores Lavín, Irene Menéndez, Blanca Mora, Mª Dolores Sainz. Pintura / Carpintería / Electricidad: Talleres Municipales. Depósito Legal: SA-187 -2014. ISBN: 978-84-88285-65-2. © de la edición: MAS. © de los textos: los autores. © de las fotografías: el autor. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización expresa y por escrito de los titulares de los copyright. Maldita guerra. Características técnicas de la obra: Serie de 27 acrílicos sobre tabla de 60x180 cm, de 2011, cuyos títulos vienen recogidos en este catálogo. MAS | MUSEO DE ARTE MODERNO Y CONTEMPORÁNEO DE SANTANDER Y CANTABRIA. C/ Rubio, 6 · 39001 SANTANDER +34 942 203 120 museo@santander.es www.museosantandermas.es


LAS DOS ESPAÑAS Nunca he creído en las nacionalidades, ni en las fronteras, ni en las barreras, ni en las separaciones, y mucho menos si hay violencia y muerte de por medio. Por eso oír hablar de "Las Dos Españas" es algo que me irrita y me desconcierta. Y precisamente por eso mismo, no debe ser ignorado. Ya sé que volver sobre este asunto de la Guerra Civil puede resultar cansino, por aquello de volver a abrir la herida, de hacer la brecha aún más grande, de ser incapaces de dejar atrás tanto dolor y sufrimiento. Pero lo cierto es que por desgracia, creo que la herida aún sigue abierta. Por eso revisitar aquellos tiempos fratricidas, no creo que sea algo dañino, más bien al contrario, curativo. Verlo, y en este caso en forma de cuadros, de arte, nos puede ayudar a entender y a aprender. Y sobre todo ayudar a no volver a cometer aquellos errores, a acercarnos, no a volver a separarnos. Porque por desgracia, creo que aún sigue vigente lo de "Las Dos Españas". Y reconozco que me da vergüenza escribir estas tres palabras (por mucho que las entrecomille), me revuelve por dentro, por lo incomprensible. Pero no es

incomprensible porque no lo haya vivido. Es incomprensible porque aún siento que hay algo de eso en el ambiente, en la sociedad, algo de "o estás conmigo o estás con ellos". Así que le quiero dar las gracias a mi padre, el pintor José Ramón Sánchez, un niño de la guerra, por haber decidido regresar a su infancia para mostrarnos una realidad, su realidad, y sobre todo para asegurarse de que el pasado nunca vuelva a ser una realidad, mi realidad. Y por conseguir hacer arte del dolor, buscar la luz en aquellos tiempos de oscuridad, y encontrar el color y los matices entre tanto extremo, tanto blanco y negro. Con sus pinceles mi padre tiende puentes de unión y crea zonas de encuentro. Con sus pinceladas nos arropa, cura las heridas y tapa una brecha que nunca debió existir. Daniel Sánchez Arévalo Guionista, director de cine y, sobre todo, orgulloso hijo de José Ramón Sánchez



LOS AÑOS DIFÍCILES Nunca en mi vida profesional me he encarado con un proyecto tan comprometido. Siempre me he sentido a gusto y bien dispuesto con trabajos que tienen que ver con el cine y las películas, con los grandes temas del Quijote y la Biblia, con los mitos recurrentes de la música, el ballet, la pintura, la literatura, la religión, el teatro y todo aquello que despertase mi curiosidad y estimulase mi fantasía y creatividad. A lo que nunca me había enfrentado era a la tragedia social, al dolor continuado de una comunidad ajena al glamur del cine, las grandes creaciones artísticas y las epopeyas históricas. “Los años difíciles” es un proyecto doloroso, nacido del reconocimiento de una realidad tan dura y conmovedora que, 80 años después, aún sigue mostrándonos su lado oscuro y los padecimientos de dos comunidades que vivieron la década más dramática de su historia. La Gran Depresión americana de los años 30 no se presta ni a la belleza ni a la autocomplacencia. Se presta tan solo a la cercanía y a la compasión. La cercanía es la única condición indispensable para conocer a fondo los hechos y las personas. La compasión es la inexcusable consecuencia de la cercanía. Porque si te acercas al que sufre, aunque solo sea a través de un trabajo creativo y documental, no puedes librarte de compadecer todo aquello de lo que hablas, conoces, dibujas o pintas. Compadecer. O padecer con. Sentir en cada dibujo o en cada tema que estás allí, con ellos, con los que

sufren, con los que te cuentan, a través de su trabajo, sus casas, sus familias, una experiencia que no puede dejarte indiferente. El de “Los años difíciles” ha sido un año de dolor. Intenso y concentrado. Austero y sin concesiones. Enriquecedor y emotivo. Es el precio a pagar por convivir con el dolor y tratar de aliviarlo, aunque solo sea a través del documento y la recreación. Escribo todo esto después de 52 tablas que intentan contar aquella década, y 75 retratos que quieren ser fieles a las fotografías de los testigos que vivieron de cerca la Gran Depresión americana y la Guerra Civil española: Dorothea Lange y Walker Evans, Gerda Taro y Robert Capa. Nunca, en mi larga vida de ilustrador, he completado una serie con tantas dudas y tantos momentos confusos: ¿Merece la pena recrear en tablas pintadas todo lo que es historia del siglo XX? ¿Puede tener algún sentido hurgar en las heridas no cerradas para posibilitar una mirada nueva y un intento de aproximación? Merece la pena y tiene sentido. Al menos para mí, que me he sentido transportado a la América de los años de miseria y a la España desangrada de una guerra entre familias. José Ramón Sánchez, Santander, marzo de 2011


EL ABISMO Sin haberlo previsto, sin sentirlo venir, sin previo aviso, el abismo estaba allí: instalado, definido, provocado. El abismo, en aquel verano tórrido de 1936, era inevitable. Sus paredes, sus rocas escarpadas eran las dos Españas que habían nacido y crecido sin que nadie pudiese pensar que, en la edad adulta, aquella dualidad iba a ser una maldición tan duradera en el tiempo como devastadora en sus efectos. De un lado del abismo, la España de siempre. Del otro, la España recién inventada. De un lado, la tradición. Del otro, la revolución. Y no hubo forma de que dialogasen, debatieran sus diferencias y llegasen a una conclusión integradora. Algunos dirigentes, algunas personalidades del mundo de la política y la cultura lo intentaron. Pero todo fue en vano. Y solo unos pocos confiaron en que aquella Babel se mantuviese en pie sin precipitarse en el vacío. Y entonces surgieron, como salidos de una tierra inhóspita y oscura, los rencores acumulados entre los jornaleros sin pan y los terratenientes satisfechos. Y mezclados entre el fragor de las máquinas y el humo de las chimeneas, los conflictos industriales explotaron entre patronos y obreros, entre poderosos y oprimidos. También en los cuarteles salieron a la luz dos conceptos militares que resultaban incompatibles. Porque los más defendían una tradición de siglos, y los menos creían en una reforma más liberal.

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Incluso, utilizando a Dios como coartada infame, ateos y creyentes se sintieron dueños de la verdad absoluta para imponer su propio credo, su intolerancia más radical, su fundamentalismo más inconmovible. El abismo iba a ser, a partir de entonces, un vertedero abominable donde sepultar los odios religiosos, los resentimientos militares, los conflictos industriales y los rencores de la tierra. Machado, el poeta, había traducido en versos aquel abismo de pesadilla: “Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Se helaron los corazones. Todos, sin distinción ni grado. Los de uno y otro bando. Los de la España de siempre y los de la España del momento. “No existe el otro. Solo existo yo”. El conflicto extremo separó las Españas y creó el abismo inevitable de la sinrazón y el odio.



EL ENFRENTAMIENTO En un 18 de julio, en un domingo negro donde los haya, se enfrentaron los hermanos. Y no fue el enfrentamiento entre Caín y Abel. Abel se había convertido en Caín, y cuando se miraron a los ojos no se reconocieron. Aunque uno llevase boina y el otro una gorra militar; aunque uno tuviese barba y pañuelo al cuello y el otro estuviese afeitado y abrigado con un capote. Eran Caín y Caín. Abel había sido asesinado y ellos tendrían que luchar a muerte para que solo quedase vivo un Caín, el Caín triunfador y definitivo. Los dos Caínes representaban a comunidades inocentes, ciudadanos de una España diversa, multicultural, industrial y agrícola, urbana y rural, creyente y descreída. ¿Qué importaban las diferencias, por qué tenían que provocar esas diferencias tanto dolor y tanta muerte anunciada? La sociedad civil se agrupó para sobrevivir. Los combatientes se despidieron de sus mujeres e hijos, se ajustaron el fusil al hombro y partieron. Y el resto del mundo civilizado, y más concretamente la Europa vecina, lo vieron como un combate de boxeo entre el fascismo y la democracia. Un espectáculo donde se ensayarían tácticas de ataque y defensa para decidir quién era el ganador a los puntos o quién el noqueador. Una competición donde solo “los otros”, los actores implicados se desangrarían hasta límites inhumanos. Una puesta en escena

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que todos verían indiferentes. Un inevitable anticipo de la segunda gran guerra que ya amenazaba a una Europa dividida. En España muchos habían presagiado el desastre de la guerra civil leyendo en los signos de los tiempos. Porque la sequía de 1935 había arruinado cosechas y las lluvias torrenciales del año siguiente hicieron estragos en los cultivos del olivo y los cereales. En 1936 eran evidentes el paro y la mendicidad, el resentimiento y las represalias. La reforma agraria y el reparto de la tierra provocó la esperanza de los campesinos y el miedo y la ira de los latifundistas. Y en un mundo sin piedad la guerra civil se convirtió en otras guerras: la de los agricultores contra los terratenientes, la de los anticlericales contra la iglesia, la de los nacionalistas vascos y catalanes contra el poder central, la de los obreros contra los patronos... Íbamos a perderlo todo: infancia, ilusión, libertad, esperanzas, decencia, dignidad y vida. Y viviríamos el horror de lo salvaje, de lo animal, de lo que anula la razón y el sentido. En enfrentamiento era ya un hecho, inevitable y feroz, que hundiría a España en el más insondable de los abismos.



LA LÍNEA DE FUEGO Continuó el verano. Se establecieron los frentes. Se contabilizaron territorios. Se acotaron fronteras. Un bando dominaba Cataluña, Levante, el litoral del Cantábrico, Madrid y un tercio de Andalucía. El otro bando ocupaba Galicia, el resto de Andalucía, las dos Castillas y Extremadura. Unos disponían de territorios industriales y otros ocupaban territorios agrícolas. Un bando consiguió la inestimable ayuda de italianos y alemanes. El otro bando tuvo que mendigar lo que fuese a la Unión Soviética. La terrible realidad la vivieron los combatientes. Porque fueron ellos, y no los jerifaltes y mandamases, quienes se agruparon para recibir instrucción, despedirse de las familias y marchar al frente de batalla. Han recorrido muchos kilómetros para adentrarse en territorio enemigo. En trenes, camiones y en marchas extenuantes. No hay transporte rápido para todos. Se han dividido en regimientos y ya saben cómo manejar un arma y defender una posición. Ya están los combatientes agrupados en trincheras. Las han cavado en las dos últimas semanas.

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Ya está cada uno en su puesto. Ya se ha configurado la línea de fuego. Ya apuntan hacia el objetivo. Ya se dibujan en grupo como una silueta firme de fusiles a punto de disparar. Esperan la señal del oficial para abrir fuego. Muchos piensan, aterrados, en la artillería enemiga, en la amenaza de la aviación enemiga, en las bombas caídas del cielo. Y casi todos mantienen vivos los recuerdos familiares de los padres, los abuelos, los hijos, la esposa... Todos tienen el corazón en la garganta. Y se ahogan. Todos piensan en lo mismo. Y les domina el miedo. Porque en las trincheras podrán protegerse mientras disparan. Pero si el oficial ordena avanzar tendrán que ponerse en pie y seguir adelante, esquivando el fuego enemigo y temiendo, a cada paso, un disparo certero, la explosión de un obús o la escabechina de una bomba que da en el blanco. Es el implacable destino de cualquier soldado en cualquier guerra. Maldita guerra la nuestra.



LA MAREA DE SANGRE La sangre se desbordó en unos pocos meses. Y no hubo manera de contenerla. O de evitarla. Y fue una marea roja que tiñó los ríos y alcanzó los mares de España por el norte, por levante y por el sur. La España de Caín estaba propiciando aquella riada que todo se lo llevaba por delante. No hubo pueblo o aldea que no la sufriera. No hubo lugar de trabajo, tierra de cultivo o campo de batalla donde no se encontrasen las dos Españas para desangrarse. Nadie parecía capaz de parar tanta furia acumulada, tanta venganza aparcada, tanto odio de siglos, tanta locura injustificada. Y ya no hubo buenos y malos porque las fronteras entre lo uno y lo otro desaparecieron en los primeros meses de la guerra. No hubo un gesto de aproximación. Nadie pensó que, a principios del 37, era tiempo de parar para dialogar, de reflexionar para detener, de mirar al otro para evitar la riada del horror. Fue como una fiebre maldita que se hubiese arraigado en cada cuerpo y en cada alma. Una fiebre tan pertinaz como abrasadora. Una fiebre que ni menguaba ni se trataba de curar. Aquel estallido incontenible del verano anterior era mucho más atronador y despiadado que un año atrás. Las mentes

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lúcidas lo vieron y lo vivieron desde una angustia irremediable. Una guerra rápida hubiese sido una catástrofe. Una guerra larga solo podía convertirse en una tragedia tan irreparable en el tiempo que solo podía entenderse como la locura de un país suicida que no contempla la posibilidad de sobrevivir. El objetivo, oculto y miserable, de aquella guerra larga era exterminar al adversario. Era lo único que importaba: “el otro” debe morir porque no piensa como yo y no puede ser perdonado. La locura dio paso al terror: las detenciones injustificadas, los juicios sumarísimos, las ejecuciones a pleno sol o en lo más profundo de la noche, las represalias indiscriminadas, las víctimas civiles, los bombardeos, la muerte como único objetivo. También la locura tuvo su punto de ambición: robos, saqueos, incautaciones injustas... Todo vale, si vale para mis propósitos. Todo está justificado si favorece mis intereses. Lo que pasa en una guerra, pasa sin más. Don Miguel, el viejo historiador y novelista castellano lo dijo con palabras doloridas: “España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado toda la lepra católica y anticatólica”.



LOS ABATIDOS Las trincheras han quedado atrás. La espera tensa, la concentración máxima y la mirada atenta ya no le hacen falta al fusilero Sergio cuando el capitán del regimiento ha dado la orden de avanzar. Ha trepado por el montículo y ha rebasado el límite para agachar la cabeza, levantar el fusil y poner en marcha las piernas. Sitúa el dedo índice de la mano derecha sobre el gatillo y avanza. Con la dificultad añadida de la humareda alrededor y el fuego de la artillería a su izquierda y el de la infantería desde la derecha y el centro. En los primeros metros de avance han caído fusileros de la segunda fila. Sergio, con dos camaradas de trinchera sigue adelante. A su izquierda y por detrás, Luis, el fontanero del pueblo. Y por delante Santiago, que parece correr más rápido que sus compañeros. El fuego sigue arreciando mientras sortean obstáculos y se dispersan para no ser blancos fáciles de abatir. Desde poniente ha aparecido una escuadrilla enemiga. Aviones de combate que bombardean y ametrallan. El avance se hace a cada paso más peligroso. El objetivo es llegar a las colinas donde el enemigo se ha atrincherado en una línea de casi un kilómetro de anchura. Si rebasan las trincheras será terreno conquistado. Si llegan vivos a la línea para luchar cuerpo a cuerpo tendrán alguna posibilidad de victoria. La mayor dificultad la encontrarán en los últimos 30 metros, colina arriba. En ese tramo su

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avance será más lento y el fuego enemigo más intenso. Cuando Sergio, Santiago y Luis están a solo 10 metros de la trinchera, son abatidos, casi al mismo tiempo. El primero en caer es Santiago. Un disparo certero en mitad del pecho destroza sus pulmones. Su caída hacia delante es fulminante. Luis, recibe dos disparos que dan con él en tierra. Y Sergio, que hasta entonces parecía imbatible, ha recibido un primer balazo en el cuello y un segundo en el corazón. Cae hacia atrás con el brazo en alto y el grito ahogado de una garganta que ya nunca animará a sus amigos para avanzar hacia las líneas enemigas. La colina no ha sido conquistada. La primera línea de ataque no ha podido llegar a las trincheras. Han bastado 9 minutos para que el bando atacante haya sido aniquilado por la artillería, la aviación y la infantería del bando defensor. El terreno ha quedado sembrado de cadáveres y moribundos. A los muertos se les apila en grupos de 10 para ser enterrados en una zanja si hay tiempo o para ser quemados si no lo hay. En una de las pilas mortuorias, Sergio, Santiago y Luis parecen más camaradas que nunca. Ni la derrota, ni la muerte han conseguido separarlos. Yacerán en el mismo suelo o se convertirán en el mismo humo que se lleve el viento.



LOS CAMILLEROS Han llegado a tiempo: antes de que los muertos sean enterrados o quemados; antes de que los vencedores abandonen las colinas. Los recién llegados han hecho sonar las bocinas y han acelerado la marcha para que la cruz roja de sus ambulancias se vea a distancia y pueda llegar al objetivo con tiempo suficiente para recuperar a los moribundos y enterrar debidamente a los muertos en combate. Todo sucede muy rápido: la retirada de los vencedores y la llegada de los camilleros. Han pasado dos horas largas desde su llegada y cada cual ha hecho su trabajo. Han enterrado a los muertos, 123 exactamente, han acondicionado a los heridos más graves en las 5 ambulancias disponibles para su traslado al hospital más cercano, y han cargado en camillas a los heridos que serán atendidos en el campamento del regimiento junto al río. Juan de Dios, el camillero bajo y fortachón, prefiere el combate. Es muy joven y le han destinado al servicio de ambulancias. Él se siente más soldado que camillero. Porque el soldado entra en acción y al camillero le toca intervenir después de la acción. Lo suyo es combatir, no esperar. Y mientras tira de la camilla que transporta al viejo soldado de la boina, piensa que algún día podrá vivir la guerra como él quiere vivirla. Ya metidos en guerra, mejor la lucha que la espera. Lo único que a Juan de Dios le pone

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en tensión es caminar deprisa y animar al camillero de atrás para que puedan salvar la vida del herido que recibió en la batalla de la colina tres disparos en el estómago que le tienen al borde de la muerte. El día se ha puesto gris y por la tarde una niebla cada vez más espesa cubre la tierra. Los camilleros llevan dos horas avanzando lentamente. Y han ido encontrándose con grupos en retirada. Y todos juntos, soldados vencidos y heridos transportados, caminan hacia el único lugar donde podrán descansar: el campamento. Llegan al anochecer. Exhaustos y apurando el paso en el último tramo. Cuando dejan a los heridos en sus camastros de campaña respiran hondo y se aquietan. Ya están los heridos en las buenas manos de enfermeras y médicos. A las 10 de la noche los camilleros descansan ya en sus jergones. Solo Juan de Dios sigue dándole vueltas en la cabeza a su obsesión de cada día: “Quiero luchar. Quiero ser soldado. Para ello me alisté. Mejor morir en la batalla que sobrevivir en la retirada. ¿Llegaré algún día a dejar la camilla en el suelo para empuñar un...? No ha podido llegar consciente a la palabra “fusil”. El sueño y el cansancio no se lo han permitido.



EL BOMBARDEO Son las víctimas inocentes de la guerra. Los que no saben, ni tienen porqué, la verdad de lo que está pasando. Lo de “las dos Españas” les viene grande. No pueden entender la locura desatada, la guerra entre gentes del mismo país. Y viven todo ello entre la perplejidad y el desasosiego. ¿Por qué los padres han abandonado sus casas para luchar a campo abierto y matarse entre ellos? ¿Por qué tanto dolor y tantas lágrimas, cuando solo un año atrás todo parecía estable y llevadero? Los niños se preguntan muchas cosas, sin una respuesta de los mayores que puedan tranquilizarles. Lo único que experimentan de verdad, cada día, es que todo anda patas arriba y que su mundo de ilusiones se ha derrumbado con la desaparición de la escuela y las vacaciones, de los juegos y las alegrías, de la vida del barrio y de la vida familiar. El terror, ya firmemente establecido como una peste medieval, se vive en dos escenarios de pesadilla: el campo y la ciudad. En los campos de España, en sus valles, llanuras, litorales y montañas se lucha cuerpo a cuerpo, se muere cada día, se empobrece la tierra en el abandono y se secan las almas en la barbarie. En las ciudades la gente mira continuamente hacia lo alto, hacia ese cielo nuboso o despejado que puede llenarse de ruido y furia cuando aparecen los aviones. Ellos son los portadores de la muerte

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indiscriminada, los ejecutores ciegos que descargan sus bombas para que caigan aquí y allá, sembrando las calles de cadáveres y dejando a su paso la destrucción y el fuego. Los Manrique, dos hermanos de 10 y 7 años, han permanecido en el sótano de su casa durante el bombardeo de la mañana. Acurrucados, junto a su madre, aterrorizados durante 6 minutos que no terminaban, gritando despavoridos en cada explosión, con cada retumbar de las paredes. Después sobrevino el silencio. Los niños se calmaron de momento. Y solo media hora después dejaron el cobijo de la madre y salieron a la calle. Lo de fuera era un caos de edificios derrumbados, gritos desgarradores y fuegos desperdigados. Y grandes humaredas oscuras en cada incendio, en los cercanos y los lejanos, en los de la parte baja de la ciudad y en los de la parte alta. Quino y Pepita, los Manrique, recorren las ruinas como si buscasen algo, y miran al cielo. La escuadrilla agresora ha remontado altura y se aleja impune hacia el sur. Los niños la ven desaparecer con el ánimo encogido, con el deseo intenso de olvidar pronto aquella mañana de horror. Ellos, las víctimas inocentes, han salido a la calle movidos por una curiosidad tan de su edad que no pueden evitar. Tampoco podrán evitar que la pesadilla de las bombas se repita cuando menos se lo esperen.



EL POLVORÍN El objetivo es tomar el cuartel del Soto y requisar el polvorín. Ha sido una orden, precisa y necesaria, del parte de la mañana. Han perdido batallas recientes y armas, muchas armas. Las vidas son irrecuperables. A los muertos se les entierra y a seguir adelante. Pero no se puede seguir adelante sin las armas que el ejército enemigo recogió tras la victoria. Un bando desarmado es un bando abocado a la inactividad y el fracaso. Asaltar el cuartel y recuperar armamento es volver a la pelea. La patrulla ha esperado a la noche para atacar. El grueso del regimiento enemigo anda peleando en la meseta, a unos 10 kilómetros del cuartel. Han dejado una escuadra con dos ametralladoras para defender la posición. Y cada bando espera alerta las primeras refriegas. Ya es noche cerrada cuando los asaltantes atacan estableciendo la línea de fuego a 40 metros del edificio. Se produce un fuego cruzado que provoca mucho estruendo y los primeros muertos. Después de un tiroteo intenso, una pausa para recargar las armas y darse un respiro. Los acuartelados han decidido la retirada y la destrucción del polvorín. No pueden permitir que los asaltantes recuperen armas, proyectiles y explosivos almacenados en el sótano del cuartel. Durante la tregua han preparado las mechas y han organizado la retirada. Solamente cuatro voluntarios permanecerán en su puesto para reanudar el fuego y encender las mechas en el momento señalado.

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Cuando los de fuera deciden el asalto a cuerpo descubierto vuelan por los aires al estallar el polvorín. Una explosión atronadora que se materializa en nuevas explosiones, metralla, mutilación y muerte. Lo siguiente es el fuego, el derrumbe, el humo y el silencio de los muertos. Ha sido un ataque inútil, una aventura descabellada. La misma aventura que, unas horas antes, al mediodía, parecía la mejor de las ideas, el más prometedor de los ataques, la más abundante de las requisas bélicas. Y todo se ha quedado en nada: para los atacantes y los defensores, para los huidos y los que han quedado sepultados bajo los escombros. La noticia de la voladura del polvorín ha llegado al pueblo vecino cuando amanecía. Todos los caídos vivían en la zona rural donde se había establecido el cuartel. Muchos familiares se apresuraron con los quehaceres mañaneros, salieron de sus casas y emprendieron el camino hasta el soto donde ahora yacían sus maridos, sus hermanos y alguno de sus hijos mayores. Con el sol del mediodía contemplaron horrorizados la tragedia. Maldita, mil veces maldita, esta guerra nuestra.



EL ENTIERRO La mujer de Ismael fue la primera en encontrar al marido muerto. Le reconoció a 10 metros. Tirado boca arriba a la entrada del cuartel y taponado su cuerpo por una viga de roble y las piedras de un muro derribado. Pero la cara de Ismael era tan peculiar y su gorra de visera tan reconocible que la mujer no dudó un segundo. El sepultado era su marido, el herrero del pueblo, el padre de sus dos hijos. La gente del pueblo recogió a sus muertos como buenamente pudo. A rastras, a hombros o en brazos fueron depositando en un carro aquellos cuerpos desgraciados que ya nunca acunarían a sus hijos, labrarían la tierra y envejecerían en paz. María, la mujer de Ismael, ha decidido enterrar a su hombre fuera del cementerio. No quiere suplicar al cura un trozo de suelo sagrado y una cruz con las fechas del nacimiento y la muerte. Ismael, un buen hombre donde los hubiera, no creía en suelos santos ni en cruces salvadoras. Ni en sermones vacíos, ni en redenciones negociadas por los hombres. Ismael creía en la libertad, en la tolerancia y en la bondad. Y María, que guardaba todas estas cosas en su corazón, decidió que para Ismael, tan buen hombre, cualquier hoyo cavado en la tierra podía acogerle con decoro. La comitiva no es muy numerosa. Hay mucho miedo escondido. Es un entierro pobre, eso está a la vista: un ataúd hecho a toda prisa y cargado sobre unas varas que arrastran la mula del Marcial que lleva las riendas. Por detrás del ataúd, la viuda y los hijos, algunos compañeros de armas, un anciano, 24

algunas mujeres y un niño que cierra el cortejo. Por delante, otro niño que va leyendo unos versos que ha dedicado al soldado muerto. “Nos has dejado, soldado. Eras parte de lo nuestro y te habremos enterrado cuando la luz se haya puesto”. Dos combatientes amigos han dejado sus pertrechos para cavar una fosa. Repentinamente se ha oscurecido la tarde. Como si la naturaleza se sumase al duelo. Como si la tierra se abriese desgarrada. Hay un silencio de muerte. Y solo pueden oírse los pasos amortiguados, algún suspiro lastimero, el arar de las varas sobre la tierra y los cascos de la mula. Pero allí, en el interior del cementerio hay una tierra que clama por los suyos. Y en su profundidad se mezclan las voces, se agrandan los ecos, se borran lo sagrado y lo profano, se proclama la brevedad de la vida y lo definitivo de la muerte. Solo la tierra se oye a sí misma: “Ven aquí, hermano. Te haremos sitio para que descanses. Este es tu lugar de acogida. Aquí descansan lo que te precedieron y descansarán los que te sigan. Ven aquí, hermano, ven aquí”.



CAMPOS DE TRIGO Y MUERTE Los campos se han teñido de rojo. La sangre ha corrido y la muerte ha sido la única cosecha recogida. Ya no están los campos con sus ocres naturales, con sus amarillos dorados del verano y sus marrones húmedos del otoño. Los campos ya solo se visten de rojos oscuros, de la sangre seca derramada, de la sangre inocente de ciudadanos y campesinos que no luchan en los campos de batalla. Posiblemente, ya bien entrado el otoño del 37, todos los campos de España se hayan convertido en campos de batalla. ¿Existe alguna llanura pacífica, algún cultivo donde no haya corrido la sangre, donde todo siga igual, donde todo se refiera al ciclo de la naturaleza que recibe la simiente, la hace crecer y la entrega esplendorosa en la hora de la siega? La tierra roja de la sangre inútil dice rotundamente que no, que no existen ya cosechas limpias y trabajos compartidos. En el verano de 1936, a pesar de la contienda recién estallada, se cosechó y se almacenó. Y hubo pan para todo un año. Ahora los campesinos recorren los campos de cereales que no fueron ni preparados ni sembrados, que se abandonaron a la inactividad y que ahora no pueden dar lo que siempre dieron.

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Todo resulta desolador en los campos de Aragón, las dos Castillas y Extremadura. Porque, además de la miseria de la tierra, se cosechan el odio, el resentimiento, la envidia y la ambición. Habían demasiadas cuentas pendientes sin resolver. Vivía en muchas mentes torcidas el deseo aplazado de la venganza y la muerte. Esta guerra nuestra no parece tanto un conflicto de ideologías como un ajuste de cuentas implacable. Y cuando aparecen los cadáveres abandonados a su suerte todo el mundo se estremece. Porque esa matanza es la semilla de la siguiente matanza. “Ayer tú mataste a los míos. Mañana yo mataré a los tuyos”. Ya no se viven en los pueblos agrícolas la monotonía de los días y la rutina del tiempo. Ya no existen los ciclos de la preparación, la siembra, la recolección y el almacenaje. Solo parece haber perdurado la siega: de las vidas inocentes, de los campesinos de toda la vida, de los vecinos que defienden lo contrario de lo que tú defiendes, de propietarios a los que envidias, de los jornaleros que reclaman lo justo... Un sinfín de víctimas que nadie sabe por qué lo son. Ni para qué han valido. Son las mentes ofuscadas de quienes se amparan en la guerra para prosperar a costa de lo que sea. Maldita guerra nuestra que ha profanado los campos con la muerte y la desolación.



LAS RUINAS También la desolación se pasea por las ciudades. Porque los grandes núcleos urbanos donde hay fábricas, centros oficiales, industrias y universidades han sufrido los rigores del bombardeo. Después de dos años de guerra, España es un país en ruinas. En una zona y en otra; en el norte y en el sur; en levante y en poniente; en el litoral y en el interior. Las dos Españas han sido duramente castigadas ante la imposibilidad de un alto el fuego, ante la sinrazón de aniquilar al enemigo, ante la incapacidad interesada de las democracias europeas. Las ruinas. Lo que queda de las ciudades. Lo que tardará en reconstruirse. Lo que nadie olvidará. Lo que todos lamentarán. Y lo pavoroso es que las ruinas son escenarios de tragedia donde todos andan buscando lo que han perdido: un padre a su hijo, una madre a su hermana, una novia a su hombre, un oficial a su cabo, un niño a su caballo de madera, una niña a su muñeca, un viejo a su cachava... Todos buscan y nadie encuentra. Lo único a la vista son los escombros, las paredes derruidas, las vigas desnudas, los cráteres de las bombas, las calles desmanteladas, los muebles que cuelgan de ventanas y balcones, las barricadas abandonadas... Todo parece gris, menos luminoso, más abandonado. Y solo se atreven a deambular por las ruinas alguna madre en busca de una manta y unos niños que arrastran un jergón.

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Hay una sensación general de pánico y desorden: desde que sonaron las sirenas para anunciar el ataque; desde que la gente se refugió en sótanos, iglesias, hospitales, andenes del metro; desde el velar de una noche interminable esperando un nuevo bombardeo. Hay en las miradas confusión. Y en los corazones miedo. Hay en los cuerpos abatimiento. Y en las almas rabia. Porque gran parte de los refugiados, cuando salgan al exterior y vuelvan a sus lugares, vivirán el dolor irremediable del hogar perdido. ¿Dónde vivirán? ¿Cómo seguirá adelante la viuda de guerra con sus 5 criaturas? ¿Cuándo volverán a ser sus vidas lo que fueron antes del 36? ¿Qué les espera por sufrir, por llorar, por vivir? Los supervivientes andarán unos días desorientados y abatidos. Pero reaccionarán ante lo irremediable buscando ayuda y acomodo en algún hospital de campaña, en el Frontón Recoletos que acoge a la gente desamparada, en las iglesias reconvertidas en dormitorios y comedores, en las escuelas públicas, en los centros cívicos como el casino y la biblioteca, en la casa de un pariente o amigo a quienes las bombas han respetado... Hay que cobijarse donde sea. Hay que encontrar pan. Hay que curar las heridas. Hay que recuperar a los sepultados. Hay que levantar la cabeza y continuar buscando. Hay que sobrevivir. No están los tiempos para otra cosa.



LAS BANDERAS Pablo es un adolescente amante de las banderas. Dibuja bien y sueña que, de adulto, será dibujante de historietas. El día lejano en que una librería o un kiosko de periódicos y revistas muestre su primera publicación, será el más feliz de los mortales. Una de las cosas que siente como cercana es el mundo de las banderas. Y no tanto por su significación simbólica como por su contenido gráfico. Tiene una colección de cromos con las banderas de todo el mundo. Lo guarda como un tesoro de la infancia. Y se ha fabricado un álbum propio dibujando sus banderas preferidas. Para él no existen países importantes y países de segunda división. Para él, tan aficionado al dibujo y tan fascinado por los colores, solo existen países con banderas deslumbrantes y países con banderas que no le dicen gran cosa. En el álbum ha seleccionado 10. Las ha dibujado a buen tamaño y ha escrito debajo de cada bandera un comentario apropiado: la de Estados Unidos parece la de un circo, con sus estrellas azules y sus barras rojas; la de Japón es la más simple y rotunda del mundo con su sol naciente sobre un fondo blanco; la de Gran Bretaña es la bandera de un imperio poderoso que parece un cruce de caminos, una encrucijada aventurera. Y así, hasta completar las 10 con las banderas de Canadá, Suiza, Uruguay, Grecia, Albania, Turquía y Brasil.

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La de España nunca le ha convencido del todo. Y menos ahora que son 2: la tradicional y la republicana. Ambas le parecen simplonas de color y rutinarias, con sus tres franjas, con su estructura repetida en 100 países. Le parecen, las dos, vulgares, sin un detalle especial como una estrella, una hoja, una media luna, un círculo central.. Y lo más curioso es que ha llegado a una conclusión que se guarda para sí, y que permanecerá cautiva en la última página del álbum como un secreto bien guardado: las banderas de las dos Españas están equivocadas. Han intercambiado identidades. Porque la roja, gualda y morada debería ser la de la España de siempre. La bandera tradicional debería tener esa tercera franja morada como homenaje a la Iglesia, a la Cuaresma, a la Semana Santa. El morado clerical es propio de una nación compinchada con la Iglesia a la que debería expresar su gratitud por los servicios prestados. Y la bandera republicana debería ser más roja de lo que es, más parecida a la de la Unión Soviética de la Revolución. Pablo ha terminado los dibujos y el texto. Cierra el álbum y piensa en la guerra como en un caos permanente y cerrado. Incluso para las banderas equivocadas de bando y de color.



LA PATRULLA Se han perdido en la nieve. Llevan 3 días sin saber dónde están, sin poder decidir hacia qué lugar dirigirse. Perdidos en un invierno atroz que dificulta la guerra, que tergiversa las tácticas militares y que impide la lucha en campo abierto. La patrulla sabe que, antes de la gran nevada, andaba en tierras riojanas, cerca de los límites de Aragón. Es una patrulla huida del fuego enemigo que masacró casi a todo un regimiento. Huyeron en la noche, cuando el fuego de la infantería contraria decreció y la aviación desapareció por el sur. Y no habían recorrido un par de kilómetros por el bosque de pinos cuando el cielo se emplomó y cayeron los primeros copos. El bosque les protegió de la ventisca. Y, solo de madrugada, al salir a un claro, pudieron comprobar que la nevada había sido la más cruda del invierno. Fue todo uno, salir al descampado y hundirse en 30 centímetros de nieve. A partir de entonces la patrulla avanzó con extremada dificultad y perdió el rumbo. Una espesa capa de niebla les envolvió y dejaron de ver el horizonte, las colinas, la vegetación, los senderos. Llevaban así tres días, sobreviviendo con la escasez de sus bolsas y macutos. Ni una granja a la vista, ni un pueblo pequeño, ni una ermita perdida, ni un riachuelo que pudiese orientarles. Por lo andado, calcularon que ya pisaban terreno aragonés. No marchaban agrupados. Unos iban delante, ansiosos por descubrir algún lugar

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donde refugiarse. Otros cerraban la marcha, más preocupados por el frío intenso y la mengua de energías. Apenas les quedaban en el zurrón unos trozos de pan duro y unos restos de queso y tocino. Con el agua no tenían problema. La nieve era un manantial inagotable. Hubo un claro en el cielo al declinar el tercer día de marcha. Se levantó la niebla y un sol poniente se abrió a sus espaldas. Estaban caminando hacia el este. Y cuando remontaron el altozano iniciaron el descenso y empezaron a ver signos de vida: arbustos semienterrados en la nieve, alguna peña, un sendero serpenteante, un poste de luz... Ya en el llano, el sendero estrecho desembocaba en un camino comarcal que se perdía en la lejanía. Y a una distancia aproximada de dos kilómetros las pocas casas de un pueblo perdido. Incluso, alguno de los doce con vista de lince, creyó divisar hilillos de humo en las chimeneas. No era un espejismo momentáneo en sus ojos deslumbrados de tanta blancura, de tanta nieve. Era una realidad lejana que iban a intentar alcanzar. Y poco a poco, sus ojos fueron viendo con mayor precisión las pocas casas, la torre de una iglesia, las cercas de un corral, el humo de las chimeneas y a una mujer que conducía una vaca cargada de leña. Ya no estaban perdidos en medio de la gran nevada.



HACIA EL FRENTE Ha sido necesario reclutar a cualquier hombre que pueda caminar y empuñar un fusil. Hace tres días, en el último domingo de noviembre, se alistaron en la plaza del pueblo todos los posibles combatientes de la comarca. Llegaron hombres de 7 pueblos distintos. Y se formaron filas compartidas por casi viejos de 50 años y casi niños de 16. Todos eran necesarios. No importaba la edad si podían luchar en el frente. Solo importaba la firme decisión de defender la España que les había tocado en suerte. La guerra, tras dos años de avances y retrocesos, estaba casi perdida. Ellos eran menos y peor pertrechados que los contrarios. Los otros ocupaban más territorios agrícolas y tenían más pan. A ellos les servía de poco ocupar zonas industriales que no producían y cordilleras donde no crecía el trigo. Ni siquiera entendían a un enemigo que podría haberlos aniquilado mucho antes. Pero era un secreto a voces que el bando con ventaja quería una guerra larga, despiadada y exterminadora. En la casa de los Hurtado, la mañana parece desolada. Han abierto la puerta y las ventanas para ver marchar hacia el frente al ejército reclutado. El abuelo, la madre, los hijos pequeños y las dos chicas mayores siguen atentos a la columna de soldados, tanquetas, coches de oficiales, carros de intendencia, la caballería, las banderas... Todos pasan ante sus ojos anhelantes. ¿Será posible, en la

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distancia, descubrir a padre entre los más viejos y a Toño entre los más jóvenes? Imposible. A lo lejos, solo se reconocen grupos, vehículos, animales. Además ya se despidieron la noche anterior cenando en casa. A los alistados les dieron 3 horas de permiso para despedirse de la familia. Fue una cena apagada y silenciosa. Alguna palabra de ánimo en boca de Pilar, la mayor de las hijas. Alguna sonrisa forzada de la madre cuando el marido prometía el regreso. Los niños pequeños no pudieron sonreír ni mostrarse cariñosos. El abuelo tampoco. Él, mas que nadie, sabía que todo iba mal y que todo acabaría peor. Desde la columna, Antonio, el padre, y Toño, el hijo, han mirado de frente la casa donde han dejado vida y familia. Y han reconocido en las ventanas al abuelo Enrique, A Juliuca y Pilar, las chicas. Y se han conmovido al divisar la puerta abierta y la silueta firme de la madre con el hijo más pequeño en brazos y Eduardito apoyando la cabeza en la cadera de la mujer fuerte. En 10 minutos escasos la columna hacia el frente ha desaparecido por la derecha. Y todos, en familia, se ponen a rezar: por los que sobrevivan y los que caigan, por el final de la guerra, por la reconciliación, por el olvido, por lo que quede de España.



EL CENTINELA Está recordando sus muchas horas desveladas. Y su infancia viaja hasta el presente para mostrarle tantas noches de insomnio, tantos ahogos, tantos pensamientos decaídos, tantos planes improbables, tanta melancolía. Ramón fue un niño con problemas de alergia, con disfunciones respiratorias, con bronquios delicados. Un niño de familia obrera que tenía asma, una enfermedad frecuente entre los niños de clase media. Durante sus días de cama, las horas de la mañana y la tarde se le hacían más llevaderas: dibujando aventuras y leyendo alguna historieta. Los dibujos y la acción de las viñetas le hacían pensar en una vida adulta donde sería ilustrador de cuentos o escritor de novelas policíacas. Pero casi todas sus noches de enfermo eran oscuras, solitarias, faltas de aire y largas, demasiado largas. Ramón, en su turno de guardia, lo recuerda todo, lo revive en profundidad. Y le parecen sus noches de centinela como aquellas otras del ahogo, que discurrían lentas y fraccionadas en cuartos de hora. Y sus cálculos siempre eran desoladores: 9x4=36, para sus noches de niño; 4x4=16, para sus noches de soldado. Mucho cuarto de hora infortunado. Se ha subido el cuello del capote y sigue manteniendo enhiesto su fusil. Y piensa que la noche solo es buena para dormir. O para divertirse con los amigos. Lo de recordar, velar, vigilar y esperar es

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malo, se mire por donde se mire. Y algo que también perturba a Ramón, tan cercano y amigable, es la proximidad del centinela enemigo. Solo una hondonada separa a un bando y otro. Y los centinelas, vigilando en lo alto de la quebrada, comparten soledad en cada turno de cuatro horas. Son las ocho de la mañana y el sol asoma detrás de las rocas donde hace guardia el enemigo. Y Ramón, tan dado a pensar, no puede imaginarse al otro centinela como alguien completamente ajeno a sus costumbres, a su modo de vida, a su ideología más profunda. “Tendrá una familia como la mía. Y quizá le guste leer buenos libros como a mí. Y, a buen seguro, habrá tenido que dejar mujer e hijos, padres y hermanos, en la ciudad o en el campo. Como yo. Y si pudiéramos hablar, ahora en la amanecida, posiblemente maldeciríamos a dúo una guerra tan larga, tan cruel, tan sin razón”. Oye pasos a su espalda. Se vuelve y saluda al relevo. Se levanta, baja el fusil y sube el brazo derecho. Le dan ganas de saludar con la mano al otro centinela. Seguro que le devolvería el saludo. Pero también es posible que en la batalla siguiente se maten entre sí. Y no se reconocerán como el centinela del otro bando, como el posible conversador nocturno, como el hermano nacido en la misma tierra, como el padre soldado que puede dejar huérfanos a sus hijos. Seguiréis haciendo guardias, centinelas. Esta maldita guerra nuestra continúa.



LOS PRISIONEROS La batalla ha pasado sobre la tierra como un huracán arrasador. Ha dejado muchos muertos en laderas, hondonadas, arboledas y campo abierto. No cuentan los muertos, que ya pertenecen al mundo de la nada, a la cloaca del odio, al olvido de la tierra. Pero sí cuentan los prisioneros: un par de cientos que se han rendido a la fuerza arrasadora de los vendedores. Una parte de los perdedores yace abatida para siempre. Y otra parte tendrá que continuar viviendo en el calvario del cautiverio. Cuando la batalla ha dado fin y las columnas de humo negro huyen en todas las direcciones, los supervivientes se reagrupan para organizar la captura y decidir qué hacer con los prisioneros. Con los heridos graves del otro bando no hay compasión: un tiro en la cabeza y a la fosa común. Con los heridos que pueden caminar y con los desarmados, que siguen en pie y con los brazos en alto, organizan grupos de 20 que escoltan 6 soldados vencedores: dos en cada flanco y dos por detrás cerrando la marcha. En el primer grupo de prisioneros está Manuel. Tiene una herida de bala en el hombro y una fuerte contusión en la rodilla izquierda. Pero puede caminar en fila hasta la linde

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del bosque donde el enemigo ha establecido su campamento. Solo piensa negruras Manuel. Han perdido la batalla y muchas otras cosas: armamento, provisiones, ametralladoras y algún cañón de calibre mediano. Pero eso que han perdido son cosas materiales que importan menos que las pérdidas interiores. Manuel, caminando como un autómata, ha perdido la esperanza de una vez por todas. Pensó que una victoria les devolvería el ánimo para continuar la lucha y darse un respiro. La derrota les ha abierto los ojos a la inmediata realidad: casi todo está perdido. Y aunque también piense débilmente que “no todo está perdido”, sabe que lo estará en pocos meses. Imposible ganar la guerra; imposible luchar en igualdad de fuerzas; imposible recuperar tanto territorio perdido; imposible evitar que la Europa fascista cierre el grifo al torrente en el que bebe la España tradicional. Imposible. Y ese abismo de lo imposible acompaña a Manuel en cada paso, en cada mirada, en cada latido de su corazón. Imposible caminar animoso ante tantos imposibles.



EL ESCONDRIJO La batalla ha desperdigado a grupos aislados. Y de la confusión de los derrotados, de la euforia de los vencedores y el descontrol del momento, se han aprovechado cuatro soldados que pelearon codo a codo y que sobrevivieron a la última refriega. Cada uno escapó como pudo y hacia donde el instinto le guió. Pero, pasadas un par de horas, se encontraron en la orilla del río, donde lavaron sus heridas y bebieron sedientos. Después decidieron huir juntos. La aventura individual de cada uno por su lado no parecía ni lo más práctico ni lo más seguro. Así que cambiaron opiniones y llegaron a la conclusión de que el único recurso a su alcance era encontrar un buen escondrijo. Siguiendo el curso del río, lo encontraron: una grieta en un roquedal que bajaba hasta la orilla y que ofrecía un espacio donde apenas podían estar de pie, pero lo suficientemente ancho para albergar a los cuatro. Nada más cobijarse empezó a llover. Intensamente, como solía en la región, como propio del invierno que estaban padeciendo. Se acomodaron como pudieron y recostados sobre las peñas se durmieron: agotados por la batalla, angustiados por la huida, esperanzados por el hallazgo del escondrijo.

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Pasó el mediodía. Pasó la tarde. Y cuando la luz empezaba a menguar se despertaron. Casi todos al mismo tiempo. Como si una especie de ángel tutelar hubiera establecido el tiempo de dormirse y el tiempo de despertarse. Seguía lloviendo fuerte. Sintieron la humedad en los huesos. Las paredes rezumaban agua y entre las piedras del suelo corría el río. Se organizaron con cierta pericia. Arcadio, el asturiano, para vigilar atento; Miguel, el riojano, para recoger ramas secas y encender una fogata; Tomás y Paco, los de Santander, para preparar lo que fuese, caliente y caldoso. Hablaron poco cuando cenaron poco. Había pocas cosas que decir y escasa intendencia para una cena apañada. Así que se acogieron al mutismo y a la frugalidad. No tenían otra opción. Porque lo único primordial era esconderse. Cuando el sueño les vencía dejó de llover. Mejor, para dormir sin tanta humedad y tanto repiqueteo del agua sobre la piedra. Cuando amaneció seguía despejado. Y parecía que incluso podría salir el sol a media mañana. Se lavaron en la orilla y se perdieron aquí y allá para aliviar tripas y vejigas. Se repartieron una pequeña torta de pan moreno y recogieron sus cosas. El escondrijo ya les había dado todo lo que podía darles. Siguieron el curso del río hacia el oeste, donde esperaban encontrar unidades de su bando. Nunca olvidarían los cuatro fugitivos el escondrijo de piedra de la noche lluviosa a orillas del río.



LOS BRIGADISTAS Se han alistado en el bando equivocado: eso piensan en Italia, Alemania, Austria, Francia e Inglaterra. Se han vinculado al ejército pobre de la República. Se han comprometido con la España democrática. Quieren combatir al fascismo y al totalitarismo, al imperialismo trasnochado y al caudillismo fanático. Y han viajado desde insospechados rincones del planeta: Sudáfrica, extremo Oriente, Nueva Zelanda, Asia central, los Balcanes, las Montañas Rocosas, las islas del Egeo, el llano venezolano... Quieren fundirse en un ejército multilingüe, cosmopolita, entusiasta, comprometido. Han venido hasta España para pelear al lado de aquellos que las democracias cobardes y ambiguas de Europa han condenado al aislamiento. Quieren combatir sin sopesar riesgos, sin calcular beneficios. Son las Brigadas Internacionales. Voluntarios, intelectuales y aventureros de todo el mundo, que piensan que la más débil de las democracias es más fuerte que cualquier dictadura. Son los brigadistas, los que hacen cola en París, Ciudad de México, Nueva York y Varsovia, para apuntarse a una causa perdida, en una guerra donde los más pobres no podrán ganar a los más favorecidos. Será un ejército variopinto: sin uniforme oficial, sin armamento moderno, sin artillería ni aviación, sin tácticas ni estrategias. Y se les reconocerá por sus boinas, sus pañuelos rojos al cuello, sus cascos de la primera gran guerra y sus viseras. Vivirán en una Babel donde las lenguas no confunden y las am-

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biciones no destruyen. Hasta italianos, austríacos y alemanes podrán compartir ideales con americanos, eslavos y orientales. Se entenderán entre ellos en el idioma universal de los hombres libres. Y para que su leyenda perviva, más allá de la guerra perdida y del tiempo olvidadizo, tendrán que recoger sus fardos, enfundar sus fusiles y decir adiós. El Comité Internacional de No Intervención ha decretado que no tienen arte ni parte en esta guerra. Tienen que abandonar la lucha, entregar las armas y regresar a sus países. Llegaron 50.000 voluntarios de 30 países diferentes. Volverán tan solo 8.000 supervivientes. El resto yacerá para siempre en la España desangrada. Van a partir de Barcelona. Corre octubre de 1938. Llegaron en noviembre de 1936, cuando Madrid les necesitaba tras un asedio de pesadilla. Y dos años después tienen que dejar la tierra a la que prometieron lucha, victoria y muerte. El marroquí de la boina, el neozelandés de la gorra, el americano de la pipa y las gafas y el ucraniano de la gorra de plato podrían representar a la totalidad: en sus rostros serios, en sus miradas abatidas, en sus corazones desalentados, en la firme determinación de sus perfiles. Adiós, brigadistas del mundo. Hasta siempre. Que vuestro aliento guíe nuestras vidas. Que nuestra gratitud agrande vuestra utopía.



LA CARTA A Emilio la guerra le ha cambiado la vida. El enfrentamiento estalló en el momento más inoportuno para él. Llevaba 6 meses casado y empezaba a tener una vida más propia y estable. Su trabajo no era gran cosa como carpintero de una funeraria, pero sí suficiente para afrontar un futuro familiar. Cuando fue llamado a filas su mujer esperaba un hijo. Cuando abandonó casa, oficio y familia para marchar al frente, la vida se volvió, de la noche a la mañana, inútil, desganada, sin horizontes. Él, como tantos otros, no había nacido para la guerra. Nunca tuvo inclinaciones políticas de uno u otro bando. Y esa indefinición le hizo incómodo el alistamiento, la vida del cuartel y el combate en las trincheras. Lo único que la guerra hizo por él fue convertirle en un soldado que sabía escribir. Todos sus compañeros de cuartel admiraron la belleza de su caligrafía. Su letra era pequeña y fina, muy fina. Nunca quebraba la línea y siempre mantenía la inclinación adecuada de la letra inglesa. Los escritos de Emilio, tan limpios y sin faltas de ortografía, parecían de escribiente de un ayuntamiento o de secretario de una notaría. La guerra le dio la oportunidad de escribir cartas. Casi la mitad de la tropa era analfabeta. Y todos, letrados e iletrados, tenían que contar a los suyos cómo iban las cosas en el frente, cómo salían de una para meterse en otra, cómo evitar los piojos y como lavar la ropa. La fama de buen escribiente 44

hizo de Emilio un personaje más de pluma que de fusil, más de contar que de combatir, más de ayudar que de pedir. No pasaba una semana sin que Emilio tuviese que redactar alguna peripecia, algún deseo escondido, algún suceso con historia. Lo que no pudo la guerra se lo dieron sus compañeros de lucha: una oportunidad de ser él mismo, un trabajo que estaba por encima de cavar trincheras, hacer la instrucción y formar en la línea de fuego. Y todos habían contabilizado algunas de sus cartas memorables: la del chico de pueblo que se declaraba a su amor de toda la vida; la del hermano, secretamente enamorado, consolando a su cuñada viuda; la del herido animando a la familia tras haber perdido una pierna; la del moribundo hijo único despidiéndose de su madre... En todas ellas Emilio ponía la palabra justa y el sentimiento más oportuno. Porque no solo era un buen escribiente. También era un buen lector: de enciclopedias, de “Los episodios nacionales” de Galdós, de los escritos de Menéndez Pelayo, de las novelas de Pereda... Tiene guardados debajo de la almohada “Trafalgar” y “Sotileza”, que le recuerda su ciudad de nacimiento. Han acampado por la tarde y a Emilio le toca guardia de noche. A las 9, concretamente. Pero tiene todavía una hora por delante para escribir a casa: “Querida Juliuca: te escribo en el campamento que...



LA OTRA ORILLA El gran río se ha convertido en frontera. Y sus aguas caudalosas marcan una línea que separa las dos Españas. Y cada orilla siente a la contraria como tierra enemiga, como lugar de conquista, como escenario de tragedia. La orilla de este lado la ocupa el bando que va perdiendo. La orilla del otro lado es terreno firme del bando que lleva ventaja. Y muchas noches, cuando la luna brilla llena, los centinelas se observan con la indiferencia de quien ha hecho muchas guardias y ha visto al enemigo tan de cerca, tan a tiro, tan igual. Los de esta orilla sueñan la conquista de la otra. Los de la otra orilla sueñan poco porque se saben casi invencibles, con mejores defensas, con más soldados, con más regimientos que marchan hacia ellos. Unos y otros intuyen que la próxima gran batalla será definitiva. El gran río, el que nació en las tierras de la Montaña, el que se abrió paso en la Rioja para crecer en Aragón y desembocar en Cataluña, huye trepidante y sin pausa, entre un ejército y otro, entre una España pronto victoriosa y la otra España, la atea, que solo espera un milagro del cielo.

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¿Por qué las dos orillas?, se pregunta el miliciano de la boina que ha bajado el fusil como en un acto reflejo de abandono. Los centinelas de enfrente son tres y parecen custodiar una barca. Ellos también se preguntan cosas parecidas. ¿Mataré a algún amigo, a algún vecino del pueblo de al lado? La luna, ya bien visible, asiste al duelo silencioso de las preguntas sin respuesta. La luna, que viste la noche de azules encantados, sabe que, en su momento, solo alumbrará la desolación y la matanza. Y será pronto la testigo dolorida del exterminio de muchos miles, de la sinrazón de todos, del entierro de las víctimas, de la derrota irremediable de quienes quisieron y no pudieron. Las aguas siguen su curso. Saben de dónde vienen y a dónde van. La guerra, la batalla final las teñirá de sangre y de vergüenza, de dolor y de injusticia. La guerra debería ser una charca que el sol pudiera evaporar, nunca un río, contaminado y rojo, que muriera en el mar sin posibilidad de retorno.



EL PUENTE SOBRE EL RÍO Fueron llegando las tropas: regimientos de Cataluña, unidades de Valencia, voluntarios de Madrid. Todos preparados para la gran batalla. Todos unidos en el último intento de defender lo ganado. Todos pendientes del día y la hora. Todos anhelantes por pasar a la otra orilla. Y empezaron los preparativos. Se reagrupó la artillería; se distribuyó la intendencia; se pertrecharon los animales de carga; se eligieron nuevos mandos; se renovó el armamento; se estudiaron nuevas estrategias. Para pasar el gran río era necesario tender puentes. Y se eligieron puntos favorables, pasos asequibles donde el río se estrechaba. Un grupo de ingenieros tendieron un puente de madera, con suelo firme y pilares reforzados. Lo estrictamente necesario para pasar las tropas, los pertrechos, las unidades móviles. No había tiempo para más. Los generales habían decidido que “ahora o nunca”. Había llegado la hora del aquí y del ya. La suerte estaba echada. Solo quedaba confiar en el paso y la victoria. Una madrugada cerradamente neblinosa ayudó en las primeras horas. Sabían que el enemigo, a lo largo de la otra orilla, tenía sus puestos de observación. Pero también sabían que el grueso del ejército acampaba tierra adentro, a dos kilómetros de la orilla. Así que la batalla, si lograban pasar, tendría lugar en la llanura, entre el río y las colinas del norte.

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El suelo de madera y los pilares aguantaron bien el paso del ejército. La infantería, las mulas de carga, los oficiales a caballo, los carros de provisiones y banderas, todas las banderas que habían reunido para la ocasión. Los soldados cruzaron el puente con paso decidido, en silencio, con la mirada atenta y las manos sobre el fusil. Podían sufrir un ataque aéreo en cualquier momento. Pero la niebla espesa parecía un manto protector de los dioses ateos de un Olimpo desconocido. Y fueron pasando. Y fueron llegando a la orilla. Las órdenes se daban a media voz. Y la atención máxima seguía siendo una prioridad. A las 9 en punto de la mañana se rasgó la niebla y se vieron retazos de azul en el cielo. Y pudieron comprobarse, con rotunda claridad, la ansiedad de los rostros, el temor en las miradas, la tensión en los cuerpos. Entonces apareció la aviación enemiga en el cielo despejado. Los aviones volaron bajo y pasaron una y otra vez por el puente de madera. Las bombas lo destruyeron en apenas dos minutos. El ejército se refugió donde pudo y la escuadrilla enemiga partió hacia otros objetivos. Sobre el gran río no quedaba en pie ni uno solo de los pilares reforzados. La corriente se llevaba, en remolinos, tablas, postes y remaches. Y no podrían volver a la otra orilla. La derrota o la victoria tenían ya una sola dirección.



DESPUÉS DE LA BATALLA La pesadilla ha terminado. La artillería ya no truena. La aviación ha bombardeado hasta la última bomba. Los muertos yacen sobre la tierra a miles y los supervivientes trajinan en silencio. Solo se oyen, como ecos prolongados, los lamentos de los heridos y el crepitar de las llamas. Ya todo ha pasado. Ya todo está consumado. Ya todo está debidamente recontado: unos 20.000 muertos en cada bando; unos 10.000 heridos graves a punto de ser evacuados por los supervivientes que conserven unas pocas energías. Ha sido una batalla atroz. Como si unos y otros supieran que sería la definitiva. Como si todos, vencedores y vencidos, sintieran que la guerra había durado demasiado; como si las dos Españas se reconociesen en una sola, la de los muertos. Hay, sobre el campo de batalla, una aquietada actividad. Nadie parece tener prisa. ¿Para qué, ahora que todo ha quedado atado y bien atado? La Historia venidera cantará que la batalla del gran río fue la que decidió el destino de las dos Españas. La España vencedora mantendría sus objetivos de exterminio total y poder totalitario. La España vencida no podrá ser otra cosa que la del exilio, la persecución, el cautiverio y la muerte.

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De momento, los combatientes de las dos orillas siguen con lo suyo: enterrar muertos, evacuar heridos, quemar caballerías, recoger pertrechos, cargar los mulos, reagruparse, marchar en direcciones opuestas y desaparecer lentamente. La noticia de la gran batalla circulará con presteza para que los periódicos de la mañana siguiente anuncien, para unos, el principio del fin, y para otros, el fin de todos los principios. En un bando estallará la euforia. En el otro se acallará la esperanza. La euforia dará paso a la venganza, la represión, la inclemencia y la locura. La desesperanza no dará paso a nada. Porque nada hay que pueda recuperarse. El escenario de la batalla es un paisaje desolado que nadie querrá recordar. Una tumba común, por más que unos y otros se lleven a sus muertos en direcciones contrarias. Los vencedores contarán la Historia a su manera, como una cruzada luminosa que rescató a España de las tinieblas. Y los vencidos, allá donde estén refugiados y exiliados, contarán doloridos que la España venidera vivirá sumida en una negrura que nadie sabe cuánto durará. Los del bando tradicional contarán que “en España empieza a amanecer”. Los republicanos del exilio solo tendrán voces para lamentar que “en España larga es la noche que no encuentra el día”.



EL EXILIO Empezó el exilio. En los pueblos y en las ciudades; desde el interior y en el litoral levantino; hacia el este y hacia el norte; con el plan de ir en una dirección determinada o sin ningún plan donde los pies te lleven. El invierno de 1938 es duro como una piedra. Despiadado en nevadas intensas y en temperaturas bajo cero. Pero el invierno no puede impedir la huida. Después de la derrota la población civil no puede esperar compasión del bando vencedor. Ha sonado el clarín de la busca y captura. Han empezado los tiempos oscuros del cautiverio, los trabajos forzados, los juicios sumarísimos, las cadenas perpetuas y las ejecuciones. Ha comenzado el imperio del terror. Los soldados supervivientes de la batalla del río han vuelto a sus pueblos. Han guardado sus ahorros, han empaquetado sus cosas y han cerrado las puertas de unos hogares a los que nunca volverán. Al amanecer han partido. Bajando hasta la ribera y enfilando la carretera del este. Hay que huir hacia la frontera francesa. Hay que conseguir llegar a esa puerta estrecha que les lleve al otro lado, a la Europa libre. Está empezando a nevar. Y sobre los grises plomizos del cielo la ventisca arrecia. Una larga fila ya camina por la carretera de Barcelona que les llevará a Gerona. Encabeza el grupo la familia del

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miliciano Andrés. La madre lleva a la espalda a uno de los mellizos. El otro se arrebuja en los brazos del padre. La niña mayor, entre el padre y la madre. Ya tiene edad para seguir el paso y cargar con una bolsa. Son una familia de campesinos que abandona su huerta, buscando nueva vida donde puedan encontrarla. Tras ellos, otras familias del pueblo. Compuestas por viejos, adultos, adolescentes y niños. No hay edad para el exilio. Esa sensación de estar unidos y de permanecer juntos, de configurarse como una piña es lo único que puede atenuar el miedo. Porque en la carretera pueden encontrarse con patrullas que separen a los hombres como prisioneros, y a la aviación vencedora con intenciones asesinas. Y aunque sean del bando de la España descreída, rezan: para que nieve menos; para que salga más sol; para que encuentren pan; para que no se lleven prisioneros a los padres; para que los abuelos no enfermen; para que alcancen la frontera; para que los franceses les dejen pasar; para... para... Para tantas cosas rezan que pierden la cuenta. A veces no pueden rezar porque suenan obuses lejanos y en el cielo ronronea la aviación enemiga. Pero, aunque no pidan cosas, no dejan de caminar. Maldita esta guerra nuestra que solo nos lleva a no sabemos dónde.



AL OTRO LADO DE LOS PIRINEOS Andrés, el miliciano padre de los mellizos, decidió cambiar el rumbo después de una semana de marcha. Era difícil avanzar en grupo. Demasiada gente vieja dificultaba la huida. Él y su mujer son fuertes. Y decididos: para intentar la aventura solitaria; para abandonar la comitiva y torcer hacia el norte. Andrés y Mariana, los padres, han pensado en los Pirineos. Caminar duro hasta Huesca y, desde allí, atreverse con la cordillera. Han consultado un mapa y han elegido una ruta sin pueblos importantes que atravesar. Caminar sendero arriba y encontrar esos pasos de montaña entre cumbres que les conduzcan al otro lado, a la Francia libre, a los puestos fronterizos donde puedan darles paso y les orienten hacia las zonas donde puedan sobrevivir. El camino ha sido terrible. Las ventiscas de nieve han dificultado el ascenso. Han descansado en algunas cabañas de montaña donde sobreviven pastores que encierran el ganado durante el invierno, esperando que la primavera caliente la tierra y el deshielo permita pacer a las vacas y las ovejas. En una de las cabañas conocieron a un viejo pastor aragonés que vive con sus nietos. Son dos huérfanos, un niño de 10 años y una niña de 7, que perdieron a sus padres en un bombardeo. Al viejo le preocupa su mala salud. Tiene una úlcera de estómago y se está quedando ciego. Pronto, no sabe cuando, no podrá hacerse cargo de los nietos. Y si él muere ¿qué será de las criaturas?

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En una noche de ventisca, mientras la nieve ametrallaba los cristales y el viento rugía amenazante, Mariana propuso un plan: ellos se llevarían a los niños y el abuelo sobreviviría solo. Mejor una solución dolorosa que una convivencia sin futuro. El abuelo dijo que sí con lágrimas en los ojos. Cuando amaneció se despidieron. Y la familia, ahora de 7, continuó la marcha. Y curiosamente los nuevos hijos completaron la piña para que todo fuese un poco más, un mucho más llevadero. Y así, un día y otro día. Dejó de nevar. Mejoró el tiempo. Avanzaron sin tanta dificultad. Y un mes después de la partida de la cabaña del abuelo, la familia alcanzó la cumbre y pudieron detenerse para contemplar, llano y sin nieve, el sendero final. Al otro lado de las montañas una luz, intensa y prometedora, les invitaba a seguir. Al otro lado de los Pirineos parecía que la vida se recuperaba, que el futuro se abría ante ellos como una promesa. Atrás, a la espalda, quedaban las dos Españas. La España vencedora pensaba que la otra España había sido aniquilada para siempre. Y proclamaban que ellos eran la España una, grande y libre. La victoria les había embriagado hasta el delirio. Y nunca imaginaron que la España del exilio acabaría siendo múltiple, no tan grande y más libre, infinitamente más libre.



LA PLAYA Tuvieron que esperar. Aquella multitud de fugitivos fueron detenidos en las fronteras de Francia y sometidos a trámites imprevistos. Francia, que estaba a punto de comenzar una guerra contra Italia y Alemania, bastante tenía con los asuntos internos que la acosaban. Cuando llegaron a sus fronteras casi medio millón de exiliados no supieron qué hacer con aquella avalancha que pedía cobijo, pan y trabajo. Francia no tenía lo fundamental para los recién llegados: centros de acogida y campamentos estatales para refugiados. A los llegados les sometieron a un control tan rígido como en tiempos de guerra: registros, comprobación de documentos, desarmes masivos, interrogatorios personales... Cuestiones penosas que los exiliados tuvieron que soportar sin una protesta. Después Francia abrió sus puertas para que los 500.000 pisaran la tierra de la Revolución que, en su día, proclamó la libertad, la igualdad y la fraternidad. En la frontera del Pirineo oriental la multitud fue “alojada” en las playas mediterráneas de Argelés sur Mer, Saint Cyprien y Barcarés. Acotaron marismas con alambre de espino y convirtieron playas veraniegas en campos de concentración. Los exiliados aceptaron la oferta con resignación. Estaban a salvo, lejos de la amenaza del cautiverio y la represión. Allí, en las playas francesas del Cantábrico y el Mediterráneo podrían sobrevivir montando sus pocas tiendas de campaña sobre la arena y alojando en ellas a las mujeres, viejos y niños. El resto, los padres y los soldados dormirían al raso tapados con un capote o una manta si la tenían. 56

En febrero de 1939 la playa de Argelés sur Mer era un campo acotado que acogía a una quinta parte de los exiliados. 100.000 refugiados que tuvieron que sobrevivir codo con codo, espalda con espalda, almohada con almohada. En la hilera de tiendas del fondo de la playa se acomodó a los más viejos y a los enfermos. Hoy no hace sol. Es un día gris, pero la temperatura es tibia. Todos, solitariamente o en grupos reducidos, sentados o de pie, miran al mar. Y en sus ojos se podrían leer la añoranza, la resignación y la tristeza. Y la playa no es para ellos un lugar de recreo y regocijo. La playa de Argelés no pasa de ser un estado de ánimo, una cárcel de arena, una ventana a un mar de libertad por el que no navegarán. Y miran con ansiedad mal disimulada al carguero que ha salido a mar abierta para atravesar el Mediterráneo rumbo a las islas griegas. Se imaginan en la cubierta del barco, en la barandilla de babor, mirando la playa y diciéndole adiós al desamparo y la miseria. Pero no es así. Están varados en la arena, anhelando un viaje que nunca harán, soñando una vida mejor en cualquier lugar de Europa. Y muchos, sobre todo entre la tropa desarmada, también sueñan el regreso a la patria, en la España regenerada de la democracia y la libertad. Sueños, solo son sueños.



LOS REFUGIADOS La avalancha de refugiados republicanos que produjo una contundente conmoción en los puestos fronterizos de Francia tuvo, en la primavera del 39, nuevos cauces que serenaron los ánimos y que acabaron poniendo las cosas en su sitio. La segunda gran guerra estaba ya ensangrentando Europa y muchos de los soldados desarmados reclamaron un puesto en las trincheras. Volvieron a empuñar un fusil y viajaron hasta los confines del continente, para luchar contre el fascismo que había desencadenado la contienda y que parecía incontenible y arrasador. Los campos de refugiados se quedaron sin hombres jóvenes, sin soldados, sin padres de familia. Quedaron los heridos, los mutilados, los viejos, los enfermos y las mujeres. A los niños se les había recogido en orfanatos del interior y de la costa occidental. Se habilitaron campos de acogida en Biarritz, Perpiñán, Gurs y otros lugares de los Bajos Pirineos y las regiones fronterizas. Los 500.000 exiliados que habían colapsado los pasos fronterizos de los primeros meses del 39, estaban ya instalados en 190 albergues que el gobierno francés tuvo que improvisar ante la falta de instalaciones adecuadas. Estas soluciones humanitarias no pudieron evitar los datos de la catástrofe. Entre abril y septiembre murieron exactamente 14.672 refugiados. Por causas diversas: desnutrición, disentería, tuberculosis,

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enfermedades bronquiales, úlceras estomacales, artrosis degenerativas y un sinfín desgraciado de males que solo se podían calibrar desde la escasez de alimentos, la falta de higiene y la imposibilidad de una asistencia médica en los campos de internamiento. El bando de la España republicana seguía desangrándose más allá del campo de batalla, en un país vecino, al otro lado de los Pirineos. El éxodo trágico del invierno del 38, era en el otoño del 39, el último cementerio de la causa republicana. Aquellos fugitivos que fueron recibidos como delincuentes en las fronteras de Francia, eran ya, un año después, víctimas resignadas que se apretujaban en la alambrada de espino para mirar lo que había detrás de ellas. Ya no había mar ni barcos que lo atravesaran. Ya no había sol para calentarse en grupo. Ya no respiraban un aire limpio de paz y libertad. Más allá de la alambrada solo vieron colores violentos de guerra que luchaban entre sí, que dejaban pasar la luz para luego estrangularla. Desde Gibraltar hasta los confines de la Unión Soviética, la guerra asolaba campos y ciudades. La guerra civil de las dos Españas solo había sido el prólogo de la segunda Guerra mundial. Malditas nuestras guerras. Las de dentro y las de fuera. Malditas, mil veces malditas.



EL POETA Llegó la paz. Sin que llegase de verdad. Callaron los fusiles. Sin que callasen del todo. Se reunieron las familias. Sin que volvieran todos los que se fueron. Se llenaron las cárceles. Siempre de los vencidos. Se reabrieron las escuelas. Sin que contasen la verdad. Y la vida siguió su curso. Mejor para unos que para otros. Miguel pudo volver a su pueblo. Para conocer a su primer hijo y para recuperar a su mujer. Para seguir escribiendo poemas y para buscar la forma de sobrevivir. Pero un mal día, en una escapada a Portugal le detuvieron en la frontera. Y como había defendido la causa perdida de la República le tomaron por un espía o por un desertor. Daba igual en aquellos tiempos que te acusasen con o sin sentido. La consecuencia siempre era la cárcel. Era el destino, implacable y previsto, de los vencidos. El cautiverio solo pudo soportarlo escribiendo. Sin parar, de manera arrebatada, con la mente iluminada y la pluma oscura sobre el papel claro. Al menos, tenía una estilográfica y un cuaderno rayado. Su cuerpo aguantó peor que su espíritu. Catarros incurados que venían del frío de la celda, de la liviandad de la ropa, de la cortedad de la manta. Y el hambre, mucha hambre: de pan y de legumbres, de carne y de fruta fresca. El estómago se le descalabró y los pulmones se le llenaron de ruidos. La tisis era inevitable con tanta suciedad, tanta hambre, tanto frío y tan poca atención médica.

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Solo le quedaban las palabras. Y mientras le brotasen de la mente y las calentase en el corazón, las palabras escritas de Miguel eran alientos de vida, versos que llegarían a sobrevivirle. Presiente la muerte cercana. Hay algo en su mente que se nubla. Hay algo en su cuerpo que se abandona. Hay algo en su alma que resiste. Y piensa en un poema de despedida. Una despedida penosa. Como todas las despedidas. Una despedida para enterrarse en el último barbecho. Una despedida para reafirmar el polvo que será, o la arena que pisarán los niños. Una despedida de su cuerpo atormentado, de sus ojos atentos, de sus amores interrumpidos. Está atardeciendo. Pero una luz, inesperada y blanca, todavía le alumbra desde el ventanuco enrejado. Se inclina ante el cuaderno rayado y empieza a escribir. “Me quiero despedir de tanta pena,... Cuando termina, se tumba en el camastro y cierra los ojos. Sobre la mesilla, el poema. Y en la última línea un lugar y una fecha: cárcel de Alicante, 27 de marzo de 1942. Cómo ha volado el tiempo. Cómo se le ha ido la vida. ¿La guerra había terminado en 1942? La muerte del poeta gritó con desgarro que no.




Este cat谩logo se termin贸 de imprimir en la tercera semana de mayo de 2014


josé ramón sánchez

maldita guerra

m a l d i t a g u e rra

josé ramón sánchez


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