MURCIALOVE XXII - El número de los EMIGRANTES

trazado.

… ¿Dónde estás? —le he espetado aparentando una tranquilidad tan inconsistente como mi cuerpo.

… En Salamanca ¿dónde quieres que esté? —me ha inquirido, algo sorprendida por lo que sin duda ha interpretado como un arrebato de celos tardíos.

… Quiero que estés donde de verdad estés —he atinado a hilvanar mientras sopesaba seriamente la posibilidad de que mi mujer me la estuviese dando con queso, o con cualquiera de las variantes de la dinamita.

… ¿Te pasa algo?, te noto nervioso…

… Es que acabo de venir del gimnasio —me he justificado sin ningún sentido.

… Eso sí que es una novedad —se ha sorprendido atinadamente—. Seguro que has estado toda la tarde haciendo abdominales. ¿Necesitas alguna cosa?

Las ganas de guasa que parecía tener mi esposa (en casa de mis suegros el jerez corre como una gacela perseguida por un león) no parecían concordar con lo que, a todas luces, es decir al albur de Paco, parecía un peligroso trasiego de explosivos a un lugar de lo más discreto.

… No necesito nada, es que estaba probando el teléfono —he vuelto a excusarme, mientras buscaba el modo de poner fin a la conversación sin levantar sospechas, en el caso de que mi esposa fuera la rubia del deportivo.

… Yo te oigo perfectamente.

… Sí, yo también, bueno, hasta pronto.

Mi paciencia, amancebada como nunca con el miedo, acababa de decirme hasta aquí hemos llegado.

… ¿Has hablado con tu mujer? —la voz de Mariola sonaba extrañamente serena.

… Sí —apenas he sido capaz de musitar con un hilo de voz.

… Pues entonces ésa de ahí abajo no es ella, porque no ha cogido ningún teléfono: ahí sigue, mira que te mira, ahora a un lado de la calle, ahora al otro.

… Pues no sabes el peso que me quitas de encima.

Aunque la tostada continuaba su inexorable caída, no parecía que, al menos de momento, el suelo fuera a impregnarse de mantequilla, o eso he creído ilusamente durante unos pocos segundos de felicidad.