Revista Mula Blanca #15

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MULA BLANCA

# 15 | AGOSTO-OCTUBRE, 2015 | PUBLICACIÓN TRIMESTRAL

Eduardo Milán (6) | William Rowe (15) | Ana Belén López (19) | Tania Favela Bustillo (25) | Jorge Esquinca (32) | Felipe Cussen (34) | Inti García Santamaría (54) | Antonio Ochoa (57) | Nadia Mondragón (63) | José Molina (69) | Ricardo Cázares (71) | Daniela Tarazona (84) | Juan Carlos Cano (85) | Hugo Gola (36 / 92 / 107)


MULA BLANCA

# 15 | AGOSTO-OCTUBRE, 2015 | PUBLICACIÓN TRIMESTRAL

mulablanca.com DIRECCIÓN: José Luis Bobadilla EDICIÓN LITERATURA: Ricardo Cázares DISEÑO: Radjarani Torres REDES SOCIALES: Radjarani Torres DIRECCIÓN: Tamaulipas 153-C, Colonia Hipódromo Condesa, México, D.F., C.P. 06179. Imagen de portada: Martha Block.

N° de certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: en trámite.


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EDITORIAL Con Hugo Me resulta un tanto extraño escribir estas líneas sobre Hugo porque son precisamente para él. Hace unos meses falleció después de unos años de volver a Argentina, su país de origen. Quienes acompañan estás páginas fuimos en gran medida compañeros de viaje en aquello que Hugo entendía indispensable, la poesía. Nunca fue ingenuo sobre los alcances de ésta. Sin embargo, confiaba en que la organización feliz de algunas palabras podrían lentamente a lo largo del tiempo modificar y enriquecer la vida de muchos seres humanos. Con Hugo me formé y fue una suerte encontrarme con él y conocerlo. Su ojo crítico era innegable. Pasamos tardes juntos, leímos, discutimos, veíamos desde su ventana en un octavo piso, en silencio, las copas de los fresnos, los ligustros y ficus. Comimos asados deliciosos hechos por él, tomamos vino, hablamos infinitas veces del amor y de la valiosísima amistad. Hicimos también una revista durante una década y Mula Blanca es resultado de ese aprendizaje. No creo que haya para él mayor homenaje que la diseminación de su trabajo. De todos los libros que editó, las revistas que cuidó tan celosamente y, por supuesto, los poemas que nos dejó. Pero quisiera decir algo más sobre la amistad. Hugo hizo de ésta una herramienta de vida. Cuidó siempre a sus amigos, tenía siempre alguna frase cortés, una pregunta sobre la vida de uno e invitaba permanentemente a conversar en una intimidad que pocas veces se consigue. En esa intimidad Hugo escuchaba o hablaba considerando al otro con la mejor disposición. Con Juan José Saer, por ejemplo, hablaba por teléfono largas horas porque estaba en París y era el único modo de mantener realmente viva y en el presente esa amistad. Luego de hablar con él, llegaba yo y me decía lleno de alegría, “hablé largamente con Juani”. Su amor por la poesía, el culto de la amistad como forma de enfrentar las adversidades del mundo, son parte de lo mejor que me ha pasado. Las páginas siguientes son una celebración de todo esto. JLB


FotografĂ­a de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.


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Poesía de Hugo Gola, presente memorioso Eduardo Milán

Juan José Saer y Hugo Gola. Archivo Hugo Gola.

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I. Para la generación de Hugo Gola (Argentina, 1927) la poesía era un acto decisivo: se aliaba a los ecos de la vanguardia o retrocedía a una difusa pre-vanguardia –época que la poesía latinoamericana recuerda mal– siempre y cuando concuerde en que su independencia real comienza precisamente con las vanguardias estético-históricas de principios de siglo XX en su recepción continental. Darío –en su modernismo– fue un gran augur pero un augur. La independencia es otra cosa. Es lo generado por una concepción de lenguaje que, lo supimos mucho después, cerca de


hoy, nunca deja por completo de estar en estado de alerta ante la amenaza de recaer frente a los embates de las distintas oleadas conservadoras. En algo tenía que parecerse la situación del lenguaje poético latinoamericano –en realidad: los lenguajes poéticos latinoamericanos– con la de los países latinoamericanos: en la necesidad de no bajar la guardia ante la propia inestabilidad de piso siempre en la mira de sus vecinos geopolíticos o materlingüísticos. Una generación –Edgar Bayley, Francisco Madariaga, Roberto Juarroz, en Argentina, Jorge Medina Vidal en Uruguay, Ernesto Cardenal en Nicaragua, para ampliar el marco de visión y verificar desde dónde enuncian estos poetas latinoamericanos– que no pierde de vista la realidad, no el sueño, donde se juega la poesía latinoamericana a menudo amenazada por el peso tradicional de la poesía de la lengua –el conjunto de la poesía escrita en lengua española– con su idea de que la poesía latinoamericana es y no es autónoma. Esta conciencia que todavía vive con plenitud la generación de los nacidos en los años veinte se va perdiendo a medida en que avanza el siglo XX. Treinta años después, con la generación de los nacidos en los años cincuenta, se está frente al último eslabón que une a la poesía latinoamericana con el breve continuum que configura su historia. La generación que nace en los sesenta ya no está interesada en la memoria poética –muy poco en la histórica–, no hace suyos los dilemas que dieron base sólida a lo que se podría denominar con una cierta realidad lo que representa la poesía latinoamericana, esos motivos todavía caros a la generación de Gola. Nombro algunos. A) Conciencia de la poesía como un acto lingüístico-formal. B) Conciencia del lenguaje poético como materia viva y por lo tanto enemiga de todo canon y todo dogma ( al margen de la recaídas que de tanto en tanto vive la poesía latinoamericana como ocurre en el presente actual). C) Conciencia de la poesía latinoamericana como un irse haciendo sobre la marcha, lo que conlleva un cierto rechazo de la tradición española como parámetro

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inequívoco y deber ser de la poesía (también este punto merece las precisiones que le señala el presente actual de nuestra poesía, un presente nostálgico de pasado más que de lenguaje nuevo). 4) Conciencia de la poesía como lenguaje estable que puede, o no, someterse a experimentos verbales que no necesariamente resulten aventuras radicales. Cuatro veces utilicé la palabra “conciencia”. No por azar: “conciencia” es una carencia en la poesía latinoamericana salvo excepciones, un fenómeno tan contradictorio –en la medida en que la poesía es un lenguaje que trabaja sobre la conciencia que tiene el lenguaje (verbal o no verbal) de sí mismo– como las comillas en la palabra “conciencia”. En una época signada por una honda secuela acrítica, desde la convicción de la inoperatividad crítica, lo impertinente crítico, su pertenencia a otra época, a una casi estratégica resolución a favor de un “pensar positivo” a priori como si la negatividad confrontante no arrojara los verdaderos signos de salud de una cultura, ver la inmediata modernidad poética anterior a este presente causa entre perplejidad y asombro. Más allá, mucho más allá de los marcos que se establezcan para referir los distintos estados de las cosas e intentar explicarlos, la perplejidad y el pasmo, parientes del asombro que parecía perimido por el mandato social de no desentonar, parecen una corriente de aire saludable más que manifestaciones de melancolía poética. Marcados por la resonancia de la presencia de una idea de utopía de los primeros años del siglo XX, los poetas nacidos en los años veinte reenganchan la idea en el viento demoledor, sísmico, que trae la reciente Revolución Cubana (1959). Y aquí ocurre algo característico de la dialéctica estética/historia que se muestra como huella indeleble de signos inequívocamente problemáticos en la poesía latinoamericana contemporánea. Muchos de los poetas que reciben bien la posibilidad de una transformación político social en la América Latina de entonces conservan una visión de la poesía situada en los antípodas de cualquier historicidad. Como si el peligro –real, por


cierto– de un cambio profundo en las estructuras sociales amenazara la estabilidad de una poesía sostenida en una visión eternalista de ese arte. “Eternalismo”, aquí, constituye un a priori : el de la palabra trascendente en sí misma, la palabra poética, que apunta a un tiempo no histórico. Estamos cerca de todo idealismo pero lejos, por ejemplo, de una posición como la de José Lezama Lima –ejemplo inmejorable dada la realidad de su situación de escritor cubano en tiempos de la revolución y su visión de lo poético estético como perteneciente a un ámbito imaginario, el de sus particulares eras. La relación de Lezama Lima no es con ese lugar conservado en la anti-historia. Es una relación entablada con un lugar pre-histórico, el del mito, en el cual Lezama Lima hace caber al discurso histórico. Del otro lado, la mayoría de los escritores pro-revolucionarios escriben una poesía entregada a la mera contingencia en cuanto al trabajo de arte, y, a la vez, a una rara convicción a prueba de azar: la de la certeza revolucionaria en su triunfo que hipoteca a la poesía y a toda forma de arte. La poesía queda a medio camino de sí misma dentro del largo camino revolucionario que no alcanza su meta. Esta dialéctica que se reduce a su contradicción representa un grado alto de crisis en la poesía latinoamericana. Si bien no parece saludable reducir –si se ve como reducción– cualquier forma de arte a una promesa de transformación histórica se puede confrontar ese momento de la poesía latinoamericana con el extraordinario resultado que esa operación aparentemente suicida en términos estéticos dio en la Unión Soviética. Claro que la Unión Soviética en el momento del poder de los soviets ya era un hecho que apostaba sobre un suelo sólido por la transformación. Y a partir del hecho surge el desafío de un arte formalmente nuevo, como quería Maiacovski. En cambio, en la mayoría de los casos latinoamericanos –excepto el cubano– fueron proyectos que no pasaron a mayores. La generación de Gola se enfrenta entonces a un desajuste entre promesa de cambio histórico y realidad de la poesía. No sé si fue

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desde entonces que se concibe en América Latina la ilusión de que el arte sustituirá en su práctica opciones que la historia no puede resolver. Algo similar ocurre en el presente. Similar, no lo mismo. La poesía que se escribe ahora, alejada del terreno del cambio no por el fracaso sino por la desconfianza en la utopía, no crea en el texto la imagen de la esperanza: crea la parodia de la esperanza, la realidad del sarcasmo.

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II. La poesía de Hugo Gola no deja nunca, aunque consciente de la otredad vanguardista con la cual se puede decir que dialoga por el uso de ciertos recursos que le son caros a la vanguardia –la espacialización en bloques del texto, por momentos cierta insistencia en los juegos de palabras– de ser una poesía sujeta a una visión idealista del arte poético. Para una poesía, la de Gola, que sostiene siempre un quehacer apoyado formalmente en el despojo el ideal de “lo intocado” poético se manifiesta como rechazo a la demasiada técnica. Técnica sería lo que amenaza a ese “intocado” con la posibilidad de la variación, la relativización y, al fin de cuentas, con el final de su ser. La poesía de Gola mantiene entonces una secreta advertencia sobre la técnica: su peligrosa cercanía con la no-poesía, con un dejar de ser latente que fue característico de la impronta del lenguaje de la vanguardia. Extremando la idea –aunque no es el caso de Gola–: una cierta vanguardia considera el problema técnico de la poesía como todavía perteneciente al plano de la forma, la garantía de que aun se está en terreno poético. Puesto así el asunto, para la generación de los nacidos en los años veinte la poesía que se escribe tiene una relación con la vanguardia que poco o nada tiene que ver con la vanguardia salvo en el saldo “positivo” que la vanguardia deja: la consideración de la poesía como “lenguaje vivo”. En el caso de Gola, donde hay una permanente insistencia en la necesaria vitalidad del lenguaje poético (esta es una colocación que trasciende en mucho la realidad de un poeta específico y vale para toda una época, la


moderna, con sus diferencias en cada lugar donde opera y sus matices en cada tema en particular: la obsesión de la vitalidad de la poesía que oculta un opuesto que ya no se señala pero que fue bandera de vanguardia: la consideración del arte –especialmente el poético– del pasado como arte muerto, matizado a veces por el subterfugio expresivo del “nada que decir” del arte pasado), la relación con ese presente de vida eterno de la poesía y su lenguaje parecen remitir precisamente a eso: a un eternalismo –lo siempre vivo, lo que nunca muere– más que a una referencia histórica de la forma y por lo pronto del lenguaje, ambas posiciones muy caras a las vanguardias estético-históricas –sumando ambos elementos para caracterizar a las vanguardias europeas de principios de Siglo XX y su recepción latinoamericana y ya no, por ejemplo, en el caso de la utilización más tarde de las vanguardias europeas por el arte norteamericano– donde los lenguajes, literalmente, incluido el poético, morían. La posición que resulta de una relación ideal con la poesía y un referente histórico de libertad que “todo lo permite” como el arte de vanguardia se traduce en acto en la concepción de un poema ecléctico que se resuelve como tal en la acentuación del grado expresivo del lenguaje como una forma de “naturalidad”, haciéndolo vecino de la naturaleza –la physis– como realidad “auténtica”. El trasfondo es ese: la necesidad de autenticidad, la lucha por ella, y lo que remite la idea a la noción de origen que la poesía, por su propia capacidad epifánica, podría –o no, dependiendo de la felicidad de cada aventura particular– devolver en cada entrega textual. El “redondeo” de la situación quedaría formulado en una proposición no explícita de la poesía como presente memorioso. Este destilado no tendría nada de raro epocalmente considerado si la vanguardia en la poesía latinoamericana no fuera el mojón de referencia obligada cuando se habla de libertad no sólo expresiva sino también histórica. La libertad lingüística puede ser una conquista general de la modernidad artística proveniente de la autonomía del arte ganada en

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el siglo XVIII. Pero la libertad histórica de la poesía latinoamericana viene directamente de su enfrentamiento con sus modelos y en primerísimo lugar con los modelos españoles de tradición y de léxicos específicos. El lenguaje general de la vanguardia permitía librar a cada caso particular de enfrentar a sus antagonistas –la vanguardia fue la utopía de la liberación general al margen de las luchas particulares– mientras era valorada en algún nivel de referencia importante (formal, de visión de mundo, de consideración de qué es el arte, de idea de sociedad, etc.). Cuando se cuestionan los ideales de la vanguardia –esto es especialmente válido en la poesía latinoamericana post-modernismo dariano– curiosamente se cae en el dominio de la tradición española. La necesidad de un estado de tensión lingüístico en la poesía latinoamericana parece ser la condición necesaria de su posible libertad.

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III. La figura del exilio no se plantea en la poesía de Gola, salvo en alguna mención excepcional. No sólo me refiero a un exilio político asumido. Me refiero sobre todo a una aceptación de lenguaje poéticamente exiliado. Por donde se la mire, la poesía de Gola no quiso exiliarse. Sin embargo, la condición del exilio, después de haber abandonado por motivos políticos el lugar de origen por parte del poeta, no es optativa: es una marca que se lleva se la acepte o no. El espíritu de la vanguardia no implica, al menos teóricamente, un exilio: la vanguardia abolió toda frontera. Yo sería cauto en la consideración de ciertos nacionalismos experimentales –la Semana de Arte Moderno de 1922 en Sao Paulo, Brasil y su proyección en la obra de Mário de Andrade y más tarde en el mismo Brasil el movimiento “Verdeamarelo” en la obra de Cassiano Ricardo– como dentro de la vanguardia. Me parece un contrasentido ligar nacionalismo y vanguardia aun en los flancos más criticables de la vanguardia según la interpretación de fuertes críticos como Eduardo Subirats que acusan a la vanguardia de


Juan José Saer, Roberto Maurer, Hugo Gola, Raúl Beceyro y otros amigos en Santa Fé. Archivo Hugo Gola.

vínculos con la liquidación de expresiones de arte autóctono en América Latina. Si bien es cierto que podría descubrirse un flanco totalitario en la vanguardia –y en la modernidad toda, dado que se trata de proyectos totales y las utopías lo son–, la relación de una poesía como la latinoamericana y la vanguardia arroja, a mi modo de ver, un saldo siempre positivo: el de su liberación de los modelos de gran peso de la tradición española. Salvo que se haga –como no creo que haya que hacer– tabla rasa con toda escritura poética denominándola escritura del exilio por

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su relación con la territorialidad estable de cada lenguaje en función no poética –la poesía tiene como lenguaje un alto componente de irrupción y disruptivo–, un lenguaje exiliado se manifiesta materialmente. En el lenguaje poético de Gola hay un fuera de lugar. Pero es un fuera de lugar que pertenece al terreno de la memoria. Más que un extrañamiento ante sí mismo es un lenguaje memorioso –en esa palabra algo susurra– que extraña, nostálgico, un tiempo, un lugar, cierta gente, lazos de fraternidad y afecto. De ahí que el poema narrativo de una cierta extensión se le dé a esta poesía con una gran felicidad. Los mejores poemas de Gola son los que entran y se desarrollan y crecen en el tiempo. No por eso pierden esa característica ex nihilo –muy cara a otras poéticas– con las que a veces juega Gola al señalar topológicamente un comienzo: “ahora”, “aquí”, en función sustantiva total, aniquiladora de toda anterioridad para poder reconstruirla como memoria más adelante en el texto.

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IV. Lo que vuelve particular al lenguaje poético de Gola es un cruce de lenguajes: el de una fijeza primordial anhelada manifiesta como lucha contra el tiempo que se sabe perdida y cuya denominación bien podría ser “poesía del silencio” o, en el extremo opuesto del bullicio, “poesía natural”; el diálogo con la memoria de la vanguardia como actitud cultural, marco posibilitador de toda una poesía, la latinoamericana, donde él inscribe su lenguaje; la poesía como evidencia –única, tal vez– de lenguaje que logra trascender el marco temporal y hace valer dos fuerzas: la de una autenticidad de experiencia rigurosa, invulnerable a la banalidad de la historia presente y la de una nostalgia desplegada en formas del afecto cuya referencialidad vinculada al presente dobla al objeto en una parte jubilosa y otra serenamente desgarrada. La tendencia de los poemas, aun en los más breves, es narrativa. Sin desborde, también sin grito.


HOMENAJE A Hugo Gola William Rowe

Juan José Saer, Rubén Naranjo, Juan L. Ortíz y Hugo Gola. Archivo Hugo Gola.

Ese compromiso con la poesía, absolutamente singular, fue una fuerza arrasadora. Cuesta abrazarla, dejarla fluir por uno, pensarla con todo el cuerpo. Pero es lo único que vale la pena. Hugo Gola nos contagió a muchos y de una manera excepcionalmente generosa. Pero fue una generosidad con criterio, templada por percepciones finas. Cuando llegué un día de 1974 a su casa de la calle Vera de Santa Fe, siendo un joven inglés sin muchas recomendaciones, me recibió con cautela. Intercambiamos algunas frases en la puerta, hasta que el nombre Ezra Pound salió entre nosotros e inmediatamente Hugo me invitó a pasar a la casa. La amistad empezó allí y no cesó. Fueron muchos años.

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Lo aprendido es inmenso y sigue a fuego lento. No se puede encapsular, porque es toda una vida. Fue Pound quien dijo: ‘there’s no substitute for a lifetime’. Cuando Hugo vino con su familia a Inglaterra en 1975, buscaba dónde vivir mientras seguía la situación política en Argentina. Ni Londres ni la lengua inglesa pudieron ofrecerle asidero. Fueron tiempos difíciles. Pero en la casa de Brixton, en Tintern Road, sembraba y cuidaba plantitas en el patio pequeño, hizo un lugar. Luego el piso que le prestó Vogelius, de Baker Street, se convirtió en un lugar de amistad e intercambio. Los pasos que marcaron su estadía en México son ya más conocidos. Había llegado desde Londres con un cartapacio que contenía poemas nuevos. Lo perdió en el aeropuerto de México. Allí debía andar un material parecido al de los Siete poemas, material de ruptura en la obra de Gola. Cierto estoicismo acompañaba su comportamiento externo, pero no la vida interna. “Vacilación”, poema extenso escrito en México, es testimonio de aquello. En la superficie, un caminar por una calle repleta de gente ordinaria, y el escuchar una música popular y ordinaria. En el interior, la ráfaga de la pasión que pasa por el cuerpo y que se entrama con lo paradisíaco, lo atemporal. El borde entre lo interior y lo exterior se vuelve indiscernible: así lo indica el título ‘Filtraciones’. Se disuelve toda metáfora que vehiculiza el intercambio entre ambas esferas. Es decir, se disuelve el lenguaje poético acostumbrado, esa maldición que sigue persiguiendo a tanta poesía, disminuyendo su alcance, consignándola a lo no-presente. Allí la radicalidad del trabajo de Gola. ¿Es adecuada la palabra radicalidad? Definitivamente, no es apropiada si se la asocia con las raíces, ya que la relectura que hace Gola de la tradición no pasa por la concepción de la raíz. No le interesa la resonancia que viaja por los largos corredores de la historia de la poesía, sino la pura presencia. La llama de una vela, de Bachelard, estuvo entre sus lecturas esenciales, como también los ensayos de Pavese. En ambos


casos se trata del compromiso con el presente poético (la frase es de Eduardo Milán). Y ese compromiso, para Gola, pasaba por el abandono del lenguaje poético tradicional, y el por oído que prestaba al lenguaje hablado. No creo haber encontrado un oído más fino que el de Hugo Gola. (El malestar que lo perseguía en Londres se centraba en el mareo provocado por el mal funcionamiento del oído). Se le puede comparar con Creeley, poeta cuya lectura, entre otras, subyace a los ‘Siete poemas’, y para quien el habla, en sus duraciones y quiebres, constituía la sustancia de la poesía. Cabe aquí una aclaración. La poesía escrita con base en el habla que se hizo práctica común en el Perú desde los años 70, y que llegó a llamarse ‘poesía conversacional’, atribución que se hacía también, entre otros, a Parra, nada tiene que ver con la obra de Gola. Lo que le importaba no era la conversación sino el lenguaje hablado tratado como vía de salida de la literatura hacia el exterior. Y esto requería que la palabra fuera tratada, en el poema, como desplazamiento temporal y espacial. Es así aún en los poemas más sencillos – y, además, extraordinarios – como “Palomas”. Lograr que el tiempo real pase por la frase y que esa duración surque el espacio es una cosa rara, difícil. Se da en la poesía de Creeley y en la poética de Charles Olson. El estudio de esos materiales está entre los compromisos estéticos de Poesía y Poética, y ya se refleja en la poesía escrita después de la salida de Argentina. El cauce de Gola puede compararse con el del Exteriorismo y de los concretistas pero fue independiente y sui generis, fluían por él otras aguas, y el tamaño de la renovación que proponía no fue menor. Esa nueva esencia de la frase poética se ha producido pocas veces en la poesía de lengua castellana. Cabe especular sobre el por qué de esa dificultad. Pienso que en primer lugar se puede decir que si se han presentado más obstáculos en castellano que en inglés, esto se debe a la gramática latinizante. Pero habría que aducir también eso que se relaciona

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con la sintaxis: la propensión retórica de la lengua, que tiende a reforzar la autoridad o el lugar privilegiado del hablante, de la persona a quien, gracias a su lugar en la trama sociocultural (lugar que hereda el poeta), se le otorga a la palabra. Gola supo evitar ese escollo. Rehuyó todo énfasis. Y esto lo logró sin hacer a un lado el lenguaje lírico, lo que de diferente manera fue la opción de Parra, del concretismo y del Exteriorismo. Lo singular estaría en que sin pasar por estas opciones estéticas (la del realismo del Diario de Poesía fue posterior) logra una renovación profunda de la poesía de lengua castellana. Estamos hablando del campo abierto por Hugo Gola tanto en las revistas que dirigió y los ensayos y notas que publicó, como en los poemas que escribió. Se trata de un conjunto de prácticas, porosas entre sí. Pienso, sin embargo, que la obra poética propia incluye rasgos de suma importancia que tal vez no se indican claramente en las otras esferas. Entre los rasgos singulares está el que la frase se hace incisión, se incrusta en la memoria corporal, cargada de una musicalidad compleja, llevada hacia el silencio. Allí el goce y la disciplina se compenetran absolutamente. Es decir, el placer deja de ser un motor de cierto modo independiente, enterrado en la lengua y en el cuerpo. Por contrario, se hace transparente, se convierte en un temblor manifiesto en lo fenoménico, una ley suspendida. Y si esto se aproxima a un estado de enamoramiento, es que es así, precisamente.

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Hugo Gola Ana Belén López

Fotografía de Martha Block.

A principios de los ochentas fui alumna de Hugo Gola. Formé parte de una generación extraña. Éramos ocho estudiantes y habíamos llegado a estudiar Letras por distintas razones. Mi interés era solamente literario. Necesité estudiar Letras porque mi formación en Mazatlán había sido muy pobre. Mis lecturas eran muchas, pero

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comerciales. Nunca había leído poesía, o eso creía. Nunca fui buena estudiante, menos en preparatoria. Además, había dejado pasar ya tres años desde entonces. Era tímida. Participaba poco en clase. No tenía mucho qué decir. Creo que por eso Gola no me veía. En cambio, yo lo escuchaba con atención cada clase y hacía todas las lecturas que nos dejaba hacer. Descubría otra dimensión. Coincidía con sus poemas favoritos. Sus clases nos dejaban deslumbrados. Fue en uno de esos veranos que sentí el impulso de escribir poemas y se los llevé a la Biblioteca de la Ibero, en donde él trabajaba. Cuando regresamos a clase, el siguiente semestre, luego de unas semanas, me atreví, cuando salió del salón, a caminar con él hacia el estacionamiento. Me interesó tu material, me dijo. Y también me habló de lo serio que era comprometerse con la poesía. Casi como un regaño o una advertencia. Empezaba a llover. Me sentía alterada, excitada. Llovió toda la noche. A la siguiente mañana desperté antes de lo normal. Luego de unos minutos un sismo sacudió la casa. Era el 19 de septiembre de 1985. Así que la poesía llegó a mi vida junto con el temblor. Una sacudida completa.

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De vez en cuando trato de recordar el programa que seguíamos en clase con Hugo. Debe haber sido poesía universal. Recuerdo, de manera muy especial, su forma y el tono de su voz al citar a otros poetas. “La dolencia de la ausencia del amor, solo se cura con la presencia y la figura”. Así escuché por primera vez el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.


En mi memoria también resuenan versos del Cantar de los Cantares. De Ungaretti, Mallarmé, Apollinaire, Edgar Allan Poe y la lectura de “El Cuervo”, lo mismo que el ensayo Filosofía de la composición. Entonces debimos haber leído Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud, así como Las flores del mal de Baudelaire. En esa época leí a Fernando Pessoa y nunca más olvidé a Paul Celan. Debe haber sido en segundo año que leímos a Rubén Darío, a Borges y sobre todo a Oliverio Girondo. El pequeño ejemplar de En la másmédula que había en la biblioteca se pasaba de tarjeta en tarjeta. Gonzalo Rojas, César Vallejo, E.A. Westphalen, Residencia en la tierra de Neruda. Gracias a Hugo Gola descubrí a los poetas norteamericanos. En especial a William Carlos Williams. Por suerte, en ese entonces pude encargar ejemplares de todo lo que iba descubriendo. Si en mi biblioteca tengo libros de e.e.cummings, Wallace Stevens, Walt Whitman, Robert Creeley, Michael Hamburger, Denisse Levertov fue porque Hugo nos motivaba. Él tenía una relación vital con la traducción. Ayuda en los períodos de esterilidad, me decía. Traducir era crear una nueva versión del significado, del ritmo, de la emoción. Era construir de nuevo esa “máquina hecha de palabras que transmite una emoción”. 23

Debe haber sido en esos años en que él traducía a Gaston Bachelard. Al poco tiempo se publicó.


Una mañana me mandó decir con un alumno del posgrado que se encontraba en México haciendo un intercambio, que el taller sería en mi casa todos los miércoles. En ese mismo mes, septiembre de 1985, había empezado a trabajar con el padre jesuita Carlos Escandón. Cuando fui a la entrevista y le dije que mis habilidades como secretaria no eran muchas pero que estaba terminando la carrera de Letras contestó que eso era lo que necesitaba. Trabajé con él casi diez años. El taller con Hugo en la calle de Cerro del Cubilete duró menos del año. En la última reunión, unos días antes de su regreso a Argentina, nos dijo que si regresaba a México, quería hacer una revista con nosotros. Así fue. En el verano del 89, gracias a Escandón que en ese momento era el Rector de la Iberoamericana, Hugo recuperó su plaza en la universidad. Del taller, sólo estábamos Gerardo Menéndez y yo. Cuando analizamos el costo de producción de un primer número nos fuimos con el propósito de conseguirlo. Gracias a un sorteo que se realizaba en la ibero, los empleados de la oficina nos ganamos una televisión. Alguien la compró de inmediato, nos repartimos el dinero del premio y la cantidad que me tocó a mí, era justo lo que necesitábamos para imprimir el primer número de Poesía y poética. Cuando se lo dije a Hugo parecía que nos hubiéramos ganado el premio mayor. Creo que así fue. 24

Los que tenían que aprobar la publicación la recibieron con un gran entusiasmo. Todo se solucionó frente a ese primer número. Juan Alcántara se integró de inmediato al equipo, ahí estábamos Hugo, Juan, Gerardo y yo. A partir de entonces, Hugo llegaba diez minutos después de mi hora de entrada a la oficina. Puntualmente, todos los días. Se sentaba al otro


lado de mi escritorio y me decía con una claridad inusitada, el contenido del siguiente número. A veces los había anotado en una servilleta de la sala de maestros. Siempre he creído que esos años fueron los de mayor aprendizaje en mi vida. Intenso, su ojos azules brillaban de entusiasmo cuando hablaba de porqué tenía que estar cierto material incluido y el orden en que tenían que aparecer. Desde su inicio, a mí me importaba que la revista llegara a quien tenía que llegar. Iba con ella a presentaciones de libros, a exposiciones y a fiestas. Poco a poco armábamos un directorio de poetas en el extranjero. Creamos un sistema de suscripciones y la enviábamos puntualmente por correo. Hugo me entregaba los manuscritos de su traducción de Valéry. Los transcribía y se los regresaba a revisión. Ahora veo que todo fluía de una manera muy sencilla. Conversábamos mucho de nuestras familias. Siempre me he sentido cercana a sus hijas Patricia y Claudia Gola. Por supuesto me contaba anécdotas de Martín. Siempre reíamos, ahora no recuerdo de qué pero tengo claro su gran sentido del humor. Cuando Escandón dejó la Rectoría también lo hice yo para empezar a dar clases. Las reuniones de la revista siguieron en el cubículo de Juan Alcántara. Luego vino mi embarazo, nació Abril y nos mudamos Gaspar, la bebé y yo a Mazatlán. Mis conversaciones con Hugo continuaron por teléfono o cuando venía de visita al D.F. Cuando empezaron los problemas con la directora del Departamento de Letras y la revista, me llamó. “Vos tendrías que estar aquí en la trinchera”.

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Cuando iba a nacer mi segundo hijo, consulté con él su nombre. Alonso. Así siguió nuestra amistad por muchos años. Ahora registro ciertos momentos, algunas lecturas de poemas en el teléfono. Comentarios dispersos. Octubre es el mes en que más riesgos se corren en Mazatlán por la formación de huracanes en el Pacífico. Cuando hay alertas aparecen en los noticieros nacionales. Entonces, durante años, recibía dos llamadas de larga distancia. Una era la voz preocupada del padre Escandón y la otra de Hugo Gola. Se aproxima, el mes próximo, la temporada de huracanes. “Recién ahora empieza la gimnasia”.

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Hugo Gola y amigos. Archivo Hugo Gola.


Resonancias/ o la visita del ángel Tania Favela Bustillo

Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.

De todos los temas de los que se podría hablar en torno a la persona o a la obra de Hugo Gola, quiero detenerme en su particular relación con la lectura. Comienzo con una cita de su libro Prosas: Cuando me levanto ─casi siempre muy temprano─ tengo para mí unas horas, generalmente dos o tres, distintas a las del resto del día. Tal vez resulten del silencio, tal vez de la oscuridad, de la sensación de aislamiento y soledad, o quizá sea sólo la consecuencia del reposo nocturno. Durante

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esas horas leo con mayor atención, y a veces en ese tiempo también escribo o traduzco. No es ésta, sin embargo, una mera costumbre. A esas horas tengo una especie de disponibilidad diferente, algo así como un vacío activo. La lectura, entonces, suele crear un espacio de intimidad, de autoconciencia vigorosa. Después de esos momentos soporto de otra manera el resto del día. (110)

De ese “vacío activo”, de esa vigilia íntima, pende todo lo demás. Ahí, en la habitación, el espacio se ensancha y el tiempo transcurre de forma distinta: el silencio, la espera, la atención distraída, los libros, el mate, las hojas, la pluma, la luz vacilante que asoma por la ventana. La escena está casi completa, hace falta sólo un objeto imprescindible: la lámpara. No hay lectura sin luz ─aunque también podría invertirse este enunciado y decir─ la lectura es luz. Al alba o al anochecer, la lámpara y la lectura son un binomio inseparable. Gastón Bachelard en su libro La llama de una vela describe muy bien este vínculo: El verdadero espacio del trabajo solitario es, en una habitación pequeña, el círculo iluminado por la lámpara. (…) Y la lámpara de trabajo concentra la habitación en las dimensiones de la mesa. (…) No se sabe en qué piensa el trabajador ante la lámpara, pero se sabe que piensa, que está solo en su reflexión. (…) La soledad se acrecienta si, sobre la mesa iluminada por la lámpara, se expone la soledad de la página blanca. ¡La página blanca!, ese gran desierto por atravesar (115) 28

La traducción del libro de Bachelard es de Hugo Gola. No es extraño pensar que Gola se haya sentido atraído por ese libro y por la sensibilidad particular que Bachelard muestra en él, una sensibilidad compartida: el amor por la poesía y el trabajo en soledad. La traducción es también una manera de leer, más atenta, más activa, y para Hugo, que la practicó en


distintos momentos a lo largo de su vida fue, además, una manera de estar alerta, de propiciar la propia escritura. Todo en Hugo era preparación para la escritura, porque la poesía estaba invariablemente en el centro de su vida. Esperar el momento privilegiado de la llegada del poema, “la visita del ángel”, como la llama Juan José Saer, supuso para Hugo Gola una tensión y una atención constantes. Y en esa espera, la lectura tuvo siempre un papel fundamental. Constantemente Hugo comentaba cómo la escritura de otros poetas, narradores, ensayistas, artistas, historiadores, incluso científicos, provocaba en él el impulso necesario para escribir. Recuerdo su particular gusto por leer libros de viaje, memorias, diarios, cartas, anotaciones sueltas de los escritores. Cada texto leído con placer gravitaba en su propia obra. Hugo descubría ahí los complejos mecanismos de la escritura, se nutría de la energía que los textos irradiaban: Una de la pruebas ─quizá la más incontrovertible─ de la verdad de una escritura, de su excelencia, es, para mí, que despierta el deseo de escribir. ¿Qué es aquello que esa lectura impulsa?, ¿qué cualidad encierra la palabra ajena para actuar así? El proceso que nace de dichas lecturas articula un estado de predisposición afectiva que lleva a registrar ciertas sensaciones internas, derivadas de aquella relación con el texto. A veces una lectura dinamiza estados que sin ella permanecerían apagados. Este hecho, bastante inexplicable, lo percibo como la prueba de las pruebas; no hay ─pienso─ ningún juicio que ponga en marcha un proceso semejante. Se produce un fenómeno complejo que llamaría de resonancia. Cuando sucede anula todas las resistencias, y ello es, para mí, la prueba de valor de un texto. (Prosas, 114)

Esa confluencia entre la disposición interna y el impulso externo que provoca la lectura, el alcance de esas resonancias, impactaron, no sólo en la escritura de Hugo, sino también en su vida. La lectura es un

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acontecimiento vital: produce experiencias, anuda lo visto, lo vivido, con el sueño, el deseo y la imaginación; reaviva la memoria. Ante un libro un hombre se construye y se reconstruye. En Prosas, Hugo señala las correspondencias entre la lectura y su vida: Lectura y vida nunca discurrieron separadamente. Modifiqué, gracias a las lecturas, muchos aspectos de mi vida. Algunos libros cambiaron mi modo de mirar, mi modo de amar, mi forma de considerar a los demás, de valorar sus actitudes o sus ideas. De mis lecturas proviene casi todo lo que soy, aunque haya olvidado casi todo lo leído. Una reserva de sedimento básico. No puedo separar lo que traía de lo adquirido. Las lecturas ampliaron mi naturaleza original convirtiéndola en aquello que ahora soy. De esa mezcla provengo. (110)

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Filtraciones, trasvases, transformaciones, ocurren en el acto mismo de leer: la vida cambia, se modifica la mirada, se amplía una visión. Leer implica una actitud, una manera de estar en el mundo, una responsabilidad ante lo que se lee. Para Hugo Gola, la lectura supuso siempre un acto ético y una experiencia estética a la vez. De ahí, la dificultad propia de la verdadera lectura: una vez cerrado el libro, hay que saber qué hacer con esa acumulación de materiales que hemos arrastrado a nuestro interior. Consciente del valor de la lectura, Hugo Gola, a lo largo de treinta años, editó numerosas revistas y libros con el propósito de compartir con otros sus propias lecturas. Entre esas muchas publicaciones se encuentra el libro El oficio de poeta de Cesare Pavese, que Hugo tradujo en colaboración con Rodolfo Alonso en 1956. El segundo ensayo del libro se titula precisamente “Leer”, y recuerdo que Hugo solía ponerlo en clase quizás para que los alumnos comprendieran las profundas implicaciones de ese acto, para despertar en ellos la curiosidad, el respeto y el amor por los libros. Pavese insiste, en varios momentos del ensayo,


en el hombre que está detrás del libro: “los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un condenado”. Y más adelante señala: “Se habla de libros. Y se sabe que los libros, cuanto más pura y más llana es su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien los ha escrito. Es inútil por lo tanto, esperar sondearlos sin pagar nada. Leer no es fácil”. La lectura para Hugo implicó siempre un trabajo interior: sabía, al igual que Pavese, que los grandes escritores articulan en sus textos los problemas cotidianos con las preguntas esenciales que tocan el sentido último de la existencia humana: la vida y la muerte, la enfermedad y la vejez, el amor y la amistad fueron preocupaciones constantes en la vida y la en obra de Gola, y muchas veces buscó en los libros el apoyo necesario para intentar sus propias respuestas. Siguiendo en esta misma dirección, quisiera recordar aquí las palabras de Hugo Gola en la presentación de su libro Las vueltas del Río: Yo ahora he estado bastante enfermo en estos últimos quince o veinte días y tenía mucha dificultad de encontrar un libro que me produjera una satisfacción profunda y, en medio de toda la revisión que hice a mano, encontré un libro de un pintor, que yo aprecio mucho, Balthus, que son sus Memorias, escritas, digamos, de una manera que a uno le produce un efecto profundo y permanente. En el sentido en que Balthus no habla de cosas distantes, habla de su propia vida, habla de la dificultad que tuvo para vivir (…). Es decir, me he puesto a leer a autores que yo aprecio mucho, por ejemplo a Dickens y he intentado leer a Simenon, un escritor que valoro mucho y me he puesto a leer a diversos autores, pero ninguno me produjo lo que me produjo al leer las Memorias de Balthus, porque la sensación de que Balthus estaba cavando en su propia vida, realmente me pareció de una dimensión altamente religiosa, que para mí es algo que no es peyorativo, sino de una dimensión de profundidad de la que habla permanentemente Balthus.

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La lectura representó para Hugo Gola un verdadero hallazgo, un encuentro vital, de ahí el placer y el estímulo que obtenía de ella, de ahí su obstinada curiosidad. Nada más alejado de Gola que el lector ordenado, exhaustivo, estudioso, nada más alejado que el académico o el investigador. Para Hugo, leer no supuso nunca acumular conocimientos, sino la posibilidad de construir un espacio interior, un equilibrio íntimo, una apertura que le permitiera crear lazos con los otros y consigo mismo: vínculos afectivos que lo ayudaran a ahondar en su relación con el mundo. Quiero citar, para terminar, el último poema de Retomas, porque a partir de él, puedo volver al principio: la lámpara y el libro, la lectura y la luz. Este poema nos permite entrar en ese espacio iluminado por la escritura de Gola: el espacio de su lectura. es

ahora apenas el alba el vacío inicial de la mañana el vacío mayor que se deshace afuera

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aquí la lámpara abre otro espacio y el libro río


sin orillas sube de pronto hay un recipiente azul reposando a tu costado y las paredes lisas un espacio real un abrigo diría contra una desdicha que se impone

Quisiera pensar que ese “río sin orillas” evoca muchos otros ríos: el Río de la Plata, el Río Gualeguay de Juan L. Ortiz, el río-memoria de esa infancia campesina que Hugo siempre rememoró en sus poemas. El río: cambio incesante, ritmo y movimiento. Pero sobre todo quisiera creer que El río sin orillas que sube de pronto y abre un espacio “real” a la luz de la lámpara, es el libro de Juan José Saer. Ahí, en el espacio que abre la lectura, la realidad se amplía, la lectura alumbra zonas no previstas. Ahí, el lector enciende su propia luz, resguarda su soledad, construye un reducto íntimo. Ahí, entre el libro y la luz, el diálogo continúa: la vida recomienza.

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Canta un pájaro Jorge Esquinca

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Canta un pájaro en la noche cerrada canta porque sí Tiene un (pequeño) pulmón una garganta No puedo verlo pero estoy viéndolo Se estremece llena de aire su pulmón de pájaro (pequeño) Está ahí canta porque sí no busca compañía se da a nadie busca nada canta porque puede en la noche cerrada cantar Se estremece sus plumas vibran su garganta se abre suelta el aire vacía (pequeño) su pulmón de pájaro canta Está ahí solo y su alma sin nombre


cantando sin para qué Vibra se vacía se va haciendo nada se va dando a nadie todo él Firme en la rama canta en la noche cerrada un pájaro.

* El afecto y la admiración que tengo por Hugo Gola me condujeron a escribir este poema. Lo leí durante la presentación de su libro Retomas, en la ciudad de México, el 11 de febrero de 2011, unos días antes de su regreso definitivo a Buenos Aires. El organizador fue José Luis Bobadilla y, aunque nunca lo planeó así, yo viví esa ocasión como una despedida. Hugo ha sido conmigo siempre gentil, sus dos revistas acogieron mis poemas y traducciones. Con un tino enorme, reunió en un volumen para la Universidad Iberoamericana las versiones de Henri Michaux que, sin ponernos de acuerdo y durante años, hicimos Ulalume González de León y yo. Él mismo le puso por título, acertadamente, El pulso de las cosas. No olvido una conversación pública que tuvimos en la librería del FCE en Guadalajara, donde dijo de memoria –entre muchas otras cosas memorables- un soneto de Miguel Hernández. Ese recuerdo todavía me emociona.

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HUGO GOLA Felipe Cussen

Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.

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Hace algunos años, me demoré varias semanas en redactar una muy breve reseña sobre Filtraciones, de Hugo Gola. Cuando apareció publicada, en una revista virtual especializada en música rock y tecno, quise contactarme con Hugo para que la viera. Lo único que encontré fue la dirección electrónica de El poeta y su trabajo, que nunca había leído, y le escribí. Recibí de vuelta un entusiasta correo en el que me pedía una dirección postal para enviarme la revista. Para entonces, sólo llevaba pocos meses de vuelta en Chile luego de estudiar mi doctorado en Barcelona, y temía que, al dejar de asistir a clases, perdería la curiosidad e inquietudes que me venían impulsando.


Por eso, cuando llegó a mi casa el sobre con el número 18 de El poeta y su trabajo, tuve la sensación de haberme inscrito en uno de esos antiguos cursos por correspondencia que ofrecían resultados fabulosos. Esa promesa resultó ser cierta: tanto para mi experiencia de lector como para mis posteriores investigaciones, la calidad y diversidad de sus materiales fueron siempre una llamada de atención y de sorpresa, que me recordaban que aún era posible y valía la pena discutir sobre literatura. Leí completos cada uno de los números que generosamente me continuaron enviando, con la certeza de que no debía perderme ninguna de estas lecciones. Siempre me gustó, además, que ya desde su título se descartara la imagen malditista del poeta iluminado, y que se resaltaran, en cambio, el rigor y la experimentación como los valores de esta tarea. Alguna vez, como aquellos alumnos que quieren pasarse de listos, intenté fingir esa postura. Justo cuando ponía cara de concentrado frente al escritorio como torpe excusa para escaparme de una responsabilidad doméstica, mi mujer me desenmascaraba bromeando: “¡ahí está el poeta y su trabajo!”. Un par de años después, gracias a una invitación de Eduardo Milán (uno de tantos amigos que contacté gracias a la revista, como Iván García López, José Luis Bobadilla, Enrique Flores y Will Rowe), viajé por primera vez a México. Sólo tenía dos días libres para visitar el DF, pero una extraña suerte quiso que coincidiera con el lanzamiento de un nuevo número de El poeta y su trabajo. Conocí a Hugo, y aparte de su gentileza y simpatía, me impresionaron vivamente la fuerza y radicalidad de su discurso. Era la misma potencia que había adivinado en cada una de las impecables páginas blancas de su revista. Volví a saludarlo en Buenos Aires, el 2013. Aunque su salud ya estaba bastante deteriorada, todavía podían percibirse los chispazos de agudeza que lo caracterizaban, y que he vuelto a encontrar en algunas fotografías suyas que he visto estos días. De ese viaje me traje, además, sus últimos poemas titulados Resonancias renuentes. En uno de ellos reflexiona: “te gustaría saber/ algo más sobre/ la muerte/ lo que sabés no basta”. Ahora que Hugo ha partido, siento que sé aún menos sobre la muerte.

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POEMAS Hugo Gola

III

Siempre antes dije

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tengo siento álamo ahora todo pasó mi pobre escuálido cielo espacio espacio cuerpo tu cuerpo el cuerpo corporizado ferreo carnal plúmbeo actúa gira engendra respira como un dios engendrador vertiginoso sacude superficie penetra lo sucio lo cocido lo salvaje del viento toma la piedra la sorpresa la lanza con la onda del aire la recupera piedra de antes de ahora


de siempre tierra espesa estéril sólida tierra pedrosa piedra terrosa y la carne aquí vibrando antes dulce y sumisa mística y piadosa derrota royendo el alma llega hacer lentamente piedra pedregullo asiento de los ojos pabellón del oído fuelle obstinado de la respiración. La carne azul desvaneció su aureola la golondrina la torcaza el gorrión la sandía el durazno el melón nostálgico viven sobre la rama se apoyan en el fresno en el olmo en la sonrisa lilácea del jacarandá corren cavan hacen pozos. Varió el valor de los objetos variaron las voces

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los silbos los vórtices los vuelos ¿qué vale el sol ahora? ¿qué bárbaro vacila? ¿qué viento carnal deshoja la guirnalda? ¿quién elige el ojo caído el párpado guiñado? ¿quién elige aquello que queda balbuceando? Por el camino camina un corazón desnudo solo solitario tropezando viene vino insumiso traspasado de un color ceniciento hinchado henchido corrupto consumido vino sin sol sin aire 40

se descompuso no tuvo tierra ni humedad ni gritos ni silencios todo faltó a su endeble sensible diástole a su sístole sistemática


¿No queda corazón ni aire tibio persistente azul? Mas ¿no hay acaso cielo lluvia llovizna nubosidad u oveja desvalida balando insomne al viento vertiginoso en invierno? ¿No hay susurro flauta pastoril arbusto árbol florescencia néctar polen efusión tarde crepúsculo? ¿Silencio también corpúsculo de sombra larva respiración sumos soldados agudo sufrimiento silenciosa siniestra senda de león? Tentadora progenie tierra escarpada

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sólo el movimiento modificó la sangre hizo girar las aspas de la aurora y relucir el aureo crisantemo.

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Turning in the wind y la hoja desprendida deshojada del tallo giró en el viento solitaria gozosa en el inesperado torbellino el balido valiente respondió la flauta la hoja la hoja girando en el viento cayó como el balido y se hizo hummus la piedra la piedra prosaica elemental ferruginosa soportó el soplo de auroras y de vientos mezclados mezcolados con el barro y con el polvo y con las hojas caídas pudriéndose y la llovizna llorando mojó la piedra el cerro el capulí el sol soleando


se deslizó insumiso como flojo coñac puso pan en las grietas puso su oscura fragancia de madera su semilla y sopló sobre la suave suciedad junto al embrión polvoriento el nido de pajas grises y de plumas persistió sobre la hoja cimbreante del sauce lloroso crió la cría le puso alas suavísimas y el cuerpo tocó por vez primera la lisa superficie del cielo y se encogió de goce.

(de Siete poemas, 1982-1984)

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EMPIEZA empiezo es el comienzo el alba del día primero del único estático inmutable rompe la luz o continúa matiz sonoro de la sombra quiebra desasosiega la cornisa liviana un cuerpo se despereza y otro repliega su fatiga y aún otro penetra en otro o abandona lo que fue penetración y todo en el mismo momento en ese minuto estático del alba el gozo el de las manos el de la piel el puro purísimo goce difunde su énfasis o se acurruca en el repliegue blanco de la sábana y la última gota de semen se evapora en el aire caldeado


Se da vuelta se vuelve en el semisueño toca toca todo con su mano todavía imantada antes que llegue la luz y caiga sobre el párpado antes de que florezca en la abierta flor de la pupila nada basta para la vasta expansión que sube sola sin nadie y a la que nadie puede oponer un dedo una uña un delgado cabello última gota fértil que cae con toda la pasión o sin ella La mano que se abre suave y toca el seno que se abre suave en el alba cuando se abre la luz y rompe la corteza mientras uno se yergue o gime y otro depone su arma entrega todo y se va sin haber

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otros

o habiendo pero se va

todos se irán pero él se va ahora en ese suspiro final del alba Paseó paseó su paso distraído frente al fresno dorado escaló el fulgor de la colina bebió del cristal el líquido fragante y claro mordió por última vez la carne oscura la traspasó con su lengua erizada estilete afilado en un alba incierta y sucumbió sin dejar rastro

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A penas anda apenas una sílaba basta sólo una sílaba y todo cambia acentúa corta divide un segundo para revelar


todas las faces en ese ese sí el estático único suspenso ahora en la hora de todos los inicios en el instante en que cae la semilla y surge la niebla y la gota de lluvia es devorada por el polvo por el cuerpo sediento Dar un paso hacia el costado caminar por la calle de arena eludir aquel segundo estático del alba con la última luz alguien retoma las orillas junto al aura húmeda recorre el cinturón de tierra defensa ilusoria contra un dios imprevisible mientras mides tus pasos con los suyos en este invierno desmedido una gaviota sola aletea azulada y un martín pescador avista su presa en un vuelo rasante se desvanece la luz en tanto imprimes una y otra vez

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sol agua pájaros para solitarios días venideros No hay refugio sin embargo para el hueco de las manos ni agua dulce para la sed retornas a tu cerco de piedras y cae el frío sobre los sonidos vacíos la llama azul tiembla desvelada por el viento

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La hora primera del alba la hora crucial del éxtasis permanece suspendida en la mitad misma del camino en el filo en la punta afilada en el filoso bisturí que corta y penetra y separa mientras alguien despierta y otro agota su danza ¿volverá este arco encendido a temblar en el segundo de la aurora? Se atraviesa se cruza esta comarca por la delgada cornisa a veces el pie se adhiere


a otra piel y desborda la fricción toca otro pie y paraliza el tiempo o se sumerge sin límite y pie y pie y mano y ojos perduran en su brillo original ¿Qué nos queda de aquel giro solar? de aquel encuentro? del vuelo sobre hondonadas y requiebros? de aquellos círculos fragantes de aquellas esferas feraces o feroces que a veces se tocan en la línea del amor? o se extinguen con las cenizas del crepúsculo? ¿Somos acaso “las abejas de lo invisible”? o el aliento provisorio que dura un día e intenta enhebrar la sombra con la luz? o lo que perdura de aquello que ya no es...? La rosa que pétalo a pétalo se deshace ¿florece de nuevo en un aura en un cielo blanco

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o negro en un cristal fragilísimo? ¿en qué playa de espuma se deposita la dulzura? ¿hasta qué confín llega el vértigo de los amantes? su manzana fragante sus dedos líquidos sumergidos en huecos ardorosos? Los pétalos caídos de la rosa de la rosa suben de nuevo hacia la luz? pero el fuego que no cesa a qué entropía rinde su desvelo? aquella trasmutación trasvasa plomo en pluma en aire en nada? el ferroso metal en música silente en sombra vagabunda?

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Desde dónde miras? con qué manos tocas todo? con qué labios? con qué tacto vas ardiendo de zarza en zarza? con qué miel recompones tejes zurces trenzas uno a uno los hilos de esta postrer floración?


En el segundo estático del alba la vida y la muerte sueldan su suerte una bebe de la otra y el líquido que no se agota mantiene su nivel

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Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.


VARIACIONES

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El vuelo blanco sobre el agua el movimiento del vuelo del ala rozando el agua qué busca el vuelo cuando vuela? qué busca cuando baja? qué busca el vuelo cuando sube y sube? qué busca cuando cae? qué busca cuando no baja ni sube y sólo duerme? cuando baila o cuando traza líneas desganadas? cuando un vuelo se tiende encima de otro vuelo? qué busca en la noche en la tormenta?


qué ha perdido ese vuelo que no cesa su ala? qué diálogo tiene con el aire? qué goce recibe del rocío de la lluvia? qué condena se cumple con el vuelo qué alegría se alcanza? qué destino de amor qué cortejo se teje en la trama del cielo en la luz del relámpago en la sombra sombría en la tiniebla? y si es una danza el vuelo? si es un duelo incesante con la muerte? si es colmena de luz que se construye en grano en gota en invisible espuma? y si el vuelo blanco fuera la mano de dios y el mar su alcoba?

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si fuera una señal un signo? si no hubiera ave que volara y sólo fuera luz precipitada blanca escritura augurio ancestral o cifra indescifrada? un dibujo una clave si el vuelo fuera paz que se derrama? si el vuelo fuera flor que se deshoja? o si fuera la órbita de un alma desasida una respiración un hálito

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un suspiro de amor una búsqueda inquieta de puerta en puerta de nube en nube tocando techo cima nada? un desconsuelo de amante en su desvelo que busca y busca


sin encontrar sin consolar sin saciar nunca? no hay pez en el final del vuelo no hay carne no hay carnada no hay juego en el final del juego si el arabesco blanco fuera hilo que se envuelve en un ovillo que los ojos no ven corpúsculos de luz en incesante boda deseo insaciable vuelto y vuelto a ovillar en círculos perfectos en óvalos sin tocar nunca pluma cuerpo ala? Saint Nazaire, 20 de abril de 1989 (de Filtraciones, 1996)

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ANOTACIONES Inti García Santamaría

Fotografía de José Luis Bobadilla.

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Hugo Gola se levanta de la silla de cuero. Desde la pequeña sala donde recibe a sus visitas es posible escucharlo orinar mientras observamos las dos o tres pinturas colgadas en los muros blancos de su departamento. En menos de dos minutos regresa con un cuaderno tamaño profesional con las tapas maltratadas y algunas hojas desprendidas. Hugo Gola no escribe sus poemas ni sus notas en una Moleskine, como dicen que hacen los escritores legendarios. Hugo Gola sostiene un cuaderno marca Bodega Aurrerá y nos compartirá en voz alta algunos apuntes que ha escrito en la mañana después de leer algún libro. Con la misma convicción reafirmará algunas ideas del autor en cuestión y rebatirá otras. La literatura, entiendo, es un pensamiento constante, ajeno a cualquier idolatría.


* Hugo Gola presenta un nuevo número de El poeta y su trabajo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Antes de que comience su intervención, el moderador de la mesa intenta leer una ficha biobibliográfica para presentarlo. Hugo Gola manotea y dice que no hace falta. A diferencia de aquellos escritores que tienen como prioridad la promoción de su figura, Hugo Gola se rige bajo una ética que privilegia el trabajo constante y discreto a través de la lectura, la traducción, la edición y, sólo al final, como consecuencia, la escritura. * Debajo de su sombrero de palma, Hugo Gola suda. Tiene las manos manchadas de carbón y las mangas de su camisa de cuadros arremangadas. A pesar de que tiene más de 70 años, y casi todos tenemos entre 20 y 30, él hace el trabajo pesado. Si es necesario, parte leña con un hacha. Por horas está atento al fuego hasta que sirve trozos de carne en la mesa, que alguien más repartirá en porciones individuales durante varias rondas. A pesar de ser la persona por la que estamos reunidos, Hugo Gola permanece largos momentos solo ante el asador de tabiques rojos, en silencio, lejano a cualquier protagonismo. * Hugo Gola me escucha con atención. Tiene una solución práctica. He pasado varios meses sin ánimos de leer. Trabajo como corrector de estilo. Editar textos ajenos hace que en mi tiempo libre lo que menos desee sea leer. Me entristece no leer más. Hasta hace poco yo vivía una racha de descubrimientos personales en el terreno de la literatura. Hugo Gola recuerda sus días como abogado. Me aconseja despertarme más temprano y leer las cosas que en realidad me interesan antes de ir a trabajar. A veces todavía duermo con libros en mi cama. Algunos días leer sigue siendo mi primera actividad cuando despierto.

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* Viajo en autobús de Bahía Blanca a Puerto Madryn. Tengo frío. Viajo solo. En Buenos Aires compré Prosas, un libro que publicó la editorial Alción con breves apuntes de Hugo Gola en torno a la poesía. Es probable que sean las mismas notas que compartía con nosotros en su departamento. Aunque todavía vive en México, mis visitas han sido cada vez más esporádicas. Extraño esa sensación de tranquilidad que me deja platicar con él. Esa seguridad de que más importante que publicar es escribir y más importante que escribir es leer y más importante que leer es hacer las cosas que da satisfacción hacer en esta vida. * Es tan rica la gama de autores que se puede leer en las revistas y en las colecciones de libros que editó Hugo Gola, que es imposible reducirla a una sola escuela poética, tanto temporal como geográficamente. Por el contrario, el interés de Hugo Gola alienta a aproximarse también a otras disciplinas como la música, la escultura, la arquitectura y la pintura, con las que la poesía comparte ese flujo de energía preverbal que la mantiene viva. *

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Durante mi participación en el Festival Internacional de Poesía de Rosario me sorprende el cariño que varios poetas jóvenes argentinos manifiestan por Hugo Gola, a pesar de que su exilio en México inició antes de que la mayoría de ellos naciera y terminó hace apenas un par de años. Muchas veces ninguneado por la escena literaria mexicana, me alegra ver que Hugo Gola es un referente importante en su país natal, emparentado con otros nombres como Aldo Oliva o Juan L. Ortiz, también ninguneados por el provincianismo mexicano.


CaPE COD Antonio Ochoa

Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.

Estoy de vacaciones en Cape Cod, frente a la ventana hay unas lindas flores rosas que nadie ha podido decirme cómo se llaman. De seguro Google sabe, pero si esa es la opción prefiero quedar en la ignorancia por el momento. A la distancia se pueden oír unos cuervos, son como ocho, que andan por aquí todo el tiempo. Ayer nadé a una pequeña duna frente a la casa, donde he visto a estos cuervos por las tardes. La pequeña playa de la duna estaba cubierta de conchas, desechos de los banquetes de esos avisados pajarracos que vuelan de la playa a los árboles entre las

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casas siempre en la misma formación. Primero mandan a un centinela, que al llegar a un punto alto —el techo de una casa o la copa de un árbol— llama a la parvada, que deja atrás a otro que cubre la retaguardia. He visto estos movimientos todas las tardes desde que llegamos. Al parecer son aves muy inteligentes, casi con la misma capacidad mental de un delfín. ¿Será por eso que al entrar el cuervo al estudio de Poe se para en el busto de Atenea? Los cuervos Hugin y Munin —pensamiento y memoria— se paran en los hombros de Odín. Ayer cuando salí a correr por el pueblo lleno de árboles frondosos y casas viejas entre las cuales se puede ver el mar, me acordé mucho de Hugo. Pensé en el recuerdo primordial que tengo de él. No hablo del primer recuerdo en orden cronológico, sino lo primero que nos viene a la mente cuando pensamos en determinada persona ausente; ausente de la vida. Hay un recuerdo primordial de los muertos que no se tiene con los vivos, tal vez porque aún hay oportunidades para crear otros recuerdos que tal vez revelen eso que nos quedará grabado en el espíritu. Pensé en el curioso nombre de Cape Cod, o Cabo del Bacalao, lo cual inmediatamente me llevó al recuerdo de mi abuela materna cocinándolo para navidad. Bacalao noruego decía ella. En aquel entonces yo no tenía conciencia de la sobre explotación de ese pescado en el mar del norte. Fue hasta que viví en Escocia por unos años que me enteré de las fuertes restricciones en las cuotas de pesca de bacalao impuestas a los pescadores por la Unión Europea. Algo con lo que los pescadores no estaban nada de acuerdo, sobre todo aquellos que no relacionados con las grandes empresas ya que el impacto en ellos era desproporcionado. No sé si estas restricciones sigan hoy en día. Hace unos días comiendo una lubina rayada a la parrilla, uno de los comensales con un poco de más años que el resto de nosotros comentó que cuando era joven estaba prohibido pescar lubina rayada. Ahora con los números regenerados, la prohibición se canceló. Este tipo de realidades estaban lejos de la mente de ese niño sin muchas


preocupaciones durante las vacaciones de navidad. Lo que daría por tener ahorita una de esas tortas de bacalao preparado por mi abuela. ¿Cómo es nuestro recuerdo de los muertos? ¿Qué significa ese primer espontáneo pensamiento que parece surgir de lo más profundo del olvido como extrañas caras en magma que se enfría, o esas breves formas fluidas en las nubes que avanzan? De mi padre lo primero que me viene a la mente es su voz, diciendo una frase muy específica. Desde que salí de México nos hablábamos casi cada fin de semana, y siempre había mucho entusiasmo en su voz al escuchar la mía al otro lado de la línea. “¡¿Qué hubo viejo?!,” decía siempre. De mi abuela materna, es ella sentada en la terraza de su casa, fumando un Benson & Hedges, bebiendo un charro negro, silbando entre dientes una melodía improvisada. Ayer corriendo en la carretera junto al bosque, escuchando los cantos de las ranitas de San Antonio, caí en la cuenta de que el recuerdo primordial que tengo de Hugo es el poema de Ungaretti “m’illumino d’immenso”. Pero no la línea en la página, sino la horizontal que él mismo formó extendiendo sus brazos y abriendo hasta el borde sus ojos de lobo estepario al decir el poema. El gesto del cuerpo se abría junto con el poema que su voz activaba. Eran entonces, hombre y poema, una misma realidad; el gesto y la palabra unidos para crear un significado que desbordaba las unidades independientes: “existe un vínculo”, dirá Leroi-Gourhan, “entre la mano y los órganos faciales y los dos polos del campo anterior testimonian un igual compromiso en la construcción de los símbolos de comunicación.”1 En una entrevista Hugo dijo: 61

Las palabras en el poema lírico irradian por sus sílabas, por sus letras, por el ritmo que construyen en su articulación, por el tipo de asociación que despierta. Si uno dice: “el calor dilata los cuerpos” no puede sino incorporar al conocimiento aquello que la enunciación afirma, pero si murmura el poema de Ungaretti “Matino”, “m’ilumino d’immenso”, en cada nueva


enunciación aparecen resonancias diferentes, porque la densidad de esas palabras hace que su significación no se agote nunca. Su riqueza es, por lo tanto, infinitamente mayor.2

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Tal riqueza está, por otro lado, a merced de la contingencia. No hay dos enunciaciones iguales. Pero la enunciación fundida al gesto fue algo que yo no había visto antes de ese momento. Esto fue en la universidad, en el tercer o cuarto semestre si mal no recuerdo. No sé qué efecto tuvo en otros estudiantes, pero en mí fue radical. Tomaban también esa clase, aunque no me acuerdo si estaban ahí ese día, los poetas Juan Félix-Díaz y José Molina. El poema, el gesto y la voz, las palabras que indican una apertura de la luz de la inmensidad posible del hombre, del mundo y la poesía. Yo entonces no asociaba a Hugo con la revista, ni con los libros, ni con la constelación de artistas que él admiraba. Tampoco sabía nada de su posición ante la vida que después creo llegué a comprender un poco y a asociar con su juventud en Santa Fe, con Juan L. Ortiz, con Saer, Mastronardi, Contardi. Todos ellos, con la excepción tal vez de Saer, muy poco leídos fuera de su país. Para mí, en ese momento, Hugo era un hombre frente a un grupo de desconocidos exponiéndose a sí mismo completamente en la enunciación de un poema. No quiero decir con esto que haya sido una experiencia religiosa ni nada parecido —no vi luces ni panoramas místicos, nada se abrió ante mí. Lo que vi fue a un ser humano cualquiera, podría haber sido un extraño en un parque, en la calle, o en el salón de clase, encarnar el sentido profundo de esa construcción lingüística que llamamos poema y darse —algo que Whitman reconocería, ese “behold, I do not give lectures or a little charity,/ when I give I give myself” del Song of myself— por completo al momento que habitaba. Hasta hoy no he encontrado ningún ensayo o estudio sobre la poesía de Ungaretti que me haya podido explicar o presentar ese poema más claramente que ese gesto. No se trata tampoco de la admiración al


hombre, quién fue y qué hizo, la amistad y la convivencia que vinieron después. Se trata de reconocer esa encarnación del poema donde el gesto y la palabra quedaron momentáneamente fundidos, donde el gesto creciendo desde lo interior de los pulmones y el plexo solar, desde la laringe y la boca en el aliento que impulsó los brazos y los ojos como velas de goleta manifestaron por un instante la realidad del poema. De la Universidad Iberoamericana donde estudié la licenciatura recuerdo a cuatro profesores que cambiaron mi concepción del mundo y, sí, por qué no decirlo, también a mí mismo. Ellos fueron Hugo, Eligio Díaz, Cresenciano Grave y Cristobal Acevedo. Aquí vale la pena hacer una pequeña desviación. Cresenciano en una de sus clases de estética discutió gran parte de un semestre el concepto de Kalos griego. Y tiene sentido traer a colación esto ahora pues, si mal no recuerdo, el kalos está asociado a la presencia, a lo que se da de sí mismo en la verdad, la palabra, y la acción. El impacto de Hugo en mi vida se iría acrecentando porque a partir de entonces, aunque sin estar muy consciente de ello, yo quise más y más de eso que no podía explicar pero que percibí en lo profundo que era vital—de sentido vital. Me parece ahora que parte de la importancia de ese momento primordial de la enunciación del poema de Ungaretti fue el hecho de que no se hubiera tratado de una cátedra ni de una explicación. Ni siquiera recuerdo que hubiera enfatizado el nombre del poeta. No hubo introducción, ni contextualización, ni análisis que recuerde. Sólo hubo el poema existiéndose en el cuerpo. De cátedras, y algunas muy buenas, recibí mucho también. Por ejemplo, la clase de hermenéutica con Gloria Prado me enseñó mucho sobre el proceso crítico. Nunca he olvidado eso. Ni las clases de los Siglos de Oro con José Ramón Alcántara, donde un día improvisó un ejercicio de polifonía a partir del cual el concepto quedó, entre risas por nuestras terribles voces, claramente definido. Sin duda hubo muchas otras que no recuerdo ahora que refinaron mi forma de leer, de pensar, y de escribir. Pero la presencia —no carisma— dada al

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mundo sin restricciones en el momento de la enunciación, encarnación, del poema, esto es lo que me viene a la mente cuando pienso en Hugo. No hablaré de otros momentos, ni de la personalidad del hombre complejo. Pienso solamente en ese momento, en ese gesto, porque hay muchos otros como cuando me aproximé a él fuera de clase, en el jardín de la universidad, con el número de la revista Poesía y poética que acababa de salir donde se incluía el poema “Patmos” de Ilarie Voronca. Poema que me había dejado pasmado. Lo leí cantidad de veces echado en el jardín de la universidad. Cuando vi a Hugo quise hablar con él pero no sabía qué decirle sobre el poema. Él puso toda su atención a mis frases un tanto torpes y entrecortadas. Y lo que siguió no fue una explicación, ni del poema ni del poeta, sino un compartir de nuestra mutua admiración por el texto. Mi relación y consecuente amistad con él, creo, creció a partir de ese encuentro. Pero la encarnación de la palabra del poema, el gesto que sigue a la palabra dicha, sucedió mucho antes de eso, en un salón de clase donde vi a un hombre de barba y pelo gris, abrir sus brazos en un gesto que iluminó lo que hasta el día de hoy concibo como un aspecto esencial del poema.

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1 André Leroi-Gourhan, El gesto y la palabra, trad. de Felipe Carrera (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1971), p. 115 2 Tania Favela y Luis Verdejo, “Trece preguntas a Hugo Gola,” en Critica 121 (versión en línea, 30 de julio, 2015)


LA PRÁCTICA DEL AMOR Y DE LA PACIENCIA Nadia Mondragón

Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.

La poesía, aunque marginada, ocupa un lugar central en la experiencia humana. Es una energía secreta que recorre, desde los orígenes, todos los rincones del mundo. Ni aun los períodos más aciagos de la historia han podido silenciarla. Ella sigue irradiando, creando redes sensibles que articulan sus mensajes y subrepticiamente los difunden por encima de las diferencias accidentales. Con las líneas anteriores Hugo Gola abre la presentación de “El poeta y su trabajo”, revista que inicia en el año 2000 y que da continuación a sus anteriores proyectos de edición. Lo que nos muestran sus palabras, y

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más allá de ellas su acción, es el interés por preservar, transmitir, ampliar esas redes sensibles que crea la poesía, el poema. Gola construyó una especie de jardín maravilloso para los lectores, propicio no solamente para la contemplación y la lectura, sino también para la continuación del trabajo en este jardín. Proyectos de esta naturaleza son una alegría, la solidez con la que Gola trabajó durante toda su vida sin dejar de lado su propia escritura, sus poemas, nos habla de un trabajo integral, de un rigor frente a la forma, de un rigor frente a la vida. ¿Cómo es el trabajo del poeta, con qué materiales se hace poesía, cómo surge el poema, cuál es el impacto de éste en la vida diaria? Estas reflexiones y planteamientos fueron el eje que publicación tras publicación, traducción tras traducción acompañaron los textos que Hugo Gola y el grupo de personas que colaboraron con él seleccionaron con amabilidad. Estas preguntas también las vemos desarrollarse al interior de los poemas de Gola, son cuestiones que aparecen y son desarrolladas una y otra vez en su escritura. Escribe Gola y reitera: si el poema no viene es inútil buscarlo*

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Las líneas anteriores recuerdan que justamente en Gola no había un forcejeo con la escritura, él esperaba atentamente, pacientemente, mientras el poema llegaba, su espera era una espera activa, un trabajo constante, él era lector mientras tanto, traductor, la traducción era una forma de acercarse a la escritura, de prepararse para que ésta sucediera, Gola creaba las condiciones propicias para que se gestara el poema. Y más adelante Gola señala:

* Gola Hugo, Filtraciones, Poemas reunidos, México: FCE, 2004. pp. 316-317. En adelante indicaré sólo el número de página de los poemas citados.


lo que nunca se pierde es la palabra inicial la lluvia primera que cae todavía (319)

En Gola hay una certeza frente a la palabra, en su generosidad para aparecer, al referirse a ella como lluvia primera que cae todavía hace pensar en una continuidad, en una continuación, como si la palabra obedeciera a un orden que rige la naturaleza y fuera su eterna compañera del hombre a través del tiempo, cayendo, cayendo, la palabra inicial. HASTA AHORA no te fue posible pero antes que caiga la clausura un día cualquiera debes hacerlo el poema lo puede si no el poema ¿quién? (275)

Gola confiaba absolutamente en el poema, la apuesta por la escritura era siempre su apuesta y así como él lo plantea, si no es el poema ¿quién?, ¿quién qué? Es una pregunta que encierra toda una mística del poema, enunciada desde un principio por la imposibilidad, pero que poco a poco, como lo muestra en las líneas siguientes, se va aclarando mientras se intenta el habla, para encontrar un punto máximo que es dado por la experiencia, hasta llegar poco a poco a lo palpable, a lo dicho:

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incierto ciertamente intentas hablar entonces de aquello que sube y florece y por un momento y para siempre palpas el poema lo dice (257)

También la problematización del poema, aparece con el lenguaje, ¿qué dice la palabra? Sin más preámbulo, con pocas palabras y una disposición particular de ellas, Gola anuncia esta preocupación: LA PALABRA no dice lo que dice qué dice entonces? (349)

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Tomando la cita de Hilde Domin quien a su vez cita a Confucio, me parece que es posible vislumbrar la preocupación que despierta la palabra en Gola, y que debería despertar en todos, el trato particular que Gola tiene al emplearlas prepara el camino para llevarlas a su punto máximo, esto es, decir lo que se quiere decir para poder realizar la obra: Cuando el lenguaje no concuerda, entonces lo que se dice no es lo que se quiere decir; si lo que se dice no es lo que se quiere decir entonces no se realizan las obras; si no se realizan las obras, entonces no florecen la moral


y el arte; si no florecen la moral y el arte, entonces no hay justicia; si no hay justicia, no sabe el pueblo donde poner el pie y la mano. Por consiguiente no hay que tolerar ninguna arbitrariedad con las palabras. Eso es todo lo que importa”.** Leyendo atentamente el siguiente poema, sin duda puede encontrarse una poética en él, Gola indaga sobre su mecanismo, dice que el poema que viene sin buscarlo de forma instantánea va muy lejos, persiste si hay un rostro, y después de un largo camino llega a la raíz oculta para construir de forma permanente su morada: 2 EL POEMA que viene sin buscarlo va tan lejos como puede el poema que salta de la ranura instantánea a la palabra sólo persiste si hay un rostro si una luz semejante cobija la voz no importa dónde Entonces cruza el frío la noche cruza el desierto avanza ** Domin Hilde, ¿Para qué la lírica hoy? Poesía y Poética 1, Primavera 1990. p.19. Cabe señalar la importancia y la actualidad que tenía este ensayo para Hugo Gola pues tanto en Poesía y Poética 1 como en El poeta y su trabajo 14 puede encontrarse publicado este texto.

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besa silente la raíz oculta y allí construye para siempre su morada (254)

En la presentación de la revista Poesía y Poética, escrita diez años antes de las palabras que abren este trabajo, Hugo Gola da una detallada definición de poema: Los poemas, esos objetos verbales cargados de emoción, encierran en sus formas precarias respuestas personales y únicas que actúan sobre nosotros, muchas veces, por medio de una enceguecedora belleza. Pero además ofrecen otro servicio frecuentemente ignorado: resguardan, preservan y renuevan el lenguaje de todos. Sin esta cuidadosa vigilancia pronto las lenguas se precipitarían en una inevitable decadencia. El poema hace florecer el lenguaje y le procura nuevos nacimientos.

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En ambas presentaciones existe la misma profundidad y el sumo cuidado para compartir el valor de la poesía y el poema, en ambas se puede apreciar que el punto central es siempre la experiencia humana, la felicidad otorgada por la poesía, nos habla de un amor infinito de los hombres que la procuran, que vigilan con paciencia su movimiento. Hugo Gola y su trabajo nos dieron una posibilidad, la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos y en ese camino, de paso, encontrarnos con los otros que desde tiempos muy antiguos alientan la vida del hombre. UNO DEBERÍA poder tocar la luz servirse de ella usarla (279)


Apuntes de entrevista José Molina

Para Hugo Habrá algo algo así como un poema el día nos induce desde la ventana al cauce automovilístico que se buscaba abajo y hoy se mira de frente mi padre hablaba de caballos hasta que un día le pregunté por la poesía ahí terminó algo una aseveración en balbuceos ¿qué quiere decir? ¿cómo se dice? remó los mares no por vocación sino por el exilio volver se hizo el tema de los mejores novelistas de su generación ¿quién sabe? ocasionalmente el mate traería recuerdos pero el whiskey es mejor compañero

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iría al cine se enamoraría hasta el cansancio de una artista conceptual o de una lingüista el tema era y siempre ha sido el mismo un balbuceo infinito solar un no sé qué una mueca, un gesto y sin embargo zafándose de una masa literaria que no admite de repente a un tipo libre ¿qué es eso? ¿dónde están sus premios sus preseas? no se permite a nadie hablar de la función hasta haber visitado al maestro y en esos conjuros nunca te caíste de lado ni a negociar la función poética de algún verbo alquimista 72

hubo algo ahí gotas de poesía


UNA TARDE EN LAS TORRES DE MIXCOAC Ricardo Cázares

Fotografía de Ricardo Cázares.

tardes vacías para subir al cielo solitario 73

Conocí a Hugo Gola en 1998, en la Universidad Iberoamericana. Absalom García, un compañero de la carrera de Comunicación con quien a menudo discutía sobre algunas de las lecturas que por aquel entonces me entusiasmaban, se acercó una mañana y me dijo: “si de veras te interesa tanto la onda esa de Huidobro y Vallejo y Pound busca al viejo argentino


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que da una clase de poesía increíble”. No olvido su efusividad cuando me dijo: “Es el que dirige Poesía y poética. Y no sabes cómo lee”. Poco antes de la decisiva recomendación de Absalom, me había topado con la estupenda antología de Henri Michaux editada por Poesía y Poética, por lo que el elogio me condujo a buscar la revista. Y al viejo. Indagué el número del salón donde impartía su materia y una mañana lo abordé. Era un hombre de unos setenta años, bajo de estatura, de cabello y barba blanca. Expliqué que me habían hablado de su clase y pregunté si podía entrar como oyente. Gola sonrió, desconfiado, y preguntó: “¿No estudiás letras?” “No”, le dije. “Ah, qué bien. ¿Y te interesa la poesía?” Le contesté con un entusiasmo cargado de arrogancia juvenil que leía a los poetas de vanguardia y escribía. “¿Poesía?”, preguntó. “Sí, claro”, le dije. Fue la primera vez que habría de encontrarme con esa mirada astuta que con frecuencia se acompañaba de una media sonrisa, entre compasiva y desconfiada. “Bueno”, me dijo, “pasa”. Ya que el semestre estaba por terminar no entré más que a un par de clases, pero recuerdo bien algunos detalles. En una de las sesiones hizo una potente lectura de Altazor, la cual me cargó de tal energía que recuerdo haber pasado toda la siguiente tarde y noche leyendo El ABC de la lectura de Pound, que Gola me había recomendado, en lugar de preparar mi ensayo final para la materia de Comunicación interpersonal. En la otra, salimos a caminar por los jardines de la Ibero y Hugo preguntó: “¿Alguien sabe cómo se llaman esos árboles de allá?” Como nadie se animó a hablar, yo dije que uno era un álamo y el otro un abeto. Hugo se volvió y me dijo: No, no es un álamo, es un fresno. El otro es un pino. No estoy seguro de que existan los abetos. ¿Tú alguna vez has visto uno?” Me quedé callado y Gola continuó aleccionando: “No se pueden hacer poemas si no sabemos el nombre de las cosas. Al menos, poemas que valgan la pena.” Quienes realmente fueron sus alumnos en la universidad podrán relatar con mayor fidelidad que yo cómo eran sus clases. Sin embargo,


estoy seguro de que varios repetirán intercambios casi idénticos. Seguramente las inquietudes cardinales de Hugo habían cambiado poco desde que descubrió su amor por la poesía. Lo cierto es que la imagen que conservo de esos primeros encuentros es la de un poeta, no la de un académico. El tipo parecía estarse jugando algo. Estaba involucrado. Al finalizar el semestre le entregué una carpeta con unos poemas y le pedí su opinión. Días después lo fui a ver al Departamento de Letras de la Universidad. Iba de salida y lo acompañé en camino al estacionamiento. Al llegar a su auto se detuvo y me dijo: “Y... mira, no son poemas. Qué te puedo decir yo. No me interesan. Uno puede estar equivocado, por qué no le preguntas a alguien más”. “No”, contesté, “me interesa saber su opinión”. “Bueno, me dijo. No hay un tono, es un lenguaje, qué sé yo, muy literario... Si no te molesta, te digo”. “No”, dígame. Me vio y dijo: “Tíralos. No sirven. Vuelve a intentar cuando lo sientas necesario. No trates de hacer literatura. ¿Vos ya leíste el librito de Creeley que editamos?” No lo vi de nuevo hasta dos años más tarde. En el intervalo, la H. Universidad Iberoamericana se había encargado de echarlo a la calle de un modo arbitrario. Todo parece haberse derivado de envidias y resentimientos de algunos académicos mezquinos quienes, basándose en las tenebrosas políticas internas del Departamento de Letras, y respaldados por la rectoría de la UIA, habían maniobrado para tomar el control de Poesía y poética, publicación que el mismo Hugo había fundado, dirigido y fomentado durante años, con apoyo económico de la universidad, pero sin intervención alguna de las autoridades. En retrospectiva, nadie debió sorprenderse. La academia mantiene una guerra permanente con la poesía e implementa un sistema de formación que inhibe la iniciativa y la creatividad, y promueve el servilismo y la ortodoxia. En esos días tomaba una clase con el poeta Juan Alcántara, quien además de ser profesor en la Ibero, había sido alumno de Gola y ahora colaboraba con él en el consejo editorial de El poeta y su trabajo, la revista

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que Hugo recién había comenzado a editar de manera independiente, mientras la universidad se esforzaba por mantener a flote la nueva Poesía y poética, una pobre falsificación que a la postre, luego de tres o cuatro números, desaparecería. Juan y yo congeniamos y al poco tiempo me invitó al taller en donde el equipo de la revista se reunía los viernes por la tarde. La cita era en el apartamento de Hugo, en las Torres de Mixcoac. La idea, me explicó Juan, era que llevara algunos poemas para ser leídos y discutidos por los presentes. Me ayudaría oír lo que tenían que decir y además podría entablar relación con Hugo y los otros miembros del taller, quienes compartían una afinidad por lo que llamábamos “una poesía de renovación formal”. Me alegraba poder encontrarme con Gola, pero estaba nervioso. En ese lapso había leído su libro Filtraciones y había podido comprobar que el viejo aquél no sólo estaba conectado de forma profunda con la poesía a través de los libros y revistas que editaba, sino que además era un magnífico poeta. Un viernes toqué a la puerta. Hugo me hizo pasar a una austera sala de paredes blancas y me pidió que me sentara. Luego de un silencio incómodo, intenté hablarle con inseguridad de mi admiración por sus poemas, especialmente el primero de Filtraciones, que comienza con las líneas: “Empieza/ es un comienzo”, y pedirle que firmara mi ejemplar. Nunca lo hizo. Al minuto, el viejo desbarató mi embrollada disquisición con un “¿tomarías un té?”. Pronto entendería que Hugo no era uno de esos poetas que se insuflan con los elogios de admiradores y diletantes. Como más tarde podría comprobar, Gola era un hombre de hábitos marcados. En las reuniones de los viernes a menudo sucedía lo mismo, en el mismo orden, como si hubiera existido un programa tácito. Por lo general, yo era el primero en llegar. Hugo me abría la puerta, me preguntaba cómo iba la cosa y comenzaba a hablar con entusiasmo de sus últimas lecturas o de algún texto que alguien le habían hecho


llegar por el correo. Cuando arribaban los demás, íbamos a su pequeña habitación y sacábamos una larga mesa ratona, de madera manchada y sin barnizar, la cual disponíamos en medio de la sala para ahí poder colocar los vasos, las botellas de vino tinto que alguien ya descorchaba y ponía a respirar, y los platitos con queso y galletas, aceitunas o salami que llegaban junto con el resto de los participantes. Recuerdo que en aquella primera visita ya estaban todos los asiduos asistentes al taller: Juan Alcántara, José Luis Bobadilla, Lupita Alemán, Tania Favela y yo. Hugo ocupaba el lugar central, sentado en la misma silla de madera, revestida con una tela blanca y progresivamente amarillenta, en la que pasaría buena parte de sus últimos años en México, sentado a un par de metros de la ventana, leyendo, escribiendo o escuchando la radio. Los demás nos sentábamos en semicírculo frente a él, ya fuera en las viejas sillas de madera mordisqueadas por Thor, el perro de la pintora Martha Block, su compañera de muchos años, o en el piso, en donde había dispuesto un tapete blanco de lana y unos cojines pelusientos. Como ya dije antes, Hugo era un hombre de rutinas. Las reuniones solían seguir un orden bastante riguroso. Primero, se anotaban las nuevas suscripciones a la revista que cada uno de nosotros había conseguido esa semana. (Durante ese primer año, todos debimos haber agotado la generosidad de cuanto amigo y pariente conocíamos.) Luego, si alguien traía un texto que deseaba compartir y discutir con los demás, ya fuera propio o tomado de alguna lectura reciente que hubiera llamado su atención, lo leía en voz alta. Después, los textos eran leídos por un par de personas más. Aún puedo revivir el silencio concentrado que cada viernes, durante cerca de diez años, se producía en esa sala al concluir la lectura de un poema nuevo. Me parecía una masa densa y dilatada que empezaba a deshacerse muy lentamente, cuando alguien se animaba a comentar sobre algún rasgo en los poemas que había llamado su atención. A veces pienso que alguno de los esporádicos visitantes primerizos que, por una u

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otra circunstancia, llegaban tarde a una reunión y no escuchaban la charla ligera e ingeniosa que antecedía a la lectura de poemas, debieron creer que aquello era una especie de secta. Esa primera tarde, al terminar una vacilante lectura de los poemas que había llevado al taller, y luego de mi primer roce con ese silencio, Hugo dio un trago a su vaso de tinto y comenzó a explicar la razón por la que los poemas “no andaban”. Los demás se fueron sumando a la discusión y Hugo matizó las palabras que se habían pronunciado. Tendría tiempo para entender que en ocasiones sus juicios podían ser duros, pero siempre rigurosos, mesurados y exentos de crueldad. Además, pronto descubrí que el lenguaje que utilizaba para hablar de poesía no se apoyaba en las teorías lingüísticas ni los enredos filosóficos que suelen imperar en las universidades. Todo se sustentaba en la fuerza y la temperatura del lenguaje y en la intimidad de la relación que cada uno establecía con la lengua que empleaba. Lejos de desalentarme, entendí que aquello era útil y profundamente estimulante. Mis visitas se hicieron cada vez más frecuentes. Empecé a aparecerme esporádicamente en aquel apartamento para cargar la batería e indagar qué había que leer. Me parecía que el viejo, cuando estaba animado, tenía una especie de radar capaz de detectar depósitos de poesía ocultos, como quien da con un arroyo en el desierto, y que podía, también, encontrar y describir, con absoluta precisión, los diques que entorpecían el flujo del caudal o las fisuras por donde se fugaba. Puede ser que más de uno haya salido de las reuniones de los viernes sintiendo que lo habían desnudado. No es cosa fácil confiarle a alguien más lo que uno ha descargado en un apuro. Sin embargo, sé que los amigos y discípulos que en esos años frecuentaban su casa entresemana para hablar no sólo de poesía, sino del clima o las noticias, poner un disco de Scelsi o Tom Waits, compartir alguna dificultad o alegría, o admirar las jacarandas que en primavera florean en las Torres de Mixcoac, recordarán


al viejo con gratitud, no sólo por las lecturas reveladas, sino por transmitir una avidez y un placer por la vida infrecuentes en un hombre de su edad. Conforme pasan los años, he podido darme cuenta de que encontrar un interlocutor dispuesto a dialogar seriamente de poesía (o cualquiera que sea el nombre que uno ponga a su querencia), sin frivolidad ni gravedad, es algo excepcional. No cualquiera se pone a rumiar una misma parcela de hierba en busca de un sustento que quizá sea incapaz de encontrar. Para ello se requiere de una gran generosidad y una curiosidad permanente. Entre amigos es posible prorratear afectos y afinidades, pero es infrecuente compartir una devoción. Las discusiones literarias solían girar en torno a los temas que más nos preocupaban. Cabe añadir que, en la mayoría de los casos, el mismo Hugo se había encargado de inocular a los más jóvenes de nosotros con muchas de estas inquietudes. Al menos, con las que siempre fueron las bases de su poética y su grito de batalla: la necesidad, al escribir, de rehuir una retórica castiza y desgastada y de emplear el habla coloquial; la reflexión permanente en torno al desarrollo de lo que William Carlos Williams llamaba el idioma americano y la libertad de las lenguas de América frente a las europeas, contraponiendo el español “mexicano”, “peruano” o “argentino” frente al conservadurismo del castellano más rancio o a la idea paciana del idioma español como una lengua universal; la trascendencia de los hallazgos de la poesía norteamericana y brasileña de vanguardia; la preocupación por las formas y la exigencia de cada poeta por escribir como un hombre de su tiempo; el escarnio de los imitadores de modelos tradicionales como el soneto (solía citar la sentencia de Robert Creeley: “Hoy en día hacer un soneto es como bailar gavota”); la importancia de realizar buenas traducciones y estudiar los grandes modelos de traducción del siglo XX, como Pound y los poetas concretos brasileños); la mediocridad y el servilismo que dominaban el panorama de la literatura en México, etc.

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Hugo llevaba años dándole vuelta a estas cuestiones y sin embargo, aún desconfiaba de las certezas fáciles y las afirmaciones rotundas que pudieran emitirse al respecto. En él, la reflexión sobre el trabajo del poeta era una exigencia permanente. Había que estar atento a lo que pasaba en todo el mundo. “El poeta debe ser un hombre de su tiempo”, reiteraba. Y sin embargo, no dejaba de abrevar de las fuentes amadas de su juventud. Con frecuencia citaba sus fragmentos predilectos de Pavese, Rilke y Ritsos; el brevísimo y potente “M’illumino/ d’immenso” de Ungaretti; recordaba a los antiguos poetas japoneses, y entre ellos, a menudo el bello haikú de Issa: “Una gota de rocío/ es una gota de rocío/ y sin embargo/ y sin embargo”; hablaba del Cantar de los cantares, de Mandelstam, Williams, Juan L. Ortiz, Valéry, Edgar Bayley. Ahora bien, aunque Gola promulgaba la obligación de mantener un espíritu de apertura y curiosidad, no estaba exento de prejuicios. Siempre me causó gracia el contraste en su actitud cuando estaba ante un poema que cumplía con los requerimientos del tono goliano o ante alguno que por razones de “lenguaje”, “sentimentalismo”, etc., le desagradaba. Si el poema le emocionaba, el viejo lo leía y releía en voz alta con una pasión, una delicadeza y un convencimiento que atrapaba de inmediato a todos los escuchas. Sin embargo, si el poema le disgustaba, solía hacer evidente su desagrado, leyendo con desgano y descuido, interrumpiendo la lectura para hacer observaciones de lo que en él encontraba torpe, falso o francamente detestable. 80

En sus últimos años en México, Hugo salía poco de casa. Por las mañanas, si el tiempo era bueno, daba un paseo hasta un café cercano donde leía el diario o se encontraba con algún amigo. Visitaba las librerías en Miguel Ángel de Quevedo para ver qué se encontraba. Ocasionalmente asistía a la inauguración de alguna exposición de artistas amigos. Pero su


mundo estaba más o menos acotado por la barda que rodea las Torres de Mixcoac. La excepción a la regla eran las visitas de fin de semana a la pequeña casita que Martha y él habían hecho construir cerca del pueblo de Huitzilac, en el estado de Morelos. Nuestro amigo, el poeta y arquitecto Juan Carlos Cano diseñó el proyecto, intentando reproducir la casa de campo en la que el viejo pasó sus primeros años en Santa Fé. Con alguna frecuencia, nos reuníamos con Hugo en esa casa para hacer un asado. Para él, —aunque no lo dijera con esas palabras— la tarea de encender el fuego y dejar las brasas a punto para asar la carne era una especie de ritual. Y como tal, nunca faltaban una serie de elementos preceptivos: descorchar las botellas de tinto mientras se leían las páginas finales de El río sin orillas, en las que “Juani” (su entrañable Juan José Saer) relató la importancia del asado en la cultura argentina, leer algún fragmento de El Gualeguay de Juan L. Ortiz, y pedir a los convidados que siempre hubiera leña a la mano. Hugo se sabía el maestro de ceremonias y disfrutaba su papel. Comenzaba a preparar el fuego desde temprano, entre las nueve y las diez de la mañana. Era absolutamente escrupuloso respecto al tipo de madera que debía usarse (encino o, en su defecto, capulín, quizá leña de árboles frutales) y al cuidado y acomodo de las brasas. Años atrás había instruido al carnicero de un supermercado para que cortara la carne de forma adecuada. “Acá, decía, siempre me ofrecen ‘puro filete, señor, limpiecito, sin nada de hueso ni grasa.’ ¡Pero si justamente lo que quiero es hueso y grasa!”. Una vez que se había asegurado de que el fuego “anduviera” y los leños comenzaran a crispar, servíamos el vino. Entonces se sentaba y comenzaba a charlar. A menudo, su mente volvía a Santa Fé, a los asados de juventud en compañía de los amigos de esa época lejana, como Marilyn Contardi, Raúl Beceyro, Oscar del Barco y varios más. Siempre recordaba a Juanele. Sospecho que esas remembranzas, y la insistencia de quienes

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lo acompañábamos por oír detalles acerca de sus antiguos camaradas, a quienes también admirábamos, terminó por convencerlo de apurar Las vueltas del río, su hermoso libro en torno a la amistad que lo unió a Ortiz y a Saer. A cada rato, Hugo se acercaba a José Luis Bobadilla, en quien más confiaba en cuestiones de asados, para pedirle que pusiera o quitara brasa de la parrilla o volteara de tal o cual manera un trozo de carne. La conversación fluía sin rumbo fijo. Podía errar hacia el campo de la infancia, el cuidado del ganado y los viajes con su padre a caballo, discutir la relación entre la uniformidad de la pampa y la suavidad y el sabor de la carne (“Acá las vacas se esfuerzan demasiado. Deben subir y bajar los cerros y el músculo se endurece. En la pampa todo es plano y el animal distribuye mejor la grasa.”) o virar súbitamente hacia una cita favorita de Michaux: “Aire del fuego, no supiste jugar”, rematada con una sonrisa de satisfacción mientras se lamía los labios saboreando el vino espeso. Conforme algunos pedazos de carne iban quedando listos, Hugo probaba y convidaba, recordando que a menudo el asador reservaba los mejores trozos para sí mismo. “La gente no entiende”, decía refiriéndose a la charla preliminar, “con perdón de la vaca, que ésta es la mejor parte del asado.” A eso de las dos la carne estaba lista. Se convocaba a algunas de las chicas que poco antes habían sido relegadas a la preparación de la ensalada, y nos sentábamos a la mesa. Devorábamos varios kilos de carne acompañados de cantidades copiosas de vino. Hugo servía y volvía a cortar, sin sentarse hasta que todos estuvieran satisfechos. Le gustaba mantener el control de los acontecimientos, escuchar el ruido de los platos y las copas vaciándose, ver las muecas de satisfacción de los comensales. Ante el cumplido por una comida deliciosa, la respuesta era invariable “Bueno, bueno, las gracias hay que darlas a la vaca.”


Ahora que me siento a escribir estas líneas, pienso que el mejor y más simple acto de amistad es saber dar las gracias. Una tarde de abril en 2008, Hugo me llamó para que fuera a conversar a su apartamento en Mixcoac. Desde hacía tiempo su salud venía menguando. Aunque seguía leyendo y hablando de sus últimas lecturas, su energía no era la misma. Se le sentía taciturno. Sin embargo, esa tarde lo encontré entusiasmado. A pesar de la acentuada mesura en su temperamento de los últimos años, pude percibir la exaltación que uno reconoce en un poeta cuando acaba de escribir un poema que le complace. Me leyó varios poemas de su libro Retomas, que recién había ordenado y enviado a Argentina para su publicación. Después de un rato me levanté y abrí la ventana de la sala para encender un cigarrillo. Mientras fumaba y veía las jacarandas que floreaban en los patios del conjunto, Hugo leyó las líneas finales de un poema:

aquí en esta fruta el paraíso en este cielo alto y vacío en esta tarde de pasos inciertos de fresnos y olmos despojados

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aquí aquí “dejemos hablar al viento” lo dijo Pound “ese es el paraíso”.

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ese viento que pasa a tu costado ese pájaro que vuela allá arriba esa hoja que gira y cae sobre la tierra lisa ese vino fragante ofrecido ahora este tiempo fugaz que se deshace paraíso paraíso paraíso


Luego, caminó a la ventana y me dijo: “Gracias. Uno nunca sabe si va a poder volver a escribir”. Quise decirle cuánto me habían impresionado los poemas, que me parecían muy hermosos, qué sé yo. “No”, me dijo, “lindo aquel jacarandá. Gracias por escuchar.” Entendí que la descarga lo había fatigado. No me demoré. Sabía que el viejo despertaba de madrugada, casi siempre a las cuatro de la mañana. Era esa la hora que encontraba más propicia para leer con atención y escribir, si la ocasión se presentaba. Venía del campo, decía. Siempre se había levantado temprano. No creo haberle agradecido lo suficiente esas tardes en Mixcoac. Si no lo hice entonces, lo hago ahora. 6 de julio de 2015

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Fotografía de Martha Block.


VIENTO BLANCO Daniela Tarazona

A la manera del romano de una ilustración comías uvas sobre el escritorio sostenías los secretos de la poesía el salón era un teatro de obras experimentales Mis compañeros y yo somos gente vieja a la que se nos mueren los maestros escribimos aquí yo y el tiempo Oda marítima cansancio de ser mujer cansancio de ser hombre se nos escapa la furia y nos lastima el viento Ojos envueltos en la lengua húmeda picabas con tu palabra los muros y llevabas las manos hacia el cielo no era un sueño pájaro de alas blancas

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LECCIONES DE BUCEO Juan Carlos Cano

Fotografía de Tania Favela Bustillo y Luis Verdejo.

Nunca he sabido cómo tratar a mis maestros. Nunca sabré cómo recordarlos. Es más, a pesar de reconocer que han sido mis maestros, jamás tendré la certeza de saber si alguna vez fui considerado alumno suyo. Es cómico recordar la manera en que nos acercamos por primera vez a las personas que admiramos, esa mezcla de torpeza y pudor, esa soberbia involuntaria con la que intentamos mostrarnos sofisticados cuando lo único que provocamos es un poco de ternura. Más complejo es hacer un recuento de cómo, en ocasiones, aquel acercamiento inicial se convierte en una amistad, en una relación entre cómplices asimétricos (los rangos existen, como lo saben muy bien los japoneses), donde se mezcla el goce

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del más viejo por sentirse escuchado con la impaciencia del alumno por reconocerse en el maestro y su posterior ansiedad por diferenciarse de él. Pero quizá lo más difícil de todo es entender qué es lo que queda de ese vínculo cuando un maestro muere. Hay cierta nostalgia por pensar que la conversación continúa en una especie de legado transmitido en vida y que ahora tiene la posibilidad de ser reinterpretado, pero lo único cierto es que el diálogo queda interrumpido y sólo queda la ausencia que hace evidente lo que en ocasiones ya se sabía, que ese diálogo había dejado de existir tiempo atrás. Hugo Gola era ese viejecillo de barba canosa que siempre estaba echado en el pasto de la Universidad Iberoamericana rodeado de jóvenes. Esa, al menos, es la primera imagen que me viene a la mente, la misma que me llevó un día a esperarlo en la puerta para entrar a su clase con el afán de saber qué era aquello que fascinaba a sus acólitos. Cosas que hacen los jóvenes. Supongo que le causó curiosidad que un estudiante de arquitectura quisiera entrar a su clase de Poesía Latinoamericana. Supongo que ésa fue la primera lección, demostrar que nos movemos por medio de la curiosidad, que si estamos atentos a lo que sucede a nuestro alrededor con los sentidos avispados ya tenemos más de la mitad del camino recorrido. No importa que nos interese la poesía, las cualidades físicas de la madera o la vida de las vacas, lo fundamental es mantenerse en un estado de indagación permanente. Esto, y conservar la capacidad de asombro. De eso trataban sus clases. Hugo Gola evitaba cualquier formalismo académico, era sorprendente cómo se las arreglaba para que todo fluyera sin la existencia de un guión establecido, se intuía la dirección pero se desconocía el rumbo; sólo aparecían latigazos de lucidez guiados por la intuición de alguien que sabe que tiene el carisma suficiente para controlar a su público y la cadencia precisa para entender el ritmo de los sucesos. Nunca fue cuestión de método, sólo fue el arte de la fascinación. Tal vez así es como se inician las sectas.


El viejecillo canoso no paraba de mover las manos y no vacilaba en ponerse gutural, mi lu mi lubidulia, mi lu tan luz tan tu, pretendiendo convencernos de que esos sonidos eran importantes. Y así, poco a poco, emergía su canon, Girondo, Vallejo, Mandelstam, Pavese, Michaux, Edgar Bayley, Juan L. Ortiz, Saer. Y la vanguardia, la maldita vanguardia. Personajes que a lo largo del tiempo volverían a aparecer, ya con más confianza, en asados interminables, donde esa gula de abarcarlo todo, a la manera de Charles Olson, de agotarlo, saturarlo, vencerlo todo, se confundía con la gula a secas. Y sí, en algún momento nos dimos cuenta de que aquellos sonidos eran importantes. Era la misma importancia de estar consciente de que si uno prestaba la atención suficiente podía encontrar cierta claridad en medio de toda esa bruma. Hugo lo sabía, y se divertía con ello, como el día que mostró una sonrisa afilada al final de una clase cuando una alumna le preguntó con toda ingenuidad y modestia qué lectura le podía recomendar para las vacaciones de verano. Él levantó entonces las manos como rezando un padrenuestro sin tener la mínima intención de hacerlo mientras decía “y bueno... hay tanto por leer”, para inmediatamente después, con la misma mueca irónica, apuntar en el pizarrón: “Stendhal”, y voltear la mirada sin poder ocultar su malicia al ver nuestros rostros pasmados que dudaban en pronunciar esa palabra desconocida en voz alta. “¿Estendjal?, ¿Shtendjel?”. Luego se acarició la barba canosa y sin aclarar nada dijo “pero bueno... hay tanto...”, para luego dejar el gis, tomar los libros que llevaba y enfilarse a la salida. En este sentido, Hugo Gola no hacía más que afirmar la noción primitiva de que la esencia de la transmisión del conocimiento es la oralidad. Por más que la civilización nos alcance, lo primordial es la palabra. Y no sólo eso, la pauta la dicta el habla y el cuerpo que la acompaña, la cesura, el tono, el énfasis, los movimientos, el pasmo y las pausas. Había algo de performático en aquellas lecciones, algo que se acercaba a la representación de un rito milenario que no negaba la existencia de un énfasis intencional

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en cierto engolamiento que Hugo parecía disfrutar. Lo mismo sucedía en los talleres que posteriormente se organizaron en su departamento de las Torres de Mixcoac. La conversación giraba alrededor de las mismas obsesiones, la profundización del canon, la búsqueda interminable por encontrar la palabra en el poema, “palabra condensada, comprimida, pero abierta al rumor de lo real”. Hugo era enfático en sus argumentos y los defendía con vehemencia cuando alguien se oponía a ellos. Tenía una noción clara del momento histórico que le había tocado representar, de ahí la insistencia en defender a la vanguardia y la ruptura con los lenguajes tradicionales, su completa aversión al conservadurismo y tedio de la poesía mexicana, su enojo ante el eterno ninguneo nacional y su admiración hacia los poetas norteamericanos y a Juan Rulfo. También comprendía el papel que le tocaba jugar en su condición de exiliado argentino en México, el ser poseedor de una mirada distinta y distante, responsable de presionar los botones necesarios para romper los dogmas acostumbrados. No por nada hay dos figuras claves para entender el desarrollo de la poesía en México a finales del siglo XX y principios del XXI, Hugo Gola y Eduardo Milán, personajes que coincidieron al mismo tiempo en el páramo conservador de la pax paciana con ganas de quemar la pradera. A los que hemos tenido la fortuna de haber estado cerca sólo nos queda estar agradecidos por habernos obligado a correr con los pies incendiados. Sin embargo, lo más significativo de Hugo Gola quizá no se encontraba en su elocuencia sino en sus silencios. Había algo de paradójico en el hecho de que sus momentos de duda, no sus argumentos tajantes, eran los que mostraban su lado más contundente; como si el mismo acto de dudar reafirmara sus convicciones. Aquellas frases que se quedaban en un “qué se yo...” seguidas de una mirada ausente eran las que lo mantenían lúcido, las que le devolvían la inseguridad necesaria para comprender la pequeñez del hombre: “Que el intento por descubrir un sentido a la existencia humana tiene al fin una respuesta desoladora: la vida humana carece de sentido, o


lo que es lo mismo, tiene solamente el sentido que nosotros le asignemos, aunque cada uno sepa que el sentido es tan precario como lo son nuestros pensamientos, nuestras fantasías y nuestras ilusiones.” Estos silencios ocurrían a menudo cuando se alejaba del canon literario y se adentraba en su canon vital: la muerte, la amistad, la familia y sus heterodoxias, la culpa, la soledad. Esas dudas eran las que alimentaban su poesía, y no me refiero propiamente a los temas sino a las palabras, a sus ritmos, a sus consonancias. A Gola cada vez le interesaba más aquel no decir cercano a los místicos o al pensamiento oriental. Su poesía es una serie de pausas dubitativas, donde una cadencia particular hace que los silencios sean más ruidosos que las palabras que los interrumpen. Las palabras que funcionan como ausencias que enfatizan el vacío sustantivo. no es “la hoja muerta la que causa un estruendo” simplemente la caída de cualquier hoja no se soporta No volví a ver a Hugo Gola desde el día en que abandonó México y regresó a Argentina en circunstancias bastante complejas. Nos despedimos en el último departamento que ocupó en el DF, allá por Copilco, con la certeza, al menos yo, de que no nos volveríamos a ver. Las condiciones caóticas de ese final de partida sólo confirmaban que ésa era la última lección, una lección involuntaria, ajena a la tenacidad humana. Hugo, consciente del fracaso permanente del ser humano, se retiraba al terruño originario como los elefantes que agonizan. Ya no pretendía comportarse con lucidez, sino dejarse llevar por la confusión de los acontecimientos. Soltar amarras. Aprehender de una vez por todas el vacío, el no decir. “El hombre que muere pierde toda la experiencia acumulada, los vínculos que

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creó con los seres y las cosas, y pasa de esa rica existencia variada a ser una materia ciega, que se integra al cosmos, pero sin llevar siquiera a ese espacio abierto ninguno de los instantes luminosos de su existencia terrena. Nada puede consolarnos de esa pérdida. Todos los esfuerzos de perfección realizados durante la vida se disuelven o dispersan. Todas las conquistas de la pasión y del conocimiento caen a un pozo ciego y se pierden para siempre. Vivir en la memoria de los otros tampoco puede ser ningún consuelo.” A pesar de todo, esa tarde, en el departamento, se respiraba serenidad. Desapego. Al día siguiente había un asado de despedida con todos los amigos cercanos al cual yo no podría asistir; estaba por cumplir 40 años y salía de viaje, decidido a entrar de lleno en la mediana edad visitando sequoias gigantes en California. Me perdería la conversación y la carne pero, le contaba a Hugo, había momentos que no se podían evitar, momentos en los que uno empieza a percibir los rigores del tiempo y en los que la opción más sensata era consolarse contemplando árboles milenarios y sentirse pequeñito e insignificante. Hugo sonrió con la misma ironía de las primeras lecciones. Tenía sus debilidades, cualquier mención de árboles o pajaritos lo ponía de buen humor. Después de la sonrisa se puso serio y dijo: “Ah, los cuarenta, una etapa muy complicada, la más complicada... pero después todo es mucho más fácil, ya lo verás, quedarán más grietas en las cuales sumergirse”. Y volvió a reír. Luego, como despertando de un letargo se puso a mostrarme sus papeles y sus cartas, montones de ellas, como un niño descubriendo un tesoro. Cartas de Saer, de Bayley, de Juanele. Las leía y releía, fascinado. Recitaba su canon, el mismo que nunca había dejado de pontificar. La vanguardia, la maldita vanguardia. Los papeles que atestiguaban la existencia de un diálogo permanente con los ideales de un tiempo, un mundo ahora abandonado entre el ruido contemporáneo. En el fondo, Hugo Gola poseía una coherencia a toda prueba, la del argentino de provincia que, a pesar de vivir tanto tiempo en un país ajeno y de tener


un espíritu cosmopolita, nunca dejó de ser el campesino que necesitaba de los paseos en el campo, de las madrugadas y el mate, de los rituales de la amistad y el sacrificio de las vacas. Y así, leía en voz alta y sonreía sin dejar de mover las manos, con el gesto de siempre, el de extender los brazos como si quisiera aferrarse a un gran globo inexistente; el mismo globo que lo mantenía en la línea de flotación, el que le permitía insistir, hoy más que nunca: no basta el buceo en la tierra

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Fotografía tomada de www.vimeo.com/57645118


POEMAS Hugo Gola

NO MÁS ACOPIOS inútiles ni enseres ni baratijas ni repisas sólo paredes blancas un pantalón una camisa una campera de cuero un pan para cada día una mínima cuota de carne poca verdura alguna fruta qué más? tardes vacías para subir al cielo solitario Recién ahora empieza la gimnasia

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LAS GOLONDRINAS vuelven antes se van para volver a su a su rutina de golondrinas volver rutina mas si uno se va si uno uno volver no sé no sé ellas nunca se van pero uno se va y volver no sé no sé no es golondrina uno no sé qué es uno para volver no sé qué es

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HABLO o canto por el gusto de hacerlo sin voz sin magia alguna ni pose ni postura oscilando porque vos no estรกs con mi voz que tampoco estรก o que estรก tan poco quisiera tenerte a vos o darte alcance o dar a esa caza alcance corza sorda que huye y poder tumbarte y desandarte y desnudarte no tengo voz para decirte aquello que sรณlo a vos te importa

(De Filtraciones, 1996) 96


EL MOMENTO final será el del fin? te aferras a este pedacito de luz a esta hora repleta de objetos libros lámparas o vacío si miras mejor uno viene de qué sombra y a qué sombra inútil va va viene va? poco poco se sabe por qué tanto entonces una nada —menos que una nada— perderla qué te da o no es la pérdida de aquello que no es? qué es entonces propongo pasar sin prisa la línea cruzarla como se cruza un puente por última vez y llegar liviano a la otra orilla tal vez silbando y nada más

(De Ramas sueltas, 2004)

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Recuerdo borroso no puedo con mi mala memoria rememorar –como lo hizo Ashbery con el suyo– a la gente interesante de mi pueblo quisiera hacerlo pero se me fueron los nombres los gestos las palabras quedan sólo sucesos dispersos sin rostro desdibujados desvaneciéndose tuve sin embargo días fulgurantes –de eso me acuerdo– que persisten alados que respiran y me hablan

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las carreras cuadreras por ejemplo o la fiesta del pueblo con bandas y bombas y sortijas me olvidé de los nombres y hasta del dialecto –que era moneda corriente entonces– perduran hechos aislados


hubo un duelo de cuchillo en una carrera de caballos que allí está si escarbo en la memoria si desciendo para atrapar la imagen de aquella gente nada traigo a la superficie todas o casi todas están definitivamente borradas aunque las calles las callecitas tortuosas y los amaneceres y los crepúsculos y algunos árboles –paraísos y pinos– allí están todavía y caballos sí caballos hay en tropel y algunos galgos –Fan y Toby– finísimos y fieles y el campo el campo sobretodo liso abierto desolada maravilla espacio de luz alimento de todos los refugios un amigo de mi padre José Corti

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el panadero del pueblo entrado en copas provocó e hirió de una puñalada a un hombre sobrio un gaucho mayor que no hizo más que defenderse

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pero hay tardes también largas tardes de verano llenas de agitación y de presagios o la plaza del pueblo mil veces recorrida bajo las altas casuarinas mientras los parlantes difundían una música horrorosa hay olores que guardo y humedades que no se secan nunca bodegas corralones fragancia de aserrín y de maderas entre los polvos terrosos y las sofocaciones o la iglesia con su campanario enhiesto que daba para todos los sonidos grávidos de la muerte de allí proviene de allí deriva pienso ahora toda permanencia ¿qué más?


no hay gente detrás hay sólo un gran vacío que marca una incisión un corte que vuelve y vuelve y decide

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Fotografía de Ricardo Cázares.


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ME HUBIERA gustado a mí también como aquel viejo de Wallace Stevens en China sentado bajo un pino refugiarme bajo un árbol cualquiera bajo un sauce o un fresno a reposar y repasar momentos vívidos mirar de paso pasar como aquel viejo no las alondras que no he visto nunca sino las bandadas de patos y bandurrias renovadas sobre ríos y lagunas en un cielo total sin una nube


reposar mientras el viento trae sus voces y un silbido tenue acompaña intervalos luminosos u oscuros el reposo recupera mas el reposo es también un salto estar sentado bajo un sauce y sentir correr el río aunque no lo veas y sentir volar bandadas de cuervos o caranchos alejarse alejarse sumergirse en la imprecisa sombra dejar que vuelen las aves en círculos muy altos y que vuelvan aquellos

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cĂ­rculos atrapar ahora aunque desde otro extremo como aquel viejo de China el vuelo de las alondras o el grito agudo de los pavorreales desde los bordes que asoman en las orillas

estaban allĂ­ en reposo y vuelven perfectos soberanos imborrables

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NI AL FINAL ni al comienzo ni antes ni después cuando todavía no estabas o cuando ya no estés paraíso perdido antes del tiempo o ganado cuando el tiempo ya no exista aquí en esta fruta el paraíso en este cielo alto y vacío en esta tarde de pasos inciertos de fresnos y olmos despojados

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aquí aquí “dejemos hablar al viento” lo dijo Pound “ese es el paraíso”. ese viento que pasa a tu costado ese pájaro que vuela allá arriba esa hoja que gira y cae sobre la tierra lisa ese vino fragante ofrecido ahora este tiempo fugaz que se deshace paraíso paraíso paraíso 106

(De Retomas, 2008)


A Béla Tarr

por su Sátántangó

PREFIRIÓ la forma eligió la imagen y la dejó vibrando tanto tiempo la dejó inmóvil sin palabra ella es la palabra y el gesto y la evidencia ¿para qué más? ¿qué es el poema? respiración sonido sílaba silbante ni siquiera intención imagen quieta desbordada de sí perfora el tiempo y lo aprisiona dando dando en su quietud el pozo inagotable la danza que se esfuma el cuento sobra la línea vertical se impone y hasta dibuja una espiral que sube y sube

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prescinde de nudos de eslabones allĂ­ se carga de materia la calle abierta interminable los ĂĄrboles a la orilla del camino envueltos en agua en niebla y siempre el sonido de la lluvia adentro afuera la marcha hacia ninguna parte la imagen rueda por las piedras las descubre el horizonte inalcanzable franja de luz lejana y la oscuridad que se expande a cada paso sombra y luz entrelazadas luz y sombra sombra final

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(De Resonancias renuentes, 2011)


PROSAS Hugo Gola

Todo verdadero poema es una composición que contiene, preserva y transmite la energía que le dio origen, sin permitir que ésta se derrame, se destruya o se pierda. Mientras se lo escribe, el poema va evolucionando, desplegándose, con el fin de cumplir esa finalidad, incierta pero inevitable. Al desarrollarse el poema, configura su propia forma, una forma que no existía antes de la escritura sino que es engendrada por el juego de la mente, el lenguaje y el silencio. *

No deja de sorprender aquello que los críticos suelen descubrir en la lectura de un poema. Algunas veces un poema contiene expresiones similares a las que utiliza la filosofía o la ciencia. Sin embargo un poema, cuando usa palabras semejantes y aún idénticas a la filosofía, por ejemplo, se dirige a otro lugar. La palabra del poema filtra, asocia, sugiere, alude, vincula. Todas éstas son cualidades que difieren de la palabra que explica, informa, demuestra. Pasar sin más de un campo a otro suele producir una violencia en la naturaleza propia de estos lenguajes. El resultado de este olvido puede ser pernicioso para la poesía y equívoco para la crítica. *

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No deja de sorprender aquello que los críticos suelen descubrir en la lectura de un poema. Algunas veces un poema contiene expresiones similares a las que utiliza la filosofía o la ciencia. Sin embargo un poema, cuando usa palabras semejantes y aún idénticas a la filosofía, por ejemplo, se dirige a otro lugar. La palabra del poema filtra, asocia, sugiere, alude, vincula. Todas éstas son cualidades que difieren de la palabra que explica, informa, demuestra. Pasar sin más de un campo a otro suele producir una violencia en la naturaleza propia de estos lenguajes. El resultado de este olvido puede ser pernicioso para la poesía y equívoco para la crítica. *

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En “El verso proyectivo” Olson sostiene que la línea (el verso) viene del aliento, de la respiración del hombre que escribe, en el momento en que escribe. Lo contrario de una escritura marcada por el metrónomo, como diría Pound. La respiración, el ritmo, la medida –es necesario subrayarlo – proviene de la modalidad de la lengua hablada, y aún esa lengua vulgar de todos los días, “la jerga de lenguaje vulgar”. La vinculación del poema con la lengua hablada es algo mucho más sutil de lo que generalmente se piensa. Reclama un oído atento a las inflexiones, los matices, las repeticiones, los silencios, la velocidad misma de la palabra. No consiste sólo en la inclusión de palabras más o menos comunes, que se incorporan al poema, sino, sobre todo, en la percepción de tonos, de modulaciones, de movimientos, que fluyen en la cadencia de la lengua. Aun un poeta tan refinado como Wallace Stevens coincide en su libro Notas para una ficción suprema con estos conceptos:


“Lo que busca el poeta es la jerga del lenguaje vulgar. Mediante el habla particular intenta decir la particular potencia de lo general, combinar el latín de la imaginación (habla de Dante) con la lingua franca et jocundissima”. Ésa, ciertamente, fue la elección de Dante. Abandonó en latín de la cultura elevada, la lengua tradicional del conocimiento, para escribir en italiano, una lengua vulgar, sin tradición literaria, pero que era la lengua usada por la comunidad a la que él pertenecía. Si trasponemos este hecho histórico a nuestra geografía y al tiempo presente, diríamos que a los escritores de América les sucede algo semejante. Conscientes o no, los escritores de América usan con inevitables cambios, la lengua recibida en el momento de la conquista. Cuando un escritor de estas latitudes comienza a escribir, debe también optar: escribir en la lengua consagrada por la tradición y el prestigio, o hacerlo en la lengua cotidiana, vulgar, que el uso hizo diferente, que la geografía alteró, y que llamo el poco tiene que ver con la “lengua madre”. Esto sucede en Hispanoamérica, en Brasil o en los Estados Unidos. La distancia que el tiempo, el uso, la modalidad psicológica han introducido entre una lengua y otra es tan grande que dio origen a literaturas completamente distintas. Para un poeta actual de los Estados Unidos, por ejemplo, sus tradicion es Pound, Williams, Olson, Wallace Stevencs, etcétera. Así como para un hispanoamericano es Darío, Vallejo, Huidobro, Borges, Girondo, Neruda, etcétera. Y para un brasileño es, entre otros, la generación del 22. La elección de la lengua hablada implica incorporar un sinnúmero de aspectos formales que derivan de esta decisión. 111

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Una de las pruebas de la relación entrañable de Joseph Conrad con la poesía, por no decir sin más que Conrad era verdaderamente un poeta, aunque nunca, por lo que sé, haya publicado poemas, es lo que afirma al comienzo de su libro Crónica Personal. “La inspiración verbal –dice ahí– puede llegar hasta el camarote de un marinero, a bordo de un buque atenazado por el hielo por el cauce de un río, en medio de una ciudad...” Y en el prefacio del mismo libro: “Siempre ha sido mayor el poder del sonido que el poder del sentido [...]. Nada que sea verdaderamente grande en el sentido en que lo es lo humano –grande de veras, es decir susceptible de afectar un gran número de vidas– procede de la reflexión”. Estas tres precisiones: que la inspiración llega cuando quiere, que el poder del sonido es mayou que el poder del sentido y que nada verdaderamente grande proviene de la reflexión son, a mi modo de ver, lo que define el trabajo del poeta. Privilegiar el sonido sobre el sentido es una afirmación que uno nunca espera en un novelista. Tampoco es propio del novelista hablar en esos en estos términos de la inspiración. Más bien, lo que casi siempre sucede con el novelista es que niega la inspiración, o la considera una rémora que persiste todavía en algunos poetas anacrónicamente románticos. Y la última afirmación, la de rebajar o reducir el poder de la reflexión, vendría a ser algo así como la consecuencia de las dos ideas anteriores. Quien cree que la inspiración existe y es esencial y que el sonido es el aspecto sustantivo del lenguaje literario, puesto que posee más significación que el sentido, sustenta sin duda la idea de que no es la reflexión lo que produce lo verdaderamente grande, sino, aunque no lo diga expresamente, alude al peso de la afectividad, esa otra zona humana muchas veces descuidada por los “hombres de ideas”. Además, de todo esto se puede inferir que el poeta no es quien escribe versos, sino aquel que percibe esta relación con el lenguaje, el que sabe de dónde proviene la energía que impulsa la creación, aquel que acentúa el valor de la emotividad por sobre la reflexión. Tres conceptos apropiados para definir al poeta más que la simple escritura de versos. *


Dice Gottfried Benn en Lírica, notas marginales: “La palabra del poeta no sustenta idea alguna, no sustenta ningún pensamiento, ni ningún ideal; es existencia en sí, expresión, gesto, hálito. Es una especie de realización de la naturaleza animal; en su lado oscuro radica su rareza y la pobreza de su alcance, observable incluso en grandes obras”. Habría que tener en cuenta que el arte en general –la obra de arte– e incluyo aquí a la poesía, no se produce casi nunca sin interrupciones. Por el contrario, se podría afirmar que es un fenómeno que ocurre casi siempre con intervalos sucesivos. Aún en aquellos casos como el de los pintores, que trabajan diariamente. Es posible que proliferen las obras, pero ¿llevan estas las señales inconfundibles del arte? Existe el ejemplo de un poeta que importa mencionar: Pablo Neruda. Éste solía decir, en el tiempo de su fervor comunista, que como cualquier obrero, trabajaba –es decir escribía– ocho horas al día, ¡poemas, ocho horas diarias! Pero habría que preguntarse si mediante esta insistencia aumentó el número de poemas de verdad. Ciertamente escribió más libros, los libros eran más extensos, contenían más versos, pero al leerlos uno advierte que muy pocos poemas son revelaciones evidentes. Consideremos ahora otro momento de su vida, aquel en que escribió Residencia en la tierra; entre 1925 y 1935; reúne apenas 150 páginas en 10 años, pero que intensidad, que condensación. Tal vez, ese ritmo de “producción” haya sido el propio del poeta, alterado luego por imposiciones personales ajenas a la poesía. ¿Ganó acaso su obra con esta productividad sin reposo o se diluyó en cientos de páginas aquella intensidad que distingue a Residencia? Me parece que el ciclo interno fue desquiciado por el poeta, y aunque escribió muchísimos poemas, sólo en algunos de ellos podemos descubrir la misma condensación. “Alturas de Machu Pichu”, por ejemplo, es uno de esos momentos del Canto General donde el poeta alcanza nuevamente la densidad de aquella década distante. Pero esto sucede muy pocas veces.

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Vuelvo ahora al comienzo: la posibilidad de hacer no es permanente. Es mรกs bien el resultado de situaciones excepcionales que todo creador debe respetar. No es, por cierto, el ejercicio de una habilidad, ni el despliegue de capacidades artesanales lo que cuenta. Toda obra de arte es una construcciรณn espiritual con un significado que va mรกs allรก de la inteligencia racional. Parte inesperadamente de un impulso interno, imprevisible, que el artista debe aguardar con paciencia y humilde disposiciรณn. *

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