


A los y las estudiantes de Trabajo Comunal y de Beca 11 que pusieron su talento y dedicación para servir a una comunidad y a un país.
INTRODUCCIÓN 1
CAPÍTULO 1 DÁNDOLE FORMA AL MUSEO. ANTECEDENTES Y PRIMEROS PASOS 4
El edificio 4 Actividades precursoras 6 Perfil del Museo 11 Recursos económicos y humanos 13 Síntesis 16
CAPÍTULO 2 POR QUÉ EL PATRIMONIO. OBJETIVO MEDULAR 22
El contexto histórico del patrimonio cultural 24 Más allá de lo “típico” 26 Conservar el patrimonio: conocimiento y educación 28 El patrimonio: el pasado unido al presente 33 El patrimonio como recurso cultural 40
CAPÍTULO 3 ORGANIZACIÓN Y TRABAJO: CREAR EXPOSICIONES 47
Planificar para crear 47 Exponer y comunicar 55 Desarrollar el Museo poco a poco 61 Las exposiciones que vinieron después 72
CAPÍTULO 4 ACTIVIDADES EDUCATIVAS. VALORAR EL PATRIMONIO 85
De las visitas guiadas a la animación sociocultural 85 La proyección a las comunidades rurales 96 Una labor de muchos alcances 103
CAPÍTULO 5 DETRÁS DE BASTIDORES 110
Tesoros patrimoniales. Las colecciones 110 Divulgación 121 La historia y el patrimonio en publicaciones 128 La economía con cachivaches 134
PALABRAS FINALES 139 ANEXOS 142 AGRADECIMIENTOS 144
Empezar un museo comunitario casi de cero. Ese fue el principal reto que asumí cuando inicié el proyecto de Trabajo Comunal Universitario “El Museo de San Ramón y la Comunidad”, en marzo de 1987. En ese entonces había algunos museos en comunidades rurales en Costa Rica, sin embargo, poco se oía hablar de ellos. Los museos que acaparaban la atención eran el Museo Nacional, el Museo del Jade y el Museo de Arte Costarricense. Pero un museo dedicado a un cantón, San Ramón en este caso, era casi una novedad.
Además, la década de los 80 se caracterizó por restricciones presupuestarias que se vivieron en la Universidad de Costa Rica, institución a la que estaba adscrito el Museo de San Ramón. Esta limitación nos obligó, a Junta Administrativa del Museo y a mí, a ser creativas en la búsqueda de recursos de todo tipo. Aprendí a trabajar estrecha de fondos, cosa que luego le sirvió de ejemplo e inspiración a los tres centenares de estudiantes universitarios que realizaron su trabajo comunal en el Museo.
En los años de juventud uno no teme involucrarse en experiencias que no tiene completamente planificadas. Esas también son épocas en las que se sueña, de modo que me acostumbré a volar y luego a aterrizar mis ideas. No siempre podía lograr mis metas como hubiese querido. Lo habitual era aprender, una y otra vez algo nuevo, y mejorar estrategias para hacer del Museo de San Ramón una casa de cultura en la que la población ramonense se sintiera acogida. Asimismo, y tomando prestadas unas propuestas de Georges Henri Rivière (1), este Museo debía funcionar de manera tal que esas personas se vieran “reflejadas” allí, en su historia y sus expresiones culturales.
Afortunadamente, la intención de crear un museo en las instalaciones del antiguo Palacio Municipal, edificio que albergó al Centro Universitario de Occidente (2) de la Universidad de Costa Rica, había sido objeto de discusión al menos desde 1976. Así que, desde la Coordinación de Acción Social de ese Centro y desde la Junta Administrativa del Museo se acumuló una modesta práctica que sirvió de plataforma para lo que vendría después. Entre las actividades que se realizaron, el montaje de exposiciones y la propuesta de un breve guion museográfico
fueron lo más destacado para no empezar absolutamente a ciegas.
Cómo organizar grupos de estudiantes universitarios de diversas carreras para preparar montajes, cómo mantener en orden la colección de fotos, objetos e información histórica y cultural, y cómo desarrollar actividades educativas, todas fueron cosas que fui aprendiendo sobre la marcha. Yo había tenido la oportunidad de visitar museos antes de iniciar mi vida laboral en el Centro Regional de Occidente, hoy Sede de Occidente. Unos me gustaron más que otros. Los que me sirvieron de guía fueron los centros de información de los parques nacionales en Estados Unidos y el Museo de la Universidad de Arizona, también en ese país, y donde me formé como antropóloga. En estos centros de información había exhibiciones sencillas, atractivas y de fácil comprensión.
Para definir la temática general del Museo y un guion inicial le presenté una propuesta a la Junta Administrativa. Quise crear un museo etnohistórico, que reflejara las costumbres y la historia locales, pues había observado una población que en los años 70 y 80 del siglo pasado estaba más interesada en sumarse a la modernidad que en conservar su patrimonio cultural o en sentirse orgullosa de él como herencia de sus antepasados y como elemento aglutinador de la colectividad. En mi condición de antropóloga consideraba ese afán, autodestructivo en el mediano plazo. Después, cuando los pasos de la globalización se convirtieron en una ola de dimensiones avasalladoras, me di cuenta del potencial de resistencia que tiene el patrimonio cultural.
En anticipación a la eventual apertura del Museo realicé una Maestría en Historia con el fin de contar con un contexto amplio para situar la historia ramonense. Había efectuado un par de investigaciones acerca de la historia de San Ramón con la apreciada colega Miriam Pineda González, trabajo que me proporcionó una base sólida para diseñar muestras museográficas (3). Por supuesto que esto no fue suficiente y tuve que realizar muchas otras investigaciones con mis estudiantes para darle forma a las tantas exposiciones permanentes, temporales y viajeras que hube de montar con estos jóvenes.
Valorando retrospectivamente esa aventura que fue iniciar el Museo de San Ramón, hoy un museo con ambiciones regionales, me doy cuenta que esa fue una jornada fascinante. Desde esa época y al día
de hoy, en Costa Rica, hay personas y grupos que desearían iniciar un museo comunitario o de sitio, de la historia y la cultura de sus lugares de residencia, y también de sus atractivos naturales. Para ellos y para todas las personas amantes del patrimonio cultural escribo estas memorias. Mi deseo es que este libro sirva para recordar, para inspirar y para cuidar la riqueza cultural y natural del país.
He organizado esta obra en cinco capítulos. El primero aborda antecedentes e inicios del Museo de San Ramón. En el segundo discuto mi visión del patrimonio cultural a lo largo de mi trabajo en esa institución e ilustro el desarrollo de mi enfoque del patrimonio ramonense con ejemplos de actividades que se llevaron a cabo. El tercer capítulo contiene una descripción de trabajo que se realizaba preparar exposiciones. En el cuarto capítulo relato el enfoque y aspectos importantes de las actividades educativas que se organizaron. En el quinto capítulo comento las labores propias de los museos efectuadas tras bastidores como el tratamiento de las colecciones, la preparación de publicaciones, la divulgación de nuestro quehacer y el manejo económico. Diecisiete años a cargo del Museo de San Ramón son tiempo suficiente para tener muchas historias que contar; no obstante, aquí recuperaré algunas de las más significativas.
En la creación del Museo de San Ramón confluyeron algunas situaciones afortunadas. La primera de ellas tiene que ver con el edificio en donde se ubicaría este centro cultural. Cuando se inició el primer centro regional universitario de la Universidad de Costa Rica, la Municipalidad de San Ramón le donó a esta casa de estudios superiores el antiguo Palacio Municipal (4), un inmueble de estilo neoclásico cuya construcción se inició en 1878 (5). Sobrio y hermoso, este edificio que fuera de dos plantas, había sobrevivido el terremoto de Orotina de 1924, que mucho daño le provocó a otras construcciones en la ciudad. Fue reparado después de ese evento y en su versión posterior, la que recibió al Centro Regional de San Ramón y posteriormente al Museo, este inmueble contaba con un patio interno espacioso.
Foto n.º 1.
Antiguo Palacio Municipal a principios del siglo XX.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
n.º 2.
Centro
Muchos años después, en 1995, la investigación del estudiante de Trabajo Comunal Universitario, Fernando González Villalobos (6), aportó un dato interesante. Resulta que hacia 1965, cuando la Municipalidad de San Ramón decidía el destino de su antiguo Palacio, tres años después de su traslado a las instalaciones que ocupa en la actualidad, se contempló la posibilidad de demoler aquel añoso inmueble. Dos ramonenses con una destacada trayectoria en la vida política del cantón, Eliseo Gamboa Villalobos y Trino Zamora Jiménez, abogaron por la conservación del Palacio. En 1965, señaló don Eliseo: “… este edificio es una reliquia del pasado, que es necesario conservar y con un poco de esfuerzo se puede contar con un magnífico edificio, que servirá de ornato a la ciudad” (7). Don Trino, diputado por San Ramón, en 1967, sugirió: “… para que en el Palacio Viejo Municipal se instale un Museo de Antigüedades y otros, contando desde luego, con la colaboración de la Municipalidad, las instituciones públicas y de toda la comunidad …” (8). Un poco más tarde, en ese mismo año, se sumó a estos criterios la propuesta de Arnulfo Carmona Benavides, también diputado, de ceder el inmueble a la Universidad de Costa Rica, para instalar allí el primer centro universitario regional del país (9). Así, el edificio se salvó de la destrucción y, sin saberlo, cuando iniciamos con el Museo, estábamos
dándole continuidad a los anhelos de algunos miembros de la población local de proporcionarle un destino justo a una construcción tan valiosa.
Las amenazas a la integridad de este inmueble continuaron, en parte movidas por el crecimiento de la ciudad de San Ramón y por las soluciones que visualizó la Municipalidad local. En la década de 1980, por ejemplo, se propuso demoler su ala este para ensanchar la calle que pasa por ese costado. Para entonces, existía en el país una creciente preocupación por la salvaguarda del patrimonio cultural (10). Afortunadamente, en San Ramón, la Junta Directiva de la Casa de la Cultura Ramonense realizó gestiones ante el Ministerio de Cultura para evitar ese daño. Al amparo de la legislación vigente, el Poder Ejecutivo mediante el decreto n.º. 134 11-C del 8 de febrero de 1982 declaró el edificio “reliquia de valor arquitectónico y cultural” y con ese acto protegió el edificio de futuras demoliciones parciales o totales (Anexo 1). Desde entonces, se le empezó a explicar a los habitantes del cantón que el antiguo Palacio Municipal “era patrimonio” y merecía respeto.
¿Cuántas comunidades de nuestro país tienen todavía hermosos inmuebles de valor patrimonial, se trate de edificios públicos o de viviendas, que serían un bello marco para establecer allí un museo? En pleno siglo XXI y mientras escribo estas memorias, veo cómo se destruyen edificios antiguos con gran significado para las comunidades por desconocimiento de autoridades de gobiernos locales, por falta de apreciación de los habitantes de un lugar o porque se encuentran en manos privadas y poseen un alto valor de mercado. Es cierto que no todo museo debe ubicarse en inmuebles históricos, pero poder hacerlo, ciertamente, le otorga un mayor atractivo a cualquier centro cultural, pues el edificio en sí respira historia y tradición. De allí el llamado a las comunidades del país para que procuren proteger su patrimonio construido.
La segunda situación que contribuyó al surgimiento de este Museo fue el espíritu previsor de las autoridades del Centro Regional. Estas, conocedoras al menos desde 1976, de que eventualmente la institución se ubicaría en la hoy Ciudad Universitaria Carlos Monge Alfaro,
discutieron el destino del antiguo Palacio Municipal. La idea de dedicarlo a un centro de tipo histórico cultural como un museo fue ampliamente aceptada, y por esa razón, se inició con actividades preliminares como el montaje de tres exposiciones arqueológicas e históricas entre los años de 1977 y 1985, las que me dieron un sentido del trabajo de montaje y visitas guiadas. Tuvimos la suerte de contar con la colaboración del Museo Nacional para las exposiciones arqueológicas en las personas de Héctor Gamboa Paniagua, Pilar Herrero Uribe y Luis Ferrero Acosta, entonces colaborador de esa institución (11). Don Luis Ferrero capacitó a grupos de estudiantes voluntarios para ofrecer visitas guiadas.
Figura n.º 1. Desplegable de la primera exposición arqueológica realizada en el Centro Universitario de Occidente en 1977.
Figura n.º 2. Portada del folleto que acompañó la exposición arqueológica realizada en 1980.
Nota. Colección personal.
Nota. Colección personal.
Sin embargo, lograr un aprovechamiento pleno del entonces Edificio Norte, antiguo Palacio Municipal, iba más allá de crear exposiciones temporales. Para ello, en 1982, el Centro Universitario creó una comisión que le diera forma al proyecto llamado Complejo Cultural Ramonense, que contemplaba la creación de un museo y el uso de algunas salas del edificio para apoyar la labor de grupos artísticos que existían en la comunidad (12).
Este proyecto se apoyó, entre otras cosas, en el interés por salvaguardar el patrimonio nacional, que también calaba en varios sectores docentes de otras unidades académicas de la Universidad de Costa Rica, representados entre otras personas, por el Lic. Guillermo García Murillo. Don Guillermo presentó una ponencia titulada “Los Centros Regionales y el rescate de los valores culturales de cada provincia” al IV Congreso de la Universidad de Costa Rica, celebrado en 1980. Precisamente esta propuesta dio pie para varias acciones, una de ellas fue la sugerencia de crear museos de cultura popular tradicional con la participación de los centros regionales de esta casa de estudios. Esta circunstancia afianzó aún más la meta de abrir un museo en San Ramón (13).
Edificio Norte del Centro Universitario de Occidente, hacia 1976.
Nota. Colección de la Sede de Occidente.
Eventualmente, el Complejo Cultural Ramonense se llamó Centro de Historia y Cultura y hacia 1987 tomó el nombre de Museo de San Ramón. Asimismo, la comisión nombrada para ejecutar las acciones previstas en el proyecto del Complejo Cultural Ramonense fue reempla-
zada por la Junta Administrativa del futuro Museo, cuya primera sesión se realizó el 17 de febrero de 1987 (14). No obstante estos cambios, el proyecto del Complejo Cultural Ramonense dejó establecidos unos lineamientos que retomaría la Junta Administrativa y la autora de este libro al definir algunos propósitos del museo, tales como el de “crear y mantener un centro didáctico y de divulgación del proceso histórico social de San Ramón” y el de gestionar salas de exposiciones temporales y permanentes con esta información (15). Aquel proyecto también dejó pautas para distribuir el espacio físico del edificio del Museo, y para procurar recursos humanos y materiales. En vista de las limitaciones económicas que ya se hacían sentir, se diseñó una propuesta por etapas.
Los miembros de esa comisión cambiaron paulatinamente, sin embargo, tanto en ella como en la Junta Administrativa, hubo de presidir el Coordinador o la Coordinadora de Acción Social de turno. Pese a estos cambios, el trabajo se dio de manera continua sorteando los muchos obstáculos que aparecieron en el camino. La definición del tipo de museo que se establecería y su guion preliminar también se produjo cuando la comisión estaba vigente. Estos antecedentes sumados a la preocupación emergente en distintas instancias públicas por el patrimonio cultural generaron una coyuntura que ciertamente facilitó la creación del Museo y su apertura el 9 de setiembre de 1987.
Figura n.º 3.
Noticia sobre la creación del Museo de San Ramón.
Nota. Suplemento Alajuela del diario La Nación, 30 de noviembre al 6 de octubre de 1987, p. 5D.
Tanto la Comisión como la Junta Administrativa estuvieron comprometidas con el proyecto de museo. Sin embargo, hay personas que recuerdo con especial aprecio, tanto por su apoyo prolongado como por algunas acciones estratégicas cuando se estaba a las puertas de inaugurar el Museo. Entre los miembros de la Junta Administrativa, se encuentran Nelson Banfi Cerizola, arquitecto, y Flory García Garro, educadora -ambos docentes del Centro Regional de Occidente- y Fernando González Vásquez, antropólogo y funcionario del Ministerio de Cultura y Juventud. Don Nelson, de grata memoria, contribuyó generosamente con sus conocimientos para conservar el edificio que, como relatamos, ya había sido declarado patrimonio arquitectónico con el fin de evitar su mutilación. Doña Flory, quien nos acompañó por muchos años como representante de la Municipalidad de San Ramón, siempre veló porque se tomaran las mejores decisiones y porque el Museo estuviera al servicio de la comunidad. Don Fernando fue un enlace estratégico con el Ministerio de Cultura y Juventud. Más allá de eso, brindó su apoyo al tomar muchas de las fotografías con las que se prepararon los montajes iniciales y al facilitarme una fotocopia de un documento que describía aspectos básicos del funcionamiento de un museo (16). Siempre estaba presto para colaborar.
Una Coordinadora de Acción Social que ofreció un soporte invaluable en todo sentido fue Ana Isabel Carmona Rojas, a quien le correspondió el arranque del Museo. Gracias a ella se pudo construir una puerta para la primera sala de exposiciones. Sin puerta no se podía inaugurar la sala. Don Mario Alpízar, generosamente, había donado la madera para esa puerta, pero el ajetreado calendario de necesidades del Centro Universitario tenía a los trabajadores de mantenimiento muy ocupados. Doña Ana supo encontrar el camino indicado y poco antes de inaugurar la primera sala, la puerta, imponente, estaba colocada en su lugar. Un museo, por pequeño que sea, necesita mucho apoyo en todo momento, pero el principio es, ciertamente, algo que genera tensión y dudas. Las personas que están alrededor, que extienden su mano y como se decía antes, “interponen sus buenos oficios”, son las que nos permiten contar una historia como la que relatamos aquí.
Decidir a quién iba dirigido prioritariamente el Museo fue una determinación que no se pensó mucho. La respuesta parecía casi obvia: los destinatarios serían los habitantes del cantón de San Ramón. De allí que tomó forma la idea de gestar un museo cantonal con alma de museo comunitario. No podíamos olvidar, además, que éramos también un museo universitario y como tal teníamos un compromiso con la calidad que una institución así debe mantener. A lo largo de mis 17 años al frente del Museo, en más de una oportunidad, me resultó difícil convencer a algunas autoridades universitarias que, no obstante el Museo era un proyecto de Acción Social, entiéndase de proyección o extensión a la comunidad, era una entidad profundamente académica tanto en sus objetivos como en su forma de trabajar. Por esa razón, la docente a cargo requería de cierta jornada, así como de algunos recursos materiales y económicos.
Tenemos hasta aquí un concepto de museo histórico social o etnohistórico cuya finalidad era servir a una comunidad/cantón, con estándares académicos, con una vocación didáctica, y comprometido con la conservación del patrimonio cultural local. Faltaba otro pilar en esta caracterización: el guion, el modo concreto con el que se establecería una comunicación significativa con la población meta. Hacia 1982, aproximadamente, la Comisión me encargó esa tarea así que en alguna de las sesiones siguientes presenté mi propuesta. Constaba de seis secciones permanentes: Etnohistoria precolombina, Colonización y poblamiento, Economía y sociedad, Vida política, Vida cotidiana, Arte religioso y Manifestaciones folklóricas y tradiciones. Habría también una sección temporal que abordaría “cualquier aspecto de la vida del cantón que no estuviera contemplado en las secciones permanentes” (17). Detrás de esos temas específicos existían tres propósitos generales: fundamentar el guion en la historia de San Ramón desde tiempos antiguos, abordar las creaciones histórico culturales de su población partiendo de los aportes de las mayorías y resaltar algunos aspectos específicos que mostraran las particularidades del cantón frente a otros cantones de la región de Occidente y del país. Aprobado este planteamiento, empecé a documentarme y a definir prioridades para iniciar labores.
Foto n.º 4.
La ciudad de San Ramón hacia 1987.
Foto n.º 5.
Vista de un área rural del cantón de San Ramón.
Pero había algo más que también definió cómo habrían de montarse las exposiciones y de realizarse las actividades educativas que yo podía anticipar: el acceso a recursos económicos y humanos. Un museo no es cosa de una persona y requiere, además, de algunos fondos para echarlo a andar. Como indiqué en la introducción, la década de 1980 fue de escasez de recursos de toda índole. El país atravesaba una severa crisis económica producto del agotamiento del modelo de desarrollo vigente y condiciones internacionales (18). Las universidades públicas se vieron profundamente afectadas. Recuerdo las marchas multitudinarias en las participó la comunidad universitaria de la época y las luchas para que los presupuestos de estas casas de estudios superiores no se vieran afectados drásticamente. Si bien hubo logros producto de esta presión social, lo cierto es que la apertura de un museo en una sede regional no constituía una prioridad presupuestaria. Había que ser creativo para obtener un mobiliario básico y formar un equipo humano capaz de desarrollar las actividades del caso.
Gestiones realizadas en 1985 ante la Dirección General de Museos del entonces Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes culminaron con una dotación económica y una asesoría para construir mamparas sencillas y versátiles para montar exposiciones. Empleadas antes de que el Museo inaugurara sus primeras exposiciones, estas mamparas fueron de gran utilidad posteriormente (19). Faltaba el personal. Como he señalado, no había fondos en la Universidad para contratar más personal que la autora de este libro quien tendría que hacer milagros con 10 horas semanales, parte de su jornada como docente de la Sede de Occidente. Un museo como nos imaginábamos todos los que estábamos involucrados requería de recursos humanos. El Centro aprobó una plaza de conserje, pero aún esto era muy poco.
Estando en el cargo de Coordinadora de Acción Social, entre 1981 y la primera mitad de 1983, me enteré del potencial que tenía el Trabajo Comunal Universitario (TCU), un programa que tenía la Universidad de Costa Rica para proyectarse a la comunidad nacional y sensibilizar a sus estudiantes respecto a la realidad del país. Le sugerí a la Junta Administrativa esta alternativa para crear el museo y mantenerlo con la variedad de actividades que caracterizan a estas instituciones.
De esa manera, presenté, en junio de 1986, el proyecto que se llamó “El museo histórico social y la comunidad de San Ramón” (20) que empezó a recibir estudiantes a partir de marzo de 1987. Esos jóvenes, como los de cualquier otro proyecto de Trabajo Comunal, debían realizar 150 o 300 horas de labor, una labor orientada por objetivos generales y específicos. Recuerdo que a los directores de proyectos se nos recomendaba poner las capacidades académicas de los estudiantes al servicio de las comunidades (21). Por esa razón, cada proyecto establecía las carreras de donde provenían los jóvenes.
En el caso del proyecto que nos ocupa, “El Museo de San Ramón y la Comunidad”, inicialmente requirió muchachos y muchachas de las siguientes carreras: Enseñanza de los Estudios Sociales, Ciencias de la Educación con énfasis en I y II ciclos, Enseñanza del Castellano y la Literatura, Dibujo Lineal, Trabajo Social, y Artes Plásticas (22). Sin embargo, cuando se abrió este proyecto, en marzo de 1987 había, además, jóvenes de algunas de estas y otras carreras como Historia y Sociología. Los estudiantes eran originarios de la zona de Occidente, por ese motivo, les resultaba más fácil realizar su Trabajo Comunal en la Sede de Occidente mas no en San José, aunque cursaran estudios en la Sede Rodrigo Facio de la Universidad de Costa Rica. El hecho de que todos ellos provinieran de esta región facilitó su identificación con los fines del proyecto.
Foto n.º 6.
Parte del primer grupo de estudiantes que matriculó el TCU, 1987.
Fueron 11 los primeros estudiantes matriculados en el proyecto de TCU. A ellos les correspondió iniciar conmigo la aventura de abrir la primera sala de exposiciones permanentes del Museo. Había un imprevisto que yo no había considerado: la mayoría de los estudiantes nunca había visitado un museo. ¿Cómo crear entones una exhibición museográfica con este talentoso grupo de personas? Ellos sabían de la historia y geografía del país, de cómo enseñar a niños y jóvenes, de cómo medir terrenos, de construir viviendas y de cómo entender el comportamiento humano, pero nada o casi nada acerca de cómo iniciar un museo.
Según indiqué más atrás, no había en el país un museo comunitario cercano que se pudiera visitar a modo de ejemplo. Se me ocurrió solicitar apoyo a un museo que no se encontraba en San José y que no tenía un énfasis nacional, así que contacté al historiador Raúl Aguilar Piedra, Director del Museo Histórico Cultural Juan Santamaría, localizado en la ciudad de Alajuela. Este centro cultural se dedicaba y se dedica a recordar la Campaña Nacional de 1856 y 1857. En sus salas se podía apreciar los principales hechos de esa campaña, sus héroes, así como objetos de diversa índole alusivos a esa importante gesta histórica. Don Raúl nos recibió con una visita guiada en la cual nos explicó el contenido de las salas y algunos de sus secretos como museógrafo. Nos facilitó materiales de la biblioteca del Museo y nos consintió con un delicioso refrigerio. Con esta guía, más las indicaciones que yo podía ofrecer, pusimos manos a la obra.
Como docente, el TCU resultó una experiencia altamente gratificante e innovadora. Los estudiantes debían realizar sus 150 o 300 horas, requisito indispensable para graduarse. ¿Cómo hacer para que los jóvenes se mantuvieran motivados y procuraran llevar a cabo las tareas que les correspondían si no había una nota, como es usual en los cursos universitarios, para aprobar una asignatura? No había exámenes ni trabajos escritos u orales, solamente el convencimiento de que existía una comunidad, un grupo de personas a las cuales había que servir de la mejor manera posible, porque precisamente, esta comunidad era la que, con sus recursos, hacía posible el sistema de educación superior que tenía el país y las oportunidades de estudio de las que los muchachos disfrutaban.
Con el tiempo aprendí a motivar, orientar, evaluar y redirigir el trabajo de los estudiantes. También aprendí a tener metas, pero a ser flexible y a identificar el conjunto de tareas en el cual cada joven podía encontrar satisfacción y desempeñar de la mejor manera las responsabilidades que le eran encomendadas. Hoy me parece que trabajar así era casi un arte, el que, afortunadamente, dio muy buenos resultados. De los estudiantes aprendí muchísimo, pero lo más importante fue que la mayoría de ellos disfrutaron de la oportunidad de realizar su TCU en el Museo, pese a que siempre trabajamos con una gran limitación de recursos. Algunos de ellos no se iban al terminar sus 150 o 300 horas. No se podían ir, decían, si no habían concluido con sus objetivos y se quedaban más tiempo.
Retrospectivamente pienso que sin los estudiantes universitarios quienes en los tres ciclos lectivos de la Universidad se matriculaban para hacer el Trabajo Comunal, el Museo no se hubiese desarrollado como ocurrió. Ellos fueron un pilar indispensable para el Museo como se verá en otros capítulos de este libro. Hubo otros pilares imprescindibles. El aporte de autoridades y funcionarios universitarios que se identificaron con el Museo merece también un reconocimiento, lo mismo que incontables miembros de la comunidad ramonense quienes de muchas maneras estuvieron vinculados al proyecto de TCU.
Para que el Museo de San Ramón iniciara labores hubo un preludio, antecedentes que se puede decir, fueron calentando motores. También se conjuntaron situaciones locales que se supieron aprovechar pese a señales adversas del contexto nacional. Asimismo, hubo una institución sombrilla, en este caso, la Sede de Occidente de la Universidad de Costa Rica que proporcionó el edificio, fondos para pagar la plaza del conserje, la jornada parcial de la profesora a cargo del proyecto de Trabajo Comunal y el apoyo administrativo de algunos miembros de la Junta que eran funcionarios de ese Centro. Esta institución también sufragó los gastos de servicios básicos como electricidad, agua, telefonía y transporte.
En la década de 1980 y en la siguiente se crearon en el país varios museos ubicados fuera del área metropolitana (23) pero pocos sobrevivieron pues la administración y el día a día de un museo no son cuestión de magia. Las personas que gestaron algunos de esos museos lo hicieron con un gran entusiasmo, pero sin tener en cuenta que se necesita al menos una fuente de recursos económicos constante y personal con cierta permanencia. Por supuesto que es indispensable un plan, un concepto de museo, aunque este cambie a lo largo del tiempo. Hay que tener un rumbo y medios, aunque mínimos, para lograrlo. De esos museos, los universitarios como el Museo de Cultura Popular de la Universidad Nacional, ubicado en Santa Lucía de Barva de Heredia (24), y el Museo “Omar Salazar Obando” de la hoy Sede del Atlántico de la Universidad de Costa Rica, ubicado en Turrialba son algunos de los que perduraron. Mi criterio es que al estar amparados a instituciones universitarias tuvieron ese apoyo esencial para mantenerse y desarrollarse. Otros, como el Ecomuseo de Abangares, subsistieron gracias al entusiasmo prolongado de sus fundadores y al apoyo de la Dirección General de Museos del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes (25).
(1) Hicimos nuestras las palabras de Georges Henri Rivière cuando definió la naturaleza de los ecomuseos. Para él, el ecomuseo era “un espejo en el que la población local se ve a sí misma para descubrir su propia imagen, en el que busca una explicación del territorio al que está apegada y en el cual existieron poblaciones que la antecedieron, bien sea que estas están circunscritas a períodos de tiempo o con las cuales hay una continuación temporal. [El ecomuseo] es un espejo que la población local muestra a sus visitantes de modo que pueda ser mejor comprendida y que su industria, sus costumbres y su identidad impongan respeto.” Aunque el Museo de San Ramón no se entendió como ecomuseo, si no como museo comunitario, esta descripción se consideró apropiada para lo que pretendíamos lograr. Georges Henri Rivière (1985). “T0he ecomuseum, an evolutive definition” en Museum , Vol. XXXVII, n.º. 4, pp. 182-183.
(2) A lo largo de su historia el Centro Universitario de Occidente ha cambiado de nombre. Así se llamaba en 1976, pero originalmente se
conoció como Centro Universitario Regional de San Ramón. También se llamó Centro Universitario Regional de Occidente. Actualmente se conoce como Sede de Occidente. En este libro se empleará el término Centro Universitario de Occidente para referirse a esta institución a partir de 1976 y se utilizará el término Sede de Occidente a partir de finales de la década de 1980 que es cuando ese centro cambia de nombre.
(3) Pineda González, Miriam y Silvia Castro Sánchez (1986). Colonización, poblamiento y economía: San Ramón 1842-1900 . San José, C.R.: Centro de Investigaciones Históricas, Universidad de Costa Rica. También Castro Sánchez, Silvia y Frank Willink Broekman (1989). San Ramón:economíaysociedad1900-1948. San Ramón, C.R.: Coordinación de Investigación, Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(4) Esta donación consta en escritura de los protocolos del Lic. Edwin Carmona Benavides. Véase Anexo n.º. 4 en Castro Sánchez, Silvia (2012), CostaRicafrentealaregionalizacióndelaeducaciónSuperior.Elprimer centroregionaluniversitarioenSanRamón,Alajuela . San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, pp. 83-85.
(5) Villalobos Cubero, Lissy Marcela (2014). “El neoclasicismo llega a la ruralidad nacional en el siglo XIX: el palacio municipal de San Ramón” en Diálogos.RevistadeHistoria , volumen especial Región de Occidente de Costa Rica, octubre, pp. 39-65.
(6) González Villalobos, Fernando (1995). Palacio municipal de San Ramón. Reseñahistóricadelalmapolíticadeunpueblo . San Ramón, C.R.: Museo de San Ramón, Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(7) Ibid. p. 29.
(8) Ibid. pp. 29-30.
(9) Ibid.
(10) Un sencillo folleto publicado en octubre de 1982 por la Comisión Nacional sobre Defensa del Patrimonio Nacional Cultural fue sintomático de esa preocupación. Este documento recogió los acuerdos finales
del Primer Seminario Taller sobre Patrimonio Cultural y talvez por su mensaje directo se constituyó en una guía de gran utilidad para quienes dábamos nuestros primeros pasos en la protección del patrimonio local. Comisión Nacional de Defensa del Patrimonio Cultural y Comisión Nacional de Conmemoraciones Históricas (1982). Primer SeminarioTallersobrePatrimonioCultural.Acuerdosfinales. San José, C.R.: Imprenta Nacional.
(11) Cuando conocí a Luis Ferrero Acosta no tenía mucha idea de su importante papel como autor de obras acerca de la historia antigua costarricense. Su amistad ha sido siempre motivo de gratos recuerdos como la describí en un artículo publicado en el libro LuisFerrero,másallá deltiempo , compilado por Luis Enrique Arce Navarro, José Luis amador Matamoros, Fernando González Vásquez, Óscar Montanaro Meza y Silvia Castro Sánchez (2015). San José, C.R.: URUK Editores, pp.71- 76.
(12) El documento poligrafiado ComplejoCulturalRamonense(Proyecto para una utilización del “edificio norte” del Centro Regional de Occidente) es una fuente valiosa para recuperar los antecedentes de la creación del Museo de San Ramón. No tiene fecha ni autor, pero sin pecar de una apropiación indebida, recuerdo haber redactado al menos una parte de este documento en calidad de Coordinadora de Acción Social. Estimo que este documento se debe haber preparado en 1982 por la referencia que se hace al acuerdo del Consejo Asesor del Centro Regional para nombrar a los integrantes de la comisión ejecutora del proyecto.
(13) ComplejoCulturalRamonense(Proyectoparaunautilizacióndel “edificio norte” del Centro Regional de Occidente) , (Documento poligrafiado c. 1982). Colección personal.
(14) Acta n.º.1 de la Junta Administrativa del Museo de San Ramón en Empaste: Coordinación de Acción Social n.º.12, 1987, Archivo Sede de Occidente.
(15) Complejo Cultural Ramonense (Proyecto para una utilización del “edificio norte” del Centro Regional de Occidente) , (Documento poligrafiado c. 1982, p.4). Colección personal.
(16) Aún conservo esa fotocopia. Su título es: Elperfildelainstitución
museística . No cuento con más datos acerca de este documento.
(17) Existe un documento poligrafiado sin fecha que contiene esta propuesta que, sin modificaciones hasta entonces, se reitera en Castro Sánchez, Silvia (junio, 1986). PrimerapropuestadelproyectodeTrabajo Comunal Universitario (TCU) “El Museo de San Ramón y la Comunidad”. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente; Universidad de Costa Rica.
(18) Puede consultarse la siguiente obra para entender esa crisis en detalle. Rovira Mas, Jorge (1989). CostaRicaenlosaños80 . San José, C.R.: Editorial Porvenir. También es útil: Fallas, Helio (1981). Crisis económica en C.R . Un análisis económico de los últimos 20 años. San José, C.R.: Editorial Nueva Década.
(19) Castro Sánchez, Silvia (abril, 1988). Primer informe de labores delproyectodeTCU“ElMuseodeSanRamónylaComunidad” . San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(20) Propuesta del proyecto “ElMuseoHistóricoSocialylaComunidad de San Ramón” en Archivo de la Sede de Occidente, Coordinación de Acción Social, Empaste 70.1.1., 1987, n.º.6.
(21) Fonseca Zamora, Óscar (1987). HacialaconsolidaciónyelreplanteamientodelaacciónsocialenlaUniversidaddeCostaRica . San José, C.R.: Universidad de Costa Rica.
(22) En 1987 y algunos años después en el Centro Universitario de Occidente se impartían dos tipos de carreras: las que conducían a un diplomado y las que conducían a un bachillerato y licenciatura. Los estudiantes de los diplomados realizaban 150 horas de Trabajo Comunal pues sus planes de estudio eran más cortos que los de bachillerato y licenciatura. Estos últimos cumplían con 300 horas para graduarse. La lista de estudiantes por tipo de carrera proviene del documento Castro Sánchez, Silvia (junio de 1986). PrimerapropuestadelproyectodeTrabajoComunalUniversitario(TCU)“ElMuseodeSanRamónylaComunidad” . San Ramón, C.R: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(23) Herrero Uribe, María del Pilar (1997). Los museos costarricenses: trayectoria y situación actual. San José, C.R.: Dirección General de
Museos, Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. Ver también Dirección General de Museos, Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes (s.f.). Museos de Costa Rica. San José, C.R.: Dirección General de Museos, Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
(24) Véase: Museo de Cultura Popular. Santa Lucía de Barva de Heredia (1994). Unlugarparavivir…yrecordar... Heredia, C.R.: Universidad Nacional.
(25) Contrapunto(16 de enero de 1989). “Ecomuseos. El Ministerio de Cultura impulsa nueva política museística”, p.8.
Cuando empecé a trabajar con el Museo no tenía idea de lo mucho que llegaría a aprender acerca de la gestión que se puede realizar por el patrimonio cultural de un pueblo (26). Al día de hoy, en las charlas que ofrezco acerca del patrimonio ramonense o alguna de sus expresiones, como los trapiches (27), por ejemplo, continúo reflexionando y descubriendo nuevas maneras de entender ese patrimonio y motivar su puesta en valor. Si bien con el paso de los años mi manera de apreciar una herencia cultural fue cambiando, sigo plenamente convencida de que son los pueblos los que deben encontrarle un sentido a ese legado para enriquecer sus vidas con los tesoros culturales que poseen. Nosotros, los profesionales, somos solamente facilitadores de ese proceso.
En un documento alusivo a las exposiciones permanentes del Museo y preparado para los educadores que podrían visitarlas escribí: “La conservación, el rescate y la puesta en valor de ese patrimonio – cultural – son objetivos del Museo y enmarcan todo el quehacer que conduce al montaje de una exposición” (28). Desde sus inicios, la gestión con el patrimonio cultural ramonense se constituyó en el objetivo medular del Museo. Esta finalidad se reafirma en la tercera solicitud de renovación del TCU presentada en junio de 1988, a la Vicerrectoría de Acción Social, cuando señalo: “El Museo de San Ramón y la Comunidad es un proyecto de carácter histórico cultural y educativo cuyo propósito fundamental es contribuir al rescate y la revitalización del patrimonio cultural” (29). Desde sus inicios y hasta mi último año a cargo del Museo este fue el norte del trabajo que realicé con los estudiantes que efectuaron su trabajo comunal allí. Sin embargo, los modos de gestionar nuestro compromiso con la herencia cultural ramonense variaron con el tiempo, fruto de nuestras experiencias con la población local, de la constante reflexión acerca de la labor realizada y de algunas capacitaciones inspiradoras a las que asistí.
Foto n.º 7. Patrimonio material.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto n.º 8. Patrimonio material.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Una piedra fundacional de nuestro trabajo fue partir de la idea de que un patrimonio cultural, cualquiera que este sea, solamente se puede entender en el contexto histórico en el cual se construye, esto es, en la dinámica social de un tiempo. Por ejemplo, para poner en valor un edificio es preciso conocer los acontecimientos e intereses vigentes en aquel entonces y responder, si la información lo permite, a preguntas atinentes al porqué de su construcción y a la importancia que tuvo para quienes se empeñaron en levantarlo. Más difícil es realizar este ejercicio con costumbres y creencias pues sus orígenes no son, en ocasiones, tan puntuales. Por ello, y porque asignarle valor patrimonial a una expresión cultural tangible o intangible es un acto de voluntad humana, resulta imprescindible conocer la historia de ese grupo social en cuestión, así como las continuidades y cambios que lo configuran con el paso de los años. Esta debe ser una historia integral que escudriña lo social, lo económico, lo político, las mentalidades y tantas otras facetas de la conducta humana. Desde un principio, en el Museo, insistimos en cimentar la comprensión y apreciación del patrimonio cultural en el conocimiento de la historia local ramonense, pero no como una historia local cerrada; más bien, como una historia local ubicada, a su vez, en el conjunto de los procesos históricos que marcan la nación y el mundo (30).
Para los estudiantes que se iniciaban en la tarea de diseñar una nueva exposición o de ofrecer visitas guiadas a públicos de cualquier edad o procedencia geográfica, un primer paso era leer acerca de la historia de San Ramón. Pronto empecé a reunir copias de publicaciones acerca de esta historia y a discutir con los y las jóvenes la necesidad de contar con un marco histórico general con el fin de construir un conocimiento y una perspectiva adecuados para poner en valor el patrimonio ramonense y comprender el sentido que tenía para la población local. Los estudiantes, mayormente, provenían de varios cantones de la región occidental del Valle Central, no solamente de San Ramón, y también había muchachos y muchachas de otras partes del país. Además, apenas algunos de ellos cursaban la carrera de la Enseñanza de los Estudios Sociales y tenían una visión más amplia de las corrientes actuales para enfocar la historia. Muchos tenían estudios en otras áreas del saber, así que esas lecturas ofrecían un peldaño común para el trabajo colectivo.
Contextualizar históricamente expresiones culturales ramonenses cuyo origen se encontraba en un pasado más o menos lejano me permitió reelaborar permanentemente mis concepciones acerca del patrimonio cultural y de su gestión. En esa línea de pensamiento entendí que los bienes materiales e inmateriales creados por un grupo humano en otros tiempos formaban un acervo amplio del cual elegíamos uno u otro elemento para otorgarle valor patrimonial. Más importante aún fue no perder de vista el hecho de que lo que hoy para un grupo humano puede entenderse como una valiosa herencia cultural fue en el pasado el modo de vida de sus antepasados. En otras palabras, fue el día a día de esas personas o formó parte de su calendario anual de festividades como las de su santo patrono o de celebraciones del ciclo de vida como el nacimiento o la muerte. Y fue también el modo en que esas personas se procuraban techo, vestido y alimento, o de cómo le encontraban sentido a sus incertidumbres. Asimismo, constituyó la manera en que se rendía culto a la vida o al amor mediante la poesía, la música y las artes visuales, para mencionar algunas de las tantas formas en que entendemos nuestra existencia y la transmitimos a las nuevas generaciones.
Gestionar el patrimonio cultural ramonense, del cual se había investigado muy poco, era remitirse al pasado, un pasado que arrancaba en tiempos muy antiguos o en un pasado más reciente. Esta labor significó diseñar un recorrido en una de las salas de exposiciones permanentes del Museo que partía de lo que se conocía de San Ramón desde hace unos 3,000 años hasta, aproximadamente, mediados del siglo XX. Se hizo especial hincapié en recordarles a los visitantes que la historia de San Ramón no iniciaba en 1844 cuando se funda la aldea con ese nombre. Esta historia, más bien, tenía antecedentes más lejanos que gracias a los pocos estudios arqueológicos realizados hasta entonces (31) se prolongaba mucho más atrás. En exposiciones temporales en otras dos salas y en la otra sala permanente que se administraba, se mostraban aspectos diversos alusivos a distintos periodos de la vida en el cantón.
Foto n.º 9.
Foto de la sección Nuestros Antepasados Indígenas. Primera versión, 1987.
allá de lo “típico”
Otro asunto, y muy a tono con el paso del tiempo que caracteriza los procesos históricos, fue comprender que un patrimonio cultural no se queda en un elemento “típico” inmutable que pudo haberse enquistado en una visión simplista de una identidad cultural. Todo lo contrario, la investigación de ese patrimonio y sus raíces históricas revelan un patrimonio que se transforma, que con los años pierde algunos rasgos y gana otros, que no es ajeno a influencias externas ni a inspiraciones de quienes lo vivieron como hábitos cotidianos. En otras palabras, está sujeto a influencias de otros pueblos y a reinterpretaciones elaboradas a partir de experiencias locales. Esta dinámica hace difícil la identificación de un “lo propio” estereotipado y más bien nos lleva a comprender que en ese “lo propio” hay mucho de apropiado de otros pueblos y sus culturas, con sabor local.
Una y otra vez esa construcción compleja de las culturas y de lo que elegimos de ellas como patrimonio saltaba a la vista. Tuve la dicha de articular mi trabajo en el Museo, considerado como acción social universitaria, con proyectos de investigación fuera del Museo y con cursos que impartía como profesora universitaria. Esas experiencias, semestre a semestre, junto con las que reunía en el Museo, también alimentaban mis reflexiones ya que me ofrecían la oportunidad de comentar con colegas y alumnos mis observaciones. Fue de particular importancia el hecho de impartir los Seminarios de Realidad Nacional – opción Patrimonio Cultural –pues allí con los estudiantes de estos cursos, en discusiones y en la orientación de sus proyectos de investigación, razonaba con ellos, aclaraba dudas y aprendía, aprendía mucho. Era siempre un reto pues, constantemente, había situaciones nuevas para mí y para ellos, y al orientarlos, todos descubríamos aristas distintas del patrimonio cultural de la región de Occidente del país y de su sentido.
Así fue como, en uno de esos Seminarios, un grupo de tres estudiantes de tres localidades distintas – Abangares, Palmares y San Ramón - hicieron una investigación acerca de la olla de carne, platillo emblemático de la cocina tradicional costarricense. Una de ellas, Aurora Castillo Venegas, era particularmente observadora y había tomado el curso con mucho interés. Ella era una especie de coordinadora del grupo y con frecuencia me comentaba de las dificultades que tenían a lo largo de su proceso investigativo y de lo que se iban encontrando en el camino. ¿Será que la olla de carne se preparaba de un modo distinto en cada lugar? ¿Qué significaba eso? Y luego, las informantes más jóvenes no se ponían de acuerdo con las abuelas y las recetas de ambas no coincidían. Aquellas le agregaban uno que otro ingrediente distinto a esa tradicional comida. Las estudiantes y yo entendimos que eso de la diversidad local era cierto en una manifestación cultural concreta, y, además, que esa preparación que veíamos como parte del patrimonio cultural gastronómico costarricense había sufrido algunos cambios a lo largo del tiempo. En suma, teníamos en nuestras manos un patrimonio con variantes geográficas y temporales.
Sin duda, el conocimiento del patrimonio y su gestión guardaba muchos secretos. En mis primeros años de trabajo, el énfasis de las exposiciones en el Museo radicaba en el patrimonio en sí. Los ramonenses lo habían construido y como se estaba perdiendo por falta de interés y por querer dejar atrás todo lo campesino, visto entonces como un lastre para el progreso (32), era urgente evitar su destrucción y también su olvido (33). Los estudiantes del Trabajo Comunal se identificaron muy pronto con este sentido de emergencia, el que yo también observaba con mucho pesar. Por ese motivo, no fue difícil para ellos sumarse a la tarea de traer al Museo objetos históricos de uso cotidiano como los que se colocaron en la recordada casita campesina. Ellos mismos sugirieron para el primer montaje, que se empezó a diseñar en marzo de 1987, construir una casa rústica de tablones anchos de madera, ejemplo de un estilo muy común de levantar viviendas en San Ramón, durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. Y ellos se dedicaron a pedir a personas de la comunidad, objetos prestados para amueblar y decorar la casita acorde con esos tiempos. Allí, por cierto, se originó la colección de objetos históricos que hoy el Museo resguarda con mucho orgullo.
Lo cierto es que la casita se convirtió en emblema del Museo. No solo ella con su techo de tejas de barro, su corredor y su troja eran fuente de innumerables recuerdos para ramonenses y costarricenses de otras comunidades. Los objetos contribuían a crear la nostalgia del tiempo de los abuelos y los tatarabuelos. Los visitantes veían como algo propio las planchas de hierro y la máquina de coser que usaron las abuelas, y los artefactos de loza esmaltada en las que se comía cuando la economía doméstica permitía adquirirlos de negocios que importaban esos bienes. También el camón de madera, la mesa del comedor y el escaño del corredor, todos de factura local, no dejaban a nadie impasible. ¡Ni qué decir de los santos de bulto en los camarines, las máquinas de moler café y las ollas de hierro! Con los niños resultaban de especial interés la bacinilla al pie del camón, las toscas figuras de madera que creó uno de nuestros estudiantes representando una pareja y una niña de aquellos años con los trajes cotidianos, la carbura para alejar la oscuridad de la noche y la tahona que según decían los mayores, no sólo servía para animar a los caballos, sino también para disciplinar pequeños mal portados.
Foto n.º 10. Vista de la casita.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto n.º 11. Interior de la casita.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
A los objetos de la casita le siguieron muchos otros objetos prestados o que las mismas personas de la comunidad obsequiaban al entender que,
rústicos o no, en cierto estado de deterioro o no, eran parte de la vida de sus antepasados y de la suya propia a modo de una herencia que ya no querían olvidar. Pronto, hubo que pensar en una bodega y considerar que, en el futuro, el limitado espacio del Museo no sería suficiente para albergar todos esos objetos. ¿Cómo entonces resguardar el patrimonio material que envejecía en los patios de las casas a la intemperie y que mejor se debería llevar al Museo? ¿Cómo evitar que la poesía, la música, las leyendas se diluyeran en un olvido tenebroso? Una respuesta me llegó en un libro que encontré en una de mis frecuentes búsquedas de literatura impresa en tiempos en que no existía Internet.
Me encantaba, y me sigue fascinando ir de librerías e ir de bibliotecas para toda mi actividad académica: los cursos, las investigaciones y, por supuesto, el Museo. Iba gustosa y emocionada a buscar libros y artículos de revistas académicas en esos lugares, en los que podía pasar horas revisando títulos y revistas. Mi presupuesto en aquellos años era limitado porque la crisis de la década de 1980 dejó los salarios de los docentes universitarios muy alicaídos y los libros de mi interés eran por lo general importados. Se escribía poco en Costa Rica acerca del patrimonio nacional. Con los artículos de revistas académicas la situación era otra ya que la abundante hemeroteca de la biblioteca “Luis Demetrio Tinoco”, ubicada en la Sede Rodrigo Facio de la Universidad de Costa Rica en San José, permitía la fotocopia de artículos, cosa que, felizmente, no vaciaba mi bolsillo.
Así y todo, no titubeé en comprar Antropologíaypatrimoniode Llorenc Prats,Antropologíayturismo¿Nuevashordasyviejasculturas? de Agustín Santana y Animación sociocultural. Teorías, programas y ámbitos cuya edición coordinó Jaume Trilla (34). Acerca del trabajo de Trilla me referiré más adelante. Lo que deseo subrayar ahora son estas palabras de Prats que atañen a la pretensión de almacenar todas las expresiones materiales del patrimonio mueble de una comunidad en un museo y que me ayudaron a reorientar la recolección de ese tipo de herencia cultural. Dice Prats: “Si bien la cultura, ninguna cultura, se puede preservar, sí se puede conservar, aunque sea parcialmente, su conocimiento”. Y continúa: “Éste es el verdadero patrimonio cultural que la humanidad puede conservar y transmitir: el conocimiento, tanto el de los logros científicos y artísticos más singulares, como el de los sistemas y dispositivos culturales que han permitido al hombre en situaciones ecológicas muy diversas y en situaciones sociohistóricas muy cambiantes adap-
tarse a la vida en el planeta y a la convivencia con sus semejantes” (35).
El conocimiento acerca del patrimonio era tan vital para continuar con el constante montaje de exposiciones que se realizaba con los estudiantes, como lo era para entender, que ni en el Museo de San Ramón, ni en ningún otro museo, podía caber todo lo que los habitantes del cantón habían creado en los miles de años de ocupación de este territorio. Dos cosas se desprendían de este enfoque, sin dejar de lado el cuidado de la colección que ya se había formado. La primera era documentar el patrimonio de manera más sistemática, esto es, generar un registro más detallado de toda la información que se podía recolectar acerca de los objetos y construcciones, así como del patrimonio intangible. Para ello debíamos mejorar las fichas de identificación de cada elemento mueble tangible de la colección e incorporar al centro de documentación los materiales que resultaban de las investigaciones elaboradas para los montajes.
El centro de documentación que se había iniciado con la recopilación de lecturas históricas acerca de San Ramón tenía, en consecuencia, que albergar la información que nosotros mismos generábamos. Con el tiempo, nuestros trabajos de investigación y las mejores investigaciones de los estudiantes de los Seminarios de Realidad Nacional – opción Patrimonio Cultural – que también custodiábamos llegaron a ser materiales de consulta para todo tipo de alumno de los distintos niveles de la educación formal incluyendo tesiarios de universidades públicas y privadas. En ocasiones, esa información era la única que existía acerca de muchos temas, y pues, hubo que hacer fotocopias de algunos de esos documentos ante el riesgo de que se deterioraran por las consultas frecuentes. Fotografías, dibujos y mapas se conservaban como parte de la documentación que se generaba con cada nueva exposición, y su almacenamiento se ordenó en colecciones independientes según cada tipo de material.
Foto n.º 12.
Materiales guardados en el centro de documentación (fotos, dibujos, mapas).
La segunda previsión nos llevaría a ampliar lo que comúnmente se hacía en materia de educación desde los museos. Si el patrimonio material e inmaterial iba a permanecer en manos de personas sin mayor preparación para resguardar estos bienes - pese al aprecio que les tenían - era preciso prepararlas para que entendieran el valor cultural, histórico, artístico y científico de esta herencia. Hubo que pensar más allá de las visitas guiadas e incluso darles a las visitas guiadas una proyección que contemplara el cuidado de todo el patrimonio que en algún momento se exhibía. El caso del patrimonio arqueológico encabezó la lista de prioridades por la desafortunada costumbre de huaquear y comerciar con estos hallazgos. Más adelante abordaré en detalle esta importante función del Museo. De momento señalo que nos enfrentábamos a un reto enorme y que no siempre pudimos desarrollar con éxito.
Los logros eran fuentes de aprendizaje, lo mismo que aquellas iniciativas que no daban los frutos esperados. Al cabo de algunos años, el Museo se posicionó en la comunidad como el lugar en donde trabajaban personas interesadas en conservar ese bien colectivo que era el patrimonio ramonense. Nos llegaban muchas consultas de toda índole y era evidente que, desde la proyección del TCU realizado por nuestros estudiantes, bastantes personas querían que hiciéramos más con los escasos recursos con que contábamos. Hubo dos solicitudes que no pudimos resolver a satisfacción de quienes nos buscaron para que hiciéramos “algo”, algo que le permitiera a San Ramón seguir disfrutando de su patrimonio construido. Estas peticiones sirvieron de termómetro para indicarnos que la gestión del patrimonio debía incluir otro ingrediente que enlazara la nostalgia por el pasado con los retos del presente. Este ingrediente cambiaría la perspectiva de una gestión del patrimonio orientada a esta herencia en sí a otra en la que este legado histórico cultural se convirtiera en un instrumento para que la población local se reconociera de manera simbólica, pero también pragmática, en un presente, a ratos turbulento, por todos los cambios que traía la globalización.
Las solicitudes que no pudimos atender como hubiéramos querido tenían que ver con el patrimonio inmueble, esto es, edificios que algunos ramonenses identificaban como su legado cultural. Personas de la comunidad nos pidieron que detuviéramos las demoliciones de esos inmuebles. Una de esas edificaciones fue un bar llamado Daktari, ubicado en una hermosa construcción esquinera de cal y canto, una técnica constructiva de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El Daktari no era precisamente un lugar de gratos recuerdos para muchos habitantes de la ciudad pues además de la venta de licor, en ese recinto la humanidad se desdibujaba en conductas poco recomendables. No obstante esas sombras, no faltó quien entendiera que ese tipo de construcción escaseaba y merecía sobrevivir como testigo de un tiempo pasado. Otro inmueble fue la casa en donde, a principios del siglo XX, había nacido el ex presidente José Figueres Ferrer. Había personas que deseaban mantener viva la memoria de ese mandatario de algún modo impresa en esa vivienda, maltrecha y víctima de cambios, pero atada irremediablemente a la historia del país. Y, finalmente, pero algunos años después, pasó lo mismo cuando se iba a demoler el teatro Chassoul.
Foto n.º 13. Antiguo Bar Daktari.
Nota. Cortesía de Fernando González Vásquez. Foto n.º 14. Casa de José Figueres Ferrer como yo la conocí.
Nota. Cortesía de Fernando González Vásquez.
Todos estos inmuebles eran edificios muy céntricos. Estaban construidos en terrenos valiosos desde un punto de vista financiero. Su valor patrimonial pasaba, por ese motivo, a un segundo plano. Un consuelo ha sido que la antigua vivienda del ex presidente Figueres Ferrer es hoy un centro cultural muy dinámico que ha enriquecido la agenda cultural del cantón y de la región de Occidente. El caso de los otros dos inmuebles no fue tan afortunado y apenas unas cuantas fotografías recuerdan que una vez formaron parte del paisaje urbano de la ciudad. En ocho o nueve años de trabajo, pensaba yo, nos había ido bastante bien poniendo en valor el patrimonio cultural mueble e inmaterial de los ramonenses. En varias ocasiones evitamos ventas del patrimonio arqueológico y del patrimonio cultural mueble cuando se nos hacía las consultas respectivas, pero con el patrimonio inmueble era evidente que el interés económico no permitía entender que un centro histórico puede tener también un importante valor comercial cuando se cuida como se debe. A menudo les recordaba a las personas que muchas de ellas soñaban con visitar Europa, sus edificios históricos y sitios que marcaron hitos en la historia mundial. ¿Tenía entonces sentido que se viajara hasta tan lejos para apreciar esas huellas del pasado cuando a pocos metros de sus casas, ese equivalente en materia de inmuebles antiguos se destruía sin piedad?
Me pareció, entonces, importante explorar la vía de amarrar el pasado al presente, o sea, enfatizar en que el pasado no había quedado atrás; formaba parte del presente y como tal permeaba nuestras vidas, nos era útil para resolver problemas actuales. Gestionar el patrimonio para conservarlo, desde este punto de vista, era solamente una parte del compromiso del Museo; la otra parte era entenderlo como una herramienta para vivir el presente. Desde más o menos 1993 empecé a pensar de esta manera, pero no tenía referencias cercanas que me confirmaran que esa vía no era descabellada. En 1995 obtuve una respuesta a mis interrogantes en un seminario taller al que fui invitada. Expertos de otros lugares de América Latina participaron en ese evento que tenía por título “Museos y desarrollo humano sostenible”. Nos instaban a convertir los museos bajo nuestra administración en espacios problematizadores, en lugares de reflexión para contribuir a mejorar la calidad de vida de las poblaciones a las que servíamos, más allá de los alcances de la labor realizada hasta la fecha. Asistí a brincos y a saltos al evento de tres días en San José porque mis hijos estaban pequeños y su cuidado también era una prioridad. Sin embargo, este seminario taller se convirtió en una de las capacitaciones más inspiradoras a las que asistí en todos los años que coordiné el Trabajo Comunal del Museo (36).
A partir de1996, asumí el reto de no situar las exposiciones temporales solamente en el pasado. Las visitas guiadas con talleres para los escolares debían, asimismo, contemplar un acercamiento al presente. “Productores de alimentos” (1997), “Vivimos en el corazón de la ciudad” (2000), “De temores y temblores. El sismo de 1924” (2001), y “¿Sobrevivirán los trapiches en San Ramón? (2002)” fueron algunas de las exposiciones en las que ensayé este enfoque. Con “Productores de alimentos” quisimos mostrar la importancia de este grupo de trabajadores en San Ramón desde su fundación, en 1844, así como las dificultades y retos que ellos enfrentaban hacia finales del siglo XX. La exposición acerca del sismo de 1924 fue útil para recordarle a los ramonenses el peligro de construir en laderas de suelos arcillosos, práctica bastante común en la ciudad y al este de este centro urbano. Lo mejor de este montaje fue el taller para escolares que recreaba el riesgo de la caída de objetos durante los temblores y la importancia de la solidaridad entre vecinos con una sencilla merienda que se disfrutaba con niños y niñas, de agua dulce y bizcochos de maíz, tal y como hicieron sus antepasados.
La exposición que mostraba la triste desaparición de los trapiches en todo el cantón debido a las nuevas exigencias de instituciones públicas para su funcionamiento y el descenso constante en la demanda de dulce, muy notable en la década de 1990, quería poner a los visitantes a pensar y opinar. A estos, se les entregaba un trozo de papel en el que se les solicitaba su opinión acerca de lo que ocurría y sugerencias para evitar la pérdida de ese patrimonio. La mayoría de las personas se mostraban dolidas con esa pérdida, pero no atinaban a sugerir soluciones.
Finalmente, la exhibición “Vivimos en el corazón de la ciudad”, que contrastaba el ayer y el hoy – de 1920, aproximadamente, hasta finales de la década de 1990 - del área más céntrica de la ciudad movió sentimientos. Para recordar el ayer se confeccionaron maquetas de este sector del área urbana y edificios públicos tal y como se veían antes del terremoto de 1924 y se incluyeron fotografías de hombres y mujeres, muy elegantes, ambos vestidos a la usanza de aquellos años, entre otros elementos. Para reflexionar acerca del hoy colocamos, entre otras cosas, un maniquí de un hombre ebrio tirado en el piso con un poco de basura con otros recursos visuales que retrataban los problemas que se percibían en esa zona céntrica de la ciudad. Pasar del nostálgico San Ramón del ayer al dramático San Ramón del hoy provocó reacciones inesperadas. La sala en donde se presentó esta muestra se dividió en dos mitades divididas por mamparas de modo que al recorrer el ayer no se podía observar el hoy. Cuando de pronto, al entrar al sector correspondiente a los tiempos actuales, los visitantes literalmente casi que se tropezaban con el maniquí de hombre ebrio, la sorpresa era mayúscula. Algunas señoras y jovencitas gritaban del susto, y niños y niñas salían corriendo de la sala atemorizados.
Foto n.º 16.
Exposición Vivimos en el corazón de la ciudad
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón
Foto n.º 17.
Exposición Vivimos en el corazón de la ciudad.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón
Durante mi gestión en el Museo, además de estudiantes de Trabajo Comunal contamos con la colaboración de estudiantes de la Sede de Occidente que hacían horas beca. Estos muchachos y estas muchachas, de familias con recursos muy limitados contribuían con 4 horas de trabajo por semana a algún proyecto u oficina de la Sede. Quienes cumplían con
esas horas en el Museo ayudaban con la vigilancia de las salas pues no faltaban actos de vandalismo y, ocasionalmente, hurtos de objetos. En vista del impacto que “el borracho” provocaba en niños y niñas designé, para la atención de esa sala, a estudiantes que se sentían en capacidad de acercarse a los menores para conversar con ellos de modo que la experiencia de visitar esa exposición trascendiera el susto y contribuyera a una reflexión con sentido. Eran esas estudiantes las que me contaban las anécdotas que les comento a mis lectores y yo, en mis recorridos por las salas a mi cargo en el Museo, también pude escuchar algunos gritos de personas asombradas.
Cada una de las exposiciones que he descrito brevemente, unidas a la última que organicé relacionada con la historia de los servicios de salud en el cantón y la necesidad de hacer un uso racional de ellos, así como de defender los que contribuían a nuestro bienestar, pretendían recordar aportes y curiosidades del pasado, e ir más allá. Los estudiantes y yo, queríamos poner a los visitantes a pensar, a revitalizar un patrimonio y una historia vistas las demandas del presente; a no perder de vista que, como ciudadanos, les correspondía parte de la tarea de hacer del día a día en San Ramón una existencia humanamente sostenible para el bienestar de todos.
Desde hacía varios años atrás, la Vicerrectoría de Acción Social, instancia universitaria de la que la renovación del proyecto de Trabajo Comunal dependía, nos pedía que evaluáramos las actividades de toda índole que se realizaban en el Museo. En atención a esta obligación, entre becados y jóvenes de Trabajo Comunal se evaluaban las exposiciones con breves entrevistas a visitantes elegidos al azar. En las respuestas que estos brindaban se apreciaba una preocupación respecto a alguna de las situaciones que planteaban las exhibiciones y su complacencia por la experiencia de haber visitado el Museo. Sin embargo, pienso que el impacto duradero no era tan fácil de percibir y, además, se debería manifestar en la cotidianeidad del sujeto, algo que ya no estaba al alcance de quienes laborábamos en esta institución.
Además de lo que tratamos de comunicar con estos montajes, la reflexión en torno al patrimonio cultural no concluyó allí, y como lo mencioné más atrás tampoco ha terminado hoy. La actividad en el Museo, a los pocos años de iniciado el trabajo se volvió cada vez más intensa. Por momentos me sentía como médico de la consulta del Seguro Social pues cada 15 o 30 minutos debía atender a una persona, un estudiante o miembro de la comunidad, que algo quería saber del patrimonio ramonense o de la historia local. Dar citas ayudaba, pero igual, no faltaban pequeñas cosas imprevistas que requerían de mi participación. Nuestros conserjes, los señores Fernando Fernández Fernández y después Eduardo Rojas Varela, identificados con todo lo que se hacía en la institución, asumían lo que podían cuando estaban en el Museo, pero había asuntos que escapaban a sus posibilidades. Por esa razón, cuando la Lic. Vianney Durán Campos, Coordinadora de Acción Social en la segunda mitad de la década de 1990, logró al fin conseguir una secretaria para que nos apoyara, tuve un respiro. La llegada de la Sra. Maritza Jiménez Céspedes, quien prontamente se hizo cargo de atender consultas en el centro de documentación y de dirigir al público, cuando era del caso, a los otros proyectos de Acción Social que también funcionaban en el mismo edificio del Museo, entre otras tareas, me permitió hacer visitas más pausadas a comunidades para imaginar otras miradas al patrimonio ramonense, siempre desde la óptica de la sustentabilidad.
Muchos años antes había contemplado desarrollar con miembros de comunidades proyectos para proteger el patrimonio tangible e intangible de todo tipo que se pudiera tener allí. Las exposiciones viajeras eran ventanas para observar el paisaje construido y algunas actividades cotidianas de los muchos lugares que visitamos. También daban la oportunidad para conocer cómo docentes, adultos, niños y niñas percibían la vida en estos lugares. Habían llamado particularmente mi atención, algunas edificaciones dispersas en los distritos del cantón. Me preocuparon el histórico y bello conjunto del beneficio de La Alameda en San Rafael, el antiguo puente de piedra sobre el río Barranca – camino a Piedades Sur - en franco abandono, y los trapiches del caserío de La Paz, entre los cuales había uno que tenía una gigantesca rueda de agua que hacía las delicias de mis estudiantes del Seminario de Realidad Nacional cuando los llevaba de gira.
No pude entusiasmar a los dueños de la empresa que ocupó por un tiempo ese beneficio para transformarlo en lugar de visitación. Les ofrecí acondicionarlo con mis estudiantes de Trabajo Comunal para resaltar su aporte a la economía del cantón durante sus mejores años, en la primera mitad del siglo XX. Les indiqué que, de hacerlo así, podrían cobrar un pequeño monto a visitantes y hasta generar empleo con un servicio de visitas guiadas. Por otra parte, poner en valor aquel puente requeriría de una labor de motivación de la comunidad por medio de talleres de manera que, eventualmente, algunos de sus pobladores lo cuidaran para evitar que se llenara de maleza, otros contaran su historia mediante una visita guiada y otros más, tal vez, pusieran algún servicio de comidas. Sondeé esta posibilidad varias veces con personas conocidas de los alrededores, pero se me indicaba que eso “era mucho trabajo” y no había seguridad de que, al concluir el debido acompañamiento, este proyecto se pudiera mantener.
La exposición acerca de la sobrevivencia de los trapiches fue lo que se pudo hacer para lograr que, los pocos aún en funcionamiento, pudieran mantenerse. Los trapiches eran más que sitios de rememoración nostálgica; eran centros de producción y su supervivencia estaba atada a las ganancias que podían generar. Cuando los visitamos para montar la exposición, muchos ya habían claudicado en Piedades Sur y en Piedades Norte, dos distritos de San Ramón. Lamentablemente, sus dueños no visualizaban una existencia prolongada. La estudiante de Trabajo Comunal, Claudia Sancho Cambronero, escribió un artículo de divulgación para extender el alcance de la exposición (37). Además, ella y la estudiante Luisa Castro Cascante elaboraron un recetario modesto con platillos elaborados con tapa de dulce para llegar a un público más amplio (38). Sin embargo, la desaparición de los trapiches era un asunto grande y hoy pienso que me faltó visión para continuar desde el Museo con otra exposición y actividades para hace más visible esta lamentable pérdida, no solo de lugares históricos, sino más bien de un medio de vida para generaciones de familias del campo.
Figura n.º 4.
Artículo divulgando el recetario con tapa de dulce como ingrediente principal, 2004.
Nota. La Nación, Suplemento Viva, viernes 21 de mayo de 2004, p.6.
Ya jubilada logré concretar un proyecto que me hubiera gustado realizar en aquel entonces: escribir un libro dirigido a un público amplio acerca de los trapiches como patrimonio cultural. Trapiches en San Ramón. Entrelanostalgiaylasobrevivenciaha sido ese libro (39). En él recupero una parte la información que se recopiló en el Trabajo Comunal, aporto otros datos y reflexiono acerca del legado histórico y cultural de esos centros productivos.
Al abrigo del Museo, y motivada por lecturas e intercambio de experiencias con colegas, entendí que un patrimonio cultural puede valorarse como un recurso cultural, un recurso con múltiples posibilidades para generar empleo e ingresos para los habitantes de una localidad. Yo
no estaba inventando esto, había estado en lugares así, y San Ramón no podía ser una excepción. Este cantón, a diferencia de otros en Costa Rica, no era en aquellos años, ni lo es hoy, un espacio turístico por excelencia. La lectura de Antropología y Turismo de Agustín Santana y de MejorCercanosqueLejanos de Juan Pablo Pérez Sáinz me permitieron contemplar posibilidades en el país, mientras valoraba riesgos de una comercialización de las expresiones culturales propias de cada comunidad como hacía varios años había alertado Néstor García Canclini (40). En esencia, mi planteamiento es que si las personas ven en su herencia cultural un medio para generar o mejorar sus ingresos se sentirán más motivadas para recuperarlo, conservarlo y revitalizarlo. Por momentos, esta propuesta me parece excesivamente comercial y me gustaría considerar el patrimonio cultural como un bien que no se debe apreciar bajo ese tipo de criterio. Pero, si los miembros de las comunidades no se apropian de este legado, otros pueden hacerlo y lucrar con él como ha sucedido en muchos lugares del mundo.
Los tres lugares que menciono, desde mi punto de vista, son valiosos recursos culturales alrededor de los cuales se puede generar un movimiento para poner en valor otros elementos patrimoniales de estas comunidades y un sinfín de actividades económicas que se pueden desprender de su puesta en valor. Para entonces, y dada la demanda de tiempo que implicaba invertir más horas de trabajo en estas iniciativas, yo habría requerido de otros apoyos en materia de recursos humanos, por ejemplo, un docente colaborador para emprender estas tareas. Una experiencia algo parecida me había hecho ver que yo, como única docente a cargo del Trabajo Comunal, y con las tareas que tenía a cargo, no podría asumir ese trabajo fuera del Museo.
Hacía algunos años, cuando conté con el aporte de la Lic. Iveth Barrantes Rodríguez, acepté una solicitud del barrio de Santo Domingo, ubicado al oeste de la ciudad de San Ramón para motivar a sus habitantes por medio de la puesta en valor de su patrimonio cultural, a comprometerse con la resolución de necesidades detectadas en esa micro comunidad. Iveth asumió la guía de las estudiantes de Trabajo Comunal responsables de ese proyecto. El conjunto de actividades que desarrollaron a lo largo de unos meses fue fructífero y generó el sentido de pertinencia que se buscaba y el dinamismo necesario para que los habitantes del barrio resolvieran algunos de sus problemas.
Aunque no avancé mucho en la implementación de estas ideas, ya jubilada, las sinteticé y expuse en una conferencia que impartí en la Sede de Occidente y las publiqué en un artículo titulado “Conservación del patrimonio cultural y generación de empleo: posibilidades y riesgos” (41). Invitada por grupos comunales tuve también la ocasión de compartir esta propuesta con el deseo de entusiasmar a habitantes del cantón para que la pusieran en práctica.
Los diecisiete años como gestora cultural en el Museo me llevaron por un sendero de constante reflexión y experimentación en torno a las posibilidades para poner en valor un patrimonio cultural. El hecho de que la Sede de Occidente y la Vicerrectoría de Acción Social me permitieran esa continuidad a cargo del proyecto de Trabajo Comunal Universitario “El Museo de San Ramón y la Comunidad” fue, indudablemente, una condición indispensable para pensar y poner en práctica ideas, planteamientos teóricos, y evaluar constantemente el trabajo realizado con el fin de rectificar y crecer.
(26) Hay muchas publicaciones que explican de modo sencillo cómo entender el concepto de patrimonio cultural en su acostumbrada división de patrimonio material o tangible y patrimonio inmaterial o intangible, así como las muchas manifestaciones de ambos tipos de herencia cultural. Muy útiles resultan: el capítulo escrito por Giselle Chang Vargas (2004), “Patrimonio cultural: bienes materiales e intangibles que nos identifican” en la compilación PatrimonioCultural. Diversidadennuestracreaciónyherencia , del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes (San José, C.R.: Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural, pp. 9-51) y el breve libro de Ligia Carvajal Mena (2007), Maticesdelpatrimonioculturalcostarricense:un esfuerzoparapreservarlonuestro(San José, C.R.: Editorial Universidad de Costa Rica).
(27) La publicación de un libro de mi autoría acerca de los trapiches ramonenses recogió algunas de mis últimas ideas en torno a la puesta en valor y la conservación de un patrimonio que se aprecia mejor in situ y en manos de la familia que lo pone a producir. TrapichesenSan Ramón. Entrelanostalgiaylasobrevivencia(2015). San Ramón. C.R.:
Alma Huetar.
(28) Castro Sánchez, Silvia (28 de setiembre de 1987). Exposiciones permanentes.Materialcomplementariodirigidoaeducadores.San Ramón: Proyecto de Trabajo Comunal Universitario “El Museo de San Ramón y la Comunidad”, documento poligrafiado en empaste de documentos de la Coordinación de Acción Social, n.º.6 de 1987, Archivo Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(29) Castro Sánchez, Silvia (junio de 1988). Solicitudderenovacióndel proyectodeTrabajoComunalUniversitario“ElMuseodeSanRamóny laComunidad” paraelperíodoagostode1988aagostode1989 , p.1. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(30) Castro Sánchez, Silvia (1996). “Patrimonio cultural, historia local e identidades. Reflexiones para la Costa Rica de hoy” en Carmen Murillo Chaverri (editora), AntropologíaeidentidadesenCentroamérica . San José, C.R.: Oficina de Publicaciones de la Universidad de Costa Rica, pp. 115-121.
(31) Muy valiosos en esa época fueron los trabajos del arqueólogo Sergio Chaves (1994), en particular “Hacia una historia regional de la zona de San Ramón” en Silvia Castro Sánchez y otros, Antologíade historiadeSanRamón:150aniversario(1844-1994) . San José, C.R.: Editorial Guayacán Centroamericana.
(32) García Canclini, Néstor, editor (1987). PolíticasCulturalesen AméricaLatina.México: Editorial Grijalbo.
(33) En 1993, preparé un artículo para mis estudiantes del Seminario de Realidad Nacional – opción Patrimonio Cultural – acerca de esta situación. La lectura del artículo motivaba mucho a los y las jóvenes a pensar en cómo estaba cambiando Costa Rica y cómo se relegaban al olvido aspectos de la cultura tradicional. Valga decir que varios de los muchachos y las muchachas que llevaban ese curso, luego matriculaban su trabajo comunal en el Museo. El artículo es: Castro Sánchez, Silvia (1993). “De la enagua de manta a los ‘blue jeans’”, en Herencia (Vicerrectoría de Acción Social, Universidad de Costa Rica), Vol.5, n.º. 1, pp. 137-143.
(34) Prats, Llorenc (1997). Antropologíaypatrimonio.Barcelona: Editorial Ariel S.A.; Santana, Agustín (1997). Antropologíayturismo. ¿Nuevashordas,viejasculturas?Barcelona: Editorial Ariel S.A.; Trilla, Jaume, coordinador (1997). AnimaciónSociocultural.Teorías, programasámbitos.Barcelona: Editorial Ariel S.A.
(35) Prats, Llorenc (1997). Antropologíaypatrimonio.Barcelona: Editorial Ariel S.A., p. 62.
(36) Guio mis pasos de esta articulación del pasado con el presente, el trabajo de Pablo Calderón Kusulas (1995), Hablemosdedesarrollo sostenible(San José: Deisa Internacional S.A.), al que tuve acceso algunos meses después de realizado el seminario taller. Allí se indicaba: “El desarrollo sostenible tiene como objetivo último, mejorar la calidad de vida de toda la humanidad, la presente y la futura, promoviendo el equilibrio permanente entre la sostenibilidad ambiental, el crecimiento económico y la equidad, mediante la participación de todos y todas” (p.15).
(37) Sancho Cambronero, Claudia (2002). “Sobrevivir o desaparecer” en RevistaMunicipal(Municipalidad de San Ramón), diciembre, p.15.
(38) Brenes Zúñiga, Harold (2004). “Dulce sabor en recetario ramonense”. LaNación , Suplemento Viva, viernes 21 de mayo, p.6. (39) Véase nota 27.
(40) Pérez Sáinz, Juan Pablo (1999). Mejorcercanosquelejanos . San José. C.R.: FLACSO; García Canclini, Néstor (1984). Lasculturas popularesenelcapitalismo . México: Editorial Nueva Imagen S.A.
(41) Castro Sánchez, Silvia (2007-2008). “Conservación del patrimonio cultural y generación de empleo: posibilidades y riesgos”, en Cuadernos deAntropología(Escuela de Antropología, Universidad de Costa Rica), nos.17-18, p. 115-126 (revista en formato digital).
Como estudiante de colegio empecé a palpar los beneficios de organizar mi tiempo para estudiar, hacer deporte y disfrutar de todas las actividades propias de la adolescencia. Residí en Brasil por casi diez años y en mis últimos años de secundaria, por primera vez, enfrenté retos que me exigieron más horas de estudio. Yo no tenía habilidades especiales para la matemática, la física o la química, pero me desenvolvía con gran soltura en las clases de idiomas – el latín incluido -, los estudios sociales y las artes plásticas. Así que, ni modo, planificar el tiempo y dedicar las horas necesarias a las materias que no me venían fáciles me resultó imprescindible.
Este orden en mis actividades llegó a su punto más exigente cuando mi papá nos matriculó, a mis hermanas y a mí, en un colegio estadounidense, en la ciudad de Recife, en el que casi todas las materias se impartían en inglés. Ya sabía algo de este idioma, sin embargo, leer veinte o más páginas de historia de esa nación cada semana y descifrar el lenguaje poético o la prosa de escritores de esa nacionalidad o ingleses, definitivamente, eran un desafío mayor. Y lo sentía así porque se trataba de mis materias favoritas y ese conocimiento era un tesoro que no me quería perder.
Cuando inicié con el primer grupo de Trabajo Comunal Universitario en marzo de 1987, con las carencias económicas mencionadas, y con una meta auto impuesta para abrir la primera sala de exposiciones permanentes en el menor plazo posible, el uso de cualquier recurso material a mano y del tiempo eran factores clave. Consideré que trabajar con orden y con metas claras era la mejor estrategia como en mi época de colegiala. Organicé al primer grupo de once estudiantes matriculados en equipos con tareas específicas y para la primera exposición diseñé un formulario en el que, con ellos, le pusimos nombre a las tres partes en las que se dividía esa exhibición. En ese mismo documento, establecimos un objetivo general para cada parte, los temas que abordaríamos y los materiales para plasmar esas ideas. Semana a semana revisábamos avances e identificábamos dificultades, replanteábamos lo necesario, sorteábamos obstáculos, buscábamos colaboraciones y algunas asesorías. No podíamos dejar mucho a la improvisación, aunque no faltaron las carreras la víspera del gran momento en el que le presentaríamos nuestro trabajo a la hoy Sede de Occidente y a la comunidad.
Desde un inicio planificamos, nos organizamos como un gran equipo que se dividía las tareas y que literalmente “hacía de tripas chorizo”. No nos faltó en la comunidad, entre las amistades y los familiares de los estudiantes, y entre autoridades y funcionarios de la Sede, quienes nos tendieran la mano. Esa planificación, consistió en el desarrollo de cinco etapas de trabajo, a ratos escalonadas, a ratos simultáneas, que culminaron con tres exhibiciones en la sala de exposiciones permanentes del Museo. En montajes sucesivos pulí los procedimientos que se incluían en cada etapa. Estas eran: inducción, investigación, diseño, elaboración de materiales y montaje. La planificación de actividades educativas, que seguía a la inauguración de cada exposición seguía un proceso similar, a saber: inducción, capacitación – en los temas de las exposiciones –, diseño de visitas guiadas y talleres, elaboración de materiales, invitación a educadores y educandos, ejecución de las actividades educativas y evaluación.
Recordemos que el Museo no contaba con personal de planta a excepción del conserje y de mi persona. El recurso humano estaba formado por estudiantes de Trabajo Comunal a quienes había que explicar el funcionamiento del Museo, las actividades y los objetivos en cada ciclo lectivo. El calendario universitario constaba de tres ciclos lectivos, dos regulares más o menos equivalentes a semestres y uno de “verano” de, aproximadamente, mes y medio que se podría a extender a dos meses. Este ciclo de “verano” se extendía desde la segunda semana del mes de enero hasta finales de febrero o la primera semana de marzo, poco antes de que iniciara el primer semestre. El primer semestre se prolongaba desde la segunda semana de marzo hasta mediados de julio, incluyendo exámenes finales. El segundo semestre iniciaba alrededor de la segunda semana de agosto y concluía a mediados de diciembre.
Había matrícula de nuevos estudiantes en cada ciclo lectivo, aunque los jóvenes, durasen más de un ciclo lectivo para concluir con sus 300 horas de Trabajo Comunal. El ciclo con mayor matrícula era el de “verano” porque muchos de ellos se encontraban de vacaciones en ese lapso y se dedicaban a realizar su TCU. En estos ciclos de “verano” se matriculaban entre 20 a 30 jóvenes y había que darles la oportunidad de trabajar intensivamente para concluir, en la mayoría de los casos, sus 300 horas antes de marzo. Para mí, por momentos, era una locura, pero yo me esforzaba para sacarle el mayor provecho a las horas estudiantiles, tanto porque así se beneficiaban los muchachos y las muchachas, como porque al haber más vehículos disponibles en la Sede, podíamos llevar a cabo tareas que en ciclos regulares se dificultaban dada la demanda de transporte para giras
de cursos que se impartían. Además, era posible formar equipos interdisciplinarios lo que sin duda combinaba múltiples talentos en los montajes de exposiciones como en actividades educativas.
Foto No. 18.
Estudiantes de TCU preparando tablas para la casita. Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Al inicio de cada ciclo, la inducción consistía en explicarles a los jóvenes cuáles eran los propósitos del Museo, cuáles eran las actividades previstas en cada uno de esos períodos y cómo había que organizarse – por equipos – para alcanzar las metas propuestas. Cada estudiante, por lo general, formaba parte de uno o dos equipos o podía combinar el trabajo en un equipo con alguna actividad individual. Todos se comprometían también a cuidar las exposiciones según un horario definido con esa finalidad.
A veces, durante el ciclo lectivo, surgían actividades imprevistas o yo descubría talentos específicos valiosos para cumplir con ciertas tareas e individualmente “renegociaba” con ellos sus responsabilidades. Yo tenía el cuidado de no recargarlos, en especial en los ciclos regulares y procuraba ser flexible con horarios para distintas tareas en épocas de exámenes pues así, ni ellos incumplían, ni yo me hacía de falsas expectativas. Esta fue una de las muchas formas de ser flexible que aprendí con los años y que resultó muy beneficiosa para todos. Cuando se pre-
sentaban ciertas urgencias, los compañeros conserjes no titubeaban en “meterme el hombro” con asuntos específicos. Recuerdo, en especial, a Eduardo Rojas Varela, quien me ayudaba a avanzar con los montajes cuando había atrasos significativos y él notaba mi preocupación.
Una parte de la inducción contemplaba recordarles a los muchachos el carácter de institución pública de nuestra Universidad y el consecuente deber de retribuirle a las comunidades del país, mediante el Trabajo Comunal, un poco de lo que mucho que el pueblo costarricense nos ofrecía al permitirnos estudiar y trabajar en la Sede de Occidente o en cualquier otra sede de la Universidad de Costa Rica. La inducción y mi constante motivación respecto a este hecho contribuyeron a contar con una gran mayoría de estudiantes muy comprometidos con sus labores en el Trabajo Comunal. Siempre me llamó la atención el que el Trabajo Comunal no tuviera nota como los cursos regulares y, sin embargo, casi todos los estudiantes dedicaban sus conocimientos y su talento a elaborar las mejores exhibiciones que estaban a nuestro alcance, las actividades educativas más significativas, las publicaciones de mejor calidad y un sin fin de tareas, como pintar paredes de las salas, entrevistar personas, atender grupos de niños o generar recursos para financiar, parcialmente, algunas de esas actividades.
A la inducción, en el caso de la preparación de exposiciones, seguía una etapa de investigación. El equipo conformado para un montaje específico sostenía una reunión conmigo para hacer una lluvia de ideas en torno al tema de la exhibición. Me correspondía estimular una discusión con criterio amplio pues desde este momento era fundamental que el grupo de jóvenes se apropiara del tema, que asumiera el producto final como fruto de su trabajo. Yo contribuía con algunos lineamientos y con mis conocimientos de la historia y la realidad ramonense para delimitar los alcances de la labor y para sugerir caminos factibles para alcanzar la meta, pero una gran parte de la labor creativa, del diseño que vendría después, y su ejecución debía surgir de los jóvenes. La exposición, en otras palabras, tenía que ser de ellos y ellas, porque eran ellos y ellas quienes se la entregaban a la comunidad y a todos los visitantes – de la localidad, de otros lugares del país y del extranjero – en las ceremonias de inauguración.
Lecturas, entrevistas y visitas a lugares estratégicos eran actividades propias de la investigación. Cuando ya se tenía una idea clara del tema nos deteníamos para precisar por escrito aquel objetivo general que en los primeros momentos se había esbozado, así como los objetivos
específicos que, usualmente, eran dos o tres. Por otra parte, y sin haber concluido la etapa de investigación, empezábamos a formular el diseño de la exposición, redactando posibles cédulas informativas – infografías en la actualidad - y proponiendo objetos, imágenes o recreaciones históricas para cumplir con los objetivos de esta muestra.
El traslape entre investigación y diseño era productivo porque nos permitía estimar si una u otra búsqueda de materiales era factible, así como sondear con personas de la comunidad eventuales préstamos de objetos, de fotografías o algún otro material que posteriormente pudiéramos incorporar. La factibilidad económica de la exposición era otro asunto a considerar por la limitación de recursos. Comprar objetos no estaba a nuestro alcance; por ese motivo, la confianza de miembros de la comunidad para conseguir objetos y fotografías prestados era indispensable.
Casi terminada la etapa de investigación nos enfocábamos en el diseño de la exposición. En este momento, era preciso tomar muchas decisiones que incluían aspectos como los subtemas que efectivamente se abordarían en la exposición, el uso y la disposición del espacio de la sala en la que se haría el montaje, los colores de la exhibición, el mobiliario que se necesitaría, los objetos que se requerirían, los textos o cédulas informativas que acompañarían los objetos, las recreaciones históricas que habríamos de construir y un cronograma que nos permitiera, entre otras cosas, estimar una fecha de inauguración. Conforme el diseño tomaba una forma más concreta yo iba haciendo cálculos del costo de la exhibición que luego valoraba con los estudiantes para organizar actividades para recaudar fondos, conseguir donaciones o préstamos de algún mobiliario que no teníamos o resultaba costoso financiar.
Con el diseño bastante avanzado, empezábamos con la consecución de objetos, la elaboración de materiales y las recreaciones históricas. Cada dos o tres años había que darle mantenimiento a las paredes de la sala en la que se haría la exposición por el severo problema de humedad del edificio del Museo en su parte antigua, ya que el calicanto de sus paredes se teñía de un color verduzco nada agradable a la vista. También era indispensable pintar mamparas, pedestales y sobre pisos, en fin, el mobiliario de la exposición. En esta etapa, casi al final del proceso de montaje, se apreciaba el valor de la planificación, aunque siempre quedaba espacio para revisar algo que no nos gustara o que era factible de mejorar. A muchos estudiantes les agradaba observar cómo los planes se concretaban después de un trabajo de varios meses.
Estudiante montando la exposición Productores de alimentos.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Nuevamente, con la etapa de elaboración de materiales casi terminada, empezaba el montaje, que resultaba relativamente sencillo, dado todo el planeamiento que había detrás. El montaje consistía en poner el mobiliario, colocar en su lugar las fotos, los dibujos y los textos, acomodar los objetos y darle a todo, la última revisión. Los días finales del montaje, eran momento para definir la fecha de la inauguración para mostrarle la exposición a la comunidad ramonense y a todas las personas que habían colaborado.
Me gustaba otorgarle cierta formalidad a la ceremonia de inauguración, aunque esta fuera modesta. Por esa razón, se invitaba con tiempo con quienes se quería compartir, se elaboraba un pequeño programa con discursos – uno mío, otro de alguna autoridad universitaria, otro de un representante de los estudiantes y, a veces, de alguna persona de la comunidad -, se incluía una actividad artística, así como el corte de la cinta a la entrada de la sala en donde se encontraba la exposición, y, por supuesto, un refrigerio que se convertía en un cálido momento para que las personas presentes intercambiaran sus impresiones.
Pero no solamente mi propia planificación con la preparación y los montajes de las exposiciones le daba una estructura al trabajo. El mecanismo administrativo vigente desde la Vicerrectoría de Acción Social que regulaba el quehacer de los Trabajos Comunales Universitarios obligaba a organizar las actividades anuales en propuestas que se presentaban cada año y de cuyo cumplimiento se informaba al término de ese período. Este régimen lo obligaba a uno a formular planes y a distribuir los recursos materiales y humanos existentes. Si bien yo procuraba darle cumplimiento a lo que proponía realizar, no faltaban situaciones imprevistas que podían dificultar el desarrollo de algunas actividades o bien representaban ocasiones únicas en las que había aprovechar la existencia de algunos recursos humanos. Me refiero a aquellos “veranos” en los que se matriculaban en el Trabajo Comunal estudiantes con mucha iniciativa provenientes de comunidades rurales.
Recuerdo varios casos, sin embargo, en este capítulo voy a resaltar solamente dos. Uno es el de una estudiante del distrito de Los Ángeles, que había sido alumna mía en la Carrera de Trabajo Social. Alice Fallas era de una energía dulce y decidida cuyo desempeño y el de otras estudiantes culminó en la preparación de un mini museo temporal en ese distrito. El trabajo de Alice con su grupo de compañeras consistió en poner en valor el patrimonio cultural de ese distrito, para lo cual se realizaron tres talleres con adolescentes de esa comunidad. Uno de los productos de esas actividades educativas, como menciono, fue el mini museo que acercó a personas de todas las edades a esa muestra. El mini museo consistió en una exposición de objetos y tradiciones de esa localidad. Para montarlo muchas personas del lugar se sumaron al proyecto aportando información y objetos históricos lo que cumplió con creces el objetivo de sensibilizar a los habitantes de Los Ángeles hacia su herencia cultural (42).
El otro caso se refiere al “verano” en el que se matriculó en el TCU, la estudiante Yorleny Fernández de Carrera Buena de San Ramón, un lugar de difícil acceso en aquel tiempo, pues se requería de un vehículo de doble tracción para llegar hasta allí. ¿Habría otra oportunidad en el futuro de contar con otra estudiante de esa comunidad? Pues no sabía. Por esa razón, decidí con el grupo de jóvenes y con la venia de Yorleny llevar el Museo hasta Carrera Buena. Yorleny, por supuesto, se movió y movió a los habitantes de ese pequeño caserío.
Gracias al apoyo de A.R.C.A. (Asociación Ramonense para la Conservación del Medio Ambiente) y su afiliado Miguel Alpízar Rojas, quien hizo tres o cuatro viajes a esa localidad en su jeep - porque en la
Sede no había ningún vehículo disponible – se realizaron actividades para niños y adultos y se montó una exposición titulada “Carrera Buena y su historia”. También se llevó la exposición viajera “San Ramón: Tierra de Poetas” para el disfrute de toda la comunidad, pequeñitos incluidos. La familia de Yorleny nos obsequió los almuerzos a todos los que cabíamos en el jeep de Miguel Alpízar porque los estudiantes “se peleaban” por ir a Carrera Buena. Entre otras actividades hicimos juegos tradicionales para los niños y un concurso de poesía con obsequios de útiles escolares bonitos y de calidad (43).
Foto No. 20.
Mini museo en Los Ángeles.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón. Hubo otros momentos en que me salí de la propuesta que presenté a la Vicerrectoría de Acción Social con otras exposiciones, actividades educativas y de otra índole. Ciertamente, que abrirnos a circunstancias no anticipadas implicaba un mayor trabajo y más gastos. Al día de hoy no me arrepiento de esas horas adicionales invertidas. Sobre algunas de esas circunstancias me referiré más adelante.
Cuando empezamos a trabajar en el Museo, por su naturaleza de museo comunitario, yo tenía claro que el éxito de esta institución dependía de la aceptación de los habitantes de San Ramón. Una cosa, vista desde la academia, era la necesidad de recuperar del olvido o de la indiferencia el patrimonio cultural local. Sin embargo, ¿qué pasaría si para los ramonenses la recuperación de su propio patrimonio, así como su puesta en valor, no fuese importante? ¿Estaríamos aportando a la calidad de vida de las personas con el proyecto que nos proponíamos ejecutar? ¿Qué actividades habría que generar para que los ramonenses tomaran consciencia de la riqueza patrimonial que poseían?
Como ya lo indiqué, el observar cómo se iban desvaneciendo en el tiempo algunas expresiones culturales tradicionales me hizo suponer que tal vez ante las luces radiantes de la modernidad, conservar el patrimonio cultural no era una prioridad para la población local. Falsa o no esta suposición, lograr una comunicación efectiva con las personas usuarias del Museo era imprescindible. Una estrategia, como bien se nos mostró en una capacitación impartida por la Unesco que pude aprovechar (44), consistía en acercarse a las comunidades para conocer su patrimonio, aunque los habitantes de esos lugares no pudieran clasificar sus tradiciones, costumbres, objetos de uso histórico y edificaciones añosas como elementos de valor patrimonial.
En aquellos años, en San Ramón, sucedía que personas de afuera buscaban objetos viejos y bienes arqueológicos, pues en el país ya existía un mercado para antigüedades, estuviera este dentro o fuera de la ley como sucedía con el patrimonio arqueológico. No resultaba extraño para habitantes de caseríos dispersos por el cantón que de pronto algún citadino preguntara por “chunches viejos” y ofreciera dinero por ellos. Había, por lo consiguiente, una idea de que aquellos objetos del pasado tenían algún valor, pero ¿sería este solamente un valor monetario o se trataba de un valor que trascendía lo material y se reconocía como riqueza cultural?
Para caminar junto con las comunidades con el fin de que ellas reconocieran aquella riqueza cultural que habían construido a lo largo de su existencia, cada exposición que se hiciera y cada actividad educativa que se preparara debía motivar una reflexión en torno a su historia y a su capacidad creativa para dar respuestas a la vida misma. Como señalé más atrás, cuando se empezó el Museo contábamos con algunas historias del cantón de San Ramón que proporcionaban un insumo básico, sin embargo, las historias de los distritos y de sus caseríos no estaban reunidas en ninguna publicación y ni siquiera en algún manuscrito. Ni qué decir de la historia cultural de las tradiciones y costumbres, de la vida laboral, de los usos de objetos, en fin, de expresiones culturales que cada pueblo va creando con el paso de las generaciones. Por ese motivo, para que las exposiciones pudieran resultar en vehículos de comunicación efectivos con los usuarios del Museo, la investigación previa a un montaje conllevaba un trabajo de campo para conocer las micro historias de caseríos y barrios. Era preciso conocer esas historias para que, en cada exposición, pudiéramos contar una historia en la que las fotografías antiguas y los objetos tuvieran un contexto que les dieran un sentido social y cultural.
Cuando empezamos a hacer museo, en el ámbito costarricense ya había calado la propuesta de ir más allá del “museo-escaparate”, esto es, de aquel museo que consistía en la exhibición de objetos sin más información que su nombre, fecha de elaboración, y unos pocos datos referentes a su origen. A principios de la década de 1980, yo había visitado museos como el Louvre, los museos del Vaticano y el museo arqueológico de Egipto ubicado en el Cairo. Me llamó poderosamente la atención la escasa información y contextualización que acompañaba a cada objeto o pintura. De no ser por el conocimiento previo que uno tuviera de las sociedades en las que se crearon los objetos en exhibición, era realmente poco lo que se aprendía acerca de esos grupos humanos. Así que yo entendía bien el concepto de “museo-escaparate” y me encontraba convencida de superar esa noción de museo.
Como antropóloga y con 11 años de labor en el entonces Centro Universitario de Occidente, yo ya había acumulado experiencia realizando trabajo de campo en San Ramón y en cantones vecinos. De hecho, el primer proyecto de investigación que realicé en el Centro Regional me aportó un valioso conocimiento para recopilar información en distintas localidades (45). Vincularme desde muy temprano con actividades de Acción Social, igualmente, me llevó a conocer el debido trato con personas de la comunidad, así como también con algunas de aquellas que luego apoyarían al naciente Museo.
En las reuniones con los equipos estudiantiles que tendrían a cargo una exhibición y en vista de que los alumnos provenían de distintas carreras, se diseñaba una metodología para el trabajo de campo. Brevemente, les explicaba cómo entender la cultura o las culturas en sentido antropológico, así como la importancia de los contextos históricos en los que esas culturas se producían y transformaban con el paso del tiempo. No pasaba por alto referencias al concepto de patrimonio cultural y su importancia para las comunidades.
Posteriormente, abordaba el empleo de la entrevista con preguntas abiertas como técnica privilegiada en la búsqueda de información, así como la elaboración de las guías de preguntas que debían tener presente en todo momento los objetivos de las exposiciones. En los primeros años de trabajo en el Museo, las guías de preguntas para las entrevistas eran muy concretas y yo las revisaba para asegurarme de su pertinencia. Luego, conforme se abordaban temáticas más complejas, se desarrollaban guías más extensas que yo también valoraba. Los estudiantes tenían instrucciones de anotar o grabar estas conversaciones pues en el proceso
de diseño de las exposiciones y de elaboración de materiales los apuntes o las transcripciones de las respuestas eran objeto de consultas constantes. Además, en ocasiones, había que cotejar datos discordantes por lo que volver a visitar a una persona entrevistada se hacía necesario para ampliar o revisar información.
Algunos de los productos de esas primeras investigaciones fueron innovadores en su contenido sobre todo aquellos sobre tradiciones y leyendas. Como tales eran fuente de consulta frecuente en nuestro centro de documentación. En el momento en que redacto estas memorias, y a más de 30 años de que esa información fuera recopilada, esta le sigue sirviendo a estudiantes e investigadores.
La elección de las personas que se podían entrevistar resultó un factor clave porque las exposiciones abordaban situaciones, costumbres o tradiciones del pasado. Así, había que encontrar hombres y mujeres que pasaban los 60 años de edad y que mantenían conservados recuerdos de su infancia o adolescencia e incluso aquellas historias y prácticas culturales que sus padres y abuelos les relataban. Yo aconsejaba entrevistar a personas de ambos sexos para contar con distintos puntos de vista. Familiares de estudiantes de San Ramón eran, muchas veces, el punto de partida de las entrevistas. Debo decir que parientes y amigos de los muchachos casi siempre colaboraron, no solamente narrando sus recuerdos si no también refiriéndonos a otras personas quienes podían aportar sus propias versiones de la vida en otros tiempos.
De esta valiosa información dependían las exposiciones que llegaríamos a montar. En el curso de estos estudios de campo se tomaron muchas fotografías que nutrieron el archivo fotográfico del Museo hasta conformar una colección - junto con imágenes de otras épocas - que da cuenta de manera gráfica de un San Ramón de finales de la década de 1980 hasta principios del siglo XXI. Esas mismas fotografías encontraron su lugar en muchos montajes.
Comunicar mediante las exposiciones requería otra estrategia. Esta contemplaba tener presente el variado público que visitaba las salas. Aunque personas de todo el país acudían al Museo, lo mismo que extranjeros de paso por San Ramón, las exposiciones tenían, prioritariamente, que ser accesibles a la población ramonense, que en sí era heterogénea. Me refiero a que había quienes residían en la ciudad y quienes residían en distritos y caseríos alejados, había niños, jóvenes y adultos, había gentes con bastante educación formal y personas que leían poco, y estaban
aquellos que conocían museos y los que nunca había estado en un establecimiento de este tipo.
Desde los primeros montajes permanentes y la primera exposición viajera les propuse a los estudiantes tener presente la heterogeneidad de nuestra población meta. De allí que, en general, sugería montajes que contaran una historia, con cédulas informativas breves enmarcadas en el contexto de esa historia, así como títulos cortos y sugestivos para las mamparas en donde colocábamos fotografías, mapas y dibujos. Elegíamos con cuidado los objetos y los acompañábamos con textos concisos y pertinentes.
Con el tiempo entendí que, según sus intereses y posibilidades, las personas se enfocan en distintas cosas cuando visitan un Museo. Hay quienes ven todo, leen todo, y hasta preguntan por más - yo soy de esas -. Hay quienes solamente quieren enfocarse en los objetos o en recreaciones como lo fueron la casita, el túnel de una mina, el interior de una vivienda indígena o una tienda de la década de 1940, por ejemplo. También están aquellos que leen los títulos de las mamparas y observan las fotografías. Y, no pueden faltar quienes ven con las manos, esto es, que tienen que tocar todo lo que les interesa: imágenes, objetos, maquetas, en fin, todo lo material que esté en exhibición. Estas conductas de los visitantes exigían incorporar, de manera consciente, elementos para todos los gustos de nuestro público meta, resguardando, en la medida de lo posible, objetos delicados y empleando copias de fotografías para conservar los originales intactos. Foto No. 22.
Exposición La juventud de los años 40 y 50.
No. 23.
Maqueta de una aldea en una nueva versión de la exposición Nuestros antepasados indígenas.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Al principio, y dado mi conocimiento de los museos que había visitado a lo largo de mis años mozos, fui algo tímida con el uso de colores en los montajes. En el fondo, ni los estudiantes ni yo estábamos convencidos de que limitarnos a ciertos cánones prevalecientes en museografías de esos años respecto al uso de colores era la única forma de comunicarnos con nuestros visitantes. No tardamos mucho en ir más allá de mamparas blancas, así como de soportes para fotografías y objetos en tonos neutros. Si para nosotros el patrimonio cultural ramonense era vibrante y queríamos desarrollar un diálogo con el público así de entusiasta, pues los azules, los verdes, los amarillos y hasta un rosado que se empleó matizado por un sobrio gris, entre otros colores, fueron parte de nuestro lenguaje museográfico. Una visita que hice cuando ya me encontraba jubilada al Detroit Institute of Arts Museum, me confirmó, aunque tardíamente, que los colores son bienvenidos en los museos. En esa ocasión, me encontré un museo con paredes de salas pintadas en rojos ocre, azules y verdes intensos, amarillos inquietos y anaranjados acogedores.
Una de las actividades más importantes de cualquier museo es exponer. En vista de las condiciones particulares en las que se inicia el Museo de San Ramón, opté, de acuerdo con la Junta Administrativa del Museo, por desarrollar gradualmente las exposiciones permanentes de esta institución. La Junta había designado cuatro salas del edificio para la parte etnohistórica del Museo, con el fin de plasmar en ellas aquel guion que mencioné en la sección Perfil del Museo en el primer capítulo. Así, aquel 9 setiembre de 1987, seis meses después de empezar con el Trabajo Comunal, se inauguró la primera sala con tres secciones, dos de las cuales correspondían, más o menos fielmente, a dos temas de aquel guion inicial: “Etnohistoria precolombina” y “Vida cotidiana”. Las exposiciones que se prepararon, en cierto modo, consistieron en interpretaciones de los títulos originales de aquellas dos secciones. Esas interpretaciones fueron producto de las sesiones de lluvias de ideas con los estudiantes.
Así, la sección de “Etnohistoria precolombina” describió mediante dibujos el desarrollo de los pueblos nativos que habitaron San Ramón desde los tiempos en que vivieron como cazadores y recolectores hasta años antes del contacto con los españoles. Esa exhibición se acompañó de un par de urnas con vasijas y objetos de piedra, prestados por la arqueóloga Ana Cecilia Acosta Vega, a manera de muestras del amplio universo de la cultura material de aquellos pueblos originarios. La sección de “Vida cotidiana” giró en torno a la casita rústica de madera, con los objetos de uso diario de principios del siglo XX, de manera que los visitantes se imaginaran cómo vivía una familia de esos tiempos a partir de esos referentes materiales.
Durante todos mis años al frente del TCU e incluso en la actualidad, reconoceré el compromiso de los estudiantes que imaginaron esa casa, consiguieron los materiales para construirla y los objetos para poblarla. Recuerdo que, en el acto de inauguración de la primera sala, a don Paquito quien nos atendía en la ferretería Dimar, se le humedecieron los ojos cuando vio la casita con sus objetos. Me acerqué a él y le pregunté si le habían gustado las exposiciones. Me dijo que la casita lo llenaba de muchos recuerdos de su infancia, de sus abuelitos y de tiempos que ya habían pasado. Supe en ese momento que mis estudiantes entendieron la razón de ser del Museo y lograron una comunicación maravillosa con los visitantes de ese día y de todos los otros momentos que vendrían después.
La tercera sección que se incluyó en la primera sala sufrió un replanteamiento algo más radical de dos temas que originalmente se titularon “Economía y sociedad”, y “Colonización y poblamiento”. El equipo de estudiantes a cargo de este montaje quiso algo dinámico, una especie de ayer y hoy en la economía del cantón y en el desarrollo de la ciudad de San Ramón. Por ese motivo, la exposición que resultó de esas propuestas fue una fusión creativa de esas dos secciones y se llamó “Transformaciones en el campo y en la ciudad” (46).
Foto No. 24.
Imagen que fue parte de la exposición Transformaciones en el campo y la ciudad.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 25.
Imagen que fue parte de la exposición Economía y trabajo familiar.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Al concluir el ciclo de “verano” de 1987, en marzo de 1988, se abrió la segunda sala titulada “Economía y trabajo familiar”, con una ligera variante de lo establecido en el primer guion. Acompañaba este montaje una réplica de un túnel de una mina, que muy pronto se convirtió en un gran atractivo. La minería en San Ramón, para las generaciones mayorcitas, tenía un aura mágica. Se contaban muchas historias acerca del auge minero de principios del siglo XX, sin embargo, una investigación de doña Miriam Pineda González y, posteriormente, de esta historiadora y la suscrita reveló que había más mito que un enriquecimiento sustancial para muchos de los que se sumaron a la búsqueda de metales preciosos en el Cantón y en las entonces lejanas minas de Abangares (47).
Pese a ello, era importante contar esa historia. Gracias a un trabajo de campo en la mina “El Peñón” que aún funcionaba en el distrito de Santiago, así como a la atenta colaboración de su administrador, los muchachos construyeron esa réplica del túnel minero con su carrito cargado de trozos de piedra en los que, supuestamente, había algún hilito de oro perdido. No faltó quien quiso llevarse un pedacito de oro del carrito o de las paredes del túnel forrado con piedras provenientes de “El Peñón”. Hasta leyendas se tejieron, como la que decía que en ese túnel asustaban y, por supuesto, grandes y chicos tenían que comprobarlo por sus propios medios.
En el ciclo de “verano” de 1987, el primero de los 17 años en que tuve a cargo en el Trabajo Comunal, se me presentó una situación inesperada. Entre los jóvenes matriculados había un grupo de cinco talentosos estudiantes de la carrera de Enseñanza del Español y la Literatura. ¿Cómo dejar pasar esos saberes y contribuir también a la formación de esos muchachos? Poco dinero y todo, con ellos decidí preparar una exposición viajera que llamamos “San Ramón: tierra de poetas”. No recuerdo cómo conseguimos la madera para los paneles que simulaban cuadros como los de una pintura, pero había que investigar acerca de la creación poética ramonense para dotarlos de un contenido significativo. Esas estudiantes y el varón del grupo realizaron la primera recopilación del Museo sobre poetas locales: las grandes figuras, otras menos conocidas, y personas jóvenes que en ese momento destacaban en el escenario literario local. En años subsiguientes, esta exposición original se amplió para incluir otras figuras del universo poético ramonense e incluso se replanteó de manera más radical en el año 2003 (48).
Aunque el Trabajo Comunal apenas se iniciaba, con cierto temor, me atreví a modificar el planeamiento inicial para el ciclo de “verano” pues montar una exposición viajera no estaba contemplado. Afortunadamente, tanto en la Coordinación de Acción Social de la Sede de Occidente como en la Vicerrectoría de Acción Social no se vio con malos ojos que agregara esta actividad. Esta experiencia, sumada a la flexibilidad que mostré para definir los temas que, finalmente, elegimos para la primera sala, me confirmó que saber aprovechar imprevistos era una virtud. Opté, por lo consiguiente, en ser siempre franca en mis informes de labores con lo que pude lograr y lo que tuve que variar.
Volviendo al tema de la exposición viajera quiero destacar que su elección no fue casual. San Ramón tenía fama de ser un cantón que, desde principios del siglo XX, empezó a hacerse un lugar en las letras costarricenses con la obra de su reconocido escritor Lisímaco Chavarría Palma. A partir de allí, otros poetas dieron a conocer su trabajo plasmado en libros o publicándolo en periódicos locales y revistas de circulación nacional (49). Desde el Museo se puso en valor este valioso patrimonio inmaterial que, por muchos años, se llevó a centros educativos rurales del cantón, así como a las escuelas de la ciudad. También lo llevamos a la escuela Central de Palmares y al Liceo de Cañas, a solicitud de los Directores de ambas instituciones.
Desde su concepción, “San Ramón: Tierra de poetas” fue pensada para escolares de todas las edades, de allí que, en cada uno de los paneles se colocó una foto o un dibujo de un poeta o de una poetisa, una pequeña biografía y un fragmento de uno de sus poemas – ambos en un tipo y tamaño de letra de fácil lectura para niños y niñas. Esta exposición también contó con un panel más grande que se abría como un libro y que contenía el título de la exposición. En este panel, cuando se visitaban las escuelas, se colocaban los poemas que los alumnos de los centros educativos redactaban. La idea era recordar el patrimonio poético, pero motivar a los infantes a darle continuidad a la inspirada inclinación de sus antecesores. Más adelante, en este documento, relataré otros detalles de las actividades educativas que acompañaron esta exposición.
Foto No. 28.
Exposición San Ramón: tierra de poetas en una escuela.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 29.
Exposición San Ramón: tierra de poetas en una sala del Museo.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Continuar con el montaje de las demás salas que se le asignaron al Museo fue un proceso de constante replanteamiento del guion original ya que yo no desaprovechaba las enseñanzas que surgían en el camino. Tan temprano como en 1988, al inaugurar la exposición “Economía y trabajo familiar” le dimos un nuevo rostro a la exhibición “Transformaciones en el campo y en la ciudad”. Esta vez, la exposición se llamó “Colonización y desarrollo político administrativo de San Ramón” e incluyó un mapa del cantón con un sistema de luces correspondientes a cada distrito. Las luces se podían encender tocando botones. Infinidad de veces hubo que reemplazar aquellas lucecitas pues los niños y las niñas que nos visitaban se sentían irremediablemente atraídos al mapa y manipulaban las luces hasta el cansancio.
Foto No. 30.
Mapa del cantón con luces.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 31.
Exposición Colonización y desarrollo político administrativo.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Quedaban dos salas por desarrollar. En marzo de 1989 (50) se inauguró la sala de “Tradiciones ramonenses” con un mural grande que pintó nuestra estudiante Shirley Fallas Acosta, alusivo a las Melcochas de María, emotiva actividad llevada a cabo cada 7 de diciembre, en la víspera de la celebración de la Purísima Concepción de María. En esa
muestra no podía faltar mención de la Entrada de Santos, hermosa y emblemática procesión cuyo origen se remonta a 1851, según lo narra la historiadora Miriam Pineda González (51). Pasear al santo patrono tenía como finalidad recaudar fondos para atender necesidades eclesiásticas en la localidad, función que conserva en la actualidad.
Otros elementos se incorporaron a la sala. Recuerdo que gustaban mucho los atados de dulce de tapa - con frecuencia habitados por alguna hormiga -, unas botellas antiguas usadas para vender la leche que nosotros rellenábamos con agua y un poquito de cal – y que los visitantes tomaban en sus manos para determinar si, en efecto, contenían leche -, un hermoso yugo y un recipiente metálico para medir cuartillos. Con la asesoría del papá de uno de los estudiantes se construyó una réplica de frentes de casas con puertas y ventanas. En el nicho de las ventanas, se colocaron varios objetos, entre ellos un vestido de novia con sus guantes. Esta sala gustó muchísimo. Era un espacio para pasar un buen rato cuando había visitas guiadas con escolares y preescolares.
Foto No. 32.
Mural de las Melcochas de María con visita de preescolares.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
En ese año de 1989 fuimos más allá y montamos en una parte de los pasillos una exposición acerca de la historia del edificio que albergaba al Museo. Y, nuevamente, el entusiasmo contagioso de los estudiantes que matricularon en el “verano” unido a una asesoría compartida que ofrecí junto con la Sra. Jeanneth Cruz Luthmer al Grupo de Bailes Folklóricos de la Sede (52) culminaron en otra exposición viajera que se llamó “Música y bailes tradicionales de San Ramón y San Carlos”.
Si bien en 1989 dimos inicio a la investigación, diseño y elaboración de materiales para la exposición sobre vida política, la falta de estudiantes de artes, así como múltiples solicitudes que se le empezaron a hacer al Museo, nos obligaron a detener el ritmo de este montaje. Entre ese año y el de 1991 cuando por fin inauguramos esa exhibición
se nos pidió preparar una muestra conmemorativa de la trayectoria de la Universidad de Costa Rica en materia de regionalización y otra para conmemorar los 90 años del Club de Amigos de San Ramón, iniciativa que, desafortunadamente, no se llegó a concretar.
Había también un interés de varias personas de la comunidad para que destacáramos el aporte de ramonenses. En respuesta a las peticiones se creó la sección de biografías ramonenses que se inauguró en 1990 con la persona de don Eliseo Gamboa Villalobos, un hombre polifacético, amante de su terruño, eximio orador, escritor y con una trayectoria política importante. Al año siguiente, se recordó a doña Ermelinda Mora Carvajal, partera en cuyas manos vinieron al mundo muchos ramonenses, entre ellos según se cuenta, el ex presidente de la República, José Figueres Ferrer.
Con apenas tres años de fundado, el Museo se posicionó rápidamente en el quehacer cultural de San Ramón. El ritmo de trabajo se volvió frenético (53) porque con los equipos de estudiantes nos movíamos mucho para atraer preescolares y escolares al programa de visitas guiadas. Yo misma me paraba en la acera de la entrada del edificio por ratos breves e invitaba a los transeúntes a ingresar – es gratuito, le decía a la gente, es de la Universidad para la comunidad -. Hoy me da mucha risa recordar esa locura, pero bueno, era joven y eso no me daba pena.
Se nos pedía también que hiciéramos el Museo accesible a visitantes extranjeros. Por casualidades de la vida, una familia de la ciudad nos pidió que aceptáramos a una joven franco-canadiense para que hiciera su proyecto en el Museo. Ella, Marie Claude Dupont, muy dispuesta, preparó unos folletos en inglés y francés, con traducciones de las cédulas informativas, vigentes en 1989 y 1990. Entre charlas que me pedían acerca de la historia de San Ramón y del Museo, un artículo que escribí acerca del empleo de la tradición oral en las investigaciones que llevábamos a cabo (54), el inicio de la atención al público en el centro de documentación a partir de 1990, la preparación del Museo para recibir visitas durante los Juegos Nacionales efectuados en 1991 y el trabajo tras bastidores que todo museo realiza, simplemente, no fue posible dejar lista la exposición de “Vida política” como hubiéramos querido.
Foto No. 34.
Poema “La Provincia del Ayote” en la exposición de Vida política.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 35.
Preescolares de vista en la exposición de Vida política.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
En 1987, cuando apenas iniciábamos y se veía muy lejano el desarrollo de las exposiciones permanentes en las cuatro salas de las que disponía el TCU, no pudimos anticipar el necesario y constante mantenimiento de esas exhibiciones, así como tampoco el de las exposiciones viajeras. Efectivamente, en 1991, año en el que pensábamos tener un respiro, empezó la renovación de cédulas informativas, de fotos, el cambio de objetos, en fin, el proceso de mejoras, motivado por nuestras experiencias, por lo que arrojaban las investigaciones que realizábamos en cada ciclo lectivo, por lo que aprendíamos en las capacitaciones y por lo que nos sugerían personas de la comunidad. Cada tres años, aproximadamente, se le daba mantenimiento a las exposiciones permanentes. Algunas veces, se introducían cambios más radicales, otras veces, menos.
Pero allí no se quedaron las cosas. Pronto entendimos que la vigencia del Museo descansaba en su continua renovación. Así nos dimos a la tarea de convertir, en primera instancia, una de las salas de exposiciones permanentes en un espacio para acoger montajes temporales de un año de duración. Más adelante, ya no era una sola sala; eran dos salas en las cuales se preparaban muestras temporales, y siempre con la meta de inaugurarlas justo antes de los festejos patronales en agosto de cada año. La demanda presupuestaria de este ambicioso proceso creativo era grande, pero la satisfacción de tener un flujo de varios cientos de visitantes alrededor del 30 de agosto compensaba el “estira y encoje” de cada colón invertido.
Me gustaría recordar los procesos de montaje que siguieron a esa etapa de desarrollar poco a poco la parte etnohistórica del Museo de San Ramón. Sin embargo, rememorar todos esos años de trabajo implicarían muchas páginas en esta publicación. Por ese motivo, considero más oportuno resaltar algunas estrategias que marcaron el trabajo para preparar exposiciones, acompañadas de unas anécdotas.
La primera estrategia me lleva al “cuaderno de firmas”, como se le conocía al documento en el que se registraban nuestros visitantes. Este “cuaderno” rápidamente se convirtió en un problema y en un gran aliado. Fue un problema porque los adolescentes encontraban muy entretenido escribir allí vulgaridades y comentarios pasados de tono, razón por la cual, al cabo de unos años preferimos mantenerlo más cerca de quie-
nes cuidaban las exposiciones, aunque esto significara un subregistro. Sin embargo, fue un aliado porque en él los visitantes hacían sugerencias de las exposiciones que les gustaría ver. Además, con el tiempo, personas de la comunidad, funcionarios de instituciones públicas o miembros de organizaciones locales se acercaban para sugerir temas de su interés. Residir en San Ramón y moverme continuamente para hacer gestiones del Museo o mis propios mandados me puso en estrecho contacto con su población de la ciudad o de sus distritos. Me gustaba escuchar a quienes se acercaban a sugerir de todo pues para mí era señal de que el Museo tenía algo que aportar.
Esa interacción social fue la fuente de muchas de las renovaciones que hicimos a las exposiciones permanentes, así como de la elección de temas para las exposiciones temporales. En el Cuadro No.1. he incluido una lista de esas exhibiciones con el año en que se montaron para el público en las instalaciones del Museo. Una de las exposiciones que atendió muchas solicitudes se tituló “Ajedrez, natación y billar en San Ramón”, expuesta entre 1998 y 1999. Creo que no exagero cuando digo que se nos pedía “a gritos” divulgar la historia deportiva del cantón y destinar algún espacio grande a una galería del deporte ramonense. Las limitaciones de espacio no daban lugar para atender esta última solicitud, pero sí consideré factible exponer poco a poco la historia deportiva local, abarcando varias disciplinas más allá del futbol.
Cuadro No.1.
Exposiciones temporales por año
La juventud de los años 40 y 50 1998
Ajedrez, natación y billar en San Ramón 1999
Vivimos en el corazón de la ciudad 2000
De temores y temblores. El sismo de 1924 2001
Ocupaciones de finales del siglo XIX y principios del siglo XX 2002
¿Sobrevivirán los trapiches en San Ramón 2002
¿Cómo se curaban nuestros abuelos? 2003
Antiguos almacenes de principios del siglo XX 2003
Nota. Castro Sánchez, Silvia (1993-2003). Informesdelabores. ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
Para la inauguración de esta exposición invitamos a todos los deportistas entrevistados y a sus familiares, quienes nos habían facilitado información y fotografías. También tomamos en cuenta a entrenadores pasados y presentes. Ese acto de inauguración fue muy bien recibido pues reunió un público muy abundante al punto de que entre los estudiantes y yo empezamos a temer que los bocadillos y bebidas no nos fueran a alcanzar. Llegaban más y más personas, incluso gente a quien no habíamos cursado invitación. Nuestra alegría pronto se mezcló con una ligera angustia por lo que los estudiantes y yo diseñamos un plan B: si llegaba más gente partíamos el tamal asado que teníamos en porciones más pequeñas y dos de ellos saldrían en carrera al supermercado a traer bocadillos y bebidas. Y sí, por dicha que hubo plan B porque Margarita Acosta, una de las entrenadoras de los equipos de ajedrez, llegó ya iniciada la ceremonia de inauguración con muchos jóvenes y niños que esa tarde de sábado, se habían presentado a entrenar.
Inauguración de la exposición Ajedrez, natación y billar en San Ramón.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón Foto No. 37.
Exposición Ajedrez, natación y billar en San Ramón.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón
Escuchar sugerencias de visitantes y personas de la comunidad reforzó la sección que se llamó “Biografías Ramonenses”. Cada año, escogíamos una o dos personalidades cuyas vidas se estudiaban, usualmente, con la colaboración de miembros de sus familias. Con excepciones, las inauguraciones de estas biografías eran muy emotivas pues para esos actos se invitaban a los familiares. Cuando abrimos la exposición de Miguel Ángel Hidalgo Salas, por ejemplo, nos acompañaron su viuda y sus hijos. Como don Miguel Ángel había sido escritor, educador y compositor de piezas musicales, ese día se interpretaron algunas de ellas, entre otras “Santa y Bella” dirigida a las madres. Fue hermoso recordar ese legado con ese pequeño grupo familiar.
En cambio, al inaugurar la biografía de Corina Rodríguez López el ambiente resultó muy festivo pues gran cantidad de familiares asistió, incluso personas que residían en Heredia y San José. Esta biografía me llevó a Heredia, en donde habitaba su única hermana viva. Esta señora conservaba fotos familiares muy bellas que amablemente nos prestó para reproducir y colocar en la exposición.
En total montamos 17 biografías ramonenses (Ver Cuadro No.2). Para cada una de ellas se preparaba un desplegable elaborado con materiales sencillos, que se repartía el día de la inauguración. Asimismo, por distintos medios, se divulgaba en el Cantón cada biografía para que la población se acercara al Museo. Siempre tuvimos muy presente la necesidad de dar a conocer todo lo nuevo que se le ofrecía a la comunidad. Con el paso de los años consolidamos el acceso a varios medios, entre ellos, revistas locales como la revista de la Municipalidad de San Ramón. En esos tiempos no había redes sociales, las que en la actualidad facilitan la divulgación.
Biografías Año
Eliseo Gamboa Villalobos 1990
Ermelinda Mora Carvajal 1991
José Rafael Arias Campos 1991
Juana Varela Hidalgo 1992
Alberto Manuel Brenes Mora 1993
Raúl Zamora Brenes 1994
Bertalía Rodríguez López 1995 Miguel Ángel Hidalgo Salas 1996
Lisímaco Chavarría Palma 1997
Padre Antonio Palma 1997
Margarita Bustamante 1998
María Teresa Salas 1998
Olger Salas Elizondo 1999
Jacoba González Porras 2000
Trino Echavarría Campos 2001
Corina Rodríguez López 2002
Ulises Cordero Araya 2003
Nota. Castro Sánchez, Silvia (1990-2003). Informesdelabores. ElMuseodeSanRamónylaComunidad . San Ramón: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
Figura No. 5.
Artículo sobre la exposición Ajedrez, natación y billar en San Ramón.
Figura No. 6.
Artículo sobre Corina Rodríguez López.
Nota. Revista de la Municipalidad de San Ramón, 1999.
Nota. Revista de la Municipalidad de San Ramón, 2002.
La segunda estrategia consistió en buscar apoyos externos al TCU. Hacia 1997, al conmemorar el décimo aniversario del proyecto de TCU, ya habíamos comprendido que ofrecer algo nuevo con cierta periodicidad era parte del atractivo de esta institución. Sin embargo, no se trataba solamente de ofrecer más; también era un reto brindar propuestas museográficas de mejor calidad. Con el propósito de que las exposiciones y las actividades educativas ganaran en calidad empezamos a buscar otros apoyos. Algunas experiencias previas ya nos habían indicado que con otras colaboraciones podíamos crecer.
Una colaboración muy significativa tuvo lugar en 1994, cuando quisimos atender muchas solicitudes para montar una exposición alusiva a la “naturaleza”. Para ello, acudimos al personal del Laboratorio de Biología de la Sede de Occidente. El entusiasmo de su encargada, Antonieta González Paniagua, y de la estudiante Hilda Víquez Mora, fueron fundamentales para alcanzar esa meta. Ambas, junto con nuestros muchachos prepararon una muestra que se llamó “El mundo, nuestro hogar” enfocada en cuatro temas: deriva continental y placas tectónicas, sistemas ecológicos, conservación y depredación de un bosque tropical, y biodiversidad. Uno de los elementos más destacados de esa muestra que, dicho sea de paso, abordaba temas de la educación general básica, fue la réplica de un bosque tropical en diferentes estados de conservación.
La divulgación de la exposición fue intensa. Se realizaron desfiles callejeros con payasos y música. También se invitó a centros educativos de manera directa. Tanto el montaje como las actividades educativas generaron una ola de trabajo enorme. En ese tiempo, el que asistieran más de 4.000 visitantes entre escolares y otros habitantes del Cantón, en las tres semanas que duró la muestra, fue simplemente un récord (55).
Aprendí muchísimo de Antonieta y de Hilda en esa ocasión, sobre todo de que era posible hacer algo más grande con la colaboración de muchas oficinas de la Sede de Occidente, a las cuales, habitualmente, yo no acudía. Esta experiencia sumada a otras, que en ocasiones eran producto de solicitudes externas al TCU, reafirmó la posibilidad de trabajar con apoyos de personal docente de la Sede de Occidente y de otras sedes de la Universidad. Así, por ejemplo, la profesora de artes, Ligia Sancho Víquez, colaboró elaborando vasijas de cerámica con base en diseños precolombinos, para una renovación a fondo de la sección “Nuestros antepasados indígenas” realizada en 1998. Más adelante, en 2001, docentes de la Escuela de Geología de la Universidad de Costa Rica, nos asesoraron en la preparación de la muestra “De temores y temblores: El sismo de 1924” (56).
Una tercera estrategia nos llevó a incrementar los recursos económicos, cosa que fue un desafío. Tengo un defecto que también ha sido virtud; procuro depender lo menos posible de otras personas para lograr mis metas, aunque estoy clara de que hay situaciones en que, indudablemente, es preciso procurar otros soportes. Cuando empezamos con el Museo, se me sugirió “pedir” recursos económicos a los comercios locales. Novata como yo era en esos asuntos, lo hice sin mucho éxito. Me llenó de pena la ocasión en que acudí a un negocio a “pedir” fondos para
alguna cosa y el dueño me respondió que no me los daría porque la Universidad de Costa Rica tenía mucho dinero. Literalmente, se me “cayó la cara de la vergüenza”, y me dije a mí misma: nunca más.
Con los años desarrollé una estrategia que combinaba varias actividades, además de insistir siempre ante la Vicerrectoría de Acción Social para que dotara al TCU de un presupuesto más generoso. De esas actividades hablaré en el capítulo 5. De momento, nada más señalo que el apoyo de Coordinadores y Coordinadoras de Acción Social en la Sede y de personas encargadas de los trabajos comunales en esta misma unidad académica, en especial de la Lic. Alicia Alfaro Valverde, quien por varios años ocupó ese cargo, eventualmente surtió el efecto deseado. Con esos fondos adicionales pudimos mejorar la calidad de las exposiciones, tal y como fue el caso de la muestra que se llamó “¿Sobrevivirán los trapiches en San Ramón?”
Foto No. 38.
Exposición ¿Sobrevivirán los trapiches en San Ramón?
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Finalmente, una quinta estrategia se vinculó a una manera de entender nuestro compromiso con la población del Cantón. Junto con los estudiantes desarrollé la idea de que el distrito central de San Ramón, principal beneficiario de los servicios del Museo, no representaba a todas
las personas a quienes queríamos llevar nuestras exposiciones y actividades educativas. La exposición viajera “San Ramón. Tierra de Poetas” era un paso en esta dirección. Significaba, entre otras cosas, movilizar un trocito del Museo a los demás distritos del cantón; algo así como que si los habitantes de los distritos no podían venir al Museo, pues el Museo iba hasta donde residían estas personas.
No puedo precisar las fechas de todas las visitas a escuelas de distritos que hicimos, pero sí puedo decir, con mucha satisfacción, que fuimos a casi todos los centros educativos de este tipo ubicados en los caseríos más importantes de cada distrito, con la única excepción de San Isidro de Peñas Blancas. También estuvimos con esa y otras exposiciones en el Colegio Técnico de Piedades Sur, en la Unidad Pedagógica de Valle Azul – varias veces porque su directora fue exalumna del TCU –, en el Instituto Julio Acosta García y en las escuelas de Río Jesús, Ángeles Norte, Bajo Rodríguez y Chachagua. También llevamos ese montaje fuera de San Ramón.
Con esa idea de que el Museo tuviera presencia en todo el cantón empezamos a transformar algunas de las exposiciones temporales en exhibiciones viajeras. Así le dimos un segundo aire a esos montajes. Si mal no recuerdo, creo que, aparte de otras exposiciones que se diseñaron desde un principio para ser itinerantes, la primera que salió a “pasear” fue “Productores de alimentos”, después de cumplir más o menos un año en las instalaciones del Museo. El formato de las muestras era en realidad sencillo. Recuerdo la asesoría de los docentes de artes plásticas, especialmente, Esteban Coto Gómez y Herberth Zamora Rodríguez, a quienes busqué en 1987, para iniciar el Museo. Ellos sugirieron montajes en las mamparas que ya teníamos, con fotos y dibujos enmarcados en cartón de presentación, con cédulas informativas con un soporte de ese mismo cartón. Ese fue nuestro estilo, al que le agregamos vistosos colores con el tiempo. Era una modalidad de fabricación casera y práctica para moverla de un lugar a otro. Desafortunadamente, la falta de urnas de seguridad nos impidió llevar los objetos que acompañaban las exposiciones.
Foto No. 39.
Exposición Productores de alimentos.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 40.
Exposición Productores de alimentos.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Al igual que con los aprendizajes en torno al patrimonio cultural, preparar y montar exposiciones nos llevó por un largo camino de múltiples aprendizajes. Planificar, comunicar, avanzar poco a poco, mantener el Museo atractivo, mejorar la calidad de sus exposiciones, así como hacerlo accesible a poblaciones de todo el cantón fueron todas acciones que no hubieran sido posibles sin el apoyo de muchísimas personas. Aquí he recordado solo algunos aspectos centrales de la organización y del trabajo. Cada persona que fue parte de esta historia tiene mucho más que aportar.
(42) Castro Sánchez, Silvia (setiembre, 1993). Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(43) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1995). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad . San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(44) Esta capacitación, dirigida por el Dr. José A. Matute, especialista de OREALC-UNESCO, tuvo por nombre “Acercamiento crítico al museo”. No puedo precisar la fecha, sin embargo, por algunas cartas que conservo es probable que se haya realizado en 1988.
(45) Mi primer proyecto de investigación se tituló Explosióndemográfica,mecanismosdeadaptaciónycambiossocioculturalesenCostaRica. Lo realicé en los años de 1976, 1977 y 1978. Este proyecto incluyó un trabajo de campo de 100 entrevistas en total, distribuidas por las cabeceras de los cantones de San Ramón, Palmares, Naranjo y Zarcero. Fui bien recibida en la mayoría de los hogares de quienes entrevisté, pero encontré unos pocos casos de rechazo algo violentos e inesperados que me sirvieron de gran aprendizaje.
(46) Castro Sánchez, Silvia (abril, 1988). Primer informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(47) Pineda González, Miriam (1983). Denuncios mineros en San Ramón. 1884-1935. ¿Un nuevo ciclo minero? San Ramón, C.R.: Centro Regional de Occidente, Universidad de Costa Rica. Ver también Castro Sánchez y Willink Broekman (1989).
(48) Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 2003). Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(49) En 1990, José Ángel Vargas Vargas, Magdalena Vásquez Vargas y Carlos Manuel Villalobos Villalobos publicaron AntologíaPoéticaRamonense (San José, C.R.: Ediciones Zúñiga y Cabal), una primera obra que reafirmó la relevancia de nuestra elección del tema de la poesía ramonense para esa exposición viajera. El reciente libro de Francisco Rodríguez Cascante, Historiadelaliteraturaramonense.Desdelosoríge-
neshastaelposmodernismo1870-1970 (San José, C.R.: Editorial UCR, 2021) amplía y explica de manera más detallada aún la razón de ser de ese San Ramón que se imagina como tierra de poetas. Por cierto, tanto Carlos Manuel Villalobos Villalobos como Francisco Rodríguez Cascante realizaron su TCU en el Museo.
(50) Castro Sánchez, Silvia (diciembre, 1989). Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(51) Pineda González, Miriam (1994). “La entrada de los santos: orígenes de una tradición ramonense”, en Silvia Castro Sánchez y otros, AntologíadehistoriadeSanRamón: 150 aniversario (1844-1994). San José, C.R.: Editorial Guayacán Centroamericana.
(52) Castro Sánchez, Silvia y Jeanneth Cruz Luthmer (1988). Proyecto deextensiónculturalydocente.Asesoramientoacadémicoalgrupode bailes folklóricos de la S.R.O. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(53) Los informes de labores de los años 1989, 1990 y 1991 dan cuenta con más detalle del cúmulo de actividades no planeadas que se llevaron a cabo, muchas por solicitudes externas. En los párrafos que siguen he mencionado rápidamente las más importantes. En este y en otros capítulos del libro ampliaré sobre algunas de esas actividades. Ver Informe de Labores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad(diciembre, 1989), Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad(noviembre, 1990) eInformedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad (noviembre, 1991).
(54) Castro Sánchez, Silvia (1990). “Museos comunitarios y recuperación de la memoria popular” en Herencia , Vol. 2, No.2, pp. 89-95.
(55) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1994). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad . San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(56) Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 1998). Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica; y Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 2001). Informe de labores. El Museo de San Ramón y la Comunidad. SanRamón , C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
Desde sus inicios, el Museo se había concebido con una función didáctica orientada a poner en valor y a revitalizar el patrimonio cultural local. Como complemento a las exposiciones, las que en sí procuraban explicar aspectos de la historia y la herencia cultural local, se diseñó un programa de visitas guiadas inspiradas en lo que yo conocía de mis paseos a lugares históricos en Europa. Se trataba de recorridos por las exhibiciones permanentes en los que los estudiantes de Trabajo Comunal explicaban su contenido acorde a la edad de las personas usuarias.
Escolares de primero y segundo ciclo de la Educación General Básica constituyeron la población meta de las primeras visitas guiadas. Posteriormente, se amplió el programa de esas visitas para incluir preescolares. Con el tiempo se recibieron colegiales, estudiantes universitarios y, en 1992, empezamos nuestra apuesta para recibir turistas extranjeros y ofrecerles el recorrido en inglés (57).
Tanto las visitas guiadas como otras actividades educativas que involucraban al sistema de educación formal público requirieron de una coordinación constante con escuelas, colegios y distintas instancias de la Dirección Regional de Ministerio de Educación Pública. Asesores supervisores de los tres circuitos en los que se dividían las escuelas, el Director Regional, y la Asesora de Estudios Sociales fueron de las personas a las que procuré convencer de las bondades de una visita al Museo. Por cierto, la Lic. Ana Rita Zamora Castillo, por largo tiempo Asesora de Estudios Sociales, rápidamente se convirtió en una entusiasta colaboradora del Museo y su generoso apoyo facilitó enormemente la organización de muchas actividades educativas.
En el segundo semestre de 1987, cuando el Museo apenas se estrenaba en el escenario cultural ramonense, me di a la tarea de llegar a las escuelas Laboratorio y Jorge Washington para invitar a sus grupos de cuarto a sexto grado. En mi primer informe de labores, de abril de 1988, describí así las visitas guiadas:
“Se preparó un material motivador para el maestro. A la llegada de los niños al Museo se formaban tres grupos los que en forma rotativa realizaban en diferente orden tres actividades: visita guiada por las exposiciones, juegos y proyección de películas. En total se atendieron aproximadamente 400 niños.” (58)
El éxito de estas actividades educativas fue rápido. En ese informe escribí: “Se tuvo excelente aceptación con los maestros pues una vez que un grupo venía al Museo, los demás aceptaban de inmediato la invitación para realizar la visita.” Como en todo, había mucha preparación previa con los estudiantes del TCU y algunas veces con estudiantes de Beca 11. Lo primero era formar los equipos pues unos jóvenes podían atender a los niños unos días y otros no, según su horario de cursos universitarios. Luego venían el planeamiento de las visitas con los juegos y la capacitación para saber qué información transmitir al público escolar y qué aspectos de las exposiciones enfatizar. Las evaluaciones tan necesarias para sistematizar estas experiencias y mejorarlas vinieron después. Me parece recordar que yo hacía malabares para traer las películas que mostrábamos, probablemente del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
Un aspecto importante que se tuvo en cuenta desde el inicio fue el tiempo de duración de las visitas guiadas y su énfasis, según el público que se estuviera atendiendo. Así, por ejemplo, por sugerencia de las estudiantes que serían futuras maestras de escolares y preescolares, nos enfocábamos en lo “concreto”, esto es, imágenes llamativas y objetos. Con los muy pequeños, los recorridos por las salas duraban alrededor de media hora o 40 minutos, según el interés que mostrasen. A los alumnos de sexto grado se les podía extender la visita por una hora. Con colegiales algo más, lo mismo que con universitarios. Todo esto, además, se planeaba con maestras y profesores, ya que era importante conocer el objetivo de la visita. De ese modo, se pasaba más rápido por determinada sala o sección, y se detenía al grupo un poco más en aquello que era de su mayor interés.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón. La participación del público era otro factor a considerar. Por ese motivo, se trataba de partir de lo que el público ya conocía. La visita no era un monólogo del estudiante o los estudiantes que la ofrecían. Durante el recorrido se hacían preguntas a los visitantes, precisamente para saber si ya habían visto el objeto o si los abuelitos habían contado alguna historia del pasado o si la maestra había comentado al respecto. En una ocasión, a un grupo de niños de cuarto o quinto grado, se le preguntó si habían oído hablar de los indígenas que habitaron San Ramón. Un niño dijo que sí, que la maestra les había comentado de Garabito, un valiente cacique que “vivió, ¡uh hace muchos años!” Otro niño pidió la palabra y ante un dibujo de unas indígenas con el pecho desnudo que estaban cocinando fuera de sus ranchos contó: “Mi tío tiene un montón de revistas de señoras sin ropa como esas mujeres”. La maestra no supo qué hacer ante ese comentario. A mí me quiso dar mucha risa, pero la estudiante que lideraba la visita guiada, con mucho aplomo le dijo algo sensato al niño y continuó el recorrido.
La casita y la mina fueron siempre las estrellas de las visitas guiadas con el público infantil. Eran ciertamente algo muy “concreto”. A mí me gustaba presenciar los recorridos cuando los estudiantes del Trabajo Comunal los hacían por primera vez para comentar con ellos acerca de esas experiencias. También daba mis vueltas cuando estos jóvenes ya habían realizado algunas visitas. A menudo, yo misma ofrecía las visitas en la etapa de capacitación para mostrar cómo se podían hacer, entendiendo que, pese a los estándares establecidos, cada persona le ponía su propio sabor a la experiencia. En una de esas ocasiones, yo estaba mostrando unos objetos y una niña comentó que su abuelito había donado herramientas antiguas al Museo. Le pregunté por el nombre del señor y cuando llegamos a la sala en la que se exhibían esos objetos, le dije: “Esta es una de las herramientas que donó su abuelito”. El rostro de la niña se iluminó. Tiempo después, don Julio Vásquez Vargas, el abuelito, pasó por el Museo para contarme que su nieta nos había visitado y para pedirme que le ayudara a publicar un libro de su autoría.
Foto No. 42.
Silvia dando una visita guiada.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
La niñez siempre fue nuestro público favorito. Las maestras nos decían que los niños y las niñas eran como “esponjas”, esto es, que captaban con facilidad el mensaje de cuidar y querer la herencia cultural de los antepasados. Cuando en 1990, la administración presidencial de Rafael
Ángel Calderón Fournier cambió cierto énfasis de los programas de estudio en las escuelas, la oferta de visitas guiadas tuvo una mayor acogida porque las mismas instituciones educativas solicitaban ese servicio. Para las educadoras, la visita al Museo les permitía abordar los temas de historia de la comunidad, así como tradiciones y costumbres, de manera que, si una maestra no conocía estas temáticas, el Trabajo Comunal las ponía a su alcance.
En esta primera etapa de la proyección del Museo hacia los centros educativos no hubo confección de materiales específicos como sí sucedió después cuando recibimos unos grupos de estudiantes con necesidades especiales en 1994. En esa ocasión, las estudiantes prepararon una unidad didáctica específica que se complementaba con un juego de dominó con figuras de objetos históricos, unas láminas con imágenes de edificios históricos que debían coserse en los bordes con hilos de lana de colores, y un rompecabezas sobre las tradiciones locales (59). Posteriormente, se mejoraron esos materiales al emplearlos en otras actividades educativas que se hicieron dentro y fuera del Museo.
El elemento lúdico siempre fue importante para dejar atrás aquella idea de que los museos eran lugares aburridos, tan aburridos que de sus techos colgaban arañas dormidas. Con el paso del tiempo agregamos una variedad de actividades entretenidas y participativas, junto con el recorrido de las salas. Para elegir esas actividades se partía de elementos culturales significativos como, por ejemplo, las melcochas de María y las leyendas específicas de San Ramón como la del árbol del parque, la del gallito de oro o la del cerro del Tremedal. A los escolares les gustaba mucho el relato de leyendas, tanto así que uno de ellos, al terminar la visita le pidió a su maestra: “Niña, niña, vamos a perdernos en el parque como la gente de antes.”
Regalar melcochitas envueltas en papel seda de colores agradaba mucho a los pequeños y a sus docentes. El reto era encontrar personas de la comunidad que las hicieran porque este saber popular se estaba quedando en el olvido. Por varios meses se las encargué a un señor que vivía en Calle Juntas, camino a Los Ángeles, y hasta allá las iba a recoger religiosamente. En algún momento, ideamos que una estudiante se vistiera con un traje de finales del siglo XIX y principios del siglo XX y se escondiera en la casita. Los preescolares y escolares, al coro de “María, María, “¡viva las melcochas de María!” o “María, María, ¡viva las melcochas de mi tía!”, llamaban a la María, nuestra estudiante, que salía de la casita y obsequiaba los dulces. Optamos por esta modalidad más pacífica
de celebrar la tradición pues la forma usual consiste en arrojar melcochas para que los niños se lancen a recogerlas. Temíamos por el bienestar de los infantes ya que el piso del Museo era de concreto lujado y no queríamos brazos o dientes quebrados. Foto No. 43.
La María repartiendo melcochas.
La diversidad de actividades con las que se recibía a los escolares y preescolares antes de hacer los recorridos por las salas y aquellas con las que se reforzaba los aspectos sobresalientes de las exposiciones temporales y permanentes fue una muestra de la creatividad de los estudiantes de Trabajo Comunal. A veces se hacían obras de títeres, otras veces se simulaban acontecimientos como los temblores de 1924, e incluso en una oportunidad produjimos billetes con un valor simbólico para que los niños practicaran las matemáticas mientras compraban comestibles de mentirillas que se vendían en las tiendas ramonenses de 1940. El disfrute era mutuo: de los visitantes y de los mismos jóvenes que hacían su TCU (60).
Desde un inicio trabajamos de esta manera, pero no fue hasta que encontré el libro coordinado por Jaume Trilla sobre animación sociocultural que caí en la cuenta que nuestro enfoque era precisamente el de ese tipo
de animación. La animación sociocultural enfatiza un trabajo participativo con personas de todas las edades y de todas las condiciones sociales. Se asienta sobre las culturas populares para reflexionar y actuar en torno a cuestiones muy variadas como conservar y revitalizar el patrimonio cultural, reforzar el aprecio mutuo entre culturas, desarrollar comunidades, fortalecer relaciones comunitarias, incrementar la participación ciudadana y desarrollar un espíritu crítico (61).
En breves palabras, Trilla la define como:
“El conjunto de acciones realizadas por individuos, grupos o instituciones sobre una comunidad (o un sector de la misma) y en el marco de un territorio concreto, con el propósito principal de promover en sus miembros una actitud de participación activa en el proceso de su propio desarrollo tanto social como cultural.” (62)
Conforme fue cambiando nuestro enfoque sobre el patrimonio cultural y fuimos introduciendo el propósito de articular el pasado con el presente, así como cuando se nos hacía evidente que el patrimonio cultural ofrecía múltiples posibilidades para pensar en la vida más allá de los objetos, las edificaciones o las creaciones inmateriales, la animación sociocultural nos ofreció un respaldo metodológico más claro para el conjunto de actividades educativas dentro y fuera del Museo. Originalmente, yo había adquirido el libro de Trilla para los cursos de Antropología Cultural que impartía en la Carrera de Trabajo Social de la Sede de Occidente. Al analizar las posibilidades de este tipo de animación con futuras trabajadoras sociales se generó una interesante simbiosis entre esa labor docente y el trabajo en el Museo. En algunas presentaciones que he hecho en actividades de esta Sede en años recientes me he referido a la valiosa realimentación generada entre la docencia, la acción social y la investigación en todo mi que hacer universitario (63).
Conocer sobre la animación sociocultural también hizo posible abordar, con un respaldo metodológico más elaborado, algo que yo había incluso estimulado entre mis hijos desde temprana edad: el ocio productivo, esto es, el aprovechamiento del tiempo libre en actividades que propiciaran un crecimiento personal. Muestras de ese ocio productivo fueron los cursos libres en época de vacaciones en los que matriculé a mis hijos y los talleres que realizaba el Centro de Literatura Infantil, dirigido por el profesor Romano Vásquez Solórzano, que también funcionaba en el Museo. En mi último verano a cargo del TCU, cuando don Romano ya
no tenía a cargo ese Centro, realizamos nuestros talleres infantiles para conocer y poner en valor el patrimonio cultural local. Fueron 10 grupos de 20 niños cada uno con confección de títeres, obras sobre las leyendas ramonenses reelaboradas por los propios participantes, juegos tradicionales y refrigerio (64).
Inspirada en esas experiencias, en 1996, fuimos a la comunidad de La Paz con un proyecto amplio cuya finalidad era recuperar la historia de ese caserío y motivar la valoración del patrimonio cultural local. Entre las actividades que se ejecutaron estuvo una mañana cultural a la cual asistieron 30 niños. Recuerdo que, en esa ocasión, casi todos los estudiantes del TCU fueron a La Paz por la variedad de actividades que íbamos a realizar. Se presentó una obra de títeres acerca del patrimonio cultural local y la necesidad de cuidarlo para conservarlo y se hicieron variados juegos tradicionales. También se puso a disposición de los pequeños algunos juegos de mesa caseros que los mismos estudiantes habían desarrollado como un juego de memoria con leyendas y tradiciones ramonenses y aquel dominó que ya se había usado con personas discapacitadas, esta vez en versión mejorada. No faltó un concurso de dibujo con premiación incluida (65).
Foto No. 44.
Mañana cultural en La Paz.
La actividad fue intensa y divertida. Disfrutamos todos, niños, estudiantes de TCU y padres y madres de familia que acompañaron a sus hijos. Lo mejor de todo fue que al calor de los juegos de mesa de pronto observé a cuatro estudiantes del TCU enfrascados, con la emoción al tope, en un juego de dominó. Más adelante, ese mismo dominó se reelaboró en un formato impreso que yo no tuve tiempo de repartir, antes de jubilarme, en las escuelas de San Ramón junto con una actividad educativa apropiada. Lo hicieron, así de bonito, los estudiantes Yorleny Rojas, Mary Helen Bolaños y Roy Durán.
Foto No.45.
Juego de dominó. Nota. Archivo personal.
Hacia finales de la década de 1990 e inicios del siglo XXI, nuestro TCU había acumulado una gran experiencia en actividades educativas como estas que he discutido aquí y como otras que mencionaré más adelante en este capítulo. Apoyada en las reflexiones en torno al
patrimonio cultural que mencioné en el capítulo 2, así como en el soporte metodológico que nos ofreció la animación sociocultural, me sentí lista para sistematizar nuestra práctica educativa y presentarla en uno de los eventos efectuados en el ámbito museográfico nacional.
El encuentro se llamó: “Museos del 2000: Constructores de Nuevos Horizontes”. Allí presenté una ponencia titulada “Museos comunitarios. Estrategias para enlazar lo local a lo global, el pasado y el presente” (66). En ese trabajo discutí las actividades didácticas del Museo desarrolladas en el recinto de la institución, así como aquellas que se efectuaban en centros educativos, con grupos organizados y en comunidades rurales, con los siguientes objetivos:
“El primero de ellos se refiere a la pertinencia de la labor de un museo, en particular de un museo comunitario. Se trata de entender esa pertinencia asociada a la capacidad y a la sensibilidad de este tipo de institución, para organizar su trabajo en atención a los cambios del entorno en el cual se sitúa. El segundo, alude a la capacidad de un museo para concebir su trabajo como una fuente de aprendizaje y, con ello, de establecer la necesidad de evaluar los alcances y las limitaciones de cualquier práctica museográfica y compartir los frutos de esa valoración con otras instituciones” (67).
En materia educativa, al igual que en lo concerniente a una visión del patrimonio cultural, como se puede ver, prevaleció también el interés por desarrollar un entendimiento crítico del trabajo. A mi juicio, esta reflexión constante iba ciertamente a tono con la naturaleza académica del Museo. Esta ponencia y la presentación de imágenes que la acompañó fue recibida con una grata sorpresa por parte de las personas asistentes al evento. Llamó la atención que uno de los “museos pequeños” como el de San Ramón, con los escasos recursos económicos y de personal con los que contaba, pudiera desarrollar tal variedad de actividades educativas. Ciertamente, lo que se expuso fue posible gracias al aporte de los estudiantes de Trabajo Comunal, un recurso humano valiosísimo que desveló en esta ponencia su enorme potencial.
No abordé en ese trabajo, aquellas actividades educativas dirigidas a estudiantes universitarios, de intercambio con jóvenes de otros países y de otras universidades, así como a personal de otros museos que se nos solicitaron desde 1990 y paso a comentar brevemente. En
estos casos, los recorridos por las salas iban acompañados por charlas que los antecedían para poner en contexto el enfoque comunitario del Museo, así como su propuesta para recuperar y exponer las expresiones culturales de sus habitantes de todos los niveles socioeconómicos, tanto de áreas rurales como de la ciudad. Para esas charlas a menudo escribía lo que iba a decir, ya que cada una tenía un énfasis particular y debía circunscribirse a cierto período de tiempo. Con el fin de no “perderme” y ajustarme a las solicitudes de quienes organizaban estos eventos, hacía lo mismo que en mis clases: redactaba con bastante detenimiento mis guiones, algunos de los cuales conservo (68).
Tampoco incorporé a esa ponencia la delicada experiencia de ofrecer visitas guiadas, con una breve charla acerca del cantón de San Ramón, todo en inglés. En algunos años, preparé a estudiantes de la carrera de la Enseñanza del Inglés con ese propósito. Gracias al sueño de mi papá de educarnos, a mis hermanas y a mí, en universidades estadounidenses -pues en América del Sur, en la década de 1970, se vivieron tiempos convulsos en los cuales se cerraban los centros de educación superior y se “desaparecían” estudiantes – alcancé un alto nivel de conocimiento del idioma inglés. Esto, sin duda, me facilitó la capacitación de los muchachos del TCU.
Realicé este esfuerzo en algunos semestres, en parte con la finalidad de recaudar fondos para los gastos del Museo. La capacitación más exitosa ocurrió en 1992, cuando ofrecimos siete charlas con recorridos a turistas de un hotel ubicado en San Ramón. Mauricio Oviedo, estudiante de Enseñanza del Inglés, se distinguió en esa labor. Tal fue su éxito que en una de esas visitas le correspondió atender a una Doctora en Antropología estadounidense, quien le hizo muchas preguntas durante toda la actividad. Ese día, yo no estaba en el Museo, así que no lo pude apoyar. Días después, Mauricio se reportó conmigo pues yo siempre evaluaba con él sus experiencias. Muy tímido me contó que había logrado responder acertadamente, según su propio criterio, todas esas preguntas, aunque me confesó que sintió un gran susto. Y me extendió un billete de $10.00 que la Doctora en Antropología insistió en ofrecerle. Me dijo: “Este dinero es para el TCU.” Yo no pude aceptarlo, pese a mis dudas sobre si mi proceder se ajustaba a las normas universitarias; no tuve corazón. Consideré que Mauricio se había ganado esa propina con toda la dedicación y las innumerables horas de práctica y estudio.
En consonancia con la idea de ofrecer servicios a los habitantes de distritos rurales efectuamos una cantidad significativa de actividades en escuelas y en caseríos de esos lugares. Ya me referí a la exposición viajera que más llevamos dentro y fuera del Cantón, San Ramón: Tierra de Poetas y a las exhibiciones temporales, las que luego de su permanencia en las instalaciones del Museo, se trasladaban a centros educativos de distintas localidades. Lo que quiero mencionar ahora es cómo transcurrían esos montajes de la primera de esas exhibiciones en escuelas o unidades pedagógicas que no contaban con salones específicos para los fines del Museo. En esos centros educativos, cualquier espacio era un buen lugar. Aulas, comedores y, en los pocos casos en donde había un gimnasio, allí se buscaba la manera de instalar la exposición.
Una vez colocada la exposición, iniciaba el taller educativo que constaba de una presentación de los estudiantes de TCU a cargo, de una explicación del conjunto de actividades por realizar y de la ejecución de estas. Pasada la orientación inicial, tenía lugar un recorrido participativo con los niños y su maestra por la exhibición. De seguido, el querido poeta ramonense, don Ulises Cordero Araya, declamaba algunos de sus poemas. Su preferido era “El diente de Marcela”, en el que contaba la
historia de una nieta a quien se le cayó un dientito de leche. Tuvimos la enorme suerte de contar casi siempre con don Ulises quien fascinaba a grandes y chicos con su natural simpatía y carisma.
En una ocasión, estando en el colegio de Cañas, a eso de las 10.30 de la mañana, en un gimnasio que ardía debido a una escasa ventilación y un techo de zinc sin cielorraso, con un numeroso público de adolescentes bulliciosos, don Ulises tomó la palabra para declamar sus poesías. Como de milagro, los jóvenes se callaron y fijaron su mirada en ese “poeta de verdad” como nos gustaba presentarlo. No se oyó ruido alguno hasta que llegaron los aplausos al final de la intervención de don Ulises y los coros juveniles pidiendo más.
Foto No. 47.
Don Ulises Cordero Araya declamando en el Museo de San Ramón.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Volviendo a las escuelas, después de toda esa motivación venía una parte importantísima del taller: que los niños redactaran sus propios poemas y los colocaran en la mampara con el título de la exposición. En ese momento, esos infantes eran poetas también. Con las Directoras y los Directores de los centros educativos dábamos un paso más. Este consistía en que los familiares de los chiquitos visitaran la exposición y, por supuesto, apreciaran el talento de sus retoños. ¿Cuál padre o madre de familia no quiere ver algo que hizo su hijo o hija? Así, esta exposición en particular, alcanzó a muchas personas que de buenas a primeras no visitarían el Museo. Aunque sí, después de esta experiencia, llegaban al Museo para observar lo que la institución les podía ofrecer.
Con las otras exposiciones viajeras no realizábamos talleres de este tipo, aunque sí se hacían recorridos guiados. Además, instábamos a los docentes a que vincularan estas muestras a temáticas de los programas de estudios y a las realidades locales, e invitaran a adultos y niños de las comunidades a visitarlas. Cuando montamos la exposición “La juventud de los años 40 y 50” en la Unidad Pedagógica de Valle Azul, nos acompañó una adulta mayor, doña Gerardina Fallas Leitón. Ella narró experiencias de su infancia como aquella en que, por las limitaciones económicas de su familia, su mamá compraba un cuaderno y un lápiz para varios hijos. Luego, la mamá, arrancaba un “puñito” de hojas para cada hijo y rompía el lápiz en varios pedacitos y los repartía entre los niños. El mensaje de doña Gerardina tenía como fin motivar a los jóvenes para que aprovecharan las oportunidades de estudiar disponibles en el presente, opciones que los mayores de otros tiempos no tuvieron. La evaluación de la actividad nos reveló algo inesperado: lo que más les gustó a los muchachos fue, precisamente, la participación de doña Gerardina.
La proyección del Museo hacia centros escolares con otro tipo de actividades se realizó constantemente. A lo largo del año, pero especialmente en los “veranos”, con nuestras estudiantes de preescolar desarrollamos varios proyectos en el Centro Infantil Ermelinda Mora, adscrito a la Sede de Occidente. Visitas al Museo, obras con títeres, divulgación de leyendas y hasta una visita a la casa de doña Albertina, famosa por sus melcochas, fueron algunas de las actividades con las que pretendimos sembrar un interés temprano por el patrimonio cultural entre los muy pequeños.
Foto No. 48.
Actividad en el Centro Infantil Ermelinda Mora.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Foto No. 49.
Doña Albertina demostrando la confección de melcochas ante niños del Centro Infantil Ermelinda Mora.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Una experiencia interesante en un centro educativo que deseo recordar acompañó aquella exposición sobre “Ajedrez, billar y natación en San Ramón”. Nos colaboró el joven Marco Vinicio Acosta Paniagua, destacado ajedrecista del equipo cantonal. Con él, luego de colocar la muestra en un salón del Colegio Bilingüe San Ramón, ubicado en el distrito de Alfaro, realizamos una simultánea de ajedrez con varios alumnos de ese centro educativo. Asistieron niños y adolescentes, con o sin mucha experiencia en ese juego. La simultánea generó gran entusiasmo entre los estudiantes de esa entidad, de manera que, posteriormente, repetimos la actividad en el Museo con otros grupos de muchachos, siempre con la coordinación y el apoyo de los entrenadores cantonales. Estos entrenadores y nosotros, en esta ocasión, unimos esfuerzos: nosotros con el deseo de recordar la trayectoria histórica de algunos deportes ramonenses y ellos con el ánimo de fortalecer la práctica del ajedrez entre niños y jóvenes de manera que estas personas consideraran los deportes en general y el ajedrez en particular como actividades de ocio beneficiosas en sus vidas.
Hubo otras iniciativas para que las comunidades rurales valoraran su propio patrimonio cultural. Además de las que he mencionado en otros capítulos, desarrollamos una noche cultural con exposición de objetos históricos en Concepción, aprovechando que una lideresa local hacía su TCU en el Museo (69). Fue de aquí de donde nos inspiramos para realizar, posteriormente, actividades similares en Los Ángeles y en La Paz.
En una línea algo distinta, efectuamos una campaña educativa en San Pedro en 1995 que culminó con una publicación de los llamados folletos populares. Dos años antes, una estudiante había desarrollado el primero de esos folletos titulado “Una historia cuento. San Ramón en el siglo XIX” cuya función era dar a conocer, de una manera abreviada y sencilla, aspectos de los inicios del cantón. Los folletos se escribían en computadora y se ilustraban con dibujos alusivos para que, tanto, niños de unos 7 años en adelante y sus papás, los pudieran leer y disfrutar cuando las maestras pedían tareas sobre este tema. El folleto sobre San Pedro era de esta índole. Los folletos se reproducían mediante fotocopias y se vendían a los precios mínimos de C/. 100 o C/. 120 según su extensión.
Figura No.7.
Portada del folleto popular sobre la historia del caserío de San Pedro.
Nota. Colección personal.
Otro resultado de esa campaña consistió en preparar un material educativo donado a la escuela de esa localidad. Más adelante, materiales similares acerca de los caseríos de La Paz y Carrera Buena también fueron obsequiados a las escuelas de esas localidades.
Pensando en llegar a estas comunidades alejadas del centro sin tener, necesariamente, que desplazarse hasta ellas se pensó en un programa radial por difundirse por Sideral, una radioemisora local, muy escuchada en el cantón, que ya nos había apoyado en el pasado por medio del señor Juan José Castro. En esta ocasión recurrí a don Alberth Villalobos, a quien yo conocía de previo y quien, en 1995 y 1996, tenía un noticiero en esa emisora. Aprovechando ese vínculo lo contacté y le expuse la idea de transmitir gratuitamente – la falta de fondos siempre estaba ahí -, en una “esquinita” de su programa, unas cápsulas informativas cuyo propósito era el de reconocer y conservar los patrimonios locales. Don Alberth, muy colaborador, aceptó la propuesta. Para ello, los estudiantes de TCU prepararon 20 cápsulas que se pusieron al aire para todo el público de la radio.
Aprovechar coyunturas favorables, como lo he mencionado, fue una habilidad que me fue útil. Entre 1996 y 1997, surgió una situación que yo no tenía en mis planes porque la administración universitaria, de otra cosa que no fuera el Museo, me tenía sin cuidado. A petición de varios profesores del Departamento de Ciencias Sociales, del cual yo formaba parte, acepté la Dirección de esa instancia. Como mi tiempo en el Museo quedó reducido por esa otra responsabilidad, a lo largo de esos años conté con la colaboración de dos estimadas profesoras de la Sede, las licenciadas Iveth Barrantes Rodríguez y Alicia Alfaro Valverde. Con ambas se hizo trabajo en barrios de la ciudad o de su periferia, cada una a partir de sus especialidades: doña Iveth, desde el Trabajo Social, y doña Alicia, desde la pedagogía (70). Con ambas también tuve ocasión de formar un equipo interdisciplinario para atender actividades educativas del Museo y aprender de ellas.
Ya me referí someramente a la labor de doña Iveth y sus estudiantes en el barrio de Santo Domingo, ubicado en la ciudad de San Ramón. Sin embargo, ahora deseo resaltar los talleres que ella y las alumnas del TCU organizaron con amas de casa, un sector de la población con frecuencia ignorado cuando se piensa en el patrimonio cultural de una localidad. La labor con esas señoras resultó de gran potencial para animar al barrio - junto con el apoyo de otros de sus habitantes - para activar un sentido de pertenencia y potenciar la capacidad organizativa de esa pequeña comunidad. En el marco de la animación sociocultural, doña Iveth unió al grupo de mujeres alrededor de sus saberes sobre la cocina tradicional. Ese elemento en común fue uno de los catalizadores para lo que vendría después en lo que respecta a atender necesidades del presente. Las amas de casa produjeron un folleto con recetas que, lamentablemente, no pudimos publicar como nos habría gustado. Ellas y otras personas del barrio para concluir el proceso que iniciaron doña Iveth y sus estudiantes organizaron una mañana de actividades que bautizaron de “Pilón Cultural”.
No. 50.
Pilón cultural en barrio Santo Domingo.
En La Unión, con el mismo grupo de alumnas, y con la colaboración de la Asociación de Desarrollo Comunal de este barrio ubicado en la periferia de la ciudad, doña Iveth desarrolló una actividad muy intensa con talleres para niños y adultos cuya finalidad era valorar el patrimonio cultural de San Ramón para vivir el presente. En ese mismo barrio y en barrio Belén, así como en el distrito de San Pedro, doña Alicia con un grupo de estudiantes del TCU, puso en práctica un proyecto educativo para preescolares y escolares el año anterior – 1996 – cuya cobertura alcanzó a 500 niños y sus respectivas maestras, 14 en total. Para este propósito doña Alicia preparó con ellas material didáctico y evaluó la experiencia.
Conforme se hacía todo ese trabajo educativo con escolares y preescolares, descubrí que algunas educadoras tenían poco conocimiento del concepto de patrimonio cultural. Por ese motivo no dudé en contactar a doña Alicia con quien tenía un interés común alrededor de la historia local y los patrimonios locales. Ya llevábamos varios años de conocernos: ella como encargada de la Sección de Trabajo Comunal en la Sede y yo, con la coordinación del TCU. De esa manera nació ese lazo profesional que nos llevó a formular proyectos conjuntos que desbordaron el trabajo en el Mu-
seo. Doña Alicia era la única persona en la Sede con quien yo podía abordar a profundidad aquellas inquietudes que discutí en el capítulo 2. Esto es algo que se lo agradeceré siempre pues sacaba el ratito para escuchar mis dudas y comprender los giros que yo le iba dando al TCU.
Así nació la idea de presentar un proyecto de investigación para explorar cómo las educadoras entendían el patrimonio cultural de las comunidades en donde laboraban, qué acceso tenían a materiales educativos sobre el tema, qué capacitación habían recibido y cómo abordaban las temáticas de historia de las comunidades, sus tradiciones y costumbres, entre otros asuntos. Ese proyecto fue en extremo provechoso porque pudimos recopilar información de manera sistemática por medio de entrevistas realizadas a maestras, alumnos de primero y segundo ciclo de la Educación General Básica, así como a padres y madres de familia. La investigación nos llevó a escuelas urbanas y rurales, en donde pudimos conocer las condiciones de trabajo prevalecientes, incluyendo las de escuelas unidocentes que exigían una labor muy demandante de sus educadoras quienes fungían, simultáneamente, como Directoras de esas instituciones.
Fue especialmente grato trabajar con los niños quienes con su habitual sinceridad nos permitían enterarnos de cómo ellos entendían el patrimonio cultural, de su disfrute en el aula y del interés de sus progenitores en acompañarlos en ese aprendizaje. Como parte de la entrevista ellos dibujaban sobre una tradición o costumbre que les interesara. Recuerdo a un niño de sexto grado que sentía fascinación por los duendes y las historias que se contaban de cómo estos curiosos personajes perdían a los niños. Otros niños nos contaban, coincidiendo con los relatos de sus maestras, de los objetos “antiguos” que llevaban al aula a los “rincones” que establecían sus docentes con el fin de abordar el tema de tradiciones y costumbres. Aquel mismo niño que dibujó sobre los duendes nos contó de la invitación que su grupo le hizo a su abuelito para que visitara su salón de clase y relatara sobre los “tiempos de antes”.
Algunas maestras eran sumamente creativas con el abordaje de estos temas. Doña Rosita Pineda era una de las más entusiastas pues se dio a la tarea de crear un folleto sobre tradiciones ramonenses para motivar más a los alumnos. Otras educadoras hacían coincidir la discusión de la historia de San Ramón y sus comunidades con la celebración del santo patrono de la mano de la tradicional Entrada de los Santos. Ellas le pedían a los estudiantes y a sus familiares que se sumaran a la procesión para vivenciar una tradición, en vivo y a todo color.
Doña Alicia y yo plasmamos estos y otros resultados en artículos, ponencias y presentaciones para divulgar, más allá de nuestra experiencia, la preocupación por el tratamiento de los temas sobre patrimonio cultural en el sistema de educación formal (71). De esta investigación, surgieron un proyecto de extensión docente y nuevas iniciativas en el Museo.
El proyecto de extensión docente se llamó “Reconozco y valoro mi patrimonio cultural”. Estaba dirigido a educadoras de primero y segundo ciclo de la Educación General Básica del Cantón. En esta ocasión, doña Ana Rita Zamora Castillo nuevamente atendió nuestra solicitud y colaboró organizando al grupo de docentes. Diecisiete de las maestras asistieron de forma constante a los doce talleres del proyecto que abarcaron temas como: diversidad cultural en Costa Rica y patrimonio cultural, procesos históricos y construcción del patrimonio cultural, estado actual del patrimonio cultural local y nacional y medidas para conservarlo y divulgarlo, identificación y conservación de los recursos arqueológicos, nuestro patrimonio republicano y sus múltiples manifestaciones, y recursos nacionales y la visita guiada. También se abordaron temas sobre el patrimonio literario y el patrimonio de las artes visuales. No pasó desapercibida la necesidad de abordar temas sobre la investigación del patrimonio cultural y el uso de fuentes documentales, visuales y audiovisuales. Hubo muchas actividades prácticas y hasta una gira a un sitio arqueológico y a un museo (72).
A partir de los resultados de estos proyectos que ejecuté con doña Alicia, nació el banco de datos, pensado para facilitar las investigaciones que niños y niñas – y, a veces, sus papás – hacían a causa de las tareas escolares sobre temas de historia local, tradiciones y costumbres que les asignaban sus docentes. La realidad era que muchos de los documentos que teníamos en el centro de documentación no estaban al alcance de la población infantil ni de sus progenitores, pues se habían preparado para un público universitario o adulto con, al menos, secundaria completa. Consideré que si creábamos conjuntos de tarjetas ilustradas con un texto corto que nuestras estudiantes de educación primaria redactaban y valoraban, los escolares contarían con un recurso accesible y útil. Empezamos con tres series siguiendo una lista de temáticas más consultadas. Las series trataban aspectos claves de la historia de San Ramón, aspectos básicos de los distritos del cantón y generalidades de instituciones públicas existentes.
Posteriormente, el banco creció para incluir tarjetas sobre historia antigua, servidores de la comunidad, trabajos de antaño, poetas ramonenses, patrimonio cultural e historia republicana. Además de lo que podíamos observar las estudiantes de TCU y yo cuando los niños
lo utilizaban, quisimos validarlo. Para ello se programaron sesiones con un grupo de escolares de segundo grado del Colegio Patriarca San José. En estas actividades participó la profesora Patricia Quesada Villalobos, quien asumió una pequeña jornada en el Museo, cuando doña Saray Córdoba González, me pidió que elaborara una propuesta para iniciar un programa de investigación para la Sede. Doña Patricia se enfocó en el uso de un lenguaje apropiado para los niños. De esa manera, el banco de datos se convirtió en un recurso educativo más acercar para personas a la historia y al patrimonio cultural ramonenses.
Entre esos muchos alcances, hay uno más que deseo mencionar. Fue muy grato escuchar de muchos estudiantes que no habían matriculado el Seminario de Realidad Nacional sobre Patrimonio Cultural conmigo, sus comentarios de cómo antes de hacer su TCU en el Museo, ellos no estaban conscientes de la importancia de ese patrimonio para una comunidad y para ellos mismos, y de “lo bonito” que era trabajar para una comunidad sobre ese tema. Esas expresiones me pusieron a pensar en que tal vez sería beneficioso ampliar la visión de un patrimonio cultural local que iban construyendo los jóvenes ofreciéndoles experiencias alusivas a otros patrimonios nacionales. No recuerdo en qué ciclo de “verano” sucedió por primera vez que les propuse hacer una gira con todo el grupo a algún lugar patrimonial. Así empezamos a visitar lugares como Orosi y Ujarrás en Cartago y el Monumento Nacional de Guayabo en Turrialba. ¿Y la secretaria y el conserje que eran parte de ese gran equipo solidario que apoyaba al TCU? Pues pedí los permisos del caso, cerramos por un día el Museo y me los llevé a esas giras que ellos también aprovechaban para aprender más.
Gira a Guayabo de Turrialba con estudiantes del TCU y personal de apoyo.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Visitas guiadas, talleres, exposiciones viajeras, materiales didácticos, mañanas y noches culturales en comunidades rurales, capacitaciones a educadores, en fin, el TCU echó mano de un variado conjunto de actividades para promover la apreciación y valoración del patrimonio cultural local. ¿Qué si terminamos de explorar posibilidades? Definitivamente, no. Esa, precisamente es una de las cosas hermosas de trabajar en un museo. Siempre se puede innovar a partir de las experiencias acumuladas y el aire fresco que sopla al compartir con colegas y amigos.
57) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1992). Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(58) Castro Sánchez, Silvia (abril, 1988). Informe de labores. El Museo deSanRamónylaComunidad. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica, p.4.
(59) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1994). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(60) El artículo “Experiencias educativas para valorar el patrimonio cultural y vivir el presente”, en Encuentrodeprácticasmuseológicas.Experiencias educativas desarrolladas en los museos de Costa Rica . Heredia, C.R.: Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional, mayo de 2003, relata algunas de estas experiencias.
(61) Trilla, Jaume, coordinador (1997). AnimaciónSociocultural.Teorías, programasámbitos.Barcelona: Editorial Ariel S.A.
(62) Ibid., p. 22.
(63) Castro Sánchez, Silvia (2019). Desde el modelo DIAS: Emprendiendoyaprendiendoconlascomunidades.Ponencia presentada al Foro Institucional de la Universidad de Costa Rica. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente; Castro Sánchez, Silvia (octubre de 2020). IniciosdelainvestigaciónylaacciónsocialenlaSededeOccidenteyelmodeloDIAS. Charla para estudiantes de un Seminario de Realidad Nacional. San Ramón: C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(64) Castro, Silvia y Flory Otárola (noviembre, 2004). Informe de labores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(65) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1996). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(66) Castro Sánchez, Silvia (2001-2002). “Museos comunitarios. Estrategias educativas para enlazar lo local y lo global, el pasado y el presente”, en HerenciaVol. 13, No.2 – Vol.14, No.1, pp. 101-113.
(67) Ibid., p.102.
(68) Uno de esos guiones fue: Patrimonioculturalenlosmuseos.Charla yvisitaguiadaparafuturosmaestros. San Ramón, C.R.: Museo de San Ramón, Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica, marzo, 2000 (documento inédito).
(69) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1992). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(70) Castro Sánchez, Silvia e Iveth Barrantes Rodríguez (octubre, 1997). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica; Castro Sánchez, Silvia (setiembre, 1996). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(71) Los artículos que escribimos fueron: Castro Sánchez, Silvia y Alicia Alfaro Valverde (1997). “La enseñanza-aprendizaje del patrimonio cultural en la escuela”, en Educación (Universidad de Costa Rica), Vol.21, No.2, pp.7-18; Alfaro Valverde, Alicia y Silvia Castro Sánchez (1997). “Culturas populares tradicionales en el medio escolar: el caso de San Ramón”, en Memoria.IIICongresoNacionaldeCulturasPopulares.San Ramón, C.R.: ANACUPO, pp. 67-73; Castro Sánchez, Silvia y Alicia Alfaro Valverde (1998). “Patrimonio cultural y educación: una experiencia en investigación y capacitación”, en Patrimonio (Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, Costa Rica), Año 3, No.3, pp.46-57.
(72) Doña Alicia y yo presentamos una memoria detallada sobre la ejecución del taller y sus resultados. Alfaro Valverde, Alicia y Silvia Castro Sánchez (1998). Memoria.Taller“Reconozcoyvaloromipatrimoniocultural” . San Ramón, C.R.: Coordinación de Acción Social, Sede de Occidente.
Es emocionante visitar por primera vez un museo, y descubrir allí objetos y conocimientos nuevos. Para quien se dedica a la museografía o a cualquier otra actividad museística entusiasma también indagar el cómo: el cómo se preparó una exposición, el cómo se orientaron las actividades educativas, el cómo se organiza una institución de esta índole para alcanzar su público meta. Han pasado muchos años desde que me jubilé, sin embargo, me sigo haciendo todas estas preguntas cuando ingreso a cualquier recinto museístico. Yo miro detrás de los paneles, observo las urnas, aprecio las visitas guidas y no dejo de pensar en todo el trabajo detrás de bastidores que desempeña el personal de este tipo de entidad para darle vida a lo que observa el público visitante.
Tesoros patrimoniales. Las colecciones.
Todos los museos que he conocido poseen colecciones de variados objetos. En alguna de las capacitaciones que realicé, se mencionó el caso de museos que no forman sus propios acopios patrimoniales. El Museo de San Ramón no es de este tipo y no nació de una colección preexistente cómo es el origen de algunas entidades museísticas. Nuestra colección, o mejor, las nuestras, se fueron formando poco a poco. No teníamos nada para empezar, solamente el gran entusiasmo de algunos de los primeros estudiantes del TCU quienes salieron por varios rumbos a pedir prestados objetos antiguos para habitar la casita campesina. Recuerdo muy en especial, sin querer dejar de lado a otras personas, a Ricardo Jiménez Badilla y a Víctor Hugo Pizarro Salas, quienes desplegaron un compromiso admirable para obtener esos préstamos. Desde aquellos lejanos comienzos me preocupé por registrar los objetos con el nombre y otros datos de quienes los prestaban. Era importante devolver cada cosa a su respectivo dueño cuando ya no se necesitara o cuando su dueño lo pidiera de regreso.
Afortunadamente, conforme el Museo se enraizaba en San Ramón, muchas de las personas que confiaron en nuestro trabajo, decidieron donar sus bienes. Así pasó con doña Olga Echavarría y doña Beatriz Fernández de Losilla, entre otras personas. Junto a la boleta de préstamo de objetos, creamos otra para los objetos donados. A las personas de la comunidad les agradaba ver ollas, santos en bulto, herramientas de trabajo y mobiliario de sus parientes, allí, en ese espacio casi sagrado de la memoria,
y decir: “Yo regalé esto.” Cuando pasaba un tiempo, y el objeto donado no estaba en exhibición, esas mismas personas nos visitaban para averiguar “qué se había hecho lo que yo regalé”. Me correspondía llevarlas a la bodega, mostrarles la ficha de registro del objeto, y por supuesto, el bien mismo, cuidadito y embalado como pensábamos que correspondía – con futuras capacitaciones enmendé errores, lo confieso con pena –. Aprendí de las personas donantes la necesidad de no “dejar dormir” por mucho tiempo algún bien patrimonial en la bodega.
Como les comento, la colección de bienes patrimoniales creció a un ritmo saludable año con año, por lo que se hizo necesario desarrollar criterios para aceptar donaciones. Así, por ejemplo, rechacé la osamenta de un animal marino grande, como una ballena o algo así, que alguien deseaba exhibir en el Museo. En ese entonces no había sección de historia natural.
Otro tipo de donación que debí rechazar, después de un tiempo, fue la de bienes arqueológicos ya que la Comisión Arqueológica Nacional, como se llamaba la instancia que resguardaba ese tipo de patrimonio material, consideró que el Museo de San Ramón no tenía las condiciones de seguridad adecuadas para custodiarlos. Me entristeció mucho cuando esa Comisión se llevó todo aquello que podía ser de interés para el estudio arqueológico, pero yo conocía la legislación vigente y sabía que en cualquier momento sucedería algo así. Aproveché esta situación para seguir educando a las personas que se acercaban a preguntar si podían traer objetos de ese tipo y explicarles los alcances de la ley.
Una donación, entre otras, que acepté con interés fue la de un piano europeo, en triste estado de conservación. Alguien lo había visto entre bienes municipales en desuso y nos dio aviso. El piano, que debió haber sido costoso, estaba a la intemperie; la lluvia, el viento y el sol lo tenían muy maltratado. Con esa persona coordiné el permiso municipal y el traslado del piano al Museo. Allí está hoy. Siempre quise restaurarlo porque se decía que don Miguel Ángel Hidalgo Salas, a quien ya me referí, había tocado ese instrumento, aunque no le perteneció. Este era un objeto grande que provocó una pequeña crisis de espacio en la bodega, pero valía la pena.
Mayores fueron las congojas cuando acepté recibir equipos audiovisuales viejos de la Sede y mobiliario obsoleto de uso hospitalario que don Luis Ruiz, entonces funcionario del Hospital Carlos Luis Valverde Vega de San Ramón, quiso que el Museo custodiara. Este mobiliario, por cierto, se lució en la exposición “¿Cómo se curaban nuestros abuelos?”. Fue de mucho interés para los niños la incubadora para recién nacidos ya que en
ella colocamos un muñeco con forma de bebé. A los pequeños les gustaba introducir sus manos por unos orificios de la incubadora y tocar al muñeco.
Foto No. 52.
Piano usado por don Miguel Ángel Hidalgo Salas. Nota. Cortesía de Ricardo Rodríguez Chaves.
Contar con una colección de objetos patrimoniales implicaba tener una bodega ordenada y hacer inventarios periódicos. Algunos bienes estaban casi permanentemente en exhibición como los de la casita; otros, los de las exposiciones temporales se mostraban un tiempo y luego regresaban a la bodega, así que esas entradas y salidas debían registrarse. Pasó en pocas ocasiones, pero pasó. Me refiero al hurto de objetos por parte de los visitantes. Con toda la pena, había que dar cuenta de estos hechos en la ficha del objeto robado pues, aunque la Universidad de Costa Rica tenía una normativa para regular las donaciones, durante mis años al frente del TCU no había mucho control administrativo sobre el resguardo de estos elementos patrimoniales. No obstante esa política laxa, me gustaba poder responder por aquello que tenía a mi cuidado.
Una bodega ordenada, sí, y grande también, pero con el tiempo parecía que la bodega se encogía más y más. Estando yo con esa preocupación, en 1999, una estudiante de arquitectura del TCU me propuso maximizar el
espacio disponible. Consideré genial la idea. Susy - se llamaba la joven - me llamó varios días después para escuchar su propuesta. Susy había pasado escoba con ganas y me mostró una pila de papeles y cartones viejos, entre otros materiales sobrantes de montajes sin ningún valor patrimonial. Desecharlos era una solución adecuada y liberar de ese modo un espacio adicional. Así se hizo espacio para todo lo que fue llegando, lo que no fue poca cosa. En mis últimos años a cargo del Museo procuré una solución duradera. Por consejo de don Nelson Banfi Cerizola elegimos la construcción de un mezanine. Logré esa meta un mes antes de jubilarme, pero ya no me quedó tiempo para contemplar un recorrido de los visitantes a la bodega, como sabía que se hacía en otros museos con la oferta de “bodega abierta”.
Otro desafío respecto a la colección de objetos patrimoniales era su conservación, para lo cual yo no estaba preparada. Los inventarios periódicos eran útiles para detectar ingresos, egresos y pérdidas. Simultáneamente, también permitían constatar el estado de los objetos. En el Museo, teníamos un gran enemigo, el comején, el cual no sólo se alimentaba de los tablones anchos de la casita y piezas del cielorraso del edifico; cualquier objeto de madera podía convertirse en un festín. Por esa razón, busqué consejo del Centro de Conservación e Investigación del Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. Me recomendaron fumigar el inmueble y las colecciones. Empezó para mí un largo peregrinaje en busca de fondos para lograr esa fumigación. Creo que fue el mismo Ministerio el que financió la primera que contó con dos refuerzos muy bienvenidos. En el 2001, las Vicerrectorías de Investigación y Acción Social de la UCR colaboraron para realizar otra fumigación (72).
Como estas fumigaciones no eran lo frecuentes que debieron ser todo nuevo conocimiento para tratar objetos hechos de distintos materiales resultó muy provechoso (73). Con los estudiantes revisábamos objeto por objeto para verificar su estado de conservación y tomar las medidas necesarias, siempre con el cuidado de no intervenir una pieza con algún producto inadecuado. Por ejemplo, por mi escaso conocimiento, prefería realizar varias aplicaciones de productos nobles con la madera en lugar de inclinarme por algo más rápido que podía tener efectos inesperados. El creciente interés de la Universidad de Costa Rica, primero por el patrimonio cultural nacional y después por sus propias colecciones patrimoniales devino en la necesidad de desarrollar un plan institucional de conservación preventiva en 2003. Alcancé a formularlo e incluir en él un conjunto de recomendaciones para todas las colecciones que poseía la parte del Museo a mi cargo: la colección de documentos, la de fotografías y la de objetos patrimoniales que he venido mencionando.
Por cierto, como el Museo en su porción etnohistórica tenía la misión de conservar y poner en valor las producciones materiales de toda la población ramonense, buena parte de la colección patrimonial estaba formada por objetos de uso cotidiano en los hogares y fincas campesinas, algunos de los cuales eran fabricados por sus propios usuarios. Algunos de estas piezas eran rústicas; en ellas se apreciaba la huella del hacha que las había moldeado. En otras, el uso de los años era evidente pues se encontraban desgastadas. Eran, sin embargo, testigos de un tiempo, de una vida difícil en tierras ramonenses. Nos hablaban de generaciones trabajadoras y austeras cuyas vidas legaron un pasado lleno de enseñanzas.
Eso que, en mi criterio, el de otros antropólogos, historiadores y muchos de mis estudiantes se podía entender como patrimonio no era visto del mismo modo por personas ajenas a la comunidad o por quienes pensaban que no había más patrimonio en el país que el Teatro Nacional, así como edificios y bienes utilizados por las élites nacionales. En esta línea de pensamiento, un pequeño comerciante de visita en el Museo, me comentó que, a su juicio, en esta institución no había “nada que valiera la pena” pues él no había visto objetos de oro y plata o piedras preciosas. Ante esa opinión, le expliqué al visitante los objetivos del Museo, pero creo que no salió muy convencido.
Este evento no me echó para atrás y el cuidado de la colección de objetos históricos siguió los mejores cánones a nuestro alcance. Otra colección que pronto se empezó a formar y requirió orden y políticas apropiadas fue la de fotografías. Desde las primeras muestras en 1987 requerimos de fotografías antiguas, de esas imágenes todas nostálgicas en blanco y negro, evocadoras de un pasado bucólico – en apariencia nada más y alejado de lo que saben los conocedores de la historia local -. Don Fernando González Vásquez estuvo en primera línea para darnos una mano. Gracias a él entramos en contacto con otros amigos suyos, entre ellos el Dr. Hugo Lizano Soto, quienes nos cedieron copias de fotos de principios del siglo XX, en esa y en otras oportunidades.
San Ramón.
Además de esas imágenes, necesitábamos otras. Nuevamente don Fernando con su afición a la fotografía nos acompañó a tomar las fotos que necesitábamos. Además, para nuestra dicha, un día de todos se asomó al Museo el señor Alonso Carvajal Ugalde, quien en esa época trabajaba en el icónico negocio ramonense “El Mercadito”. Las visitas de don Alonso eran frecuentes; quería saber cómo nos podía ayudar. Él también era un aficionado a la fotografía y con su cámara retrató muchas escenas de la comunidad que exhibimos en nuestras exposiciones a lo largo de muchos años. Al principio, no tuve la precaución de anotar en el registro de esas imágenes el nombre del fotógrafo, y la memoria no ha sido la mejor compañera para saber cuál foto de las primeras que se hicieron es de don Fernando o cuál es de don Alonso.
Cuando dejé el Museo, la colección de fotografías sobrepasaba los 2,000 ejemplares. Ese acervo se complementaba con los conocidos negativos de los tiempos de fotografía analógica y copias de las primeras imágenes pues en las salas de exhibición la luz las decoloraba, al igual que la emoción de quienes no se resistían en tocarlas.
Otros “fotógrafos” dejaron sus trabajos en esta colección. Estudiantes de carreras de artes plásticas nos dejaron imágenes interesantes. Como me gustaba registrar las actividades educativas que mencioné en el capítulo 4, así como otros eventos en los que participaba nuestro Museo, con la venia de los estudiantes compramos una cámara fotográfica común y corriente, así que los muchachos se daban gusto registrando en ese for-
mato visual esos eventos. Digo que se daban gusto porque en los primeros años del Museo varios de nuestros alumnos provenían de hogares muy modestos económicamente, como sucedía en las sedes regionales de la Universidad de Costa Rica, y no tenían su propia cámara. En esa época yo no tenía el conocimiento básico de cómo hacer buenas fotos - como creo que tengo ahora después de dos cursos -, así que bastaba con un par de orientaciones a los nóveles fotógrafos estudiantiles. En uno de mis viajes para visitar una hermana que reside en USA, adquirí una cámara casi profesional, una Minolta analógica, que hizo las delicias de otros jóvenes. Estos muchachos ya tenían sus cámaras, pero la Minolta con sus detalles para arreglar la luz y otros aspectos, era para ellos todo un desafío.
Foto No. 54.
Doña Elvira con un sobrero de pita confeccionado por ella en un taller que se impartió en el Museo sobre esta artesanía.
Pronto, consideré necesario numerar cada fotografía y describir su contenido. Además, en hojas de papel bond corriente, nuestros estudiantes hacían 3 bolsillos en cada hoja para colocar las fotos en orden. ¡Horror de los horrores!; por varios años, yo escribí al dorso la descripción de las imágenes y su numeración. Bastante más adelante, preparamos un fichero con el número, descripción del contenido y nombre de la persona fotógrafa. Con todas las capacitaciones recibidas y una dosis de sentido común se hacía evidente lo nocivo de la manipulación manual de ese acervo. A menudo lo consultábamos para nuevas exposiciones o para atender consultas de visitantes pues querían ver si en el Museo había fotos de sus familiares. Nos decían: “Es que fulano de tal me dijo que aquí había fotos antiguas y vio a mi abuelo. Yo quiero una copia para mi familia.” Y, bueno, complacíamos a nuestros usuarios llevando los negativos a la tienda “Fuji”, la más cercana y con buen servicio.
Con los años, tomé consciencia de lo históricas que ya eran las fotografías tomadas a finales de la década de 1980. Habían sido el presente en los primeros tiempos del Museo, pero a mediados de la década de 1990, esas mismas imágenes, en algunos casos, ya no correspondían a un San Ramón que cambiaba notoriamente. De hecho, muchas viviendas de madera, junto a otras de bahareque estaban desapareciendo y temíamos que lo poco que quedaba de cal y canto tuviera ese mismo destino. Con muchas dificultades, ante esa realidad, procuré formar un registro documental y fotográfico del patrimonio arquitectónico del Cantón. Varios estudiantes colaboraron en este proyecto con la humilde camarita que les menciono, con sus propias máquinas o con la elegante Minolta. Al decir de Prats, no se conservó físicamente ese patrimonio inmueble, pero, dichosamente, nos queda un registro fotográfico y algún conocimiento al respecto. Hasta montamos una exposición con buena parte del material recopilado en 1995 (74).
Una tercera colección patrimonial que se fue formando con el paso del tiempo fue la de documentos. Además de las publicaciones sobre la historia de San Ramón, las investigaciones de nuestros propios estudiantes y los trabajos de los alumnos de los Seminarios de Realidad Nacional, entre otros materiales de uso frecuente, hubo personas que donaron documentos muy valiosos como una pequeña parte de la colección de recortes de periódicos que perteneció a don Eliseo Gamboa Villalobos, ejemplares de la publicación periódica ElTiempo , entre otros. Con estos materiales, algunos ejemplares de diarios, documentos conmemorativos y tesinas de alumnos de la antigua Escuela Normal se comenzó a formar la colección de documentos patrimoniales.
Recuerdo que nos donaron algunos mapas y hasta escrituras. Y hubo que rescatar documentos cuyas dueñas estaban a punto de botar a la basura o darles un destino incierto. A este efecto, en una ocasión me llamó doña Olga Echavarría, muy preocupada porque doña Hannia, la viuda del distinguido educador José Rafael Arias Campos, iba a desechar sus “papeles”. “Vaya ya a hablar con ella, me pidió doña Olga, y recoja todo lo que pueda.” Dichosamente, pude conseguir un vehículo tipo pick up de la Sede porque me dijo doña Hannia: “Es mucho y todo está en cajas. Venga con un hombre forzudo a recoger eso.” Bueno, sí había cajas con papeles sobre la historia de la educación en San Ramón, pero no hizo tanta falta el hombre forzudo.
Otro día me llamó mi apreciada colega, la historiadora Miriam Pineda González, porque ya no quería seguir guardando “ese montón de papeles” de las investigaciones que ella había hecho en Archivo Nacional y de nuestras investigaciones. Corra usted a recoger ese material con el que, gracias a la paciencia y determinación de varias estudiantes del TCU, se formó la colección Miriam Pineda González, del mismo modo que en su momento formamos la colección José Rafael Arias Campos. El centro de documentación, además de este material patrimonial, también reunió los dibujos que hicieron nuestros estudiantes para varias exposiciones y publicaciones. Allí también se resguardaron los afiches que se hicieron para divulgar las exposiciones que el Museo iba montando.
No. 56.
El mercado de San Ramón antes de 1940. Dibujo del estudiante Marcos Gamboa a partir de una entrevista grupal a adultos mayores.
Nota. Colección del Museo Regional de San Ramón.
Hubo algo más a lo que le dediqué mucho tiempo y esfuerzo, a la pieza patrimonial más grande con la que convivía: el edificio que albergaba al Museo. En términos estrictos, no era mi responsabilidad velar por esta valiosísima pieza del patrimonio local y nacional, pero, ¿cómo no hacerlo, si en este inmueble era donde se instaba a la población a valorar y conservar su patrimonio cultural? Cuando empezamos a desarrollar el Museo y prestábamos una sala grande, destinada a exposiciones temporales y muestras de arte visual, quienes hacían uso de ella, venían con clavos y martillo, listos para horadar paredes con el propósito de colgar lo que fuera o acomodar cualquier cosa. No existía mayor conocimiento entre los habitantes del Cantón del valor patrimonial del edificio. Pedirles a esas personas que trataran con cariño al edificio, a sus paredes, puertas y ventanas, era casi un insulto. Sin embargo, si queríamos proteger el inmueble y hacer consciencia de su valor patrimonial era preciso educar a esos usuarios.
Paralelamente, trabajar en pos de la conservación del edificio y explorar posibilidades de restaurarlo, fueron dos tareas en las que me involucré con mucho empeño. La Junta Administrativa entendió muy bien lo ineludible de esta labor. Con don Nelson Banfi Cerizola y casi todas las personas que asumieron la Coordinación de Acción Social a lo largo de mis años con el TCU gestioné propuestas de conservación y restauración del edificio, muchas veces con una respuesta indiferente de algunas autoridades de la Sede Rodrigo Facio. El argumento era siempre el mismo: no hay fondos, restaurar es muy caro y cosas por el estilo.
Ninguna de estas barreras nos detuvo, ya que don Nelson, los Coordinadores de turno y yo esperábamos en un cambio de vientos, en algún momento, y así fue. Antes, sin embargo, fueron necesarias múltiples reuniones, muchos años de trabajo para que el Museo ganara respetabilidad en el ámbito universitario y fuera de él, y que aparecieran en el escenario personas sensibles no solamente a la necesidad de conservar el patrimonio universitario, si no también a la regionalización de la educación superior en el país. Doña Ana Teresa Álvarez Hernández fue una de esas personas que señaló un primer cambio de vientos y abrió un sendero para iniciar con el proceso de restauración, aunque fuera de manera limitada. Varios años después, en el Consejo del Programa de Rescate y Revitalización del Patrimonio Cultural de la Universidad de Costa Rica, al cual yo asistía sin falta, el arquitecto Óscar Molina Molina, quien llegó a coordinarlo, apoyó acciones tendentes a fortalecer acciones para restaurar y darle mantenimiento al Museo. Esos fueron los primeros pasos, con dolores de parto y todo.
Restaurar el edificio significó también procurar apoyo externo con la Comisión de Cooperación Costa Rica- UNESCO, con una entidad estadounidense y con el Ministerio de Cultura; Juventud y Deportes. El compromiso de doña Vianney Durán Campos, Coordinadora de Acción Social, con los proyectos bajo su administración se tradujo para el Museo en nuestra participación en el certamen que anualmente organizaba ese Ministerio para conservar el patrimonio nacional. Hacendosamente preparamos toda la documentación requerida, pero no ganamos el premio que, en esa época, creo que era de 20 millones de colones. Estuvimos muy cerca. Sin embargo, obtuvimos un premio de consolación de 5 millones de colones con los cuales se construyeron unos drenajes franceses para proteger las paredes de cal y canto de la humedad que las afectaba terriblemente (75). Me alegra mucho ver que, eventualmente, la Universidad de Costa Rica invirtió en el edificio para que hoy siga siendo objeto de admiración para quienes lo visitan.
No había redes sociales ni todos los desarrollos digitales de la actualidad en mis años a la cabeza del TCU, así que la divulgación de la existencia misma del Museo y de sus actividades se hacía con los medios escritos, radiofónicos y televisivos de la localidad y del país. Era importante que los habitantes de San Ramón supieran que el Museo había nacido para servirles. Por ese motivo, una de las primeras actividades que se organiza-
ron, aparte de las exposiciones consistió en una campaña de divulgación entre Asociaciones de Desarrollo Comunal, Directores de escuelas del distrito central y distritos aledaños, asociaciones de salud rural y cooperativas (76). A los directivos de estas entidades y al personal docente de los centros educativos se les invitó a visitar el Museo. Para ellos y para las primeras personas a quienes queríamos informar sobre la institución se preparó un desplegable sencillo cuya portada que se muestra en la Figura No. 8 y cuyo texto reproduje en el Anexo 2. Figura
Primer desplegable del Museo diseñado por el estudiante José Francisco Alvarado Ruiz.
Nota. Colección personal.
También buscamos presencia en medios de cobertura nacional. El primer medio que nos abrió sus puertas fue el periódico LaNación , que nos dedicó dos artículos en 1987 y siguió brindándonos apoyo por medio de su corresponsal en la comunidad, don Arturo Alfaro. Don Arturo, siempre atento, me contactaba con frecuencia para enterarse de lo nuevo y darnos un espacio en el suplemento Alajuela – después ElAlajuelense - de ese periódico. Algunas veces él escribía los reportajes, otras veces lo hacían los estudiantes del TCU y en otras ocasiones yo preparaba los artículos.
Reportaje publicado en el suplemento Alajuela del periódico La Nación (1 al 7 de marzo de 1989) escrito por nuestro estudiante Carlos Manuel Villalobos Villalobos.
Nota. Colección personal.
Figura No. 10.
Reportaje publicado en el suplemento El Alajuelense del periódico La Nación (5 al 18 de mayo del 2000).
Nota. Colección personal
En 1988 y en los años siguientes, el Semanario Universidad realizó algunos reportajes del Museo por sí mismo o bien asociado a logros de la regionalización de la educación superior. También aprovechamos la oportunidad que nos brindó la revista de la Universidad de Costa Rica, PresenciaUniversitaria , con varios artículos y una bella portada en 1997. El informativo The Tico Times fue otro medio que nos abrió sus páginas de manera que el Museo se diera a conocer entre la población de extranjeros que lo leían (77).
El Museo en la portada de la revista PresenciaUniversitaria(No.49, 1997).
Nota. Colección personal.
La divulgación de las actividades del Museo también se hizo de manera presencial, pues de cierto modo, hablar del Museo era referirse a la historia de San Ramón. Conforme el Museo fue dándose a conocer se avivó el interés de muchas personas y entidades locales por la historia del Cantón. En consecuencia, fueron muchas las charlas que ofrecí en atención a solicitudes de entidades públicas para hablar de esa historia. Hubo, asimismo, peticiones de revistas locales para escribir pequeños artículos sobre tradiciones y costumbres que se convertían en medios indirectos para atraer visitantes al Museo. Junto a estos aportes a las revistas locales, no descuidé espacios
académicos para dar a conocer cómo se trabajaba en el TCU. En realidad, procuré mantener una discusión constante de mis experiencias y reflexiones en lo concerniente al Museo y de manera más amplia en una labor dedicada a poner en valor el patrimonio cultural ramonense (78).
La radio fue otro medio importante para dar a conocer a los habitantes del Cantón la labor del Museo. En ese sentido, aproveché en algunas ocasiones la oportunidad que ofreció un programa de la Sede que se transmitía por Radio Sideral. Ese programa era Cátedra Universitaria; sus distintos coordinadores mantuvieron sus puertas abiertas para apoyarnos. En una ocasión, invité a la Lic. Sonia Gómez, entonces la persona a cargo del Museo de Grecia, para tratar el tema de los museos comunitarios en el país. Con los años, este vínculo con doña Sonia generó una colaboración más cercana de manera que jóvenes que matriculaban el TCU, pero residían en Grecia, realizaban su Trabajo Comunal en ese cantón. Nuestro Museo, eventualmente, apoyó la gestión de otros museos con información pertinente. Este fue el caso del Museo Histórico Agrícola de Santa Ana. Por falta de tiempo, no fue posible darle un apoyo constante al Museo Histórico Marino de Puntarenas cuando sus impulsores lo solicitaron por medio del Dr. Eval Araya Vega, entonces Director de la Sede de Occidente.
Después de funcionar por algunos años, canales de televisoras nacionales se acercaron al Museo para divulgar su aporte al país. Doña Ángela Ulibarri, nos entrevistó para el programa Desafíos de canal 13. Más adelante, recuerdo haber atendido a funcionarios de otro canal - creo que fue el 4 -, pues nuestra ex alumna Roxana Lobo García se encontraba trabajando allí. Y cuando Internet empezó a ser parte de nuestras vidas, a inicios del siglo XXI, el Museo tuvo su página web y se incorporó a la página web de la Dirección de Museos del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
Por nuestra cuenta, recurrimos a otros medios, como la divulgación de exposiciones con afiches distribuidos por supermercados, centros educativos y otras instituciones públicas como la clínica de la Caja Costarricense del Seguro Social. La meta era llegar a muchos habitantes del Cantón. Los perifoneos por la ciudad y su periferia fueron otra manera de informar a la comunidad de las nuevas exposiciones que se generaban. Finalmente, de manera indirecta, algunas actividades para evaluar el trabajo del Museo realizadas en el distrito central -en 1991 - y en el distrito de Alfaro (San Pedro) – en 2002 – también resultaron beneficiosas para conocer cómo los residentes de estos espacios percibían a la institución y cómo se podía mejorar el desempeño. Valga decir que la mayoría de las personas entrevistadas valoraban positivamente el aporte del TCU, pero
siempre querían más actividades, aunque algunas no fueran parte de nuestro enfoque centrado en el patrimonio ramonense. Y, por supuesto, para quienes el Museo era desconocido, nuestros estudiantes se encargaban de contarles de sus servicios y de invitarlos a visitarlo (79).
Foto No. 57.
Afiche del X aniversario del Museo.
Nota. Cortesía de Ricardo Rodríguez Chaves.
Paralelo a la puesta en valor del patrimonio ramonense en exposiciones y actividades educativas, el Museo desarrolló publicaciones variadas con un fin semejante. Fue interesante observar el destino de estos trabajos porque si bien se quiso que fueran educativos, quienes los adquirían los llevaban como recuerdos de su paso por San Ramón. El primer tipo de publicaciones que empezó con un folleto, llegó a sumar al menos 9 pequeñas obras de este tipo con temas distintos. Estos fueron los folletos populares que ya mencioné en el capítulo anterior.
La demanda de información acerca de la historia de San Ramón, sus costumbres y tradiciones, a partir de 1991, y la dificultad para disponer de tiempo suficiente para atender visitantes al centro de documentación motivó la preparación de estos materiales, los que resultaron producto de un verdadero trabajo en equipo de los estudiantes de Trabajo comunal, Por lo general, un estudiante investigaba para redactar el texto, otro lo ilustraba, un tercero los diagramaba o simplemente “levantaba el texto” en sus respectivas computadoras. Participaban en su elaboración alumnos de varias carreras como Educación Preescolar y Primaria, la Enseñanza del Castellano y la Literatura, Artes Gráficas e Informática Empresarial. Además, en algunos, como los de HistoriadelcaseríodeLaPazdeSanRamón yTradiciones,costumbresyleyendasdeLaPazdeSanRamón , se incluyeron los nombres de las personas de esa localidad que contribuyeron con la información para redactar su contenido.
Además de ser útiles para padres, madres de familia, y escolares, estas publicaciones gozaron de mucha popularidad entre el público visitante. Hubo un folleto en particular que adquirió la reputación de “best seller” pues con mucha frecuencia se agotaba. Se trataba del folleto de Tradiciones ramonenses, redactado por la estudiante Nuria Esquivel e ilustrado por la estudiante Karol Rodríguez. Las maestras me confesaban que las ilustraciones de esta publicación les servían para que los niños las colorearan como parte de las actividades en el aula, así que, estas educadoras las reproducían por su cuenta con mucha frecuencia. En ese momento, nunca pensamos en derechos de autor ni cosa parecida.
Figura No. 12.
Texto e ilustración sobre el mercado en el folleto popular Tradiciones ramonenses.
Nota. Colección personal.
La necesidad de ser creativa en la búsqueda de recursos para financiar las actividades del Museo me llevó a pensar en otro tipo de publicación que cumpliera con el propósito de acercar fondos y divulgar el patrimonio ramonense ante un público amplio. A ese efecto, se recogieron algunas recetas de señoras afamadas por su cuchara, entre ellas la misma doña Albertina que aparece en la Foto No. 49 estirando el dulce para hacer melcochas. Además de compartir sus secretos para elaborar un delicioso picadillo de arracache, otras señoras como doña Albertina también nos cedieron sus recetas como la de un budín de piña que yo preparé alguna vez.
En esta línea de dar a conocer el patrimonio gastronómico de San Ramón, aprovecho para mostrar la portada de la publicación que las jóvenes Claudia Sancho Cambronero y Luisa Castro Cascante prepararon con recetas con dulce de tapa como ingrediente en la elaboración de panes, cajetas, mieles y otras creaciones sabrosas. Rápidamente, se nos agotó la edición de este recetario, así que hubo que reproducirlo en varias ocasiones.
Figura No. 13.
Receta de picadillo de arracache. La estudiante Rosalía Ramírez Ch. elaboró esta publicación.
Figura No. 14.
Recetario elaborado por las estudiantes Claudia Sancho Cambronero y Luisa Castro Cascante.
Nota. Colección personal. Nota. Colección personal.
Se crearon otros productos. La joven Sheyla Quesada Valverde, quien fuera nuestra estudiante de TCU y, posteriormente, asistente del proyecto desarrolló tarjetas con dibujos de elementos patrimoniales, entre ellos la fachada del Museo, y separadores de libros que reproducían refranes ilustrados de manera jocosa (80). También aprovechamos fotos de tradiciones ramonenses o elementos icónicos del Cantón como su templo parroquial para elaborar tarjetas como la que incluyo en la Figura No. 15. Atentos ya al hecho de que los folletos populares se habían convertido en “souvenirs”, por detrás de la tarjeta se incluyó una etiqueta con las palabras: Recuerdo de San Ramón.
Tarjeta con imagen de la Entrada de los Santos.
Nota: Colección personal.
Eventualmente, quise dar un salto cualitativo con las publicaciones, sin dejar de lado los trabajos con una presentación modesta. Buscando fondos por aquí y por allá, y con la buena noticia que un día de todos me dio el Sr. Roberto Mora, funcionario de la Oficina Financiera de la Sede de Occidente, me animé a publicar un mapa turístico de San Ramón, cosa que la Municipalidad de San Ramón tenía tiempo de haberle solicitado al Museo. Don Roberto siempre puso su mejor empeño en apoyarme para administrar dos fondos oficiales que tenía el TCU, además del presupuesto que asignaba la Vicerrectoría de Acción Social.
El día en que fui a hacer gestiones de alguno de esos fondos o de ese presupuesto, él me comunicó que tenía un cierto dinero acumulado por vender en el Museo publicaciones de la Sede de Occidente – otro de los medios que yo había gestionado para acercar recursos al TCU -. No hacía falta más. Para realizarlo, Mauricio Ulate Chavarría realizó la investigación pertinente y Hugo Pineda Villegas diseñó el mapa. Colaboró con el dibujo del mapa L. Mariano Fallas Acosta. Sobra decir que el mapa gozó de una buena acogida.
Figura No. 16. Mapa turístico de San Ramón (1997).
La segunda de esas publicaciones de mayor calidad en su presentación fue un libro sobre juegos tradicionales. No recuerdo bien en qué año empezamos a trabajar en la recopilación de esos juegos con las estudiantes Cinthia López, Rosario Morera y Marjorie Rodríguez. Ellas entrevistaron a catorce adultos mayores de San Ramón y con base en los relatos de estas personas prepararon los textos del libro. A ellas se les sumaron las jóvenes Carmen Miranda, quien ilustró la obra, Roxana Lobo quien revisó estilo y Sheyla Quesada quien la diagramó. Una vez que tuvimos la obra lista empezó el peregrinaje para encontrar los recursos para publicarla. En 1998, la Vicerrectoría de Acción Social brindó su apoyo y, por fin, se imprimió el libro.
Figura No. 17.
Libro Juegos Tradicionales (1998).
Nota. Colección personal.
El último proyecto en esta línea fue el dominó que mencioné más atrás. Antes de jubilarme ya tenía otro proyecto en mente que no llegué a concretar. Se trataba de un juego de mesa para personas de todas las edades, aunque le hacía un guiño a escolares. En el juego se hacía un recorrido por distintos lugares del Cantón. En ese trayecto, se descubrían inmuebles patrimoniales, objetos, tradiciones y costumbres, canciones, y hasta tumbas de poetas y otros creadores culturales enterrados en el cementerio de la ciudad.
Como habrán podido apreciar por todo lo que he relatado, la búsqueda de recursos requirió de perseverancia y creatividad. Cuando se inició el Museo, en su sección etnohistórica, apoyado en un proyecto de Trabajo Comunal, la Vicerrectoría de Acción Social no acostumbraba apoyar este tipo de iniciativa con una amplitud de recursos. La Sede de Occidente tampoco tenía fondos para sostener toda la operación de estos proyectos. Por ese motivo, la generación de recursos propios era un imperativo.
Ya he señalado algunas actividades que se desarrollaron para reunir fondos. Ahora deseo mencionar una que fue central en ese esfuerzo de financiar los gastos operativos. Resulta que el TCU a mi cargo tenía un vecino dentro de las instalaciones del edificio del Museo. Este era el proyecto de Trabajo Comunal que se llamaba Centro de Literatura Infantil, a cargo del profesor Romano Vásquez Solórzano. Don Romano ya había transitado lo que a mí me esperaba y fruto de su propia experiencia, aprendió a reunir fondos mediante las famosas ventas de cachivaches. Conversé con él y observé cómo las organizaba y se llevaban a cabo. Con mis estudiantes, desarrollé mi propia versión de esas ventas. Del mismo modo que en el Centro de Literatura Infantil, en mi TCU los estudiantes traían ropa usada de sus casas. Yo también aportaba lo que me sobraba.
Había todo un proceso de preparación para las ventas que constaba de una selección de las prendas, de ordenarlas por categorías, de colocarles un precio y almacenarla en cajas para su traslado y de divulgar la venta para lo cual Juan José Castro, conocido como “Pata de Buey”, nos regalaba los avisos en su programa radial. Al principio, se pedía permiso a la Municipalidad para ocupar un espacio en una plazoleta del mercado municipal y, después, en la calle en donde se realizaba la feria del agricultor. El día de la venta, un sábado, madrugábamos algunos estudiantes y yo para llevar las cajas con prendas a esa plazoleta o a la feria del agricultor. Cuando las ventas se hicieron en esa feria, por la distancia, usábamos mi automóvil. Lo que no se vendía, se devolvía al Museo. Luego se revisaba y ordenaba para una próxima venta o para donarlo a proyectos que ayudaban a personas pobres. Don Pipo Barrantes, un señor de la comunidad, era nuestro contacto para hacer esas donaciones.
Los grupos de estudiantes designaban a uno de ellos como cajero durante la venta, y esta persona y al menos dos o tres alumnos más se encargaban de contar el dinero recaudado. Usualmente, ese cajero o algún otro joven que los mismos estudiantes escogían llevaba un control del uso de esos recursos. En 1992, la Sede ejerció un mayor control sobre esos recursos y creó un fondo restringido para manejarlos. Sin embargo, siempre hubo un estudiante elegido por sus compañeros que estaba al tanto de los gastos a pesar
de que a mí me correspondía efectuar todas las gestiones administrativas. En ese fondo restringido se depositaba también el producto de las ventas por concepto de publicaciones, del dinero que de manera voluntaria donaban los visitantes y de los pagos que resultaban de las visitas guiadas a extranjeros. En 2001, ese fondo se transformó en una empresa auxiliar.
La solicitud del permiso municipal, en ocasiones, resultaba un tanto engorrosa, aunque doña Olga Palomo, la secretaria del Ejecutivo Municipal, siempre estaba muy dispuesta para apoyarnos. Con la experiencia acumulada, trasladé la venta al estacionamiento de la Tienda Jiménez que nos quedaba más cerca. Sus dueños accedieron a prestarnos ese espacio por unos años. Yo, sin embargo, les propuse a los estudiantes otra opción que no era visible desde la calle, con cierto temor de que las ventas no resultaran financieramente exitosas. Esta variante consistió en trasladar la actividad al Museo. Fue una excelente decisión, ya que no teníamos que pedirle permiso a nadie ni trasladar las cajas con ropa hacia afuera del Museo.
La verdad es que las ventas de cachivaches se convirtieron en un recurso invaluable para montar exposiciones y desarrollar actividades educativas, entre otras cosas. Al cabo de unos años, bastantes diría yo, la Vicerrectoría de Acción Social - gracias al trabajo de algunos funcionarios, en particular el de la Lic. Rocío Monge - empezó a apoyarnos con un presupuesto anual un poco más generoso. En la Sede de Occidente, la Lic. Alicia Alfaro Valverde, como encargada por mucho tiempo de los trabajos comunales en la Coordinación de Acción Social, también reconoció nuestra labor y propició un mayor apoyo financiero ante esa Vicerrectoría.
Si bien para algunas personas puede resultar extraño que un proyecto como las ventas de cachivaches financiaran un proyecto universitario, el hecho es que yo no me podía quedar de brazos cruzados ante la necesidad de fondos. Curiosamente, en una visita que hice al Pine Mountain Observatory, operado por el Departamento de Física de la Universidad de Oregon en Estados Unidos, me enteré que, en aquel momento, ese observatorio se financiaba parcialmente con el producto de ventas de artículos usados como muebles, enseres domésticos, adornos, etc. y a las personas visitantes se les instaba a donar bienes de ese tipo.
Por muchos modos y medios se logró darle sostenibilidad financiera al Museo. En esa constante tensión por hacer más y mejor, y ampliar esa base que la Sede de Occidente aportaba con mi jornada, el pago de agua, luz, teléfono, Internet, la jornada del conserje y después de una secretaria y otros apoyos ocasionales, gestioné todo lo que se realizó. Hubo también unos
logros no esperados que me llenaron de satisfacción. Algunos estudiantes me comentaron cómo les agradaba planificar el uso de fondos y observar que nada se desperdiciaba. En esta línea, me alegró sobremanera el día en que Braulio Miranda, uno de mis estudiantes, entró en la oficina después de haber concluido su TCU hacía algunos años. Como otros muchachos, él vino a saludarme y a decirme que en ese momento era el Director del recién creado colegio de la isla de Chira; que él sabía que levantar esa institución tal y como él deseaba iba a “costarle”, pero que no tenía miedo porque en el Museo había aprendido que se podía hacer mucho con muy poco. Casi lloro de la emoción. Y es que en el TCU, fue tanto lo que muchos estudiantes aprendieron de la forma de gestionar un proyecto e incluso de sí mismos, que no podría contar todas esas anécdotas sin extenderme muchas páginas.
Sin embargo, debo decir que cuando el apoyo de la Vicerrectoría de Acción Social se hizo más generoso, sentí un gran alivio y una sensación de que, por fin, el Museo había adquirido cierta legitimidad en el ámbito universitario. Una mirada retrospectiva, me deja la sensación de que empezar el Museo cuando lo hicimos fue como adelantarnos a un tiempo que vendría después, tanto en el ámbito universitario como en el nacional. Nuestro museo no fue la única institución de esta naturaleza en la Universidad de Costa Rica que tenía limitaciones de fondos y personal. De esas congojas colectivas me fui dando cuenta en varios órganos colectivos en los que participé, primero para velar por el patrimonio nacional y después para generar estrategias dirigidas a conservar el patrimonio de la misma Universidad.
Por otra parte, contar con esos recursos universitarios me permitió contemplar la posibilidad de una jubilación algo temprana pero necesaria para mí por muchas razones. Temía dejar al Museo huérfano y que no pudiera sostenerse con mi partida. Incluso, consciente de que esos fondos adicionales podrían no ser suficientes en el largo plazo, empecé a formular con la Junta Administrativa del Museo – que desde el 2001 se llamó Comisión Administradora del Museo -, un cambio radical en el uso de las cuatro salas que el TCU regentaba. La idea era involucrar la sección de Biología de la Sede que tenía varios profesionales con el fin de contar con salas de historia natural. Desde 1999, yo era la única antropóloga en la Sede y no tenía otros colegas para formar una sección fuerte como la de Biología u otras que había en la institución. Con ese cambio, se acercaban al Museo otros profesionales, los que harían lo propio para encontrar fondos con los que montar exposiciones y organizar actividades educativas.
(72) Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 2001). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(73) En 1993 tuve acceso a un manual para la conservación preventiva de bienes patrimoniales que orientó nuestra labor. Posteriormente, por invitación de los Museos del Banco Central, bajo la activa dirección de Dora Sequeira Picado, asistí a un curso sobre conservación de colecciones y en 2001, la Comisión Institucional de Colecciones de la Universidad de Costa Rica organizó dos cursos: uno sobre el registro y la catalogación de colecciones y otro sobre planificación de políticas institucionales para la conservación preventiva de colecciones. Estas capacitaciones me permitieron dirigir el trabajo de los estudiantes en un ámbito del trabajo museístico asentado sobre un conocimiento técnico que no se puede ignorar en la gestión de un patrimonio.
(74) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1995). Informedelabores.ElMuseo de San Ramón y la Comunidad. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(75) Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 2002). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(76) Castro Sánchez, Silvia (abril, 1988). Primer Informe de labores. El MuseodeSanRamónylaComunidad . San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica.
(77) Conservo recortes del SemanarioUniversidadde los números 820 (29 de abril de 1988), 1393 (21 al 27 de junio de 2000) que tienen reportajes sobre el Museo en la Sede de Occidente. Estos recortes junto con otros del suplemento Alajuela del periódico La Nación y el que menciono del The Tico Times (10 de enero de 1992) se encuentran ahora en el centro de documentación del Museo.
(78) Entre otras cosas, yo tenía interés en motivar a los futuros antropólogos a enfocarse en la puesta en valor de los patrimonios culturales cantonales y regionales como posibles espacios profesionales, dada las limitadas opciones laborales específicas que han caracterizado el mercado laboral costarricense para este tipo de profesional. En el II Congreso Costarricense de Antropología y Arqueología presenté una ponencia dirigida
a ese público en el que, nuevamente, el Museo ejemplificó una manera de gestionar esos patrimonios. Castro Sánchez, Silvia (2004). “Contribución para valorar la herencia cultural de un pueblo. Experiencia profesional en Antropología”, en Margarita Bolaños Arquín y María del Carmen Araya Jiménez (compiladoras) Retosyperspectivasde la AntropologíaSocialyla ArqueologíaenCostaRica. San José, C.R.: Editorial de la Universidad de Costa Rica, pp. 71-79.
(79) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1991). Informedelabores . ElMuseo de San Ramón y la Comunidad. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica; Castro Sánchez, Silvia (noviembre, 2002). Informedelabores.ElMuseodeSanRamónylaComunidad.San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica;
(80) Durante varios años el Departamento de Ciencias Sociales al cual yo pertenecía como docente colaboró financiando unas horas asistente que fueron sumamente valiosas para contar con estudiantes de artes quienes prepararon varias de las publicaciones que he mencionado y colaboraron con otras actividades del Museo.
Gestionar un museo para invitar a pensar. Esa fue la orientación que, de manera más clara, caracterizó al conjunto de actividades alrededor del patrimonio cultural ramonense en el Museo, conforme fui entendiendo que esa herencia cultural, además de ser valiosa por sí misma, permitía detenerse críticamente en el pasado y construir propuestas para el presente. De hecho, en el informe de labores de 1997 y con motivo del X aniversario del TCU, indiqué que dados los cambios de la sociedad costarricense era imperativo “emplear metodologías de trabajo que promuevan una reflexión del pasado para comprender el presente, así como la necesidad de analizar problemáticas actuales buscando sus raíces en el pasado” (81). El cómo gestionar el Museo fue tomando otros matices, lo que no implicó alejarse de aquel objetivo central de recuperar del olvido el patrimonio local, de continuar con el compromiso de conservarlo, tanto de forma material o inmaterial, y de divulgarlo.
Una situación clave y necesaria para madurar ideas como la que menciono fue posible gracias al tiempo prolongado que la Sede de Occidente me permitió permanecer al frente del proyecto de Trabajo Comunal “El Museo de San Ramón y la Comunidad”. Con los años, pude acumular experiencias en aspectos indispensables para el desafío de abrir caminos en el ámbito nacional respecto a la administración de un museo comunitario. Igualmente, me fue posible ampliar conocimientos en torno a la historia y a las expresiones culturales locales y percibir qué significaban esa historia y esas construcciones culturales para los habitantes del Cantón. Por otro lado, e imprescindible en el caso del Museo de San Ramón, pude depurar mi estilo de trabajo con los estudiantes que realizaban su Trabajo Comunal en esta institución.
Todos esos saberes y habilidades que se fueron cimentando con el tiempo, se tradujeron en nuevas exposiciones, nuevas actividades educativas y publicaciones, así como en cuidados más adecuados para las colecciones patrimoniales. Esta labor se enmarcaba cada vez más en el convencimiento de que hacer museo no podía obedecer a modas o a quedarse en modelos del pasado; hacer museo significaba potenciar la historia y las expresiones culturales para generar bienestar y maneras de imaginar mejores condiciones de vida para una población. Gestionar el patrimonio ramonense dejó de ser una simple mirada a un pasado nostálgico. Se transformó en un compromiso decidido con el ahora.
Al concluir esta publicación, debo decir que me esforzado por relatar concepciones, acciones y resultados de los más significativos. He condensado el producto de una vivencia particular en torno a un museo comunitario y me gustaría pensar que esa experiencia tenga la fuerza para inspirar a quienes se dedican a gestionar un patrimonio cultural o desean hacerlo. Considero que existen diversas maneras de gestionar los patrimonios culturales. Desde el Museo de San Ramón desarrollamos una modalidad, la que de ningún modo constituye una receta que nadie deba seguir. Comprendo que distintas situaciones o condiciones desde las que se quiera emprender un proyecto pueden asemejarse a otras ya conocidas y, sin embargo, cada una es única y merece tratarse como tal.
También quiero enfatizar en mi deseo de que estas memorias se aprecien como parte de la memoria institucional de la Sede de Occidente y de la Universidad de Costa Rica en lo concerniente a un proyecto de Acción Social. Nuevamente aquí se trata de transmitir a las nuevas generaciones del personal docente y administrativo el producto de una práctica profesional que recuerda por qué se optó por realizar determinadas acciones en una coyuntura particular y cómo fue que se entendieron las posibilidades de un Trabajo Comunal en la atención de un museo comunitario. Además, este puede ser un documento de consulta para conocer los orígenes del hoy Museo Regional de San Ramón.
En este afán de recuperar la historia de un proyecto de TCU me lamento no recordar los nombres completos de los estudiantes que aportaron a las distintas actividades del Museo. Me disculpo con ellos. Sin embargo, quiero decirles que esas omisiones no deben dejar la impresión de que su trabajo no fue importante. Ellos le dieron vida al Museo y sin su contribución esta institución no se habría consolidado en el panorama cultural del Cantón. Por otra parte, y por lo que muchos de ellos me expresaron en diversos momentos, me satisface comentar que, así como ellos contribuyeron a crear el Museo de San Ramón, este Trabajo Comunal fue un espacio en el que varios de ellos crecieron como personas y como futuros profesionales. Hubo una fructífera simbiosis entre la institución y los estudiantes.
Finalmente, creo que no peco de presuntuosa al pensar que desarrollar el Museo como lo hicimos dejó una huella duradera en varios sectores de la población local. Son bastantes las interacciones que he tenido con residentes de San Ramón las que me llevan a emitir este criterio. Me siguen resultando gratas las invitaciones para participar en actividades relacionadas con la historia y el patrimonio ramonenses, y sigo disfrutando de las conversaciones breves que ocurren cuando salgo
a hacer mis mandados y alguna persona conocida me comenta algo que sigo sintiendo como cosecha fecunda de mi paso por la institución. El aprecio por la historia y el patrimonio ramonenses sigue siendo parte de mi vida. Por todo eso, me consideraré siempre muy dichosa de haber sido parte del Museo de San Ramón.
(81) Castro Sánchez, Silvia (octubre, 1997). Informedelabores.ElMuseo de San Ramón y la Comunidad. San Ramón, C.R.: Sede de Occidente, Universidad de Costa Rica, p. 10.
Anexo 1.
Declaratoria del edificio del Museo de San Ramón como reliquia de valor arquitectónico y cultural.
Contenido del primer desplegable sobre el Museo.
Esta publicación ha sido posible gracias a la generosa acogida del Museo Regional de San Ramón, en las personas de su ex Director, Master Julio Blanco Bogantes; su actual Director, Magister Andrés Badilla Agüero, su Encargado de Colecciones Patrimoniales, Lic. Ricardo Rodríguez Chaves, y los diseñadores gráficos Lic. Manfred Araya Parra y Lic. Francela Zamora Fernández. A todos ellos les estoy muy agradecida. Mi gratitud se extiende al colega y amigo Lic. Fernando González Vásquez, quien aportó unas fotografías para estas memorias.
El Museo de San Ramón Una gestión del patrimonio cultural local