La pasion de uno de ellos

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JULIÁN MOMOITIO: LA PASIÓN DE UNO DE ELLOS por Felipe Valle Zubicaray

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JULIÁN MOMOITIO: LA PASIÓN DE UNO DE ELLOS Momoitio en su obra y en su vida

Copyright de esta obra Felipe Valle Zubicaray C/ La Ralera, nº 57. Pob. Ortuella, Vizcaya. C.P. 48530 Tlfno 946641418 Móvil 675718755 e-mail fvz@tele2.es http://FelipeValleZubicaray.blogia.com Diseño de portada y reproducciones fotográficas Pablo Momoitio

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Me dijo que me fiara de los desconocidos siempre que no parecieran ser la de Dios o su semejante en la Tierra, pero son quienes son y no quieren parecer otra cosa (es fácil imaginar qué): arbitrarios, volubles, francos, caprichosos, abiertos, apasionados, libres, incorrectos e irrepresentables (incluso neutros). No supe nunca qué relación tenían aquellas palabras con nada de lo que estaba haciendo.

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El hombre, la búsqueda del hombre, incluso su improbable encuentro, es quizá la ilusión con la que el artista afronta y rebasa (trascender lo llamamos) tanto en su obra como en su vida, de tal modo ligadas que no es posible entender la una separada de la otra, las pequeñas y mezquinas figuras bajo las que aparecen unos y otros: el hombre sería de este modo la valiosísima utopía cultural de horizonte, pero también existencial y de igual rango, gracias a la cual el pintor supera (¿trascender diremos?) una realidad que surge ante él sin la debida grandeza (pero, sin duda, inmanente y sometida por tanto a todos los azares). Este hecho, incierto por íntimo pero capital, nos obligaría a afirmar con todas las palabras pero sin asomo alguno de idealismo acerca de ellos que los nobles han muerto y su lugar en la cima de la sociedad, la política y la cultura (y, por supuesto, el arte de nuestro mundo, que es nuestro tiempo), lo ha tomado un miserable que muestra bajo diferentes máscaras y disfraces esta vez indudable y lógicamente ideales una sola identidad de fondo: la de un tipo en sí, por sí y para sí solo que quiere el poder (pero el poder político, que es el que maneja al resto: social, cultural, artístico, económico…) por encima de todo y, aunque con sus buenas razones y sus mejores causas para desearlo, encontrará siempre por delante la ingente tarea de poder desear el resultado de su agotador y agobiante trabajo: vivir consigo mismo justificando su cerrazón, su estrechez y, en definitiva, su impotencia aunque en el mando que ya no es en él pura y dura obediencia. Y, sin embargo, a pesar de toparse por todas partes con este tipo de poder y poderoso que afea la vida e incluso corrompe y malgasta las fuerzas y virtudes artísticas y creadoras del poder, además de las muy potentes de la cultura y el arte, nuestro artista, Momoitio (pues es de él de quien hablamos desde la primera línea de este texto), ha hallado rasgos bellos en los hombres: también ha conocido bestias de apariencia humana que

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quizá no merecerían según él la consideración de hombres, pero desde luego que ha contemplado extraordinarios gestos de valor y movimientos de generosidad y nobleza que él ha trasladado sin descanso a sus telas, los únicos aunque abundantes que sus lienzos reflejan incluso dentro de un mundo o una atmósfera que los rechaza y niega, pues son más bien la respuesta con que el pintor revienta de belleza al horror que asoma en el camino por el que todos transitamos mientras en sus obras este mismo espanto aún no logra destrozar por completo la vida que viene bajo forma de velo. Lástima, quizá, que los caballeros (y también las damas, incluso las enigmáticas, las fantasmales, las misteriosas, que quizás hoy han de encubrir su identidad para salvaguardar de una oscura pero brutal amenaza su peligrosa existencia) hayan muerto y el hombre que los usurpa no haya dejado de ser un villano poseído por un temor, una amargura y una desconfianza que le arrastra a ver fantasmas llenos de maldad en todos los que no son idénticos a él ni de su misma pasta, pues no puede soportar en modo alguno la diferencia que le condena tanto como le señala que él no es el único ni el uno sino si acaso y en el mejor de los supuestos medio. El hombre que acaso busca nuestro artista quizá sea también un fantasma producto de la imaginación en su encuentro por aquí y por allí con estos raros fogonazos que ocasionalmente desprende la materia, pero su mayor peligro radica en que este ser de dudosa existencia les recuerda a unos y otros lo que un día quizá lejano pero sin duda real podrían ser o acaso fueron y todo lo que difieren de esta imagen a la que sin duda renuncian porque les obstaculiza su carrera hacia la gloria del poder y la nada a la que extienden y elevan su impotencia y la nada misma. Y es que la gracia, la finura y la delicadeza son una debilidad en nuestros días de pincelada corta y sin aliento y trazo grueso y con cuchara, pero en la pintura aún rememoran con fuerza inesperada que están más allá del arte, que su hogar es la vida y que el arte por el arte no es tan puro como parecería: en otras palabras, la sensibilidad de Momoitio plantea el problema de los derechos y exigencias de otros poderes y otra vida (pero aquí mismo, en la tierra). En suma, la bondad por una parte, la maldad por otra, y la indiferencia o escapismo por una tercera: cada política tiene su arte, como tiene su riqueza y la ciencia que la guarda, conserva y aumenta. Por esta razón la pregunta no es: ¿el dinero sí o no?, sino: ¿el dinero de quién? ¿De quién el poder? El hombre es el territorio olvidado e ignoto que existe más allá de todas las fronteras que separan y enfrentan a unos contra otros en una guerra sin brillo y una paz sin color, pero mucho nos tememos que

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no sea factible encontrar a tan ilustre desconocido entre quienes desean mantenerse encerrados en su pequeño mundo (rebosante de trascendencia, sin embargo) en el que asegurar su mucho poder y su impotencia muchísima, un espacio hermético y abombado en el que quizás el hecho de sufrir como en el fondo sufren encuentra una extraña y perversa compensación en el deseo de hacer sufrir a los otros, que serían sin duda los aventurados por los más diversos motivos y circunstancias por aquellos parajes que encima habrían de arriesgarse a abrir, ampliar y agrandar los límites y aislamientos e incluso variar la naturaleza de un dominio que les espera con la intención no siempre secreta de enviarles de vuelta al lugar (mar abierto, puro afuera) de donde vinieron: si el amor o el afecto no es un poder, ¿por qué no lo iba a ser en cambio la violencia? ¿O es el amor un sentimiento frecuentemente rendido al poder y al dinero y la violencia un instrumento dirigido a menudo a conquistar dinero y poder? Es, sin embargo, bien sabido por todos que de alguna manera el poder atonta (quizá precisamente porque achica y reduce corazones y cabezas): un poco más de pequeño mundo (rebosante de religión transferida, como si ella misma hubiera sido a su vez trascendida), un poco más de soberano encierro, en el que sin duda el poderoso podría exclamar que también él es humano, tan humano como el que más lo sea, pues ama a los suyos y los defiende de las agresiones y amenazas con las que los demás le aguardan a la vuelta del camino. En efecto, la bestia de rostro humano pocas o ninguna vez pintada en su crudeza soberana y triunfante por Momoitio reivindica su humanidad frente a la crueldad manifiesta o mucho más a menudo implícita y encubierta de sus enemigos, que le fuerzan a emplear sus mismas armas en una guerra que él no ha querido y con la que desea acabar cuanto antes en una paz en la que las diferencias entre unos y otros ya no existan, pues todos obedecerían a una sola misma humanidad entera y verdadera. Nuestro artista, sin embargo, rescata la belleza del hombre cuyo nombre es todos y denuncia la fealdad de unos siempre que la denuncia implique a la vez la de los otros, porque en este sentido son los mismos, tan parecidos como dos gotas de agua turbia, y él no los eleva al lienzo porque quizá no merezcan el arte ni siquiera la vida: los ojos de Momoitio son limpios, porque cada mañana los lava en la pintura, pero nadie dude que han visto tanta mierda… La verdad es que el que no es malo es tonto y labra su suerte a conciencia y sin conciencia, pero hay que ser bueno sin dejar de ser inteligente al tratar con él, que al fin y al cabo es el otro tanto como lo podemos ser nosotros, pues si nos condujéramos de otro modo añadiríamos horror al horror y acabaríamos con la larga y

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apurada historia de la frágil belleza, anegada en un mar de turbias aguas formado gota a gota. Momoitio, en cambio, vierte con su pintura un poco de luz sobre una vida a la que con demasiada frecuencia oscurecen y confunden las tinieblas: con este objetivo lucha denodadamente, bracea en la mar subido a las tablas de su arte en pos de la plenitud de una playa que siempre ve ahí adelante, pero a la que no llega quizá porque su destino no es la muerte, el fin de su aventura, por más que encuentre profundamente insatisfactorio su arte y crea honradamente que entre el esfuerzo y el resultado de su mente y de su mano cabe el ancho mar en que él continúa nadando entre las diversas corrientes de la pintura que a ratos le hablan de la carencia esencial y el vacío absoluto quizá sin oírles emitir a la vez el sordo e insistente rumor que acercan a la orilla: tú quedarás entre nosotros, junto a los que vengan, como el pintor que, entre grandes y silenciosas agonías, salva de la turbulencia y el caos de las olas las fugaces y tercas imágenes prodigiosas del amado y violento mar de los hombres. El acceso a la playa te está prohibido, porque aún no has concluido tu inacabable obra: regalar plenitud con lo que te falta, vaciarte de nuevo en lo que no te colma. Pues cada cuadro salido de sus dedos y espátulas es un islote fabricado con la fina y escurridiza blanca arena que Momoitio arranca a la materia oscura y caliente de que está hecha su alma de mineral de hierro (espíritu de la tierra) cada vez más vacía y más regalada: gracias, Julián (perdona, Momoitio, la confianza), la plenitud es nuestra. A cambio nosotros no tenemos la suerte quizá para ti demasiado gratuita y un tanto desdichada de ser, como tú, uno de ellos: nuestro, efectivamente, pero diferente a nosotros y, por tanto, indudablemente uno de ellos. Uno, sí, de los que cada vez nadan más lejos de las grandes corrientes artísticas -el cubo renovado, el rostro vaciado, el lugar acostumbrado, el amor soñado: todos los malditos ismos de la cultura, todos sus pobres ados- que un día le ayudaran a navegar sin perderse como un náufrago más por las revueltas y peligrosas aguas del arte, pero una vez adquiridas la fortaleza y habilidad del nadador experimentado lo que quiere el artista es ir mar adentro, subir olas arriba, precisamente para allí mismo perderse, flotar en la inmensidad de aquellas soledades, y en la perdición nuestra de cada día hallarse al fin en su nueva libertad de siempre: flotar otra vez, flotar de nuevo, asomando la cabeza por encima del nivel de las aguas y sobre el ras de las modas, marcas y etiquetas que clasifican, encasillan y aprisionan el infinito mar que las desprecia tanto como las resiste, porque mar no hay más que uno y es múltiple y distinto y está de par en par abierto a quien posea el valor

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y el coraje y el placer y el gozo de adentrarse en él para componer con él, siempre a su lado, la máquina de flotar más allá de todas las grandes corrientes submarinas que es la única garantía de la eternidad de esta curiosa y excepcional actividad que es la del arte: uno no puede nadar si no anda en la mar, si descansa tomando el sol de la obra plena en la playa. Desgraciada o, quién sabe, quizás afortunadamente para todos, siempre hay a nuestro lado alguien que, como a los antiguos romanos, le recuerda a uno, tras decirle con familiar y atroz miedo en los labios: sal, sal ya del agua, que también es hombre, esposo, hijo, padre, hermano, vecino, ciudadano, dueño o criado, las tantas cosas que le mantienen tanto tiempo en la tierra y, además, sin mover los pies ni las manos. El planeta flota en el vacío cósmico, pero quizá nosotros debiéramos bailar en él más a menudo y con más entusiasmo: de este modo quizá tanto él como nosotros fuéramos más ligeros y nos corresponderíamos más unos con otros. Porque ¿quién osaría decirnos como si tal cosa: métete en las aguas, ve más allá, más lejos, y si sufres de pronto de dolor del esfuerzo, hazte el muerto, flota y, luego, nada, nada, traza las nuevas travesías que abren de nuevo las corrientes de la mar océana, sumérgete si quieres pero para volver a surcar otra vez la superficie, y nada de un modo y otro, de otro modo y uno si prefieres, incluso de otro y otro más y otro aun si no lo entiendes del todo, pero flota y baila, baila? Todo está en movimiento y no hay ya quien lo pare, desde aquella vaca pintada sobre la pared de casa de los padres en los primeros años de la vida hasta las mesas y los bodegones de anteúltima hora que parecen danzar en su propio espacio misterioso como un conjunto hecho uno con sus elementos o un todo vuelto e incluso revuelto lo mismo o de lo mismo con todas y cada una de sus partes, pues flota fundido todo junto en el solo fluido de una misma naturaleza artística casi salvaje: sillas y frutas y atunes y huevos como un gran texto que reuniera y unificara todos sus signos por medio de manchas apenas dibujadas de luz, sombra y color esenciales, cuando el artista sustrae la mesa y el bodegón y, como un mago, los hace desaparecer ante nuestros ojos para lograr que lo que ellos contienen nade sobre el vacío que los sustenta, una mesa que es aire que aguanta el peso en movimiento de las frutas o el bodegón convertido en una espuma blanca sobre la que un atún que es todo él un ojo enorme y fijo como la misma muerte salta mirándonos a la cara desde lo alto de la ola pictórica en la que como en esta otra mar tan suya como la propia o tan propia como la suya monta, porque quizá lo que Momoitio hace y ha hecho siempre es quitarle a aquel animal primero que dibujó en su infancia la pared

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que lo soportaba o, lo que es lo mismo, volver a unir la vaca y la pared como un solo ser en un nuevo campo, el creado por él al lado mismo de la naturaleza, por medio del arte que ya está a su lado: hoy quizá contempláramos un fundido suave y ligeramente difuminado en el que el animal trasladado del campo al dibujo y la pared cuya función ha cambiado de límite de cierre de la casa a superficie de dibujo son ya otra cosa, un lienzo en el que una entra en la otra y viceversa, un nuevo territorio en el que una vaca flota y una pared vuela y una y otra alcanzan por esta nueva síntesis una vida distinta (la que difiere pero es propia del arte y, sin embargo, remite única y exclusivamente a la vida), una obra en la que ya no es tan fácil distinguir nada porque ya no hay una separación nítida y concluyente entre el objeto a pintar y la superficie que es también el objeto pintado, y todo ha sido desintegrado para crear una composición de una integridad de otra índole fundamentalmente por medio de una iluminación o atmosferización general del cuadro que sin embargo es sutil y extremadamente engañosa, pues el mismo color es en los cuadros de Momoitio una superficie pulverizada o que a su vez está manchada, corroída, salpicada, como si de la paleta al lienzo hubiera sufrido el mismo proceso de mutación que acontece en la vida en la que los colores no están muertos porque no son puros o inmutable y eternamente naturales y llevan su azarosa existencia a la dura intemperie: los rojos, azules y grises están tan elaborados, tan sistemáticamente tocados, que podríamos hablar de una técnica distintiva del autor en la ejecución de sus textos. Seguramente una energía difusa, matizada, creadora de una atmósfera pictórica envolvente que devuelve a la infancia (pues al fin y al cabo es la historia de un niño artista) la misteriosa fuerza que le acompaña y pasa generalmente desapercibida a ojos de todos, pues al igual que en las maternidades, las juventudes y las feminidades a las que Momoitio vuelve una y otra vez sin desmayo, quizá lo más llamativo del pintor en su salsa es que ve lo más común de una manera poco corriente, capta la profunda extrañeza esta vez sublime y cálida que alienta incluso en lo más familiar y repetido, y lo plasma en este espacio íntimo y sagrado (míralo, tócalo y no lo manches) que seguramente es para él el más indicado para proceder a efectuar la revelación de la verdad, que no es otra cosa que la exhibición de la desnudez, la exposición de un alma en carne viva y la manifestación de un afecto que llega a ser, y sin salir de casa, el rey del mundo: seguramente, decíamos, resultaría muy interesante contemplar cómo afrontaría hoy Momoitio la realización de su primera pintura casi rupestre. ¿En que atmósfera la integraría?, ¿acaso en una vaporosa y onírica (pues lo

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que nuestro artista hace es soñar de día, y no sabemos si la carencia de las habituales ensoñaciones nocturnas del resto es causa o efecto de este exceso en él típico) como las que parecen vivir tantas de sus obras? Muchos críticos han visto y atribuido a las piezas de Momoitio un carácter ideal y fantástico, soñador e incluso mágico y casi irreal, pero este hecho crítico que no discutimos quizá procede precisamente de una muy cuidada elección del pintor, es decir, del espacio en el que sitúa sus personajes y de los mismos personajes que escoge y destaca de entre todos los que pueblan más o menos caóticamente la realidad de la vida: el mundo privado y particular de las madres, los jóvenes y los niños que traspasan el corazón del artista como una flecha, pasan de su corazón a la cabeza y de la cabeza a su mano convertidos en dueños o arqueros de su propio destino, pero incluso el de los dramas más sangrantes y actuales que parecerían imponérsele de vez en cuando a su paleta carecen del descarnamiento que es tan habitual y que parece exigir hoy su tratamiento artístico y cultural prevalente, porque Momoitio no descarna nada sino que, muy al contrario, encarna: él es precisamente la encarnación de afectos, ternuras, dolores, esperanzas, tragedias, que alcanza. Es un artista verdaderamente carnal que sin embargo parece gozado por algún espíritu, pero los espíritus y sobre todo nuestra tradicional y vieja alma cristiana desmaterializa y descorporiza y lo que en cambio hace Momoitio es incorporar a la materia a través del arte de la pintura, con sus tablas, lo que de luminoso, enérgico y hasta invisible tiene la carne. El cuerpo tiene afectos y, si los afectos son el alma, Momoitio pinta el alma (la eterna emanación pos y ante cristiana, la que no sobreviviría al cuerpo si el cuerpo desapareciese algún día de la tierra): materializa este intangible de la materia, este espíritu o este espectro o este fantasma que es inseparable del cuerpo y sin el cual el hombre es un pedazo de carne con ojos, un lote de materia sin energía, un amasijo de órganos sin la función maravillosa pero a la vez espantosa y terrible de sentir hasta erizarse los cabellos en la nuca. Porque la tensión es efectivamente grande, tanto como la callada pasión que anima a gritos al arte, y por este motivo nuestro artista rebaja en cuanto puede las frecuentes tensiones y, si ocasionalmente las aumenta y eleva, es para reintroducir (lo mismo en la obra que en la vida) la luz dentro de la oscuridad que pretende suplantarla, como si le dijera de golpe y por sorpresa: no eres tú la que brilla, sino la madre que amamanta a su hijo, la joven enamorada y el niño que juega en un callejón oscuro al que nadie haría pasar por una gran avenida luminosa, estas figuras que poseen el verdadero poder de suscitar una sensación genuina y

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auténtica, la emoción que produce una obra de arte no sólo bien hecha sino con aliento bastante para llegar al espectador general y, por lo mismo, tan despreciado como despreciada por los poderes culturales dominantes la voraz y acuciante necesidad de sus sentidos de alimentarse. Momoitio proporciona de este modo un espacio extraordinario de confort y relax para el que hay que tener espíritu, sensibilidad además de inteligencia, y quizá haber sufrido mucho, porque tiene una línea que trazar, una recta que sigue y una curva que corta: aquí lo claro y allí fuera del texto lo que intenta confundirse con una luz que, si la materia no tiene, menos la tiene aún lo falso, frente a lo cual lo oscuro es puro e inocente como un chiquillo, una matrona o una muchacha, las composiciones que no le agotan pero de algún modo le apuntan con el dedo, quizá porque encuentra en ellas el aire que a veces quizá le falta y la paz que tal vez no siempre encuentra. En cualquier caso la vida son los velos -y hasta el mismo clima de velado tan bien captado y representado por nuestro artista- a los que no rasga sino la muerte, esta inquietante y refinada potencia que finalmente descarna tanto y tan completamente como poco a poco y sin prisa desvela, corre la cortina y muestra nada por ninguna parte, nada de nada o acaso, simplemente, en la pintura y en las artes, el grito y el desgarro, una atmósfera de dolor y aterramiento. Hemos llegado a un punto en que no sólo debemos sino también podemos ya seguir adelante Pero en realidad Momoitio no ama al hombre cuyo nombre es todos, aunque él declara que es un humanista (que ya es difícil serlo hoy al estilo renacentista: ahora lo seríamos más bien al estilo moribundia), porque lo que en verdad ama es la vida, aunque la vida viene sorprendentemente llena por supuesto de amigos, vecinos, hijos, mujeres, pintores, poetas y muchos, pero muchos más tipos amables, cordiales y afectuosos, y en cambio el hombre es una fuente inagotable de conflictos y problemas: el hombre, no hay que imaginar demasiado de aquel de quien hablamos, el tipo juicioso, responsable y consciente que ha de responder de sí y de los demás, que carga sobre su espalda con el peso de la existencia, la que sea, y ha de rendir cuentas de lo que hace y deja de hacer al menos ante su conciencia, el mismo que al final no puede, porque nadie le deja en paz nunca, y cae bajo el peso que carga y transporta a todas las cosas que emprende, cae sobre sí mismo, aplastado sobre sí, con el peso que él no tiene pero ha ido poco a poco acumulando a lo largo de las experiencias, las rutinas y los años, sobre su mero y somero volumen, su escueto y desnudo cuerpo sin alma, tan vacío que puede meter en él todo el peso del mundo, toda la carga que arrastra la existencia, hasta caer rendido,

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convertido en papilla a causa no de lo que él estrictamente pesa sino precisamente de todo lo que cabe en él, que si no es pozo sin fondo en el que todo entra y encaja es pura fuerza, resistencia prácticamente sin límites a la pesada y medida cantidad de cosas de la que es capaz de hacerse cargo, cargo y transporte de las mismas, cargo y él mismo que ya no es más que vehículo, herramienta, instrumento para tapar con su peso los vacíos que abren los demás y por los que puede irse a pique poco a poco el mundo diseñado y construido con infinito tesón y paciencia por el hombre, a pesar, decimos, de creerse, y hacerlo cabal, esforzada y sufridamente, el rey del mundo, el pilar de la casa, el dueño de la tierra, y de saber con certeza inaudita que la familia, la sociedad e incluso el futuro del planeta, todo lo que ha hecho depender más o menos lúcidamente de sí mismo, depende de él y de su capacidad de acudir rápido y presto allí donde surja de pronto una nueva y ojalá fuera esta vez última brecha, porque si el poder de creación del hombre que cree por vocación, por tradición o porque no le queda más remedio, que es el sujeto de la vida, el centro de todo y la periferia de nada, es discutible y quizá más teórico que real, el poder de destrucción que puede desencadenar en cualquier momento es innegable y más real de lo que ha sido teorizado: en suma, el hombre no puede crearse a sí mismo, aunque cada vez cargue con más peso, para ser más precisos el suyo y el de la divinidad sobre la que una vez cargara su destino y contra la que finalmente cargó sin medir mucho sus fuerzas, pero puede destruir la humanidad en un rapto de inconsciencia, irresponsabilidad o insensatez. La responsabilidad es, literalmente, aplastante, de tal manera que es la causa fundamental de su muerte, estúpida muerte por aplastamiento de un hombre hecho papilla para los niños que le llorarán sin saber el por qué ni el cómo de su total fracaso un poco antes de volver a jugar esta vez más peligrosamente que nunca, porque la seguridad que ofrecía el hombre ha terminado, han vuelto la incertidumbre y el caos a la vida, el orden ha cesado, también lo ha hecho la clásica belleza, y ya no hay una imagen que represente con fidelidad la vida (ha crecido la realidad como un mar que desborda a la representación que pretendía encerrarlo entre diques e incluso falsearlo no siempre con éxito respecto a la conciencia de sí mismo: venga, sé objetivo y honesto, en realidad no eres tanto un mar como un riachuelo manso, subjetivo y pequeño), ya no hay imágenes políticas sino artísticas más o menos terribles y maravillosas, si acaso únicamente la de la guerra de todos contra todos, el hombre y la mujer, el hijo y el padre, incluso los viejos amigos peleándose el uno contra el otro como si de pronto

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descubrieran que son extraños y, por extraños, enemigos en el peor conflicto conocido, el que entablan los que ya saben que son hombres y nada más que hombres, el protagonizado por los que ya han comprendido que son idénticos o muy semejantes, y luchan unos contra otros porque cada uno quiere diferenciarse a muerte hasta de su sombra ya que cree hallarse sumido en la falta de autenticidad, en la falta de él mismo, no por su culpa sino siempre por la de los demás, que para él no son neutros ni mucho menos buenos sino inequívocamente malos e incluso sin matices porque no le dan nada sino para quitarle lo más suyo, su supuesta personalidad imprescriptible y asombrosa, su increíble alma oculta e incesante, valores cuya positividad quizá aprenda a cuestionar un día, y el hombre, moribundo aunque aún vivo, levanta por última vez la cabeza, contempla el panorama, menudo espectáculo diría si aún estuviera para bromas o tuviera el humor suficiente para reírse todavía de sí mismo, y siente cómo todo su cuerpo cae desplomado sobre un par de metros cuadrados de tierra que ya estaba abierta y le esperaba: el hombre, él, que lo dio todo a cambio de nada, es precisamente este hueco y vacío que atiborró de los pesos y medidas que le desfondaron y condujeron a la tumba sin que nadie o muy pocos le agradecieran el sacrificio, incluso reprochándole lo que más de una vez consideraran su egoísmo y su autoritarismo enmascarados, pero también es al mismo tiempo el dios en ausencia o el sujeto en funciones que acudió a rellenar con todos sus materiales e incluso con su cuerpo las grietas a través de las cuales la tierra amenazaba con tragarse a todos los que la pisan. ¿Por qué no haber sido desde el principio aire, aire y vuelo? ¿Por qué no haber aguantado desde el principio las críticas: loco, inconsciente, borracho, vago? Pero las mujeres, los hijos y los amigos con cuyas cuitas y pesares tantas veces hay que cargar sin confiar en que nos liberen de unas responsabilidades que a veces no son nuestras más que por defecto o en diferido, son en el fondo un amuleto sin igual contra la muerte, esta idea del cese y la desaparición que siempre le ha rondado al hombre y de la que sacó sus mejores fuerzas para vivir y amar la vida, fuerzas extraídas de la debilidad pero que le hablan de su permanencia en la tierra, de su pasión por un dominio de la existencia que por supuesto implica la inmortalidad, es decir, el poder sobre la parca. Porque, lejos de todo psicologismo ramplón y fácil, pensamos que en el fondo de Momoitio hay dos artistas o dos pintoras (porque siempre nos las hemos representado en femenino) secretas que hacen su función calladamente pero a brochazo limpio y espatulazo rápido, porque su

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manera de gritar es otra y están gritando con una energía tan sólo comparable a su delicadeza: la una es la libertad y la otra la muerte. El artista presiente de algún modo, más sobre la primera mancha borrosa y caótica que sobre el blancor inerte y virginal del lienzo, el vacío, la carencia y la nada con su inmortal e inhumana pero perfectamente eludible y sobrepintable presencia absolutae inmediatamente crea un rostro, la cara mil veces cambiada pero siempre la misma, que incluso puede adoptar la forma de la cabeza impactante que un noble bruto como el caballo mete de pronto en el cuadro para ganar la dura carrera por la vida nunca más que precisamente por una cabeza, por un rostro: ¿cómo no le cansan, nos preguntamos, las madres, los jóvenes e incluso las mujeres, damas o no tanto, púdicas o casquivanas, veladas o desnudas? La sensación de la muerte que a nuestro artista le ha sido siempre tan próxima e incluso tan amiga, como una compañera terrible que sin embargo le invita a vivir como pocos anfitriones son capaces de hacerlo cada instante de la vida con una intensidad hasta entonces desconocida, como si cada hora fuera la última y sin embargo esta vez no matase, arrastra a esta máquina de pintar perfectamente lubricada que es ya Momoitio a generar sobre el estallido salvaje y en cierto modo inhumano de los oscuros principios de la materia que es fatal e inevitablemente la pintura el personaje que expresa sin duda todos los afectos, la cara de la mujer, de la madre o del joven tras la cual es posible adivinar la actividad del poder de crear y renovar sin cese la existencia, el motivo que manifiesta ante todo y sobre todo el amor a la vida, una atracción a la que nadie que no pudiera ofrecer la eternidad a cambio podría corresponder al pintor y, posiblemente, a todos, ya que la vida es a pesar de todo un primor en el que quisiéramos perdurar como el dios al que nuestra pasión parece asemejarnos, pero no permanecemos en él más que matándonos en nuestras pobres, bellas y esforzadas obras de niños grandes y demasiado serios que una vez creyeran en la fundación consistente y eterna del sujeto (de la vida y del arte) y descubren de pronto, sin embargo, lo que siempre temieran: la única soberanía es la del cese, la enorme e irrellenable grieta que constituye desde el comienzo al sujeto increíble de todas las cosas, la única que lo cierra con su fin como un paréntesis entre un agujero y otro lleno de dibujos, colores y señales de quien pudo taponar mil aberturas menos la del origen, la que avanza implacable sobre todos sus poderes y los sentimientos de poder que ascendieron a su cabeza para darle los días más brillantes, pero también para nublarle el entendimiento y, una vez esclarecido, como tristemente iluminado, aherrojarle a la pena, el lamento y la compasión propia: ¡ay de mí!

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¡Ay del hombre! ¿Pero quién te creías que eras, muchacho? Tu padre ha muerto hace ya tiempo y desde entonces no hay quien te pueda decir nada (pues bueno te pones tú, chico), pero eres quien eres y este hecho, positivo o negativo según lo mires, incluso neutro si lo miras dos veces, no hay quien pueda cambiarlo. No hay nada natural en el hombre: toda su vida, la más auténtica, la más real, incluso la única, es la de personaje, construcción, criatura, a la que él no aporta sino los materiales y a veces la aquiescencia. Pero no hay por nacimiento en el hombre ni yo, ni conciencia, ni Dios, ni el hombre, ni nada. En este combate a muerte (y productivo, terriblemente creador y hasta genético) con la muerte, el mismo arte que es para el hombre en general una actividad extraordinaria que le extrae por unos instantes de los ritmos de la vida cotidiana (de ahí que a una población conformista y sumisa le resulte elitista y minoritario, pues el arte no puede hallar un aliado en el pueblo más que entre una ciudadanía inconformista y rebelde: ahí es donde manifiesta su naturaleza popular, democrática y revolucionaria, e incluso multitudinaria y tumultuosa) para devolverle a ella como cambiado y con renovadas fuerzas, es para el pintor en concreto una fuga que más o menos conscientemente puede aprisionarle, pero también es una huida de cuyas inercias más destructivas habría de liberarse, y, sobre todo, debería ser un escape que no conservase al hombre sino acaso crease a un ser completamente nuevo o viejo pero indudablemente diferente: alguien sin cadenas ni siquiera de oro, aunque naturalmente con afectos, pero afectos de goma, más flexibles, más móviles, más elásticos, más preocupados por el devenir y el movimiento que por la solidez y unidad de la materia, anillos y collares y pulseras de amor entre los hombres (y las mujeres) libres, de deseos de vida y por supuesto amor a la muerte (nada que ver con el suicidio). Pues hasta que no sepamos morir, mientras no aprendamos a querer la adorable finitud que nos constituye, en tanto no comprendamos que el yo no es más que una invención del lenguaje y la gramática trasladada por muy diversas causas e intereses a la vida de los hombres (esta pluralidad irreducible al uno), no sólo la vanidad sino también el sentimiento de poder (yo, Dios, el rey, el uno, el todo), y no descubramos que si aún somos uno es porque ya somos muchos con un sinfín de rostros y corazones únicamente enmascarados por nuestra atracción perfectamente resistible a tener una personalidad, una y no digamos ya otra, que es como no tener más que una piel y una camisa y querer ser pobre de solemnidad, aun poseyendo todos los privilegios y ventajas de una civilización al parecer avanzada, porque ¿quién teme al lobo feroz

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que es para nosotros la diferencia por la que los mismos de siempre y siempre los mismos nos llaman incomprensiblemente locos, borrachos, vagos, inconscientes, e incluso malvados con todas las letras? Mientras no matemos, para decirlo mal y pronto, todo lo que puede morir (quizá porque mata y elimina lo mejor de nosotros incluso si construye de este modo un tipo de vida, de certidumbre y de seguridad surgidas de una vez para siempre sobre la muerte, el rechazo y la exclusión de lo que provoca el malestar de lo que difiere y no es ordenado) y no muramos en todo lo que puede matar, la pintura y, en general, el arte y la cultura en su sentido más amplio no habrán conocido ni siquiera en sus estados larvarios la libertad y todo habrá sido hasta este momento una lucha increíble y constante, una cruel y obstinada agonía, nunca absurda sin embargo, por derrocar una esclavitud en la vida y en la obra que es además la que nos ha permitido sobrevivir y crear en todos los campos piezas muy estimables de una falta de libertad sin igual, pero de una presencia de poder que quizá no volvamos a conocer nunca: la libertad es lo que tiene, que todos hemos de ser más sencillos, menos verticales, más populosos, menos yo, menos tú, quizá no menos él y sin duda más nosotros, acaso igual de vosotros e inevitable y gozosamente más, muchísimo más de ellos (pues hay quien dice que yo es él y nosotros ellos tal vez a causa de la fatal y en cierto modo lógica distancia). Porque sin libertad de vivir, sin el ser que es libertad y la más imprevisible y espléndida variedad de ocurrir, no hay libertad creadora, ni en la vida ni por lo tanto en el arte que genera, y cada cuadro, cada texto, cada obra ejecutada en el territorio que sea nos costará un mundo y, sin embargo, no habremos pintado, ni escrito, ni construido sino una pieza de museo, pero de museo (quizá como todos estos espacios del pasado reciente) de arqueología y, en cierto modo, de abortos y monstruos de la falta de libertad, esta encantadora muchacha cargada de cadenas tan despreciada en nuestra conciencia, y sobre todo en nuestros actos más cotidianos, pero tan mantenida por nuestros temores y acaso algún que otro valor inadecuado en cautividad. La pintura (y la escritura) que le correspondería a este planteamiento sería especialmente libre y salvaje, feroz e incluso cruel a veces, pero no la podríamos entender manejando los viejos conceptos de siempre, pues afectaría a un mundo sin opresión ni pobreza bajo ningún sentido ni aspecto en el que uno sería una multitud y el otro estaría junto a otros tantos más dentro de uno y saliendo a cada paso, de modo que uno mismo sería múltiplo de todos, y habitaría una república, no un reino, a la que en realidad

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quizá nos impulsa por su propia fuerza el devenir último de las cosas, pues el pilar que sostenía la casa ha sido derribado, pero tampoco ha sido para tanto el destrozo: los escombros que vemos por doquier no son más que los restos de la casa que levantamos sobre este pilar magnífico y soberbio, pero no son los de un árbol, un río, una nube o un pájaro, y, en cuanto a casas, construiremos otra en la que no pasemos tanto tiempo, una suerte de tienda de campaña para un nómada que no puede permanecer quieto mucha vida y anda de un campamento a otro y en es en el viaje entre un punto y otro en donde halla el camino en que da los primeros pasos su obra. Quizá asistamos todavía al nacimiento y desarrollo en nuestro artista de lo que por llamarlo de algún modo diríamos otra etapa, la anteúltima porque como en el vino no hay un último vaso, a la que podríamos denominar sencillamente exterior, en la que Momoitio pintase en plena calle pero sin necesidad de abandonar el estudio, en la mar abierta en la que el artista ya no siente repetirse porque ya ha derrochado la identidad gracias a la cual consigue el reconocimiento pero también la limitación de la que a menudo protesta, la personalidad que le distingue de unos compañeros cada uno de los cuales tiene también una personalidad que le distingue del resto pero a la vez le vuelve en cierto modo idéntico al conjunto de la colectividad de artistas a la que pertenece, y ya no le es dado en modo alguno juzgarse copista de sí mismo en el infinito cansancio y aburrimiento de la copia, porque el original es cualquier cosa y, si tiene autor, el autor es cualquiera, lo mismo que, como en algún texto ya hemos señalado, el original de una señorita es una prostituta, con la particularidad de que la señorita es una copia truncada cuya originalidad radica precisamente en el truncamiento, y el autor del Guernica es ya un bárbaro germano que en su vida conoció a Picasso, que fue y será siempre un ladrón genial de inmenso guante blanco, poseedor de propiedades extraordinariamente artísticas (y quizá de algún negro, como todos), y de este modo Momoitio, superadas las épocas de la busca de estilo, que él tampoco busca sino que encuentra como uno de los grandes, quizás el que fuera el más grande de todos si acaso resultase que el arte es un concurso de figuras, pintores, filósofos y poetas, que hay que ganar sea como sea, viviese la pintura en esta denominable y difícilmente nominada etapa exterior, aérea y anteúltima, incluso como una lucha, y hasta es posible una guerra, pero una guerra en contra del demasiado bendecido trabajo y a favor del mil veces condenado juego, por la prostituida libertad y contra la santa tiranía de todas las identidades establecidas y por establecer, y crease, cuando lo hiciera, un no sabe uno qué tipo de

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cosa entre la pintura, la escritura, la escultura y lo que fuera, pero tan distinta que uno no es capaz de representársela, pues la imaginación ya está saturada, pero que al contemplarla uno no pudiera más que exclamar: ¡ahí va, no cabe duda, es un Momoitio! Pero ¿quién es Momoitio? ¿Quién conoce a este artista más allá, o más acá, de su fama nacional e internacional que no viene de ahora? Momoitio o el hombre que no quiso ser como Dios en su oficio, el artista con un mundo propio que eligió vivir entre los hombres como si no hubiera ninguna diferencia entre él y el resto, el ser diferente además de hombre de arte que pasó toda su vida como todos, el pintor descubridor de nuevas técnicas y texturas que prefirió que los demás no le trataran como un genio, el genio del color y el dibujo al que le valió con experimentar la genialidad en la soledad de sí mismo, el moderno autor independiente y solitario que en cambio acompañó a los suyos y los suyos eran todos a los que acompañó con su obra y con su vida, el compositor único de obras singulares recreado por este texto para el que los demás no eran los demás sino tan únicos o más que él mismo, el maestro desconocido y secreto pero aplaudido y celebrado por sus contemporáneos que halló su identidad en la de todos más allá del reconocimiento de que siempre disfrutó entre los pocos, el hombre extraordinario que pintó como un demonio cuadros de una hermosura para la que no necesitó a Dios en absoluto, el espíritu profundamente religioso que rindió culto en sus telas a los hombres y mujeres de este mundo, el artista de éxito que siempre buscó en el pueblo al destinatario de una pintura a la que nunca concibió para las elites ni las minorías, el aristócrata sin título aunque sobrado de ellos que halló su verdadera y soberana clase en la de los artistas abiertos a todos, el creador sensible e inteligente que peleó con las tormentas de su época y de su día por hacer de su vida la obra de arte de un hombre bueno en el sentido bélico pero no militar de la palabra bueno, el guerrero que hubo de firmar un difícil acuerdo de mínimos de convivencia entre el artista reiterado y distinto y el hombre único e idéntico a fin de que ninguno de los dos rindiese su existencia a la muerte, el hombre de su tierra y de su tiempo que hizo del arte la gran vía de escape de todas las cárceles cotidianas que al fin le permitió volver a ser cada mañana un hombre de valía en su vida obligada y a la vez elegida, el prisionero de la realidad impuesta como un todo por los mismos poderes de siempre que huyó valientemente hacia los extraños pero realísimos paraísos de la libertad por medio de la pintura y volvió siempre a su patria por amor a la vida, el vividor que luchó a brazo partido y casi a mano atada por dominar la pasión animal y salvaje que le animaba a crear

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y vivir únicamente en su obra, el hombre que tenía en sus dedos un cuadro que pintar y el artista que tenía en su boca una palabra que decir para terminar de cerrar alguna vez la separación existente entre el mundo y el arte, el revolucionario con pinceles que conservó la figura al mismo tiempo que la revolucionó abstrayendo tantas veces como quiso el campo de minas en que la implantó como en su insólito y novedoso teatro, el elegante y refinado productor de belleza que nunca quiso creer que era uno de ellos y sin embargo nunca fue uno de nosotros siendo nuestro. Julián Momoitio: la pasión de uno de ellos.

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Momoi t i o

Med i j oq u emef i ar ad el o sd e s c o no c i d o ss i e mpr eq u enopar e c i e r ans e rl ad eDi o sos us e me j ant ee nl aTi e r r a , pe r os o nq u i e ne ss o nynoq u i e r e npar e c e ro t r ac o s a( e sf á c i li ma g i narq u é ) :ar b i t r ar i o s ,v o l u b l e s , f r anc o s , c a pr i c ho s o s , a b i e r t o s , a pa s i o na d o s , l i b r e s , i nc o r r e c t o sei r r e pr e s e nt a b l e s( i nc l u s one u t r o s ) . Nos u pen u nc aq u ér e l a c i ó nt e ní ana q u e l l a spal a b r a sc o nna d ad el oq u ee s t a b aha c i e nd o .

ht t p: / / f e l i pe v al l e z u b i c ar a y . b l o g i a . c o m Emai l : f v z @t e l e 2 . e s


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