Tú, ¿Quién eres que me arrastras?

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perdió el sueño durante varios días. No se veía bien, y el hijo comenzó a preocuparse. —Mamá, ¿estás enferma? —No, estoy bien. —Pero has comido muy poco. —Estoy bien. Como de costumbre, el hijo seguía saliendo a la montaña a recoger leña. La madre, en cambio, se quedaba sentada adentro y se perdía en sus pensamientos. Su corazón se sobrecogía sólo de imaginar todo lo que podría hacer con la pepita de oro. Entonces lo pensó con todavía más detenimiento. “Si mi hijo se enterara de que tenemos una pepita de oro en casa, ¿seguiría yendo a la montaña a recoger leña? No, no lo haría. ¿Entonces qué haría?” La madre había escuchado que los hijos de padres adinerados que vivían en el pueblo a las faldas de la montaña acostumbraban ir a los bares, donde perdían el tiempo o apostaban; tal era su estilo de vida. A la madre le parecía que, aun cuando su hijo era diligente, si descubría que tenían la pepita de oro ya no recogería leña, sino que se dedicaría a vagar con los muchachos ricos, a beber alcohol y a apostar. “Si mi hijo apuesta y pierde todo, va a necesitar dinero. Entonces vendrá a pedirme otro trozo de la pepita. Y cuando yo me enoje por sus apuestas y me niegue a darle el oro, pelearemos”. Al pensarlo con calma, le pareció que su hijo dejaría de obedecerla. Reflexionó que, dado el caso, no serían felices aunque fueran ricos. La madre lo pensó con todavía muchísimo más detenimiento durante unos cuantos días más y llegó a una conclusión. “Con esa pepita de oro, podremos vivir en una casa grande, comer comida costosa y vestir bien, pero la relación Queda prohibida la impresión total o parcial de esta publicación, sin contar con la autorización previa, expresa y por escrito del editor.


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