Cuando yo era chica

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Cuando yo era chica -Abu, abu! Contame otra vez de cuando eras chica! Y Pilar acomodó su sillita al lado de mi sofá, trajo la mantita polar con la que me tapo las piernas y puso entre las dos la lata roja con flores pintadas, en la que solemos guardar las galletitas “María”. -Ay Pili! Ya te conté tantas veces esas historias… -Pero me gustan, abu. Mi padre pasará a buscarme dentro de dos horas, así que tendremos tiempo. Dale, dale, decía mientras empezaba a abrir la lata y sacar las primeras galletitas. -Con Graciela crecimos juntas; vivíamos a la vuelta de la esquina y cuando éramos como vos más o menos, de seis o siete años, la hora de la siesta no era para nosotras ni para ningún niño que fuera a la escuela de mañana. Era la hora más linda para hacer lo que queríamos, ya que en mi casa mi padre dormía la siesta, mi madre aprovechaba el silencio para coser o enjuagar la ropa que estaba al sol y con mi amiga “armábamos” cada día una aventura diferente en su casa o en la mía. Si era en mi casa, el fondo era el lugar ideal: había un árbol enorme al lado de un tejido de alambre y por él nos trepábamos a charlar de lo que haríamos cuando fuéramos grandes; sobre todo el sueño era casarnos y tener hijos. Abajo, teníamos de todo para hacer la “casita”: latitas de paté cuidadas y limpias que servían de ollas, una lata de dulce de membrillo que hacía las veces de cocinita, cubiertos sin mangos, cajitas de fósforos vacías marca “Victoria” a montones y muchos palitos secos. Entonces venía la parte más linda: empezar a cocinar una y a limpiar la otra. Graciela prendía los palitos y hacía un fueguito. En una lata de paté ponía azúcar que teníamos guardado en alguna cajita y allí, sobre esa improvisada cocinita, se iba derritiendo mientras yo barría el piso de tierra con una escobita hecha con chircas que me había hecho mamá para que jugáramos. Me gustaba acomodar los bancos de troncos de ceibo alrededor del lugar destinado a la casita y conversábamos de cuánta “comida” haríamos, para quiénes y cuando el azúcar estaba derretido y enfriado convertido en caramelo, nos subíamos al árbol a comer de a pedacitos esa dulzura y a seguir conversando sobre la vida, creo. ¡Ay Pilar! ¡Qué felices éramos con tan poco! Si era en su casa, la casita se armaba en el gallinero mientras sus ocupantes estaban afuera, rascando el pasto con patas y picos. Allí teníamos más “comodidades”: cajones para hacer mesas y troncos para bancos. Y como su madrina alguna que otra vez le daba monedas, eran las galletitas con dulce de leche la “comida” de esa tarde. Pero, para no perder la costumbre de cocinar, picábamos pastitos y poníamos en las ollitas sobre una cocinita de juguete que mi amiga tenía en su casa. No recuerdo haber tenido muñecas en esa época. La primera que tuve fue un regalo de mi padrino, uno de mis hermanos, que me la mandó de Montevideo. A esa muñeca la recuerdo bien porque tengo una foto con ella. Se parecía a una campesina y abría y cerraba los ojos. -¿Y qué más abu? ¿Qué más hacían? -¿En la casita? Como la madrina de Graciela tenía huevos porque criaba muchas gallinas y en mi casa también las había, hacíamos yemada.


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Cuando yo era chica by Miriam Leal - Issuu