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El ekeko y el comerciante. Contextualizando una vieja interpretación

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rituales del ekeko

rituales del ekeko

la hibridez que caracteriza los discursos y símbolos culturales y religiosos contemporáneos.

En relación con los objetos en miniatura y las funciones rituales del ekeko, algunos observadores han encontrado la asociación de la figurilla con el significado que alcanzan los hombres pequeños en la tradición andina —sujetos que atraen la buena suerte—, referencia presente desde las tempranas fuentes coloniales (Guamán Poma [1613] 2010), de tal modo que, según estas interpretaciones, el ekeko debe ser entendido como un «enano de la abundancia» o de la buena suerte.125

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eL ekekO y eL COMeRCIAnte. COntextuALIzAnDO unA VIejA InteRPRetACIón

Paradójicamente, el mercader enriquecido, todopoderoso, dueño de privilegios, abarrotado de especies, se convirtió en un símbolo de prosperidad y abundancia, ganó un altar entre los dioses tutelares del indio y penetró en la esfera anímica de sus creencias (Barrionuevo 1973: 110).

Diversos autores interesados en desentrañar el sitial alcanzado por el ekeko en el mundo mágico y religioso altiplánico han asociado su imagen a otro personaje icónico dentro del espacio social altiplánico: el comerciante. Mercader, trajinante o mercachifle, el vendedor ambulante dedicado al expendio, en pequeña escala, de bienes manufacturados que en inacabables recorridos a través de la gran meseta atraviesa pueblos y comunidades ofreciendo una serie de productos, víveres y artefactos domésticos. Bienes cuya producción ha sido ajena al mundo indígena, pero que, con el tiempo, se hicieron fundamentales para el sostenimiento de la población.

Por los rasgos físicos que presenta, muchos lo han visto como una reminiscencia de los comerciantes coloniales españoles.126 Otros más bien lo vinculan con el «turco», por los negociantes de origen árabe que, desde el siglo XIX, fueron asentándose en el altiplano y en todo el surandino,

125 «(…) santo patrón de los “enanos” y “petizos”, “chatos”, calificativos con los que en el mundo popular suele referirse a las personas de estatura baja» (Loza 1971). 126 «El eqeqo, dios lar de los aimaras, versión indígena del vendedor ambulante de la

Colonia, quien según la creencia popular lleva el bienestar y la felicidad por donde quiera que va, reina aún en la tierra del lago donde apareció para llevar esperanza a los hombres y a los pueblos» (Barrionuevo 1973:109).

dedicándose al comercio ambulatorio (Frisancho 1999; Pino 2012). Según esta hipótesis, los indígenas buscaron apropiarse de los atributos visibles del comerciante —prosperidad, posesión de bienes— y lo hicieron, mediante magia mimética, a partir de las miniaturas que fueron creando y expendiendo en diversas ferias los alfareros altiplánicos:

La abundancia es ajena, propiamente española, y por lo tanto, el mito de la abundancia debía llevar su sello fisionómico. El recargado bastimento del Ekeko, advierte la pobreza de los indios y mestizos coloniales, que de sus apreturas hicieron un mito abundante y dichoso (Zavaleta citado por Aramayo 2004).127

En la medida que el siglo XX fue escenario de profundos cambios sociales dentro del altiplano —migración campesina, crecimiento urbano y mestizaje— la actividad mercantil se hizo especialmente importante dentro de la economía regional, sector en el que mostraron especial dinamismo comerciantes de origen indígena. Fueron ellos quienes fortalecieron la imagen del ekeko en el imaginario regional, un ekeko entendido, ahora, como símbolo de la prosperidad material, comercial y empresarial:

Las actividades del comercio en todas sus formas encontró en el ekeko y sus dones el personajes que llenó el vacío de ritualidad propiciatoria para lograr el éxito en sus actividades económicas, sobre todo en comerciantes formales e informales, así se le aceptó como un ícono para lograr el éxito, por ello fueron ellos los más activos promotores de las alasitas en Juliaca, Puno y otros pueblos de la región (Núñez 2008:13).

Evidentemente, el comercio no era ajeno a las poblaciones indígenas surandinas. Si bien, como argumenta la etnohistoria, la finalidad lucrativa que está detrás de la actividad mercantil parece, originalmente, ajena al mundo andino, siempre han existido espacios de intercambios y reciprocidades para el campesinado altiplánico. A su vez, diversos estudios han confirmado la especial vitalidad comercial de los pueblos altiplánicos —aymaras y sus antepasados, los lupacas—, desde tiempos prehispánicos, práctica mantenida en la Colonia, cuando estos dominaron amplias rutas de intercambio desde la meseta hasta el litoral y, en tiempos republicanos, trasladando productos del territorio peruano al boliviano y viceversa.

127 Esta explicación es validada también por David Frisancho (1999: 43): «(…) el “ekeko” es una creación indígena pero representando un personaje europeo, al cual se ha mitificado y convertido con el tiempo en un diosecillo de la fortuna (…)».

Estos comerciantes desconocían las fronteras geopolíticas, recorriendo, a través de sus continuos desplazamientos, amplios territorios de la zona circunlacustre. En tal sentido, el comerciante fue entendido, ritualmente, a partir del rol fundamental que cumplía en el abastecimiento de ciertas mercancías, ajenas y escasas —pero fundamentales—, para la economía campesina y urbana. Y, como tal, el ekeko logró su legitimación como elemento litúrgico propiciatorio en todo el territorio aymara, sin tomar en cuenta las fronteras que, a inicios del siglo XIX, separaron dicho territorio entre tres nacientes repúblicas.

Las fuentes históricas nos ofrecen, en este sentido, alguna información relevante para conocer la dinámica comercial del altiplano y su aparente asociación con los atributos del ekeko. A lo largo del siglo XX, los objetos «cargados» han estado relacionados a las demandas y expectativas de la población, campesina y más tarde urbana. En la medida que la economía fue dinamizándose y afianzándose, por la demanda de bienes manufacturados, también lo fue haciendo las miniaturas vinculadas a la figurilla.

Las primeras descripciones que tenemos del ekeko evidencian algunos elementos significativos.128 Primero, la presencia de vituallas, bienes de consumo (harina, fideos, coca, arroz, café, ají, azúcar, chancaca, alcohol) que, por las características ecológicas propias del altiplano, son ajenos a la producción regional, hecho que exige, necesariamente, su adquisición merced a las redes de intercambio. Luego está la manufactura utilitaria, herramientas y hojalatería (palas, serruchos, sartenes, cuchillos, cucharas, sogas, velas de sebo —especialmente requeridas para la veneración de los santos—, cántaros, cacerolas e incluso máquinas de coser y relojes). Todos estos bienes agrícolas y utilitarios fueron esencialmente traficados en las provincias del sur del departamento de Puno colindantes con Bolivia, integradas por rutas comerciales prehispánicas y coloniales.129 En los archivos encontramos, insistentemente, la presencia de mercaderes que transitan entre Puno y Bolivia con estos bienes, introduciéndolos a diversos pueblos y comunidades, muchas veces escapando del tenue control que ejercían,

128 Véase la “disección” hecha al ekeko por Valdizán (1922) en el Ensayo fotográfico. 129 Hasta las primeras décadas del siglo XX, la ruta comercial más importante que integraba Puno y el altiplano boliviano recorría los territorios de la actual provincia de Huancané. Los nuevos trazos marcados por el desarrollo de los modernos sistemas viales, ferroviarios y carreteros habrían de desplazar estas tradicionales rutas de intercambio.

para la época, las autoridades aduaneras en nuestro país.130 En este sentido, el Jefe del Resguardo de la Frontera de Huancané elevaba un oficio a la Prefectura, solicitando tomar las medidas correspondientes:

(…) por estar cerca las ferias de Rosaspata, Pucará y Cojata a las que concurren muchísimos comerciantes bolivianos, desde luego internando de una manera clandestina gran cantidad de mercaderías y productos de ese país de contrabando con grave perjuicio del Erario Nacional (…).131

Al atravesar el siglo XX vemos cómo los objetos en miniatura representados en el ekeko van evolucionando, en la medida que la demanda de bienes se hace más compleja. En la segunda mitad del siglo, los ekekos están provistos de objetos vinculados al mundo urbano y al ascenso social de la población mestiza —dinero, casas, radios— además de miniaturas de bienes comestibles envasados y ofrecidos masivamente en ferias y mercados.132 En las últimas décadas del siglo XX, a estos objetos se sumaron miniaturas representativas de los bienes de alta tecnología.133

En resumen, aún cuando ha sido tema de especial interés por parte de científicos y hombres de letras, peruanos y bolivianos, durante todo el siglo XX, aún nos resulta difícil acatar una versión verosímil acerca del origen de la figurilla del ekeko. Podemos reconstruir su evolución —al igual que la feria de las alasitas— a lo largo del siglo XX, pero su recorrido anterior, desde las tempranas referencias coloniales, está todavía oculto bajo un telón de incertidumbres.

130 Productos especialmente importantes en el tráfico desde Bolivia a Puno fueron los cigarrillos, los fósforos, el alcohol y la coca. De igual modo, los productos traficados por la frontera hacia Bolivia fueron, entre otros, harinas, frejoles, manteca, pallares y maíz, la mayoría de estos provenientes de las zonas del litoral. 131 Oficio del Jefe del grupo de guardias del Resguardo de la Frontera de Huancané al Prefecto de Puno, 4 de mayo de 1912. AHRP, Prefecturas, Caja N° 244. 132 Como bien afirma Mario Núñez: «El ekeko de hoy ya no responde exclusivamente a las aspiraciones del mundo rural de poseer tierras y ganados, los cuales fueron hasta hace unas décadas atrás los indicadores y parámetros de bienestar y prosperidad económica en el campo. Ahora los indicadores son poseer una “combi” en la puerta de la casa y artefactos eléctricos como radios, televisores, toca casetes, etc. (…) El ekeko se ha enriquecido con el tiempo, al renovarse y la apertura de su camino en el mundo globalizado en el que va ganando un espacio importante (…) es el mundo aymara el que se incorpora dentro de la religiosidad popular» (Núñez 2005:24). 133 Al igual que en los rituales de construcción de casas y estancias con cascajos de piedras, practicado hoy en las fiestas del Señor de Huanca y del Señor de Qoyllurit'i en el Cusco y asociados a las alasitas en diversas localidades de Puno, se observa que, dependiendo del estatus social u origen de los participantes, van cambiando los atributos que transporta consigo el ekeko, desde humildes sacos con alimentos y hojalatería, hasta casas, tarjetas de crédito, pasaportes con visados y artefactos eléctricos, dependiendo de las aspiraciones de los dueños de la figurilla (Poole 1988).

Podemos concluir defendiendo la posición de quienes reconocen en él la personificación de los deseos y la prosperidad —prosperidad ya no indígena, sino mestiza y urbana— propia de una sociedad altiplánica en transformación. La forma que presenta su imagen no es de estilo indígena, sino la asimilación de formas y colores presentes en la alfarería ibérica, introducida al surandino en objetos de cerámica de uso popular, religiosos y profanos, apropiados por los artesanos indígenas y mestizos a lo largo del período colonial, alcanzando su forma definitiva, aparentemente, hacia fines del siglo XIX y difundiéndose a través de las ferias, especialmente las que se asociaban a celebraciones dentro del santoral católico.

El ekeko no habría sido la única figurilla que circuló en ferias como las alasitas. Hubo otras que, sin embargo, fueron desapareciendo por desafección al gusto popular. Fue la figurilla del «enano regordete» cargado de vituallas y aparejos la que persistió y, a lo largo del siglo XX, fue difundiéndose más allá del altiplano, siendo especialmente apreciado por la población urbana y mestiza de diversas ciudades de los Andes sudamericanos, convirtiéndose, con el tiempo, en un elemento significativo para el fortalecimiento de la identidad cultural de nuestros pueblos, y logrando, a su vez, el reconocimiento u oficialización de parte de diversas instituciones públicas y privadas.

Como antes se ha afirmado, este hecho se debería a la asociación que hizo una parte de la población altiplánica —y luego panandina—, indígena y mestiza, con los atributos del personaje —el otorgamiento de bienes materiales “occidentales”—, convirtiéndolo en la personificación del deseo de bienestar, anteriormente vinculado al mundo comunitario y agrícola y ritualmente representado en las achachilas. En tal sentido, la presencia del ekeko como elemento dominante de las ferias de alasitas y otros espacios de intercambio de miniaturas y objetos rituales también puede entenderse como parte de un proceso de desindianización, en la medida que los dones solicitados al ekeko escapan a la tradicional concepción comunitaria del bienestar, asociándose cada vez más a la acumulación y prosperidad individualista y urbana.

Huelga decir que, la comprensión de la función del ekeko en el mundo altiplánico nos exige tomar en consideración las diversas maneras en que su significado fue aprehendido por la población y las muchas asociaciones que se propusieron para la figurilla dentro de la cultura religiosa popular.

Es así que podemos entender la manera en que, llegado el momento, los creyentes encontraron una especial conexión entre el ekeko y la actividad mercantil, encarnada en el comerciante, personaje trajinante cuyos recorridos vincularon la economía de comunidades y pequeñas poblaciones altiplánicas, peruanas y bolivianas, con todo el espacio surandino.

una teogonía del ekeko

Dicen que nadie podía negarse a cambiar los objetos por una piedra (…) porque como Ekeko había enseñado a no ser egoísta ni malo, pensaban que éste podía castigar a quien se negara (…).

Dicen que el cambio de fechas [de la fiesta de alasitas] es por la razón de que Ekeko andaba o llegaba a determinado lugar en cierto tiempo y luego, al terminar su labor, se iba a otro sitio, para estar en otra época en otro lugar (…).

Ekeko fue un hombre que andaba como Dios. Él caminaba por todos los pueblos enseñando la buena vida; a cada pueblo que llegaba aconsejaba que hay que amarse entre los hombres, que no debe odiarse. A los pobres ayudaba de todo corazón, a los que no tenían animales, a los que no tenían chacras, les enviaba buenas cosechas, y hacía milagros de diferente índole.

Ekeko fue un hombre que realizaba toda clase de milagros; era como un profeta que anunciaba lo que iba a venir o como un Dios que amaba a los pobres y a toda la gente. Andaba por todos los pueblos aymaras predicando y enseñando las buenas costumbres. Él jamás negaba de prestar ayuda a los hombres que lo necesitaban.

Ekeko era un hombre bajo y robusto enviado por Dios, que iba desde las grandes montañas o cerros a decir a la gente, especialmente a aquellos que estaban en riñas y peleas, que vivan unidos ayudándose unos a otros y que jamás estén en conflicto. Este hombre jamás estuvo de pena y enseñó a no estar triste; él siempre caminaba alegre y sonriente, enseñándoles amor y alegría.

Posteriormente, después de que Ekeko ya no estaba o se había marchado a otra parte, la gente invocaba a que volviera para que pudiese solucionar otros problemas. La práctica de ofrecer regalos y enviar una serie de peticiones seguía aumentándose. Edificaron una imagen de Ekeko como símbolo de que estaba presente él; entonces a esta imagen le ofrecieron una serie de obsequios consistentes en los productos de la chacra e imágenes de animales a fin de que Ekeko pudiese bendecirles con víveres y animales.

Adaptación de Ochoa Villanueva (1976).

una descripción visual del ekeko

Su aspecto en general es simpático, atrayente; de repente por lo grotesco de sus formas o el colorido fuerte de sus prendas, rompiendo la monotonía de los grises acostumbrados en el vestir en el común de la gente del altiplano qollavino.

La posición del cuerpo entero es la de estar parado, la cabeza la tiene erguida y la cara levantada. De tez blanca, finos o bien arreglados bigotes, labios rojos y blanca como reluciente dentadura. De amplia, misteriosa y exagerada sonrisa, que hace que tenga la boca abierta, sonrisa esta que puede ser traducida como de alegría franca o de sarcasmo hiriente, alegría o burla depende de quién lo observe (…).

En su cara, donde los rasgos son generalmente más pronunciados, sobresalen los cachetes, esto por los músculos que dibujan su sonrisa, destacando sobre el blanco o rosado de su tez, y por la lucidez de sus pómulos, el rojo de sus chapas, dándole el aspecto de vejete verde, todo libidinoso (…). La nariz es aguileña y de fosas esponjosas, las orejas son sencillamente grandes u planas y casi imperceptibles. La frente es amplísima y nace en las cejas que están pintadas en rasgos de admiración y felicidad.

De grueso y ridículo cuello, pues casi nada de él posee, pareciendo en algunos que la abultada cabeza estuviese en la caja toráxica, y como mira hacia arriba, muestra sin tapujos su gran papada. Su tamaño chato o pequeño nos muestra un enano de contextura gruesa, de piernas juntas y cortas y ancha caja torácica. Los bracitos los tiene levantados y doblados hacia arriba, con las palmas hacia adentro, como en actitud mística de reverencia, saludo o agradecimiento.

Su abultado estómago le da un aspecto bonachón, de satisfacción plena en esta vida y por cuyas venas corre solo felicidad. (…) lleva consigo las siguientes prendas: chullu y sombrero en la cabeza, camisa y chaleco, pantalón sujeto en la cintura por un chumpi y encima poncho corto o chalina. En un buen número de casos presenta también corbata.

En la mayor parte de los casos, el pantalón, la camisa, el chaleco, las ojotas, son pintados; mientras que el poncho, la chalina, el chullo y el sombrero son especialmente confeccionados. La camisa es de color blanco, el pantalón rojo, azul o verde, el chumpi haciendo juego con el del pantalón y el chaleco de color entero de idéntica manera. El sombrero es de lana de oveja prensado, de colores naturales y de corte occidental. El chullu es de lana de colores (…). La chalina y el poncho de igual manera, se procura sean confeccionados con lana de vicuña.

El poncho es corto y multicolor.

Fragmento de Walter Tapia (1990: 8-9)

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