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A08 JUEVES 7 DE FEBRERO DE 2013

PENSAMIENTO Y ACCIÓN DE MÉXICO

OPINIÓN

- ALEJANDRO VILLAGOMEZ - DAVID HUERTA

Democratizando la productividad

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n las últimas dos décadas nuestro crecimiento económico ha sido raquítico y en el fondo existe un problema de productividad, por lo que éste es un tema central. Durante los últimos días, la administración de EPN ha anunciado una nueva cruzada en sus acciones de políticas públicas, pero en esta ocasión la ha denominado “democratizar a la productividad”. El calificativo intenta enviar el mensaje de que todos los actores involucrados en los procesos productivos deben de participar para lograr aumentar la productividad. Pero más allá de este calificativo, lo importante es que se vuelve a poner sobre la mesa uno de los temas más apremiantes para nuestra economía, pero terriblemente complejo y sobre el cual existen todo tipo de diagnósticos y prescripciones aunque poco hemos avanzado en resolver el problema. Primero hay que entender este problema en su contexto. El gran dilema de nuestra economía en las últimas dos décadas es su bajo y raquítico crecimiento. Entre 1950 y 1980 la economía mexicana creció a una tasa anual promedio de más de 6%, lo que condujo a rápidas mejoras en nuestros niveles de vida. Este rápido crecimiento resultó ser insostenible y llegó a un fin abrupto en 1982, cuando explotó nuestra crisis de deuda externa. Recuperarnos de esta crisis fue un proceso lento y doloroso que significó el estancamiento de nuestro crecimiento. A partir de la segunda parte de los ochentas se inició un proceso de reforma estructural muy amplio y que alcanzó su punto máximo a principios de los 90, pero después de dos décadas, este esfuerzo no se ha reflejado en una recupera-

ción de las tasas de crecimiento observadas hasta antes de la crisis del 82. ¿Por qué no crecemos? Ésta se ha convertido en la pregunta central entre académicos y autoridades desde hace ya mucho tiempo. Para entender mejor este asunto es útil fraccionar el crecimiento económico en dos componentes. El primero corresponde a la acumulación bruta de los factores de producción (equipos, capital, trabajadores, etcétera) y está relacionado fundamentalmente a los montos invertidos en capital físico y humano. El segundo componente corresponde a las mejores en la calidad de estos factores o a su mejor uso o asignación. Es en este punto en donde la productividad es el concepto central. Para los no especialistas, la idea es simple: cómo producir más con los recursos que tenemos. Pero esta simpleza del concepto no está correspondida con nuestra capacidad de entender con precisión qué elementos la determina ni con nuestra capacidad de medirla de una forma precisa. Las estimaciones estándares utilizadas sugieren que esta productividad creció a un tasa anual promedio del 2% en los años 60, (fue negativa en los 80) y no hemos podido recuperar estos crecimiento en las últimas dos décadas. No se necesita ser especialista o economista para entender que si yo produzco cierta cantidad de un producto en una fábrica con cierta cantidad de máquinas, trabajadores e insumos, la posibilidad de producir más producto con lo que tengo significa mejorar la asignación de mis factores en el proceso productivo y mejorar su calidad. Entonces, estamos hablando de muchos temas. Trabajadores con mayor educación, no sólo en cantidad, sino en calidad; máquinas con mejor tecnología; mejor provisión en mis insumos, con mayor calidad y precios competitivos, lo que significa que los mercados funcionen bien y que exista una infraestructura física adecuada; sistemas crediticios adecuados para realizar mis operaciones, un marco jurídico que me ayude a resolver controversias y me ofrezca garantías en mis relaciones comerciales y contractuales; protección a mis derechos de propiedad, etcétera. Todo esto lo

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sabemos y existen cientos de estudios teóricos y aplicados que fundamentan estas ideas. Lo que no sabemos es cuál o cuáles de estos factores son los más relevantes y exactamente como afectan mi proceso productivo y terminan aumentando la productividad.

Apuntes sobre Wallace

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no de los rasgos más admirables de David Foster Wallace (1962-2008) era su interés por el lenguaje y sus conocimientos de gramática y de lingüística. El interés por el lenguaje lo comparte con prácticamente todos los escritores de cualquier idioma; el interés por la gramática y la lingüística es un rasgo que no comparte con casi nadie, entre los escritores. Apenas conozco un escritor de veras diestro en esas disciplinas, consideradas áridas y desprovistas del menor interés para el “creador” literario. Esto es así a pesar de la gran cantidad de escritores que pasaron por las aulas universitarias, donde tuvieron que cursar, forzosamente, cursos de esas materias, de las cuales más tarde se alejaron por completo. Esos desencuentros resultan en hechos curiosos: los “experimentadores con el lenguaje” en literatura suelen desentenderse de cómo funciona éste realmente; es como si un químico hiciera experimentos con sustancias cuya naturaleza desconoce. La respuesta a estas opiniones es que el conocimiento del escritor es instintivo y que un literato va por la vida dotado de una especie de ciencia infusa. No es el caso de David Foster Wallace. Sus páginas de mayor originalidad lingüística resultan formidables; claro que ello no se debe única y exclusivamente a sus conocimientos gramaticales o lingüísticos: en el genio de su escritura intervienen elementos más decisivos, de órdenes muy diversos. Pero su sincero y documentado interés por el lenguaje -y en particular por la lengua inglesa- es notable. En 1946, George Orwell publicó un ensayo clásico, “Politics and the English Language”. Orwell examinó algunas de las manifestaciones más notorias del deterioro del inglés. De inmediato pensé en ese ensayo cuando la otra noche, en un programa del canal 11, vi y escuché a unos señores hablando del hambre en México; uno de ellos utilizó el siguiente eufemismo: “dificultades de acceso a la alimentación”. Es el tipo de frases que George Orwell denuncia y David Foster Wallace examina implacablemente en uno de sus ensayos sobre la lengua inglesa en la actualidad, en particular en los Estados Unidos, tanto en los discursos políticos como en los textos provenientes del mundo académico. “Dificultades de acceso a la alimentación”: el señor aquel -medio académico, medio político- dijo su tontería y nadie levantó una ceja. Lo que ocurrió fue escandaloso, por lo menos para mí: todos siguieron hablando más o menos igual y hasta una secretaria de Estado, ahí presente, se lució con su propia aportación de eufemismos. La conductora de la “mesa redonda”, Adriana Pérez Cañedo, apenas podía disimular su impaciencia ante los que se estaba diciendo y cómo se estaba diciendo. En México, Antonio Alatorre abordaba preocupaciones como las de Orwell y Wallace con un ánimo crítico parecido, en su caso ante la lengua española. Esos tres escritores son como luces en medio de las tinieblas.


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