El planteo de qué significaba ser migrante me lo hice desde la primaria, cuando empecé a vivir la discriminación en la escuela de la provincia de Buenos Aires en donde estudiaba, pero ya la primera pelea en serio que tuve por este tema fue en la secundaria, con una amiga que me gritó: “¡paraguaya!”, así como enojada. Le contesté: “sí, soy paraguaya, ¿y cuál es el problema?”. Definirme es parte de mi identidad. Si alguien me pregunta qué soy, no me resulta tan difícil decirlo. Aprendí que no hay nada de malo en ser argentina, paraguaya o boliviana. El problema es de quien lo quiere señalar como un insulto. También aprecio las cosas hermosas y enriquecedoras que tienen los pueblos latinoamericanos. Por eso en mi casa hay cuadros del expresidente venezolano Hugo Chávez y del boliviano Evo Morales. Me gusta todo lo que tiene que ver con la identidad de la región. Suelen preguntarme de dónde soy porque nací el 4 de diciembre de 1987 en San Martín, en la provincia de Buenos Aires, pero cuando tenía 17 días mi mamá me llevó a Paraguay. Ella se llamaba María Monge, era de allá y había venido a trabajar, pero una situación familiar la obligó a volver. Allá estuvimos varios años, hasta que ella y mi papá, Anastasio Flores, se separaron. Mis hermanos y yo nos tuvimos que ir a vivir con mi abuela porque mi mamá decidió volver sola a Argentina, otra vez para trabajar. Desde acá nos mandaba dinero para los gastos. Era algo normal, porque todas mis tías también habían migrado en busca de trabajo. Cuando yo tenía diez años volví a Argentina gracias a que mi mamá ya había resuelto su situación habitacional y tenía un trabajo un poco más seguro. Eso fue en el año 96 o 97. Vivíamos en Villa Melo, en el partido de Vicente López. A mí el cambio no me costó tanto porque ya sabía español: hablarlo, leerlo y escribirlo. Practicaba muy poco el guaraní porque en Paraguay solo lo hablaban los más viejos. Los adultos nos obligaban a los jóvenes a aprender español para no ser discriminados. Hoy eso ya no pasa, en los colegios es una obligación enseñar el idioma originario para no perder la cultura. Para mis dos hermanas menores fue más complicado porque sólo sabían hablar guaraní y, además, a ellas todo lo nuevo les costaba más que a mí: desde subirse a los colectivos hasta manejarse entre
64 • Las que fuimos, las que somos. Relatos de vidas en movimiento