Estampas y relatos de viaje

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Estampas y relatos de viaje

Miguel Ă ngel Izquierdo SĂĄnchez

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Estampas y relatos de viaje Miguel Ángel Izquierdo Sánchez

Revisión: Citlali Ferrer

D. R. © 2012. Todos los derechos reservados por el autor ISBN: 978– 607– 95746– 1– 1 Comentarios al autor: izquier1953@gmail.com

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Ă?ndice

Estampas

1. DomĂŠsticos

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2. Lavando trastos

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3. Honorables miembros del presĂ­dium

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Cuadernos de Viaje

1. Nueva Orleans y Miami

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2. Viaje a Israel y sus peregrinos

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3. Andanzas por Valencia, Granada y Madrid

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4. Paso por ciudades europeas

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Estampas

Domésticos

Chinos libres

Susana salió hoy a Tanquián a cuidar a mi suegrita Vange. Como ustedes han de suponer, al partir nos dio a nuestra hija Ere y a mí unas recomendaciones que no nos explicamos por qué insistió en ellas: tiendan sus camas, laven los platos y que no se acumulen en el secaplatos, tiren la basura, y otras más por el estilo que juramos de inmediato íbamos a seguir al pie de la letra. Siempre he creído que encargarlas se debe a meros prejuicios de las esposas y madres. Es de noche y antes de acostarme, con sorna Ere me dice: “tiendes tu cama mañana que te levantes. Puede que mi mamá haya dejado alguna cámara de Google Earth y nos esté monitoreando desde Tanquián, pues anda muy metida en las nuevas tecnologías”. Volteo por si las dudas hacia las esquinas de los techos y para mi precario confort, confirmo que no hay tales. Le argumento a Ere: a las camas y colchones les sirve ventilarse, por eso no hay necesidad de tenderlas todos los días. No sólo eso, si se ha de destender la cama a la noche, ¿para qué tenderla en la mañana?

Más aún, ¿quién la

va a ver destendida? Por último, si me acusas tú, te acuso yo, así que mejor callemos los dos y digamos a su regreso que diariamente las tendimos. Eso la hará sentirse muy bien. Al menos esas reflexiones a mí me hicieron sentir muy bien. Al dormir, me pregunto: ¿y si se entera? Empiezo a revolotearme intranquilo en la cama y entre vuelta y vuelta, considero la posibilidad de tenderla mañana. Con esa sincera idea podré dormir esta noche. Mañana decidiré, en caso de que me acuerde, si vale el esfuerzo tenderla.

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Lo que las hace felices

A las diez de la noche tenemos casi por costumbre Sus y yo ver alguna película en la tele, sea para adormecernos, o en su caso, para disfrutar juntos toda una experiencia cinematográfica. Esta noche estaba por mi lado haciendo una tarea mientras Sus prendía la tele, buscando una película.

En eso percibo que se interesa por algo, y desde el

pasillo donde trabajo, le pregunto: – ¿Encontraste algo que valga la pena? Me contesta convincente: – Ven a aprender algo que me haría feliz. A estas horas, en programación de adultos, nocturna, quiero suponer que tras este llamado me aguarda toda una revelación de formas de cortejarla o enamorarla, sea a la irlandesa o a la italiana, ¡de hacerla feliz! Me acerco a la cama en que ve la tele, concentrando mi atención libidinosa en la pantalla. Es un programa conducido por un hombre trajeado, en el que muestra con pulcritud, toda una parafernalia de instrumentos y productos más que probados para hacer limpieza efectiva en la casa, desde los baños hasta la cocina, desde las recámaras hasta los cuartos de estar, por suelos, paredes y plafones. Pasan en progresión imágenes de líquidos cuasi– mágicos, odores sempiternos, como de trapos electrostáticos, escobas ultramodernas y trapeadores

ergonómicos,

cuyo

uso

depara

placeres

domésticos tan

promisorios como ancha es la sonrisa del elegante y atractivo conductor. Timado, víctima de la inocentada y sin comentarios, me dispongo a ver este aburrido programa mientras de reojo advierto una sonrisita burlona de Sus, que me ha hecho morder el anzuelo vendiéndome una baratija que espejeaba a felicidad.

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El lujo de tener cuatro conciencias Los que pretenden conocerme, creen que soy sencillo, pero se equivocan, soy más complejo de lo que se imaginan. Me descaro: nadie en el mundo tiene cuatro conciencias como yo. Un ser cualquiera tiene a su yo y a su superyo, con eso les basta. Van dos. En mi caso opera una tercera conciencia, como cuando quiero comerme unos pellejos fritos de pollo y Susana me suelta toda una letanía de peligros si lo hago, cebándoseme el antojo. No es poco, ya van tres conciencias. Tampoco me conformo con ellas, por eso les voy a presumir de la cuarta. Son las 9 p.m. En este momento Rafa me ofrece un mate, le contesto que sí e inmediatamente, Ere que oye mi respuesta le dice a Rafa: – Mi papá no puede tomar mate, le quita el sueño como si tomara café. – Lo siento– , dice Rafa, retirándose con la taza que me traía. Con mis cuatro conciencias tranquilas, prometo en silencio comerme unos pellejitos acompañados de mate, algún día de éstos, fuera de casa. E tuti contenti

El flan

Antenoche llegué de prisa al hospital a cuidar a mi papá, recién operado del cerebro. Por las carreras no alcancé a dejar en casa un flan que me había regalado Rosy, – sabedora de que me encantan– y tuve que dejarlo en el auto. Dos eran mis grandes apuros durante la noche, los mismos que me mantuvieron despierto: que mi papá no se quitara la cánula del cuello pues comprometería gravemente su salud y el flan que se quedó en el coche. No me preocupaba que se robaran el coche que estaba en la calle, lo que me corroía interiormente era que se robaran el flan. Si se robaban el coche el seguro me devolvería uno semejante, pero el flan ni con el deducible lo recuperaría. No al menos de esa calidad. De modo que al sustituirme en mi turno la tía Peranza, corrí a la calle a buscar mi trasnochado postre que titiritando por el fresco de la madrugada, me esperaba fresquecito en el

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asiento. !Uf y reuf!, ¡que sufrimiento tan prolongado!

Hasta que lo sentí

enterito en mis manos descansé.

No vuelvo a arriesgar un preciado trofeo con tanto goloso, desconocedor del coma diabético, merodeando en la noche por las calles desiertas de Cuernavaca.

Una ración de postre

Acabamos de comer. Ahora damos paso a la ceremonia del postre. Ere se levanta a sacarlo del refrigerador, pues es su turno. Se trata de un pay Carlota, de limón con galleta, decorado con rajitas de durazno. Susana nos entrega nuestra ración muy bien servida, dejando más de tres cuartas partes sobrantes en el molde refractario.

Está delicioso, lo comemos en lo que parece una

sucesión infinita de pequeñas cucharadas, intentando dar permanente gozo al paladar. Nos miramos en complicidad Ere y

yo, extendiendo en silencio al mismo

tiempo el plato para recibir una segunda ración, como decimos, muy merecida por habernos portado muy bien en este día. Viene la primera advertencia de Susana sobre los efectos en la salud por abusar en azúcares, en su jerga nutricional, la que aceptamos dócil y calladamente, como quien dice, “es la última y nos vamos”. ¡Mmmmmm!, nos hacemos eco Ere y yo, mientras miramos perdidamente al firmamento, como si estuviera sembrado de hileras de postres de esta delicia, al tiempo que nos protegemos mutuamente de cualquier robo, por el cachito que nos queda, con la mano haciendo covacha sobre el plato.

Pero todo gozo se acaba.

Me paro discretamente, trayendo semillas de

amaranto en una cuchara sopera bien copeteada. En un descuido de Susana, se la rocío a una parte del postre en el platón, y ante su mirada sorprendida argumento con rapidez: tú dices que si agregamos semillas a comidas pesadas, transportan consigo lo que no nos beneficia, así que el tercer cachito

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de postre no nos hará daño. En eso sirvo para Ere y para mí nuestra tercera racioncita, que luce beneficiada de los saludables agregados del amaranto morelense, lo que nos da tranquilidad de conciencia pero risa primero incontenible, luego más serena, pues le he pagado a Susana con la misma moneda con que amorosamente nos alimenta. ¡Requetemmmm!, rumiamos Ere y yo, la adaptación regional que estamos inaugurando al de por sí codiciado postre. – No tienen remedio– , dice Susana al retirarse de la mesa para descansar, dejándonos a los coyotes amarrados con longaniza en el terreno de caza. Es Ere la que ahora ataca: – Ustedes me han enseñado que debo terminar todo lo que empiece, y como soy muy obediente, ¡manos a la obra!, ¡venga para acá lo que resta de este pay! Y como va, nos sirve con precavida justicia por mitades el tercio que resta de este manjar que prometía deleitarnos durante por lo menos dos días más. Nos miramos traviesamente, con la boca llena, pensando a qué ficticia visita achacaremos la súbita terminación del postre, pues no hay mascotas en esta casa que la hagan de chivo expiatorio. -

Perdón por no les dije desde el inicio, ¡buen provecho!

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Deshojando

Estos días he tratado de ordenar mis libreros, y he encontrado demasiados libros interesantes, que significaron mucho para mí, pero abandonados. Soy uno de esos que no fácilmente se desprende de las cosas, pero que poco a poco, al convencerme de la ventaja de vivir en espacios más estrechos y más fáciles de asear, he tenido qué reconocer las ventajas de regalarlos o prestarlos, que tenerlos ahí vegetando sin ser útiles a alguien más. Así que me puse regalarlos. Primero han salido los de economía, luego los de historia, más adelante los poco usados de ciencias sociales. Más dolor me dieron al irse de casa los de matemáticas, mi primera carrera, junto con los de enseñanza de las matemáticas, mi primera profesión. La verdad es que salieron casi a cuentagotas, pues no me acababa de convencer de que había dejado de ser matemático y profesor de matemáticas.

Más adelante salieron decenas de lenguas latinas, anglosajonas y eslavas. Me sorprendí de la variedad de libros que había comprado de literatura y ciencias de la exunión soviética, pero quedé más conforme cuando comprendí que jamás tendría tiempo para leerlos todos. Me he quedado con unos cuantos diccionarios, claves para acercarme a sus parlantes, cantantes y escribientes. Empiezo a compartir los libros de literatura. Me cuesta demasiado ver salir cuentos y novelas, como que se me alargan los brazos y manos para atraparlos.

Con mucho gusto repartimos cuentos para niños con unos

ahijados. ¡Tenía toda una colección que había comprado para mí y mis sobrinas, desde antes de pensarlos para Neto y Ere, nuestros hijos! Reservo también los de poesía, para quien tenga voluntad de leerlos, ¡hace falta tanta poesía en este mundo violento!

Me han dicho de una persona muy culta que no tiene en su librero más que el libro que está leyendo, antes de rolarlo o regalarlo. Lo admiro, pero no puedo por ahora llegar a tanto, aunque se me hace atractiva la idea, como aquella otra de que no nos llevamos a la otra vida más que los viajes que hicimos.

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Supongo que lo que sigue es deslibrarse como deshojarse, quedándonos con lo esencial, con las vivencias y entre ellas las ricas fantasías y experiencias que quisimos tomar de los otros por sus textos y pretextos. Espero con ello ser más libre.

Labiales emplomados

Ceci advierte en un correo electrónico a nuestras damas sobre el plomo contenido en los lápices labiales. ¿Y quién nos previene a los hombres de los plomazos que vienen de sus turgentes labios? ¿Nadie nos protegerá contra sus plúmbeas pasiones? Los que piropean “usted de azul y yo azulado” lo dicen sin percibir que están bien emplomados, tanto que hasta el color se les revela. Supongo que de tanto besarlas, andamos a veces con los pies de plomo. Nuestra mansedumbre entonces puede achacarse a que con tanto plomo chupado, frotado, besuqueado y casi masticado, nos volvamos maleables. Ese daño en el carácter me apura más que el cáncer de origen labiodental. Es cuando exageramos del intercambio bucofaríngeo que nos caemos a plomo. Por eso también el que expresa “mátame a besos”, ignora que no es el amor el que mata, sino el dúctil y plumbífero contenido de una carísima barra con marca tan chic como francesa, hecha de blandengue metal extraído del desierto chic– chimeca. Todo tiene su costo: si te sientes pesado, es que mucho has besado.

Peso por beso, Azul terso, Beso por eso.

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Cuidado con los paquetes que reciban de desconocidos

Sólo voy a la oficina de correos cuando me envían un citatorio de esos necios de Hacienda, que persiguen con especial encono a los asalariados, no a los multimillonarios, sus consentidos. De hecho pasan años para que reciba algún envío de cualquier otro tipo. Sospechando que el citatorio que recibí es de Hacienda, me presento en la oficina de Correos.

Llego de mala gana y de suerte que aún tenían el paquete todo desgarrado, con apenas mi nombre legible en lo que resta de envoltorio. Con la puntita de los dedos me lo entrega la empleada, temerosa de quemarse o mancharse, pues asegura que tenía un líquido que salía de su interior y que pareciera contener dos envases que se rompieron, de las que apenas entre los mechones de borra que no las pudo proteger, se advierten como dos tapas. – No se deben enviar líquidos, está prohibido– me advierte como si fuera yo el remitente, mientras dudo recibirle el sobre, asaltado súbitamente por dos flashazos en que imaginé qué enemigo me lo ha enviado: zutano que me odia…mengano a quien tuve que reportar por volarse una compu… En los hechos ella me obliga a recibirlo, no hay posibilidad de huir.

Con las puntitas de pulgar e índice se lo recibo, buscando a la vez un bote de basura para aventarlo sin más exploración, pero no hay ninguno a la vista y debo llevarlo al carro.

Justo antes de meterlo a la cajuela, me atrevo

valientemente a ver en su interior con ayuda de una barra de metal, por si me fuera a quemar este preparado con dedicatoria. El líquido ahora casi seco es pastoso y ha dejado sobre la tapa una huella como la de…como la de salsa de tomate…¿Qué

veneno

compuesto

me habrán

enviado

esos esbirros

vengadores? Hurgo otro poquito y zás, las botellitas dicen salsa cátsup. ¡Puta qué imaginación de cabrones, que saben de mis mayores gustos! ¿Quién los habrá enterado de mi gran debilidad?

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El olor sí es de mi salsa favorita…Ahora sí me atrevo a revisar con más cuidado el exterior del paquete todo manchado y pegajoso, buscando el remitente. Dice USA…estos canijos hasta pagaron a un gringo, para dificultar el rastreo del vengador…Alcanzo a leer: Carolina, ¡Ah caray!…Kristy, Rico Ayala, mis primos. ¡Puta qué susto!

De la diabetes sólo me libra medio litro de tequila, que me empaco además del espanto, por la enorme pérdida que les comparto, irreparable, de dos preciosos litros de Ketchup en manos de insensibles transportadores de valores. ¡Y no de cualquier Ketchup! ¡Ketchup orgánica, señoras y señores! ¡Salud, salud, salud!

Cuadrando el tálamo

Para muchos hombres, tender la cama puede ser el acto más fútil o prescindible que exista, o por decir lo menos, irremediable y ajeno, como lavar los platos. El día que Miguel, matemático, se animó a tender la cama en un acto de comprensión a su mujer recién iluminada en madre, fue para él un acto de atrevimiento que en principio Susana le agradeció con la mirada, pero al voltear a ver el lecho, cambió su semblante y le dijo: – ¿Bueno y dónde quedaron las matemáticas? No sólo hay que estudiarlas, inventarlas y enseñarlas en la universidad, también hay que aplicarlas en la cama. Y destendiendo de un brusco jalón todo lo que Miguel tardó minutos en colocar, reinició alegre y puntillosa la rutina, dando en vivo el algoritmo para un buen tendido: – Aquí por ejemplo, los bordes de las sábanas deben ir paralelos con los largos del colchón y perpendiculares con los anchos. Para los sobrantes imagina un eje de coordenadas sobre los ejes del colchón. La sábana de la base repártela pensando en una ecuación con el signo igual al centro, tanto debe sobrar para un lado como para el otro, ni más ni menos, balanceada. Para la sábana de arriba reparte lo mismo en los sobrantes laterales, pero en el extremo de los pies hay que dejar una tira extra para atraparla con la base y conservar los pies calientitos, y en la cabecera hay que dejar un doblez equivalente para cubrir el pecho. Que no queden trapecios

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en los dobleces, sólo rectángulos. La colcha se coloca como la base, sus anchos sobre las abscisas, sus largos sobre las ordenadas, sin que arrastre, y cubriendo las sábanas.

El detalle de la colcha y del tendido está en que se vea un plano bien

parejo, sin topes ni alabeados, sin otras superficies curvas aparte de las almohadas, las que resaltan por la curia de la arista con que las envuelve la colcha. Para cerrar el matemático sermón, invitó: – Si te aburre hacer todo esto y estás a punto de omitir un solo paso de lo dicho, piensa en mí, recordando el lema de las francesas: tanto la ama como le tiende la cama.

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Los necesitados

En algún punto la plática entre amigas tiene que llegar a los quehaceres domésticos, como fue el caso entre Cecilia y Susana. El tema empezó por la pesada carga de planchar y Cecilia, amiga del Distrito Federal y feminista, relató lo que en un instante esclarecedor, reflexionó su madre. Planchaba la señora la ropa de todos sus hijos e hijas cuando una de ellas, solícita y comprensiva, le preguntó: -

¿Necesitas que te ayude?

La mamá paró de planchar, pensó un momento la pregunta y contestó con cara de haber hecho un gran descubrimiento: -

La verdad es que yo no necesito que me ayuden, yo puedo planchar mi propia ropa. ¡Los que necesitan ayuda son ustedes, que no planchan la suya!

Esa fue toda una revelación para medir la independencia de Cecilia. Susana, su amiga tanquianera, salió al quite con su relato. -

Tenía yo unos quince años y estaban acostumbrados mis hermanos mayores a que les planchara sus ropas. Esa vez, uno de ellos me urgió a que le planchara su pantalón para la fiesta de la noche. Yo no quería, me sentía cansada y tenía que hacer mis propias tareas. Entonces me jaló de la trenza para forzarme a plancharle. ¡No pude contener el coraje! En cuanto me soltó para pasarme el pantalón, tomé una silla de cedro que estaba a un lado y se la planté por toda la espalda. La silla quedó destrozada y él a mis pies, maltrecho e incrédulo. Nunca más les planché, y menos por su gusto.

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El orden desordenado

A Mayté y Alejandro

– ¿Cómo te explicas que Goyo haya abandonado a la preciosura de su mujer por esta chinguirita chenga? – preguntó Diana a su marido Luis, cuando miraban pasar a la pareja aludida, desde el mostrador de la farmacia que administraban. .– Es que ésta no se la pasa chingando a Goyo sobre las cosas que tiene sueltas por su casa, como la otra, que no lo dejaba en paz. – ¿Qué, me estás amenazando con irte con otra? – Tú preguntaste, yo sólo contesté por lo que estoy enterado, no te estoy amenazando. – Pues si quieres decirme que pare de chingarte por todo el desmadre que dejas por la sala, los pasillos y la recámara con tus herramientas para desarmar aparatos sin acabar de componerlos, no voy a parar hasta que los pongas en su lugar, ¡ni creas! – ¿Para qué preguntas si no aguantas siquiera una respuesta lógica? – Lógico sería que prefiriera quedarse con el cuero que tiene por mujer y no con esta chaparra desaliñada. – ¿Por qué no alegas mejor lo lógico que sería que ella lo aceptara como es, con su orden, pero desordenado para ella? Así no correría al marido. – ¿Eso esperas de mí? Ni muerta aceptaré tu desmadre desmadrado. – Otra vez con esa canción. Tú preguntaste por ellos y por ellos te estoy contestando, no por mí. – Lo que pasa es que quieres sacar provecho del mal ejemplo del vecino. – Velo fríamente, ¿qué tiene de equivocado? – ¡Y todavía preguntas! ¡Lo estás defendiendo! ¿Cómo puede ser tan ciego? – No la hubiera abandonado si fuera sordo. – ¡Cómo son los hombres! Prefieren pasar por ciegos y sordos a vivir en el orden y con una señorona. – Un orden vacío y humillante.

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– ¿Hablas por ti o por él? – Mujer, he estado hablando de él, ¡eres tú la que me atribuye lo que él dice! – Un desorden vergonzante es en el que quisieras vivir: en un chiquero. – ¡Yaaa! Cambiemos de tema. –

¡Ahora no!, si quieres decirme algo que no soportas de mi orden,

arreglémoslo ahorita mismo. – Bien, si eso quieres, eso hagamos. Pero con una condición, porque en este momento estás muy ardida: analicémoslo fríamente entre los dos, primero lo que pasó entre ellos, y luego pasamos a nuestro caso, sin predisposiciones ni rencores, enfríate. A ver, pregúntame otra vez desde el principio por Goyo y su parejita actual. Has de cuenta que apenas van pasando ahí enfrente. ¡Anda! Pregúntame como empezaste hace un rato a tratar este asunto. – Hum…Bueno, ¿cómo te explicas que Goyo ande con esta chinguirita chenga y no con su forro de mujer? – ¡Porque no le anda chingando con sus cosas!

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Lavando trastos

Cómo romper una añeja tradición familiar

Susana pasaba su primera navidad con su familia política, y afable como es, se atrevió a ofrecer desinteresada ayuda a su suegra en los preparativos de la cena.

Lo hizo tempranito un día 24 de diciembre, en que el plan de Pita

determinaba cocinar un elaboradísimo pavo deshuesado, romeritos, pescado bacalao, todo lo que requería trabajo asiduo de muchas manos y sin descanso, desde la mañana. Durante todo el día se ocuparon exhaustivamente de la ingente tarea, sobretodo porque sólo disponían de tijeras romas para deshuesar al pavo, además de que Pita tenía un gran catarro que le había minado sus sobradas energías. Exhausta, al término de la cena, dijo Sus a todas las mujeres, mis hermanas y las compañeras de mis hermanos, haciendo gala de incorrección política: – ¡Chin chin la que lave los platos! Y poniéndome ella juguetonamente y en serio el delantal, invitó a los demás hombres, a que se formaran para ir lavando la parte que les correspondiera de los trastos. Los hijos estábamos a la expectativa de la reacción que pudiera venir del jefe de la casa, Pianís, ante la temeraria invitación de la nuera, que chocaba frontalmente por cierto, contra la más sólida tradición familiar, consistente en que las mujeres lavaran los trastos. Javier mi hermano me siguió en el turno y para nuestra gran sorpresa, que a todos dejó atónitos, Pianís aceptó enseguida el reto de asumir su parte con todo y delantal. Recuperado del susto por la sola posibilidad de que surgiera un conflicto familiar motivado por mi pareja –la guerra de los trastos– me relajé, pasando a celebrar y brindar con los demás, el triunfo de la emoción y la razón sobre la tradición. Se había hecho justifica en el mundo, dijeron varias para adentro.

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¡Aleluya!, en casa de Mariana

En casa de Mariana, se realiza una ceremonia muy solemne con la que, aún habiendo visitas, se da por terminada una comida. La dirige la superjefa de la casa, tomando en sus manos la vajilla que ha utilizado para comer, recitando el siguiente verso: – ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡que cada quien lave la suya! Santo remedio redistributivo para la monserga de lavar platos, vasos, cazuelas y cubiertos.

La maga y el renegado

Concediendo que es una necesidad colaborar en los quehaceres domésticos, concediendo que después de que mi esposa cocine es justo que otros lavemos los trastos, concediendo que más vale lavar los trastos antes de que la grasa se les pegue y no horas después, decreto: queda prohibida la llegada inoportuna e impertinente de la maga, como la bautizó Pita. La maga que cuando estoy justo a punto de terminar de lavar los platos, aparece, de no sé dónde, unas tras otras, enormes cacerolas, ollas, tablas, coladores, molinillos y cedazos. Con cada una de ellas va desapareciendo mi alegría de terminar la ingrata tarea mientras otros hacen sobremesa. La maga entonces se esfuma como por encanto, con una sonrisa burlona, a echar su siesta de escapista. Satisfecha, duerme, pues nuevamente hizo una de las suyas.

Maleficios tanquianeros

Dicen mis sobrinos tanquianeros que soy un peligro para los hombres de Tanquián, al ponerles el mal ejemplo de lavar los platos. Cuando tienen que mandar a un hijo varón por algún mandado a esta casa, les dicen que por ningún motivo pasen por la cocina, y si tienen que pasar, que cierren los ojos,

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no sea que me vean lavar los trastos y les caiga el maleficio de aprender a lavarlos.

Remedio para remisas

Cuenta mi cuñado: –

De todas mis cuatro viejas, sólo una lava platos, las otras hijas de la

chingada ni por equivocación lavan uno. Con un par de días que esté fuera de la casa, sé que voy a encontrar la cocina y el lavabo con un enorme altero de vasos y platos sucios, abandonados por las cabronas.

Regreso y ahí voy

lavando trastos para despejar poco a poco la cocina, antes de ponerme a guisar. No te extrañe que cuando salgo de visita también lave trastos, nomás por no perder la costumbre.

Hay su remedio para hacer que los laven, como lo descubrió él mismo, tanquianero representativo, que cocina ricamente, si bien es del parecer de colaborar en el lavado de platos. Nos sugiere cómo los hombres que cocinan, podemos librarnos de lavarlos.

Si terminando de cocinar, sus invitadas se

quedan sentadas sin acercarse a lavar los platos, hace ese peculiar gesto mexicano de levantar la mano derecha con el solitario dedo medio señalando al cielo, sentenciándoles, muy ceremonioso, “a las muy hijas de la chingada”: – – ¡Hay un Dios que las va a maldecir si me dejan además de cocinar, el lavado de los trastes!

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Jarrito de Puebla

A X., más de una parienta la apoda jarrito de Puebla, por corriente y delicada, pues con el mínimo roce se quiebra. Si se trata de trapear o barrer, contesta “no porque se me parten las manos”. Si se trata de lavar trastos, responde “no porque se me rompen las uñas”. Si se le consiguen guantes para lavarlos, deja la tarea, como dice, “porque no son de mi número”. Le preguntan: -

¿Y cómo le haces cuando estás en tu casa?

Contesta muy segura: – ¡Ah, por eso se inventaron los platos de cartón!

La “p” imaginaria

Terminada la comida en casa de Chela, la mayor de las tres hijas propuso lo que a todas pareció la más justa división del trabajo pendiente: una lavaría los trastos, otra las ollas, una más las secaría y la última las acomodaría en las vitrinas y cómodas. A la matriarca Chela, que se había ocupado de preparar la comida para todos, le asignó la última tarea. Chela, con el dedo índice sobre su frente, fue preguntándoles una por una: -

¿Tú me ves pintada una “p” en la frente?

Cada una fue respondiendo lo obvio: -

¡Claro que no!

-

Entonces se encargan de repartir el quehacer faltante, pues como les consta, no tengo en la frente una “p” de pendeja. ¡Y no hago más!

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Honorables miembros del presídium Las angustias del diputado

Uno a uno, los llamados a presidir aquella ceremonia, fueron tomando sus asientos. Como se sabía que estaba por llegar la Gobernadora, el diputado se acercó al asiento central, para garantizar su cercanía a ella. Se sentó, sacó la papada arremetida en el cuello de una impecable camisa blanca. Volteó para un lado y otro, saludando alegre, jaló ambas solapas de su saco hacia la corbata colorada. Enseguida sacó de los bolsillos el celular y el radio. El maestro de ceremonias saludó entonces al público asistente a tan importante evento –con cerca de dos mil personas– , y procedió a presentar a "las distinguidas personalidades que nos acompañan", como suele decirse. Fueron desfilando nombres y multiplicados cargos, por estricto orden jerárquico, con los principales del gobierno estatal y municipal, como los del comité nacional y local del sindicato, y miembros de la Legislatura, todos conforme a su amplio vitae. El diputado seguía buscando entre el público alguna persona conocida. Asiendo la mancuernilla de su manga derecha, la reacomodó, luego hizo otro tanto con la derecha. Estiró nuevamente el cuello, como pelícano tragando un pescado, gesto que momentáneamente compensó su corta estatura. Procedió a navegar con su celular por las noticias del día. Las bocinas retumbaban con la golosa voz del maestro de ceremonias. En eso apareció a espaldas del diputado una altísima edecán de falda corta, que juntando las rodillas hizo un gran esfuerzo por bajar hasta la oreja del diputado para decirle que su lugar era dos sillas más delante de donde se había sentado. Él se levantó inconforme, silente. Aprovechó al pararse, para estirar ambas faldas de su saco cruzado hacia abajo, abotonándolo y volviendo a desabotonarlo.

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Se sentó. Giró hacia ambos lados de su cabeza, dejando fija la frente y estirando en péndulo la barbilla, como tordo pavoneándose en plaza. Era turno de ser presentado, su momento estelar. El maestro de ceremonias palomeó su nombre y en eso tuvo que leer la tarjeta que deprisa le entregaba una rubia edecán, lo que le obligó a anunciar con reverberante voz a la Gobernadora, invitándola a tomar parte del presídium. Mientras ésta subía triunfalmente, otra esbelta edecán conminaba al diputado a pasarse a la siguiente silla, pues la Gobernadora traía acompañante y debían hacerle lugar junto a ella. Las cámaras fotográficas y de TV, concentradas en la Gobernadora, omitieron registrar la crispada cara del diputado, su dentadura irregular, enmarcada por rígidos labios y cachetes, contrito por el lugar segundón que le habían destinado. Los aplausos resonaron entre el auditorio al presentar a la Gobernadora constitucional del estado y a su acompañante. El diputado pensó que al menos en la presentación oral quedaría al lado de ella, aunque retirado de su asiento. Ahora estiró las mangas de su saco, preparándose para cuando se pusiera de pié a saludar, gallardo, al ser nombrado. El maestro de ceremonias volvió a su lista de invitados de honor. Palomeó al siguiente en ella procediendo a nombrarlo, saltando involuntariamente al diputado. Este apenas pudo contener su peor gesto, al masificarse los flashazos sobre su vecino de asiento. Muy digno, dio por aflojar su pisacorbatas, estirarla y pasar a tragarse otro pescado que amenazaba reconvertirse en pez. Fueron presentados los dos últimos miembros del presídium. El maestro de ceremonias recibió ahora una lista extra enviada por la edecán emisaria del anfitrión, que le ordenaba anunciar a otras distinguidas personalidades que se encontraban junto a la mesa de honor, entre el público. Eran tres diputados, cuatro exsecretarios del sindicato, dos centenarias educadoras que no alcanzaron a ponerse en pié y dos "prominentes" miembros del dinámico "partido de la alternancia". Entre ellos estaba el precandidato al gobierno

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estatal en las elecciones que tendrían lugar dentro de tres larguísimos años. Mientras tanto, la ansiedad se engullía al diputado. Volteaba a las alturas, buscando a una y otra edecán, para entregarles su tarjeta de presentación destinada al maestro de ceremonias. Ninguna volteó a verlo. Las bocinas opacaban todos los llamados indiscretos que les lanzaba en voz de pst pst. Optó entonces por enviar una llamada de radio a su secretario particular que le esperaba en su mesa. Era urgente, pues a punto estaban de terminar las presentaciones. – Dile que me presente–, ordenó cubriendo con sus manos el radio, para que nadie más lo escuchara. Pareciera tocar una armónica. –

¿A quién? – fue la respuesta dudosa del secretario. Agachado, parecía

comerse

a

escondidas

un

pan,

como

si

se

lo

fueran

a

quitar.

– ¡Que me presente!, ¡guey! Entre el retumbar de las bocinas megafónicas, su secretario se debatía entre las probables preferencias del patrón. – ¿A cuál de las ellas?– parafraseó, mientras miraba a la edecán que según su conocimiento, sería del predilecto gusto de su jefe. Sin amparo en este mundo, aflojando su corbata, sumiéndose en la ignominia, el diputado escuchó la última presentación del maestro de ceremonias, después de aquella larga e incompleta lista de 24 personalidades: "Para terminar las presentaciones, saludamos con mucho cariño y admiración a las festejadas, a las abnegadas mujeres que nos prodigaron cariño y atenciones en nuestra primera infancia. Este es su gran día, ¡felicidades, maestras de kinder!"

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Nuestros símbolos patrios

Hoy están de gala los funcionarios de la administración pública estatal. La gigantesca lona vinílica lo anuncia de manera imponente, en sus dimensiones de tres por diez metros: “Festival cívico patriótico nacional”, pero con acento en la “v” de cívico y no en la “i”. Es un enorme telón de fondo para los diez distinguidos y honorables miembros del presídium, de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, que están por llegar, apurados como nadie en sus encargos.

Desde una hora antes de la novedosa ceremonia, el zócalo se encuentra cercado por filas compuestas por un militar a cada tres metros. Uno de cada cuatro portan metralleta y protección antibalas. Les refuerzan ocho patrullas y dos ambulancias, por si las dudas. Nada fortuito para una entidad con decenas de crímenes en las calles en los últimos años, a plena luz del día, entre ellos funcionarios municipales y sindicales. Las veinte personas responsables de la logística están arreglando las 300 sillas para la audiencia. Se tardan en hacerlo, pues tienen serias dificultades para ubicar por orden alfabético las sillas. Se preguntan entre ellos y ellas: ¿le sigue la “h” a la “j”?, ¿va primero la “q” o la “t”?

Media hora antes de iniciar los protocolos, un grupo de jovencitas veinteañeras, de escotados calzoncitos y blusas, con botas y capas como los de la mujer maravilla, se convierten a su llegada en el centro de atención de ayudantes, secretarias, jefe de protocolo, y mandos medios como superiores, conforme van llegando a sus asientos. La cabeza de todos ellos, pero no el tronco, apunta unánimemente hacia escotes y piernas de las deliciosas muchachas. No hay necesidad alguna de enviar miradas discretas, se localizan ellas justo a un lado del presídium.

Junto a ellas, en la penumbra, fuera de la vista principal, aguardan su turno un grupo de danzantes indígenas. Del lado contrario, se alista para interpretar los honores a la bandera, una

banda sinfónica.

A su lado, está en perpetua

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posición de firmes, la banda de guerra del batallón local. Todo anuncia para que turnen sus participaciones entre una y otra banda.

Inicia la ceremonia con todos los miembros del presídium en sus lugares, nombrados con cargo, título, apellidos y epítetos varios, y continúa con la pasarela de todas y cada una de las banderas y pendones que han simbolizado nuestras luchas independencistas, revolucionarias y liberadoras, de pueblos, confederaciones, naciones, hasta llegar a la gloriosa república mexicana. Todos estos símbolos vienen portados por elegantes escoltas de funcionarios en casimir, luciendo barrigas, papadas, bigotes y barbas a la moda, lo que prueba que representan bien los progresos en ingesta de la burocracia nacional. Las damas portabanderas fueron seleccionadas entre las más bellas y bustonas de una escuela particular que recién ha conseguido su registro.

La entrada triunfal de cada escolta a la pasarela es una oportunidad para echar una miradita golosa a las escotadas mujeres maravilla, que expuestas al sol directo, sin protección de mallasombra de la que gozan los funcionarios y su audiencia, empiezan a empaparse en su sopa de sudor, tras una hora de espera.

Se nota su cansancio en la

forma descuidada de flexionar sus

alargadas piernas y en la caída lenta pero constante de las plastas de rímel.

Llegó el momento estelar.

Anunciaron el discurso del señor licenciado,

diputado local, virtual candidato a diputado federal, a quien habían cedido todos los preparativos de la ceremonia, para que se luciera a sus anchas. Ahí está para ello, sonriente y seguro, tanto como su porte de conquistador.

Agradece a cada uno de los miembros del presídium, tanto por la institución que representan, como por sus méritos propios, además de reconocerlos coloquialmente como amigos entrañables, casi de barrio. Tal confianza tiene en su posición como en su encumbramiento, que pronto deja los protocolos. Domina al público con presentaciones amigables, casi de parientes cercanos trata a sus invitados. Animado por el tono que va logrando, con voz ágil y afectiva, se sigue a agradecer y celebrar la presencia de miembros del público.

Ahí menciona 25


como sus “cuates” y por su nombre, a decenas de diputados y diputadas, directores generales, directores y jefes de departamento. Que mi gran amigo, que mi casi hermano, mi cuatacho…

En eso se ha iluminado su rostro, ha divisado entre la masa, a todo un personaje, y así lo presenta: – Saludo con especial afecto a mi gran amigo el diputito Romelio Bartino.

Para su descomunal fortuna, díganme si no lo es, los funcionarios mayores y menores estaban muy atentos a la escotadísima que había tirado al suelo, cabeceando de sueño, una pestaña, misma que buscaba dándoles la espalda y sin doblar las rodillas. Los fotógrafos y videograbadores de la prensa estaban ocupados pasándose la relación de eventos mayores del día que merecían su atención, así que ninguno registró la irrepetible evidencia. En cuanto a los miembros de las bandas, unos estaban colocando las partituras del siguiente número y otros tenían la añeja y virtuosa costumbre de no escuchar palabra alguna de oradores mayores y menores en ceremonias oficiales, y sólo responden a la batuta de su pendiente director. Los miembros del público ya seguían con la vista o con el corazón a las mujeres maravilla o anhelaban les permitieran secar sus sudores que bajaban por todas sus hendiduras y cañadas. Tampoco percibieron lo que salió de la sincera boca del señor licenciado. Al parecer, sólo dos personas se dieron cuenta del lapsus, el señor licenciado y el mentado así diputito. El dueño del micrófono pronto estuvo a continuar la letanía de sus invitados, distinguiéndolos entre la muchedumbre, mientras que los tonos bermellones, morados y rojo– sangre se agolpaban por toda la piel del mentado.

Pero no, ahí los seis funcionarios en primera fila del extremo opuesto a las chamaconas, para los cuales desviar el cuello hacia ellas era exagerado y motivo de sospecha, también escucharon aquel pronunciamiento, y con toda claridad. Hacían un magnífico esfuerzo conteniendo una sonora carcajada, cual experimentados dramaturgos que eran, en un verdadero acto heroico 26


mayor que no tuvo acompañamiento de trompetas, clarines, ni tambores. Con estoicismo y gallardía, lograban resistir el creciente aire que amenazaba con explotar internamente sus cachetes, papadas, pulmones, barrigas e intestinos. Como salvador escape, dieron por llorar simultáneamente, tanto por los ojos, como por los oídos, si cabe la expresión, y se sospecha que también por otras partes privadas.

Desde el pódium, el señor licenciado entonces alardeó: – Me siento muy seguro, y le agradezco mi querido amigo y General, con

el acompañamiento de las fuerzas armadas.

Por supuesto que no mencionó cuántos efectivos lo rodeaban ni que al exterior de ese círculo privilegiado de visitantes del zócalo, aquella mañana, como en los meses anteriores, merodeaba por toda la región la impunidad, hermana de la criminalidad en ascenso.

Siguió con su discurso, mientras asoleadas, unas de las damitas de piernas largas se sentaban con desgarbo, ya agotadas sobre sus bultos de ropa. Otras habían ido al baño, unas más se quitaban el rímel chorreado. En desbandada, las demás posaban sus traseros sobre las columnas del palacio de gobierno, desencantadas por no permitírseles lucir sus dones por la pasarela. Lo había impedido el señor centro de los reflectores, pues observó a tiempo que los asistentes no tendrían mirada alguna para él, si desfilaban ante el honorable.

Acabó su discurso. El siguiente, a estuvo a cargo del presidente del instituto de estudios civilizatorios y emancipadores de la positividad, quien invitó con vehemencia a no catalogar estos tiempos como de crisis, menos de inseguridad, de un miedo “propio de los cobardes”. -

No señoras y señoras – peroraba con inigualable energía– : la solución es individual, interna, está en cada uno de nosotros, incapaces de percibirla por egoístas, por orgullosos, por insensibles, llevados por las envidias, y por las culpas ancestrales de las que somos merecidos cargadores, y de las que prefiero mejor que omitamos hablar. 27


Para entonces, los funcionarios en transe, casi contritos, pudieron liberar sus aires sin peligro. Cruzaron con vida ese comprometedor momento. Sabían que estuvieron a un tris de quedar fuera del presupuesto, de ser condenados por escuchar y casi manifestar lo que aparte de ellos y otros dos más, nadie más oyó. Sintieron que los redobles de tambores al cierre de la ceremonia, eran merecidamente en su honor salvado. Con urgencia y a un tiempo, obedeciendo a una batuta invisible, sin mirarse entre sí, los seis incómodamente se quitaron el saco sentados. Al pararse, cabizbajos para evitar todo saludo, unos lo llevaron al frente, otros atrás, pero todos por debajo de la cintura, casual y juvenilmente, rumbo a sus flamantes autos.

Honorables miembros del presídium Con su permiso, y si me disculpan, sin él. Ya los presentó el maestro de ceremonias. Sepan que escuchamos en alto volumen cada uno de sus doce nombres, apellidos y cargos en el orden que le plugo, no en el jerárquico, sino en el que su patrón sindical le indicó, restándole el suyo a la máxima autoridad presente. Fue divertido escuchar que cuando le tocó el turno a ésta, pudo nivelarse de la rebaja nombrando en segundo lugar al que debió mencionar primero. De hígado a hígado, como no queriendo, con sonrisa abierta volteando al video. Por cierto, sepan que ya nos sabíamos sus nombres, de cada uno de ustedes, desde por lo menos hace unos diez años, esto es desde que andan redistribuyéndose los cargos que ocupan, no sólo dentro del sindicato, o dentro de la institución, sino del sindicato a la institución y de ésta para allá. ¿Cómo no saber a quién representan en este hacinamiento? Luego,

los

seis

de

ustedes

que

pasaron

al

pódium,

fueron

requeterenombrándose entre sí, aderezados de adjetivos, que mi amigo, mi estimado, mi compañero de lucha, mi maestro, mimí... Bueno, ¿qué no saben 28


que los otros ya se saben sus nombres como para volvérselos a decir y de paso suponer que a fuerza de repetirlos nos los vamos a aprender los del auditorio? Más divertido es escuchar cómo a unos se les pasa nombrar a otros, o les cambian los apellidos, o mezclan nombres con apellidos de otros y como que demuestran que de verdad no se los saben, después de tantos años, ni aún leyéndolos. ¿O será que no saben leer o no tienen memoria?

De tantos

minicursos de protocolos, es difícil creer que no hayan aprendido a usar las tarjetitas con los nombres de quienes alcanzaron a llegar a la letanía inaugural de cuatro nombres con apellidos más cargo, igual a cinco, por doce miembros, igual a sesenta, por seis intervenciones, más bien por siete con el ceremonioso, igual a cuatrocientos veinte palabras que ya todo mundo se sabía antes de que se sentaran en sus confortables asientos. Prueben a sentarse en los nuestros a ver si los resisten, acá en el sol directo, veraniego, desde media hora antes de que atinaran apurados a llegar. ¡Ah!, ¡ya!, es cierto, en esos pretendidos enredos u omisiones de nombres o apellidos, en esos olvidos fingidos está la oportunidad de golpear verbalmente a la supuesta contraparte, que la prensa sólo vocea en tiempos turbulentos, o calla si el sobajado o enfurruñado con el juego nominal les chayotea. Paso a despedirme. Como un gesto de respeto y cortesía, para su intervención y conocimiento, les informo que el responsable de la logística, al ver que nadie del auditorio convocado llegaba, logró darse cuenta que la convocatoria era para el día siguiente y que urgía traernos a ochenta acarreados “de donde fuera y a la voz de ya”. Aunque intentó poner a ustedes al tanto por radio, no entró la llamada en ninguno de los suyos. Supongo que por pura pena no les pondría ahora al tanto. Pero por divertirlos como nosotros lo hemos estado con su

espectáculo,

continúo.

Aquí

estamos,

sin

vela

en

el

entierro,

aprovechando la oportunidad para salir de la rutina de oficios y reportes, entrando en la suya de permutaciones, a ver quién le salta al primer lugar en las menciones, a quien bajan, a quien empujan en las resbaladillas y en su rueda de la fortuna.

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Si vuelven a invitar, siquiera lleguen a tiempo, manden los chescos, y ordenen poner una lona mallasombra como la de ustedes, gruesa, protectora. Si son breves, les perdonamos los asientos confortables. Nosotros

anotaremos

quién

resbaló

menos,

o

quién

se

paró

más

elegantemente tras las zancadillas, en una tabla de dos por dos, con ganadores y perdedores, para ponerle salsa al “chow”. Pero por favor nomás digan: honorables miembros del presídium.

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Cuaderno de Viajes Estancia en New Orleans y paso por Miami (1992– 1994).

Bourbon Street

Sodoma y Gomorra le llamaba el señor Chuchiak a esta calle del centro turístico de Nueva Orleáns. Tenía razón, pues se conseguían en sus cuadras y manzanas, toda clase de contactos, servicios, fantasías, adefesios y enfermedades sexuales. Las ventanas de bares y sex– shops de Bourbon Street, antaño casonas de modosas y acaudaladas familias francesas o españolas, habían sido convertidas en aparadores telescópicos, que se abrían intermitentemente por décimas de segundo para mostrar escenas de paraísos eróticos que atraían a tropas de jóvenes y viejos, mujeres y hombres, que provenientes de todo el mundo circulaban por sus arroyos con cervezas o copas en mano, en busca de fuertes y sudorosas emociones. Nuestro grupo de novatos estudiantes mexicanos, recién admitidos en la universidad, deambulaba como la muchedumbre, viendo

– no lamiendo–

contar monedas en medio de los pobres. El cansancio de vagar sin rumbo llegó a nuestras piernas y la dolencia que resulta de la continencia, nos decidió a meternos a una cantina con la excusa de escuchar jazz, coronación de nuestra primera noche de parranda colectiva, ayuna de beca.

Pedimos la ronda inicial de cervezas, entre el ruidero de jóvenes locales y fuereños que rivalizaban por hacerse escuchar ante sus intentos fallidos de manosear a los ilusorios maniquíes de los aparadores. En eso, desde el rumbo de los baños nos llegaron los gritos escandalizados de una frondosa rubia norteamericana, denunciando a un damn mexican que se había metido al baño que ella estaba usando. Urgía manoteando a los guardias que lo sacaran y castigaran de inmediato.

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Ahí van los gigantes afroamericanos que en vilo salen cargando al rasguñado y descamisado mexicano, perfecta imagen de jornalero colgado sobre dos cipreses en los abandonados swamps de Louisiana. La gringa lo satura de ofensas.

Hasta ahora distinguimos que está medio

borracha. Vamos una decena de mexicanos en bola a defender esta causa perdida de antemano, molestos por las andanadas de vejaciones que recibía lleno de susto este recién conocido compatriota, y ya viendo de cerca nuestra actitud beligerante, los superguardias afroamericanos rompen en carcajadas, desconcertándonos aún más. Nos dicen divertidísimos, mostrando sus mazorcas: – Este tipo orinaba en el baño de los hombres. Bajan de allá,

desde sus alturas, al indiciado, exmoreno convertido en la

aventura, en carapálida.

Resolvimos unánimemente que sólo podríamos recobrarnos de la sobrecarga de adrenalina con unas rondas de cervecitas en honor del casi mártir, de la sorteada golpiza con otra ronda más, y con unos tacos de ojo a costa de la gringa escandalosa, nos olvidamos de merodear buscando lácteos, falsas caricias, polvos y elíxires que no íbamos a beber en los afluentes lujuriosos de Bourbon Street.

Saint Louis Blues

Ahí entre el Woldenberg Riverfront Park y la Jax Brewery, a unos pasos del French Market de Nueva Orleáns, está un rinconcito en el que los fines de semana se ofrece gratuitamente a los turistas, música en vivo a cargo de artistas locales. Esa tarde fresca, en punto de las cinco p.m., se acercaron a escuchar a un cuarteto de jazz– blues, vecinos del French Quarter, turistas y paseantes tempraneros. Entre ellos estaba mi familia, evitando pasar por las cuadras lascivas de Bourbon Street.

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Inicia el concierto callejero. Pronto hago contacto visual con los músicos y algo me dice que me sienten, ¿será por el ritmo que me aflora por brazos y piernas? En su segunda interpretación anuncian “Saint Louis Blues” y es el baterista, un cuarentón observador, quien se la dedica al mexicano, señalándome. Salto en regocijo como potosino y me pregunto: ¿cómo adivinó mi procedencia? Yo ignoraba entonces que esa pieza era por demás tradicional en el repertorio de las bandas locales, y que su origen estaba en San Luis Missouri, y no en el San Luis Potosí de mi conveniencia. Le cuadra la elección al baterista y me mete a su bolsillo de inmediato. Me prendo luego con un fox trot y más adelante me doy valor para pedir a Susana mi esposa, permiso para invitar a bailar un valsecito con una señora, a todas luces del barrio vecino, que como yo chasquea con alegría los dedos de sus manos, al compás de la música.

¡No creo que se niegue a bailar conmigo esta morenaza!, me digo entusiasmado con mi primera aventura pública y familiar. Voy por ella y llegando a sus pies cubiertos por una chalina, mientras le extiendo el brazo, estreno feliz mi tono de galán castigador de película sureña, agudo y con las últimas dos sílabas más alto: – Wannadancewithme?

La respuesta de mi Diva es una sonrisa tierna y consoladora, con la cabeza inclinada, que completa como explicación levantando su chalina, para mostrarme un bastón escondido al lado de su única y solitaria pierna.

Desconcertado, vuelvo hacia mi familia, sin comprender los pícaros murmullos y voces que dirigen a mi imposible bailarina, sus amigos y vecinos.

A partir de ese momento, tengo todos los motivos para entender cualquier blues, empezando con ese, “mi blues”.

Blackest woman in de whole St Louis; Blacker de berry, sweeter is de juice … 33


Oh, ashes to ashes, and dust to dust, I said ashes to ashes, and dust to dust. If my blues don't get you, my jazzing must.

(Versos y última estrofa literalmente tomados de Saint Louis Blues de W.C. Handy, 1920).

La bella de Louisiana

Dorothy era la más glamorosa compañera de nuestro grupo y quizás de toda la Universidad de Tulane. Su altura era perfecta para que brillaran en ella largos y estilizados aretes y gargantillas, anillos y pulseras. Contrastaba sobremanera su ropa chic con los decolorados jeans y con las desplanchadas playeras del resto del grupo. Y por si eso fuera poco, llegaba a diario en un coche deportivo convertible, en el que parecía volar desde su plantación, ubicada por los prósperos campos irrigados de Louisiana. Sólo otros dos estudiantes de esa universidad con 5,000 alumnos tenían un auto parecido. A la distancia, por su porte, en coche o a pie, hacía pensar en una despampanante artista hollywoodiense, sujeto y objeto de adoración y deseo. Aquilatarla era asunto que se complicaba en la cercanía.

Así como la

engalanaban estilizadas y valiosas joyas, poseía unas desventuradas manías: estiraba indiferente los resortes de sus sostenes, a la altura de los hombros, de sus delicados omóplatos o de sus perfectos pechos, y los soltaba produciendo unos escalofriantes chasquidos que desangraban toda inflamación. Era tanto como desterrarnos de nuestro estado contemplativo, con latigazos sobre las niñas de nuestros ojos. Si estaba sentada tomando clases, cruzaba la pierna y no cesaba de rascarse la cabeza con bermellones uñas que salían de sus manos de mármol. Nos atormentaba la duda: ¿habría liendres en su sureña mansión de caoba? Solitaria, difícilmente se dignaba platicar con nosotros, dándonos trato de inermes como mancos sauces llorones, emergentes entre la neblina de los pantanos. Ni siquiera lo hacía con las jóvenes de su edad, acaso por no tener su alcurnia, o ni siquiera una minucia de sus productivos acres. Prefería gastar

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la saliva necesaria para mantener una conversación, mascando desde su llegada un vulgar chicle, hasta su desaparición en el horizonte, con su mascada color índigo al aire, más allá del Mississippi. Entraba al salón como salía, sin saludar ni decir adiós. ¿O significaban eso los gestos que se le adivinaban cuando veloz giraba su rostro para ubicar un asiento, claramente apartado de nosotros? ¿Cómo no le dieron siquiera un copo de algodón, de los millones de quintales cultivados en su hacienda algodonera, para suavizar sus modales?

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El affaire Miami 94´

El ser fiel con el tiempo tiene sus recompensas. Al menos eso fue lo que sentí cuando Susana metió unos condones en mi maleta, previa salida a mi participación en un congreso invitado por una universidad de Miami. Me dijo muy práctica y segura: -

Ponte muy bien estos globitos, no quiero que regreses con un sida.

Así, con autorización plena, conspicua y bastante, volé a Miami, menos interesado en el congreso que en identificar a la brevedad mis oportunidades, para desarrollarlas entre las millones de bellezas atraídas por sus playas, discotecas y cafés. Durante la conferencia inaugural, volteé discretamente hacia atrás y hacia el lado derecho, y como flechazo de amor a primera vista, me sonrió una jovencita preciosa. “Seguramente latina”, fue mi pronóstico inmediato. ¡Ésta es mía!, dictaminé convencido, a la vez que impresionado de la celeridad con que se daban las circunstancias presagiadas por mi esposa. Siguió

la

conferencia,

salpicada

con

volteadas y sonrisitas mutuas,

confirmadoras de un prometedor affaire al que de entrada le llamé “Miami 94´”. El tiempo contra reloj de la conferencia empezó a hacérseme eterno, como inútiles sus temas: que la hermandad de las Américas –lo que menos me interesaba era la hermandad– , que los lazos de unión entre los países – para qué entre países si ahí estábamos seres de carne y anhelos– , que las relaciones estrechas entre vecinos – ese era el mensaje un poco más a tono con mi estado de ánimo, y otros tantos mensajes enfriadores y retardadores de las emociones que me dominaban crecientemente.

Por fin terminó la conferencia y como un par de imanes, aquella preciosidad y yo fuimos acercándonos entre las butacas que se vaciaban, con sonrisas cada vez más abiertas, de los que se saben uno para el otro. ¡Qué pegue te traes, chamaco!, me felicité casi a voz abierta. A unos siete pasos de mí, la muy atrevida no se aguantó las ganas de hablarme con sorprendente alegría:

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– ¡Qué gusto de verte, Miguel! Con ese balazo caí de la primera nube, pero me agarré como pude de la inmediata, pues no dejaba de ser “una linda y hermosa criatura”, aunque de rostro nebulosamente conocido. Luego dijo con un dejo de complicidad, alargando el cuello: – ¿Vienes solo? A lo que contesté reconfortado, pasando a la ofensiva con coquetería: –

¡Claro que sí!

Entonces se tiró a matar con todo, aún más satisfecha, mientras me tomaba estrechamente por el brazo, atrayéndome a su cuerpo: – ¡Ah, en ese caso me encargaré de vigilarte todos estos días para que ninguna gringa pechugona ni latina nalgona se te acerque, y así entregues buenas cuentas a Susana! Ahí acabó mi mejor aventura, Miami 94´, sin posibilidades de voltear más a los lados, resguardado por la reconocida hija de una amiga cuernavacense, celosa de los derechos e izquierdos de las mujeres mexicanas.

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Viaje a Israel con sus peregrinos (2004)

Chaparrón de santidad

Jerusalén es Tierra Santa, se dice por todo el mundo y lo es para los principales grupos religiosos judaicos.

Así nos lo confirman nuestros

anfitriones, entre ellos, Yonat, Directora del curso al que asisto. Nos explica también todos los detalles concernientes a los sistemas de seguridad que operan en Israel, comprometiéndose a hacernos sentir más pronto que tarde sin temor, como en casa. Sin embargo hace algunas precisiones: están pisando tierra santa, el agua del Jordán se considera agua santificada, pero cuando vayan a la Antigua Jerusalén, recuerden que nadie les ha dicho que sus habitantes sean santos, así que cuiden sus multimillonarios bolsillos y estén atentos por los carteristas, quienes no son precisamente santos. Gracias, le complemento mentalmente de inmediato: acabas de cumplir tu compromiso, bajándonos de la nube con todo y angelicales alas y volviéndonos al piso firme de alabastro. Con eso de los pick– pocket nos haces sentir realmente como en casa. De camino a la antigua Jerusalén nos cubre un aguacero y ensopados de santidad, volvemos a la rudeza de este mundo, con las alas mojadas reconvertidas en brazos, y las manos metidas terrenalmente en los bolsillos. ¡Oh Jerusalén!, ¡Jerusalén!

Una acordeonista en Tel Aviv

Caminando por la calle Allenby oigo entre los transeúntes un valsecito nostálgico que me obliga a parar y acercarme a quien lo toca.

Sobre la

banqueta, recargada en la pared de un local abandonado, una anciana interpreta con mirada perdida una canción eslava que habla de su nostalgia. Apenas termina la pieza le pregunto en ruso de dónde es, pues me ha parecido su tonada de algún país de la ex Unión Soviética. Me mira a los ojos y con cierto gusto por hablar en una lengua familiar, dice que es de Ucrania. Le 38


pregunto por su familia. “Sólo me queda mi hija y mi nieto”, contesta. Lleva ya siete años en Israel. Le pido una canción de su pueblo natal. Hay muchas, me dice, y se acomoda para ejecutar la que viene a su mente. Mientras toca observo a su lado sobre el suelo, la tapa de la caja de cartón en que recibe las monedas de los paseantes, del otro, el carrito de ruedas en que seguramente carga su acordeón y la silla en que se sienta a sus setenta y tantos años. No le queda voz para cantar a esta edad, su mejor desempeño está en sus dedos, brazos y en el diálogo interno de su corazón– acordeón, que tanto me ha conmovido. Me regala otras piezas y de paso empieza a sonreír contestando mis preguntas sobre su vida. Nuestro camión se va, al despedirme, me atrae hacia su rostro con ambas manos y me planta un beso en la boca que me enciende por el resto de mi viaje, debo decir, de mi vida. Bella sigue siendo esta anciana de mirada perdida, en su soledad de inmigrante, ante el bullicio de los jóvenes que dan vida a Tel Aviv.

Convivir

Un profesor israelí nos ha contado ayer un reportaje televisivo sobre un pueblo gahanés en el que conviven enormes cocodrilos con los pobladores. Se trata de cocodrilos de más de cinco metros, que desde hace años aceptan que los niños se les trepen y que a la vez los alimenten. La historia cuenta que la convivencia se inició cuando huyendo de un león, el señor Paga (Paga– mama), fue a parar sobre un cocodrilo que le sirvió de refugio contra el león y lo aceptó a su lado. El relato lo completa un compañero de mi curso llamado Dadibó (Piedra– hierro), también gahanés. Nos platica que en el mismo poblado hubo un robo domiciliario del que días después se encontró a los culpables, descubiertos por otros pobladores guiados a los objetos robados por un cocodrilo que "echó el pitazo".

Completa nuestro conferencista críticamente: si son capaces de

convivir feroces cocodrilos con los hombres, ¿no seremos capaces de convivir los pueblos que habitamos esta tierra de conflictos? Estamos tomando un

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curso de tecnología educativa, y una tecnología básica es aprender a trabajar juntos, aprender a convivir.

De todos colores y sabores en Jerusalén nocturno

Es miércoles y no resisto quedarme en el hotel a las siete de la noche. Varios taxistas nos han dicho que no hay mucho que hacer en el centro. Escéptico, los dejo y me lanzo en autobús al centro de Jerusalén. Deambulo y pregunto aquí y allá, dónde podré escuchar música local. En una tienda de discos, un par de jóvenes, expertos vendedores, confirman que este es un mal día para encontrar música viva. No me conformo y sigo mi camino zigzagueante por los alrededores del centro de la nueva Jerusalén, entre los barrios de todos los credos y orígenes que parecen empezar a recogerse para dormir. En el barrio ruso encuentro un bar en el que pregunto por Bonita, un café en el que dicen se escucha salsa y merengue. “¡Cerró hace tiempo!”, me asegura el mesero. Salgo desilusionado y frente al bar noto un pálido anuncio sobre un pequeño pizarrón negro que dice: Tel Aviv Jazz Quartet, 10 pm, con una flechita que señala hacia la puerta por donde acabo de salir. La noche por lo visto apenas empieza a esa hora para la Jerusalén nocturna y acaba para aquéllos a quienes he venido preguntando. En este diminuto bar, entre coñac francés, whisky irlandés, vodka ruso, tequila mexicano y cualquier tipo y origen de bebidas, destacan las cervezas checas y alemanas, preferidas por los parroquianos. Soy el primero en llegar.

Poco a

poco entran no más de diez vecinos que en parejas piden sus cervezas oscuras o claras. Sólo se escucha ruso o ucraniano entre ellos. Empieza el concierto para estos trece privilegiados en punto de las diez, con un dueto de saxofonista y pianista a falta de los otros del grupo. Profesionales, arrancan sin más introducción ni anuncio una serie de piezas de jazz local y clásico, que les da para improvisar ante escuchas y platicantes. Tarde llega el trompetista para apenas completar un trío y de plano no se presenta el bajista del cuarteto. Su dominio del lenguaje musical les da para crear en ese complejo ambiente de libre expresión enmarcado por el jazz, que desde sus inicios une a descendientes de africanos, afroamericanos, hijos del Mississippi y desde hace

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años a estos excelentes músicos de una ex– unión soviética que en su desplome, nos ha dado tantos talentos por las rutas de su emigración. De regreso al hotel, a la una de la mañana, advierto que la noche apenas empieza. Ya oigo otros bares que están abriendo a jóvenes que fluyen ahora por las calles, indiferentes al frío. Esta es otra Jerusalén, la nocturna, non sancta.

En el día del Purim o el Carnaval judío

La tarde del primer día del carnaval judío de Jerusalén, pintaba excelente para adentrarnos en las formas mundanales de divertirse en esta ciudad, a unas cuadras

de

los

centros

ceremoniales

de

las

principales

ortodoxias

religiosas. Caminaba por las calles del centro, con Benson, el más alegre de los kenyanos, entre niños y jóvenes disfrazados tan extravagantemente como pudiera verse en el carnaval de Nueva Orleáns, pero sin los aparadores libidinosos de Bourbon Street. Era hora de tomar una cervecita en un bar, y por los oídos nos entró una música en vivo que anunciaba diversión segura. ¡Ya la hicimos! Pasamos por un pasillo oscuro, subimos al primer piso y al fondo se veían algunos de los festejantes. Entramos anunciando nuestras pretensiones de compartir con ellos la primera fiesta secular en Jerusalén, dispuestos a desembolsar lo que fuera por el “cover”. Entonces, una parejita de jóvenes salió a recibirnos entre burlona y comprensivamente. Nos dicen a quemarropa: no hay problema por el costo, entrarían hasta gratuitamente, pero sucede que este bar– club es sólo para menores de 21 años... Ni qué argumentar con las canas de cincuentones que tenemos y como dice la tía Peranza: “la cana engaña, el diente miente, pero lo que ni duda deja, es el pelo en la oreja”. Nos reímos del atrevimiento, del nuestro pues, y con la discriminación inversa a las espaldas, emprendimos la retirada. Estos jóvenes se perdieron del ritmo y alegría con que Benson baila Akunamatata.

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Nos vengamos de la afrenta entrando más adelante a otro club de jóvenes veinteañeros,

más

comprensivos,

festejantes

a

140

decibeles

por

microsegundo. El cover fue muy caro: nuestros pulmones y huesos fueron usados como bocinas, que retumbaban y se meneaban con las poderosas ondas sonoras. Gran razón tenían los que no nos dejaron entrar al primer club, pues cuidaban de nuestra salud. Salimos empujados, mareados de sonido, como si hubiéramos tomado un cartón de cerveza cada uno.

Madres e hijos

"Me tiemblan las piernas cada vez que recuerdo que mi hijo de 15 años se acerca a los 18", nos dice una madre israelita con cuatro hijos. Llegando a los 18, cada uno de ellos hará el servicio militar obligatorio de larguísimos tres años, y en caso de ser hombres, muy probablemente en zonas de alto riesgo. "Perdí a cuatro de mis mejores amigos al segundo año de servicio en un ataque de terroristas", me comenta con aires de venganza, un joven que se liberó de la milicia en el 2003. "No sabes lo que duele", continúa. Otro de ellos me comparte su más preciado propósito: "Haré una gran fiesta el día que deje la pistola", asegura esperanzado este joven que salió liberado del servicio militar hace un año, pero que se contrató como guardaespaldas para poder viajar un semestre por el sudeste asiático. Sigue celebrando haber salido con vida de su paso por las armas. Un viaje semejante a cualquier parte del mundo se regalan quienes la libran, antes de decidir si iniciarán a los 21 su universidad o algún trabajo. El costo social, económico y moral de cualquier guerra, sea de alta o baja intensidad, es inmenso. En estos días que el gobierno israelita ha negociado con el gobierno palestino cederle el control de Jericó, con la posibilidad de que le sigan a estos otros acuerdos hacia una paz más duradera, uno de esos jóvenes califica así los recientes acuerdos: "una golondrina no hace verano". Me pasma e incomoda su escepticismo. Quizás mi ingenuidad que sostiene esperanzas de una paz en medio oriente derive de no haber vivido en carne propia la guerra. Pero más que eso, me convence aquel programa en que un sacerdote invitó a convivir a niños católicos de Belfast con anglicanos, así

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como invitó en otra ocasión a conocerse a niños judíos con palestinos, los mismísimos “enemigos” de sus respectivos padres y hermanos mayores, y que concluyeron después de sus visitas recíprocas, unos y otros, que "los otros", son "a todo dar" (cool). Tan humanos unos como los otros, tan merecedores de desarrollarse en paz y de no acabar tempranamente sus vidas antes de sus diecinueve años como los hijos de sus vecinos. Ojo, no estamos tan lejos de esa realidad, la guerra también ha estado presente en este espacio mexicano. No esperemos a que se emitan esos relatos desconsolados de nuestras mujeres.

Belén (Betleheem)

Un cristal, dos colinas, tres kilómetros y un puesto de vigilancia nos separan de Belén, en estos días bajo el control de los palestinos. Desde las ventanas del hotel en que nos hospedamos se divisa ese lugar santo para tantos pueblos creyentes, apenas detrás de un monasterio ortodoxo, en una colina frente a Ramat Rachel. Cerca está la tumba de Raquel, muerta de regreso hacia Jerusalén. Nuestros anfitriones israelíes nos han recomendado no ir a Belén, pues quieren garantizar nuestra seguridad. ¿Pero quién teniendo fe de antaño y viniendo de países lejanos, además de tener un propósito firme, dejará de intentar una visita a Belén? Se forma un grupito entre nosotros que pretende llegar a Belén. Sus religiones los unen con peregrinos de otros credos en su anhelo por ver el lugar donde nació uno de sus profetas o su redentor. Todos están seguros de convencer a cualquier guardia del puesto fronterizo de que su entrada a Belén es una necesidad religiosa, ajena a todo motivo de carácter mundano. Se organizan y allá van cruzando las fronteras políticas y militares para satisfacer una profunda necesidad espiritual, que derrumba murallas, doblega banderas y burla a las más modernas armas. Nuevamente la estrella de Belén les señala el camino a estos peregrinos, que en lugar de borricos o camellos, usan para trasladarse un taxi mercedes benz.

Con su visita, la vida y las

creencias se reafirman. Su fe los llevó y los trajo salvos de regreso.

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Cuéntame una de vaqueras

Si trasladamos en volandas a un mexicano, colocándolo de sopetón en el centro de la nueva Jerusalén, digamos a las seis de la tarde, y le preguntamos qué está viendo, seguramente nos dirá que una película de Hollywood, de esas de vaqueras y vaqueros modernos, jaladas de los pelos por lo contradictorias. Créanme que impacta ver a estas bellísimas jóvenes israelitas, portando a la cadera y sin funda, tremendos pistolones, calibre 38 o nueve milímetros de hechura

checa

o

rusa,

vistiendo

pantalón

vaquero,

ombliguero,

y

frecuentemente lentes oscuros. Se les ve por cualquier lado. Se les contrata también en servicios privados de seguridad. Pero lo informal de su vestimenta, el que estén acompañadas de sus amigos y tomando un refresco a media calle mientras chacotean, las hace parecer como jóvenes divirtiéndose con la broma del día. Otras más usan uniforme y vigilan negocios, supermercados y plazas, de vez en cuando en pares, o en grupos mayores. Algunas están en servicio militar. Pero ni el uniforme de unas ni los jeans a la cadera de las otras, encajan en el mundo que ahora me parece artificial en el que vivo en mi país, al margen de esta realidad que exige tanto de sus jóvenes en sus más bellos años. ¿Habrá quien se atreva a lanzarles un piropo a estas jóvenes? ¿Acaso no se merecen uno cada día?

¿Tendrán qué esperar a dejar la pistola para

recibirlos?

En los lugares sagrados musulmanes

Lo prohibido, lo secreto, lo inalcanzable, nos seduce tarde que temprano. Desde nuestra primera ida a la antigua Jerusalén intenté entrar a las mezquitas o iglesias musulmanas, sin lograrlo. Fue hasta el cuarto intento cuando pude finalmente entrar, pero sólo a sus atrios. Los horarios de entrada son muy estrictos, y tanto guardias israelitas como capellanes musulmanes se encargan de vigilar el cumplimiento estricto de las reglas de entrada.

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Primero no entré porque se había pasado el horario, propiamente está permitido visitarlas de siete y media a once horas. Al segundo intento me retacharon por ser día sagrado, viernes, con la advertencia que ni el sábado podría entrar, por la misma razón. Al tercer intento finalmente me dejaron pasar, pero no por la puerta que quería, de modo que tuve que dirigirme a la autorizada. Aun así, apenas me acerqué a la entrada de una de las dos mezquitas mayores, tres capellanes se encargaron de bloquearme la entrada. Mi acompañante, Ahmed, un musulmán turco, fue percibido por ellos como tal, pero no escapó por eso al examen de rezar una oración del Corán, además de mostrar sus documentos de identificación, que en conjunto fueron sus pases de entrada a las mezquitas cerradas a nosotros, los paganos. Tuve que conformarme con su relato de lo que hay en su interior y con lo que la vista exterior de estas hermosas obras me ofrecen. Amplios espacios con piso de roca caliza amarilla o blanca, pulidos por las pisadas de millones de peregrinos que por siglos han venido de todo el mundo musulmán. Me regodeo con sus complejos diseños geométricos, mozárabes, carpintería de lo blanco, con sus púlpitos exteriores y arcadas, con los espacios abiertos que me hacen sentir junto a las nubes. Todo esto me confirma que en la familia tenemos algo de esa cultura árabe, unos más pronunciadamente en la nariz que otros. No me queda otra opción desde aquí afuera, que imaginar la enorme roca bajo la visible cúpula terminada en oro por encargo del Rey jordano, de la bella mezquita azul celeste de La Ascensión, desde la cual Mahoma el profeta, según sus seguidores, ascendió a los cielos.

Las crestas de las colinas israelitas

Catherine es una profesora de Kenia que como todos los que tomamos este curso, anda en busca de respuestas a lo que vemos diferente en Israel respecto de nuestros países. Le ha preguntado al Embajador Israelí sobre el estado actual del conflicto Israel– Palestina, y a qué se debe que pueblos y ciudades de Israel estén situados en las crestas de las colinas, y no en los valles como suele ser en nuestros países. Contesta el Embajador con toda

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seguridad y con una cara comprensiva de nuestra ingenuidad: "desde arriba se advierte con mas amplitud y se le ataca con mas efectividad al enemigo que se acerca, también se defiende mejor un asentamiento". Por milenios este país ha sido un crucero de mercaderes entre África, Asia y Europa y todo terrateniente, califa, jeque, sha, rey, emperador o presidente, con ansias de engrandecer su poderío, ha visto que le conviene tenerlo controlado, además de todas las justificaciones religiosas que puedan acompañar esta pretensión política y militar.

Este sigue siendo el caso en el

siglo XXI. Desde su fundación, el posicionamiento de los pueblos de este rumbo apunta a su defensa y al ataque desde los altos, con todos los costos implicados de llevar agua a los copetes de sus colinas, como lo demuestran los restos arqueológicos en madera, piedra, tela, mosaico y papel de estos y otros pueblos. Por mi parte complemento ese recuento, con una reflexión: sobre los hombros y espaldas de mujeres desconocidas también se han sostenido estos pueblos, lavando, cocinando, tejiendo, haciendo vasijas en barro, subiendo agua hasta las crestas de las colinas. No ha sido sólo por las glorias militares que se achacan a sus hombres, esas sí, grabadas o materializadas en esculturas de oro, plata, bronce, mármol y otros materiales que desafían al tiempo.

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Tallador de piedras Caminamos por Ramat Rachel, sobre las colinas pedregosas habitadas alguna vez por babilonios, romanos, asmonitas y por los reyes de Judea. Por aquí también pasó la bíblica Raquel. Se ven abandonadas, salvo por las ovejas que pastan por sus costados. Nos atrae lo que parece un monasterio solitario que se divisa en la colina de enfrente. A nuestro paso, escucho una voz interna que me dice: ¡este es el momento! No comprendo de entrada su sentido, pero al poner atención a las veredas que recorremos, lo descubro. Pepe me ha encargado que le lleve al menos una humilde piedra de la ciudad santa. Empecé en cuclillas tomando al azar una y tirándola para pulsar otra, procurando que fueran ligeras. Muy pronto descubrí una blanca, muy pequeña, de forma casi perfectamente cúbica, e inmediatamente me imaginé al picapedrero que la hizo, los tiempos en que vivía, el propósito que lo motivaba: darle un juego de dados a su pequeño hijo. Luego apareció una segunda. Por mi mente se amplió un escenario de tiempos épicos, con cantereros– ovejeros, y como si los viera justo frente a nosotros.

Eran los constructores de los

vestigios arqueológicos de la iglesia que se encuentra justo a un lado de Ramat Raquel.

¡Estaba viviendo los tiempos antiguos, aquellos de Raquel y sus

tribulaciones por la maternidad no conseguida! Jugaba a experimentar el deseo de mi amigo, que acabó convirtiéndose en una necesidad propia.

Después encontré otras pequeñas piedras al parecer

trabajadas por el hombre, que compartí con mis compañeros de paseo por las colinas, y más y más piedras curiosas aparecieron a nuestros pies, que nos aconsejaban: tómame, esta es tu rica herencia. Así que no se extrañen si me ven aquí, tallando pequeñas, humildes piedras, y tratando de compartirlas con ustedes.

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Cajas para hacer amigos

En 1983, al avecinarnos a un barrio desconocido, se nos descompuso la licuadora. Al no tener pinzas tuve que acudir a mi vecino inmediato a solicitarle unas en préstamo momentáneo. Don José Molina contestó alegre: "debo tener unas pinzas en mi caja de hacer amigos". Me encantó su metáfora, que no refería al instrumento, sino a su voluntad de congraciarse con sus vecinos, prestándoles sus herramientas. He llegado a Israel, he tenido contacto esta vez con personas de más de 22 países de por lo menos 28 contextos culturales muy diferentes entre sí, y exactamente en el arranque de muchas de nuestras primeras pláticas, al saber que hablo español y vengo de México, la mayoría de ellas me preguntan por las "operas de jabón" (soap operas), esto es por las telenovelas y sus estrellas, que tanto impacto han tenido en sus lugares de origen, patrocinadas por fabricantes de jabón en polvo.

Sin pretenderlo, para cualquier latino, la

televisión y sus telenovelas, son la moderna caja de hacer amigos. Curiosamente, a diferencia de una pesada caja de herramientas, estas telenovelas pueden bocetarse en Cuernavaca, escribirse en Cancún, revisarse en Miami, editarse en Colombia, producirse en México y distribuirse desde Brasil para luego ser compradas en más de cien países de todos los continentes y volverse tema inmediato de conversación entre desconocidos. A los latinoamericanos no cesarán de preguntarnos por ellas las quinceañeras de Israel, la veinteañeras de Ucrania, las treintañeras de Kenia, las señoras Pero los programas de la tele no van en ambas direcciones como hace para cortar el serrote del refrán de Doña Carmen, esposa de Don José Molina, esto es, “no va para allá y para acá”, si bien hacen millones de interesadas receptoras de nuestras culturas. Al paso le han salido las posmodernas y casi diminutas cajas de hacer amigos, los celulares, con servicios satelitales de internet, videos y fotos, recados y diccionarios, que en estas ciudades israelíes pululan entre niños, jóvenes y adultos. Definitivamente le ganan a todas las otras cajas de herramientas para hacer amigos, pues con ellos se puede trasmitir para conversar, con imagen y voz, casi a cualquier parte del mundo, la estruendosa, vivaracha y retumbantemente memorable carcajada del hijo de Don José Molina y su 48


esposa Carmen, del siempre alegre Pepe Molina, cuyas risotadas salen de su propia caja de hacer amigos.

Una abuelita de Jerusalén

Esperando nuestro último autobús, Biniam y Semere de Eritrea y yo, cedemos en la parada un asiento a una abuelita israelí. Nos escucha hablar en inglés y agradece en esa lengua. A partir de ahí no paramos de conversar con ella hasta su bajada. Es judía de origen iraní, de donde su padre la trajo en 1935, siendo ella muy pequeña. Estudió en una escuela de monjas de Jerusalén donde aprendió a convivir con árabes, francesas, inglesas y mujeres de otras nacionalidades, a la vez que aprendía hebreo y las lenguas de sus amigas. Tiene cuatro hijas y ocho nietos. Por el camino nos muestra el café donde hace dos años, en una tarde como esta, tan tranquila, en un atentado suicida terrorista, murieron muchos israelíes y un palestino. Como madre y abuela que es, afirma claramente que la guerra es una desgracia “para todos ellos (palestinos) como para nosotros (israelís)”.

Me

pregunta cuándo regresaremos a nuestros países, y al saber que esta noche, se apena porque no podrá tenernos de invitados en su casa para darnos a conocer cómo viven las familias de Jerusalén, tal como ella gusta invitar a sus conocidos en encuentros casuales como éste. Una de sus reflexiones se me queda como obligación moral para compartir: “no quiero que mis nietos mueran cuando están floreciendo a sus dieciocho años, ni tampoco sus nietos”, refiriéndose a los palestinos. Algunos de sus nietos están haciendo el servicio militar de tres años, en la difusa línea del frente. Nos despedimos de esta adorable samaritana de los emigrados y peregrinos, abuelita de la esperanza, madre de la misericordia, diosa de la sabiduría ¡Shalom gran mujer!

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Pelea de viejos por una abuela

Estamos en la primera de las seis filas para revisar nuestro equipaje y documentos en el aeropuerto de Jerusalén, rodeados de esas bandas y postes que parecen de ring boxístico. Platico para distraerme, con un matrimonio de abuelos estadounidenses, cuando en eso llega el primer inspector a hacernos las preguntas de ley sobre nuestra visita a Israel y si empacamos nosotros mismos o alguien nos entregó un bultito de regalo para entregar en nuestro destino. Nos pregunta: ¿ustedes tres vienen juntos? Contesta el gringo que para mi gusto anda en 72 años: “pues si incluye a este mexicano que coquetea con mi esposa en mis narices, entonces somos tres, pero la verdad es que él viene aparte”. Se ríe abiertamente el joven inspector israelí y muy solícito ofrece: “eso lo podemos resolver de inmediato cercando un ring con estas bandas como cuerdas y que se decida a golpes quien se queda con la señora, yo soy el réferi”. El viejo ataja: “está decidido que yo voy a ganar, soy el más joven de los dos”. Reímos los cuatro de la puntada de este trotamundos que se dice “homeless”, porque el pobrecito vendió su camión– casa de verano para viajar unos meses, como lo hace todos los años. Yo me quedo en la fila con el segundo recordatorio en este viaje de los años que se me ven, y peor aún, que me remarcan con el dedo en la llaga.

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Andanzas por Valencia, Granada y Madrid (2005)

El despegue de un muchacho Estoy sentado en el avión, preparándome para la gran aventura de volar hacia Valencia. De repente llega a sentarse a mi lado un muchacho– pájaro chip chip, que como tal, no para de girar el cuello o su cintura cada medio segundo. Es un joven que desborda todo continente. Es un hiperactivo, dirían en la escuela. Es un joven con déficit de atención, dirían otros en una jerga más actual.

Cuando

está

aparentemente más calmado,

con

sus manos

indetenibles, tira un chorrito de café sobre su futbolística playera colorada. El avión se forma para el despegue y la sangre fluye por todo el cuerpo de mi vecino, confundiéndose cuerpo con playera. Mira hacia todos lados cómo el avión se dispone a operar su gran milagro. Me pregunto si no reventará en histeria por su frenético movimiento omnidireccional. Despega elegantemente el Jumbo de Iberia y con él, mi vecino se medio levanta, detenido apenas por el cinturón de seguridad, con cara de éxtasis, extendiendo y girando sus brazos hacia el frente y arriba señalando un triunfo vital. Me obliga a salir del mutismo con que lo contemplo, y a sintonizar con él en este momento expresando: ¡qué maravilla! Se siente comprendido y vuelve poco a poco a su color, con una sonrisa que ha concentrado en mí por un larguísimo segundo. Ya está ocupado en otro asunto.

Caminito de Valencia, apurándose a llegar El aeropuerto Barajas de Madrid recién se inauguró hace menos de un mes. Luce despampanante. Diseñado con arquitectura aerodinámica, su techo está formado con caparazones de gusano que parecen flotar en el aire.

Al pasar

por él para transbordar hacia Valencia, cerca de las 5 de la mañana, primero caminamos unos cuatrocientos metros, bajamos en un elevador traslúcido dos pisos extra altos, nos trepamos en un tren eléctrico por otros quinientos, subimos los mismos dos pisos con sesenta escalones esta vez a pié por no

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servir la escalera eléctrica, y ahí cerramos el sprint con trescientos metros más. Teníamos 45 minutos para transbordar, muy bien calculados por los programadores que han puesto la diferencia de minutos para llegar a cada entrada, pues poquito menos que eso nos tardamos la centena de corredores a mármol traviesa que componíamos la horda de viajeros. Nos llaman para abordar y bajamos esta vez por una corta escalera para dar con el autobús que nos conducirá al avión. Mi grupito tiene la mala suerte de que los jóvenes punteros han llenado el primer autobús, por lo que nos dejan en espera del siguiente, justo ante una puerta de cristal que no cierra, nuevecita, por la que los tres grados de temperatura del exterior se nos cuelan uno por uno, de ida y vuelta. Al minuto de no aparecer el autobús prometido, en medio del silencio, una valenciana espeta profundamente irritada: “imaginensé si una persona mayor puede hacer todo el trayecto que hemos pasado, o una mujer viajando con su pequeño hijo por nueve horas aguanta con él desde donde hemos venido”. Lo dice a un paso de nosotros, tres jóvenes madrileños, otra valenciana madura, este mexicano y el resto que espera apretado en la escalera.

Abunda: “este

aeropuerto está hecho para jóvenes ejecutivos de treinta años con una pequeña maleta por todo equipaje.” Lo dice teniendo casi enfrente a uno de esos jóvenes, elegantes ejecutivos, cada uno con su pequeña maleta o portafolios.

El casi interpelado no tiene más que asentir con la cabeza. El

otro par discretamente se echa poco a poco para atrás. Su paisana se acerca con intención de hacerle segunda. Desde mi rincón, sigo escuchando: “¿dónde han visto un aeropuerto que no tenga un solo reloj? Por mi madre que éste es el único en el mundo…” Este extranjero reserva sus energías para aguantar el aerodinámico frío que se cuela por la puerta abierta a la penumbra, evitando despotricar contra los diseñadores del aclamado portento de arquitectura del mañana, contra los operadores de hoy, o contra los españoles que aún no conoce en sus visionarios empeños.

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La mascletá: la guerra entre los coheteros de Valencia

Es un duelo a muerte entre coheteros– percusionistas, que sin piedad, golpean exaltados tus tímpanos obligándote a vibrar.

Es concierto de obuseros

debatiendo con sus armas lo que es el frenesí. Préstamo sonoro a la guerra, trasladada cinco minutos a la plaza y cielo abiertos del Ayuntamiento de Valencia. ¡Tata– tata– plan!

Retumbar paroxísmico que empuja a los pechos a desbordar los escotes. Es una

presión

megasónica

que

hace

a

los

órganos

internos

sentir

descarnadamente el exterior. Estruendosa experiencia mística a la que sólo podemos penetrar con brazos y manos abiertos, ojos cerrados y rostro elevado hacia la bóveda celeste. Paraíso de sordos y ciegos. ¡Tata– tata– plan!

Masaje expansivo y brutal, que sin manos, opera a escala unicelular, bacteriana y enzimática. Crescendo de explosiones por toda la médula cuyo eco eleva el alma hasta la euforia. Resurrección de las difuntas células cerebrales, activadas sináptica como masivamente por reverberantes ondas acústicas. Vertiginosa cadencia que transforma el habla interna y te lleva a descubrir tu rugido interior. Es un estar aquí, ver coloridamente por los oídos, oír rítmicamente por la epidermis, estrenar memorias y glándulas para sentir y conocer. ¡Tata– tata– plan!

Millonada convertida en pólvora por el mero placer de estallar colectivamente en vida, tundiendo momentáneamente al silencio y al hermetismo.

Es un

cataclismo lúdico disparado por la tradición valenciana, que reacomoda desde el mediterráneo, todas las placas continentales. ¡Tata– tata– plan! ¡Rataplán!

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En la plaza de la Virgen de los Desamparados

Son las once y media de la noche. Es un jueves cualquiera de una semana de trabajo. Deambulo por el centro histórico de Valencia buscando una taberna para escuchar jazz o blues en vivo. Asomándome a no menos de cincuenta bares, no la encuentro. Voy a dar sin rumbo nuevamente a esta plaza, que empieza a tomar un nuevo aire, con la llegada de bicicleteros, patinadores, equilibristas y tanto tríos como cuartetos de jóvenes locales y turistas adultos, que pasan en busca de un bar sobre la calle de Les Caballers. Cada quien toma sus posiciones. Los ciclistas, jóvenes de entre 15 a 20 años, saltan montados los tres anchos escalones que enmarcan la plaza de mármol. Unos patinadores colocan vasos de unixel que usan como mojoneras entre las cuales harán sus suertes a un pié, marchando de reversa, mientras otros saltan sobre una valla metálica. Un par de músicos, rumano el guitarrista, ostraveño el violinista, se plantan a interpretar para don nadie, en la esquina del Palacio de la Generalitat Valenciana, dejando frente a ellos un sombrero para que se cooperen con la canción los amparados.

Un puñado de quinceañeros

trovadores locales, se asienta para guitarrear en el pórtico del Jurado de las Aguas.

Otro grupito de güeras y güeros gringos dieciochoañeros, destapa

botellas de vino que beben a pico, repartiéndolas generosamente con expresiones como “fuck you”, sobre el jardincito norte de la Basílica. Podríamos decir: cada loco con su tema, hasta el que esto escribe. En esas observaciones estoy cuando pasa, yendo y viniendo, como quien busca algún papel útil en el suelo, un hombre maduro, suciamente vestido, un desamparado. Va tarareando y cantando “lola, te critican porque estás sola”, simula el sonido de una guitarra eléctrica: tui– tui– uiiiiiii….., suelta a diestra y siniestra frases sin tema: “Led Zeppelín, Sari de la fábrica de Bilbao, Muddy Waters, La Tropa”. Canta en inglés, blusea, pasa a un registro en castellano, brinca al valenciano, vagabundea. Ahora acaba de decir: “maldito cura, jura que no le das por el culo a los monaguillos”, Sigue su azaroso camino sin obtener respuesta, mirando al suelo. Este desamparado es el único que no está loco, en verdad tiene y sigue con su tema. La plaza de la Virgen nos da cobijo a todos. 54


El regalo de la infanta Lucy Carmona Trepo a

un autobús urbano rumbo al mar mediterráneo, de las playas de

Valencia. El único asiento libre está frente a una niña de poco más de seis años, que lee contenta y titubeante a su mamá: “en la estufa está una esfera de estambre…”. Para y acota: “antes no me gustaba leer, ahora se me da”.

Su

mamá le suelta la letanía de ventajas de saber leer, entre ellas la posibilidad de leer los cuentos de los hermanos Grimm, de Andersen. Se me cuecen las habas por entrar en su plática.

Con los ojos pido permiso a su mamá,

dirigiéndome a la niña: déjame contarte el más pequeño cuentito que conozco, aquél de Tito Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Me ha escuchado con interés. Sonríe cuando termino, y como si fuéramos viejos conocidos pasa a contarme un cuento, propiamente su versión de Caperucita Roja. La mamá nos deja ser. – Esta era una niña que vivía en el bosque. Tenía que llevarle de comer a su abuelita. Pero en el bosque vivía un lobo. Su novio no la dejó ir y así salvó a su novia de que la comiera el lobo.

Alabo su forma de contarme el cuento y le agradezco, mientras su mamá se despide y la toma de la mano para bajar. La niña me sigue explicando las razones del novio para no dejar salir a la novia, al tiempo que va bajando del autobús, centrada en nuestra plática y jaloneada del brazo por la madre.

Dejo a los psicoanalistas la tarea de destazar su cuento a la manera de Bruno Bettelheim, como a los sociólogos la reconstrucción de las formas de socialización contemporánea de las niñas, sintetizadas en la densísima creación de Lucy Carmona. Por mi parte, aprieto a mi pecho este hermoso regalo de una infanta valenciana. Antes de explorar las playas del mar mediterráneo, he encontrado mi perla.

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Partiendo de Valencia a las seis de la mañana

Con bufanda, bien enchamarrado contra el viento frío, salgo aún a oscuras del Colegio en que me hospedé, buscando un taxi en la esquina más cercana. Ahí viene uno al que le hago la parada, pero el muy libidinoso decide mejor atender a la escotada muchacha de apretados jeans, botas y playera al ombligo que se me adelanta, saliendo de no sé dónde. Volteo y está a media cuadra en la bocacalle una veintena de jóvenes conversando a voz en cuello, en pares y tercias, frente a lo que parece ser un bar que apenas cierra y los expulsa. Otros de ellos vienen zigzagueantes hacia la parada en que espero. Con más competidores imagino que ahora batallaré de más para conseguir mi taxi. Uno de los muchachos se recarga como para dormir en la banca de espera. Otra chica morenaza, con holgado abrigo bordeado de falso armiño, se acerca falando brasileiro, sola. Nada tengo para competir con esta linda chica, estoy en franca desventaja si pretende conseguir un taxi. Pero nos pasa cadereando con aires de la de Ipanema, sobre una desolada playa de asfalto valenciano. Están entrenándose estos jóvenes españoles y de todos los continentes, para el embotellamiento de marzo, para el fluir de alcoholes, sudores y aromas primaverales. Viene un taxi hacia nosotros, le hago ahora con más decisión la parada, antes de que belleza o juventud, me ganen la segunda partida.

Granadinas

Un alarife por la cuesta de Albayzín

A las cuatro de la tarde, después de haber subido y caminado un par de horas admirando la arquitectura del barrio morisco de Al– bayzín (mi casa o casa blanca), sin haber desayunado ni comido, se me antojó acallar el hambre con unos boquerones o bien unos callos cocinados

por granadinos.

Pido los

boquerones con saliva entre las quijadas, pero me aclaran que se pasó la hora 56


de platillos a la carta. Pido entonces los callos y me remarcan que tampoco hay raciones después de las cuatro. Estando en una taberna, no me queda otra que pedir una cerveza de entrada, sospechando que de tan inflexibles me servirán otra cheve de platillo principal, y las demás de postre. Me siento de cara a la puerta de salida. Me entregan una cerveza Cruzcampo, y a solas brindo por mis comadres y compadres. Al levantar la copa, veo a mi lado un muro casi lleno de fotos de equipos infantiles, juveniles y profesionales de futbol, firmados por estrellas de las patadas, algunos patrocinados por el dueño del bar. Frente a mí, cuelga una televisión apagada. Pasan de las cuatro, está la final de tenis entre Federer y Nadal y estos granadinos en lugar de verla, reservan la luz para los partidos nocturnos del Real Madrid y similares panboleros. Como discípulo de mi compadre Armando (¡salud!), veo una oportunidad para ganar o perder una cerveza, que a eso bajamos a la cancha o subimos esta loma, con riesgo. Lanzo mi anzuelo preguntando discretamente a la mesera si pueden encender la televisión, pues el mallorquí Nadal juega la final de tenis de Dubai. Ella a su vez pregunta dudosamente al patrón si se puede encender la tele, por lo que aclaro de inmediato que es Nadal quien está brillando, sin mencionar a Federer, mi favorito. Convenzo con ese gancho al mandamás y ahí toma otro giro el ambiente del bar. Primero se interesa una cliente ex– tenista que desde la barra botanea sus “tapas”. Luego un dúo de parroquianos. Más adelante el mismísimo patrón y su socio. Entre comentarios de aquí para allá y de allá para acá, me van enseñando cómo se dicen las jugadas de tenis en España. Gana Federer el primer set, manga dicen ellos. Les aliento recordándoles a mi pesar que yendo abajo, Nadal le ganó a Federer la final del masters el año pasado. Ahora me ofrecen el plato principal, otra cerveza acompañada de una tapa (¡salud esta vez por mi compadre el Sha de Al– tavista!). Segundo set, 4– 4, punto para rompimiento, para saque dicen ellos, Nadal se va arriba y gana después la segunda manga. Esa alegría colectiva me vale un postre de cerveza, ¡ahora a cuenta de la casa y “puesta en obra” con su tapa! (¡resalud!).

En eso da la hora de cerrar la

pulpería. No vale el suspenso del marcador, ni la gran casta que está sacando

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Nadal venido de menos a más. No lo creo pero sucede: a pesar de ello nos mandan a todos a la calle, eso sí, muy cortésmente. Allá Federer y Nadal que batallen, yo salgo triunfante con mi cheve de gorra, ganada a pulso, para bajar zigzagueante la cuesta de Albayzín sintiéndome un alarife de tiempos de emires, visires y califas, de esos que han dejado su alba y milenaria huella, ornamentada con azur– bermejo de Granada.

Leonel, acordeonista del mundo Huyendo del frío que rayó por momentos en hojuelas de nieve, camino tiritando por la calle Puentezuela. Solitario, en la esquina de la Placeta de Nuestro Padre Jesús del Rescate, toca un acordeonista cierta melodía francesa, sin un alma que se pare a escucharlo. Paso a su lado y sigo de largo tres o cuatro pasos, pero entonces una voz interna me detiene: ¡escúchalo un momento!, ¡acompáñalo! Me recargo en la pared de la iglesia para protegerme del frío, sacando apenas los ojos de la capucha, para verlo. ¡Es la felicidad risueña mientras toca! ¡Es todo paz y gozo! Sus manos acarician un acordeón Höhner de antaño, con teclas de marfil, que responde alegre a sus cambios de ritmo, a sus agitados tangos y a sus acompasados valses. Estamos solos en la calle vacía. Toma un descanso para platicarme, en su castellano de principiante, que en esta ciudad es raro que la gente se detenga a escuchar a quien no toque flamenco. Se siente más confortable hablando en francés y ahora dice que no le importa tanto regresar con poco dinero a su casa, como volver con profundo dolor en el corazón cuando nadie se ha dado unos momentos para escucharlo. Pregunta con extrema dulzura: ¿Por qué no amar la música, toda la música? ¡Debemos ser cultos y disfrutar todos los géneros! Leonel se llama este músico búlgaro que derrocha pasión, papá de una niña que lo espera a comer – a lo que ahora se ha convertido para mí– una tibia tardecita de domingo.

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Una pintura de la escuela holandesa Hans Memling, artista holandés de la segunda mitad del siglo XV, pintó al óleo el cuadro titulado Las Santas Mujeres, que rodean a la Virgen María en pena. Entre ellas está pintada a la extrema derecha, Nely, mi contemporánea sobrina de Tanquián (México), mostrando su recatada belleza en la capilla de los reyes católicos de esta nueva Babel, Granada. Al año, centenas de miles de personas provenientes de cualquier parte del mundo, contemplan murmurantes tan exquisita pieza de arte, admirándose en todas las lenguas.

Ella sigue

estando también aquí, entre nosotros, seis siglos después, invitándonos ahora a celebrar la alegría.

Bajo un cerezo en flor

Pasando la Medina, junto a lo que fue un barrio de alfareros y carpinteros, se yergue un precioso árbol en blanca flor, con fondo verduzco de cipreses y el amarillo– rojizo característico de la Alhambra. Casi bajo su insinuada sombra, reposa en una banca esta ancianita de por lo menos ochenta y cinco años. Intrigado por el nombre del incomparable árbol, le pregunto en castellano si me lo puede decir. Contesta en un inglés británico: –

I´m not from here.

Insisto ahora en inglés. Contesta: –

No sé su nombre, pero ¿verdad que es hermoso?

Confirmo que me encanta, nunca había visto uno así, tan aparentemente delicado pero con una fuerza de atracción que me obliga a contemplarlo desde varios ángulos, casi con reverencia. Ahora es ella quien plantea su necesidad vital, intranquila: –

Mis parientes no han regresado por mí, ¿será ésta la única

salida?

Es mi primera visita a este paraíso terrenal, ignoro sus entradas y salidas, pero su temor no me deja otra que soltar una mentira piadosa: 59


Sí, ésta es la única salida. Pero no se preocupe, si a mi salida no

han regresado por usted, me la llevo volando a México, allá vivirá usted conmigo. Suelta una agitada risita de anciana, y completa: –

En ese caso mejor le espero.

Despacio, mirando hacia atrás, resistiendo, me alejo del fulgurante cerezo en flor.

Regreso a mi tierra con la imagen viva de este cerezo andaluz y la

nostalgia por una sonriente abuelita que se me fue.

Soledades Al quinto día de viaje, sin haber platicado con una persona conocida, me digo “buenos días” al momento de despertar.

Luego me contesto “muy buenos

días”. Que lo haya hecho una vez, me sorprendió. Pero el que me haya contestado me dejó con mucha preocupación, más por no tener espejo al frente y apenas a unos cuantos días de salir de casa.

¿Cómo andaré (¿o seré?), que una

soledad pasajera me iguala a los ancianitos de las calles y autobuses de Nueva Orleáns, que platicaban animados consigo mismos? Entonces, al verlos quería explicar un fenómeno ajeno, novedoso y lejano. Ahora sé que se asoma desde esta garganta. Pronto me libera saber que en unos días estará mi familia y amigos para ahuyentar a ese hablador fantasma, al que le rechina la dentadura por las noches.

Elegante calcetín

Por el límpido aeropuerto de Granada Entre galanes que vuelan a Madrid Atrapado presumo, sin saberlo el pantalón, dentro del calcetín. Qué más da, si voy cantando La zambra gitana que aprendí. 60


Miss K Estamos esperando la salida del avión a Madrid. Saboreo aún los motetes para soprano de Mozart que hemos escuchado ayer gratuitamente en la Capilla Real de Granada. Una de las Arias decía:

Quaere superna fuge terrena, non curare reliqua, nil enim sunt. (Aspira a las cosas de cielo, Huye de lo terreno, No te preocupes del resto, Pues en verdad, nada es).

Me pregunto si esa concepción del cielo y de la tierra, absorbida en sermones y cánticos en mis tiempos de acólito me alejó desafortunadamente por tantos años del trato con niñas y mujeres. Volteo a mi izquierda conociendo el terreno y ahí está Miss K., la brillante soprano que ha interpretado anoche a Mozart. Platica ahora con un par de jóvenes sentadas a su lado. Se me antoja ir a pedirle un autógrafo, pero me asaltan los mismos temores que de niño en la primaria, para aproximarme a conversar con una niña.

A punto estaba de pararme para abordarla, cuando

intensifica su charla con las vecinas. Sigo sentado, reprimiéndome las ganas. Me animo y enseguida me detengo, con la vana idea de que ya habrá tiempo en el avión para aproximarme a ella. Me corrijo: puede quedar tan lejos de mi alcance o meterse en otra plática, o dormirse allá arriba. Mejor me le acerco de una vez. Me animo: ¡es ahora o nunca! – Miss K., ¿puede darme por favor su autógrafo? ¡Su actuación de ayer fue espléndida! Ella resulta afable, hasta platica que durante el descanso del concierto le dio tiempo de admirar los cuadros centenarios de la capilla.

Ahora va a

Copenhague para su siguiente presentación, y de ahí a Inglaterra. Su delicada 61


voz no anuncia a una soprano.

Le agradezco, regreso a mi asiento

censurándome con energía las dudas que tuve antes de acercarme a platicar con esta amable mujer. Prometo ser más valiente la siguiente vez: no me han de matar por intentar una plática. Festejo el éxito logrado con la segunda Aria del concierto: Exsultate, jubilate, ¡exultad de júbilo, vosotras almas felices! Hemos subido al avión, todo mundo se acomoda, despegamos.

Volteo

buscando a Miss K. Se ve apenas su cabellera rizada y para mi gran sorpresa, el asiento a su lado se vislumbra vacío. ¡Tengo que ganar confianza en mí mismo platicando con una artista tan afamada como sencilla! Preparo antes de pararme la primera pregunta, ¿qué tan complicado es para una soprano andar de saltimbanqui? Me levanto y casi llego hasta ella, cuando la veo respirando oxígeno, sin posibilidades de conversar. Regreso a mi asiento con la confianza hecha trizas, y las mismas dudas que tenía a los once años, para iniciar una plática con una admirada colegiala. Me malaconsejan persistentemente los versos:

Quaere superna fuge terrena, non curare reliqua, nil enim sunt.

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Final de telenovela

Bajando del metro de Madrid para dar mi único paseo por el centro, busco con ansia un restorancito para comer caliente por primera vez en cinco días ajetreados. Ahí está anunciado un cocido madrileño, especial de los jueves en una taberna, a la que me cuelo con hambre. Lo pido en la barra para admirar la exhibición de piernas ahumadas, pero me mandan a comer al fondo, donde se sirven las comidas de medio día. Voy para allá desilusionado por perder el paisaje de carnicería añeja, pero con la esperanza de lo calientito. Me sientan en una pequeña mesita para dos, con bucólicos óleos que observo mientras traen mi platillo. Oigo al lado a una joven pareja, ambos con un inglés que no me suena de ellos. Pruebo el juego de las novelas de John Le Carré, en que ensaya según el acento del hablante, posibilidades de su origen. Esta bellísima joven tiene acento de eslava, por como canta al final sus palabras. El joven, todo un vikingo, pronuncia muy claras las vocales, su inglés no es el gutural de un británico. Pelo y barba son muy colorados, como en una película de Bergman, puede ser un nórdico. Llega mi cocido en un gran plato, y en eso empiezan entre ellos a platicar de ricas comidas mexicanas. Es el momento de intervenir. Agradezco su manera de referirse a mi país regalándoles a cada quien su separador de libros de amate, pintado por indígenas guerrerenses. Lo chulean, entrando a conversar con ánimo. Me aclaran de dónde son: rusa ella, él sueco. Se han citado en Madrid por una semana, de aquí viajan a Valencia, buscando como tantos jóvenes del mundo alguna ciudad que les brinde opciones para hacer realidad su sueño de vivir juntos. Andan en los veintitrés años. Pasamos a las cosas más comunes. El es Mikal, Miguel, de Malmo, Suecia. Ella es Evelina, radicada en Moscú. Me cuenta un chiste que circulaba en su ciudad a mediados de los noventa, cuando entraron las primeras telenovelas a Rusia después de la caída del gobierno soviético, por cierto mexicanas. “Está un vendedor ambulante de casetes y discos piratas, tendidos sobre el suelo en una calle de Moscú (pensemos románticamente en la de Arbat, preferida del cantautor B. Akudyava). Llega un grupo de jóvenes tan fortachones como mafiosos de los que se apoderaron por entonces de los 63


barrios moscovitas. Unos empiezan por hacer montoncitos con la mercancía para robársela, mientras otros lo atrapan para golpearlo y quitarle el dinero. En eso uno de la mafia ve su reloj y grita con espantado apuro: ¡son ya las siete!, ¡es hora de la telenovela mexicana! En concierto, arranca volando toda la pandilla mafiosa para ir a verla, mientras el humilde vendedor ambulante recupera toda su mercancía, y salva el pellejo.” ¿No es ese el final más feliz de una telenovela mexicana?

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Paso por ciudades europeas (2008– 2009) Jugando a las perseguidas en el museo de Orsay De niños jugábamos perseguidas, un juego con canicas a ambos lados de la ahora Basílica de Guadalupe, en San Luis Potosí. Consistía en atinarle al ponche del otro, siendo obligado tirar en su dirección, hasta donde nos llevara el juego, fuera o lejos del parque, sin dejar de tirar uno al otro. El que le atinaba al ponche del contrario ganaba la cantidad acordada de canicas, ágatas de colores o ponches multicolores bajo apuesta.

Así nos fuimos jugando Sus y yo a las perseguidas con una jovencita en sus veintitantos años en el museo d´Orsay de París. Ella nos alcanzaba mientras contemplábamos una escultura, o bien nosotros la alcanzábamos mientras ella admiraba una pintura. Nos salía al paso mientras nosotros comentábamos un paisaje, o bien cruzábamos por su camino cuando se detenía ante la obra de un impresionista.

Después de un par de horas de reencontrarnos una y otra vez aquí y allá, examinando las reconocidas obras de arte del museo, con un caminar bastante más lento que los demás visitantes, era obligado abordarla tras tantas coincidencias. Eso sucedió cuando nos topamos de frente con ella, en un rinconcito oscuro donde posaba una pequeña como fina escultura que merecía más luz y espacio por su delicadeza. –– ¡Es increíble!, le comento en inglés, dudando si atino a la lengua para abordarla en Francia, aunque por su rostro me parece latina. Contesta en inglés con naturalidad y acento desconocido: –– Sí, así es. ¿Eres artista? Sorprendido por su pregunta, como halagado, aclaro lo necesario en tanto amateur de las artes plásticas.

Le devuelvo la pregunta. Resulta una

estudiante de arte en Irán que visita por segunda vez el museo y no termina de

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conocerlo todo. ¡Con tal detenimiento lo va gozando! Nazanin Sarreshteh se llama esta bella iraní que viaja sola a París para visitar sus museos. Antes de despedirnos, intercambiamos direcciones y hacemos el compromiso de enviarnos mutuamente fotografías de los museos que visitemos como de nuestras respectivas obras. Apenas una semana después de tener la fortuna de conocerla, nos envía fotos de sus impactantes pinturas al óleo y acrílicas: mujeres sin rostro, mujeres silenciadas

sobre

escenarios

vacíos.

Mujeres

sencillas,

sin

historia,

condenadas en sus ropas. Su mismo autorretrato es una denuncia al silencio impuesto, tejido en colores oscuros. Asombrados, le solicitamos autorización para compartir su arte social y nos concede hacerlo con quien gustemos. Nos envía desde allá este tesoro que libra las aduanas, las garitas, los puntos de revisión entre su país y el nuestro. Llega en valijas electrónicas, libre, esta expresión virtual de su vibrante alma persa. En el final de estas perseguidas por museos, espero continuadas, siento que ganamos todos los ponches, de todos los colores.

Una mujer de Mesopotamia

Apenas subimos al avión que nos llevaba de Copenhague a Praga, al sentarnos, sacamos chicles para proteger los oídos de la presión del vuelo. Ofrecimos uno a la vecina de asiento, con quien iniciamos un intercambio entre fuereños que iba tomando profundidad. Ferial R. se llama esta mujer madura, aguerrida, abierta, amable. Al saber que vamos de vacaciones a Praga nos advierte sobre los cuidados que debemos tener con carteristas de todo género, de los cambistas de calle y timadores; de los asaltantes de cuello blanco en las casas de cambio, como de otros tipos de parásitos de los viajeros ingenuos. Con todo, dice alegre, Praga es una ciudad en la que me siento segura, una ciudad bella y generosa. Como bienvenida, nos invita a tomar una copa en su casa, lo que cumple gustosa.

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Hace siete años, por motivos políticos que hacían por demás peligrosa su vida y la de su familia en su país, Irak, tuvo que dejarlo, con todo y casa, como sus pertenencias, para emprender un ir de aquí para allá por Europa, buscando refugio en países extraños. Como ella, dos oleadas de iraquíes han dejado atrás sus orígenes, una de cuatro y otra de tres millones de ciudadanos, muchos de ellos intelectuales, artistas, personas preparadas que no soportaron la dictadura de Saddam Hussein primero, o luego las dictaduras religiosas apoyadas por la presencia norteamericana en la región. Ahora regresa de visitar a su marido, hija y nieta que viven en un país nórdico. Su otra hija con el segundo nieto, vive en un país de medio oriente.

Ella es refugiada, trabaja en Praga. Su marido, intelectual iraquí, vive de traducir obras literarias del árabe al checo, a otras lenguas y viceversa. Está planeando regresar a su país para hacer algo por su por pueblo, considerando que sólo le quedan acaso quince años de vida. Está por hacerlo con la venia de Ferial, quien asegura lo seguirá poco después. Este es uno de los saldos de la guerra contra Irak: el exterminio de culturas milenarias. Quienes escapan de las masacres, se convierten en parias, en despatriados, que deambulan en la clandestinidad por Europa, suplicando les abran las puertas. Sobran semejanzas con los desterrados de México que se ocultan por la Unión Americana.

La guerra sin fin y los tanques que se aprestan

Los matemáticos simbolizan el infinito con un ocho acostado:

∞.

La idea es

que si avanzas con la pluma por su línea, no llegas al final, sigues avanzando sin llegar a un tope.

El genial Möbius

generó a partir de ese símbolo

(originalmente en dos dimensiones), la cinta en tres dimensiones que lleva su nombre. Cualquiera la puede construir tomando una tira de cartulina y uniendo sus extremos no como quien hace un tubo, que tiene dos “caras”, sino haciendo una torsión de la cinta, y luego pegando los extremos. El resultado es una forma topológica de una sola cara, por la que siempre avanzas sobre

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ella misma.

Tal idea fue aprovechada por Escher para pintar aquellas nueve

hormigas (Möbius Strip II) que avanzan incansables en fila sobre la cinta– estructura, pista sobre la que caminan cíclicamente sin fin. Pero otro genio desconocido para mí se sirvió de las tres ideas anteriores para plasmar sobre un alto muro de un estacionamiento sobre la calle Nádrazhi de Praga, entre la Linterna Mágica y el Teatro Nacional, una cinta de Möbius gigante sobre la que verdes tanques soviéticos transitan sin fin sobre territorio checo, representado en una cinta– carretera. Cobra significado ese mural callejero, este año 2008 en que los checos conmemoran con dolor también infinito, el acallamiento de sus ansias democráticas ante la invasión de las tropas soviéticas en el año 1968, cuyos tanques aplastaron a varios de sus jóvenes héroes del siglo pasado. Hubo que aguardar decenios para que volviera la democracia defendida por los checos con la revolución de las rosas rojas, marchando gallardos sobre el Bulevar de la Plaza Vaclavské. Un tanque soviético es ahora pieza de museo callejero, por ello identitario de la Chekia, frente al Museo Nacional que acoge la memorablia de aquellos que se prendieron fuego para levantar la conciencia de su pueblo o de los que fueron asesinados en aquél tiempo de oprobio. Vera Ĉeslavsla ganaba en esos días medalla de oro en México. En el Museo Nacional Checo se exhiben ahora sus medallas por tener el valor de no evidenciar a quienes desde Checoeslovaquia le advirtieron lo que allá pasaba mientras ella competía. Las democracias confinan los tanques a los museos y sus ciudadanos les ponen flores encima, para que al menos sirvan de jarrones. En tanto los tanques circulen por las calles, se apoderan de ellas para convertirlas en cintas sin fin de una sola cara, la de la destrucción de todo lo que en ellas habita. Ante los tanques que se aprestan se antoja cultivar rosas rojas como los checos, o blancas, como José Martí hacía, en julio como en enero.

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Madre e hija

En el desayunador del Hotel Central de Praga, junto a nosotros toman su café un par de mujeres que platican en una lengua que nos parece danés. De repente, nos aborda la mayor, muy amablemente y en inglés. – ¿De dónde son?– , pregunta. Uno qué sabe en ese momento. Con una pequeñísima pregunta como esa puede empezar una gran amistad. El punto decisivo, que muy pocos logran pasar, está en tomar la iniciativa, que unos vemos como riesgo, otros como peligro, otros como aventura, algunos más como bienvenida a un amor para toda la vida. Jinan se llama la hija, Pía la madre que nos ha abordado. Son dulces como fuertes y emotivas. Jinan nos asegura: no tengo problema con intentar conversar con extraños. Total, si a la otra persona no le parece, no contesta. Si le molesta que le haga una caricia a su bebé, ya me lo dirá, es su derecho, pero no me limito para hacerle al niño el mimo que me nace. A la mañana siguiente de nuestro primer encuentro, les regalamos unos diminutos separadores decorados en papel de amate de Guerrero. Se levanta Pía de la mesa y nos abraza. Otro tanto hace Jinan. Poco más tarde nos dice: casi lloro por el gesto que tuvieron con nosotras. Nos corresponden el regalo invitándonos a tomar una botella de vino en un bar abierto a la clara tarde de verano, sólo a una cuadra de la plaza principal de Staree Misto de Praga. Ahí le dimos vuelo a la confianza mutua, que nos hizo en poco más de una hora como amigos de hacía muchos años. Y todo empezó con una pequeña pregunta. Me corrige Sus: todo empezó con una sonrisa. ¡Salud valientes amigas!

En una banca frente a Hlavnaa Naadrazhi

La concurrida estación central de trenes praguense es un hormiguero a todas horas del día. Me dirijo a la venta de boletos preparando nuestra salida de 69


Chekia, mientras sugiero a Sus me espere en el solecito matutino frente a la estación central. A mi regreso veo que se sienta junto a Sus una pareja: ella es una guapísima mujer checa, delgada, como de un metro ochenta, en sus treinta, piel de mármol de carrara y pelo negro azabache, blusa, falda y mallas negras pegadas al cuerpo que la hacen lucir dominando la plaza. Su pareja, alto como ella y fuerte, está en otro mundo, leyendo un pasquín deportivo. En apenas dos minutos, otros tantos fulanos con pantalón y chaqueta de mezclilla desgastadas, llegan hasta ella entregando cada uno por separado una carterita de cuero negro, que les regresa tras unos segundos de pasarlas por su bolsa. Reciben a cambio cada quien un sobrecito de aluminio como de 8 por 12 centímetros. Un tercero llega y se entretiene con ella unos segundos de más. Habla checo con acento extranjero.

Recibe tres preparados en inyección

delgada de unos ocho o diez centímetros que ella saca de su voluminosa bolsa negra, la que descansa justo a medio metro de Susana.

Los tres han

desaparecido como llegaron, en unos instantes. Con tanta confianza como la de ellos, le apuro: Susanita, vámonos de aquí que espantan– como decían nuestros abuelos. Podremos admirar a millares de hermosas mujeres checas, en otras calles y plazas, sin riesgo alguno.

Arte sacro europeo (barroco) En capillas mayores y menores, en claustros y seminarios, en escaleras que conducen a púlpitos de catedrales y basílicas, en entradas a confesionarios europeos, lucen magnificentes, tallados en caoba, colados en bronce o esculpidos en mármol, prodigiosos pechos femeniles que no suelen precisar de brazos, pero que suelen estar coronados de primorosas tetas que apuntan orgullosas al cielo. A veces se repiten por pares hacia las portentosas caderas, como si no bastara uno de ellos para alucinar y aprestarse al más preclaro de los sermones. De no estar coronados, serían pares de dulcísimas ciruelas, de tan perfectos. Pero como los adornan encendidas tetas, sólo queda reconocer el exquisito gusto y tacto de los talladores de maderas preciosas alemanes y florentinos, así como el fino y voluptuoso gusto de clérigos, monjes, obispos y arzobispos que ordenaron tan cachondas obras, ciertamente sacras, que 70


aceleran la circulación de la sangre por todas las oquedades y que preparan al cerebro acelerando el flujo de testosteronas que permiten aflorar al mejor argumento, al más elocuente discurso sobre las bondades del celibato, de la abstinencia carnal y sobre los demonios de la concupiscencia. ¡Ay amantísima y mamantísima castidad!

Pacto entre extraños

Recién subidos al tren de Praga a Viena, nos vemos entre sí tres parejas que no nos separamos del maletero, cercano a las puertas de salida y medianamente retirado de nuestros asientos. Les comento: por lo visto nadie se quiere separar de sus velices. Me sigue la plática una pareja de españoles: ¡Uy! Se dan decenas de mañas para robarse las valijas de los viajeros. aprovechando cualquier descuido.

Hay quien las toma sin más,

Hay quien deja una maleta vacía en el

lugar, parecida a la que roba y toma la que ahí estaba, engañando a los confiados. El robado se da cuenta horas después al cargar una maleta vieja y vacía. En los pasillos, se para a tu lado una tipa con maleta llena de papeles, igual a la tuya y en cuanto volteas, sale con tus ropas y regalos.

Les digo que

debemos estar alertas.

El viaje será largo. Les propongo: ¿qué tal si hacemos guardias y unos se van a sentar mientras otros cuidamos? Sin darnos nombres, hacemos el pacto, distribuyendo horarios e identificando maletas y bolsas.

Está por arrancar lentamente el tren y al acercarse el boletero, brinca hacia los rieles un vivales en busca de otras presas menos comunicativas y más confiadas.

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Firenze: el azar y la necesidad

La Tratoria de Rocco está ubicada en el centro del Mercato de San Ambrogio, en Florencia. Llegamos a ella por una razón muy fuerte, esto es, por rugiente hambre y por merecida fortuna, al caminar azarosamente por los recovecos de la ciudad de las flores.

El menú como los precios de la Tratoria, nos

entusiasmaron, así que luego nos formamos para pagar por adelantado nuestras lasagnas y ensaladas. Cola equivocada, había que estar formados en otra, para ser atendidos en las mesas que están animadas por decenas de parroquianos florentinos.

Al cabo de unos minutos de merecimientos, nos

asigna un viejo alegre, bien meneado, una mesa colectiva ubicada entre otras diez, justamente al lado de la pareja que nos aventajaba en la cola. El viejo anda entre todas las mesas, bromeando a parroquianos como a meseros, cajero y cocineros, mientras corre de un lado a otro llevando cubiertos, tomando órdenes, limpiando mesas y colocando en lavaderos los trastes sucios.

Nos da la impresión de ser una persona que goza con su

trabajo y por eso no se jubila, a pesar de hacer las tareas más ingratas de la Tratoria y de sus sobrados y correosos 70 años. Llega en eso otra pareja con vestimentas muy formales que se sienta también a nuestro lado.

Pero es con la primera pareja con quien el viejo mesero

bromea cada vez que pasa, como si fueran viejos amigos de la infancia, pasándose mutuamente la mano por la cabeza, golpeándose los hombros, como escuincles saliendo a empujones de la escuela. Ante nuestras dificultades por comprender el contenido del menú, la primera vecina, pareja del cuate del mesero, nos aclara amablemente en qué consisten los platos que pensamos pedir.

En su momento les correspondemos la

cortesía deseándoles salud al primer vaso de vino que tomamos.

Les

preguntamos cómo se va a cobrar la botella de litro y medio que nos han puesto a un lado, si sólo hemos pedido un vaso. Al punto nos dan la regla: una vez abierta la botella se cobra toda completita, se tome lo que se tome. A partir de ese momento hacemos el compromiso Sus y yo de tomarnos todo lo que se pueda, esté quien esté, aunque no sean las diez de la noche. En una de sus pasadas, el mesero le reclama a la vecina: – ¿Qué haces con ese vejete? – señalando al que parece ser su marido, 72


con quien ha venido bromeando. Y continúa, mientras va sacando de su bolsa trasera un papel: – ¡Ya déjalo! Te tengo esta lista de guapos jóvenes, fuertes, que te van a divertir y servir mejor que tu decrépito anciano. Carcajeamos todos de la broma del tipo rosado y sonriente, medio doblado, casi jorobado, que habla tan veloz como pasa sirviendo, gritando para el fondo y para el frente, soltando aquí y allá una frase pícara a muchachas que atiende y que se dejan piropear por él. Le digo a mi desconocida vecina: – Es muy peligroso andar por este barrio, les dan a nuestras mujeres

consejos nada ventajosos para sus maridos…Mejor me llevo a mi mujer antes de que nos sirvan. Reímos todos, empezando a hacernos cómplices en la espera de nuestros platillos que resultan riquísimos. Más adelante, en el segundo plato, el mesero trae a mostrar con mucho orgullo a nuestra vecina de mesa, unas fotos de su gato y de las flores de su casa. Para luego le salta nuestro vecino: – Hay que estar muy viejo para dedicarse a tomar fotos al gato y a las

flores. Cuando uno se hace viejo, pierde el seso y le da por tomar fotos a las flores. En el acto me acuerdo de Maricela, nuestra hermana, que alguna vez me ha criticado lo mismo, con sorna, lanza que no he podido responder. Me repongo mentalmente del lance y aprovecho para entrar en conversación con el mesero: – Si me da su correo electrónico le comparto fotos de flores de la ciudad

de la eterna primavera, de Cuernavaca, en México, le va a encantar mi colección de fotos de flores. Revira de inmediato: – Mejor mándame

fotos de flores–

muchachas, estoy urgido de muchachas y no de

y se va corriendo a atender sus comandas, feliz como

si empezara la jornada cuando ya está por terminar a las tres de la tarde.

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Viejo lobo de mar, astuto y alegre, vivaz conversador. Ahora le mandan besos volados un par de jóvenes y bellas italianas, despidiéndose desde sus mesas. En eso nos aclaran los vecinos de mesa: – El es Rocco, dueño de la Tratoria.

Nos conocemos desde hace

muchos años y no deja de ser el mismo. Nosotros somos Carmen y Filippo, tenemos una pizzería en Signa, a 15 kilómetros de Florencia, hoy es nuestro día de descanso y hemos venido a gozar de la comida y la amistad de Rocco. Están invitados ahora mismo a visitarnos.

¿Nos

vamos? ¡Y allá vamos con ellos!

Pleito a la bolognesa (dedicado a Fer Blasioli)

Justo en el lugar más notable de la Piazza Giuseppe Verdi de Bologna, bajo su arcada principal, frente al solemne Teatro Comunale de Via Zamboni, asistimos sin pretenderlo, a una función matutina de dramaturgia mayor, a una violenta ópera no prima, protagonizada por una matrona de minifalda verde y botas altas, que en sus 55 años y su metro sesenta de altura, horrorizaba con gritos y reclamos a su grandulón hombre de cien kilos y uno noventa de altura.

Era imposible pasar por la plaza y no sentir el retumbar del eco de aquella voz voluminosa, imponente, que rebotaba sobre los muros de la plaza, hiriéndolos con su timbre.

Los cuatro cinturones de acero que reforzaban los débiles

fustes de tres columnas del portal, bajo el que se ejecutaba la vibrante perorata, estaban por derretirse. Hasta la Cerchia dei Torresotti, centenario muro sur de la plaza y límite otrora de la ciudad romana, parecía doblarse ante los embates de aquella tipa, que dominante, amenazaba a su galán – lata de cerveza en una mano y cigarro en la otra– , de qué malditas y furunculosas enfermedades se iba a morir.

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Aquél remedo de hombre de vez en cuando murmuraba para sí unas cortas frases y pucheros, que provocaban escandalosas respuestas de un vertiginoso látigo bucal.

El perro del grandulón, gigante como él, se retorcía sufriente a sus pies, tratando de proteger sus oídos como podía, de las brutales ráfagas sonoras.

En eso sonaron las campanas de la vecina iglesia de San Giacomo Magliore llamando a misa de doce, que parecieron marcar la hora para que la doña momentáneamente detuviera su ofensiva, con puntual tregua.

Lo hizo como

siempre, sólo para ir a recargar su cerveza guiness a costa de un turista inocente que prefirió compartir la suya, a escuchar una andanada de injurias por egoísta, de esa hembra de voz y saña colosales.

Por fortuna no nos vio verla. Libramos desde una columna neoclásica del Teatro Comunale, el fuego abrasante del rojo y callejero escenario operístico verdiano.

Salimos en fuga, escondidos entre los portales de cantera

bologneses, deseando paz a todos los hombres y mujeres aparejados de buena voluntad.

Verona, ¡città dell´ amore! (a Danielle Paolini del Monte Veronés)

Cansados de visitar museos y a una cuadra de la tumba de Julieta envenenada, que recién hemos visitado, encontramos un jardincito escondido tras la antigua muralla romana de Vía Pallone, que le pareció a Susana ideal para comer nuestras baguetes, acompañadas de queso de cabra y un delicioso vino Chianti. Mientras comemos, comen bajo nosotros diez palomas, veinte pasarottis y un negro mirlo. Se acerca también un joven italiano, revisando el interior de los basureros que están junto a las bancas. Alcanzo a oírle farfullar: – Qué jodidos turistas de hoy, no dejan nada para comer. Lo mismo le sucede cuando examina los otros basureros del jardín. A falta de otra cosa qué hacer, se quita los tenis para lavarse los pies cansados, bajo el 75


chorro de agua del bebedero público. desparpajadamente

en

una

banca,

expresamente contra vagos dormilones.

Se retira luego para tenderse con

estorbo

metálico

diseñado

A los cinco minutos, otros dos

vagabundos llegan en bicicleta revisando los mismos basureros, y se van sin pedazos ni migajas de comida. Intentan ordeñar sin éxito, las latas de cerveza vacías. Un minuto después, un trotante joven de fina vestimenta deportiva, se detiene en el bebedero para tomar unos sorbos de agua fresca. Poco después aparecen bajo las arcadas de la muralla, tres altos y elegantes senegaleses ofreciendo sofisticados lentes oscuros y relojes de prodigiosa imitación. Se van como llegaron, con sus amplias sonrisas por delante.

Luego, una patrulla de carabinieri se hace presente en el parque, y pide papeles al primer vagabundo italiano que yace feliz sobre su banca. Debe ser un experto en revisiones, pues les entrega tranquilo su documentación, que saca de una bolsa de nylon, y vuelve a recostarse mientras los policías intentan en vano, encontrarle un agravante. Es por demás, el tipo está en regla, es un vago profesional documentado, pepenador de cuanto alimento y bebida dejamos los turistas.

Son las tres de esta tarde adormecedora. Nuestra banquita de fierro, a diferencia de las vecinas, permite que Susana levante sus pies y haga de mis piernas su almohada. Mi Julieta anuncia que es hora de su siesta, ha tomado una abundante poción ensoñadora de Chianti.

Me deja libre, a disposición de las decenas de coloradas y güeras turistas que van bajando de veinte autobuses checos, noruegos, alemanes, eslovacos y rusos. Me hago ilusiones de escoger entre ellas alguna que no se canse de andar, ni esté picada con la ponzoña del sueño. Espero paciente a que pasen frente a mí, aclarándome los ojos y los requisitos más exigentes que les pondré para merecer mi atención. Una a una, veo desfilar ahora a docenas de ochentonas o candidatas a ancianas, unas cojas, otras sordas, unas más desdentadas o con rodillas o tobillos de fierro.

Las aparentemente más sanas rebosan de cachetes de

botox, pechos de latex o nalgas de goma, que van acomodando sobre su 76


marcha, desproporcionadas para su tembloroso e inestable equilibrio. Cuando estoy a punto de decidirme por una belleza, le chiflo un estribillo italiano de moda, lo que la hace girar hacia mí, coqueta, al tiempo que se le resbala unos centímetros una peluca amarilla sobre su cabeza calva. Aprovecho la lección para acariciar el firme cabello de mi bella durmiente.

Decepcionado por el menú, presto mejor atención al contexto.

En eso se

acerca a la banca vecina una pareja de italianos del sur, con cara de buscar algo que no encuentran. La mujer, nerviosa y desesperada, deja al esposo ahí junto, llevándose el mapa en el que trata de ubicar su destino turístico. Se sienta cansado el marido y aprovecho para preguntarle qué andan buscando. – La tomba di Giulietta– , me dice. Le explico que está apenas a una cuadra, exactamente en la dirección contraria a la que ha partido su mujer, buscándola.

Para consolarlo, le

propongo: – Como lo abandonó su mujer, eso lo autoriza para hacerse de otra. Mire, hay muchas aquí para escoger. Echó un vistazo a su alrededor, y más rápido que yo, decidió que mejor esperaba a la suya. Me dijo riendo: – Hoy celebramos el 25º aniversario de nuestra boda, no es día para dejarla por otra, menos por una de estas bisabuelas. Reímos ahora los dos, a nuestras anchas, Susana ni cuenta se dio de nuestras bromas. A la media hora, después de hacer intentos telefónicos cada vez más desesperados por localizarla, apareció su extraviada pareja de Palermo, sudorosa y de mal humor. Dio con él dejándose orientar a través del celular. Al acercarse ella, le avisa el marido que le he dado las señas para llegar a la tumba perdida. Ella se puso entonces feliz, como niña con su paleta. Lo apremia para irse de inmediato al lugar prometido en esta su fecha de aniversario. Se despide de mí, agradecida, tomándolo del brazo con lascivos augurios: – ¡Verona, città dell´ amore!

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– Certo, dell´ amore impossibile – le preciso, cerrando un ojo encubridor con su marido, y luego bajando la vista para corroborar que no me ha oído mi Giulietta.

Me resigno a esperar a que despierte, sin probar por mi parte ningún elixir, no fuera a convertirse en realidad el trágico mito shakespeariano. Bastante amargo ha sido esta tarde el trago de seleccionar fallidamente entre tantas europeas, tan antiguas como la vecina muralla romana. En eso, me siento abandonado, pues se han ido sin avisar todas mis desencantadoras divas, apoyadas con bastones y sillas motorizadas, adornadas con lentes y aparatos auditivos, abultadas con gelatinas y silicones, armadas con clavos y bisagras, forradas de peluquines y vendas.

Me da,

naturalmente, por pronunciar en voz baja, pero con pasión, al oído de Susana: – Verona, città dell´ amore… – Verona, città dell´ amore – repito para mi Giulietta.

Ahora despierta pensativa, empezando a contarme, con la cabeza aún sobre mis piernas, su sueño visionario. Reflexiona: – Cómo es liberador el sueño, ¡todo en él es posible! Unos carabinieri de lentes oscuros, subieron a su inexpugnable tanqueta a Romeo, un esbelto, guapo y sonriente senegalés, cuando lo descubrieron escalando hacia mi balcón, al fondo de un parque escondido. Las causales fueron no tener el reloj a tiempo y ostentar arrugados los documentos de identidad, que no coordinaban con sus bien planchadas vestiduras.

No era necesario pasar a interpretarlo, y sería insoportable pedir a Sus que abundara. Cumpliendo ese sueño de una tarde de verano, montescos africanos, como capuletos latinoamericanos, nos lanzamos a revivir viejos odios y rencillas. El mito estaba a punto de hacerse realidad. ¡En guardia, cavalieri!

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Oratorio

A quince pasos de la puerta principal de la iglesia de San Giacomo dell´ Orio, en el centro de Venecia, se encuentra una sex shop que exhibe a flor de calle, entre millares de andantes locales y foráneos, ropa íntima de vistosos colores morados y rojos, camisones evanescentes como vapor, calzones tan angostos como de hilo dental, condones de sabores frutales. Con sus zapatos apoyados sobre la fachada de la iglesia, tres jóvenes, dos hombres y una mujer, beben alegremente unas cervezas. En eso suena una campanada: son las diez de la mañana en Venecia. ¡Ora pro nobis, San Giacomo dell´Orio!

El miedo no navega en góndola Al primer día de nuestra corta estancia en Venecia, Susana celebró el gusto con que los gondoleros venecianos adornaban sus góndolas, enlacándolas en negro y guinda, amueblándolas con sillas talladas en maderas antiguas, y asientos forrados con telas que parecían del medioevo. Al segundo día se fijó en las ropas de los lancheros, festejando su perfecta combinación y elegancia: sombreros con mascadas en rojo vivo, ceñidas playeras con rayas horizontales en azul marino, blancos y alargados pantalones, inmaculados. Al tercer día Sus se manifestó con su tanquianero atrevimiento: le dio por chulear a los fortachones gondoleros, que calificaba como altos, musculosos, refinados, fotogénicos, guapos.

Esa misma tarde pidió fotografiarse junto a uno de

ellos. Al cuarto día, cuando se separó de mí para ojear un aparador de joyería, vi clarito cómo saltaba desde el puente de un añejo canal, hacia la borda de una góndola, que enfiló navegando rumbo a las islas vecinas. Mis gritos sonaron sordos, desesperados: – ¡Susana! ¡Susana! ¡Susana! Entonces, alguien me tomó del brazo, confortándome: – ¿Qué pasa?

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Era Susana. Le respondí, con la vista atrapada en un fondo tenebrosamente guinda, confundido y titubeante: – No hay más qué ver en Venecia, esta isla de perdición ha muerto para mí.

Una empleada doméstica en Bari

Leo la espeluznante noticia en un periódico abandonado en el tren de Venecia a Mestre. “Temiendo la denuncia en un hospital, muere desangrada una mujer en su cuarto de Bari”. Vira Orlova, ucraniana empleada recientemente como trabajadora doméstica, fue encontrada junto a un charco de su sangre. Usaba el falso nombre de Ylenia, estaba a un día de cumplir sus 40 años. Es muy probable que su muerte se haya debido a practicarse un aborto espontáneo, que temiera ser denunciada y por ello perder el empleo si llegaba a un hospital, pues había entrado clandestinamente a Italia. Los policías no encontraron entre sus pertenencias referencia alguna de sus parientes para poder avisarles. Desde otros lares me declaro en este instante tu familiar, Vira, un Orlov que ya añora tu valentía, tu coraje para enfrentar sola y en silencio, lo que es nuestra responsabilidad de pareja, de familia y colectiva. En la morgue te identifico y reclamo, Vera, más blanca y pálida de lo que fuiste, con un gesto desesperado en tu rostro y brazo, al no alcanzar tu celular, para decir adiós a tus familiares. No dio para tanto, tu brava sangre.

En la iglesia San Martino di Roma, domingo de Pentecostés

Antífona de entrada Lo spirito del Signore ha riempito l´universo, egli che tutto unisce, conosce ogni linguaggio. Alleluia

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Seis jóvenes están reunidos frente a la plaza del Popolo al pié de la puerta lateral, clausurada, de la iglesia de San Martín.

Sus acentos revelan que

aunque se comunican en italiano, no es la lengua natal de todos ellos, como lo expresan también sus rostros y aspectos.

Signore Gesù, il tuo Spirito è Spirito di amore: perdona la nostra indifferenza verso i fratelli e abbi pietà di noi. Sus vestimentas me recuerdan a los llamados “emos” que circulan en mi país, con altos peinados de colores exóticos, y con aretes en labios, barbillas, cejas y narices. Sus ropas están plagadas de metales. La gente pasa a su lado y finge no verlos.

Lava ciò che è sórdido, bagna ciò che è árido, sana ciò che sánguina.

Piega

ciò che è rigido, scalda ciò che è gélido, drizza ciò che è sviato.

A escasos seis pasos, por similar escalinata a la que ocupan regiamente estos jóvenes de negro, entramos por la puerta principal de la iglesia turistas y feligreses que nos preparamos a participar en la misa de mediodía, en Pentecostés. Está centrada en el mensaje de San Juan, que destaca la liberación espiritual de los hombres de todo aquello que les impide comprender el bien.

Cristo risorto, il tuo Spirito è Spirito di benebolenza:

perdona i nostri

comportamenti dettati dall´odio e dal disprezzo e abbi pietà di noi. Me parecen repulsivos los dientes pintados de negro de la que parece su jefa, chamaca voluminosa de escasos diecinueve años.

Llegan a su grupo dos

chicas con pechos gordos casi de fuera, dientes incisos, cabellos en fuga a los cielos, embadurnados de goma. Sus mallas son moradas y todo el resto es negro. Lo primero que hacen es dirigirse a la hembra dominante mientras se sientan a descansar como los otros, con las espaldas sobre las columnas y puerta de la iglesia, y recargadas unas sobre los otros.

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Signore Gesù, il tuo Spirito è Spirito di pace: perdona la nostra violenza e le nostre divisioni e abbi pietà di noi.

Solo un par de ellos parecen aislados, como viajando por el universo. De repente inclinan sus cuellos lentamente y los giran. Los demás les acogen en el grupo, con sus cuerpos, dejando que reposen sobre ellos. Son uno con ellos. Son de ellos.

Tutti furono colmati di Spirito Santo e cominciarono a parlare in altre lingue.

Uno de los muchachos parece árabe, otro rumano. Éste debe ser asiático. El resto parecen del centro de Europa.

La mandona y madonna, debe ser

italiana. Se dirige a todos con potente voz, le hagan o no caso. Ni origen ni lengua materna son barreras para su convivencia y cuidado mutuo, ante el desprecio u hostilidad de los otros.

Manda il tuo Spirito, Signore. Per noi, presenti a questa santa Liturgia: perché, aiutati dallo Spirito Santo, possiamo irradiare con la nostra vita la presenza del Risorto e fin d´ora inaugurare el nuovo regno. Preghiamo.

Adentro transcurre la misa. Durante la liturgia de la palabra resuena en los altavoces con toda su fuerza espiritual, el mensaje pentecostal de San Juan, que no acaba de convencernos a los asistentes como para salir y con arrepentimiento, dar cobijo, amor y comprensión a los que afuera aguardan sobre la puerta clausurada: los hijos nuestros de cada día, obra humana y divina. Tutti furono ripieni di Spirito Santo e proclamavano le grandi opere di Dio. Alleluia.

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Una tanquianera en Roma

A la entrada de las iglesias que visitamos de Roma, está indicado en varias lenguas e íconos, para las mujeres que pretenden entrar a ellas, que deben vestir respetuosamente, esto es, sin falda corta ni escotadas de hombros, cuellos o barrigas.

De hecho, en algunas iglesias hay señoras mayores

encargadas de vigilar que eso se cumpla y en otras más, hasta prestan cubiertas– vestidos para las que enseñan lo que es de buen ver.

Susana reflexiona sobre eso a la salida de la catedral de San Pedro: -

¿Por qué no nos dejan entrar a las mujeres en falda corta o escotadas si dentro de la iglesia hay muchas imágenes de mujeres en pinturas y esculturas que las muestran desnudas, o con un velito que les deja ver todo? ¿Acaso creen que están mejor que nosotras?

Eso va para la curia mundial, que se deleita con apenas parte de las bellezas del mundo que han sido, son y serán.

Acordeonistas rumanos

Anton

ya no toca más en Cluj, ahora acaricia las teclas y botones de su

acordeón para los transeúntes de Boloña. Roguemos por él, por su esposa e hijos que lo esperan en su tierra natal. Viorel Plesca, fue arrollado y muerto por un autobús en Valencia, cuando iba de regreso a su departamento de emigrante,

después de tocar en un

supermercado. Roguemos por él y por su familia que lo ha perdido irremediablemente. Ilie ya no volverá a Zalau, ahora sueña en llegar a armonizar con sus compatriotas en Madrid, mientras se encuentra varado en Granada, esperando regularizar sus documentos. Roguemos por él y por su madre que lo añora.

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Teodor, otrora el alma de Timisoara, al descansar come solitario en las jardineras de las plazas de Roma. Roguemos por él, para que se reponga de la nostalgia que lo agobia, y por su madre que le sigue calentando comida en su terruño. Ioan, corazón de Craiova, para resistir el invierno de París, ha aceptado que le paguen sus canciones con bebidas. Roguemos por él y porque consiga suficiente ropa y un albergue tibio, para soportar la frialdad humana. Augustin, espíritu musical de Satu Mare, desquiciado de hambre y por el sol de Sevilla, ha empeñado llorando su único acordeón. Roguemos por él, para que recobre el juicio y vuelva a su virtuosa vida de acordeonista ante nostálgicos viajeros e indiferentes andantes. Constantin, antes alegría de Botosani, agotado y hambriento, no resistió pasarse de copas. En su letargo, le han robado el acordeón. Roguemos por él y porque recupere su mágica forma de vida. Roguemos por la novia que lo espera en su tierra.

Roguemos también por las dolidas familias que los aguardan en Rumania, soñando volver a vivir las alegrías y tristezas que brotaban de las manos de sus hijos, ausentes ahora de bodas y bautizos, fiestas patronales y cumpleaños.

Roguemos por todos ellos, sonar sus teclados,

resoplando vibrantes como fuelles para hacer

para que les renazcan multiplicadas, energías y

esperanzas, fortaleciendo su espíritu de vida, y para que conserven su inmensa sensibilidad.

Roguemos para que los músicos rumanos regresen a casa a cantar y tocar, y para que dancen de dicha con sus amistades y seres amados.

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FIN

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