LA SONRISA ETRUSCA

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José Luis Sampedro

besa suavemente al niño y se marcha, cerrando la puerta. El viejo vuelve a oír la bisagra cómplice y sale de su escondite. «Menos mal que a ésa nunca se le ocurrirá visitarme en mi cuarto», piensa risueño. Se acerca a la cuna y se sienta en el suelo. Su cara sobrepasa justo el borde de la camita: derrama así sus pensamientos sobre la frente del niño. «Nunca más estarás solo, Brunettino mío; todas mis noches son tuyas. Tengo mucho que contarte, todo lo que te conviene saber; lo que yo tardé en aprender, pues tengo la cabeza dura, y hasta lo que no he sabido hasta ahora contigo. Tú me enseñas, que eres brujo, brujito por ser inocente, como el simple de Borbella: con sus cincuenta y cinco años sin haber tocado mujer, pero con aquellos ojos azules que te miraban y te adivinaban, te sacaban los pensamientos y los males como se saca la empolladura de las gallinas... Te dormirás con mi voz como junto a un arroyo a la sombra, no hay mejor dormir, y oye, ¿sabes que hablo muy joven? Casi como tu voz, si le hablaras a la pantalla y removieras todas aquellas culebras enloquecidas. ¡Ay, qué gusto me daría oírte! ¡Qué ganas tengo de que me hables! Seguro, tu voz es como la mía: voces compañeras, ¿verdad?... Por eso te digo cosas de hombre y no los cuentos que invento para esos profesores. Ellos la guardan en sus máquinas; en cambio tú me oyes como las ardillas desde una rama, con sus ojos como tus botoncitos, sin saber entendernos. Pero tú sí, mis palabras hacen nido en tu pechito. Algún día las recordarás de pronto; no sabrás de dónde vienen y seré yo, como tú ahora sacas de mis adentros tantos olvidos. Me traes a David, a Dunka y a los viejos pastores; de David y de Dunka te hablaré más, ¡me dieron tanta vida!, y yo sin entenderlo, sin saber ser ardilla. Ahora la rumio como mis ovejas, aquella vida; me empujas tú, removiendo mi corazón, y también que los afros me aflojan las correas. Se desparrama uno como gavilla desatada en la era. Ni que me fuesen a trillar y aventar, para sacarme el grano; como si me pisaran en un lagar para dar yo mi vino: ésa es mi vendimia, tú ya me entiendes... Voy a decirte mucho, que sepas de tu abuelo, que te lo lleves a donde yo no llegaré. Quiero ser todo lo que te falta; tu padre y hasta tu madre cada noche. Sí, hasta tu madre, ¡ya ves!, ¡cuándo hubiera pensado yo tal cosa!... No dormirás solo; yo nunca dormí solo, tuve esa suerte. Ahora sí, claro, pero a los viejos nos acompaña nuestra historia... Sí, tuve suerte. De zagal en invierno con mi madre, en verano en la montaña con Lambrino, el pobrecillo, luego en el corro de los pastores, o con los mozos, o con las vacas que acompañan tan calentito. Después, con los partisanos... Y mujeres, ¡claro! ¡Ah, las mujeres, niño mío!, tienes una al lado y aunque estés dormido la sientes ahí, con su calor, y su pelo y su piel. ¡Qué cosa es la mujer!, aunque luego te engañe o te harte, tenerla a mano es lo más grande... Mi suerte la tendrás tú, te la dejaré con esta bolsita en su tiempo. Tú ahora me la revives, se me anima contigo el corazón, resucitan los recuerdos, me arden las ansias y las ganas... Es el cariño, niño mío; que no hay palabras, no, no hay palabras...»

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