LA SONRISA ETRUSCA

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La sonrisa etrusca

Quedan sueños, sin embargo, flotando en la alcobita, conjurados acaso por lo singular de esa noche partida entre dos años, y se infiltran como visiones en el viejo dormido. Una mujer de ojos claros -tan pronto tiran a verdes como a grises- le arrastra de la mano vertiginosamente por un laberinto de callejas y es una agonía seguirla porque le falta una bota, aunque luego resulta peor, pues va sangrando, y después ya no corren: se encuentran con agua al cuello, espaldas contra una pared, frente a oscuras estatuas que, de repente, son alumbradas por focos potentísimos revelando un mofletudo rostro de angelito burlón... Luego, no sabe cómo, su pelo es muy largo y esa mujer le está peinando, lenta, muy lentamente, o quizás es otra, obligándole a estar inmóvil, y el peine sigue cuerpo abajo y le araña, se clava, le rasga el vientre mientras la extraña peinadora ríe como si el dolor fuese una broma, y le regala un pajarillo que habla, que se le posa en el hombro, que se hace muy pesado, cada vez más, y le dobla aunque se apoya en un recio cayado..., no, en el brazo de una mujer, ¿la peinadora, la otra si era otra?, no lo sabe, se inquieta... Afortunadamente, a pesar del sedante el viejo despierta a tiempo de volver a su cuarto antes de que se levante el matrimonio. Duerme luego hasta ya muy entrado el primer día del nuevo año. Andrea, sin clase por las vacaciones, le confiesa haber empezado a asustarse. -¡Bah!, es que he dormido bien. Quizás bebí anoche un poco de más. No recuerdo. Andrea sí, y se extraña: justamente el viejo no probó el vino. Pero no puede aclararlo porque el niño chilla en su cuarto y el abuelo corre a gozar de las primeras gracias infantiles.

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