Las majadillas n 12

NUMERO 12

29 JUNIO 2016

Revista de cultura, arte, historia y tradición

de los pueblos del Bajo Tietar en Avila

Guisando - Arenas de San Pedro - Candeleda - El Hornillo - El Arenal - Poyales del Hoyo -Mombeltran - Cuevas del Valle - San Esteban del Valle - Santa Cruz del Valle - Villarejo del Valle

Revista no dependiente ni adscrita a ninguna organización ni entidad privada o pública Revista de divulgación cultural y sin ánimo de lucro. Libre de publicidad o patrocinio.

Director y Editor: Miguel Camacho Camacho Redacción: Miguel Camacho Camacho, Jesús Jara García, Julio Fernando Palacios García, Cristina Nogal Blázquez y Fidel Jara Tiemblo Colaboradores: está abierta a todo tipo de colaboración y se tendrán en cuenta todos los artículos y aportaciones que se realicen dentro del ámbito de la temática de la revista.

DEPOSITO LEGAL:

Fotografía: Otto Wunderlich - 1926 FOTOTECA HISTORICA DE GUISANDO - Plaza de Guisando

“YA REVENTO EL RISQUILLO” Esta frase la pronunciaban las personas mayores de Guisando un par de veces cada año, por lo menos, entre el otoño y la primavera. Los niños la escuchábamos y no comprendíamos bien su significado. Los mayores, por su parte, no eran muy propicios a aclarar nuestras dudas y solíamos cosechar muchas evasivas. Lo más que nos contestaban era: “Siempre se ha dicho”.

Eran tiempos de grandes temporales de lluvia y nieve y de fríos inviernos, como aquella Nochebuena del año 1935, en la que cayó tanta agua que el Arroyo de la Canal se desbordó e inundó la carretera. El agua desbordada corrió carretera abajo y al llegar a la curva del camino del cementerio, que estaba deficientemente peraltada, se desvió por dicho camino y acabó dentro del camposanto.

Cuando los niños insistíamos ante nuestros mayores de antaño para que nos explicaran el significado completo de la frase del titular, siempre obteníamos la siguiente respuesta: “Mira niño la fuente del Risquillo nace al pie de una montaña, esa donde está la Choza de los Vaqueros; bueno, pues esa montaña está hueca por dentro y en su interior hay una gran laguna. Del agua de esa laguna se alimenta la fuente. Esa laguna nunca se seca, por eso la fuente mana casi lo mismo en invierno que en verano y también el agua sale siempre igual de fresca porque la laguna no recibe el calor del verano ni el frío del invierno. Cuando llueve mucho, en el otoño o en la primavera o con la nieve del invierno, el agua se filtra por la tierra y va a parar a la laguna, haciendo que el nivel del agua de la misma suba. Cuando este nivel es muy alto, el agua sale por unos agujeros que hay en medio de la falda del monte. Ese lugar y los agujeros por donde sale el agua, se conocen con el nombre de Por donde revienta el Risquillo. Si cortáramos el monte con un cuchillo muy grande nos encontraríamos con esa laguna”.

Si le preguntábamos a nuestro maestro, D. Manuel Ferrero Viana, que nos explicara aquello que nos habían contado, era muy reacio a dar una aclaración a la leyenda popular, pero yo tuve la fortuna de que una tarde, con ocasión de la clase particular que me daba, como le insistí en conocer su opinión al respecto, me dibujó en la pizarra un esquema parecido al que aparece más abajo.

Esquema imaginario de la laguna del monte de la fuente de El Risquillo

Como en Guisando los mayores decían que ya llovería poco cuando reventaba El Risquillo, le pregunté por qué dejaba de llover cuando reventaba El Risquillo y su explicación fue: “No es que tenga que dejar de llover necesariamente cuando revienta el Risquillo, sino que cuando revienta es porque ya había llovido mucho y por tanto, era previsible que dejara de hacerlo próximamente. Parece ser que cuando llueve mucho sobre una determinada zona geográfica, la humedad del aire, que está en contacto con la tierra, favorece la creación de corrientes en las capas más altas, que arrastran las nubes hacia otras latitudes.

La tierra, además guarda numerosas corrientes subterráneas de agua que se producen por el que se filtra desde la superficie y que unas veces se almacena bajo ella y producen lo que en Poyales se llaman vejigas, de consecuencias generalmente desastrosas, pues brotan de golpe al exterior y se desplazan monte abajo, arrastrando todo lo que encuentran. En otras oportunidades, esa agua almacenada brota a la superficie en forma de fuentes. De estas, unas manan durante todo el año, como la Fuente Grande, El Risquillo, etc.; otras manan solo unos días, los siguientes a la época de lluvias. Yo no me atrevo a asegurar que este último caso es el que se produce en el “reventar de El Risquillo”, pero podría ser. De todas formas, el tipo de rocas que conforman el monte donde se encuentra El Risquillo, enormes lanchones, hacen pensar en la posibilidad de que existan una o varias oquedades internas que almacenasen el agua de lluvia que se filtra. Son posibilidades, pero es lo único que te puedo decir.”

Desde aquella época he cumplido muchos años y también ha llovido no poco.

Ahora soy mayor y no consigo dar otra respuesta al hecho de que “reviente El Risquillo” cuando llueve copiosamente y durante bastantes días. Guisando, como otros tantos pueblos, está plagado de leyendas, que los mayores nos decían que eran realidades que habían ocurrido. Que se sepa, nadie se ha introducido por los huecos por donde fluye el agua, a mitad de la ladera, por lo que seguimos sin saber si la leyenda es realidad o simplemente una forma de quitarse de encima a un niño demasiado curioso, por parte de unos mayores, dados a las leyendas y de un extraordinario maestro, cansado de atender cada día a setenta alumnos de seis a catorce años.

Jesús Jara (Chuito)

Enrique Herreros, (Madrid 1903, Aliva-Picos de Europa 1977).

Dibujante, pintor, grabador, cartelista, fotógrafo, humorista, fundador de La Codorniz, escritor, cineasta, actor, montañero y sobre todo, buena persona.

Hijo predilecto de Madrid. Hijo adoptivo de Potes. Socio de Honor a título pósutmo de la Asociación de la Prensa de Madrid. Medalla al Mérito deportivo. Medalla de Oro de la Villa de Potes.

GUISANDO Guisando es el pueblo más ejemplar, mas escondido, más apoyado sobre el espaldar de Gredos. Tan montañero, que parece poseer la atmósfera misteriosa e irreal de un poblado nepalés o tibetano, de su majestad la altísima montaña del Himalaya. Está a cinco kilómetros de Arenas de San Pedro, pero tan lejano y tan personal ha llegado hasta el presente que sería una lástima que algún día tenga costillares de hormigón y remedos de párvulos rascacielos. A veces tiemblo al airear lo que mis ojos admiran por los rincones ibéricos, pero también siento pena al tener que dar todavía la razón en unos versos de Zorrilla, que dicen: “… porque tenemos de todo en nuestra Patria mas nada vemos.

Dios colocó estas sierras de maravilla, colmándolas, cual fértil oasis verde, entre las dos planicies donde se pierde La vista por los páramos de ambas Castilla: y en esta sierra tiene sus montes Gredos”.

Con la escalada del Torreón de los Galayos el 14 de mayo de 1933, nombre y pueblo de Guisando se hacen familiares al montañero. De él se parte para la escalada que obsesiona, y aunque el escalador deja a un lado lo accesorio, se le queda en la memoria, con las horas inquietas de la partida y las triunfales del regreso, la imagen de sus calles empinadas y retorcidas, limpias, adoquinadas con cantos rodados, por donde circulan pausadamente hombres de capacidad natural, cordial y sana; las casas de enjabelgadas paredes, en las que los recuadros de las ventanas, balcones y barandas, junto con los alargados y grandes bloques de las chimeneas, tienen sugerencias de un cubismo anticipado. También llama la atención la domesticidad, casi de perro faldero, de las cabras, que circulan por la calzada con la libertad y tranquilidad de las palomas en una gran ciudad. ¿Cómo pudo remansarse la vida de esa manera? ¿Cómo no se contaminaron sencillas costumbres y ritos hogareños? A menos de doscientos kilómetros de Madrid hay gentes que celebran festejos con castañas calientes y buen vino.

Contemplar Guisando es serenar el espíritu. Nunca olvidaré aquella última hora de la tarde en un primero de noviembre, cuando al acercarme al pueblo bajando del Galayar, oí el son parsimonioso de la campana de su iglesia. Me paré para escuchar mejor. Estaba en lo más umbrío del pinar. El tañido llegaba dulce, emotivo, envuelto en el sudario de la niebla; rompía a la inversa la barrera del sonido, es decir, su trémolo caminaba por los aires más despacio, pero con un fin más bello, más espiritual, más eterno.

14 de noviembre de 1953 - Diario ARRIBA

1904 — DETENCION DE UN NATURALISTA. «Hace días, D. Manuel Martínez de la Escalera, distinguido naturalista que, en tal concepto, formó parte de la Comisión del Muni, fué a Guisando en busca de insectos, y una pareja de la Guardia Civil le preguntó que qué hacia allí; él dijo lo que hacía, enseñándoles un frasco, y los guardias dijeron: .- Esas son moscas .- Como ustedes digan, contestó el Sr. Escalera .- ¿Tráe Ud. su cédula personal .- No, señor .- Eso es muy grave; y le registraron, encontrándole 64 pesetas. Les pareció á los guardias mucho dinero para ir á buscar insectos y moscas y lo detuvieron, llevándole al puesto inmediato, donde no pudo ver al teniente de la Guardia civil, quien dijo que estaba preparando su viaje y no podía recibirle. Lo llevaron después por partidas de tránsito a otro puesto, y allí tampoco estaba el teniente de la Guardia civil, pues se hallaba ausente no se si por razones de su cargo ó por otros motivos, y entonces el Sr. Escalera ofrecíó llevar en coche á los guardias que le conducían hasta donde trataban de llevarle; pero no lo consintieron, y así llegó de uno en otro puesto hasta la capital de Avila, donde la Guardia civil le presentó al gobernador. Este señor, al ver el oficio que le entregaba la Guardia civil, y en el cual no se hablaba para nada del caso, preguntó: .- ¿Qué traen ustedes aquí? .- No lo sabemos, contestaron los guardias, porque no nos han dicho nada, solamente se nos ha entregado este señor y ose oficio; y el gobernador entonces dijo: .-¿Conoce Usted á alguien en Avila? preguntó al señor Escalera. .- No, señor, contestó éste; pero puede usted preguntar a Madrid por teléfono ó por telégrafo para que le den razón de mi al Ateneo ó a mi casa, pues vivo en la calle de Núñez de Balboa. .- Bueno, respondió el gobernador, pero, entro tanto, vaya usted, bajo palabra de honor, a la inmediata casa de huéspedes. Allí lo llevó el inspector, le recibió el fondista, mirándole con cierta prevención al ver el acompañamiento que llevaba, y allí estuvo hasta el dia siguiente. .- ¿Sabe S. S. lo que me decía después el señor Escalera? Pues me decía: .- Yo he estado en el Muni, he viajado por Armenia y por Persia, y esto no me ha pasado jamás.

Aparte del hecho, yo llamo la atención del señor ministro de la Gobernación sobre esto de los indocumentados, porque hubo un tiempo en que la cédula personal era garantía de la persona; pero hoy la cédula personal no es más que el recibo de un impuesto y no puede, por tanto, considerarse que el que no tiene cédula es sospechoso de ser delincuente. ¡Qué atrocidad! ¡Mejor estaba en el Muni! diría el distinguido naturalista que buscaba insectos en Guisando y encontró Guardias civiles.

Y el casó no es único.

Hace años, en 1897, poco después de la muerte de Cánovas, fué el pintor montañés, Sr. Avendaño, a tomar apuntes en un valle de la Montaña. Le vieron pintar, y tomando los tubos de colores por explosivos, le detuvo la Guardia civil ¡por anarquista!

La ciencia y arte son aquí sospechosos, por extraños a la masa ignorante.

Solo son respetados los frailes. ¿Volvería D. Manuel Martinez por Guisando?

Investigado: Miguel Camacho

SABÍAS QUE…

Jesús Jara García “Chuito”

LLUVIA TORRENCIAL EN GUISANDO.- El día 24 de Diciembre de 1936, los fenómenos atmosféricos se confabularon para que sobre Guisando cayera el “Diluvio Comarcal”.

Durante todo el día estuvo lloviendo torrencialmente, no solo sobre el pueblo, sino también y lo que fue peor, por la sierra.

Fue tal la cantidad de agua que cayó, que el rio creció hasta alcanzar un nivel que nadie recuerda que volviera a alcanzar hasta nuestros días. Consecuencia de la enorme crecida fue que las aguas arrastraran el puente de La Bardera, que comunicaba las majadas del mismo nombre con la orilla occidental del río. También las aguas del arroyo de La Bardera arrastró el puente que unía sus dos orillas. Ambos puentes eran de madera, formados por dos muros de piedra de mampostería, sobre los que se apoyaban varios troncos de pino. Las juntas que quedaban entre los troncos se rellenaban con piedras y terrones, para evitar que las personas y los animales que los utilizasen pudiesen meter sus extremidades en los agujeros que quedaban en las mencionadas juntas.

Lo curioso del asunto es que pocos minutos antes de que las aguas del río se llevasen el puente, tres piaras de cabras le cruzaron, con sus respectivos cabreros. Parece ser que dichos cabreros estuvieron varios días soportando el temblor de sus piernas al pensar de lo que se libraron.

Por su parte, el Arroyo del Cobacho recogió tanta agua y basura, que originó un tapón en el puente de la Fuente Chica, que también era de madera y acabó llevándoselo hacia abajo. En los alrededores del puente de Llera había varios carros aparcados, entre ellos el de Daniel Garro, “Tío Perritas”. El agua que bajaba desde Los Molinillos y por el camino de la Fuente del Husero, acabó arrastrando el carro de Daniel hasta la orilla de enfrente de la Fuente Chica.

Además, era tanta el agua que bajaba por el Arroyo de La Canal o del Santo, que la alcantarilla de la carretera no podía absorberla, el agua que rebosaba de la misma bajó por la carretera y se metió por el camino del Cementerio.

Aunque el cementerio tenía unos agujeros de alivio, en su pared inferior, fue tanto el agua que le llegaba que se fue produciendo una balsa enorme, cuyo nivel fue subiendo, hasta que terminó por reventar parte de la mencionada pared. El agua que se precipitó hacia el río arrastró tres tumbas: la de Elisa Jara Blázquez, hija de Federico Jara González (“Tío Tango”) y de Genara Blázquez Blázquez; la de Mónica González Blázquez, hija de Segundo González Serrano y Valeriana Blázquez García y nieta del “Tío Gorgonio” y una tercera cuyo ocupante se desconoce.

NEVADA SOBRE GUISANDO.- El periódico de Barcelona. LA VANGUARDIA, publicó, en su página 28, dedicada a las regiones españolas, del día 26 de Enero de 1926, la siguiente noticia: Fuerte nevada. – Daños causados por los lobos. En la Sierra de Gredos ha caído una gran nevada que ha alcanzado a los pueblos de El Hornillo, El Arenal y Guisando, donde los lobos bajan a los poblados y causan daños importantes a la ganadería. El ataque de estos animales también afectó a las ganaderías de Casas del Puerto, Villa Toro, Villafranca de la Sierra y San Martín de la Vega, cuyos alcaldes solicitan al Gobierno Civil autorización para exterminarlos.

EN LA MAJADA DE UN CABRERO… Daniel F Peces Ayuso CAPITULO VI Pero antes de llegar las fiestas de invierno, había que hacer algunas tareas. Así nada más terminar las fiestas de las Nochebuenas, nada más levantarse, asearse y vestirse para desayunar unas potentes sopas canas, mientras la madre y la abuela, sobre todo la abuela, iban repartiendo los trabajos entre todos los miembros de la familia.

Al abuelo y los tres más pequeños les tocó subir a limpiar el castañar, que había quedado todo zaleado lleno de montones de erizos sin castañas que había que quemar, junto a las zarzas y demás hierbas que estaban resecas por el hielo y la escarcha.

Sus cenizas servirían además de abono. La abuela ya tenía preparado en un caldero viejo, agua mezclada con cacas de los mastines y el guisopo con el que el abuelo untaría los troncos de los castaños para librarlos de los bichos, siendo además un excelente repelente de jabalíes y demás animales salvajes… entre ellos los lobos… todo lo tenía la abuela bien colocado en un rincón del zaguán, el caldero, el guisopo, la hoz para rozar, el bieldo de hierro para remover el fuego y echar los rastrojos, zarzas y yerbajos. Y en una cesta, bien guardada en un hatillo un buen almuerzo, comida y merienda.

Al padre y a los dos hijos mayores les tocó subir a uno de los helechares, que como os decía sembraban un año de patatas y otro de centeno en uno que habían preparado en una nava a la vera de un arroyo. Y en el otro un año sembraban centeno y al otro judías pintas, blancas y carillas todas juntas pero no revueltas. Legumbres que solían salir buenísimas, ya que como todo el mundo sabía, las judías en general no son muy caprichosas con la tierra, pero si con el agua, siendo el agua fría de nieve deshelada la que les da más finura y calidad. Agua de la que en este caso disponía en abundancia. Tenían que subir a darle una vuelta de arado y de paso rebuscar las últimas patatas que hubieran quedado. También aprovecharían para abonarlo con el estiércol de las cabras, así que al menos el largo y empinado camino lo harían sentados en la yunta tirada por los dos bueyes, que en este caso era vacas, dos vacas avileñas enormes, negras y lustrosas como el azabache y con unos cuernos largos, curvos y afilados, muy afilados. Habían puesto los adrales y echado la red para sujetar la carga y también el arado, con el yugo, el timón, la reja y todas las demás piezas de los tradicionales arados romanos.

A estos tan solo les tenían preparada otra cesta con el almuerzo, la comida y la merienda, ya que todo lo demás lo tenían que hacer ellos mismos. Así que desayunaron de prisa, y mientras uno aparejaba las vacas y las uncía al carro, los otros dos, pre-

paraban los adrales y la red cargando el estiércol y los paperos que necesitaban terminando antes de que asomara la cara del nuevo sol tras las montañas de Gredos… la abuela, la madre y las hijas de esta se repartieron las tareas entre ellas sin decir nada. Pues cada una sabía lo que tenía que hacer. Las mayores, ese día ordeñaron las cabras y sacarlas a pastar al monte. La abuela y la madre cocerían la leche, y harían el queso, preparando la comida, encargándose del huerto y de las gallinas y cerdos. Las más jovencillas les tocaba ir al pilón para lavar los manteles, y ropas que se hubieran ensuciado en las fiestas, frotando y frotando con fuerza y con aquellos jabones caseros que lo limpiaban todo. Si en el clan de este cabrerillo hubiera alguna niña o niño de menos de seis años, este quedaría al cuidado de las hermanas medianas, ya que las mayores podían trabajar.

Un día como ese, en el que los hombres estaban todos fuera de casa y las mozas con las cabras en el monte, cuando la abuela era recién casada, y andaban por estas tierras unos cuatreros que robaban cabras, vacas, ovejas, caballos o cerdos. Por lo visto aquellos ladrones, que les habían estado espiando fueron a la majada del cabrerillo con malas intenciones. La abuela que como os decía estaba sola, agarró la capa de su marido que estaba ahí colgada de una percha… se caló bien calado un sombrero de ala ancha y echó mano de una escopeta que estaba siempre cargada en un arca escondida. Con estas trazas abrió el portillo de la choza, de un brinco se subió a lo alto del muro de la estanza dando dos tiros al aire. Los otros nada más verla, creyendo era el marido, echaron a correr, sin que se volviera a saber de ellos nunca más.

Así se las gastaba la abuela.

De hecho nunca subía a los helechares, porque para hacerse con uno de ellos tuvo una bronca de las de no te meneés, con un vecino que tenía otro Helechar por encima. Os lo voy a contar. Resulta que cuando llegaba el tiempo de recoger el centeno, pues subía toda la familia al completo, incluso subían las cabras hasta aquellas risqueras. No el día de la siega, que eso lo hacían el padre y los hermanos mayores.

Sino unas semanas después cuando ya está seco y dispuesto para ser trillado, separado el grano de la parva, y bajado todo el grano cosechado a buen recaudo en las tinajas de la majada. Y dejando la paja en los almiares. Estos se hacían clavando un palo en la tierra, alrededor del cual se va amontonando la paja. Cubriendo la parte superior con piedras y piornos para que la gua no pudriese un alimento vital para sus ganados sobre todo en el invierno. Ese día la madre siempre seleccionaba de aquí y

de allá pajas de centeno, unas doradas como el oro, otras verde como las esmeraldas y tras rojas como el coral… con ellas hacía gorras como era y es costumbre entre las cabreras del otro lado de la sierra. Las de los valles del Tormes y el Corneja.

Tarea que solían hacer el mismo día que sus vecinos del Helechar de más arriba.

Siempre lo habían hecho así, y antes de ellos sus padres, y antes los abuelos… el motivo era sencillo y sobre todo funcional, ya que por una parte era como una sana y divertida competición entre ambos clanes, por ver cuál de ellos terminaba antes de trillar, separar la parva, recoger el trigo, y dejar listo el almiar. Y por otra parte era una forma de ayuda mutua en casos extremos. Y os preguntaréis que casos extremos, pues sencillo, imaginad que tras un año de esfuerzos el centeno está listo para cogerse, pero en el último momento se presentan unas nubes, cosa muy habitual en el tiempo del centeno allá arriba en la alta sierra, por lo que cuando se desencadenaba una tormenta, el clan que llevaba la construcción de su almiar menos avanzada, lo dejaba y se iba a ayudar a los vecinos que tenían el suyo casi al punto de terminar. De este modo aunque el suyo se perdiera, y buena parte del heno se pudriera, podría contar con el de su vecino… pues este a buen seguro que no se negaría a vendérselo en caso de necesidad.

Pero un día, cuando la abuela subió al Helechar y vio que los de arriba habían echado el agua, empapando el centeno segado, sin pensárselo dos veces, agarró la azada y se encaminó al Helechar de los vecinos de arriba. a voces les iba maldiciendo y gritando que echaran el agua para otro lado, que les habían echado a perder el centeno. El otro, entre que estaba más sordo que un zapato, y que no se había dado cuenta que sus vecinos tenían la mies segada, se limitó a saludarla alzando la mano,, siguiendo a lo suyo. La abuela cerró el pico y cuando le tubo al alcance le echó mano a sus partes como un águila a una liebre, clavando las uñas, mientas le decía; “Quitas el agua, o te lo arranco de cuajo…” El otro entre el agudo dolor, y que no sabía por dónde le venían los tiros, no hacía más que gritar; “Pero suelta me la cosa tía loca, dónde está tu marido… no abuses aunque de que seas mujer y no te pueda poner la mano encima y dile a tu marido que venga para acá que entre él y yo aclararemos las cosas… el abuelo que estaba viéndolo todo, se quedó quietecito a cierta distancia sin hacer ni decir nada, bien conocía como se las gastaba la mujer.

Al final, el vecino como pudo echó para otro lado el agua, momento en el que la abuela le soltó la presa teniendo que pagar no sé cuantas perras, ya que el otro la denunció y tuvo que ir al juzgado donde la pusieron una multa. Eso si a los del clan de arriba nunca más se le olvidó echar para otro lado el agua sobrante en el tiempo de la siega del centeno… también tuvo sus más y menos con uno que se dedicaba a castrar los marranos.

Cuando era moza su abuelo paterno tenía una piara de guarros muy hermosa en unas dehesas por debajo del Bujho y por encima de Hontanares… y cuando iba el otro a capar los guarros y a las guarras, nadie más que ella se daba cuenta de que faltaban piezas al final de las operaciones. Y eso que no sabía ni leer, ni escribir, ni los números ni nada de esas cosas que enseñan en las escuelas o colegios. Pues ellas nunca fueron a uno de ellos. Lo que sabían lo aprendieron solas como buenamente pudieron. Por eso algunas de ellas, como la abuela del cabrerillo eran genio y figura hasta la sepultura. Y cuando estaba preparando los turros para guisarlos y comérselos con los suyos, de alguna manera sabía cuántos faltaban reclamándoselos al capaor hasta recuperarlos…

Los domingos eran un día especial para la familia, ya que se montaban todos en el carro, bueno todos no, su padre y su madre lo hacían en la yegua, para ir a misa al pueblo. Donde aprovechar para vender unos pocos quesos y cabras más que cabritos. Y es que los que podían permitírselo, que no eran todos los que vivían en los pueblos, comían carne de oveja, carnero y cabra vieja. En todas las villas y pueblos había buenas carnicerías que compraban las reses vivas a los ganaderos. El precio estaba fijado por la corona de Castilla, y aunque no era mucho era una buena forma de deshacerse de las reses viejas e improductivas. Reses que eran vendidas en las carnicerías y consumidas por los paisanos sobre todo en guisos de caldereta con patatas, pimientos o tomate según el tiempo o la temporada.

No todos los miembros del clan bajaban todos los domingos bajaban al pueblo. Alguien tenía que quedarse para atender el ganado y guardar la choza… la abuela no se perdía una misa, pero el abuelo iba una sí y al menos tres no. Lo que no se perdía era las romerías y la misa del Gallo… sus padres bajaban casi siempre y sus hermanas todas, pero los hermanos no. Tenían que quedar con las cabras. Por eso ellos bajaban para ir al baile de los sábados, quedándose hasta el baile de después de misa de los domingos. Si tenían cosas que vender o comprar salían antes, para hacer los encargos antes de la misa mayor. Dejando el carro en el ejido, y visitando a parientes y amigos antes de volver a las montañas. Era una buena forma de mantenerse informado y saber que se estaba cociendo en el pueblo o entre los suyos. Cuando visitaban a los parientes o amigos, les solían llevar algunos regalos. por ejemplo al pariente que siempre llevaba las borreguitas y la anguila de mazapán para la cena de Nochebuena, siempre que le visitaban le llevaban tres costales, uno lleno de nueces, otro de avellanas y otro de castañas, más una cántara de licor de madroño, fresas silvestres y endrinas. A uno que había militado con el padre del cabrerillo cuando entraron en quinta, siempre le llevaba un tarro grande lleno de miel… siendo queso reposado en aceite de oliva, el regalo más común para agasajar a la mayoría de visitas obligadas.

La madre y las hermanas tras la misa acudían a los pañeros y a as bordaderas, donde cuando podían mercaban lo mejor de mejor. Algunos domingos, cuando alguna de ellas había logrado reunir el dinero suficiente haciendo trabajos extras, como bordar, recolectar, guardar niños, limpiar casas, guarda ganado, etc. iban a casa de las plateras a comprarles una o dos avellanas defino oro labradas, con las que poco a poco se iría confeccionando ella misma su collar… ya que para las cabreras como os decía al principio, las joyas tradicionales todas de oro excepto las horquillas y

la botonadura de los jubones que es de plata. Complementos de lujo, y muy caros de los que cada clan disponía de al menos de un juego completo. Juego que era utilizado por todas las mujeres de dicho clan el día de su boda. Aumentándose o menguándose en función de las medidas y posibilidades de cada clan. La tradición manda que las hijas se repartan las joyas de la madre y los hijos las del padre. Así que los aderezos completos acababan repartidos entre tantas hijas como tuviera cada madre.

Por eso las mozas además de comenzar a hacerse su ajuar desde muy temprana edad, se preocupaban de hacerse al menos con una gargantilla de 334 o 36 bolas o avellanas, de las que colgaba la Venera. Más unas africanas y un par de horquillas de plata. Poco antes de casar comparaban lo que les faltara, como por ejemplo las avellanas grandes, las tembleras y los galápagos o los pendientones de Herradura o de Lazo. Joyas sin las que ninguna buena cabrera de este lado de la sierra, no podía casarse.

La madre del cabrerillo como no era de estas tierras pues no llevó los aderezos tradicionales, tampoco le hacían falta, ya que se los regaló su marido el día que fueron a pedir su mano, eso y un mantón de manila bordado todo en buena seda por las monjas adoratrices de Zaragoza. Joyas mantón que se tenia que sumar al que guardaba no solo la novia, sino la madre y la suegra de la novia, ya que como era la única hija hembra heredó todo el ajuar de su madre y sus abuelas maternas… y como su suegra no tenia hijas, buena parte de sus aderezos estaban en manos de sus hijas, al regalárselos la abuela a sus nietas par que no olvidaran cuando se fuera con los suyos tras la muerte.

Una mañana al poco de pasar las Nochebuenas, estándo el cabrerillo con el pico de cabras en compañía de su abuelo que había ido con él para seleccionar unas ramas de encina para hacer los badajos de los cencerros. Y también para recoger unos huesos de cabra que había dejado al sol en un hormiguero, para que quedaran limpios y blancos como el mármol y usarlos del mismo modo para hacer badajos pero no para los cencerros, sino para las campanillas y cascabelas… al llegar el medio día y sentarse en una lancha que dejaba el valle todo a la vista y bajo sus pies, el niño preguntó al abuelo, por qué cada año cuando mejor se lo estaban pasando y llegaba el momento de comer lo mejor de lo mejor del año, se tenía que nombrar y recordar a todos los miembros de la familia muertos.

Antes no lo os he querido contar, pues las fiestas de la Nochebuenas entre los cabreros, eran sobre todo alegres y divertidas. Pero había un momento justo en el que estando todos sentados a la mesa, el patriarca o matriarca bendicen la mesa rezando y nombrando uno por uno a los difuntos del clan. Era una costumbre muy arraigada no solo entre los cabreros, sino entre el resto de habitantes del valle, dehesa, montañas y sierra. El abuelo ante tal pregunta, miró a su nieto con una cara entre de cariño y sorpresa… luego le acarició la cabeza y le explicó la importancia de la familia. Le contó las historias que le habían contado sus abuelos, haciéndole comprender el cariño, el trabajo y sobre todo el valor de las cosas bien hechas. No en vano todo lo que

tenían se lo debían a ellos, a sus antepasados directos. De ellos fueron chozos, pastos, ganados, frutales y huertos… ellos los pusieron en funcionamiento, robándole un sitio a estas tierras indómitas y rebeldes. Aumentando los capitales recibidos generación tras generación, haciendo muchos de ellos verdaderas proezas. Como cuando se casó un abuelo de su abuelo. Entonces bastaba ser del pueblo para coger un trozo de solar público para construirse una casa. Para facilitar la construcción de nuevas casas solares, bastaba con ir al monte a por la madera y las piedras necesarias, tan solo con pagar a los alarifes, las tejas al tejero, el carpintero y al cantero. Lo demás lo hacían ellos mismos con la ayuda de sus parientes y amigos. Así aquel abuelo del abuelo de nuestro cabrerillo, que cuando se hizo la casa en el pueblo subió hasta más arriba de la Centenera, por detrás de los riscos de Las Morillas, a cortar un pino albar, cuy viga dio para hacer dos casas. Lo bueno es que lo cortaron entre él sus tres hermanos, sus dos cuñados y cinco amigos más, sin ayuda de bestia ninguna.

Ellos solitos con la ayuda de una buena merienda que les preparo la abuela del abuelo y la calabaza de buen vino de pitarra… cuando llegaron al pueblo la gente toda salía a la calle por verlos cargar con semejante pinazo ellos solitos. Ya os digo cuando sacaron la viga principal sobresalía tanto, que un amigo suyo recién casado como él, y que le había ayudado a cortarlo, pelarlo y bajarlo de la sierra al pueblo, decidió hacerse su casa al lado, compartiendo las dos casas la misma viga principal. Y con todo aún dio para hacer unas ripias con las que proteger la pared de poniente.

El cabrerillo que no había conocido a sus bisabuelos, cuanto menos a los tatarabuelos, sentía todo lo contrario gracias a las historias que sobre todo sus abuelos le contaban… por eso aun sin haberlos visto nunca, lo cierto era que sentía como si los hubiera conocido. No solo se podía imaginar, sino que los podía ver, pues los abuelos siempre decían de él y de sus hermanos que uno era igual que tal abuelo, el otro que a otro u otra tía… cuando el abuelo acabó de hablar para echarse a la pandorga un poco de queso y pan aprovechó el cabrerillo para contarle todo lo que él estaba sintiendo, explicándole a su manera que para él era como si los antepasados con nombre e historia, no estuvieran muertos… Cuando terminó de hablar el abuelo sentenció añadiendo; “Pues por eso es que los nombra para que se olviden y estén siempre como están con nosotros….” Y así se quedó la cosa, el resto del día lo pasaron como suelen pasarlo los cabreros, callados, cada uno pensando en sus cosas mientras guardaban el pico de cabras y recogían lo que el abuelo necesitaba para hacer badajos. A la hora de comer estaban a medio camino, en un praderil que se abría como la luna creciente en un recodo de la garganta. Allí hace muchos años uno de los suyos había construido un cobacho –chozo hecho íntegramente con piedras- para protegerse en caso de ser sorprendido por alguna tormenta. Ya que tiempos atrás, antes de que aquel levantara el cobacho, un rayo mató a su padre y buena parte del rebaño de cabras… desde entonces, siempre que estaban en la majada de invierno, solían

acercarse de vez en cuando para reparar los desperfectos ocasionados por la nieve y las fieras ventiscas, mientras las cabras daban buena cuenta del fino cervuno y otras hierbas que el prederíl criaba.

Mientras el abuelo revisaba el cobacho y comprobaba que todo estaba en orden, el cabrerillo se dedicó a recoger leña de piorno y enebro, preparando la lumbre en un santiamén. De las alforjas sacó unas pocas patatas, un pimiento, dos dientes de ajo, media cebolla, el aliaro con buen aceite de sus olivas y la tarra con la sal y pimentón.

Peló, lavó y tronchó las patatas, picó la cebolla y el pimiento e hizo filetes con los diente de ajo. Luego que lo tubo ordenado, puso el calderillo sobre el fuego con un generoso chorro de aceite. Echó la cebolla y el pimiento al aceite. Y tras estos las patatas removiéndolo bien unos minutos. Mientras en un mortero de esos que solo los cabreros tienen, pues solo ellos los hacían, tenía el ajo machado con un poco de orégano, perejil y sal. Cuando las patata estaban rehogadas echó con la punta de la navaja un poco de pimentón, sofriendo el guiso un poco más. Luego echó el ajo con el perejil,, orégano y sal al caldero añadiendo agua hasta cubrir las patatas. Solo entonces se sentó a descansar junto al fuego, mientras el abuelo acondicionaba una gran losa de granito que hacia siempre las veces de mesa. Siendo la sillas del mismo material.

El abuelo estaba liado metiendo piedras entre los muros del cobacho, algunas se habían desprendido y aunque no amenazaban con arruinar la construcción, había que recomponer de nuevo cualquier daño, por pequeño que este fuera. Las cabras triscaban toda la hierba que podían hasta que el sol empezó a bajar de lo más alto del cielo. Y los mastines holgazaneaban tumbados en bajo el sol frío del invierno en las montañas de Gredos. De vez en vez una banda de perdices cruzaban el cielo rozando la tierra, batiendo las alas como locas, subiendo unas y bajando otras de lo más alto a lo más profundo del valle. El abuelo le contó que un poco más arriba, en había un lugar en el que se podían cazar muchas perdices. Pues era un paso que usaban para ir de un lado de la sierra al otro y que solo él y algunos de los suyos conocían. El mismo las había cazado con la ayuda de un trasmallo pajarero fino, que aun andaba por la choza. El cabrerillo se le quedó mirando al abuelo diciéndole todo sin decir palabra. Sin embargo su mirada de decía todo, así que el abuelo le dijo, que si le ayudaba a hacer los badajos para las cabras, le enseñaría no solo el trasmallo pajarero, sino que además como se utilizaba llevándole una mañana a cazar perdices con él. El cabrerillo aceptó de buena gana, así que comió deprisa, lavó el caldero con un poco de tierra en la orilla la garganta, recogió todo en las alforjas y reuniendo las cabras comenzó a desandar la mitad del camino andado.

Llegaron a la choza con las últimas luces de la tarde. A una media legua antes de llegar a su majada, les llegó el olor delicioso de los guisos que les estaban esperando.

La luna estaba clara y serena, y desde hacía días no se había oído o visto rastro alguno de ningún lobo. Tras cerrar las cabras, ya que desde que los lobos mataron al mastín, todas dormían en la enramada, incluso el pico del cabrerillo que se enriscaba también dormían en la segura enramada… ordeñarlas y llevar la leche a su abuela y madre, se asearon poniendo a la lumbre la ropa mojada y poniéndose otra seca y limpia. En ese momento como en el del desayuno, se reunía de nuevo toda la familia, ya que el resto del día cada cual estaba fuera desempeñando sus o su tarea. En casa del cabrerillo la mayoría de las noches cenaban lo que se guisaba al medio día las mujeres que siempre quedaban en la choza. Para el día a día solían guisar unas judías blancas con oreja u otras partes del cerdo. Judías pintas con chorizo. Carillas con tomate. Carillas con arroz y liebre. Potajes en tiempos de cuaresma. Lentejas, sopas y caldos, cocido, patatas viudas, patatas revolconas.

Migas con huevos fritos y poco más.

Los días de fiesta solían hacer lo mismo, pero lo acompañaban con algún cabrito, lechón o ave de corral en el horno. En casa del cabrerillo el cabrito era un alimento común, pues sus padres y abuelos jamás escatimaron ni dudaron en matar los cabri-

tos que hicieran falta, con tal de tener a los suyos bien alimentados. A la abuela le gustaba guisarlos “A la diabla”. Esto consistía en colocarlos directamente sobre la brasas, haciéndolos lentamente, añadiendo únicamente un poco de sal. A su madre sin embargo le gustaba más guisarlos en el horno. Metidos en una buena bandeja de barro, con un poco de agua, sal y ajos. Lo metía en el horno, y cuando estaba un poco hecho lo daba la vuelta y añadía un vaso de vino blanco y un chorro de aceite de oliva y otra vez al horno. Sacándolo y metiéndolo varias veces más, para darlo la vuelta y regarlo con el abundante jugo… a el resto de la familia el cabrito les gustaba de las dos maneras, menos a la abuela y a la madre, que solo las gustaba como lo hacían cada una de ellas. Por eso cuando la fiesta era por parte de la abuela, que era la madre de su esposo, el cabrito se guisaba a la diabla, y cuando la fiesta era por parte de la madre, al horno, y aquí paz y después gloría.

Cuando se asearon y cambiaron de ropa el cabrerillo y su abuelo, se sentaron a la mesa con el resto de la familia. Hablando entre ellos de lo que les había pasado ese día, o lo que tenían que hacer al otro. Todo esto mientras la madre y la abuela, les ponían delante la cena. Unas judías estofadas de primero y tajadas de cabrito con patatas fritas de segundo. Cuando terminaron de cenar todos los reunidos, la madre sacó una cazuela llena de natillas, que apenas apoyó en la mesa, dejaron limpia como la patena. Por suerte y sabiendo que las natillas era el postre favorito de todos, la madre sacó otra cazuela más que les costó terminar, pero a la que dejaron tan limpia como la primera. La abuela por su parte mandó a una de sus nietas que la trajera un tazón a rebosar de calostros y el tarro con el azúcar, ya que ella era la única que no le gustaban las natillas, bueno si le gustaban, pero le gustaban más las suyas… además habiendo calostros, la abuela no quería ninguna otra cosa.

Tras la cena cada cual se puso a lo suyo. El abuelo y el cabrerillo se colocaron a un lado de la lumbre con todo lo necesario para hacer los badajos. El padre y los hermanos mayores salieron a dar una vuelta al ganado y beber un poco de vino en la estanza mientras planteaban las tareas pendientes u otras cosas cualquiera que les ocuparan el pensamiento… las hermanas todas recogían los cacharros usados aquel día. Y la abuela y la madre con las chiquitilla de todas cosían y bordaban el ajuar de la hija casadera con la luz de un candil y unas teas que sacaban desventrando pinos en el monte. Los demás chiquillos jugaban o dormían metidos en sus camastros, arropados hasta las orejas. A veces cuando hacía mucho frío el padre tenía que echar por encima de las mantas, las ropas de las caballerías. Esto y el hecho de que dormían todos juntos les evitaba pasar frío. Ya que entre ellos y ellas se daban calor. Y no es porque no tuvieran dinero para comprar más mantas. El problema era logístico, ya que tanto al puesto de invierno, como al de verano, solo se llevaba lo imprescindible, quedando en las casas de los pueblos buena parte de los lujos y comodidades. Pues a pesar de que los cabreros y cabreras vivían en las montañas la mayor parte del tiempo, lo cierto es que todos y todas ellas disponían de una cómoda y bien amueblada casa en el pueblo. Casa a la que acudirían en caso de necesidad, como pudiera ser en invierno más duro de lo normal.

En estos casos, cuando el invierno se presentaba muy malo, en las majadas solo quedaban los hombres más fuertes, el resto de la familia se bajaba a la seguridad y confort que ofrecen las casas del pueblo. Algunos cabreros los más ricos, podían vivir buena parte del año en sus casas, pues los ganados los guardaban otros que contrataban para tal efecto. Pero eran los menos entre los cabreros, siendo más común entre los pastores churretos y los vaqueros. CONTINUARÁ ...