11 minute read

EDUCACIÓN

Next Article
POESÍA

POESÍA

“Los juegos de nuestra infancia”

Cuando echamos la vista atrás y recordamos nuestra infancia, se entremezclan diversos sentimientos. Evidentemente, no todas nuestras vidas fueron las mismas. Las circunstancias de los que ahora están felizmente jubilados no fueron las más deseables para una niñez perfecta, ya que la guerra en algunos casos rompió en pedazos unos proyectos que se antojaban felices que les hizo pasar de la etapa infantil a la adulta sin escalas, ya que debieron asumir obligaciones para las que no podían ni debían estar preparados. Otros, en cambio, fueron más afortunados y disfrutaron una vida más acorde a la que se espera de un niño, y el desahogo les permitió acceder a bienes vetados a otros, y concretando en lo referido a los juguetes, dispusieron de algunos de los más codiciados: trenes, muñecas,... por los que suspiraban boquiabiertos los menos pudientes frente a los escaparates de las tiendas.

Advertisement

A éstos niños especialmente va dirigido este artículo, porque tendemos a superar las dificultades y a hacernos fuertes ante las más duras circunstancias, y aún careciendo de medios económicos suficientes, conseguimos sacar momentos de felicidad y juego aún con los medios más básicos e incluso sin ellos. Y además, con un poco de humor. S i hay algo asociado indefectiblemente a la niñez es el instinto del juego. Todos los mamíferos utilizan esta etapa como aprendizaje para la vida adulta, y mediante la relación con otros miembros de su raza va adquiriendo las habilidades motoras, verbales y sociales que necesitará con el tiempo. Así, para disfrutar mientras se aprende no se necesita más que un poco de imaginación. Los niños, habitualmente más torpes en las habilidades del habla, enfocábamos esta etapa hacia juegos donde primaban las habilidades físicas. “Los niños sois unos salvajes”, nos acusaban las niñas... Y no les faltaba razón: éramos una especie de máquinas primitivas que disfrutábamos corriendo, saltando como monos enfurecidos y no rehuíamos el enfrentamiento directo aunque fuese a cabezazos, en peleas con palos o a pedradas: para los que tengan dudas, a algunos aún nos quedan las cicatrices de aquellas “proezas”.

1. Juegos sin utensilios:

Para nosotros, las niñas eran unas tontas que se pasaban el día con jueguecitos inútiles: nosotros éramos hombres de acción.

Y una manera de demostrarlo era una pelea de caballeros a la antigua usanza: a lomos de briosos corceles e intentando descabalgar de su montura a cualquier malandrín que osara pretender nuestro reino.

O el “burro”, donde había que saltar sobre el susodicho, que iba creciendo a cada ronda, y donde se le humillaba “picándole” con el tacón en sus posaderas, hasta que alguno no podía saltarlo y ocupaba su lugar.

...Y qué decir del “churro” (llamado de otras formas según el lugar), donde con la famosa coletilla “¿churro, media manga o mangotero?”, un grupo de animales saltaba con saña sobre otro que, ayudado por la “madre”, intentaba, agachados y agarrados entre sí, aguantar el peso de la marabunta primera mientras intentaba adivinar la respuesta a

tan elevada pregunta..

Las niñas, más modositas, dedicaban su tiempo a juegos más inofensivos como “la gallinita ciega”, donde la que adoptaba el papel del citado plumífero, con los ojos tapados, debía identificar a la niña que tocaba y que formaba parte del corro.

Pero las niñas, menos fuertes que nosotros, pero más espabiladas, nunca querían participar en nuestros juegos (salvo raras excepciones; y entonces nos percatábamos de que las normas de estos juegos, no escritas pero que habían permanecido invariables desde el amanecer de los tiempos, cambiaban a su conveniencia, lo que nos sumía en una profunda desesperación y enfado). La conclusión era obvia: “las niñas son tontas y unas mandonas”.

Ellas, en cambio, aprovechándose de su capacidad de convicción, a veces por agotamiento, lograron que nosotros participásemos en sus actividades, como en el “corro”, donde vemos a este niño que parece suplicar con sus ojos: “¿pero es que nadie me va a sacar de aquí?” .

Tal vez alguna “niña” pueda pensar: “pues parece que se lo está pasando bien”, pero eso no es más que porque no sabéis profundizar en la compleja estructura mental masculina. Porque, a ver, ¿a quién le interesaba lo que comían los señores?. A nadie, ¿verdad?. Porque nosotros comíamos lo que pillábamos. Pues no, señor, ahí estaban las niñas, que ya entonces parecían empeñadas en que nos pasásemos con entusiasmo a la “dieta mediterránea”:

Al corro de la patata, Comeremos ensalada, como comen los señores, naranjitas y limones achupé, achupé, sentadita me quedé

y ¡venga jolgorio!: se sentaban en el suelo y reían como posesas. ¿Algún niño podía comprenderlo razonadamente?. No. Pues, no contentas con eso, nos embarcaron en proyectos igualmente inútiles, en los que, merced a esos cambios sobre la marcha de las normas, a los que antes he aludido, indefectiblemente, día sí y día también, perdíamos los niños (a no ser, claro, que no participasen ellas...).

Uno de ellos se iniciaba al grito de “Un, dos, tres, al escondite inglés”, o “al chocolate inglés” como era conocido por zonas de Al

mería y Granada.

Porque bueno, hay que reconocer que el juego, para ser de niñas, no estaba del todo mal y no era racionalmente incompatible con nuestras “capacidades”: control físico y saber contar hasta tres.

Otro de los juegos en el que podíamos participar niños y niñas conjuntamente, era el de “piedra, papel, tijera”, aunque ¡donde iba a parar!, era mucho más divertido jugar sólo entre niños: al final, siempre podías coger al otro y tirarlo al suelo y sujetarlo entre risas de los dos... y eso, con las niñas, no; vamos, que no se podía. 2. Juegos con utensilios: ¿Que los niños éramos simples?. Pues sí: para ser felices solo necesitábamos un hueso de albaricoque, frotarlo contra una piedra hasta llegar a la parte hueca y ¡ya está!: un “güito” con el que pitar hermosas melodías.

Por su parte, las niñas tampoco se sentían frustradas ante la falta de medios: un simple trozo de cordel o lana servía para elaborar prodigiosas figuras: la cuna, el espejo, los peces, la araña...

Las canicas era uno de los juegos preferidos por los niños, porque unía dos habilidades: el juego y la cerámica, al hacerlas con un poco de arcilla y dándoles una forma más o menos esférica y compacta, hasta la posterior aparición de las de vidrio.

El turno se establecía lanzando una canica propia desde un lugar determinado hasta una raya situada a unos dos metros.

En el “gua”, con distintas variantes, se trataba de conseguir las bolas de los rivales mientras se introducían en un agu

jero (el gua).

Otra variante consistía en dibujar en el suelo un triángulo o un círculo en el que cada jugador ponía una canica. Luego, y según el turno conseguido, se intentaba conseguir las de los rivales golpeándolas con la nuestra y sacándolas del dibujo.

He de reconocer, sin falso orgullo, que a los niños les gustaba horrores jugar conmigo: quizá más de uno aún conserva las canicas que me ganaron, porque, la verdad, yo no era un competidor a su altura.

Tras la irrupción de las bebidas refrescantes, podía verse en el “Teleclub” o en cualquier bar una imagen curiosa: hordas de niños entraban y recogían del suelo los tapones o “chapas”. ¿El motivo?: con ellas se podían realizar apasionantes carreras, donde había que llegar el primero al final de un sinuoso circuito trazado en el suelo sin salirse del mismo. Si en la chapa conseguías introducir, recortada, la foto de un ciclista, el realismo ya era casi total.

En días de tormenta, los más habilidosos realizaban barquitos de papel que surcaban alegremente los “ríos” que se formaban por nuestras calles... lo más habitual era que los míos, algunos incluso en el mismo momento de su botadura, se escorasen ora hacia babor ora hacia estribor, naufragaran y fueran arrastrados vergonzosamente río abajo... Esa era la misma frustración que sentía cuando se trataba de hacer aviones que, en vez de planear graciosamente en el aire, se precipitaban con determinación suicida contra el suelo.

Las niñas, por su parte, sentían una especial predilección por la “comba” que, venía acompañada, cómo no (¡qué manía!) de canciones más o menos complejas. Por ejemplo, nunca sabremos los motivos de la generosidad del cochero :

El cocherito leré / me dijo anoche, leré, que si quería, leré / montar en coche, leré. Y yo le dije, leré / con gran salero, leré no quiero coche, leré / que me mareo, leré.

ni el destino del humillado capitán escritor:

El capitán de un barco / me escribió un papel, que si yo quería / casarme con él. Le escribí una carta / en otro papel, que lo que él quería / no podía ser. Quería ser monja / de Santa Isabel y un día mi madre / lo llegó a saber. Me agarró del pelo / qué palos me dio!, ¡me cago en la carta / y en quién la escribió!, La escribió un marinerito/que de los cielos bajó, con las alas extendidas / y en el piquito una flor, y en la flor una rosita, / y en la rosita un clavel, y en el clavel una niña / que se llamaba Isabel. Isabel, Isabelita, / soy hija de un labrador, que aunque voy y vengo al campo / no le tengo miedo al sol. Yo soy una jardinera / de las flores de Alcalá. y las flores que yo traigo / nadie me las comprará.

Aunque no llegó a ser deporte olímpico, en la comba había tres modalidades según el número de participantes: - Individual. A quien Dios se la dé...

- Trío. Dos dan y una salta: - En grupo. La repanocha. Dos dan y un número variable salta a compás. ¿cuántas niñas hay?. Una pista: se cuentan los calcetines y se divide por 2:

La ganadora podía serlo por K.O. técnico (las contrincantes tropezaban con la cuerda), o por abandono (bordeando la extenuación), de las rivales.

Las niñas sobre todo, podían mostrar sus habilidades con el “boliche”: mediante un giro de muñeca había que introducir una bola atada a una cuerda en el recipiente. También podían optar por el “diábolo”: una cuerda servía para lanzar al aire una pieza que había que recoger de nuevo mientras se realizaban complicados pases y movimientos.

El juego, si nos dejamos llevar por las expresiones de estos dos pipiolos, debía su

mirte en un trance próximo al éxtasis.

Y todo un clásico: la rayuela. Con una piedra y unos números pintados en el suelo, la diversión estaba asegurada.

Por su parte, los niños de “la capital” podían disfrutar de juegos inaccesibles a los que habitábamos pueblos menores, como el billar (aunque a mí me parece que eran igual o más marrulleros que nosotros):

Pero, a pesar de nuestras limitaciones, el te lo rajasen a las primeras de cambio): mos indios o vaqueros en días alternos.

E incluso sin nada: un simple raíl o un

que podía se hacía de un trompo (aunque

O de un simple palo que, cargado de imaginarias balas nunca mataba a nadie; y éramuro nos servían para pasar el rato...

Porque entonces, incluso en aquella infancia gris, teñida de azul y rosa, alcanzamos a ser felices... y el cantante y poeta Rafael Amor ha sido uno de los que mejor han definido aquella época: Al compañero:

(.../...) Y era tanta la magia de nuestra fantasía, que la escoba dejaba su rincón de basura, la tremenda rutina de pelusas y hollines, para transformarse, sueltas al viento las crines, en aquellos centauros de inocencia y paja. Así era nuestra lucha, poblada de lirismos, donde nadie moría, donde no se perseguía jamás a los caídos, donde llegábamos en el último instante para arrancarnos de las garras feroces del enemigo... y éramos héroes; sí, héroes... héroes que, rendidos al caer la tarde, cuando mandaban tregua nuestras madres, cambiábamos la gloria por un tazón de leche. (.../...).

This article is from: