Micromundi En el museo de miniaturas las cosas parecen reales. Parecen tan perfectas, tan completas, que de tener uno la suerte de ser tan pequeño como para poder entrar en la tienda de Ruth Pollock, podría utilizar la balanza, leer uno de los libros de la estantería o poner en hora el reloj de péndulo. Eso piensa Javier, y eso sueña, cuando observa la tienda. Luego mira la peluquería, luego la farmacia. Después cambia de sala a la carrera, porque sabe lo que quiere ver, y se detiene en Pinocho y Geppetto dentro de una cáscara de pistacho. Y quiere estar allí, porque le parece que hay más vida en el interior de esas piezas que fuera de ellas. Pero queda lo mejor. En la sala 3 se puede ver lo imposible: la torre Eiffel, por ejemplo, sobre una semilla de amapola, o un convoy viajando por el espacio dentro del ojo de una aguja de coser. Cuanto más pequeño más perfecto, piensa Javier, y le pregunta a su padre cuál es la cosa más pequeña que existe. Y su padre le contesta que un átomo. Y Javier insiste: ¿y no hay nada más pequeño? Y su padre, profesor, se corrige, y le explica vagamente que si pudiéramos mirar dentro del átomo, al final, veríamos unas pequeñas cuerdas vibrando que son el origen de todo. ¿Y no hay nada más pequeño? No. No hay nada más pequeño. Javier piensa que es una pena que no exista una sala 4 con esas cuerdas encerradas en una cúpula para protegerlas, enfocadas por un microscopio potentísimo construido y adaptado especialmente para ellas. Aunque le reconforta la idea de que exista algo que no pueda ser más pequeño, que no admita otra sustancia que lo componga salvo la suya propia. Y entonces él se siente un poco cuerda. Y recuerda las matrioskas alineadas en su estantería, todas huecas excepto la más pequeña, la única pura como una de esas cuerdas. Recuerda aquella conversación con su padre, que le hizo una desacertada comparación del