Scriptamanent#2

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aeropuertos con mi bañador adentro. La vida pasa lentamente en Argentina, a ritmo de ese viejo bus que cada tarde me deja en el hogar. Concentro mis esfuerzos en apoyar a los chicos a que recuperen las asignaturas que suspendieron. Siempre hay tiempo para jugar – y perder – una partida al futbolín. Y para merendar pan untado con dulce de leche mientras hablamos y hablamos. Ya es de noche cuando salgo del hogar para regresar al hostal. Está oscuro y los chicos me dicen que tenga cuidado. Ha sido un día agotador y tengo ganas de llegar a mi habitación y darme una ducha. Cuando abro la puerta todo está patas arriba. En realidad, todo menos el ordenador portátil. Voy rápido a la maleta. No, no está. Se esfumó también el dinero de dos meses… Me siento impotente. Salgo al balcón a respirar. Al día siguiente visité una comisaría anclada en los primeros años del siglo pasado. Por lo menos, esa mañana apareció mi maleta. Menos mal que la ilusión la llevaba conmigo y no alcanzaron a robármela… Me encanta ese momento. El sol se debilita por segundos. Un vecino toca el bandoneón en la puerta de su casa. Le sonrío. Me sonríe. Llego a las puertas del colegio. Del letrero que indicaba su nombre solo quedan un par de letras. Hay un papel en la puerta. “Rogamos a los padres que traigan lejía y otros artículos de limpieza para desinfectar el Centro. La Dirección”. Los chicos salen de clase como si se tratara de una procesión, con la maestra en cabeza. Juan sale el último. Me saluda. – Estos dibujos son para vos, los pinté en el recreo. Pronto encontré un pequeño apartamento. Y mi lugar en ese mundo sureño. El calendario cada vez tiene más prisa, devorando los días. Ese sería mi peor enemigo. En mis manos estaba disfrutar cada instante. Buenos Aires me mata. Me matan sus librerías de viejo, su metro de madera, sus cafés con olor a tango. La luna vigila sus largas avenidas y los coches transitan por ellas como manadas hambrientas. Un grupo de jazz toca en la calle. Entro a un viejo 116


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