GUILLERMO FERNÁNDEZ, MELÓMANO Obertura La escena final del Don Giovanni de Mozart es uno de los momentos cumbres de la historia del arte, y con toda justicia si hay un Don Juan que haya cimbrado la memoria psíquica del espectador occidental, con una profundidad jamás imaginada por Tirso de Molina, es justamente el de Mozart. La escena está dividida en tres partes, y pasa de la comedia en la primera, al drama en la segunda y la tragedia en la conclusión. Más aún, el genio de Mozart y Da Ponte consiste, entre otras cosas, en pasar, asimismo, del nivel terrenal al inicio, al amoroso en medio, y al metafísico al final; empieza con Don Giovanni festejando sus conquistas, mientras su sirviente, Leporello, consecuentándolo, intenta también beneficiarse al nivel más mísero posible: robándole, subrepticiamente, piezas de comida y engulléndolas creyendo no ser descubierto. Acto seguido, aparece Donna Elvira, una de sus múltiples conquistas previas, quien lo confronta y le reclama por sus infidelidades, pero a Don Giovanni le tienen sin cuidados tales reproches. Ella le pide que cambie su modo de vida, pero a él no le importa, mostrando que sus pasiones son meramente terrenales, buscando sólo el placer. La aparición de la estatua del Comendador en el palacio de Don Giovanni marca el paso de lo terrenal a lo metafísico, así como la condenación del disoluto y su descenso a los infiernos, en una espectacular y pavorosa escena que precede y supera todo lo que Hollywood haya imaginado en toda su historia. Descubrí el Don Giovanni allá por el año 2000, y supongo que no hay quien, al escucharlo, no haya sentido su fuerza y contundencia musical, así como su hondura humana. No me volví un fan de la ópera, como suele suceder con los fetichistas, sino