Los «dioses» salvadores de las religiones mistéricas, los modelos arquetípicos de los cultos secretos orientales y griegos, fueron entidades carismáticas capaces de ofrecer la salvación a los hombres en términos de inmortalidad: figuras míticas y de remoto y ancestral origen, que, a pesar de su proyección arcaica, hemos situado en el periodo neolítico que contempló el nacimiento de la agricultura: encarnaciones de los procesos y fuerzas del cosmos, de la naturaleza y de la fertilidad agrícola, imprescindibles para la supervivencia material de los pueblos primitivos. «Un tipo de deidad, en definitiva, muy conocida: el dios que moría y resucitaba todos los años, y que había surgido como un espíritu de la vegetación. Un dios que adquiría profundo valor emotivo como prototipo divino del inexorable destino de los hombres, cuyo nacimiento y muerte constituían el rasgo destacado de los misterios».