DECÍAMOS AYER
Movemos los muebles para hacer que hacemos
32
33
Creamos la sección «Decíamos ayer» para abrir la posibilidad de desarrollar temas que hayan quedado abiertos en el número anterior, tanto por parte del propio autor (en este número, Isabel de Naverán; en el próximo, Roberto Fratini) como de cualquier otro que quiera establecer formas de diálogo con lo publicado. Si en el dossier del número 2 de la revista Reflexiones, De Naverán defendía que la construcción de sentido no pertenece únicamente al ámbito de la escena, sino que incluye la interpretación del espectador, aquí vemos que el espacio escénico no es una caja, mero contenedor de cosas que pasan, sino un mecanismo en presente: es justo lo que pasa, un hecho, un acontecimiento en sí mismo, un sistema de sistemas en constante interacción, juego de reflexiones en todos los sentidos de esta palabra que queremos que defina nuestra publicación. Espectáculo El eclipse de A de Amaia Urra. Foto de L. Bernaerts.
Isabel de Naverán. En el libro La película que no se ve, escrito por Jean-Claude Carrière, guionista y colaborador de Luis Buñuel entre otros, el autor se pregunta si la manipulación del tiempo organizada por el cine (las elipsis temporales, el montaje) no es una de sus obsesiones subterráneas: «suprimir el tiempo», escribe, «eliminarlo, construir una ilusión tan intensa que los espectadores dejen de envejecer y salgan de la sala rejuvenecidos». Sin duda, acceder a los logros del montaje cinematográfico y a la «ilusión» temporal que el cine proporciona ha sido la finalidad de muchas creaciones escénicas del siglo XX. Y aunque el teatro difícilmente sobrevive a esta comparación, continúa inventando nuevas estrategias que no hacen sino conducir el lenguaje escénico a un delirio cuyas consecuencias empiezan ahora a vislumbrarse. Cuando la sala La Fundición, en Bilbao, programó TLBETME = Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad (Juan Domínguez, 2003), pudimos ver cómo Domínguez, sentado frente a nosotros y en silencio, ordenaba pequeñas tarjetas sobre una mesa. Una a una y con velocidad variable según su contenido, las tarjetas se proyectaban en una pantalla gracias a un circuito cerrado de vídeo. Domínguez, vestido con traje blanco como quien acude a una cita importante, no levantó la vista. Parecía invitarnos a ocupar la silla vacía al otro lado de la mesa; una mesa diseñada por él para dos, en la que a un lado se sentaba el artista, y al otro, el espectador que estuviera dispuesto a adentrarse en sus pensamientos, a apropiárselos. Esa imagen de la mesa sirve como metáfora para lo que estaba a punto de ocurrir en nuestras mentes: una conversación íntima entre su manera de pensar y la nuestra. La invitación no podía ser más sugerente. Allí, en la oscuridad del patio de butacas, mediado por el cuerpo que forman la cámara, el proyector y la pantalla, el proceso creativo de Domínguez —sus dudas, sus deseos, sus indagaciones y preguntas—, escrito en las
tarjetas y narrado en primera persona del singular, comenzaba a ser nuestro a medida que leíamos; comenzaban a ser nuestras dudas, nuestros deseos, nuestras indagaciones y preguntas. Y es que la sencillez del dispositivo elegido (letras mecanografiadas, proyectadas siempre en la pantalla) permitía al espectador/lector ponerse en el lugar del otro de una manera tan cómoda, que resulta incluso perversa. La voz interna que oímos cuando leemos en voz baja, si bien es una voz que nos pertenece, no se corresponde con la voz que escuchamos al hablar. Esta voz intersticial es, a saber, una voz a medio camino entre nuestros pensamientos y la forma de expresión de estos pensamientos, una pre-materialización de nuestra «visión» personal de las cosas. Cuando esta voz se hace externa, se encuentra con los límites de un lenguaje torpe y a menudo opaco e impermeable. Y es que para acortar la distancia entre pensamiento y praxis es necesario recurrir a la invención. Si bien el cine, como dice Carrière, persigue suprimir el tiempo, anularlo, hacerlo desaparecer... podemos decir que la propuesta de Domínguez hace aparecer el tiempo, y el espacio, porque construye otros espacio-tiempos que son los que surgen entre la acción de mostrar las tarjetas, el tiempo de lectura de las mismas, la velocidad entre una frase y la siguiente, y los colores adjudicados a las palabras (azul, verde, rojo, amarillo) según su condición (identidad, espacio, movimiento, tiempo). Siempre tratado con humor y sentido crítico, el afán seudocientífico de Domínguez por comprender el proceso creativo, a través de fórmulas que combinan nociones de espacio, tiempo, movimiento e identidad, es comparable a la fascinación de los montadores de cine por enlazar planos inconexos y aun así mantener cierta correlación: lo fascinante no es conseguir la continuidad perfecta de un plano al siguiente, sino estirar al máximo los límites de esa continuidad, hasta que el espacio