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Bajo el título No me creas lo que te cuento, Saúl Schkolnik nos presenta una antología de cuentos absurdos e increíbles recopilados en el valle de Aconcagua. La tradición oral de la zona, unida a la gran capacidad creativa del autor y compilador, dan forma a estos relatos amenos y diversos que entretienen al lector.

No me creas lo que te cuento

Saúl Schkolnik

SAÚL SCHKOLNIK es miembro de IBBY-Chile y un destacado autor de literatura infantil. Por sus libros ha recibido diversos premios. En Ediciones SM también ha publicado ¿Hacia dónde volarán los pájaros? en esta misma colección.

No me creas lo que te cuento

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Saúl Schkolnik

A PARTIR DE 12 AÑOS

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No me creas lo que te cuento SaĂşl Schkolnik


No me creas lo que te cuento Ilustraciones: Santiago Grasso. Dirección Literaria: Sergio Tanhnuz P. Edición: María Paz Alegría M. Dirección de Arte: Carmen Gloria Robles S. Diagramación: Mauricio Fresard L. Producción: Andrea Carrasco Z. Primera edición: octubre de 2003. Cuarta edición: junio de 2010. Quinta edición: XXXX de 2013. © Saúl Schkolnik © Ediciones SM Chile S.A. Coyancura 2283, oficina 203, Providencia, Santiago de Chile. www.ediciones-sm.cl chile@ediciones-sm.cl ATENCIÓN AL CLIENTE Teléfono: 600 381 13 12 ISBN: 978-956-264-223-1 Depósito legal: 132.945 Impresión: Salesianos Impresores General Gana 1486, Santiago. Impreso en Chile / Printed in Chile No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. R001CH


Índice Mi tío Cuento tradicional 7 El libro Valentina Méndez 13 ¿Alcachofas? Saúl Schkolnik 15 El hámster Sandra Farías A. 21 Viento huracanado Saúl Schkolnik 23 La garza Myriam Vargas A. 31 Tordos en la higuera Cuento tradicional 33 La mosca Mercedes Pimentel 35 La pelota Marjorie Chávez I. 41 Siembra Saúl Schkolnik 45 Huevos numerados Sandra Farías A. 51 Subirse por el chorro Nelda Vera M. 53 Suéltame el avión Nelda Vera M. 55 La vara de álamo Nelda Vera M. 59 Un viaje mágico Viviana García 65 Ornitoloarbustología Cuento tradicional 71 Los perritos siameses Cuento tradicional 77 Un entierro peligroso Relatado por Ramón Lobos. Recopila Julia Espinoza 81 Las perdices Relatado por Ramón Lobos. Recopila Julia Espinoza 85 Una rara escopeta Relatado por Óscar Mandiola, cuentero 89 La pesca Relatado por Óscar Mandiola, cuentero 95 La goleada Relatado por Óscar Mandiola, cuentero 101 Don Guanaco Cuento tradicional 107 La ciudad perdida Cuento tradicional 115



Mi tío

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IENDO JOVEN, decidí ir a visitar al tío Horacio que vivía en las afueras de Quebrada Herrera, allá, a la orilla izquierda —viniendo de San Felipe— del río Putaendo. Debe haber sido por allá por el mes de julio... Pero no había sido el único en tener esa idea, al llegar a su casa me encontré con un montón de primos que habían tenido la misma idea. ¡Qué bien!, pensé, ésta parece que será una velada entretenida. Sin embargo, había un problema... ¡y serio! Mi tío no era un hombre rico y coincidió que en ese momento no tenía comida en la casa y carecía, además, de dinero para comprarla. —Lo siento, muchachos —nos dijo—, no sé qué hacer. Todos quedamos bastante apesadumbrados.

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Levantando en alto su brazo y con todas las fuerzas que pudo reunir, el tío hizo un arco en el aire. Un arco calculado para que el sable cercenara la cabeza del animal. Pero éste, tan escurridizo como todos los demás conejos, desapareció entre la maleza sin haber sufrido siquiera ni un rasguño. El brazo de mi tío —incluido el sable—, sin hallar la resistencia que esperaba, siguió trazando la curva proyectada... rozó el pasto, pasó por delante de las patas del caballo, comenzó nuevamente a subir, llegó al cuello… y de un solo sablazo... ¡Zas!… lo cortó. La cabeza del potro cayó rodando al suelo. Mi tío Horacio, ni corto ni perezoso, mientras la lluvia caía torrencial, saltó ágil al suelo, agarró la cabeza y aprovechando que la sangre estaba aún caliente —y, por tanto, pegajosa—... ¡plof!... la volvió a colocar enérgicamente en el cuello de la bestia que aún se sostenía en sus cuatro patas. ¡Claro!, la cabeza quedó pegada de nuevo al cuerpo, pero… decididamente ése no era el día de suerte de mi tío. Volvió a colocar la cabeza con tan mala suerte que con el apuro, la boca del caballo, abierta de par en par, le quedó para arriba, recibiendo el agua de la violentísima lluvia...

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¿Y saben qué? El pobre caballo de mi tío Horacio... con ese feroz diluvio —propio de esta zona de Quebrada Herrera— ¡que no se le haya muerto ahogado!

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El libro

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SE DÍA amanecí con muchas ganas de leer así es que decidí ir a la biblioteca del Centro Cultural de Putaendo. Estuve un buen rato mirando los libros para jóvenes, hojeándolos, hasta que encontré uno que me llamó bastante la atención y lo saqué de la estantería. Elegí aquel libro porque me pareció raro el que no tuviera título, pero, bueno... Me lo llevé a la casa. Casi de inmediato, poniéndome cómoda en mi cama, comencé a leerlo. Debo reconocer que me resultó tremendamente entretenido, así es que leí todo ese día y después seguí leyendo al día siguiente y al otro, y al otro. Muy entusiasmada —me encanta leer— me dediqué a leer toda aquella semana. El libro era apasionante. No lograba despegarme de él ni por un momento. Pasaron las semanas, luego fueron meses y, mientras tanto, yo continuaba leyendo y

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leyendo y leyendo sin detenerme. Al cabo de bastante tiempo —varios años, creo— me di cuenta de que llevaba años leyendo el mismo libro sin aburrirme. No obstante, pasados otros cuantos, seguí haciéndolo pero dejé de pensar en ello mientras leía. Volví a preocuparme de cuánto hacía que estaba leyendo aquel libro, cuando recordé que tendría que haberlo devuelto. Harán, por lo menos unos treinta años, para ser más exacta, treinta y dos años y unos meses, creo… Pero... bueno, lo más probable es que me decidiera a comprar uno nuevo para entregarlo a la biblioteca, pues éste, bastante descuajaringado, no me era posible retornarlo. En ese momento se me ocurrió también —no sé por qué extraña razón—examinar cuántas páginas eran las que tenía el dichoso libro. Para ello, comencé por buscar la última página, pero lo extraño —demasiado extraño— fue que no logré encontrarla. Siempre que llegaba hasta lo que parecía ser la última… surgía otra hoja... y otra... y otra más. Comprendí que sólo el destino —quizás la muerte, supuse— me diría cuál sería el final de mi lectura de ese apasionante e inacabable libro...

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¿Alcachofas?

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ON GERARDO me contó que había plantado alcachofas, así es que para agosto me invitaría a comer una rica entrada de alcachofas a la vinagreta y un pastel de alcachofas como plato fuerte: ¡un verdadero banquete de alcauciles, como también les dicen por ahí! Me entusiasmé. Comencé a saborear, con varios meses de anticipación, el encanto de las alcachofas. Recordaba las alcachofas a la parmesana. Me saboreaba de sólo pensar en una rica salsa americana para untar las hojas suaves y carnosas, o esos exquisitos fondos de alcachofa con salsa de atún… Así es que pensé, ¿por qué mejor no planto yo también alcachofas y así no tengo que esperar la invitación de mi compadre? Dicho y hecho. Hice arar un pedazo de mi parcela y preparé el terreno para plantar alcachofas. Iba paseando camino a Putaendo

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absolutamente inadmisibles— junto a una zanja cercana en la cual se había posado algo de agua. Porque, ahora sí, me entró la duda: ¿sería el perro el que desbarataba mi sembradío? Decidí, por ello, no descuidar mis alcachofas y me preocupé especialmente por regarlas y limpiar la maleza cercana. Así, hasta que llegó el momento de cosecharlas. ¡Lindas y carnosas se veían las alcachofas en las puntas de sus tallos! Tomé un gran canasto, lo coloque cerca de la plantación. Me puse los guantes, agarré una tijera grande y me acerqué a la primera mata. A menos de un metro, ¿saben lo que sucedió? Pues que —por razones que me son totalmente ininteligibles, abstrusas e inoportunas— sacando las raíces del suelo, como quien se arremanga los pantalones o levanta las polleras, la planta de alcachofas comenzó a correr. ¡Y lo mismo sucedió con las demás! Mata a la que yo me acercaba, mata que, enrollando sus hojas, emprendía feroz carrera. Aunque estuve toda la mañana en ello, no pude pillar ni una, ¡pero ni una sola! Por razones que, ahora sí, tengo muy claras, me vi obligado a aceptar la invitación de mi compadre Gerardo… 19


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El hámster

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UANDO ERA chica tenía una mascota. Era un hermoso y simpático hámster. Lo había llamado Sandro. Sandro siempre me acompañaba embutido en el bolsillo de mi pantalón. Para donde yo fuera, él iba. Un día, tomando mi bicicleta, metí a Sandro en el bolsillo de mi blusa —en el bolsillo del pantalón terminaría molido— y partí en ella hacia la casa de mi abuela que quedaba casi al llegar a Piguchén, bastante alejada de la de mis padres. Iba como por la mitad del camino cuando de pronto... ¡crujjj!, se me cortó la cadena dejando inútil mi vehículo. No supe qué hacer. Estaba preocupada pues no veía ninguna casa en las cercanías. Asustada, me puse a llorar. Estaba de lo mejor, sentada en una piedra, llorando, cuando el hámster bajándose de

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mi bolsillo, corrió hasta la bicicleta, se metió dentro de la rueda delantera y me llamó con su chillido habitual. Comprendí, de inmediato, lo que el animalito se proponía hacer. Me levanté, monté en la bicicleta y mientras elevaba mis pies del suelo, Sandro, mi hámster, se puso a correr por el interior de la rueda haciéndola girar y girar, logrando así que ésta avanzara. Me puse muy contenta y manteniendo la dirección y el equilibrio logré llegar, sana y salva, hasta la casa de mi abuela. Una vez allí, el hámster se bajó de la rueda, se metió nuevamente en el bolsillo de mi blusa y, muy tranquilo, se puso a dormir.

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Viento huracanado

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UANDO EL viento sopla aquí en Rinconada de Silva... sopla. No sé cómo habrá sido en Putaendo o en San Felipe, seguramente mi esposa me lo contará cuando vuelva. Fue a San Felipe a hacer varias diligencias y también a buscar a los niños al colegio. Debiera estar de vuelta entre la una y cuarto y la una y media. Los niños salen de clases a la una en punto. Mientras tanto, yo me había quedado en la cama aquejado por un fuerte dolor de cabeza y algunos problemas estomacales. (Afortunadamente ya estoy de vuelta, así es que podré usar el baño si fuese necesario…¿No sé si me comprenden? No, supongo que no. En fin, ya lo irán haciendo). Todo comenzó como a las doce. Más bien pasaditas las doce, pienso yo. Fue entonces cuando se desató una tormenta de lluvia y viento, aunque debo reconocer que ya estaba bastante nublado. Fue 23


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recorrimos el espacio aéreo del Océano Índico y llegado a Australia, pues al cabo de ese tiempo vi asomarse, por el borde de mi terraza, la cabeza de dos o tres curiosos canguros que seguramente dieron saltos fenomenales para mirar —¡tan intrusos que son!— qué era aquello que pasaba por sobre sus cabezas. Uno de ellos —el primero que había saltado— logró incluso, posarse sobre una de las terrazas. ¡Qué contrariedad! No obstante, la fuerza del viento era de tal magnitud que hizo que el pobre canguro —que había subido a la casa en el extremo occidental de Australia—, volara por los aires y fuera a caer de vuelta a tierra en el extremo oriental de la gran isla. Por suerte, pues, ¿qué hubiera hecho yo con un canguro brincando por mi casa? Desgraciadamente no pude ver, durante los diez minutos que duró el paso por aquella enorme isla continente, ni un ornitorrinco… ni siquiera un koala. Supe de inmediato que había llegado al Océano Pacífico, y para más detalles, al Pacífico sur, por la música polinésica, muy parecida a la de la Isla de Pascua, imposible de no reconocer. Aproveché los siguientes veinte minutos para recostarme nuevamente y pensar en todo lo que me estaba sucediendo, veinte minutos 27


que transcurrieron al agradable ritmo y son de dichos cantos, los que fueron desapareciendo, al tiempo que el vendaval se iba, aunque lentamente, calmando. A lo lejos, desde mi ventana pude, ¡por fin!, divisar las costas del continente americano, más concretamente, la costa de Chile, y más específicamente aún, a Papudo, balneario que reconocí desde lejos y sobre cuya caleta debo haber pasado volando pues sentí ese olor tan característico a pescado fresco. Pero aquella fue una visión fugaz, ya que en no más de un minuto, volábamos por el valle del Aconcagua. Fue en esos momentos cuando percibí que el viento aminoraba decididamente y que la tempestad seguía su camino dejándome abandonado en algún lugar del valle. Entonces me levanté y comprobé con no poca alegría que, ¡oh, maravilla!, la casa se había posado, luego de casi una hora de vuelo, exactamente en el mismo, pero en el mismísimo lugar —Rinconada de Silva—, milímetros más, milímetros menos de los cuales había sido arrancada, y con tan buena suerte además, que los sistemas de alcantarillado, agua, electricidad y teléfono de la casa quedaron de inmediato automáticamente conectados. En unos cuantos minutos más llegarán 28


mi señora y mis hijos de vuelta de San Felipe. Si les cuento que acabo de dar la vuelta al mundo... ¡capaz que no me crean!

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La garza

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YER SALÍ a caminar a orillas del río, a admirar los paisajes y respirar a todo pulmón el aire limpio de mi pueblo. A ponerme en contacto directo con la pródiga naturaleza que nos circunda. Y ver el lento y escaso hilo de agua que corre entre las piedras y pensar en la estupidez de la que hacemos gala los humanos que, con indiferencia, vemos que los recursos imprescindibles para un sano vivir, como lo son el agua, el aire limpio, la tierra, se van perdiendo por desidia, inconsciencia, o por último, afán de negar a los demás lo que se niega a sí mismo: amor. El peso de todas las blandidas con que llenamos el diario vivir me abrumaba, me apenaba profundamente. Así, agobiada, dolorida por la carga de la culpa compartida, me senté en lo que parecía una singular piedra grande. Unos segundos después estaba en el aire.

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¡Era una garza que, molesta con mi peso, había emprendido el vuelo! Me afirmé con fuerza en las plumas de sus alas y, pasado el susto, empecé a dirigir su vuelo hacia el lugar donde habíamos estado. Por supuesto que ese rápido aprendizaje de dominio de la situación, inesperada para ambas, tuvo el doloroso precio de muchas plumas desprendidas, como lo pude comprobar luego del aterrizaje forzoso. Tantas le saqué que tuve que llevar mi improvisado avión a mi casa y alimentarla nada menos que con…¡con tres kilos de maíz al día mientras vuelve a ser capaz de volar!

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Tordos en la higuera

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I VECINO, don Prudencio, tenía una higuera. Siempre llegaba una bandada de tordos a comerse las brevas. Mi vecino, aburrido y furioso con los hambrientos pájaros, decidió poner cimbras en dicho árbol, a fin de cazar a los incómodos tordos. Pensado y hecho. Trepó al árbol y comenzó a amarrar en las ramas, cerca de las brevas, los fierros de enganche, dejando los lazos hábilmente colocados en el follaje de la higuera. Agotado, bajó y, tendiéndose a los pies del árbol, se durmió profundamente. Al rato, fue despertado por el grito de los tordos que en enorme cantidad habían invadido la copa de la higuera. Muy pronto, decenas de pájaros habían sido apresados por las trampas en el árbol. Don Prudencio, olvidando las cimbras

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que había colocado se levantó y agarrando la higuera comenzó a agitarla en un intento desesperado por espantar a las molestas aves. Éstas, ahora amarradas al árbol, al echar a volar con demasiado ímpetu, desarraigando la higuera, la levantaron por los aires. Pero junto con la higuera, levantaron a mi vecino que no atinaba a soltar el tronco. Ya en el aire, el hombre gritaba furioso: —¡Suelten el árbol, pájaros de moledera…! ¡Vuelvan a dejar la higuera en su sitio...! ¡No me lo van a creer! Los tordos lo soltaron, en efecto, pero lo hicieron en el último de los cerros de Putaendo hacia la cordillera, en el cerro donde ellos acostumbran a dormir.

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La mosca

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ABÍA UNA vez una mosca que tenía la costumbre de volar con la boca abierta. Su mamá siempre le decía: —¡Cierra la boca, niña, que se te puede entrar un humano! Pero la mosca era muy porfiada. No le hacía caso. Un día, aprendió un nuevo estilo de vuelo. Ahora volaba de espaldas. Sacudía sus alas de atrás para adelante dejando sus patas rectas hacia arriba. Hizo una pirueta en espiral y como llevaba la boca (como de costumbre) tan abierta, se tragó a un señor de sombrero que pasaba por allí. La pequeña mosca continuó su vuelo más lento y más pesadamente que lo habitual. Se preocupó. —¡Mamá! —gritó —, ¿qué hago?, ¡me tragué un humano! —Te lo dije, porfiada —afirmó la mamá—. 35


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Ven acá para darte unos golpecitos en la espalda. La mosca tosió y tosió. ¡No hubo caso! El hombre no salía... Desesperada, la mamá la llevó donde el doctor Zumbido. Un mosco grande, de anteojos blancos y delantal verde. —¿Cómo te sientes, pequeña? —preguntó el doctor. —¡Ay, ay, ay! doctor, siento mi intestino muy pesado —respondió débil. —A ver señora, ¿su hija ya pone huevos? —¡Pero doctor! ¿No ve que es una niña aún? —se indignó la mamá. —¡Hum! Eso aumenta el desastre. Si pusiera huevos sería más fácil sacarlo. El mosco comenzó a pasearse nerviosamente. De aquí para allá y de allá para acá. —Será mejor que consulte con mis colegas —dijo finalmente. Emitió un par de silbidos y zumbidos. Al instante, estaba lleno de moscos y moscas el lugar. Entre ellos se encontraba un experto en moscología digestiva. El doctor Zumbido se dirigió a él: —El caso de esta señorita, colega, es grave, ¡se ha tragado un humano! Por su corta edad aún no pone huevos, lo que complica la situación —explicó. 37


más de tanta mantequilla. Así y todo, hizo un esfuerzo y terminó por comérsela toda. —¡Muy bien, chiquita! —la animó el experto—. Ahora camina hacia arriba por la pared. Llegas al techo y bajas... y vuelves a subir. Así, la mantequilla cubrirá totalmente al humano que tienes dentro. La pobre mosca, a duras penas cumplió con lo solicitado. Total, ahora venía lo bueno: comer azúcar. Comió y comió casi sin darse cuenta. Sacudía las alas de vez en cuando feliz y complacida. Los doctores trataban inútilmente de reprimir su naturaleza de moscos al observar el éxtasis en que se encontraba su paciente. Se saboreaban y salivaban sin pudor. Cuando el azúcar se mezcló con la mantequilla, su intestino hirvió. Todo su cuerpo comenzó a temblar. La pequeña mosca empezó a devolver todo lo comido. Almíbar y más almíbar. Aceite y más aceite. Un buen golpe en su tórax y el hombre salió disparado, aún con su sombrero puesto, embetunado, sí, en azúcar y mantequilla. La mamá mosca —que había encontrado la manera de zafarse del guardia— llegó justo para compartir la alegría y los aplausos de los médicos que disfrutaban con la acrobacia de la mosquita que ahora volaba con sus alas muy pegadas al cuerpo y la boca bien cerrada. 40


La pelota

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ESPUÉS DE haber sido los ganadores del Campeonato Regional de Fútbol, el prestigioso Club Deportivo Los Amigos de Granalla, tuvo el honor de ir a jugar la final nacional de fútbol amateur, nada menos que al Estadio Nacional de Santiago. Cuando llegó el día fijado para dicho evento, a las 13:30 horas en punto para ser más precisos, partieron, jugadores con barra y todo —entre los cuales estaba yo—, rumbo a la gran ciudad. Apenas llegamos al estadio, los jugadores se dirigieron a los vestidores para equiparse, mientras los de la barra nos instalábamos en un sector de la galería reservada para los granallinos. El estadio estaba lleno. Gente de todas las regiones había acudido a ver aquellos importantísimos partidos. Se competía por los primeros cuatro

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lugares del campeonato. Ya se habían decidido el tercero y cuarto... faltaban el primero y segundo que era, justamente, el que los granallinos disputarían. La multitud, ansiosa, vociferaba para que los equipos ingresaran al campo de juego. En medio de ese griterío, escuché la voz del locutor anunciando la entrada de los jugadores a la cancha. Entregó la formación técnica y saludó a los presidentes y autoridades de los equipos profesionales presentes en el estadio. Los jugadores —y tampoco nosotros— no podían creer que este partido fuera tan importante para el fútbol nacional. Sin que me diera cuenta, el partido había comenzado.

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El equipo contrario comenzó dominando el juego. En una excelente maniobra el jugador estrella de nuestro club logró recuperar el balón y avanzar hasta el área enemiga. Ya frente al arco y estando a punto de convertir el gol le “bajó el nerviosismo” de la ocasión. Con un feroz puntapié lanzó la pelota que voló por sobre el arco… por sobre la galería… por sobre el borde exterior del estadio... con rumbo desconocido. Tan inesperado fue el hecho que, como no se contaba en el estadio en ese momento con otra pelota, hubo de suspenderse el partido. Muy tristes volvíamos todos a Putaendo en nuestro bus cuando, al ir descendiendo, pasado el túnel Chacabuco, un jugador de

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pronto gritó: —¡Miren... una pelota rodando por la ladera! El bus se detuvo y todos corrimos hacia el balón. ¿Me creerían si les digo que era la mismísima pelota que había salido del estadio? Y aunque no me lo creyeran, pues, ¡sí lo era! Aquella tarde sólo nos quedó una duda: ¿la pelota habría pasado por encima de la cuesta de Chacabuco o por dentro del túnel?

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Siembra

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Í, SEÑORA. Mi nombre es José. José a secas. Claro que todos me dicen Pepón, pero eso, señora, es algo que no me gusta mucho. Por algo me pusieron José y no me pusieron Pepón. ¿No cree? ¿Qué quiere que le diga? Yo sé que tenía fama de ser el tonto del pueblo, y además, ¡tengo cara de tonto! Pero así me echaron Dios y mi maire al mundo. Por eso todos en el pueblo se burlaban de mí. Hasta los cabros chicos que me perseguían cuando salía de mi casa y me tiraban cosas y me gritaban: —¡Ahí va Pepón el tonto! ¡Ahí va Pepón el tonto!... Y yo les decía: yo no me llamo na’ Pepón, me llamo José, que es el nombre con que me dieron el bautizo. Pero ellos no me hacían caso... Aunque, claro que todo esto no viene al caso. Usté, señora, quiere averiguar cómo fue que me hice rico, ¿no es así? Y por qué ahora

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¡Pero señora!... como se ve que usté’ no sabe na’ de cosas del campo. El mismo don Fulgencio me confidenció que si yo plantaba las rabadillas, como a los tres meses iba a tener una montonera de chanchitos tan re’ lindos como los de él. ¡Señora! Ya le dije que tengo cara de tonto, pero la pura cara no má’… Usté parece que no me cree... Mire, pa’ seguir con mi’storia le estaba diciendo que me fui al río, ubiqué un terrenito y me puse a trabajar altiro. Cien piedras tuve que levantar. ¿Pa’ sacarlas? No pu’ señora, pa’ plantar las cien colitas de chancho. Levantaba una piedra, colocaba una de las rabadillas y volvía a taparla con la piedra. Levantaba otra... y así hasta que planté las cien colitas. Según lo que me había explicado don Fulgencio, no hacía falta arar, ni regarlas, ni echarle abono, ni ninguna de esas cosas... sólo sembrar con cuidado las colitas y sentarse a esperar. Así lo hice… y me fui pa’ la casa. Como al mes de haberlas plantado cada colita había empezado a echar cuerpo y como a los dos meses yo ya tenía en mi terrenito cien cerditos lo suficientemente crecidos como pa’ llevarlos al mercado y venderlos. 48


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¡Y eso hice! ¡Y harto bien que los vendí! Con esta platita me compré el auto y otras cositas… ¡Claro que antes de vender los cerditos, les corté las colitas pa’ volver a plantarlas!... ¿O usté sigue creyendo que yo soy tonto?

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Huevos numerados

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IVO EN Sahondé, un poblado ubicado, del Hospital Psiquiátrico de Putaendo, hacia arriba... Mi madre tiene en nuestra parcelita un criadero de pollos. Un día, estaba yo sentada en el patio de la casa cuando, de repente... aparece un hombre. Era muy anciano, un tanto jorobado, cubierto por un largo gabán, negro y bastante manchado. Su cara, muy arrugada, se ocultaba tras una barba larga, larga... pero lo más interesante eran sus ojos, pequeños pero vivaces. Acercándose a donde yo estaba, me dijo con voz ronca: —Hija, ¿quieres llevarte una grata sorpresa? Yo sólo atiné a asentir con mi cabeza sin lograr sacar el habla. —Toma un huevo —me dijo— y escribe en él un número.

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—¿Un número? —¡Así es! Cualquier número. Cerré los ojos, pestañeando, y al abrirlos... ¡Oh!... ¡El anciano ya no estaba! Curiosa —¡soy curiosa por naturaleza!—, hice lo que el hombre me había indicado. Tomando un huevo escribí en su cáscara el número dos. Para mi sorpresa, a los pocos días, no uno sino dos pollitos nacieron de ese huevo que yo había marcado. Por si acaso, a todos los huevos que todavía no abrían, les escribí un número cinco. (No quise exagerar colocando una cifra mayor).

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Subirse por el chorro

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ABÍA SALIDO con mi papá a buscar leña al Canelillo, un cerro situado en Lo Guzmanes, localidad en la que estamos viviendo desde hace varios años... Llevábamos con nosotros un burro, un hacha y un machete, herramientas todas ellas —incluido el burro— para nuestro trabajo. Estábamos en lo mejor, cortando leña cuando, de pronto y sin que nos diéramos cuenta, apareció, desde algún lugar, un toro bravo. Vernos y comenzar a perseguirnos fue una sola cosa. Nos persiguió durante un buen rato intentando cornearnos, cosa que, obviamente, debíamos evitar a toda costa. Corrimos y corrimos pero el toro nos seguía cada vez más cerca. Fue tanta nuestra desesperación que llegando junto a la cascada que allí existe, nos metimos al agua y avanzamos hasta el 53


chorro que caía compacto y —por supuesto— mojado. El toro no se detuvo, entró también a la poza con evidentes intenciones de atacarnos. No nos quedó más remedio que, yo adelante y mi papá atrás, trepar por la cascada agarrándonos del chorro de agua, pero el toro... El toro hizo lo mismo y agarrado con sus patas al agua comenzó a trepar también. ¡Nosotros logramos, finalmente, llegar arriba! Entonces… mi papá mira para abajo… ve al toro demasiado cerca, saca el machete y de un solo machetazo, ¡plash!, corta el agua del chorro. La parte inferior de la cascada, separada de la de arriba, comienza —toro incluido— a caer pesadamente hacia la pequeña laguna. Y allí abajo queda la tremenda bestia, ahora, buena para nada...

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Suéltame el avión

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IEJITA VOY pa’l cerro del Canelillo a buscar los burros. Después tengo que cortar leña. Espérame a la tardecita con la comida lista —le dijo don Ramón a su esposa al ir saliendo. —¡Bueno, viejo! Voy a esperarlo con una cazuela bien rica. Pero no se me demore mucho, mire que la comida recalentá’ se pone mala… —contestó ella, arrugadita como una pasa, con su voz cantarina a pesar de sus años. El hombre se encasquetó la vieja chupalla en la cabeza, tomó el lazo y partió al cerro en busca de sus animales. Tengo que encontrar luego a estos brutos pa’ poder cargarlos con la leña que voy a cortar, iba pensando el leñador mientras caminaba afanosamente tratando de encontrar los asnos. Don Juan me paga altiro las carguitas que le llevo.

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Ya cansado de tanto andar logró llegar a la cima del Canelillo, cerro famoso en la localidad por su gran altura. Allí, viendo a uno de sus burros, preparó el lazo para pillar al animal. —¡Qué bueno! Encontré a uno ya. Voy a tener platita pa’ poder parar la olla esta semana —exclamó aliviado don Ramón sacándose el sombrero y pasando el brazo por la curtida piel de su frente para secar el sudor que corría a raudales. En ese momento pasa una avioneta volando muy bajito. El piloto, travieso, saca su brazo por la ventanilla y, de un tirón, se apodera de la chupalla que el campesino sostenía en su mano. Don Ramón, furioso al verse despojado, reacciona al instante. Saca su lazo, lo hace revolotear y lo tira al aire con tal precisión que logra lacear la cola del avión a la vez que grita: —¡Devuélveme la chupalla! —¡Suéltame el avión! —le chilla a su vez el piloto. —¡Pásame la chupalla! —contesta el viejo. —¡Suéltame el avión! —insiste el aviador. —¡Pásame la chupalla!… —¡Suéltame el avión!… 56



En lo alto del Canelillo, los porfiados no se cansaban. Seguían vociferando los dos. Ninguno daba su brazo a torcer. Allá abajo, una viejita se asomaba de tanto en tanto a la puerta de su cocina, miraba el cerro y luego entraba a revolver la ollita con la cazuela para su viejito. Si pones atención durante las noches de luna llena, es posible que la brisa tibia te traiga ecos de unas voces lejanas… —…suéltame el avión... …pásame la chupalla…

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La vara de álamo

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UY DE madrugada, tomé mis aperos y los acomodé en mi caballo. Llené las alforjas con pan amasado, té, azúcar, yerba mate, unos pollos cocidos, un buen pernil de cerdo y otras provisiones necesarias para el largo viaje que estaba a punto de emprender. Aparejé mis dos burros con todos aquellos víveres y agregué algunas mantas y cueros para poder abrigarme durante las frías noches que me esperaban allá arriba en la cordillera. Cuando todo estuvo listo, abracé a mi esposa dándole un beso de despedida. Monté en mi caballo y me alejé dando una última mirada a mi hogar. Emprendí, como era mi costumbre, el largo camino a la montaña para darle un vistazo al ganado que pastaba en aquellos lejanos faldeos.

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alimento y los dejé bien amarrados a un grueso árbol. Preparé una fogata, calenté agua, cebé un reconfortante mate y comí algunos de los alimentos traídos en las alforjas. Entonces, rendido, me dormí arropado en las mantas y cueros. Al alba, después del desayuno, levanté mi precario campamento y seguí nuevamente mi camino. Ya por la tarde del tercer día divisé mi ganado y, como era mi costumbre, acampé cerca de donde pastaban. Allí me encontró el frío amanecer junto a otros arrieros amigos que habían llegado con la misma finalidad que yo. Realizamos las faenas ganaderas que correspondían a esa temporada entre gritos, silbidos, ladridos de los infaltables perros, polvo y saludos. Los hombres a caballo arrearon el ganado al corralón construido hacía muchos años. Con hierro caliente se colocaron las iniciales de sus dueños a los animales nuevos. Fue un trabajo duro que tuvo su recompensa al final del día: una buena comida, risotadas, cuentos, y el mate compartido entre amigos sinceros. A la mañana siguiente cada cual emprendió el viaje de regreso. 63


Durante varios años volví a la cordillera. Siempre hacía lo mismo. Salía con mis burros aparejados con víveres, el beso de despedida a mi esposa, la última mirada al hogar y luego perderme montado en mi caballo tras una nube de polvo. El mismo camino, la soledad de la montaña, los contrafuertes cordilleranos, los amigos… Por una extraña casualidad este año me detuve con mi comitiva en un sector de pantanos y vegas que me pareció vagamente conocido, para que los animales bebieran. De pronto, la quietud del lugar fue rota por un poderoso rebuzno que cruzó por el aire. Extrañado, vi que todos mis animales bebían y que no había nadie más en las cercanías, ¿de dónde vendría esa llamada? Intrigado, decidí revisar el lugar, pero allí no había nadie más que yo y mis animales que ahora pastaban plácidamente. Me percaté, en ese momento, de que los rebuznos provenían del pantano. Me acerqué a la orilla para mirar más detenidamente. No había animal alguno… Entonces divisé, al centro del lodazal, una gruesa vara de álamo que se erguía firme hacia el cielo. Arriba, pero bien arriba, entre el follaje… un burrito rebuznaba feliz de volver a ver a su dueño. 64


Un viaje mágico

P

APÁ ERA camionero y conocía los lugares más increíbles. Siempre que salía de viaje, volvía cargado de regalos y aventuras... como llegó ese día. Se acercaba el turno de recibir mi obsequio. Él sacó de un bolso, un camión, la camiseta original de mi equipo preferido de fútbol y la foto de un indígena de verdad: pelo apelmazado, piel oscura, mejillas pintadas con círculos blancos y una mirada temerosa. Contó, luego, que al pasar por la carretera que cruza la selva amazónica, había divisado una tribu desplazándose en dirección a un río. Los nativos se sorprendieron y huyeron al escuchar el ruido del motor. Todos salvo uno de ellos, el de la fotografía, que se quedó observándonos. Mi viejo, que siempre llevaba al cuello su cámara, había aprovechado la oportunidad,

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bajó con un refresco en la mano para poder aproximarse a él. El nativo lo había mirado con desconfianza, pero aceptado el ofrecimiento. —Entonces lo fotografié —me contó—, pero tuve que emprender la marcha rápidamente porque al hacerlo, el indígena se dejó caer de rodillas y comenzó a gritar mientras golpeaba su lanza contra el suelo. El regalo más preciado fue esa foto. La guardé en el cajón cerca de mi cama. Todas las noches la sacaba para verla. Había algo en los ojos de aquel hombre que me llamaba mucho la atención. Una mañana en que me encontraba solo en casa, oí ruidos en el antejardín. Me asomé por la ventana de mi cuarto. No vi a nadie. Pensé que los sonidos podrían venir del patio trasero y bajé para verificarlo, pero sólo estaba Tristán que dormitaba con su hueso en el hocico. Volví a mi pieza y los ruidos empezaron de nuevo. Era como escuchar fuertes vocalizaciones interrumpidas, cada cierto tiempo, por un claveteo. Quedé alerta, en silencio, sentado en mi cama. De pronto, una cara se asomó y desapareció en la ventana. Me acerqué para abrirla 66


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Pasados unos minutos se enderezó. Sus ojos reflejaban serenidad. Me puse nervioso. Entonces, subió, se dirigió a mi cuarto y ahí su mirada se clavó en el cajón del velador. Fue hacia éste, lo abrió y extrajo la fotografía. Desde sus pies comenzó a brotar una espesa bruma que lo cubrió, ocultando su cuerpo. Una brisa sutil entró por alguna parte, una brisa que dispersó la bruma… y a él.

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Ornitoloarbustología

É

STA ERA mi primera salida a cazar patos. Estaba emocionado. Aquella noche ordené toda la ropa, cuchillo de caza, botas, enseres, escopeta, café, azúcar, gorro, cantimplora, en fin… todas las cosas que supuse podría necesitar durante la cacería. Al día siguiente, más exactamente a las cuatro de la mañana, me pasaron a buscar en una camioneta doble cabina, azul, con tracción en las cuatro ruedas. Éramos cinco los cazadores. Después de unos veinticinco minutos de viaje por caminos de tierra con más hoyos que huella, llegamos a orillas de la laguna donde —se suponía— arribarían en cualquier momento bandadas de patos. El desayuno transcurrió entre anécdotas de caza y expectación. Finalmente el experto nos sugirió que preparáramos nuestras armas.

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pato! Bueno, en el pato sí, pero enterrada, enterrada en él…, podría decirse más bien que había penetrado en el pato. Claro que había penetrado en su antifonario…, es decir, en el traspuntín del pato... o para expresarlo más claramente, en su nalgatorio. ¡Bueno, ya!, digámoslo directamente: había penetrado —y quedado— en su pompis. ¿Se entendió, verdad? Hasta ahí no más llegó mi aventura de caza. Cazar patos fue una de las actividades acerca de las cuales estaba prohibido hablar en mi presencia.

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Transcurrió un año entero para que me sintiera con ganas de otra aventura. De nuevo llegó la época de caza de patos. De nuevo mis amigos me invitaron. Y de nuevo preparé todo para ser el quinto cazador. Muy temprano partimos para la laguna —y ahora yo llevaba todo, incluso la escopeta— y nos instalamos. Tomamos desayuno y contamos anécdotas y chistes hasta que… —¡Ahí llegan los patos! —avisó el cazador que estaba vigilando—. ¡A las armas, a las armas! Rápidamente nos levantamos y cada uno se ubicó en su puesto previamente preparado.

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—¡Ahora! ­—gritó el jefe. Todos dispararon, menos yo. Cuatro patos cayeron a la laguna mientras yo seguía inmóvil mirando al cielo. —¿Qué te pasa? —Miren —atiné a decir—. Miren ese pato. Todos levantaron la vista y lo vieron. Era un pato, igual que los demás patos… por delante… pero por detrás… —¡Oh! —exclamó cada uno de los cazadores—. ¡Oh! En efecto, por delante era un pato igual a cualquier pato. Pero por detrás, ¡uf!, por detrás, mi flecha, enterrada en su antifonario —¿recuerdan?—… es decir en el traspuntín del pato… o, para expresarlo más claramente, en su nalgatorio, ¡bueno, ya! digámoslo directamente: enterrada en su pompis. Había crecido hasta convertirse en un hermoso y exuberante arbusto lleno de ramas, hojas y flores. Ese día me hice famoso, pues fue en ese momento en el que surgió una nueva ciencia para estudiar éste y otros especímenes semejantes: Surgió la ornitoloarbustología, ciencia de la cual soy el inspirador.

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Los perritos siameses

A

UNQUE NO hace mucho tiempo que me cambié, ya he visitado a todos mis vecinos. Es lo primero que uno debería hacer, pero… que el tiempo no me alcanza… que llego tan cansado… que… en fin, no faltan las disculpas para no hacer algo. Sin embargo, logré dejarlas de lado —me refiero a las disculpas— y hacer las visitas de rigor. Justo frente a mi casa está el fundito de don Atilio, no muy grande, tampoco muy chico. Pero Don Atilio, además de cultivar la tierra tiene un criadero de perros. Cría perros de caza. —Para cazar conejos —me explicó cuando fui a visitarlo—, se necesitan perros pequeños pues deben ser muy ágiles para meterse entre los pastos y malezas, y deben correr muy rápido para poder alcanzar a las liebres. Y comenzamos a visitar las jaulas.

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—Ellos no. Sucede que cuando el que va corriendo abajo se cansa, se dan media vuelta y el que iba arriba —queda ahora abajo y descansado— y así siguen corriendo, corriendo, corriendo...

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Un entierro peligroso

M

— IRA RAMÓN, tenemos un problema, escúchame bien lo que te voy a decir —me dijo mi patroncito cuando me mandó llamar. Me tenía mucha confianza… —Hábleme no má’ patroncito, ¿cuál es el problema que se hace usté? —Me han dicho que han llegado bandidos por estos lados. Dicen que andan buscando explosivos. Y yo tengo algunos cartuchos, dinamitas y tiros guardados y no quiero que los encuentren porque entonces se lo llevarán todo y ¡qué se yo cuántas cosas más nos robarán! —Malos son esos hombres, pu´ patrón. —Anda a la bodega Ramón, recoge todos los explosivos que tenemos, mételos a un saco, llévalos a un lugar seguro y allí escóndelos bien escondidos. —¡Ah!, fíjate bien —agregó— que en donde vayan a quedar, haya una señal bien 81


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Las perdices

U

N DÍA, tempranito, cargué mi burrito con las pilchas que tenía y decidí salir a correr mundo. Hacía varias semanas que estaba sin trabajo y ya se me acababan los pocos pesitos que había logrado juntar, así es que tenía que hacer algo. Como le decía, cargué mis burros y eché a caminar cerro abajo. Cansado de andar toda la mañana me senté a descansar debajo de un quillay, cerca de una quebrada. Era año seco me acuerdo, las pegas malas, la tierra sedienta, ni plantar había podido con el poco de agua que había. Pensaba entre mí… ¿qué voy a hacer ahora?, ¿en qué voy a trabajar? Y en eso me quedé dormido un rato. Cuando desperté… vi que llegaban cientos de perdices a tomar agua en una pequeña poza que todavía quedaba al fondo

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Una rara escopeta

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INALMENTE, a los quince años me regalaron una escopeta para salir a cazar. Eso me había prometido mi padre cuando cumplí los doce. Y ahora se había hecho realidad mi sueño de salir con “los grandes” a una partida de caza. No hice más que recibir la escopeta y ponerme a jugar cuando llegaron todos mis amigos a la novedad. —¡Déjame verla! —¿La puedo tocar? —¿Cómo se aprieta el gatillo? —¿De verdad que es de verdad? Y así toda la tarde. Yo tenía que andarme escondiendo, sin soltar mi escopeta, por supuesto. A los dos días mi papá decidió llevarme con él y su grupo de amigos, a cazar conejos. Iban en la partida mi papá, dos tíos míos, mi abuelo y tres amigos más. ¡Por fin mi sueño se cumpliría, acompañar 89


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corriendo el conejo como perseguido por el diablo y que no se esconde detrás de una feroz piedra? Como íbamos sin perros no había manera de hacer salir de allí al conejo. Ya nos disponíamos a darlo por perdido cuando mi abuelo, callandito, callandito, se arrimó al grupo: —¡Shhht! —dijo susurrando—, no hagan ni’un ruido. Déjenmelo a mí. Yo me encargo de ese conejo mañoso. Yo soy más capaz que él. Se acercó al lugar donde yo me encontraba y tomó mi escopeta. Echó la rodilla al suelo, afirmó la culata en su hombro, sacó el seguro y apuntó hacia la roca, cuidando que el doblez del cañón estuviera dirigido hacia el mismo lado donde se escondía el conejo. Y, ¡pum!, disparó. Esperó un buen rato y luego hizo un gesto con las manos como diciendo: pueden ir a recogerlo. Todos corrimos hacia la roca. Miramos detrás de ella y allí estaba el conejo, tan difunto como cualquier otro conejo muerto. Sin decir ni una palabra, mi abuelo me devolvió la escopeta.

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La pesca

¡P

OR FIN se abrió la temporada de pesca! Yo no hallaba las horas de comerme, ahumada, una rica trucha de esas que pueden pescarse en el río Putaendo, a la altura del resguardo de Los Patos. Si ustedes lo recuerdan, justo frente a los carabineros hay un cruce del río que consiste en un cable de acero del cual cuelga un asiento que se desliza de una a otra orilla, manejado por un pequeño motorcito, todo pintado con un bonito color celeste metálico. Abajo, corre el río, a estas alturas, con bastante caudal y torrentoso. Exactamente lo que las truchas buscan para efectuar sus saltos contra la corriente. Junto al camino está la caseta de control y en la orilla del frente un grupo de hermosos árboles, sauces, álamos y pimientos, que refrescan sus ramas en las aguas cristalinas del Putaendo.

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¡Buen lugar para pescar! Ese día domingo habíamos decidido, un grupo de amigos, ir de pesca. Llegamos hasta el recinto policial, dejamos allí nuestras cabalgaduras y desde allí, echando la mochila al hombro, fuimos atravesando el río sentados en el andarivel. Me tocó cruzar al final. Lo hice sin mayores dificultades hasta un poco más allá de la mitad del río. Allí, como me pesara demasiado la mochila, tomándola, columpié hasta que hubo adquirido bastante impulso y ¡plum!, la arrojé para que alguno de mis compañeros la recibiera. No obstante, no lo logré. Parte de la mochila, justamente el bolsillo donde llevaba las lombrices, se enganchó, ¡por supuesto!, en la única rama de un árbol que sobresalía un poco del resto. Allí quedó colgando, durante un rato, fuera de mi alcance, bañada por las aguas del río en el cual, a medida que la rama iba cediendo a su peso, mi desafortunado morral se iba sumergiendo. Naturalmente que, con la vara y el cordelito con los que intenté pescar, no logré nada. Transcurrió así la jornada. Mis compañeros algo pescaron, aunque

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La goleada

E

STOY RECORDANDO mis días de

niño… ¡Bueno!, sí, a veces jugaba fútbol, aunque no era muy deportista. Estoy hablando de hace tantísimo tiempo. Yo estaba en un curso de básica, como en el que están mis nietos… ¡Sí, mis nietos! Ya tengo cinco —me aclaró mostrando los cinco dedos de su mano abierta—. En ese tiempo se llamaban preparatorias. Y yo, bueno, estaba en quinta preparatoria… Sí, fue un partido de fútbol. ¡Claro que se jugaba al fútbol! Pero nosotros lo jugábamos en una cancha en el campo porque en nuestra escuela no teníamos. No había muchas canchas en ese tiempo… Los arcos eran dos palos parados, más o menos enterrados para que resistieran un pelotazo, con otro madero atravesado en la parte superior que, a veces, se clavaba a los

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tubito, ¿recuerdan?— se desanuda, el cordón vuela por el aire, el tubo de goma se sale del balón de cuero y la pelota entra al arco… —¡Goool! —gritó el árbitro que se había parado justo al lado del arco para mirar mejor la jugada—. ¡Uno a dos!… Pero el nudo del tubo justo se había enredado en el clavo torcido que había en la esquina del arco. Entonces la pelota se balanceó en éste y volvió a salir. Sin embargo el vuelo que llevaba, hizo que el balón siguiera con su vaivén y que volviera a entrar al arco y … —¡Goool! —gritó de nuevo el árbitro que seguía parado al lado del arco—. ¡Dos a dos!…. Y la pelota, con el vuelo que llevaba, volvió a salir y volvió a entrar… —¡Goool! —. ¡Tres a dos!… … y volvió a salir y a entrar… ¡Cuatro a dos!… … y a salir y a entrar… Siete a dos, ganamos el partido y eso que no quisimos continuar contando las veces que la pelota siguió marcando goles…

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Don Guanaco

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ACE DE esto tanto, tanto tiempo que, por supuesto, ninguno de ustedes se acuerda —pero yo sí porque los alcancé a conocer cuando yo era niño—, hubo una época en que los animales andaban en dos patas y hablaban como nosotros los humanos. Sucede que en ese tiempo, además, el guanaco y la vicuña eran marido y mujer y esto también lo sé porque vivían en una casa al ladito de la de mis abuelos. Don Guanaco y su señora, doña Vicuña, vivían felices y contentos sin que nadie los molestara y sin molestar a ninguno de sus vecinos. Lindos los veía yo cuando los dos salían de paseo, con sus abrigos de pieles y sus caritas blancas como la nieve de los volcanes... Porque sí… en esa época las señoras —y también las señoritas Vicuñas, así como los señores Guanacos y las Alpacas y las Llamas tenían las caras blancas, blancas como las nubes blancas.

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—¡Que los bribones me quieren matar! —gritaba... —¡Me quieren matar con un cuchillo! —gritaba. —¡Y después me quieren arrancar la piel! ¡Ay, ay, ay! —gritaba. Así corriendo, yo lo vi, llegó de vuelta a su casa. —¡Arranca, mujer, arranca! —gritó, pasando por delante de mí sin siquiera verme, y entrando por la puerta de adelante y buscando la puerta de atrás para salir por allí. Yo creo que don Guanaco se había olvidado de que su casa sólo tenía una puerta. —¡Me vienen persiguiendo con un gran cuchillo para matarme! —le dijo a doña Vicuña mientras escapaba. Ella se asustó muchísimo y salió trotando detrás de su marido. No alcanzó —según les contó después a mis abuelos— ni a preguntarle quién lo venía persiguiendo. Un largo rato corrieron hasta llegar a un claro en el que había una tranquila poza. Por supuesto, que yo me fui corriendo detrás de ellos. Claro que sin que me vieran… Allí, junto a la lagunita se detuvo don Guanaco a tomar aliento. También se había

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La ciudad perdida

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OMO TODOS aquellos días, Lucas arreaba su rebaño de cabras por entre los áridos cerros que bordean la amplia quebrada entre los ríos Colorado y del Rocín, o si lo prefieren, entre el cerro El Tordillo y el cerro Colorado algo más al norte. Allí, Lucas había descubierto un escondido vallecito en donde sus animales podían alimentarse sin ser molestados por otros pastores y rebaños. Es cierto que de tanto en tanto pasaban por el lugar viejos cateadores que aún soñaban con encontrar la veta de oro “más grande del mundo” que, según las leyendas, se hallaba escondida en algún lugar cercano al nacimiento del Río Colorado, adentro en la cordillera. Se decía además que, en la quebrada que luego se convertía en un pequeño valle que circundaba el nacimiento de ese río, antes —mucho antes—, había una laguna de aguas

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por las cercanías de la montaña encantada del Kereu, podrás ver cómo ésta se transforma en una ciudad que brilla como si mil fuegos estuvieran ardiendo en la noche. Lucas, durante un buen rato, no se atrevió a mirar la montaña. Sin embargo, su curiosidad fue más grande que su prudencia y finalmente abrió los ojos: Y allí estaba. ¡Sí, allí estaba la ciudad! No era una idea suya. Una ciudad luminosa como un sol, brillando entre las nubes negras. En medio del fragor de la tempestad, el terror se apoderó del muchacho. Se frotó los ojos con la esperanza de no seguir viendo aquellas magníficas aunque, para él, aterradoras construcciones. Pero al volver a abrirlos... su espanto aumentó, ¡sí, aumentó!: allí seguía el resplandor tal y como su abuelo se lo había descrito. Desde donde se encontraba pudo ver un riachuelo que bordeaba la ciudad, en cuyos márgenes crecían verdes y exuberantes árboles y variados arbustos. Pudo distinguir las casas con sus torreones y techos de oro. Sus callejuelas que se veían frescas y limpias. Incluso alcanzaba a ver hombres y mujeres caminando por las callejuelas doradas. A pesar de la lluvia, Lucas se armó de valor y se encaminó hacia la ciudad. Cruzó el arroyo y penetró en ella. Estaba tan embelesado 118


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Entonces miró su mano. La tenía cerrada apretando fuertemente un objeto. La abrió lentamente y pudo ver que allí había una hermosísima estatuilla de plata cubierta por una manta muy fina y un sombrero de plumas. Las cabras pastaban tranquilas, un poco más abajo, en el valle.

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Bajo el título No me creas lo que te cuento, Saúl Schkolnik nos presenta una antología de cuentos absurdos e increíbles recopilados en el valle de Aconcagua. La tradición oral de la zona, unida a la gran capacidad creativa del autor y compilador, dan forma a estos relatos amenos y diversos que entretienen al lector.

No me creas lo que te cuento

Saúl Schkolnik

SAÚL SCHKOLNIK es miembro de IBBY-Chile y un destacado autor de literatura infantil. Por sus libros ha recibido diversos premios. En Ediciones SM también ha publicado ¿Hacia dónde volarán los pájaros? en esta misma colección.

No me creas lo que te cuento

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Saúl Schkolnik

A PARTIR DE 12 AÑOS

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