REVISTA INTEATRO N.40 MAYO 2020

Page 1

Marcel Mariën (1920-1993)

TEATRO/INTEATRO Nro 40 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín. Mayo / 2020


NO HABRÁ MÁS “LOS QUE MIRAN” EN MI CIUDAD (…) Por: Jean Dubuffet (1901-1985)

No habrá más “los que miran” en mi ciudad; nada más que actores. No más cultura, no más mirada por lo tanto. No más teatro –el teatro que empieza donde se separan escena y la sala. Todo el mundo en escena en mi ciudad. No más público. No más mirada, por lo tanto no más acción falsificada en su fuente pues por hallarse destinada a ser mirada- se trata de lo natural del actor convirtiéndose él mismo en el momento en que actúa en su propio espectador. ¿En el momento en que actúa? Solo estaría mal a medias.


Aun antes de actuar se opera la inversión; el actor se transporta a la sala dantes de actuar, de manera que a su acción subsiste otra, la cual no es para nada su verdad, sino la de otro, que se ofrece en espectáculo. Tal es el efecto del condicionamiento de la cultura. Acarrea para la acción de cada uno el ser reemplazada por la de otro. Pero nosotros que estamos condicionados, que no podemos defendernos de vernos actuar ¿qué podemos hacer? Tenderemos nuestros esfuerzos a mirarnos menos. En lugar de consentir con el principio de mirar y complacernos en él, en lugar de argumentar que debe ser un buen espectáculo (y una buena mirada) vamos a tratar de cerrar un poco los ojos, dar vuelta a la cabeza, al menos por cortos momentos, y progresivamente un poco más largos; vamos a entrenarnos en el olvido y la desatención, a fin de convertirnos, no diría enteramente (seguro que es imposible) pero poco a poco, la menos lo más, lo más que podamos, en actores sin púbico. No se detengan ni por un momento en la objeción de que mi ciudad es una estrella fuera de serie; no tiene importancia que en el extremo de un camino estén el absurdo y el imposible; existen el absurdo y el imposible en el extremo de todos los caminos si se los supone rectilíneos. Es eficiente en el sentido en el que se camina, es la tendencia, la postura. De lo que habrá en el extremo del camino, no se preocupen. No hay extremo del camino, un extremo que se alcance.

Traducción: JUANA BIGNOZZI


Cultura

asfixiante.

Buenos Flor. 1970. Pรกgs. 78-79.

Aires.

Ediciones

La


CHAMPAVERT Por: Petrus Borel (1809-1859)

TESTAMENTO (FRAGMENTO) (…) El mundo es un teatro: anuncios en grandes caracteres y con enfáticos slogans engañan a la masa para que se levante pronto, se lave, se rice las patillas, se enfunde la pechera y el traje del domingo, se ponga los biguedíes, se coloque el gabán y, paraguas en ristre, se lance a la calle: veloz, alegre y resuelta llega y paga, pues la masa siempre paga, y cada uno busca una plaza a su gusto o de


acuerdo con lo que ha pagado: en el gran anfiteatro la aristocracia se encierra en sus jaulas con cerrojos; la canalla, donde buenamente puede. Se levanta el telón y todo se llena de orejas atentas y cuellos estirados, la masa escucha, pues la masa siempre escucha; para ella la ilusión es completa, es la realidad; se siente identificada, ríe, llora, odia, ama, aúlla, silba, aplaude. Inútilmente sospecha a veces que la engañan y se pone los prismáticos: es miope y nada puede destruir su ilusión y su fe, lo que galantemente aprovechan los comediantes. Traducción del francés de GONZALO ARMERO

Champavert (Cuentos Inmorales). Madrid. Nostromo. 1977. Pág. 253.


EL TEATRO Y LA VIDA (FRAGMENTO) Por: Kenneth Tynan (1927-1980)

De las definiciones se desprende todo, así que comenzaré con una definición esta bolsa de harapos de un credo estético, en el cual la estética no será mencionada probablemente. El buen teatro, para mí, está compuesto por los pensamientos, las palabras y los gestos que les son arrancados a los seres humanos en su camino hacia, o en su huída de, la desesperación. Una obra teatral es una ordenada secuencia de hechos que lleva a una o más personas que en ella intervienen a un estado desesperado, que siempre tiene que explicar y deberá, si es posible, remediar. Si lo peor que puede ocurrir en la obra es que al protagonista lo expulsen de la Universidad de Oxford, nosotros nos reímos y la obra


se llama farsa; si la muerte es una posibilidad, nos acercamos mucho a la tragedia. Allí donde no hay desesperación, o donde la desesperación está inadecuadamente motivada, no hay drama. Por ejemplo, los personajes que gritan cuando se les hacen cosquillas en la nariz, o que se suicidan al día siguiente de haberse enamorado, son casos patentes de desesperación inadecuadamente motivada. Estas reglas amplias son aplicables, no solamente a todo drama de éxito, desde Aristófanes a Beckett, sino también a las otras artes narrativas de la novela y el cinematógrafo. El teatro varía de época en época –en nuestros tiempos casi de semana en semana- porque todas las épocas tienen un nuevo umbral de desesperación, una nueva definición de las presiones que la causan. En la antigüedad, un mal presagio del adivino habría sido suficiente. Más recientemente, una mirada agria del monarca, y más recientemente todavía, la excomunión. Y en nuestros días se escriben obras en las cuales el ostracismo social, el rechazo por “El Establecimiento” es presentado como razón adecuada para provocar la desesperación humana. Todos esos motivos están tan muertos como las sociedades que los crearon. No obstante, en el teatro británico, por lo menos, no se convencen y por ello se continúan escribiendo obras teatrales, a base de la suposición de que todavía hay personas que viven atemorizadas por la Corona, el Imperio, la Iglesia Establecida, las escuelas públicas y las clases sociales elevadas. Mientras tanto, los verdaderos grandes problemas internacionales, problemas beligerantes como la pobreza, la ignorancia, la opresión y demás, no aparecen para nada en el escenario, porque los autores huyen de ellos como de la peste. La mansión del teatro está llena de escombros, antiguas suposiciones que Shaw atacó y rompió, pero no pudo desalojar. La tarea de los nuevos autores teatrales consiste en remover esos escombros, barrer el piso y hacer lugar en un teatro que, como lo ha dicho Arthur Miller, “está herméticamente cerrado a la vida”, para las causas reales del dolor humano contemporáneo. Esto significa que habrá que afirmar de nuevo un número de simples perogrulladas sobre la igualdad de probabilidades, abolición de la miseria, rechazo de la vida después de la muerte en favor de la vida en la tierra, todo ello viejo, naturalmente, y demasiado aburridor, pero si queremos un teatro


responsable, no tenemos más remedio que refeccionarlo, aunque ello provoque chillidos de fastidio de la gente que posea suficiente inteligencia para saber que no está bien. Recientemente, causó sensación en Rusia la novela de Dudintsev, titulada Not by Bread Alone (No de Pan Solamente). Nuestro teatro necesita una sensación similar, aunque el título de la obra que podría crearla tendría que ser distinto. Se titularía: “No de Torta Solamente”. (…) Al dramaturgo se le presentan tres actitudes hacia la vida. Puede reflejarla, enferma o sana, sobre la base del principio de que el arte imita a la vida. Puede tratar de cambiarla, basándose en el principio igualmente válido de que la vida imita al arte. O puede retirarse de ella a una fantasía privada que se relacione con el mundo objetivo sólo periféricamente y por casualidad. Este es el camino más falso de todos, y por cada escritor sensato que lo emprende hay una docena de paranoicos. Retirarse de la vida mundana es un remedio apropiado para algunos poetas y todos los místicos, por no mencionar a esos seres humanos serenos y excepcionales que siguen los preceptos del Budismo Zen, pero muy pocas veces da resultado en un lugar tan social y público como lo es el teatro. Esa clase de temperamento prefiere esquivar la realidad, hará muy bien en rehuir al teatro, a no ser, claro está, que pertenezca a un gran genio, porque al final de esa línea está el solipedismo y la creencia, no por cierto poco común en círculos parisinos, de que la comunicación entre los seres humanos no es tan difícil como imposible y hasta, en última instancia, indeseable. No sé lo que pensarán ustedes sobre esta clase de extremistas. A mí me recuerdan a personas que habitualmente usan camisas de fuerza y luego culpan al mundo por la virtual imposibilidad de estrechar las manos de otras personas. O me traen a la memoria al mago Houdini, y la leyenda que relata su única derrota: cómo fracasó, después de horas de esfuerzo, en su intento de escapar de la celda de una cárcel, cuya puerta (lo supo algún tiempo después) no había sido cerrada con llave en momento alguno. Los dramaturgos que quieren cambiar el mundo muy pocas veces escriben con sutileza, y la verdad es que no hay razón alguna para que lo hagan. La


sutileza opera mejor en un statu quo, de la misma manera que el rizado de la superficie del agua se ve mejor en un estanque quieto. En un mar tormentoso, solamente se ven las olas, y cuanto mayores y más violentas mejor. Ya habrá tiempo más adelante para lo que es exquisito, lo que es filigrana. Si todo el arte es un gesto contra la muerte, no debe permanecer impasible mientras los chipriotas son ahorcados, los húngaros ametrallados, y se prepara el holocausto mayor. Tiene que constar su protesta. Tiene que embanderarse. Yo quiero que el teatro sea vocal en la protesta. Y francamente, no veo de dónde habrán de surgir esas voces, sino es de la Izquierda. (…) ¿Qué clase de punto de vista mundial es el que más me place en el teatro? Ya he dejado caer algunas insinuaciones, la mayor parte de las cuales han sido bastante estrepitosas. Quiero obras teatrales que por su internacionalismo sean como de Brecht, así como por su abominación de la adoración al héroe, su mordaz rechazo de los encajes verbales (dejémoslos a los críticos burgueses-decadentes como yo, y no festoneemos los labios con sus idioteces), y su convicción de que “hablar de árboles es casi un crimen, puesto que implica silenciar tantas enormidades”. Quiero obras teatrales que afirmen la sinceridad, el valor, la gracia y la sensualidad; obras que huyan del determinismo, porque el determinismo niega la libre elección y sin libre elección no puede haber teatro. Como lo demostró Fin de Partie de Samuel Beckett, la obra que está ligada a un universo mecánico, está ligada asimismo a la desesperación: cuando la protesta está ausente, el paso desde “así es la vida” hasta “así debería ser la vida” es aterradoramente corto. Prefiero los entusiasmos, no necesariamente en la superficie, como en escritores de la talla de Tennesse Williams o el australiano Ray Lawler, sino ocultos también, de la misma manera que un termo puede contener gran calor, sin radiarlo. El miedo a la ebullición es un gran amigo de nuestra cultura: congela las cañerías y se presenta en los lugares más desconcertantes, como cuando un corresponsal del Observer informó que un grupo de estudiantes universitarios chinos le dijeron “con un entusiasmo bastante frío” que estaban muy ocupados


construyendo un mundo nuevo. “Bastante frío”: esta frase estállenla de frígida aversión; uno cree ver un esfuerzo para ocultar rápidamente las uñas, evitar rápidamente contactos, con más de una fluctuación de desdén. (…) Traducción de FEDERICO LÓPEZ CRUZ

Manifiesto de los jóvenes iracundos. Buenos Aires. Editorial 147-148.

Dédalo.

1960.

Págs.

135-136,

137-139,


LO LLAMAN CRICKET (FRAGMENTO) Por: John Osborne (1929-1994)

Cada vez que me siento a escribir, lo hago siempre con el corazón oprimido por el terror. Pero nunca más que cuando estoy seguro de que mi fracaso será mayor y más evidente. No habrá regocijantes escaramuzas, ni pequeñas victorias en la senda de la derrota. Cuando estoy escribiendo para el teatro conozco esas pequeñas victorias: cuando la luz en mi escritorio es demasiado fuerte y me duele la espalda, pero continúo escribiendo porque tengo miedo de que mi pluma se pierda las palabras que acuden a mi mente; cuando observo a un actor, en un escenario vacío, que expresa algo que me demuestra que mi sentido del tiempo ha sido exacto. La regulación del tiempo es un problema artístico. Yo lo considero el principal problema teatral. Es posible aprenderla, pero no puede ser enseñada. Tiene que ser sentida. Hay pequeñas victorias que pueden conquistarse de cosas tales como la composición, la línea que resulta inalterable y otras, porque hay cosas que parecen dignas de ser hechas por sí mismas. Si uno vale realmente algo en lo que se dedica a realizar, en seguida sabe si es bueno y no tiene que esperar a que alguien se lo diga. Uno no depende de nadie.


No es cierto decir que una obra teatral no “adquiere vida” hasta que está presentándose ya en el escenario. Claro que adquiere vida, para el hombre que la ha escrito, de la misma manera que esas tres sinfonías tienen que haberla adquirido para Mozart, durante aquellas últimas seis semanas. Uno está seguro de fracasar, pero generalmente hay cosas que pueden ir recogiéndose en el camino, como para hacerlo tolerable. Sin embargo, cuando me siento a escribir en prosa sobre mis sentimientos y actitudes actuales, mi terror es inmenso, porque sé que no encontraré esas cosas que recoger o, si las encuentro, que serán insignificantes. Desde hace bastantes años –desde el primer día en que empecé a ganarme la vida en el teatro- he estado soñado lo mismo: estoy a punto de hacer mi entrada en escena, y tras los telones laterales me es posible escuchar a los otros actores, que representan una obra sobre la cual no sé absolutamente nada. Mi entrada es importante, pero no sé en qué momento debo hacerla. Me quedo allí, espiando por algunas hendiduras de los telones, tratando de descubrir lo que está ocurriendo. Al cabo de un tiempo, decido que hace ya largo rato que debía haber entrado, agarro el picaporte de la puerta y empujo. Todo hace mucho ruido y me encuentro repentinamente en un mundo en el cual no me es posible ver nada, a pesar de que la luz es intensa. No sé ninguno de los movimientos que debo hacer ni las primeras palabras que tengo que pronunciar, pero hago un esfuerzo para hablar, decir algo. Abro la boca y llevo toda la fuerza de que soy capaz a mi diafragma. Pero me es imposible emitir el menor sonido. Trato de abrir los párpados y no puedo. Puedo sentir la luz, pero no puedo ver. (…) Parte de mi trabajo es tratar de mantener interesado a los espectadores en sus asientos, por espacio de unas dos horas y media. Es una cosa que resulta muy difícil de hacer, y estoy orgulloso de haber obtenido un éxito discreto en esa tarea. Look Back in Anger se ha estado representando ante salas abarrotadas de todo el país, durante meses, en una época en que las giras están casi en su fin. Los auditorios de provincias (que en general son mucho más receptivos que los del West End de Londres) no recuerdan lo que los diarios han dicho sobre las obras, suponiendo que lean esos diarios. Van al


teatro porque la esposa del dueño de casa fue la noche del lunes y dijo que era un espectáculo muy agradable. Deseo señalar que mi trabajo no ha sido fácil de aprender por el hecho de que haya conquistado lo que parece ser un éxito fácil. Seguiré aprendiendo mientras haya un teatro en Inglaterra, pero declaro que no he aprendido este oficio leyendo el Daily Mail o el Spectator. Mi deseo es hacer sentir a la gente, darles algunas lecciones de sentimientos. Luego, podrán pensar. En algunos países, éste podría resultar un enfoque peligroso, pero parece haber poco peligro de que la gente piense demasiado, al menos en Inglaterra y en estos días. Soy un artista: que lo sea bueno o no, no viene al caso. Por primera vez en mi vida tengo la oportunidad de proseguir mi profesión, y eso es lo que pienso hacer. Lo haré en el teatro y, posiblemente, en el cine. No intentaré exponer mi versión evangélica del próximo manifiesto del Partido Laborista, para apuntalar a cualquier periodista que desea obtener alguna nota fácil, o proporcionarle a un crítico otro dato interesante para su próxima charada semanal. Me limitaré a formular algunas declaraciones: ustedes pueden elegir las que les agraden. Serán lo que a menudo se denomina “amplias declaraciones”, pero creo que estamos viviendo en una época en que algunas “amplias declaraciones” pueden resultar valiosas. Es demasiado tarde ya para la cautela. (…) Al escribir esto me parece oír toda clase de impacientes inflexiones que se dirán al leerlo, tales como: “Bien: si sus personajes sólo quieren decir lo que dicen parte del tiempo, ¿cuándo se supone que sepamos lo que quieren decir? ¿Qué es lo que usted quiere decir? ¿Cómo explica usted esos personajes y esas situaciones?” En cualquier representación de cualquiera de mis obras, hay indefectiblemente algunos de esos pedantes diluídos, que están sentados impacientemente esperando que aparezcan las faltas en cualquier instante de la acción. Si la trama es demasiado compleja, se lamentan que están ocurriendo demasiadas cosas para que ellos puedan seguirlas. Y ahí están sentados esos “zanahorias” elegantes, esas calaveras de la imaginación y los sentimientos, esperando ansiosos el intervalo y sus superproyectadas e ignorantes charlatanerías. Como


los críticos de la B. B. C., o no tienen oídos, o no les es posible escucharse a sí mismos. A esa clase de gente no le ofrezco explicación alguna. Todo arte es una evasión organizada. Uno reacciona ante Lear o Max Miller… o no reacciona. Yo no puedo enseñar a los paralíticos que muevan sus miembros. Shakespeare no describió jamás los síntomas, ni ofreció explicaciones. Tampoco lo hizo Chejov. Y tampoco lo hago yo. Se ha estado esperando continuamente que yo me justifique, como si hubiese cometido algunas horribles indiscreciones y que defendiese una posición que jamás he adoptado. En efecto, “la causa principal de la irritación de estos jóvenes es, precisamente, que no tienen nada en qué enfocar su irritación”, dice el señor Marquand en un artículo. Ahí están esos desdichados muchachos, debatiéndose inquietos, malgastando sus energías, buscando algo que justifique su irritación y llorando lágrimas de sangre porque no lo encuentran. ¡Qué espectáculo embarazoso y aburridor!¡Eh, señoritas, señorita!... ¿Qué diablos está haciendo esa mujer? ¡Dos gin tonics más, por favor!... ¡Qué aburrido es todo esto!¡Gracias a Dios que no me toca hacer la crónica esta noche!... (…) No se me escapa que señor Marquand tiene razón cuando dice que nosotros, los Lucky Jims, jamás llegaremos a ser buenos miembros de la unidad nacional de salvamento. Mi lugar está en el chiquero, y no lo ignoro, aunque algunas veces, o muchas, ansíe abandonarlo. He vivido en él toda mi vida. Espero seguir viviendo en él hasta el día de mi muerte. No creo que nadie desee que yo lo abandone. No me salí de él durante la crisis del Canal de Suez, para hacer algo. No me salí de él la semana pasada. Me quedé tranquilamente donde estaba. ¿Quién me dice que no salga de vez en cuando, para asomar la nariz al mundo y estorbar a todos? Pero en lo más íntimo de mi corazón sé que la unidad social de salvamento reclutará políticos, hombres de ciencia sociales, maestros, filósofos, psicólogos, economistas, todos los inspectores sanitarios profesionales, los limpiadores de cloacas y los que eliminan los hedores. El lugar apropiado para un escritor es su chiquero, y ése es


el lugar que me corresponde. Allí podré formar todo el lodazal y los hedores que se me antoje. (…)

Traducción de FEDERICO LÓPEZ CRUZ

Manifiesto de los jóvenes iracundos. Buenos Aires.

Editorial Dédalo. 1960. Págs. 75-76, 77-78, 83-84, 88-89.


LA TINTA DE LA MELANCOLÍA Por: Jean Starobinski (1920-2019)

UN PAPEL TERRIBLE (FRAGMENTO) Montaigne comparaba sus Ensayos con “grutescos” que los pintores de la época desplegaban en sus frescos para llenar y cubrir los espacios que los temas principales dejaban vacíos. Figuras caprichosas, sinuosas, encantadoras y disformes, en las cuales lo animal y lo vegetal se confundían, los grutescos nos ofrecen la imagen de una técnica libre y sin reglas, de un inagotable poder de invención, pero también de una acumulación que roza el límite de lo tedioso. La mirada es incapaz de seguir a detalle y descifrar todos los significados que contienen. La hidra se convierte en follaje, el follaje laciniado emerge de una pila erizada de cabezas de león; unas sirenas sostienen todo… El desplegado compuesto da la impresión de una serenidad pueril. La quimera mitológica se une con el placer de rellenar los espacios vacíos.

The Anatomy of Melancholy de Rober Burton (1621) comparte la misma estética, la cual es una expresión ideal de riqueza limitada.

En su muy amplio prefacio hay un tema que sobresale: el del teatro. Toda la humanidad es delirante; toda la gente forma parte de la comedia.


Contemplemos el espectáculo y riamos, como Demócrito, sin excluirnos a nosotros mismos. Puesto que yo no creo ser más razonable, y yo mismo soy un teatro. Si adopto el papel de espectador, si me abandono al amargo placer de reír, sé de cierto que no estoy menos loco que el resto; pero este papel es sensiblemente menos ridículo que los otros; implica su propia censura. Comedia, locura, todo es uno. Y la locura es melancolía, puesto que en la pluma de Burton el sentido de la palabra “melancolía” se dilata al punto de incluir toda forma de delirio, aberración y anomalía. Es el denominador común de la mentira y el desorden universales: lo engloba todo, primero la estudiosa locura de Burton, su inquietud contemplativa, su humor sombrío de intelectual sedentario, pero luego también la agitación de la gente, la estupidez, la imprudencia, la codicia de los príncipes y sus asuntos. Todo se remite a una sola e idéntica enfermedad, de suerte que el erudito puede hablar indistintamente de los otros y de sí mismo. Puede dispersar su interés al infinito, de cualquier modo no podrá salir del teatro. Y todo, en fin, se remite a la misma comedia. Aceptemos que la imagen del teatro ocupa el mejor de los lugares en el preámbulo de una obra consagrada a la melancolía, ya que un estrecho vínculo une la melancolía con el sentimiento de “teatralidad” del mundo exterior. A los ojos del deprimido frecuentemente sucede que el paisaje circundante carece de consistencia y realidad. El mundo ya no pesa. Está contaminado por algo falso y embustero. Las actividades humanas parecer no tener sentido. Los hombres se consagran a sus ocupaciones, pero su trajinar, para el melancólico, no es más que una gesticulación inquietante y absurda. Sucede que (en el síndrome de Capgras) el deprimido se rehúsa a admitir la identidad de las personas que lo rodean: no son sus verdaderos padres, ni verdaderos amigos, sino actores, impostores a sueldo para representar un papel, con los gestos perfectos y adecuados. Está convencido de que los seres de verdad han muerto. Y sólo hay remplazos frente a él.

All the wrodl is stage. Todo el mundo es un teatro. ¿Quién lo dijo? Jaques en As You Like It. Y Jaques representa

el

tipo

perfecto

del

melancólico.


Shakespeare le otorga, al grado de lo caricaturesco, los rasgos íntegros dela enfermedad de moda: es un malcontent traveller, que ha conocido países lejanos, pero que ahora prefiere los animales del bosque a los hombres. Va vestido de negro. Busca en la música a la vez un alimento y un alivio para su humor sombrío. Su diálogo más famoso, por lo demás admirable, hace desfilar, en unos cuántos versos, todas las edades, de la infancia a la vejez; ahí el hombre es un actor que va de un papel a otro sin poderse detener jamás en ninguno de ellos. Lo que más me impresiona en el parlamento de Jaques inmóvil, como si la vida de otros individuos se desplegará al compás de un filme acelerado, dejando percibir de cada edad del hombre no más que una pose grotesca o una ridícula vestimenta. Esto nos recuerda que para los fenomenólogos (Erwin Strauss, Ludwig Binswanger) la melancolía se manifiesta como una disminución del ritmo interno. Inhibido, aletargado, el melancólico vive en un tempo inferior al del resto del mundo; se vuelve incapaz, tan pronto enferma, de comunicarse “vitalmente” con su entorno. Y es esta discordancia entre el tiempo fúnebre subjetivo y la vida ordinaria la que da la sensación de que la vida cotidiana es una farsa irreal e irrisoria. El sentimiento teatral, en la melancolía, nace del distanciamiento entre el tiempo interior y el tiempo exterior. Si el mundo le parece a Jaques una comedia es debido a que el espectáculo exterior está animado por un movimiento demasiado veloz, demasiado fugitivo como para que pueda participar de él. Jaques está abandonado, afuera, en situación de espectador; la corriente fluye, y él, al no poder seguirla, se queda en la ribera. (…) Traducción ALEJANDRO MERLÍN Revisión FAUSTO JOSÉ TREJO Epilogo FERNANDO VIDAL


La tinta de la melancolía. México. Fondo de Cultura Económica. 2016. Págs. 177-178.


ISMENE Por: Yannis Ritsos (1909-1990)

(Un joven oficial de la guardia había solicitado ser recibido por la Señora de la casa. Su padre había trabajado desde niño en sus tierras y se había vuelto como de la familia. Ahora, ya viejo y enfermo, envía a su hijo con una cesta de fruta y una maceta de albahaca, para que transmita sus respetos y se despida de su parte de la última descendiente de la enorme familia exterminada. La audiencia le fue concedida. El joven oficial, con un ceñido uniforme, robusto, de buen ver, con la abierta cordialidad griega propia de su origen campesino, pero también con una patente sensualidad –cultivadas sin duda por el contacto con la gente de la ciudad y por la ociosidad de los cuartelesparece particularmente conmovido, halagado y casi eróticamente perturbado frente a la cordial Señora de la casa, pintada en exceso y encorsetada que, sin embargo, conserva el vago encanto de una belleza


ahora ya lejana, desvanecida. Con torpeza deposita en el suelo la cesta y la maceta como si hiciera algo indebido y transmite el mensaje de su padre. Ella le ofrece una silla frente a la ventana. Le pregunta por la salud de su padre, por sus tierras. Él habla interminablemente de la vida en los campos, de las cosechas, de los árboles, los ríos, los caballos y las vacas. Ella, aunque distraída, muestra un exagerado interés por todo, mientras observa a aquellas fuertes manos incómodamente colocadas sobre sus rodillas. Hermoso crepúsculo de primavera. Por la ventana abierta entra la luz, pálida y sonrosada. Más tarde adquiere tintes naranjas, violetas, lilas, hasta volverse profundamente azul. Desde el jardín llegan los trinos de los pájaros. De tanto en tanto algún reflejo de las pesadas joyas que ella lleva puestas va a dar a los muebles, al espejo grande, a las ventanas o al rostro del joven. De pronto, él guarda silencio. La noche está a punto de caer. Una inexplicable quietud y expectación. Quizá por eso ella comienza a hablar, como para llenar aquel vacío o evitar la irrupción de algo indelicado y, sin embargo, ineludible): Haría bien en venir de vez en cuando –es algo que me agrada. Aquí el tiempo transcurre con lentitud; ya nadie viene ni se va, sólo el habitual deterioro de la madera de los muebles, de las vigas en el techo, de los suelos y las escaleras, de los enlucidos, los utensilios, las cortinas y los goznesdeterioro lento, herrumbre silenciosa, sobre todo en las manos y en los rostros.


(…) Esta lenta precisión multiplica la distancia de mí hacia mí, de un movimiento a otro, de un recuerdo a otro. Haría falta un mes entero para pasar de una habitación a otra. Una niebla vaga se filtra entre todas las cosas. Con frecuencia, las mañanas de invierno me siento aquí, tras la ventana, y miro con buena cara la distancia; de vez en cuando pasa alguien allá, al fondo, desvanecido, una mancha sin rostro, sin carne –y ni siquiera intento distinguirla ni me importa adónde va –aquí o allá-, es igual…

Los árboles también son incorpóreos. Si en esos momentos un leñador intentara cortar con su hacha un sauce o un ciprés, ni ruido ni tronco ni hacha. Esta hermosa vaguedad


es la única realidad –hace de mí una persona ajena lejana y casi invulnerable, como aquella mancha en la niebla, y gozo con esa liviandad, aunque de alguna manera me intimida. (…) Era como si mi hermana se avergonzara de ser mujer. Quizá esa fuera su desgracia. Quizá por eso murió. A todos nos gustaría, quizá, ser algo distinto de lo que somos. Nos lo soportan más, otros menos, hay quien no lo soporta. El destino, dicen, nos ata al redondel de lo irrealizable para que giremos y giremos alrededor del pozo en cuyo fondo se halla encerrado, oscuro, indescifrable nuestro rostro. Mi hermana se negaba a asentir y a acatar, -inflexible la desesperanzada. (…) Jamás se lo dije. Nunca se enteró. ¡Cómo la compadecía! También ella tenía hambre (y lo sabía). Tal vez incluso amara. No soportaba doblegarse ante su propio deseo, que no era, está claro,


obra suya, ni su elección. Sólo su muerte, -no; sólo podía elegir la hora y la forma de su muerte. Y en verdad las eligió. Y su “Sin que nadie me llore, sin amigos”, sobre todo su “sin himeneo” fu su única confesión, su primera humildad, bella, una primera hazaña femenina su franqueza última y única que parecía justificar su amarga soberbia. Eso la disculpaba a mis ojos. (…) A veces me pregunto si no habremos nacido más que para aceptar que moriremos. Mas en los interludios de esa estéril pregunta transcurre nuestra vida. Hemón se había alejado de todos; ya no pertenecía a mi hermana ni a sus amigos. Una calma enorme, casi una complacenciaesa irremediable carencia física; -una sosegada certeza: nadie puede quitarnos ya lo que no existe; la memoria lo conserva íntegro en recóndita


exclusividad, a veces adaptándolo para los otros. Usted tiene algo de Hemónese retraimiento que da la fuerza y la honradez Quizá el mentón partido. las tardes que paso sentada aquí dentro, no sé por qué gorjean aún los pájaros en el jardín –quizá por esopor el nuevo surco del arado. Los muertos, usted lo sabe, ocupan siempre mucho espacio; -por más pequeños e insignificantes que sean, crecen de golpe; llenan la casa entera; no hallas un rincón donde ponerte. Aun mamá, tan temerosa, tan reservada siempre, silenciosa, ha adquirido ahora una autoridad inviolable sobre los jarrones, los utensilios de cocina, la ropa blanca, sobre las cortinas cerradas, sobre las horas vespertinas cuando se pone a llover, y su larga aguja de tejer lanza un brillo disimulado desde el viejo bastidor de los bordadosése es el lugar de mamá, la expresión de mamá, su postura, su pensamiento –ahora todo es de los muertos. (…)


Es curioso que, en medio de todos estos cambios, estas alteraciones, estas reordenaciones, como suele decirse, sólo quede, distinguiéndose nítidamente por encima de todas las muertes, el cuerpo humano, desvalido, ignorante, inamovible, prodigioso.Creo que la única belleza es la ignorancia; la única virtud –la juventud; ¿cuánto dura? ¿cuánto duramos? Se renueva, me dirá, con las generaciones venideras –no para nosotros, no para nosotros-, ¿cuál es, entonces la renovación? (…) Quizá le haya dicho su padre qué años tan difíciles pasamos. ¿Qué obtuvieron, Dios mío, qué ganaron? - Desvelos, desvelos, deberes, vanos heroísmos; -amplias puertas que se abrían y se cerraban en la misma oscuridad; máscaras de yeso, de cobre, de oro, de terciopelo, astucias, lisonjas, disfraces, -¿para ocultarse?, ¿de quién? ¿de sí mismos?, ¿de los otros?, ¿del destino? Y aquella voracidad de gloriaimagino que toda gloria se apoya en múltiples


malentendidos y, por supuesto, en la negación de la vida-, ¿de qué te sirve la gloria? (…) Mejor pues, ni gobernar ni ser gobernado (¿cómo hacer?)basta con el gobierno que nos marca antes de nuestro nacimiento; basta con la muerte que nos acecha; con ella de alguna manera nos familiarizamos; lo que está en el medio pierde su filo. El cuerpo se desmadeja, el cabello, las ventanas, los ojos se decoloran, se afloja por fin la pala de la mano en la que habías colocado una moneda grande, dura, de oro; nuestra vida toda era un puro espasmo para no extraviar la moneda, un miedo constante a que se nos fuera a caer, a que se nos fuera a perder; quedaba incapacitada una de nuestras manos, quedaba la incapacitada la mitad de nuestra vida, toda nuestra vida. (…) Ha oscurecido. Entra en sus aposentos mientras todavía se oyen los pasos del joven oficial en la escalera. Busca a tientas los fósforos en la mesa pequeña. Enciende las tres velas del candelabro.


Golpea el disco metálico que está colgado. Acude la Nodriza. “No cenaré esta noche –dice-. No te necesitaré. Puedes acostarte. Ah, sí, tráeme un vaso de agua. Y da cuerda al péndulo que cuelga en la sala. Lo hemos olvidado. Llévate aquella cesta con la fruta. La maceta, ponla en la ventana”. Al cabo de un momento llega con el agua. Se va. Calma. Cierra con llave las dos puertas. Ahora se oye el reloj que está en la habitación contigua. Las nueve. Las nueve y cuarto. Las diez. Las diez y media. Se coloca delante del espejo. Se desmaquilla. Se desnuda. Los senos flácidos. Marcas del apretado corsé en el vientre. Los dedos del tiempo sobre los muslos. Las once. Se quita los collares. La piel debajo de la barbilla, floja, colgada. Las once y cuarto. Coge el candelabro con la mano izquierda. Se acerca al espejo. Con el dedo corazón de la mano derecha se estira la piel debajo de los ojos. El blanco del ojo, opaco, muestra una delgada red de enrojecidas venas. Se lleva los dedos al cabello teñido. Las raíces blancas. Expresión de nausea en el rostro inmóvil. Las comisuras de los labios estiradas. Se pone un vestido rojo. Se vuelve a poner sus alhajas. Se recuesta en el sillón rojo, de terciopelo, frente al espejo. Cierra los ojos. Las doce. Siete golpes suaves en la puerta. Silencio. Otros siete golpes, más fuertes. Silencio. De nuevo los golpes. Después, nada. Un gran silencio. El vaso brilla. Ella se levanta. Se acerca al espejo. Vuelve a pintarse. Blanca como yeso. Los ojos inmensos, exageradamente negros. Una máscara de yeso. Se cambia. Se pone el vestido de su hermana, cerrado, holgado, con pliegues, del color de las castañas. Se ciñe un cinturón con una hebilla gruesa. Abre el cajón de la mesa de noche. Coge algo. De espaldas al candelabro y al espejo, bebe el agua a pequeños sorbos entrecortados, como si estuviera tomando aspirinas. Se acuesta en la cama vestida y con sandalias. Inmóvil. Serena. Cierra los ojos. Sonríe. ¿Se habrá quedado dormida? Desde la habitación contigua se oye el reloj).

Atenas, septiembre – diciembre de 1966, Samos, diciembre de 1971. Traducción de SELMA ANCIRA


Ismene. Barcelona. Acantilado. 2012. Pรกgs. 7-9, 1112, 29, 31, 37-41, 57, 63, 93-95.


LA ANTÍGONA DE SÓFOCLES: SIMPLIFICACIÓN (FRAGMENTO) Por: Martha Nussbaum

CONFLICTO,

VISIÓN

Y

(1947-)

I Puesto que nos disponemos a preguntarnos por las concepciones sobre la deliberación que se examinan en la Antígona, empezaremos con un personaje que delibera y no sabe qué hacer. Este personaje aparece en escena arrastrando los pies, con una renuncia y confusión evidentes en sus gestos y en la simplicidad de su semblante: Señor, no voy a decir que he llegado sin aliento por la rapidez de la marcha. Muchas veces mis pensamientos me han hecho detenerme y volverme por donde venía. Mi ánimo o paraba de decirme: “Loco, por qué vas adonde serás castigado? Infortunado, ¿te detienes de nuevo? Y si Creonte se entera por algún otro, ¿cómo escaparás al castigo?” Dando vueltas a todo esto en mi ánimo llegué hasta aquí, despacio y resistiéndome. Y de esta manera un recorrido corto se hizo largo. Finalmente, sin embargo, prevaleció la idea de venir junto a ti… Me aferro a una esperanza, que nada me ha de suceder que no sea mi suerte (233-6).


Sófocles muestra vívidamente en esta escena un proceso de deliberación práctica. Este tipo de proceso era fácilmente reconocible por el auditorio como una experiencia de la vida cotidiana. Este hombre encuentra dificultades para tomar una decisión entre dos opciones penosas. Su ánimo le brinda argumentos en ambas direcciones y no puede ignorarlos. Tal situación de su pensamiento se corresponde con sus vacilaciones corporales y, así, observamos que, ora avanza, ora retrocede en su camino. No cuenta con una teoría de la decisión ni puede explicar con claridad los procesos que le llevan a optar por una línea de conducta. Todo lo que sabe es que, finalmente, “prevaleció” uno de los cursos de acción posibles. Sumido en una persistente turbación, no le queda otro consuelo que la idea de que sólo le ocurrirá lo que le tenga que sucederle. En muchos sentidos, este hombre no es presentado como un ser humano representativo. Es despreciablemente cobarde, crudamente egoísta. Pero su relato, adornado con detalles tan familiares, nos devuelve a las realidades físicas de la existencia cotidiana –el calor, el polvo, los olores desagradablesrespecto de las cuales los personajes heroicos guardan silencio. De forma similar, su confusión, su sentir los dos lados de la alternativa (junto con su creencia en la importancia del acaecer incontrolable) nos devuelven a la incomodidad, agudamente sentida, de la deliberación en el universo de la cotidianeidad. Al oír a este personaje después de escuchar las palabras de Antígona y Creonte, el espectador griego se apercibía de que tales componentes propios del pensamiento práctico cotidiano, lo mismo que el polvo del verano y el hedor de la corrupción, estaban ausentes de las reflexiones llenas de elocuencia de los protagonistas. Estos últimos recurren al conocimiento práctico (1), cuyas “verdades” les permiten rehuir las dolorosas vacilaciones que experimenta el guardián. Así, cabría preguntarse, “¿cómo han logrado ambos protagonistas distanciarse del universo de lo ordinario hasta el punto de que las preocupaciones humanas comunes parecen corresponder a una figura baja y cómica, a un campesino en vez de a un rey?”


La fragilidad del bien. Fortuna y ĂŠtica en la tragedia y la filosofĂ­a griega. Libros. 1995. Pags. 93-94.

Madrid.

Visor


EL AMOR LOCO (1937) Por: André Breton (1896-1966)

I (FRAGMENTO)

Boys

de lo severo, intérpretes anónimos, encadenados y brillantes de la revista del gran espectáculo que durante toda una vida, sin esperanza de cambio, poseerá el teatro mental, siempre han evolucionado misteriosamente para mí unos seres teóricos que interpreto como portadores de llaves: las llaves de las situaciones, lo cual significa para mí que conservan el secreto de las actitudes más significativas que deberé tomar ante los raros acontecimientos que me habrán perseguido con sus trazas. Es propio de esos personajes aparecérseme vestidos de negro –de etiqueta, sin duda; sus rostros se escabullen de mi memoria; creo que son


siete o nueve- y, sentados unos cerca de otros en un banco, dialogan con la cabeza perfectamente erguida. Es así como hubiera querido siempre llevarlos a la escena, al principio de una obra, puesto que su papel consiste en revelar cínicamente los móviles de la acción. A la caída de la tarde, y con frecuencia mucho más tarde (no oculto que aquí el psicoanálisis podría meter baza), como si se sometieran a un rito, los encuentro vagando silenciosos a orillas del mar, en fila india, rozando las olas. Su silencio no me molesta nada, tanto más cuanto que, en verdad, sus conversaciones en el banco me han parecido siempre singularmente deshilvanadas. Si les buscara un antecedente en la literatura, seguramente me detenga en el Haldernablou de Jarry, donde fluye un lenguaje litigioso como el de ellos, sin valor de cambio inmediato, Haldernablou, que además se suelta con una evocación muy semejante en la mía: “en el bosque triangular, después del crepúsculo”. ¿Por qué es necesario que este fantasma venga irresistiblemente detrás de otro que, sin ninguna clase de duda, se sitúa en las antípodas del primero? Tiende, en efecto, en la construcción de la pieza ideal a que me he referido, ah hacer bajar el telón del primer acto en medio de un episodio que se pierde detrás de la escena, o que por lo menos se representa en esta escena a una profundidad insólita. Un deseo imperioso de equilibrio lo determina y, de un al otro, se opone, en lo que a él se refiere, a cualquier variación. El resto de la pieza es una cuestión de capricho, es decir, como me lo doy a entender inmediatamente, que esto casi no vale la pena de ser concebido. Me complazco en imaginarme todas las luces de que ha gozado el espectador que converge en este punto de sombra. Loable comprensión del problema, buena voluntad de la risa y de las lágrimas, placer humano de aceptar la razón o el error: ¡climas templados! Pero de súbito, aún en el banco de hace un rato, no importa, o en alguna banqueta de café, la escena es de nuevo obstruida. Está obstruida, esta vez, por una hilera de mujeres sentadas, en atavíos claros, que son los más conmovedores de todos los que han llevado nunca. La simetría exige que sean siete o nueve. Entra un hombre… y las reconoce. ¿Una tras otras o todas a la vez? Son las mujeres que ha amado, que le han amado, éstas durante años, aquélla un día. ¡Cuánta oscuridad!


Si no conozco nada más patético en el mundo, es que me está formalmente prohibido hacer cálculos, en tal coyuntura, sobre el comportamiento de un hombre, sea cual sea –con tal que no sea cobarde-, de este hombre en cuyo lugar me he colocado yo a menudo. Apenas es, este hombre viviente que intentaría, que intenta esta restitución en el trapecio alevoso del tiempo. Sería incapaz de contar sin el olvido, sin la bestia feroz de cabeza de larva. El maravilloso zapatito destellante se iba en varias direcciones. Resta deslizarse sin mucha prisa entre los dos imposibles tribunales que están frente a frente: el de los hombres que yo hubiera sido amando, por ejemplo, y el de las mujeres que evoco, todas, en atavíos claros. Así, el mismo río se arremolina, araña, se descubre y pasa, fascinado por las piedras suaves, las sombras y las hierbas. El agua, enloquecida por sus volutas, como si fueran una cabellera de fuego. Deslizarse como el agua en el centelleo puro, mas para eso sería necesario haber perdido la noción del tiempo. ¡Pero qué abrigo contra él! ¿Quién nos enseñará a decantar la alegría del recuerdo?

Traducción directa de AGUSTÍ BARTRA

El amor loco. México. Joaquín Mortiz. 1967. Págs. 7-9.


NIJINSKI (1890-1950) Por: Yorgos Seferis (1900-1971)

Se me apareció, cuando yo miraba, en la chimenea, las brasas incandescentes. Llevaba en la mano una enorme caja de fósforos rojos. Me la mostró, como esos prestidigitadores que sacan un huevo de la nariz de vuestro vecino. Tomó luego un fósforo, echó fuego a la caja, y despareció detrás de una llama gigantesca. Poco después se plantó frente a mí. Recuerdo su sonrisa cereza, sus ojos vidriosos. En la calle, un organillo repetía al infinito la misma nota. Soy incapaz de decir cómo estaba vestido. Me hacía pensar obstinadamente en un ciprés púrpura. Lentamente sus brazos comenzaron a descolarse de su cuerpo tieso, en forma de cruz. Pero ¿de dónde salían todos esos pájaros? Hubiérase dicho que los había ocultado bajo sus alas. Volaban torpemente, alocados, embriagados; se daban contra los muros, contra los vidrios de la estrecha pieza y caían sobre el piso, como golpeados por la muerte. Yo sentía amontonarse a mis pies un tibio cúmulo de


plumones y de estremecimientos. Yo lo miraba. Un calor extraño recorría todo mi cuerpo. Cuando hubo terminado de levantar los brazos y después de juntar sus dos manos, dio un salto brusco, semejante al resorte de un reloj que se hubiese roto bajo mis ojos. Tocó el cielorraso que resonó con un ruido de címbalos, tendió su mano derecha, tomó el hilo de la lámpara, se balanceó un segundo, se dejó caer y, en la penumbra, se puso a trazar el número 8 con su cuerpo. Este espectáculo me aturdió bastante y me oculté el rostro en las manos. Apretaba la oscuridad sobre mis párpados escuchando el organillo que tocaba siempre la misma nota y que luego se detuvo secamente. Un soplo repentino, glacial, me envolvió. Sentía helarse mis pies, escuchaba el débil y aterciopelado eco de una flauta seguido de pronto por un redoble sordo y persistente. Abrí los ojos. Lo vi. Estaba en punta de pies, sobre una bola de cristal, en medio de la pieza, con una extraña flauta verde en la boca, sobre la que deslizaba sus dedos, como por millares. Los pájaros se reanimaron entonces y, en un orden extraordinario, alzaron vuelo y se juntaron. Formaron un gran cortejo que hubiéramos podido enlazar y de pronto huyeron en la noche por la ventana que se encontraba abierta no sé cómo. Ya no quedaba un ala en la pieza, solamente un olor sofocante de caza. Entonces, me decidí a mirarlo de frente. No tenía rostro: encima del cuerpo púrpura –que se habría dicho decapitadohabía una máscara de oro, como las de las tumbas de Micenas, con una breve barba cuya punta le llegaba al cuello. Intenté levantarme, pero antes de que esbozara el menor gesto, un ruido ensordecedor, una pila de címbalos desmoronándose en una marcha fúnebre, me clavó en mi lugar. Su máscara acababa de caer. Su rostro reapareció, tal como era al comienzo, con sus mismos ojos, su misma sonrisa y algo que yo advertí por primera vez: su piel blanca, tendida por dos mechas negras que la tomaban, como si fuesen pinzas, al nivel de las orejas. Intentó saltar, pero había perdido ya la flexibilidad del comienzo. Creo, incluso, que trastabilló sobre un libro caído por azar y que se arrodilló a medias. Podía ahora contemplarlo a mi gusto. Veía perlar por sus poros finas gotas de sudor. Una especie de jadeo me oprimía. Trataba de comprender por qué sus


ojos me habían parecido tan extraños. Los cerró y quiso volver a elevarse. Esto debía ser muy difícil por cuanto parecía luchar, sin lograrlo, por reunir todas sus fuerzas. Se volvió a arrodillar, pero esta vez totalmente. Su piel estaba terriblemente pálida, parecían cabellos muertos. Si bien yo asistía al espectáculo de una agonía, me sentía ya mejor; tenía el sentimiento de haber vaciado alguna cosa.

No tuve tiempo de respirar cuando luego lo vi extenderse de todo su largor sobre el suelo y desaparecer en el corazón de una pagoda verde pintada sobre mi alfombra. Traductor: LYSANDRO Z. D. GALTIER

El Zorzal y otros poemas. Buenos Aires. Editorial Losada. 1966. Págs. 68-70.


EL SUJETO DEL ARTE (FRAGMENTO) Por: Gaëtan Picon (1915-1976)

Yo no comienzo a escribir como comienzo mi jornada, una vez abierta la ventana, con el distintivo que lleva mi nombre pegado a mi chaqueta, leyendo las noticias del mundo como los titulares del diario de la mañana desplegado ante mí, leyendo las cosas – palabras, las palabras- percepciones, leyendo por ejemplo: el cielo está azul. Estoy, cuando comienzo a escribir, más bien como el hombre que trata de despertarse, que pasa de un mundo a otro, de desaprender, de aprender. Es preciso que yo recupere mi nombre perdido, que yo me habite. Y como este nombre, este sentimiento de existir, los he visto primero a distancia, no puedo tener con ellos las relaciones sin problemas que tengo con todo lo que me ha sido ofrecido, o, más bien, impuesto. Porque yo no sé quién soy, me parece que puedo ser verdaderamente yo. Escribo para cambiar de piel y, a la vez, para estar cómodo en la mía. Entre la identidad declarada y la que trata de declararse, entre los pretendidos verdaderos y los pretendidos


falsos papeles de identidad, hay un abismo. ¿De dónde vienen las palabras que me permiten franquearlo? No caen del cielo como la lluvia en una cisterna vacía que ella vuelve sonora. Las palabras que vienen de afuera despiertan precisamente una sonoridad que no me satisface. Las palabras susceptibles de satisfacerme vienen de mí, pero no como la exudación de un cuerpo, como el zumo de fruto, como el aliento infalible de mis pulmones. Las palabras vendrán de mí, al final de un trabajo lleno de azar. Puedo continuar siendo lo que soy sin llegar a encontrarlas. No completamente el mismo, sin duda, ya que el libro escrito modifica a quien lo escribe. Pero no por ello paso del vacío a la plenitud. Proust hubiera sido Proust, aunque sólo hubiese escrito Jean Santeuil, Rimbaud sigue siendo Rimbaud en Etiopía. Uno pasa solamente de la oscuridad donde uno se ahoga a la claridad donde uno respira, o, en el caso de Rimbaud, de la claridad a la noche donde uno se enceguece con sus propias manos. La palabra es otra respiración. Crea pasadizos de circulación en un monte tan espeso que antes no se podía avanzar en él; nos desprende de nosotros mismos, permitiéndonos ver a distancia, como en otro cuerpo donde podemos amarnos. Del mismo modo, nos sucede que concordamos con nosotros mismos mientras escuchamos, al lado nuestro, la respiración adormecida de nuestra amada. Pero nada asegura que podamos crear ese segundo cuerpo; para ello es preciso la suerte de un gesto semejante al de la mano que trataría de poner la aguja en el sitio preciso sobre un disco donde están grabados varios trozos de música, cuando sólo queremos escuchar uno de ellos y no conocemos su separación. ¿Cómo comenzar, en efecto, puesto que las primeras palabras están dadas como me son dadas cuando abro la ventana y digo o leo: ¿el cielo está azul? Pues, tal vez, poco me importa que el cielo esté azul, y, si lo digo, nada seguirá a ello: no es éste el extremo de mi madeja. Puede ser también que cielo designe insuficientemente el cielo, que azul designe insuficientemente el azul, y que yo busque


palabras que, al mismo tiempo que el cielo, digan el mar y el amor, el color del cielo o el de la noche al mismo tiempo que el azul. Para conocer mis primeras palabras, me sería preciso haber terminado de escribir, pero sólo puedo conocerlas escribiendo. ¿Cómo comenzar, puesto que hay un ya allí del cual es preciso separarme (lo insignificante del mundo ya hablado) y un ya allí al cual debo acercarme escribiendo, mi mundo que todavía no sé hablarlo? ¿Y cómo terminar, puesto que mi mundo sigue apareciéndome, sigue haciéndome mientras yo escribo; puesto que ése quien dice no: el cielo está azul o: la noche cae, sino: Sois un bello cielo de otoño claro y rosa o La noche se engrosaba como una barrera ve ya cabellos de tinieblas tensos, se vuelve ya hacia el amanecer? ¿Cómo terminar, puesto que hay un siempre allí? Si hablamos, no es porque no sea imposible no hablar. Comenzamos porque las palabras no estaban allí; continuamos porque no hemos dicho todo o porque nada hemos dicho todavía. Traducción: ALFREDO SILVA ESTRADA

Las

líneas

de

la

mano.

Editores. 1976. Págs. 28-30.

Caracas.

Monte

Ávila


LA EXPERIENCIA DEL AFUERA Por: Michel Foucault (1926-1984)

La transición hacia un lenguaje en que el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la consciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que se anuncia en diferentes puntos de la cultura: en el mínimo gesto de escribir como en las tentativas por formalizar el lenguaje, en el estudio de los mitos y en el psicoanálisis, en la búsqueda incuso de ese Logos que es algo así como el acta de nacimiento de toda la razón occidental.


Nos encontramos, de repente, ante una hiancia (1) que durante mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto. ¿Cómo tener acceso a esta extraña relación? Tal vez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura occidental no ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad todavía incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites, enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no obtener más que su irrefutable ausencia, y que al mismo tiempo se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para extraer su fundamento o su justificación, cuanto para encontrar el espacio en que se despliega, el vacío que le sirve de lugar, la distancia en que se constituye y en la que se esfuman, desde el momento es que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas, -este pensamiento, con relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y con relación a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podríamos llamar en una palabra “el pensamiento del afuera”. Algún día habrá que tratar de definir las formas y las categorías fundamentales de este “pensamiento del afuera”. Habrá, también, que esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por buscar de dónde proviene y qué dirección lleva. Podría muy bien suponerse que tiene su origen en aquel pensamiento místico que, desde los textos del SeudoDionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo: quizá se haya mantenido, durante un milenio más o menos, bajo las formas de una teología negativa. Sin embargo, nada menos seguro: pues si en una experiencia semejante de lo que se trata es de ponerse “fuera de sí”, es para volverse a encontrar al final, envolverse y recogerse en la interioridad resplandeciente de un pensamiento que es de pleno derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto, incluso si es, más allá de todo ser, nada. Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, paradójicamente, en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental


como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo. Es por la misma época cuando en la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar, sin duda hasta el infinito, la enigmática ayuda que proviene de la “ausencia de Dios”. ¿Podría decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo al deseo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perderse, Sade y Hölderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero, aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia que debió permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no había penetrado todavía en el espesor de nuestra cultura, sino flotante, extraña, como exterior a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo, de suprimir las alienaciones, de rebasar el falaz momento de la Entäusserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de recuperar en la tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos. Así pues, fue esta experiencia la que reapareció en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún –desde Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro- como el movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene energía material, sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o del inconsciente, deviene


discurso del límite, de la subjetividad quebrantada, de la transgresión; en Klossowski, con la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y demente del Yo. De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto más esté, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo –la presencial real, absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.

1. Traducimos béance (termino frecuente hoy día en léxico filosófico francés) por hiancia siguiendo el criterio que Tomás Segovia adopta en su traducción de los Escritos de Jacques Lacan [Jacques Lacan, Escritos I, 2ª ed., México: Siglo XXI editores, 1972]. Hiancia sería así la substantivación del adjetivo hiante (que contiene hiatos) que a su vez aparece en el D.R.A.E., en su 2ª aceptación, con el significado poco usado o culto de abertura, grieta. [N. del T.) Versión castellana de MANUEL ARRANZ LÁZARO


El pensamiento del afuera. Valencia. Pre-Textos. 2000. Pรกgs. 15-22.


EL ÁNGEL DE LA VENTANA DE OCCIDENTE Por: Gustav Meyrink (1868-1932)

¡Qué sentimiento tan turbador! ¡Tener en la mano, atado y sellado, el legado de un muerto! Es como si tenues e invisibles hilos, parecidos a los de las telas de araña, se escapasen de él, para conducirte mucho más allá, en un imperio de tinieblas. El sabio cierre del paquete, el papel azul cuidadosamente plegado sobre el papel de embalaje, prueban, con un silencioso testimonio, la intención y el gesto premeditado de alguien vivo que sentía acercarse la muerte. Reúne, clasifica y envuelve: cartas, notas, cajitas impregnadas de su importancia antigua y a la vez de su decadencia actual, vacías de recuerdos ha mucho desvanecidos; al hacer esto, imagina venir un heredero, un lejano personaje, casi un extraño -¡yo!- un hombre que no conocerá su desaparición y sólo se afectará si el paquete cerrado, abandonado en el reino de los vivos, encuentra el camino hasta él. Está constelado de imponentes sellos rojos, los de mi primo John Roger, con las armas de mi madre y de su familia. Desde ya hacía mucho los primos y las tías llamaban a este hijo de un hermano de mi madre: “El último de su raza”, y estas palabras, aparte de las consonancias extranjeras de su nombre, resonaban en mi oído como un título solemne, cuando,


con un orgullo un poco risible, las pronunciaban con sus labios secos y arrugados, exhalando en una pequeña tos el resto de una raza casi extinguida. El árbol genealógico –evocado en mi imaginación por la imagen heráldica- está curiosamente ramificado en tierra extranjera. Se ha enraizado en Escocia, ha prosperado en toda Inglaterra, pasa por estar emparentado de cerca con una de las más importantes familias del País de Gales. Vigorosos brotes se han multiplicado en Suecia, en América, finalmente en Estiria y en Alemania. En todas partes se han debilitado y en Gran Bretaña el tronco se está secando. Un último renuevo resistía todavía, aquí, el sur de Austria: mi primo John Roger. Y este último renuevo, Inglaterra lo ha segado. “Su Señoría” mi abuelo materno, todavía tenía en mucho las tradiciones y los títulos de sus antepasados. ¡Y tan sólo era un simple ganadero de Estiria! –John Roger, mi primo, había tomado otros caminos; se dedicó a las ciencias naturales y a una especie de medicina diletante de la psicopatología moderna, hizo grandes viajes y se instruyó con una gran perseverancia en Viena y en Zurich, Alep y Madrás, Alejandría y Turín, cerca de maestros diplomados o no, cubiertos del polvo de Oriente o enarbolando la camisa almidonada de los Occidentales, pero eminentes conocedores de los abismos del alma. Algunos años antes de declararse la guerra se instaló en Inglaterra: debió de ir para investigar sobre la existencia y el origen de nuestra familia. No sé nada más, sólo que allí habría descubierto algún raro y profundo secreto. Fue entonces cuando la guerra le sorprendió, y como era oficial de reserva austríaco, se le internó; cuando salió del campo, al cabo de cinco años, era un hombre acabado. Ya no cruzó el canal de la Mancha y murió en algún lugar de Londres, dejando tras él unos pocos bienes sin importancia, y a partir de ahora dispersados entre los diversos miembros de la familia. Me toca en suerte, además de algunos recuerdos, el paquete recibido hoy, en el cual, escrito por su propia mano, ha puesto mi nombre. ¡Muerto es el árbol, excluido el blasón!


Pero es sólo un pensamiento vano por mi parte: ningún heraldo procede con semejante proclamación tan solemne y sombría. Excluido el blasón murmuraba mientras rompía los sellos rojos. Ya nadie más los pondrá. Son majestuosas, espléndidas armas que… ¿que yo rompo? Extraña impresión: ¿no es como si de golpe yo dijera una mentira? Sí, yo rompo estas armas, pero quién sabe, ¡quizá las despierte de un largo sueño! El escudo, bifurcado en su base, lleva a la derecha sobre un campo de azur una espada de plata en palo sobre una colina de sinople –alusión al señorío de Glahdhil de nuestros antepasados en Worcester. A la izquierda, en un campo de plata, un árbol verde; entre sus raíces nace una fuente de plata, a causa de Mortlake en Middlesex. Y, en la parte verde se termina en punta, una lámpara encendida recuerda las lámparas d de los primeros cristianos: símbolo insólito, que los heraldistas han considerado siempre con gran asombro. Dudo en romper el último sello, tan bellamente puesto par el placer de los ojos. ¿Pero qué es eso? Debajo del escudo. ¡No es del todo una lámpara encendida! ¡Es un cristal! ¡Un dodecaedro regular, aureolado de gloriosos rayos! ¡Sí, es un carbúnculo radiante, no una humilde lámpara de aceite! Y de nuevo se apodera de mí una extraña turbación, una emoción que querría abrirse paso hasta mi conciencia, y que habría dormido desde, sí, desde hacia siglos.

Lapis sacer santificatus manifestationis (1)

et

praecipuus

Observo moviendo la cabeza esta incomprensible novedad en el viejo blasón tan familiar. ¡Un sello que estoy seguro de no haber visto jamás! O mi primo John Roger lo ha hecho componer, o… sí, está claro: el corte, tan limpio, es moderno, indudablemente: John Roger ha hecho fabricar en Londres un nuevo sello. ¿Pero por qué? -¡A causa de la lámpara!- Lo descubro de pronto como una cosa que cae por su propio peso: la lámpara sólo era una corrupción tardía y estrambótica. Desde siempre el blasón ha llevado un cristal radiante. -¿Pero y la inscripción?- Descubro una singular complicidad


entre este cristal y mi mundo interior. ¡Cristal de roca!” Recuerdo que en una leyenda, un carbúnculo resplandecía con todos sus destellos en el cénit, pero la he olvidado. Una última duda. Al final rompo el último sello, deshago los nudos. Delante mío se esparcen viejas cartas, actas, archivos, extractos, amarillentos pergaminos cubiertos de caracteres rosacrucianos, diario íntimo, imágenes, pentáculos herméticos más o menos podridos, algunas sucias encuadernaciones con viejos cobres, un montón de cuadernos atados juntos de todas las maneras; y también pequeños cofres de marfil llenos de sorprendentes telas, monedas, fragmentos de madera incrustados de plata y oro, a manera de reliquias; y luego, huesecillos pulidos y tallados en caras como cristales, muestras del mejor carbón fósil de Devoushire, y buen número de objetos heteróclitos. Emerge una nota, con la austera y acompasada escritura de John Roger. ¡Lee o no leas! ¡Quema o persevera! Añade polvo al polvo. Nosotros, de la raza de Hoël Dhats, príncipes de Gales, estamos muertos. Mascee.

¿Me son destinadas estas frases? Me pregunto. Es probable. No comprendo nada, pero no me siento impelido a romperme la cabeza en ella. Semejo un niño que de todo se dijera: “¡Qué necesidad tengo de saberlo ahora! ¡Ya lo aprenderé más tarde por mí mismo!” ¿Pero, a pesar de todo, qué significa esta palabra “Mascee”? Pica mi curiosidad. Abro el diccionario y leo: “Mascee = expresión anglo-china que quiere decir poco más o menos: ¡Qué importa! Un sentido muy cercano al del Nitchevo ruso.” Ya era muy entrada la noche cuando ayer me levanté de la mesa, después de una larga meditación sobre la suerte de mi primo John Roger y sobre la fugacidad de nuestras esperanzas y de todas las cosas, dejando para mañana un inventario más detallado de mi herencia. Me puse en la cama y me dormí rápidamente. Aparentemente la idea del cristal en el blasón me había seguido hasta en mi sueño; en todo caso, nunca creo haber tenido un sueño tan singular. En alguna parte, sobre mí, relucía el carbúnculo arriba en las tinieblas. Un rayo emanado de su


palidez golpeó mi frente y tuve la neta percepción que así se establecía, entre mi cabeza y la piedra preciosa, una ligazón importante. Intentaba sustraerme de ella, pues una angustia me había asido, moviendo mi cabeza de un lado a otro, pero era imposible escapar al rayo. Mientras me esforzaba girando y volviendo a girar la cabeza, tuve una experiencia desconcertante: por decirlo de alguna manera, me pareció que el rayo del carbúnculo todavía permanecía clavado en mi frente cuando hundía mi rostro en la almohada. Y tuve la precisa sensación que un nuevo rostro se moldeaba detrás de mi cabeza: me crecía una segunda faz. No sentía ningún espanto; pero era molesto no poder ya de ninguna manera escapar al rayo. La cabeza de Jano, me decía, pero en mi sueño sabía que ero simplemente una reminiscencia de mis humanidades latinas, ya que intentaba tranquilizarme; por lo tanto, no estaba tranquilo. ¿Jano? –No, es estúpido: ¡Jano! ¿Pero qué, entonces? Con una insistencia irritante, mi conciencia onírica se paraba en este “y entonces qué’”. Además no llegaba a definir “quién era yo”. Después, pasó otra cosa: el carbúnculo descendió de sus lejanas alturas hasta tocar la parte superior de mi cabeza. Experimentaba una sensación de extrañeza impensable, tanto, que no sabría formularla. Un objeto, caído de un lejano astro, no me habría podido sorprender más. No sé por qué cuando reflexiono sobre este sueño, pienso siempre en la paloma que descendió del cielo en el bautismo de Jesús por el asceta Juan. Cuando más se acercaba el carbúnculo, más derecho caía el rayo sobre mi cabeza, quiero decir, sobre la línea que partía mis dos cabezas. Poco a poco experimentaba una sensación de ardor, comparable a la del hielo, y esta sensación nueva para mí, me despertó. He pasado todo el día siguiente rumiando este sueño. Dudoso, perezoso, un medio recuerdo emergía de las brumas de mi primera infancia. Se trata de una fábula, de un cuento, de una ficción o de una lectura –quizá de cualquier otra cosa- donde aparecían un carbúnculo y un rostro, o una forma, que no se llamaba “Jano2. Una imagen muy vaporosa emergía de las profundidades de mi memoria: Cuando, en mi infancia, me sentaba sobre rodillas de mi abuelo, el que se llamaba

las “Su


Señoría” y que a pesar de todo no era más que un pequeño propietario estiriano, el viejo sire, mientras yo aseguraba mi posición a horcajadas sobre sus rodillas, me contaba a media voz todo tipo de historias. Todo lo que he retenido de la leyenda se desarrollaba sobre las rodillas de este sueño, él mismo medio legendario. Hablaba de un sueño: “Los sueños, hijo mío, son títulos más grandiosos que los de la nobleza y de los señoríos. No lo olvides. Si te conviertes en el heredero digno de este nombre, te legaré quizá un día nuestro sueño: el sueño de Hoël Dhats.” Y entonces, con una voz apagada, cargada de misterio, en un susurro sobre mi oreja, como si temiera que el aire de la habitación hubiera de sorprender sus palabras, mientras continuaba haciéndome saltar en sus rodillas, me habló de un carbúnculo en un país al que ningún mortal puede llegar a menos de ser introducido en él por quién ha vencido la muerte y poseer una corona de oro y un cristal sacado del doble rostro de… ¿de? Creo recordar que hablaba de esta criatura ambivalente del sueño como de un antepasado o de un genio tutelar de nuestra familia. Pero ahí mi memoria ya falla: todo flota en una niebla claroscura. De todos modos, nunca había soñado nada semejante hasta hoy. ¿Era el sueño de Hoël Dhats? Comentar más no serviría de nada. Por otra parte me ha interrumpido la visita de mi amigo Serge Lipotine, el viejo anticuario de Werrengasse. Lipotine –apodado en la ciudad “Nichevo”- antiguo anticuario titular de Su Majestad el Zar, sigue siendo, a pesar de sus vicisitudes, un personaje notable y típico. Antes millonario, conocedor, experto de fama mundial en el arte asiático; hoy un pobre viejo revendedor que espera una muerte cierta mientas vende baratijas más o menos chinas; siempre zarista, hasta la médula de los huesos. Debo a su olfato infalible la posesión de algunas piezas incomparables, y, cosa curiosa, cada vez que me apasiono por un objeto particular, que creo difícilmente asequible, cada vez, Lipotine viene a verme casi inmediatamente y me trae un objeto similar. Hoy, como no había nada interesante, le muestro el envío de mi primo de Londres. Alabó un poco las


viejas ediciones y las declaró “rarísimas”. Dos especies de medallones llamaron rápidamente su interés: buen Renacimiento alemán denotando más que las cualidades del oficio. Vio finalmente el blasón de John Roger, tuvo un movimiento de sorpresa y se perdió en reflexiones. Le pregunté lo que le intrigaba. Alzó los hombros, encendió un cigarrillo y guardó silencio. Un poco más tarde charlábamos de bagatelas. Poco antes de retirarse me dijo: “¿Sabéis, querido amigo, que nuestro buen Michel Arangelovicht Stroganof no durará mucho más que su último paquete de cigarrillos? Sigue la norma. ¿Qué podría hipotecar en el monte de piedad? Poco importa. Este es el fin, para nosotros los rusos: vamos en el sentido del sol, nacidos en este para naufragar en el oeste. ¡Qué os vaya bien!” Lipotine se marcho, yo seguía perdido en mis pensamientos. Así Michel Stroganof, el viejo barón, una de mis buenas relaciones de café se preparaba para emigrar al verde reino de los muertos, al país verde Perséfona. Desde que le conocí sólo vivía de té y de cigarrillos. Había huido de Rusia y embarrancado aquí, no poseía nada más que lo que llevaba encima, a saber, media docena de sortijas adornadas de brillantes y el mismo número, más o menos, de grandes relojes de oro: todo lo que había podido meter en sus bolsillos antes de cruzar las líneas bolcheviques. Vivía de estas joyas, con la insolencia y las maneras de un gran señor, sólo fumaba cigarrillos de los más caros, que hacía traer de Oriente váyase a saber por qué medio. “Transformar las cosas de la tierra en humo, le gustaba decir, puede ser el único placer que podamos dar a Dios.” Lo que no le impedía morir lentamente de hambre y, cuando no estaba sentado en la pequeña tienda de Lipotine, helarse en su buhardilla de algún barrio bajo. Así el barón Stroganof, antiguo plenipotenciario de Su Majestad Imperial en Teherán, agonizaba. “Poco importa. Sigue el orden”, como dice Lipotine. Con un suspiro pensativo, por ociosidad, me vuelvo con los manuscritos y los libros de John Roger. Cojo esto o aquello al azar y me absorbo en su lectura.


*** He pasado la jornada compulsando los documentos dejados por mi primo, y he concluido que era inútil esperar poder ordenar en un conjunto coherente estos fragmentos de antiguos estudios y estas viejas notas: nada se puede edificar de estos escombros. “Lee o quema”, me murmuraba sin cesar una voz interior. “¡El polvo al polvo!” En suma, ¿qué tengo yo que ver con esta historia de un cierto John Dee, barón de Gladhill’ ¿Qué era un viejo inglés inclinado al tedio y según todo parece un antepasado de mi madre? A pesar de todo no puedo decidirme a enviar este fárrago al diablo. A veces las cosas tienen más poder sobre nosotros del que nosotros tenemos sobre las cosas: tienden a los vivos una especie de trampa al hacerse pasar por monstruos. No, no me decido a interrumpir una lectura que, de hora en hora, sin saber decir por qué, me cautiva más. Del seno de este caos fragmentario emerge una forma crepuscular, bella y triste, la de un espíritu superior. De un hombre atrozmente extraviado que brilló en la mañana de su vida para ver amontonarse las nubes en su madurez: perseguido, burlado, crucificado, reconfortado con hiel y vinagre; un hombre que rozó el infierno, un elegido por tanto, que a fin de cuentas fue elevado a las altas esferas del cielo ya que era un alma noble, un “sapiente” audaz, un espíritu ardiente. No, la historia de John Dee, descendiente de uno de los más nobles linajes de la isla, de los viejos príncipes y condes de Gales, mi antepasado por sangre materna, no ha de hundirse en el olvido. Pero no puedo escribir como querría lo que veo en ella. Me faltan casi todas las condiciones previas: la posibilidad de un estudio personal y el eminente saber de mi primo en un dominio que unos califican de “oculto”; del que algunos creen desembarazarse poniéndole el término de “parasicología”. Carezco, en esta materia, de experiencia y de criterios. No puedo hacer nada más que intentar, con un cuidado escrupuloso, aportar a este embrollo de vestigios un orden y un plan racional: “Preservar y transmitir”, siguiendo las palabras de mi primo John Roger.


Ciertamente, esto no es más que disponer de un frágil mosaico. ¿Pero los restos de unas ruinas no son a menudo más emocionantes que una casa coqueta? Enigmática esa sonrisa de los contornos de una boca que desmiente la profunda melancolía ligada a la nariz: enigmática, esa mirada fija bajo una frente ausente; enigmático ese relámpago de frescor de pronto rosa, sobre un fondo que se esteriliza. Enigmático, enigmático… Me costará semanas, si no meses, de fatigoso trabajo desenmarañar, primera etapa indispensable, esta madeja ya medio podrida. Dudo: ¿Debo hacerlo? Si tuviera una onza de certeza, si un invisible consejero interior me soplase esta decisión, dejaría con toda irreverencia que este bazar se hiciera humo para “dar placer al buen Dios”. Cada vez se imponía más en mí el pensamiento del barón Michel Arangelovicht Stroganof, que está a punto de morir y ya no puede fumar sus cigarrillos, quizá porque el buen Dios tiene escrúpulo de que un hombre le testimonie tanta cortesía. *** 1. En latín en el texto: “piedra sagrada santificada y principio de la manifestación” (N. del T.).

De la edición original: VERLAG LANGEN MÜLLER

El

Ángel

de

la

Ventana

de

Occidente.

Editorial Sirio. 1987. Págs. 9-15.

Málaga.


VORRH. EL BOSQUE INFINITO Por. Brian Catling (1948-)

Para David Russell e Ian Sinclair, que me entregaron la brújula, el mapa y el machete e insistieron en que emprendiera la expedición.

PARTE UNO (FRAGMENTO) El daño recibido al nacer no se cura, de igual modo que el agua de un pozo envenenado no puede limpiarse: todo mal regresa al final, o permanece oculto en nuestra sangre. De ahí nuestra certidumbre en el dolor; Las mañanas perdidas ya no vuelven (1).


El hotel adormecido y grandioso, estaba sumido en la oscuridad. Las barrocas habitaciones de altos techos parecían haberse fortificado a regañadientes contra la viciosa luz que intentaba con desesperación atravesar los pesados cortinajes que cubrían las ventanas con el único fin de invadir el suntuoso establecimiento. La suite que ocupaba el francés era la mejor del hotel y sin embargo su decoración era monótona y poco ostentosa. Él estaba de pie, desnudo y consumido, en el cuarto de baño de mármol y cristal. Las cicatrices superficiales de su cuello y de una de sus muñecas, de un rojo intenso, parecían palpitar. Los gruesos puntos de sutura de la otra muñeca eran aún recientes. La dosis de barbitúricos no había hecho efecto y una bandada de querubines de apariencia femenina revoloteaban indiferentes a su alrededor. Con la verga en la mano, evitó contemplar su propio reflejo en el gigantesco espejo que tenía delante. Era un hombre menudo y había envejecido de forma prematura. Los servicios que le prestaba su mano ya no surtían el menor efecto y el venoso pedazo de carne parecía aún más cansado que él. No lograba convocar ninguna imagen capaz de infundirle vida, de espolearlo a la acción, aunque había presenciado mucha a lo largo de su vida e imaginado aún más. Sabía que Charlotte, su maitresse de convenance, y su sirviente estaban en la habitación de al lado. Sabía que el chófer podría haberle traído ya a esa hora alguna sucia flor de vertedero, o quizá de los muelles. Sabía que sus compañeros de viaje estaban tan hastiados como él, aunque no le cabía duda de que él mismo había sido el inventor de su propia existencia, la de ellos y quizá incluso de todo su mundo. A veces pensaba que la realidad era una quimera de su propia creación, el producto de un sueño que ahora lo eludía continuamente. En algunas ocasiones las drogas le permitían alcanzar un lugar en el que su mente no lo hostigaba, aunque no era frecuente. La combinación de las dosis adecuadas se resistía a permanecer estable. Las cantidades que mezclaba para sus cócteles de narcóticos aumentaban, pero no conseguían otra cosa que dejarlo exhausto sin permitirle llegar hasta el nebuloso limbo que anhelaba alcanzar. Obligaba a Charlotte a anotarlo todo con precisión. Las cantidades, las mezclas, los tiempos. Sin duda la mezcla ideal tenía que


estará ahí, oculta en algún rincón del purgatorio que ahora habitaba. Cuando recordaba su historia, le gustaba la idea de ser una especie de doctor Jekyll experimentando con pociones secretas. En ocasiones dudaba de la habilidad de Charlotte para llevar a cabo un registro preciso. Posiblemente cometía errores, pequeños descuidos, y mentía acerca de las dosis, que no funcionaban del modo deseado. Había discutido con ella varias veces a lo largo de los últimos días e intentaba calmarlo con una exasperante paciencia. Pero él estaba seguro de que ella lo engañaba con sus ardides de astuta sirvienta. Algunas noches y la mayoría de las mañanas ella lo encontraba tendido en el suelo de su habitación, arrastrándose de rodillas, quizá huyendo o tratando de alejarse de lo que quiera que fuese que estrangulaba su corazón. Desde hacía un tiempo dormía en el suelo. El terror a caerse de la cama lo había obligado a arrastrar el colchón hasta el entarimado de madera. Por fin encontró su medicina y de nuevo se vio obligado de enfrentarse a su burlona imagen en el espejo. La noche anterior habían lanzado fuegos artificiales y un desfile había recorrido las calles de la ciudad. La música y la algarabía se habían arrastrado fachada arriba hasta colarse por las ventanas de su habitación. A la mañana siguiente todos estaba empapado. Podía sentir cómo se estremecía la tierra y cómo los últimos estertores de la fiesta eran barridos por la lluvia. Un tinte de azufre y nitrato empapaba el aire. Levanto la vista hacia el espejo y su rostro se crispó en un rictus que pretendía pasar por una sonrisa. Max Kinder estaba ahora de pie frente a él, donde debería estar el gigantesco espejo de marco dorado, desnudo y, una vez más, con su mismo aspecto físico. Cuando el francés alzó su brazo cansado, Max replicó su movimiento con precisión. Esta había sido la gran invención del comediante: el reflejo vivo. Una actuación que sería imitada a lo largo de todo el siglo y hasta el fin de los tiempos. A menudo él mismo había copiado las creaciones de Kinder, el desesperado petimetre incapaz de comprender cómo funciona el mundo. Sus histriónicos gestos de sorpresa y confusión habían dado a luz a uno de los primeros personajes cómicos que llenaron de hilaridad las titilantes pantallas de los cinematógrafos. Se tiró del bigote y Max hizo


lo mismo. Después, mirando a Max a los ojos, señaló la herida abierta en su brazo, un tajo profundo y ahora exangüe. Había muerto nueve años antes en el cénit de su fama, en otro espléndido hotel. Su mujer se había cortado primero, mientras la mano de él la ayudaba a sostener la cuchilla. Pero esta danza frente al espejo era una de naturaleza muy diferente. El francés asintió y apartó la mirada de su reflejo mientras Max se fundía de nuevo con él mismo y con el espejo. Era consciente de que había exprimido hasta la última gota su imaginación, su fortuna y su libido. Sabía que había echado a perder un don precioso, pero ¿cómo había ocurrido? Sabía que el anhelo y la culpa era cada vez más fuertes y que ya no le quedaba dinero ni recuerdos a los que aferrarse. La realidad se desvanecía y sus ficciones ya no significaban nada. Se dio cuenta de que había llegado la hora de morir, y eso hizo.

1. Primera estrofa del poema Oración de Gertrudis, de Rudyard Kipling. (N. del T.).

Traducción del inglés de PABLO GONZÁLEZ-NUEVO


Vorrh. El bosque infinito. Barcelona. Ediciones Siruela. 2018. Pรกgs. 12-15.


LA PRÁCTICA DE LA VERDAD En la primera mitad del mes de mayo, la I.S. rompió toda relación con Mario Perniola, que, en años anteriores, había hecho alguna contribución a la difusión en Italia de las tesis situacionistas. En el momento en el cual las circunstancias requirieron que abandonase su posición de simpatizante, que le permitía desempeñar un papel contemplativo, se hicieron evidentes las reservas y las carencias que, hasta entonces, había mantenido disimuladas. Para empezar, pudimos constatar su lentitud de reacción ante las condiciones creadas por la constitución de la sección italiana de la I.S.: un persistente atentismo que tenía su origen en una incomprensión casi completa de las posiciones de los situacionista; después, unas deficiencias teóricas y prácticas que hacían cada vez más ilusoria y unilateral la afirmación de un acuerdo total; y finalmente, como consecuencia natural de todo lo anterior, la ideología del diálogo, reflejo de la negación ideológica del aislamiento: la búsqueda de contactos indiscriminados con cualquiera grupos o individuos, con tal de que se les viese “interesados”, y las exigencias retardatarias de una reorientación teórica y organizativa de la I.S., torpemente acompañadas de proclamas de unanimidad. Perniola, después de haber acumulado una serie de torpezas que, en el lenguaje de la impotencia, significan hostilidad, pasó pues a la hostilidad abierta, llevando a cabo desde el exterior una serie de maniobras tendentes a presentar como un hecho consumado los resultados de su proselitismo igualitario y a introducir la separación en la I.S. Precisemos que Perniola no ha sido excluido de la I.S. porque nunca se encontró lo bastante de acuerdo con nosotros como para haber formado antes ser parte de ella.



Traducción: DIEGO L. SANROMÁN

Internazionale Situazionista. Logroño. Pepitas de Calabaza. 2010. Págs. 187-188.



Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.