En aquel momento, sonaron con fuerza los goznes de la puerta principal y, a la par, se escucharon unos pasos agitados que hacían temblar la madera de las escaleras. Dos niños penetraron en el salón vociferando a coro: -¡Abuela, abuela… han dicho en el parte de Radio Nacional que los americanos están entrando en Alemania! ¬-¿Cómo hijos míos? -dijo la mujer impresionada. -Si Abuela, eso han dicho -contestaron atropellados. -¿Eso quiere decir… que Papá volverá pronto a casa? -preguntó, nervioso, el mayor. -Seguro que si cielo -respondió dulcemente la mujer-. Pronto regresará. Como alma que lleva el diablo, los niños abandonaron la estancia ante la mirada compungida de la abuela que sabía perfectamente que su hijo, militar por vocación y cuna, no regresaría jamás. Su alma vagaba muy lejos, más allá de los Urales, por culpa de los horrores de la guerra. Por un momento recordó que, en su extraño sueño, vio un hombre con mascarilla y no pudo evitar asociarlo a los terribles ataques con aquellas mortíferas bombas químicas de las que se hablaba en ciertas emisoras de radio. ¿Sería aquello un macabro presagio? «Señor, no lo permitas nunca», imploraba con aflicción. Aquel año, la Semana Santa llegó temprano y la incipiente primavera dejo su impronta lluviosa sobre los rostros de las imágenes sagradas como lágrimas dolientes por tanto sufrimiento…
Así escuche este relato que hoy, en la noche de los tiempos, os cuento con los ojos vidriosos y el alma rota, aunque sé que algún día, como Cristo, despertaremos a la vida, a la anhelada libertad. Esa Pascua gloriosa, nos permitirá valorar el mundo que nos rodea y daremos gracias por vivir, por ser, por estar.
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