
Autor
Alberto Ros
Ilustrador
Marcos Aros Cámara
Maquetación
Marcos Aros Cámara

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Marcos Aros Cámara
Marcos Aros Cámara

Trucharte abrió la puerta. Joven, alto, delgado y pelirrojo. Cerró los ojos como pensando las palabras que iba a decir, palabras que volaban y que no era capaz de atrapar, incluso llegó a abrir la boca, pero no salió nada.
El inspector Ros le miró con calma. Ya se había acostumbrado a sus gestos y ya poco le sorprendía. Trucharte cerró finalmente la boca y abrió los ojos como si hubiese vuelto a la vida.
El inspector, ya un poco impaciente, le preguntó cómo había ido el fin de semana en la comisaría.
Trucharte se rascó la cabeza como buscando algo dentro de ella, luego parpadeó y comenzó a hablar en forma desordenada.
- Dos accidentes, un incendio, dos robos en vivienda, un atraco en la calle.

- Dos accidentes, un incendio, dos robos en vivienda, un atraco en la calle.
No cabía duda, había sido un fin de semana tranquilo. El inspector miró su desgastado escritorio de madera con tintes negros del uso. Apartó la vista y fijó la mirada al frente con un gesto de desafío, ¡era lunes!
Súbitamente, Trucharte, que se había quedado de pie sin moverse, como en trance, exclamó abriendo de nuevo los ojos: “Y un suicidio”.

En la cabeza del inspector sonó una alarma, era el mismo sonido que tantas veces había oído en el canódromo, la liebre había salido y él era el galgo.
En seguida comenzó a visualizar el suicidio, y hacerse preguntas. ¿Sería hombre o mujer? ¿joven o viejo? ¿qué le motivó a quitarse la vida? Siempre había tenido una especie de fascinación filosófica por el suicidio. Todos eran diferentes, pero todos tenían el mismo final.
Hizo un giro brusco en su vieja silla de madera y miró a Trucharte que seguía mirando a la pared como ausente, en otro mundo al cual él nunca accedería.
- Dame más detalles – inquirió el inspector.
- Bueno, ha sido en la calle del molino, en Prosperidad... en uno de esos edificios nuevos, fue un policía, lo encontró en la cama con una jeringuilla.
- ¿Cómo que una jeringuilla? ¿Qué contenía? –inquirió Ros con menos paciencia.
- No lo sé, el forense aún no ha ido, tenía compromisos el fin de semana.
Ros se puso a pensar, era un buen día para salir a la calle y respirar, un cálido abril donde oler la tierra mojada y visitar ese barrio cada día arrojaba nuevas atalayas de ladrillos y calles, algunas asfaltadas.
- Nos vamos, pide un coche.

Ros salió, como el galgo que a pesar que sabe que nunca atrapará al conejo sigue corriendo. A varios metros le seguía Trucharte sacudiéndose la cabeza como para despertar de un sueño eterno.

Se perdieron con su pequeño coche negro. Trucharte insistía en encontrar la calle en un callejero desactualizado que abarcaba toda el área metropolitana de Barcelona.
Finalmente llegaron a la calle molino. Fue fácil aparcar, aunque no tanto apartar todos los niños que tocaban el coche como si les fuese a dar suerte en un futuro que cada día veía Ros con menos esperanza.
Llegaron al número 25, o 27, la verdad es que no se distinguía, una sola puerta para dos edificios diferentes. Entró y comenzó la subida con una escalera pequeña que se hacía cada vez más angosta. En algunos tramos Trucharte tuvo que agachar la cabeza. Finalmente llegaron al tercero, la puerta estaba entornada y la empujaron. De una habitación se cerró una puerta, como un relámpago, pero Ros llegó a ver un rostro enjuto con los ojos asustados, una anciana, ¿sería la abuela? ¿la madre? Siguieron avanzando en el laberinto hasta llegar a un pequeño comedor donde estaba el policía mirando unos canarios en una jaula muy ornamentada. En cuanto los vio se cuadró y con un dedo indicó un cuarto.
Ros entró mientras Trucharte se quedó en la puerta como fascinado. Ros subió un poco la persiana. Allí estaba, Andrés se llamaba. Pelo castaño y largo, un buen bigote muy arreglado, camisa manga corta, pantalones pulidos y una gota de sangre en un brazo rodeado de múltiples puntitos rojos. Ros miró a la puerta y le dijo a Trucharte: ¡Entra!
Trucharte miró la escena como si estuviese mirando un cuadro abstracto, seguro que entendía mejor el Guernica de Picasso que aquella escena.
- ¿No ves algo raro? - Preguntó Ros.
Y Trucharte miró toda la habitación con los ojos muy abiertos, y finalizó encogiéndose de hombros como respuesta.
Ros, como un profeta comenzó a explicar a Trucharte que ese hombre era seguramente adicto a la morfina o quizás a la heroína, aunque afirmaba que aún no había llegado al país, que seguía cerrado dando la espalda al mundo. Era un caso de sobredosis, no de suicidio. Trucharte escuchaba con atención y sin interrumpir. Tras la perorata del inspector, Trucharte, ya un poco aburrido, se acercó con movimientos lentos, olió un poco el brazo, brazo, la jeringuilla y concluyó que efectivamente,

NO ERA UN SUICIDIO, ERA UN ASESINATO.
Ros le miró con ojos de reprobación, como si un pagano hubiese entrado en ese templo que era su escena.
Trucharte volvió a mover la cabeza, y explicó que a no ser que la lejía fuese morfina, a ese hombre lo habían matado.
Ros se movió incómodo y se acercó a oler. No era un experto, pero aquello no era ninguna droga, o quizás la lejía era droga. Tuvo una revelación, aquel pagano le había hecho ver la luz, la mujer, la mujer.

Salió de la habitación y empujó la puerta donde había visto esa pequeña y arrugada cara. La mujer, que estaba cerca de la puerta se apartó y se quedó cerca de una silla. Ros se acercó amenazante, hasta ver cada una de las arrugas de ese rostro. Miró a esos pequeños ojos para atravesarlos, quería que confesase con la fuerza de su mirada. Pero de repente, vio en aquellos ojos una gran tristeza, tristeza y miedo. ¿Qué situaciones habría pasado con su hijo? ¿Qué habría llegado a sufrir hasta hacer algo así? ¿Cuánto dolor se puede llegar a experimentar? Ros comenzó a retroceder, esa casa pequeña, ese olor a cerrado, a ropa sucia y comida, comenzó a mirar alrededor como mareado.
Trucharte estaba como siempre debajo de la puerta, parecía una sombra anónima vigilante. Ros miró a Trucharte y dijo:
- Estás equivocado, es una sobredosis. No sé qué os enseñan, ¡aún te queda mucho por aprender!
Trucharte ladeó la cabeza como cansado y giró como una peonza, en el fondo le daba igual, todo le daba igual. De vuelta en el coche no hablaron nada.

Relato corto de novela negra para la edición 26 del concurso literario de Nou barris