Rescatando la memoria II

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Rescatando la memoria II Mª Luisa de la Peña


Ilustraciones de J. Kalvellido, Ana C. Martín, FCU y Mª Luisa de la Peña


A mi abuela Carmen, que me abri贸 su coraz贸n herido.



Mujeres del 36

LA MEMORIA HERIDA.

Mª Luisa de la Peña Fernández.



PRÓLOGO

Hace

ahora setenta años un grupo de mujeres valientes y luchadoras fundaron en Valencia la Federación Nacional de Mujeres Libres. Mi abuela Carmen Martín Gago fue una de aquellas mujeres anónimas que formaron parte de un innovador proyecto que por sus ideas avanzadas no fue suficientemente comprendido en aquella España de los años 30. Mujeres como Lucía Sánchez


Saornil, Mercedes Comaposada, Consuelo Berges, Suceso Portales, Conchita Liaño o Lola Iturbe se lanzaron a defender en aquellos tiempos convulsos, los derechos básicos que debía tener toda mujer. Las pocas veces que mi abuela rompía su silencio, al que le habían obligado tantos años de represión, siempre era para hablarme con vehemencia y emoción de su experiencia en Mujeres Libres. A pesar de haber sido diezmadas, dispersadas, silenciadas y olvidadas, sus ideas siguen vigentes. Sólo hay que


asomarse a algunos de sus escritos, para comprobar cuánto les debemos cuando disfrutamos de cosas tan obvias como la libertad sexual, la libertad de opinión, el derecho a la enseñanza y el acceso a la cultura o al mundo laboral. Mujeres como Pilar Molina Beneyto o Marta Ackelsberg han hecho una estupenda labor de estudio y recuperación de la memoria histórica de estas mujeres, pero a mí me gustaría rendirlas un pequeño homenaje literario, y rescatarlas así del


olvido al que las condenaron setenta años de historia. Si algo aprendí de mi abuela es que nunca debemos renunciar a la utopía. Sus sueños de un mundo mejor y más justo en el que las mujeres recuperáramos el lugar que siempre debimos tener, son el testigo entregado, la antorcha de luz que debemos tomar las mujeres de este nuevo siglo. Nosotras, las nietas de aquellas mujeres libres, pertenecemos a una estirpe de mujeres luchadoras que, aun diezmadas,


vencidas y amordazadas, supieron sembrar en nosotras la semilla de sus ideales, y sus enseñanzas han conseguido germinar, tímidamente, a través del tiempo y la memoria. Aún queda mucho por hacer, pero las conquistas conseguidas no deben ser silenciadas y ninguneadas en la larga historia de la lucha social de la mujer. En agradecimiento y como homenaje a todas ellas, seguiremos adelante. Porque otro mundo es posible, para las que ya no están, para las que


todavía estamos y para las que un día estarán.

Ilustración de A. C. Martín.


Historias del coraz贸n.



Cada acontecimiento

deja una huella en nuestro corazón que poco o nada tiene que ver con la duración, sino más bien con la intensidad de lo vivido. Hay episodios que, aun siendo muy breves, permanecen inalterables en nuestro recuerdo. Son las historias del corazón, esas que nos hacen ser quienes somos, que nos marcan para siempre y que se empeñan en regresar a nuestra memoria con una palabra, con un olor, con una imagen o con una canción…



Represi贸n



Cárceles, rejas, cadenas. Muros, tapias, cementerios. Niños escuálidos, tristes… Hambre, miseria y silencio.



Reencuentro…



Se

abrazaron

y

lloraron…Lloraron por todo el tiempo que habían permanecido separadas, por todo lo que les había mantenido unidas a pesar de la distancia, por todo lo que les habían arrebatado… No se habían vuelto a ver desde aquel triste día del año 39. Era marzo y llovía. Sabían que todo estaba perdido, o al menos lo intuían. Pero apenas podían


sospechar cuánto les quedaba aún por sufrir, cuánto dolor tendrían que soportar, cuánta desesperanza… Para Julia el exilio, la soledad, el país extraño. Otra lengua, otras gentes, otro cielo… Caravanas de tristeza, campos de refugiados. Madres que lloran, niños que lloran, hombres que lloran – rabia, impotencia, locura. Y gritar, gritar, gritarle al mundo: “¡No, no, nosotros no! ¡No nos abandonéis! ¡No nos sacrifiquéis! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?...”


Para Aurora otra clase de exilio, el exilio interior. El silencio, el miedo. Las puertas cerradas, las ventanas cerradas, las bocas cerradas… Nunca mirar atrás, nunca mirar a nadie, que nadie te mire, que no te reconozcan, que no te delaten. Doblar la esquina, ¡El brazo en alto! ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! El “viva España”, el “oriamendi”, el “cara al sol”…Pero al final te encuentran, te arrastran por los pasillos, no puedes escaparte… Y luego los golpes, las celdas, el frío… “¿Qué será de mi


niño? ¿Qué será de mi madre? ¿Qué será de nosotras?” Y ahora, sesenta años después, han vuelto a reencontrarse. Los nietos se empeñaron, las buscaron, las “desamordazaron”, las “regresaron”, y aquí están todas. “Un homenaje tardío, pero necesario.” Eso habían dicho. “Tú fíjate, ¡qué chicos estos! ¡Con tantas historias como les hemos contado…! Hablando y hablando tejimos nuestras vidas en el inmenso tapiz de su memoria…”


¡Hay tanta gente! ¡Tantos rostros que un día se quedaron atrás, detenidos, callados, en la sombra fugaz, en el gris sempiterno de una fotografía! “Rosita, ¡si eres tú! Soy Benigna, la “Beni”. ¿No te acuerdas?” …” ¿Y qué fue de Conchita? ¿Y Suceso? ¿Y Amparo? ¿Qué sabéis de Teresa? ¿Y Lola? …Carmen murió… ¡qué pena!” Sonríen como muchachas, hablan, gritan, se abrazan. Parece que no hubieran pasado tantos años, tantas vicisitudes, tantas penas. Entre la muchedumbre, los familiares, las autoridades, la


prensa; entre tantas y tantas caras (nuevas, viejas, conocidas, reconocidas, algunas incluso “irreconocibles”), al fin se han reencontrado. “¡Aurora!”... “¡Julia!”. Ahora están sólo ellas, el mundo se ha parado, el tiempo se ha parado. Marzo del 39, la lluvia, la tristeza. Y el mismo abrazo cálido, el ruido de los coches, las bombas, los disparos… Y su amistad sincera, su lealtad infinita. Incólume el afecto, inalterable, sobreviviendo al tiempo, al destino, a la infamia.


“Adiós”, te dije yo. “Adiós”, me contestaste. Hice amago de levantar el puño y tú me lo bajaste, y me abrazaste fuerte, y me besaste en ambas mejillas bebiéndote mis lágrimas. “Nos veremos muy pronto”, me dijiste. “Muy pronto”, repetí. Y luego te alejaste, y ya desde el camión, con gesto sonriente, me levantaste el puño. “¡Salud, compañera!”. “¡Cuídate mucho!” gritaba yo, corriendo calle abajo con los pies empapados, la chaqueta empapada, el rostro empapado… ¡el alma empapada! “Ven, abuela, vamos, que va a hablar el presidente de la


organización”. Pero a ellas no les importa el presidente, ni las cámaras, ni nada. Ellas sólo quisieran recuperar los años perdidos, y regresar de nuevo a aquel aciago día. Y para ello necesitan seguir así, abrazadas, llorando lentamente todo el dolor guardado, todo el dolor dormido, todo el dolor callado… Y no decirse nada, porque no podían imaginar cuántas lágrimas había dentro de ellas, cuánto dolor guardaban todavía sus corazones heridos, qué sima tan profunda asomaba en sus ojos ya cansados…


“Nos veremos pronto”, dijo una. “Muy pronto”, repitió la otra. Y se montaron en coches diferentes, y pusieron rumbo a sus hogares, otra vez en distinta dirección. Sabían que era difícil que volvieran a verse (demasiados kilómetros, demasiados achaques…), pero se sonrieron. Porque ellas, las mujeres del 36 como ahora las llamaban, habían perdido una guerra, pero no la esperanza, ni la dignidad, ni la memoria.



Madre ternura.



“Mi niñito chiquito no tiene cuna. Su mamá, que le quiere, le va a hacer una....” Canción de cuna popular.

Mece, madre, a tu hijo, en el rumor del sueño. Envuélvele de amor, protégele del mundo.

Mece, madre, a tu hijo. Cobíjale en tu seno. Escucha su silencio, conjuro de la muerte.


Mece, madre, a tu hijo, en medio de los gritos, en medio de la sangre, en medio de las balas...

Mece, madre, a tu hijo, y siente su latido, como la Ăşnica forma posible de esperanza.

Campo de los Albatera. Alicante.1939.

Almendros.


“Hoy quisiera llorar un llanto largo, como una lluvia lenta y bienhechora. Una lluvia que lo limpiara todo: el horror, el dolor… ¡Sí! Sobre todo el dolor. El dolor de los vencidos, de los desahuciados, de los sin patria, de los sin nombre, de los “parias de la tierra”. Hoy quisiera llorar por tantas cosas…Pero no tengo lágrimas. Todo a mi alrededor es un cuadro dantesco: los hombres


mutilados, los niños ateridos, las madres desoladas, las balas asesinas… ¡Me estoy quedando ciega, deslumbrada, por tanto sufrimiento! Y sólo te veo a ti, mi niña, mi pequeña. Abrazada a mi pecho te protejo del miedo, te inundo de ternura. No sé cómo apartarte de tantas penurias, de tanto infortunio. Yo quise un mundo nuevo, para ti, para todas…Las mujeres libres, dueñas de su destino, sonriendo al mañana. El futuro era nuestro, ¡teníamos tantos sueños, tantas esperanzas!


Íbamos siempre firmes, con el paso resuelto, con la cabeza alta… Pero ahora, hija mía, ya no tenemos sueños, tan sólo pesadillas. Nos lo han quitado todo, nos han amordazado, nos han humillado. “Tendréis envidia a los muertos”, nos dijeron. ¡Los muertos! ¿Y qué somos nosotros? Muertos en vida, cadáveres errantes, jirones, pedazos, restos…Rotos, olvidados, abandonados a nuestra suerte, o mejor dicho, a nuestra desgracia…”



Palabras



“El don más preciado es la libertad…” “Hoy apenas quedamos las veinteañeras de esa gesta. Todas las mencionadas han desaparecido. Bastantes somos las que les debemos mucho. Y la autora de estas líneas, más que ninguna. Desde aquí quiero reiterar que nunca las olvide y que las he llevado en mi corazón a través de tantos años de ausencia física. ¡Ya ves Mercedes, no hemos desaparecido!... Aquella semillita que con tanta fe, ardor y esfuerzo sembramos, luchando contra reloj, porque teníamos el tiempo contado, corto, ¡GERMINÓ!...” Conchita Liaño. “Vuelan las palabras, mas como las aves, para hacer nido” Díez Canedo.


Los

domingos por la tarde

eran siempre especiales para Aurora: su nieta mayor, Irene, venía a visitarla. Últimamente se veían menos, porque Irene estudiaba en la universidad y además trabajaba…Pero los domingos, a eso de las cinco, buscaba un momento para pasarlo juntas. Se sentaban allí, en la vieja salita, con café y magdalenas. A veces venía con ella alguna amiga, y se hundían


en el sillón, y se reían porque parecía que iba a tragárselas, y bromeaban sobre la “solera” de los muebles… Y luego, entre risa y risa, le pedían que les contara cosas sobre la Revolución. “La revolución, la revolución… ¡Pues claro que queríamos hacer la revolución! El pueblo sufría, pedía a gritos un cambio: PAN, JUSTICIA, LIBERTAD…Y la República hacía lo que podía. Pero las cosas iban demasiado lentas, y las fuerzas conservadoras no querían que nada cambiase. ¡A ver! ¡Con lo


bien que les había ido a ellos durante siglos! No estaban dispuestos a acatar la voluntad del pueblo. ¡El Frente Popular! ¡Menudos eran ellos, los oligarcas, los curas, los patronos, para dejarse gobernar por el Frente Popular! Y luego nosotras, las mujeres, para más “inri”. Dispuestas a reivindicar nuestro papel en la sociedad, la igualdad real. Queríamos emanciparnos, liberarnos, adquirir plena conciencia de nuestra condición. Ser dignas, útiles, cultas…No


queríamos depender de los hombres, sino ir junto a ellos, cod codo. Caminando sin complejos, sin sumisión, sin miedo. Queríamos decidir sobre nuestras vidas: decidir en el amor, decidir en el trabajo, decidir en la política, decidir en la maternidad…” Cuando hablaba así sus ojos se iluminaban, y parecía tener de nuevo veinte años. En su rostro ajado por las penas y los años asomaba una fuerza del pasado, un viento


arrollador, un entusiasmo venido de otros tiempos…De un tiempo de utopías, un tiempo donde habitaban palabras como solidaridad, bien común, generosidad, libertad…Y eran palabras pájaro, palabras mariposa: unas volaban alto, libres, majestuosas… y otras aleteaban suavemente, como un leve rumor . Y eran suyas, las había atesorado todos estos años, las había resguardado en su memoria, ocultas, a salvo de la censura, de la infamia, de la mediocridad a la que la habían


condenado cuarenta años de silencio. Eran suyas, suyas y de todas las que quisieran escucharlas y llevárselas consigo, como una semilla preparada para germinar…Porque aquellas “divinas palabras” eran su herencia libertaria, y podían plantarse en los corazones de otras mujeres jóvenes dispuestas a recoger el legado, a no olvidar, a no claudicar, a no acomodarse. Cuando daban las siete, a veces siete y media, Irene se


marchaba. Ella la despedía desde la ventana y sonreía feliz: “Ella es libre”, pensaba mientras la veía correr calle abajo camino de su casa. Y allí, con la frente apoyada en el cristal, miraba también al resto de las mujeres que caminaban por las calles. Solas, acompañadas, serenas, firmes, decididas, animosas, dueñas de sus destinos y de sus decisiones… Y un orgullo secreto crecía en su interior, y escuchaba una voz que le decía: “¡Germinó! ¡Germinó!”


Visita al penal



Todas

las mañanas un

grupo de mujeres de diferentes edades, con niños en brazos o agarrados fuertemente de sus faldas, embarazadas, enfermas o simplemente cansadas, emprendían el camino hacia las cárceles. Como una caravana de infinita tristeza, caminaban dispuestas a ver a sus hombres (padres, maridos, hermanos, hijos...) En sus cestas y bolsas llevaban lo que habían podido


conseguir: tabaco, cerillas, algo de comida, una camisa limpia, unos pañuelos… Recorrían los senderos cabizbajas, tirando de sus cuerpos, arrastrando los pies, soportando el calor, el frío, la lluvia, el polvo. Pero nada de aquello importaba si ellos estaban vivos, si las dejaban verlos. Aurora formaba parte de aquellas mujeres que un día creyeron que todo cambiaría, y ahora se arrastraban por los caminos con el único afán de sobrevivir.


Creían que si no se dejaban ver, si no hablaban más de lo necesario, si pasaban desapercibidos… Pero todo fue inútil; una vecina habló, se había quedado viuda con tres bocas que alimentar y una sola cartilla de racionamiento. ¡Al menos le habían conmutado la pena de muerte por la de treinta años! Parecía mentira que toda una generación de hombres jóvenes, idealistas, dispuestos a empujar la historia, a no quedarse atrás, estuviera pudriéndose en los penales. Carne de presidio, eso eran para los vencedores. De los que


habían conseguido sobrevivir muchos se vieron empujados a la diáspora del exilio; otros agonizaban entre rejas, se consumían en los patios grises de las cárceles. Y otros eran utilizados como esclavos, construyendo mausoleos para mayor gloria del régimen. Cuando no podía ir a verlo mandaba algún mensaje con el paquete que otras mujeres llevaran. Entre ellas funcionaba una red de ayuda mutua y solidaridad que las dignificaba en medio de tantas humillaciones. Se sentían parte de un mismo tejido, de una macabra


tela de araña que asfixiaba sus vidas y las de sus seres queridos. Cuando había un indulto lo celebraban juntas, y cuando alguno de ellos era ejecutado o moría en su celda, también lloraban juntas. Al caer la tarde se disponían a regresar a sus casas por el mismo camino. Volvían sobre sus pasos, un poco más tristes, un poco más solas, un poco más cansadas. Inmersas en sus pensamientos (“a mis soledades voy/ a mis soledades vengo”), envueltas en su pena. Huecas, secas, macerando en su mente las palabras que no se atrevieron a decirles, para


no hacerles más daño, para no arrebatarles la poca esperanza que aún les quedaba. ¡Que no las vieran tristes, ni hundidas, ni desesperadas! “Todo bien, muy bien, no te preocupes”. “Estamos moviendo papeles, ya verás como pronto estás en casa”. Había hecho del soliloquio su válvula de escape. Y al llegar a la casa, cuando todos dormían, despertaban las palabras y, a solas, daba rienda suelta a su dolor: “Te vi entre los barrotes. Acaricié tus manos, tu rostro macilento, tu


dolor infinito‌Y no poder besarte, no poder abrazarte, no poder consolarte, no poder restaùarte las heridas. Me llevo la sonrisa que intentaste esbozar con los labios partidos, llagados, doloridos. Me llevo tu sonrisa, prendida en el ojal de la solapa de mi vieja chaqueta‌Me llevo tus caricias, prometidas, soùadas. Me llevo tu ternura, tu mirada llorosa. Me llevo lo que puedo, para seguir viviendo en esta soledad que compartimos ambos.


Y te dejo mi sombra, cuanto queda de mí, lo poco que resiste, lo que nos han dejado… Y me vuelvo a la nada de nuestra pobre casa, de nuestra pobre mesa, de nuestra pobre cama. Y me vuelvo al silencio de las mañanas frías, de las eternas tardes, de las noches insomnes. Vuelvo a mi vida gastada, desperdiciada, absurda… Apartada de ti.”


La Maestra.



“No tememos lo: queremos hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas , que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. La sociedad teme tales hombres; no puede, pues, esperarse que quiera jamás una educación capaz de producirlos.” Fco. Ferrer i Guardia.Escuela Moderna.

Cuando

llegó a aquel pueblo de Badajoz tan sólo tenía veinte años y una maleta llena de ilusiones y proyectos. No estaba segura de poder llevarlos a cabo todos, pero al menos lo intentaría.


Entró en la vieja escuela de muchachas, limpió su mesa y los pupitres; luego, puso un jarrón con flores y abrió las ventanas para que entrara un poco de aire fresco… ¡Aire fresco! ¡Cuántos aires nuevos esperaban llevar a las escuelas aquellos jóvenes maestros y maestras de la República! Y si hubiesen tan sólo imaginado cuánto odio se generaba entorno a ellos, cuánto horror se les avecinaba, cuánta venganza… Los preceptos de la escuela moderna se los había enseñado su padre, que estudió a


principios de siglo con los más avanzados pedagogos del socialismo utópico y libertario. Habían llegado a Madrid en los años veinte, huyendo de la purga y la persecución a la que se habían visto sometidos después de la Semana Trágica, y de la injusta muerte de Francisco Ferrer. Ella se había formado en la Institución Libre de Enseñanza, y se sentía parte de un proyecto común que buscaba sacar a España de su oscurantismo y su retraso a través del la alfabetización y la


cultura.” No enseñes, entrégate.” Esa fue la consigna. Ahora afrontaba su primer destino con coraje, pero también con incertidumbre. Estaba lejos de casa, de la civilización, de todas las cosas y las personas que le eran cercanas y conocidas. Y estaba allí sola, en mitad de la nada, en un mísero pueblo de la España profunda y clerical. “¡La maestra! ¡Ha llegado la maestra!” gritaban los chiquillos que la seguían desde la plaza .Desde las casas, algunas mujeres


enjutas y avejentadas miraban recelosas tras los visillos. El alcalde, que era socialista según le dijo luego, la recibió con los brazos abiertos y la atosigó a preguntas sobre la capital, el nuevo gobierno, los rumores de una conspiración militar, el fascismo europeo…”¡Parece mentira que llevemos sin maestra desde diciembre! Pero claro, ya se sabe, aquí, donde da la vuelta el aire, lo que menos importa es si hay o no maestra. La gente no se queja porque así las niñas se ayudan en la casa o en las tareas del campo, y


cuando Juan, el maestro, y un servidor les propusimos lo de la coeducación, pues se puede imaginar… ¡pusieron el grito en el cielo! ¿Escuela mixta? ¡Lo que faltaba! Pues menudos se pusieron los terratenientes y don Anselmo, el párroco, cuando estuvieron por aquí los de las misiones con su camión de libros y su cine ambulante…A ellos no les hace ni pizca de gracia que los niños de los campesinos aprendan. Por ellos, todos analfabetos, y pobres, y embrutecidos, y…” “Marcelino, por dios, no hace falta que grites, que la


vas a asustar...Y, además, parece cansada. Lo que tiene que hacer es echar una cabezadita y reponer fuerzas”. Doña Luisa, la mujer del alcalde, debía de tener treinta y muchos años. Era una mujer alegre y regordeta que en nada se parecía a la mayoría de las mujeres de su pueblo. “Es que, en realidad, yo soy andaluza, de Huelva; pero conocí a Marcelino y ya ves, acabé aquí, anclada a la tierra. Y eso es lo que peor llevo: no poder ver el mar…”Junto a ella pasó los mejores momentos de su experiencia pedagógica. Desde el


primer momento apoyó sus iniciativas más arriesgadas, y juntas hicieron la exposición sobre “salud sexual e higiene”, con el material que le mandó desde Madrid Julia, una compañera del sindicato. “¡Y vaya si se lió! ¡Que hasta el cura, el boticario y toda la derechona del pueblo se presentaron allí con el Cristo de las procesiones para ver si así nos sacaban el demonio de dentro!...” Y las dos se reían aquella tarde de verano del 36, después de decidir que no volvería a Madrid al terminar el curso, sino que se


quedaría para poder ayudar a alguna de las niñas más rezagadas; y aprovecharía para conocer la zona y hacer un estudio de las necesidades y los problemas que podría enviar luego al ministerio. Sentía que las niñas la habían cogido aprecio, que comprendían con cuanta vocación se había entregado a ellas. La lectura, el dibujo, los paseos por el campo recolectando hojas y bichos , para clasificarlos luego en aquellos cuadernos de hojas amarillas…Su caligrafía torpe había ido dando paso a trazos más perfectos, más


firmes, más legibles” Vosotras habéis nacido mujeres, pero no por ello esclavas” Eso les había dicho. Y las niñas la miraban con los ojos muy abiertos y las manos muy sucias. . No, definitivamente no era sólo un trabajo: era una forma de vivir, de cambiar el mundo. Lo que ella no sabía es que todo su mundo se vendría abajo aquel verano. Que todo a su alrededor se teñiría de sangre… Sangre en las tapias, en los caminos, en las cunetas, en las plazas de toros.


Vinieron a por ella una noche. Echaron la puerta abajo y se la llevaron a empujones hasta un camión aparcado al fondo de la calle. Allí, apiñados, asustados y silenciosos, vio los rostros de un grupo de hombres y mujeres que le resultaban familiares. Poco a poco fue reconociendo sus rostros uno a uno: Marcelino, el alcalde; Juan, el maestro; su amiga Luisa, la mujer del alcalde; varios miembros de la Casa del Pueblo, un hombre y dos mujeres, cuyos nombres no conseguía recordar; el hijo mayor de Luisa y Marcelino, que no tendría


más de catorce años; Don Pedro, el veterinario y Ángel, el peluquero, que había escrito cuentos y poemas en la revista Castilla Libre. Sabía que aquello no presagiaba nada bueno. Se sentó al lado de Luisa y agarró sus manos temblorosas. Nadie volvió a verlos. Todo el mundo en el pueblo sabía que habían sido fusilados en alguna cuneta. Pero, ¿en cuál? ¿En qué lugar preciso reposaban sus cuerpos? Todos supieron siempre quién se los había llevado aquella noche, pero nadie habló nunca. Se impuso el silencio, el olvido, la muerte.” Ahora


España es una, y grande, y libre. Eran unos traidores, y unos agitadores, y un peligro para el pueblo y para la patria. Aquí se ha hecho lo que se tenía que hacer y punto.” Eso fue todo. Ni una tumba, ni una lágrima, ni un lamento público. Han pasado los años. Al borde de un camino una anciana menuda señala con el dedo hacia un punto de la nueva carretera. “Es allí”, les ha dicho, “Si excavan el terreno encontrarán los cuerpos.” Los jóvenes arqueólogos y los tres periodistas quieren estar seguros. “¿No tiene usted la menor duda?” Ella


los mira con sus ojos de piedra, duros, grises, sabios. “Es allí. Mi hermano me lo dijo. El conducía el camión.” Se ha quedado esperando mientras ellos trabajan. Mira a la lejanía intentando traer de nuevo aquel recuerdo hermoso de su infancia. Y, con fuerza, aprieta contra el pecho un cuaderno gastado con tapa de cuero y hojas amarillas.” ¡Aquí! ¡Venid! ¡Hemos encontrado algo!...Son los restos de una mujer. Debía de ser joven, veinte años a lo sumo. De complexión menuda. A su lado hay unos zapatos en bastante


buen estado, seguramente fueron bonitos en su momento. Desde luego eran de buena calidad… Hasta me atrevería a añadir que comprados en la ciudad.” La anciana ha conseguido llegar hasta el lugar con no pocos esfuerzos. Intenta decir algo pero respira con dificultad. Por fin consigue recuperar el aliento, y en un supremo impulso, como si liberara una pesada carga, un oscuro secreto que ha llevado consigo casi setenta años, las palabras salen de su cavernosa garganta: “Esa era mi maestra”, jadea, “mi maestra”.


Cuando acabó la guerra un familiar llegó al pueblo preguntando por ella. Nadie le supo decir nada. Nadie le dio razones, ni pistas de su posible paradero. Ahora, en lo que queda del viejo colegio, han puesto una placa que reza así: “Doña Elena Puig, maestra de primaria, desaparecida el 14 de agosto de 1936. Encontrados sus restos mortales en una fosa común setenta años después. ¡Que la tierra le sea leve!”


EscrĂ­beme a la tierra



A mi tía Eloísa, que no tuvo una tumba donde llorar…

“(…) escríbeme a la tierra que yo te escribiré” Miguel Hernández

(I)

Los álamos han traído los nombres de los muertos. Son muertos olvidados, sepultados… sin nombre y sin memoria.


(II)

Aquella noche soñé mucho. Me costó conciliar el sueño y cuando por fin lo hice, imágenes extrañas poblaron mi mente. Vi a Domingo y a Julián vestidos de traje, repeinados y perfumados dispuestos a salir. Yo estaba cosiendo, como siempre, sentada en la salita, mientras madre- de riguroso luto- contaba las cuentas del rosario. Nos dijeron adiós y al darse la vuelta para salir, comprobé que sus


chaquetas estaban manchadas de tierra. Intenté avisarles para que no salieran así, pero no podía moverme ni articular palabra alguna. La siguiente escena que recuerdo fue la de dos lápidas sin nombre en el viejo cementerio del pueblo. Mi madre y yo arrodilladas, llorando sin consuelo. Me desperté sobresaltada, bajé a la cocina presa de una profunda e inexplicable angustia que oprimía mi pecho. Allí estaban todos, desayunando tranquilamente, como si nada fuera a pasarles


nunca, como si mis terribles sueños y mis presagios oscuros no fueran más que tonterías… Domingo reía, con esa risa suya que lo inundaba todo. “Que no madre, que no. Que son miedos infundados que tiene usted. Nosotros no le hemos hecho daño a nadie. Es verdad que tenemos nuestras ideas y que nuestras ideas no les gustan a todos los del pueblo, pero eso es todo. Ya verá como no llega la sangre al río.” Y ahora, con el tiempo pasado, yo me pregunto: ¿cuánta sangre puede llegar a contener un río sin


desbordarse?, ¿cuánta sangre puede regar la tierra?, ¿cuánta sangre en las tapias, en las cunetas, en los escombros, en los caminos? Una semana después se los llevaron. Fue una mañana plomiza de septiembre. No volvimos a verlos nunca. Ni siquiera sus cuerpos. Para reconocerlos, para llorarlos, para poder descansar en paz… La guerra acabó, pero nosotras no pudimos enterrar a nuestros muertos. Habíamos perdido, eso podíamos asumirlo. Pero la ira, la rabia, la venganza, el terror generalizado


bajo el beneplácito del nuevo régimen, eso no podíamos comprenderlo. Estábamos solas. Enterradas en vida. Condenadas al silencio, a la humillación, a la infamia. Han pasado los años y todo el mundo parece haberse empeñado en olvidar, o en hacer como que olvida. Pero cada septiembre los álamos del bosque que rodea nuestro pueblo, mecidos por la brisa que presagia el otoño, traen el eco lejano de sus nombres: Domingo… Julián…Domingo…Julián…Y como una plegaria, elevan al cielo sus


ramas y dejan caer algunas hojas‌ como un llanto suave sobre la tierra.



El regreso.



Abrió

la

puerta

y

lo

encontró esperando. Perdido, desolado, hambriento, exhausto. No llevaba equipaje, tan sólo un sobre descolorido con una dirección: Bravo Murillo, 132. 1º derecha. Reconoció su letra; le había escrito esa carta hacía ya tres años. ¡Pensaba que había muerto! Lo miró desolada. ¡Estaba tan delgado, tan cansado, tan triste! No supo qué decir… ¡No dijo nada! Lo abrazó, y la certeza de ese abrazo pareció devolverles de nuevo la esperanza.


Pero fue una ilusión, un brillo pasajero: la realidad se impusohabéis perdido, necios, ¿es que no oís? ¡Vencidos! Callad, callad, desterrad las palabras, ¡cortaos la lengua si hace falta! Pero, ¡silencio! Escondeos en vuestras catacumbas, que nadie pueda oír vuestro inútil lamento. No quería que él sintiera su miedo, que pudiera olerlo, intuirlo siquiera. Intentó no pensar, no recordar. Cerró la puerta. Se quedó fuera el frío. ¡Qué largo estaba siendo aquel invierno! Para ellos tardó mucho en llegar la primavera… El tiempo se detuvo en aquel


dormitorio, entre sábanas blancas y cajones vacíos. Sobraban las palabras. El amor es experto en silencios oportunos. Aprendieron a vivir en el mutismo, en el sigilo, en la cautela. El tiempo de los ideales había pasado. Ahora era el tiempo de la supervivencia. Encogidos, larvados, agazapados, quietos… Esperando, si acaso, que alguien les anunciara el esperado regreso de la primavera.



Un dĂ­a de verano.



Habían

hecho muchos planes

para aquel 18 de julio. Conchita y su hermano Guillermo llegarían a buscarla pronto, y juntos irían al Retiro. Era una pena que no viniera Elena, la catalana; pero la joven maestra había preferido pasar el verano en el pueblo donde tenía su destino. Allí los estarían esperando Rafita y Fernando, que ya tendrían cogido el sitio en la cola para alquilar las barcas. Después comerían unos


bocadillos y se reunirían con el resto en el Ateneo. Era un estupendo plan para un cálido sábado de verano. Pero nada salió como habían planeado: Rafita, con sus alpargatas y su camisa blanca se

fue a tomar el cuartel de la Montaña con otros compañeros del sindicato; Fernando pasó todo el día en la sede del partido, en Fuencarral; Guillermo y Conchita no salieron de casa porque su padre, monárquico convencido, cerró la puerta con llave y dijo que una cosa era jugar a ser


revolucionario, y otra muy distinta, irse a serlo de verdad. ¡Que insólito día de verano! Tenían veinte años y toda una vida por delante…Pero aquella mañana el aire trajo un extraño olor a muerte. En tan solo unas horas, el verano dejó de ser verano y un viento gélido heló sus corazones. Sus vidas se precipitaron al vacío. Fueron engullidos por el vertiginoso túnel de la historia: la hoz, el martillo, el puño, la bandera rojinegra, los panfletos, las proclamas, las reuniones…


Soldados improvisados, enfermeras improvisadas, resistentes improvisados… “A las barricadas”, “Ay Carmela”, “El ejército del Ebro”, “Puente de los Franceses”… ¡No pasarán!, ¡No pasarán!... ¡Y vaya si pasaron! Llegaron con sus báculos, sus águilas, sus yugos y sus flechas. Todo se oscureció. Se acabaron los ateneos, las casas del pueblo, los libros, las revistas, las discusiones políticas, los sueños de libertad. Iban a pagar cara su osadía, sus deseos de cambio, sus ventanas abiertas.


Había llegado la hora de la venganza. Algunos habían conseguido huir, pero ella, con un niño de pecho, una madre enferma y su compañero desaparecido, ¿dónde podía ir? No podía sino aguardar, dejar pasar el tiempo, aferrarse a la esperanza y al instinto de supervivencia. Tal vez no fuera suficiente, pero era lo único que le quedaba. Tal vez no fuera suficiente, pero era lo único que le quedaba. ¿Y es que acaso no hibernaban muchos animales,


esperando asĂ­ el regreso de la primavera?


Poema de amor a mi amado esposo

Un poema de amor.



La luz lechosa de la mañana

luchaba por abrirse paso a través del oscuro cubículo. Sentía frío, un frío húmedo que le traspasaba los huesos y se quedaba allí, dentro, muy dentro de su cuerpo, hasta congelar también su mente y su corazón. Hacía varios días que ya no pensaba nada coherente. Sus pensamientos eran un vaivén de ideas inconexas, de imágenes, de rostros sin nombre… Había perdido la noción del tiempo, y los días se hicieron semanas, y las semanas meses, y los meses años, años, años…


Primero pensó que saldría pronto, que todo se aclararía, que la razón y la justicia se impondrían de nuevo, que podría volver pronto junto a su marido y su hijo. Pero los días se sucedían y no ocurría nada. Preguntas, preguntas…Querían saber cosas que ella no sabía: nombres, fechas, lugares. La golpearon mucho, con rabia, con odio. Luego se olvidaron de ella y no volvió a saber nada más del mundo, de su mundo. Un mundo


cada vez más lejano y difuso en su memoria. Presentía que iba a morir. La fiebre no remitía, llevaba varios días sin comer y apenas podía tragar ni siquiera el agua que reposaba nauseabundamente en aquella escudilla. Se había acurrucado en una esquina esperando la muerte. La enterraron en el penal, en un improvisado cementerio trasero en el que se acumulaban los cuerpos de las presas ajusticiadas, o de las muertas


“por muerte natural”. Entre las pocas pertenencias que les entregaron a sus familiares estaba un papel doblado muchas veces; una hoja de cuaderno cuadriculada y sucia, en la que estaba escrito, con una letra diminuta y una esmerada caligrafía, un poema de amor fechado cuatro meses atrás. Lo había escrito antes de caer enferma, antes de perder la razón, antes de dejarse llevar por la oscuridad absoluta, antes de renunciar por siempre a la esperanza, a la vida, a la libertad.


Es lo único que les quedó de ella: un poema de amor, un grito de esperanza en medio de la desesperación, palabras engarzadas como cuentas pequeñas de un collar ahora roto… Y ruedan las palabras, como cuentas redondas sobre un suelo brillante. Ruedan en el recuerdo de los que la quisieron. Y siguen rodando ahora, setenta años después, cada vez que alguno de sus nietos relee emocionado aquel poema.



Exilio



El

camino del exilio implica dejar atrás un armario lleno de vivencias y raíces, y arrastrar por tierras extrañas un baúl lleno de tristezas…



Cartas



“Hoy las nubes me trajeron volando el mapa de España…” Rafael Alberti

Querida Aurora: Hoy me llegó tu olor. Un olor a jazmín y lavanda, a torrijas con leche y canela, a almendros en flor…


A veces pequeñas cosas me recuerdan a ti. No sé si habrás podido sobrevivir a tantas penurias, pero yo te tengo muy presente. Tu recuerdo va siempre conmigo, y una voz interior me dice que no has muerto, que aún sigues luchando; que, como yo, no has olvidado quiénes fuimos, y que, como yo, aún sigues esperando que llegue el día. Es curioso, pero el cielo del exilio no es el cielo de Madrid. Te parecerá extraño, pero aún me acuesto pensando que, al despertar, iremos juntas al Retiro, o a la Plaza


Mayor y que, tal vez, veremos anochecer en la Dehesa de la Villa… Mi más íntimo deseo es morir en mi patria (“Si muero en tierras extrañas / lejos de donde nací / ¿quién tendrá piedad de mí?”). Yo, que siempre fui tan europea, tan cosmopolita, tan “afrancesada”, siento que me han arrancado el corazón, que me han negado la tierra de mis antepasados, que me han robado el aire que siempre respiré, que me han quitado el agua para dejarme sólo la sed. Y ya no tengo tierra, no tengo aire, no tengo agua…Tan sólo tengo un fuego que


me devora por dentro: el fuego de la rabia. Hace unos días fui con mis nietos a ver la tumba de nuestro querido poeta, Antonio Machado. “Murió el poeta lejos del hogar / le cubre el polvo de un país vecino…”. Cuando regresábamos a casa le dije a mis nietos: “Jean, David. ¡Escuchadme bien! Yo quiero morirme en España. Nunca lo olvidéis”. Para ellos tampoco es fácil. Han nacido aquí y nos pasamos la vida hablándoles de allí. Incluso mi


hija, Paloma, se siente más francesa que española. Cuando pasé la frontera ella sólo tenía unos meses. Fueron tiempos terribles: campos de refugiados, hambre, desolación. Creí que no podría soportarlo. El poco francés que aprendí en la academia me sirvió para comprender que estábamos perdidos, desahuciados. Fue un milagro que pudiera cruzar la frontera. Creí morir en Alicante, pero una compañera que tenía familia en Francia consiguió que nos pasaran. A partir de ese momento estuve sola. Tuve que trabajar en lo que me salía: limpié casas, horneé


pan, serví comidas…Al final encontré trabajo como sombrerera y volví a involucrarme en la política. Me reencontré con viejas compañeras pero no supieron darme noticias tuyas. Empecé a escribirte cartas a tu antigua dirección pero todas me las devolvían. No conseguí encontrarte, no conseguí saber de ti. A pesar de todo he seguido escribiéndote. Porque, cuando lo hago, te siento más cerca, y me parece que te estoy hablando allí, sentadas en el rellano de tu portal, compartiendo confidencias, y recortables, y caramelos… O


contándonos nuestros amores secretos camino de la academia de costura. No sé si algún día volveremos a vernos .Nosotras, las de entonces, ya no somos las mismas… ¿O, tal vez, lo seamos? Pensamos que sería para poco… ¡y ya van treinta años! ¿Qué nos espera si algún día volvemos? Extraños en tierra propia, extraños en tierra extraña; desarraigados, desubicados; ni de aquí, ni de allí; ni de entonces, ni de ahora. Peregrinos sin rumbo, cargados de recuerdos y de melancolía.


Eso somos nosotros, barcos a la deriva. Navegamos en círculos alrededor de Ítaca para no alejarnos demasiado, esperando que un día alguien anuncie la muerte del tirano, y podamos entonces desembarcar. Pero… ¿Nos reconocerá Penélope después de tanto tiempo?


Mirando a Espa単a.



Una

vez al año, coincidiendo

con el inicio de las vacaciones de verano, Julia y su familia, junto con otras familias de exiliados, viajaban a Hendaya. No habían elegido aquel destino estival por sus monumentos, ni por sus hermosas playas, ni por su interés histórico o artístico. La razón era meramente sentimental, incluso “estratégica”, según se mirara: era el último


pueblo de la frontera, ese muro invisible y doloroso que les separaba de sus raíces, de su pasado, de su identidad. Desde allí podían ver las playas de Hondarribia, mantener el vínculo, nutrirse de recuerdos y de melancolías. Allí llevaban a sus hijos y a sus nietos para que no olvidaran de dónde procedían y cuál era el lugar al que debían volver. Porque ellos volverían, algún día, no sabían cuándo, pero volverían. Nunca deshicieron del todo su equipaje, nunca llegaron a


echar raíces, nunca renunciaron al regreso. Aquella era su estrategia de supervivencia: mirar a España; asegurarse de que seguía allí, esperándolos, aguardándolos para acogerlos de nuevo en su seno, para arroparlos en el supremo trance de la muerte. Después de tantos años, morir en España era la única razón para seguir viviendo.



La memoria herida.



Querida Irene:

No sabes cuán profundamente me ha afectado la muerte de tu abuela. Fue una mujer extraordinaria que, como tantas otras mujeres anónimas, tuvo que ingeniárselas para sobrevivir a la barbarie de la guerra y a la brutal represión que vino después. Fue una de las muchas protagonistas de un tiempo que pudo ser y no fue, de un sueño roto y de una pesadilla


interminable. Sufrió cárcel, cuidó de su madre enferma, y ambas, en un esfuerzo supremo y mostrando un gran coraje, consiguieron proteger a tu padre y evitarle el cruel destino que tuvieron muchos de los hijos de los presos republicanos. Sorteó el hambre, la enfermedad, la desesperación, y se las ingenió para seguir caminando en un mundo de sonámbulos sin nombre y sin memoria. Cuando habían conseguido mimetizarse y pasar desapercibidas en aquel Madrid en blanco y negro, daguerrotipo cruel de la miseria y la


ruina, apareció tu abuelo. Había estado preso casi cuatro años y todavía le parecía un milagro que lo hubieran soltado. Pero la felicidad por su regreso les duró poco tiempo. Veinte años en las cárceles de Franco minan cualquier salud, y antes de que aquel infierno acabase murió de tuberculosis. Aquellos fueron tiempos de silencio y cloacas, de ratas, de hambre, de desconfianza y de rencor. Tiempos de infamias y mentiras, de identidades falsas y vidas reinventadas. “Larga noche de piedra” los llamó el poeta Celso


Emilio Ferreiro… ¿Acaso puede haber frase más acertada? Oscura como la noche se volvió la esperanza; duros como la piedra los corazones. Ya vamos quedando pocos testigos directos de aquellos aciagos días, y en esta amnesia colectiva en la que estamos inmersos, me alegra saber que quieres escribir un libro basado en las memorias de tu abuela. Nada me hará más feliz que ayudarte a reconstruir su historia, que es también la mía y la de todos aquellos que plantamos las semillas de un árbol, cuyos frutos recogerán


ahora nuestros nietos.” La dictadura hizo demasiado daño a nuestros hijos, hirió de muerte sus sueños y les arrebató la infancia feliz que debieron haber tenido. Vivieron rodeados de miedo y medias verdades, no conocieron otra cosa que los yugos y las flechas y los principios del movimiento, y tardaron demasiado tiempo en probar la brisa fresca del pensamiento libre. En casa les contábamos lo que podíamos, pero no era fácil. Quisimos protegerlos de nuestras ideas, que no sufrieran más el odio de los vencedores, la


humillación de ser señalados, insultados, vejados… Tuvimos que esperar a que llegaran ellos, los nietos, que escuchaban nuestras historias con los ojos abiertos y que recuperaron el orgullo arrebatado”…Estas palabras me las escribió tu abuela en la primera carta que recibí de ella estando en el exilio. Era el año 70. Te proporcionaré todas sus cartas en las que me fue desgranando todo lo que le había ocurrido en aquellos treinta años. Como ya sabes, no volvimos a vernos hasta el Homenaje a las mujeres del 36. Sé que con


nuestras cartas y lo que ella te contó podrás reconstruirlo todo siguiendo el hilo de la memoria. Porque eso es lo único que nos queda, lo único que no pudieron arrebatarnos, lo que habéis heredado: nuestra memoria herida. Tuya siempre. Julia.” Irene dobló la carta varias veces. La guardó en un bolsillo de su abrigo, miró alrededor, aspiró por última vez el olor de su abuela, que aún impregnaba la casa, y lloró. Lloró por ellas, por todas aquellas mujeres dignas y valientes, por las


que ya no estaban y por las que pronto no estarían. Lloró de rabia, y de impotencia, y de ternura… Lloró por lo que pudo ser y no fue, y por lo que nunca sería, y por lo que tal vez otros lograran que fuese. Lloró y supo que ya no había vuelta atrás: tenía que contarlo antes de que el viento del olvido se lo llevara todo a su paso, antes de que cayera la última hoja del árbol…Antes de que no quedara nadie que aún estuviera dispuesto a recordar. Cruzó con paso firme la acera, y al mirar hacia arriba, como siempre había hecho cuando se despedía,


creyó ver, -acaso sólo una imagen fugaz, una imagen sacada de los sueños-, la silueta sonriente de su abuela, muy joven , que le decía adiós vestida de miliciana.



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