los miserables

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Fantina se enderezó al instante apoyándose en sus flacos brazos y en sus manos, miró a Jean Valjean, miró a Javert, miró a la religiosa; abrió la boca como para hablar, pero sólo salió un ronquido del fondo de su garganta. Extendió los brazos con angustia, buscando algo como el que se ahoga, y después cayó a plomo sobre la almohada. Su cabeza chocó en la cabecera de la cama y cayó sobre el pecho con la boca abierta, lo mismo que los ojos. Estaba muerta. Jean Valjean abrió la mano que le tenía asida Javert como si fuera la mano de un niño, y le dijo con una voz que apenas se oía: -Habéis asesinado a esta mujer. Había en el rincón del cuarto una cama vieja; Jean Valjean arrancó en un segundo uno de los barrotes y amenazó con él a Javert. -Os aconsejo que no me molestéis en estos momentos -dijo. Se acercó al lecho de Fantina y permaneció a su lado un rato, mudo; en su rostro había una indescriptible expresión de compasión. Se inclinó hacia ella y le habló en voz baja. ¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir aquel hombre que era un convicto a aquella mujer muerta? Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor Simplicia ha referido muchas veces que mientras él hablaba a Fantina, vio aparecer claramente una inefable sonrisa en esos pálidos labios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la tumba. Jean Valjean le cerró los ojos, se arrodilló delante de la muerta y besó su mano. Después se levantó y dijo a Javert: -Ahora estoy a vuestra disposición. IV Una tumba adecuada Javert se llevó a Jean Valjean a la cárcel del pueblo. La detención del señor Magdalena produjo en M. una conmoción extraordinaria. Al instante lo abandonaron; en menos de dos horas se olvidó todo el bien que había hecho y no fue ya más que un presidiario. Sólo tres o cuatro personas del pueblo le fueron fieles, entre ellas la anciana portera que lo servía. La noche de ese mismo día, dicha portera estaba sentada en su cuarto, asustada aún, reflexionando tristemente. La fábrica había permanecido cerrada el día entero; la puerta cochera estaba con el cerrojo echado. No había en la casa más que las dos religiosas, sor Simplicia y sor Perpetua, que velaban a Fantina. Hacia la hora en que el señor Magdalena solía recogerse, la portera se levantó maquinalmente, colgó la llave del dormitorio del alcalde en el clavo habitual, y puso al lado el candelabro que usaba para subir la escala, como si lo esperara. En seguida se volvió a sentar y prosiguió su meditación. De pronto se abrió la ventanilla de la portería, pasó una mano, tomó la llave y encendió una vela. La portera quedó como aturdida. Conocía aquella mano, aquel brazo, aquella manga. Era el señor Magdalena. -¡Dios mío, señor alcalde! -dijo cuando recuperó el habla-. Yo os creía... -En la cárcel -dijo Jean Valjean-. Allá estaba, pero rompí un barrote de la ventana, me escapé y estoy aquí. Voy a subir a mi cuarto. Avisad a sor Simplicia, por favor. La portera obedeció de inmediato. Jean Valjean entró en su dormitorio. La portera había recogido entre las cenizas las dos conteras del bastón y la moneda de Gervasillo ennegrecida por el fuego. Las colocó sobre un papel en el que escribió: "Estas son las conteras de mi garrote y la moneda robada de que hablé en el tribunal". Y lo dejó bien a la vista. Envolvió luego en una frazada los dos candelabros del obispo. Entró sor Simplicia. -¿Queréis ver por última vez a esa pobre desdichada? -preguntó.


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