Dioses de antara

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Dioses de Antara

Jessica Galera Andreu


Todos los derechos reservados. Primera edición: 2016 © Autor: Jessica Galera Andreu Ilustración de la portada: Derecho de autor: Imagen 1: kho/123RF Foto de Archivo Imagen 2: dolgachov/123RF Foto de archivo Imagen 3: pixabay (bngdesigns). Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.


Dedicado a todos aquellos que perseveran en la lucha por alcanzar sus sueños. Que se levantan cada mañana dispuestos a batallar contra el mundo y a hacer de cada día de su vida, hasta el último, una pelea constante por alcanzar sus anhelos.




1 Un nombre muy raro

Antara permanece sentada sobre su cama, con la espalda totalmente erguida y las manos sobre su regazo. La ventana que corona su habitación le queda en frente, dando rienda suelta a la embestida del sol que invade, como todas las mañanas, cada rincón de aquel cuarto. Aún tiene el pelo mojado y eso acentúa la sensación de frío que le recorre el cuerpo. Su respiración acompasada trata de espantar el temblor. Cada vez que toma aire y lo expulsa de sus pulmones escucha en su cabeza las palabras de su padre, repitiéndole lo afortunada que es por estar ahí. Lo afortunado que es él por no haberla perdido. Pero no es así como ella se siente. Algo en su interior le reprueba cada vez que lamenta su infortunio; está viva y eso no sólo es algo; eso es mucho. Pero ese 'mucho' se ha quedado vacío, oscuro y extraño. Antara no sabría cómo hablar de esos meses en coma; ni siquiera recuerda cómo fue el accidente. Le han dicho que iba sola en su coche, que otro vehículo se cruzó en su camino al saltarse una señal de <<Stop>> y que la embistió con el morro, destrozando la puerta del conductor, es decir, la suya y el lateral izquierdo del coche. El golpe en la cabeza fue lo más grave, aunque no la única de sus heridas. En definitiva, Antara siente como si esa parte de su vida fuese un retazo adherido de explicaciones y recuerdos artificiales. Después, el despertar y la negrura. Los médicos le otorgan pocas esperanzas de recuperar la visión y aunque ella misma trató de aferrarse a la más efímera esperanza mientras estaba en el hospital, regresar a casa la aboca, poco a poco, a una cruda realidad. Aún guarda en su mente el miedo aterrador al pisar la calle por vez primera. El mortecino sol del otoño golpeándola en la cara emulaba la misma voluntad del calor que ella anhelaba y que el astro rey no podía ofrecerle. De pronto, caminar del brazo de su padre la hizo sentirse al frente de un abismo de caída incierta. Cada paso, dado con temor; cada ruido a su alrededor, multiplicado. El mundo que había anhelado comerse hacía apenas unos pocos meses, amenazaba ahora con ser demasiado grande para ella en este momento; con ser él el que la devorase a ella. Tampoco ayudan las ausencias que dejan un mayor espacio a un vacío ya demasiado extenso. Óscar siempre fue, a su parecer, el novio perfecto pero en los seis meses de estancia en el hospital no ha ido a verla ni una sola vez; ni una llamada, ni una explicación. Por eso los nervios la azuzan en ese momento como si fuese a ser la primera vez que habla con él. Porque Óscar la ha llamado hace apenas una hora; quiere hablar con ella y aunque Antara lleva meses esperando esa llamada, ahora es algo que la deja fría. Cuando oye la portezuela del coche cerrarse abajo, pasea, de forma instintiva, sus dedos entre su pelo. Ya no puedo verlo pero sabe que su larga melena rubia ha de presentar aquellas ondas que siempre ha odiado. Pasar horas en el baño frente al espejo para alisarla es otro de esos actos banales a los que ha renunciado. Se incorpora y tantea con sus manos la cama, dirigiéndose hacia la puerta. Tropieza con el bastón que su padre le ha traído y que ella se niega a utilizar. Se yergue de nuevo y permanece inmóvil, alisándose las arrugas de la falda. Le ha pedido a Adeline, la mujer que se encarga d las labores domésticas, el conjunto verde azahar que tanto le gustaba aunque detesta no poder comprobar cómo le queda en ese momento. Dos golpecitos en la puerta la hacen tensarse más que nunca y carraspea antes de hablar. —Adelante. Escucha el seco crujido de la cerradura y, después, la voz de su padre: —Cariño, Óscar está aquí. Os dejo solos. Si necesitáis algo, sólo tenéis que decírmelo. —Gracias, papá. Agradece, en silencio, la paciencia de su progenitor. Bajo ningún concepto se había mostrado por la labor de permitirle la entrada a Óscar nunca más en su casa pero las súplicas de Antara le han hecho ceder. Ella no espera una solución satisfactoria para aquella situación pero sea lo que sea lo que ha de ocurrir, ha de ser ya. Prolongar la incertidumbre resulta tan absurdo como doloroso. Tampoco su madrastra se ha mostrado dispuesta a atender a Óscar pero la insistencia de Antara al respecto, también le ha hecho dar su brazo a torcer. M aría lleva casada con su padre seis años y aunque siempre ha sido buena con ella, al igual que su hermanastra Celine, Antara ha echado en falta como nunca la figura de su madre, que falleció cuando ella tenía apenas siete años. Ahora ni M aría ni su hija, fruto de un matrimonio anterior, están en la casa, pues ambas partieron de viaje hace escasamente un par de semanas. La puerta vuelve a cerrarse y Antara se siente exasperada por el silencio que la envuelve. —¿Estás ahí? —le pregunta a Óscar. —Ehm... sí. Sí, estoy aquí. Estás... preciosa. Antara lleva tiempo acumulando dudas y rabia a partes iguales; todo ello proyectado hacia Óscar pero en aquel momento, no sabe a qué sentimiento darle rienda suelta. Casi le cuesta entender cómo han llegado a ese punto, ellos, que eran la pareja perfecta en el instituto. Ella, la chica más popular, la más admirada, gran estudiante y cuidando siempre cada detalle. Y él, el más deseado por todas, el más apuesto; también alumno ejemplar y mejor deportista. Una relación idílica y cómplice que, de la noche a la mañana se convierte en algo extraño y distante. Están el uno frente al otro y no saben qué decirse para dotar de naturalidad a una relación que siempre la tuvo. Al menos, en apariencia. —Sé... que te debo una explicación —dice al fin Óscar. Las palabras resultan todo un alivio para Antara. —Siéntate —le pide ella. —Prefiero quedarme de pie. Si no te importa. —Claro. Antara recula un pasito y se sujeta al tocador que le queda detrás. —Verás, primero... cuando supe lo del accidente... dijeron que estabas mal; ni siquiera sabían si sobrevivirías y te juro que fueron los peores días de mi vida. No tenía caso que fuese a verte, pues no iban a dejarme entrar. Después... tu vida ya no corría peligro pero no sabían si despertarías y, por dios que no me vi capaz de verte así. De todos modos tú tampoco ibas a darte cuenta. Hubiera sido absurdo que te visitase. —A veces basta con estar ahí, Óscar —responde Antara al fin—. Aunque no te puedan ver o aunque no puedan hablarte, basta con que puedan sentirte, de algún modo. Algo en la expresión de Óscar se relaja, quizás el hecho de estar tratando algo que Antara y él habían hablado otras veces, tan espiritual ella; tan pragmático él. —Sensaciones, percepciones —dice Óscar—. Ya sabes que yo sólo me fío de lo que veo. —Yo no te veo y sin embargo estás aquí. Óscar se lleva el puño a la boca. —Lo siento —se disculpa—. Lo que quiero decir es... Cielos, Antara, esta no es una de tus novelas de amor o fantasía en las que la chica despierta cuando él entra en la habitación o algo así. Esta es la cruda realidad y si estás en coma, no te enteras de nada. Por eso no fui. Óscar está empezando a alterarse y eso le hace perder la sutileza en sus maneras; Antara lo sabe bien. Por eso trata de suavizar el efecto de sus palabras en ella. No quiere que le afecten más de lo necesario. —Estuve despierta mucho tiempo en el hospital —le recrimina—. Tres meses. No podía verte pero sí me hubiera enterado, como tú dices. —Ya... No sé, había pasado mucho tiempo y... pensé que me lo reprocharías, con toda la razón del mundo. Además, supe que habías perdido la visión y... no sabía cómo afrontarlo.


Antara sonríe. —Soy yo quien debe afrontarlo, Óscar. Sólo necesitaba... no estar sola. —No estabas sola. Tu... tu familia estaba contigo. —Sí... —murmura—. M i familia... —Hay... hay algo más que quiero decirte. Antara guarda silencio. Ni siquiera se siente con fuerzas para enfadarse y mandarle a paseo. Que diga lo que tenga que decir y después, se marche; sin aspavientos ni dramas. —Kristina y yo... Pero la noticia no da lugar a serenidad. Kristina y él... —Kristina y tú ¿qué? —Estamos... Bueno... Los dos estábamos rotos con el accidente y... no podía esperarte toda la vida. Ni siquiera los médicos sabían si saldrías adelante. Después... No puede ver a Óscar pero por primera vez desde que le conoció Antara siente que aun gozando del sentido de la vista, en aquel momento tendría frente a sí a un total desconocido. Un desconocido ante el que no quiere llorar. Siente los ojos encharcados pero aguantará. No le dará la satisfacción de verla vencida. —Después ¿qué? —pregunta ella. Hace verdaderos esfuerzos por contenerse y no estallar. Sabe que si lo hace, Óscar se marchará, privándole de todo aquello que necesita escuchar; una cruel confirmación que la empuje a renunciar para siempre a él. —Joder, Antara; lo de tu vista. Podemos fingir que todo es igual que antes pero no lo es. —No lo es, Óscar pero ha cambiado especialmente para mí. Soy yo quien no ve, te lo recuerdo. —No ha cambiado solo para ti. Ya sé que tú vives en ese particular mundo donde imaginas cosas y echas mano de percepciones extrasensoriales y demás chorradas pero yo necesito hechos, realidades. Y por crudo que todo esto sea, prefiero ir con la verdad por delante. —Ojalá no hubieras tardado medio año en echarle narices —responde ella—. Quizás el valor nunca haya sido tu fuerte pero creo que la situación lo exigía, que yo me lo merecía, ¿no te parece? —Sé que te he decepcionado, Antara y créeme cuando te digo que también lo he hecho conmigo mismo pero todo esto se me queda grande. —Por suerte tú puedes elegir no afrontarlo. Las lágrimas ya están surcando sus mejillas, abrasándolas, encendiéndolas. Sólo la tristeza se sobrepone a la rabia que siente, consigo misma más que con él. —Vas a poder contar conmigo para lo que sea pero yo necesito... —¿Qué necesitas? ¿Que te digan cada día lo guapo que estás o lo bien que te quedan unos pantalones? ¿Es eso? —M e sorprende que estuvieras conmigo si me veías así de superficial. No necesito nada de eso; necesito miradas cómplices. Decirnos todo sin decirnos nada. Hay muchas cosas encerradas en una mirada, Antara. Y quizás sea un inseguro, un cobarde y todo lo que se te pueda estar pasando por la cabeza. Pero las necesito, las he necesitado durante mucho tiempo y Kristina me las ha dado. —¿Sabes qué es lo único que lamento? —le interrumpe ella—. No haber tenido si quiera la satisfacción de ser yo quien te mande al diablo. Tener que aguantar que después de toda esta mierda seas tú quien lo haga. —Escucha... —¡Ya ha escuchado suficiente! —grita ella, encolerizada—. Ahora lárgate. Oye a Óscar suspirar; después, apenas dos pasos que preceden a la puerta abrirse y cerrarse. Antara se lleva las manos a la cara y se deja caer hasta el suelo, justo en el momento en el que su padre llega corriendo y la mira, entre confuso, contenido y sorprendido. —Si ayuda más que corra tras sus pasos y le arranque la cabeza, sólo dilo. Pero ella no dice nada y su silencio es tan elocuente como una muda súplica por que se quede a su lado. Su padre la abraza y le cubre la cabeza de besos.

***** Dormir un rato le ha sentado bien. Está más tranquila y serena. Su nueva situación tiene, al menos, un punto positivo: su padre acaba de dejarla frente a la pequeña librería de M ina y esta vez, no ha mostrado el menor signo de disconformidad. Pocos son los que entienden —o entendían— que pasase tantas horas allí dentro con una mujer tan problemática y mal afamada como M ina. Las discusiones con su propio padre o con Óscar eran una constante para Antara, así como también con sus amigas, pues casi parecía escandalizarlas el hecho de que ella prefiriese pasar las horas en aquella desvencijada librería con una vieja alcohólica antes que irse de tiendas con ellas. Pero hoy no ha habido discusiones ni voces contrarias. Cuando el motor del coche de su padre se prende para alejarse, Antara extiende el brazo, de forma instintiva y acaricia con la punta de los dedos el cristal del escaparate, donde se exhiben los mismos viejos libros desde hace tiempo. Ahora no puede verlos pero sonríe pensando que, probablemente, M ina no los ha cambiado aún. La lluvia descarga con fuerza y repiquetea sobre las irregulares calles, entre las canaletas y también sobre su propio paraguas. De pronto parece oírla más alta de lo que lo había hecho jamás; quizás sea porque nunca le había concedido especial importancia al sonido de la lluvia. Ahora, sin embargo, el sonido y el olor son todo cuanto tiene. También el tacto, que percibe el agua fría cuando extiende su brazo, sacándolo fuera de la protección de su paraguas. A tientas, avanza un par de pasos a su izquierda y empuja la puerta, que emite el habitual ruidillo de la campanilla que cuelga sobre ella, avisando a la vieja librera de la llegada de algún cliente. Antara cierra el paraguas y se deleita en el olor a leña quemada. El calorcillo es siempre una gratificante sensación que la abraza al entrar, como también lo hace la áspera pero entrañable voz de M ina. —¡Antara! —exclama, emocionada. Escucha sus pasos arrastrándose por el suelo de madera y acercándose a ella para fundirse ambas en un cálido y sincero abrazo. M ina se ha interesado por su estado con asiduidad pero aún no habían tenido ocasión de verse, ya que el padre y la madrastra de Antara la invitaron a abandonar el hospital cuando la anciana se había presentado allí de forma inesperada y había terminado por montar un escándalo después de que le prohibieran la entrada. Aquello había supuesto una fuerte discusión entre Antara y su padre pero después de hablar por teléfono, la joven y la librera convinieron en que lo mejor sería esperar a que ella pudiera ir a verla de nuevo. —¿Cómo has estado, mi niña? —Bueno... supongo que he estado mejor. Pero me alegro de estar aquí de nuevo. Las viejas y temblorosas manos de M ina acarician las suaves mejillas de Antara y aun sin verla, ella es capaz de imaginar el rostro emocionado de la anciana. —Te hemos echado de menos. Antara alza una ceja. ¿Hemos? M ina está sola allí pero es ya muy mayor y no son pocas las veces que de sus finos labios arrugados brota algún que otro disparate o alguna que otra incongruencia a las que Antara nunca ha concedido mayor importancia. Casi parece positivo que la vieja haya encontrado algún tipo de compañía aunque sea en su imaginación. O quizás se refiera a los libros, de los que en muchas ocasiones suele hablar como si se tratase de pequeños duendecillos que se cuelgan y descuelgan desde las estanterías. A Antara eso le resulta gracioso. —Vamos, ven, mi niña —continúa diciéndole. La sujeta del brazo con delicadeza y la conduce al interior de la librería—. Tenemos muchas cosas que contarte.


***** La librería no es sólo un viejo establecimiento donde comprar libros —muchos de los cuales ya ni siquiera pueden encontrarse en otros sitios—, sino también un pequeño y confortable espacio para disfrutar de ellos. A pesar de lo pequeño y viejo que es el local, M ina ha habilitado un par de salas para sentarse a leer o escribir, incluso. Una de ellas está formada por una larga mesa para ocho personas y otra mesa algo más pequeña y redonda, situada al fondo. En total, unas 13 o 14 personas poco sobradas de espacio. La otra sala es la que M ina llama 'la sala especial': un incómodo y antaño señorial sillón que ahora pierde muelles y plumas a partes iguales lo preside. Enfrente, una cálida chimenea ofrece un rincón casi paradisíaco para cobijarse en los días de frío al abrigo del fuego y de un libro. Y es precisamente a esa adonde M ina ha llevado a Antara. La mujer toma asiento en el sillón y la muchacha se arrodilla en el suelo, sobre la mullida alfombra de pelo sintético que hay delante de la chimenea. No se sueltan la mano y la vieja cubre de besos la de Antara. —¿Cómo has estado tú? —pregunta la muchacha. —Eso debería preguntártelo yo a ti. No soy quien ha sufrido un accidente terrible. —Yo estoy... bien. —¿Aún no puedes ver? —No, M ina. Probablemente no volveré a hacerlo. —No puedes perder la esperanza, cariño. —Prefiero empezar a aceptar las cosas cuanto antes. M ina suspira y le echa el aliento en la cara a Antara. —Has vuelto a beber —le dice ella. —No, no he vuelto a beber; nunca he dejado de hacerlo. ¡Demonios, no empieces a reñirme! —M ina... —M ina, nada. Cada vez son menos las personas que vienen aquí a leer un buen libro o escribirlo y... estos meses sin ti... La campanilla de la puerta tintinea de nuevo en la otra sala. —¡Largo de aquí! —grita M ina—. Ahora estoy ocupada, maldito seas. De nuevo el sonido y, después, el portazo. —Quizás no estés poniendo mucho de tu parte para que la gente venga. —Hoy no me apetece hablar con nadie, sino contigo. Al diablo la gente y sus ganas de venir o no. Tengo casi 80 años y mantengo la tienda abierta por no morirme encerrada entre las cuatro paredes de una solitaria casa, abandonada por el mundo y olvidada por todos. No tengo ninguna necesidad de vender. ¡AL DIABLO CON TODOS! —grita. Antara sonríe. —De acuerdo, cálmate ya —le solicita—. He pensado mucho en ti estando en el hospital. Sabía que no te ayudaría mi ausencia y que ni siquiera en honor a mí dejarías aparcada esa condenada botella. —M e conoces bien —sonrió M ina. —Acabarás destrozándote el hígado. —M e da igual. —No puede darte igual. Una cosa es que te importe un pimiento la gente pero tú... a ti misma debes cuidarte como a nadie más porque a la hora de la verdad, sólo cuentas contigo. M ina frunce el ceño. —¿Y esa visión tan pesimista de la gente? ¿Ha pasado algo? —Bueno... —¿Sí? —No te lo creerás... —Claro que me lo creeré. Tengo casi 80 años y te caerías de espalda si te contase todo lo que he visto a lo largo de mi vida. Vamos, dispara. —Óscar me ha dejado. Después de seis meses sin saber nada de él, se presenta en mi casa —previa llamada— y me dice que está enredado con Kristina. ¿Qué te parece? —Alabado sea el cielo. Por fin te has quitado de encima a ese pelmazo estirado. —¡M ina! Creí que Óscar te gustaba. —No, el energúmeno engreído de Óscar te gustaba a ti y sólo en honor a eso, prefería estar callada o con el morro pegado a la botella. Cúlpame ahora. —La mujer se incorpora y camina hasta le pequeña mesa de madera rústica que hay junto a la ventana—. Por mi madre que no me gustaba. —¿Qué estás haciendo? —pregunta Antara—. No estarás bebiendo, ¿no? —¿Se me concede la duda de hacer otra cosa? —responde M ina, molesta—. No, no estoy bebiendo. Sólo voy a tomar esa endemoniada pastilla... Antara trata de avanzar, sujetándose al respaldo del sillón para llegar junto a M ina. —¿Qué pastilla? —Bueno, no me he encontrado muy bien en las últimas semanas y... ese imbécil con bata blanca se ha empeñado en que debo tomarlas. —¿Por qué no me habías dicho nada? —¿Qué eres, mi madre? —M ina... La anciana suspira y sujeta la mano de Antara. —Perdona, cariño. No... no me encuentro muy bien. —Deberías cerrar la librería hoy y descansar. —Es una buena idea. Iré a recostarme un rato arriba, si no necesitas nada. —No, me... quedaré un rato aquí, si no te importa y después llamaré a mi padre para que venga a buscarme. —Sabes que esta es tu casa. M ina le da un beso en la mejilla a Antara y se aleja despacio hacia el final del pequeño pasillo que hay a la salida de aquella sala. Una angosta escalera conduce a la planta superior, donde M ina tiene un diminuto pisito con apenas lo esencial para vivir. Antara permanece inmóvil apoyada sobre la mesilla, pensativa. La precaria salud de M ina no es ninguna novedad y el hecho de que la anciana se haya decidido a visitar al médico es una clara señal de que la situación ha de haberse agravado en los últimos tiempos. La saca de sus pensamientos el redundante tintineo de la campanilla y la voz de un hombre. —¿Hola? Antara se tensa. M ina ha olvidado cerrar el establecimiento y la muchacha se debate entre quedarse donde está o salir a explicarle a aquel cliente que la propietaria de la librería está indispuesta y que por tanto deberá regresar otro día. En apenas pocos segundos se siente estúpida. Claro que saldrá, explicará lo sucedido y cerrará la puerta para no tener que estar toda la tarde haciendo lo mismo con otros tantos clientes. Tantea la pared y camina despacio y con su habitual inseguridad hasta la sala principal de la librería. —Ho... hola —balbucea. —Hola —responde la voz de un muchacho. Ahora que está allí le parece alguien más joven de lo que creyó inicialmente—. Estoy buscando a M ina.


—M ina no se encuentra muy bien. Tendrás... tendrás que volver otro día. —Le traía unos libros —responde el chico unos segundos más tarde. —Tendrás que volver otro día —repite ella—. Se ha marchado. Antara se sujeta con fuerza al mostrador. Aún no se ha acostumbra al hecho de no saber qué está haciendo la persona que está con ella, máxime cuando esta es una completa desconocida. La incomoda y le confiere la sensación de no estar controlando lo más mínimo la situación, algo que ella siempre ha necesitado. El extraño habla de nuevo. —No puedo volver otro día. Le traigo unos libros y... —Si no puedes volver otro día, déjaselos aquí. Yo la avisaré de que el viajante ha venido. —¿El viajante? —El muchacho sonríe aunque Antara no puede verlo—. ¿Eres su nieta? —le pregunta. —No, no soy su nieta. Soy su amiga. El muchacho carraspea y Antara escucha su voz más cerca. —Como te digo le traigo unos libros pero... si voy a dejárselos aquí, necesito el comprobante de que los ha recibido. No quiero líos después. —Puedo ir a buscarla si te empecinas pero no se encuentra muy bien y preferiría no tener que hacerlo por algo que tampoco es urgente —responde Antara, con acritud. —Oh, nada más lejos de mi intención que molestarla. ¿Por qué no firmas tú? —Yo no... El muchacho toma un bolígrafo que había sobre el mostrador y un papel en blanco. —Justo aquí... sólo un... garabato. Sujeta la mano de Antara con cierto temor a su reacción. Ella también se muestra recelosa pero coge el bolígrafo y tantea el papel. Su incomodidad va en aumento ante aquella situación pero trata de sacudirse de la sensación, repitiéndose a sí misma que es algo normal, banal casi; firmar un albarán de entrega y listo. —Ya está —concluye. —M illones de gracias. Antara asiente. —¿Qué diantre pone aquí? Ana... ¿Anastasia? Anas... —Antara. —¿Te llamas Antara? —Es el nombre con el que he firmado, ¿no? —Si tú lo dices... —Creo que ya puedes irte. —Es un nombre muy raro... ¿De dónde viene? —No creo que eso sea importante. —De acuerdo, de acuerdo... Sólo pretendía... —Adiós... —¿No crees que estás siendo un poco desagradable? —pregunta él, en tono jocoso. —Te trato como es menester conforme a tu actitud. —¿M enester? ¿De qué libro te has escapado? Antara espeta una carcajada, de forma casi inconsciente. —Quizás tú deberías hacer algo más con los libros que llevarlos de un sitio a otro. ¿Por qué no pruebas a abrir uno y leerlo? —¿M e estás llamando ignorante? —Oye, ya tienes lo que querías y creo que te estás poniendo excesivamente pesado. El joven se percata de que Antara se está poniendo nerviosa; le tiemblan las manos y su teléfono móvil cae al suelo. —M ierda... —masculla. Él lo recoge y tras unos pocos segundos, se lo devuelve. —Aquí lo tienes —le dice. Ella extiende la mano y él lo coloca sobre ella. —Ponlo a cargar cuando puedas; está al límite. Ah y una última cosa —añade el joven. El hecho de que las campanillas de la puerta suenen, tranquiliza a Antara, que ahora escucha la voz del muchacho algo más alejada. Se va—. Tienes los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Antara toma aire para responder pero no lo hace. La puerta se cierra y lo que la sobresalta en aquel momento es la voz de M ina. —¿Quién diantre era? —Creí que estabas descansando. —Volví a escuchar esa maldita campanilla. Voy a arrancarla a mordiscos si alguien no me la quita de ahí. —M ina, ya hemos hablado de esto. Te ayuda a saber cuándo viene alguien. —¡Al diablo! Antara sonríe y niega con la cabeza, mientras distingue los pasos de la anciana caminando hacia la puerta para cerrar la librería. —Tu viajante te ha traído libros. —¿M i viajante? —Sí, menuda joya. He firmado yo, espero que no te importe. —No, claro... —No le había visto antes por aquí. Claro que técnicamente sigo sin haberle visto por aquí.... M ina, que permanecía pensativa, alza la mirada y la observa, sorprendida por el comentario humorístico de Antara respecto a su ceguera. M ientras ella da media vuelta y tantea la pared de regreso a la acogedora sala de lectura, M ina pega su cara al cristal de la puerta y observa la lluvia caer en la calle. Sonríe y niega con la cabeza. <<El viajante>>, se repite a sí misma.

2 Un paso al frente


Antara camina sujeta al brazo de la señorita Shire, la profesora de ciencias. Es la última clase que ha tenido antes del descanso y la mujer se ha ofrecido a acompañarla hasta fuera. Lo hacen a paso lento y tranquilo y aunque la maestra le da conversación para hacer más liviano el paseo, Antara siente todos y cada uno de sus músculos engarrotados. El día está siendo extraño y largo. El regreso al instituto. Ha perdido el curso y sabe que el próximo año deberá repetir, algo que en ese momento no se le hace particularmente preocupante. Escucha murmullos a su paso y no puede evitar pensar que todo el mundo habla de ella: algunos se compadecen; otros, simplemente comentan la jugada. Es el día a día en el instituto; siempre lo ha sido, aunque ella no está acostumbrada a ser el centro de esas habladurías por otras circunstancias que no sean las referentes a la admiración que causaba en todas aquellas personas que la veían como la chica perfecta o que la envidiaban. Ahora no puede evitar pensar que no es capaz de generar un comentario positivo, más allá del que le han repetido los profesores a su regreso: que es una chica muy valiente. A Antara se le hace curioso sentirse tan contraria a todo aquello que le plantean: ¿afortunada? ¿valiente? Se siente el ser más desdichado de la Tierra y también debe admitir que en ese momento está aterrada. —Bueno, Antara —le dice la señorita Shire—. Tengo que dejarte aquí porque debo corregir algunos exámenes durante estos treinta minutos. —La mujer la ayuda a sentarse—. Estás justo al lado de la puerta de entrada al gimnasio, por lo que si necesitas algo, el interfono está a tu derecha. Antara se limita a asentir. —¿Estás segura que no quieres que te lleve con tus amigos? —Estoy bien aquí, gracias. Necesito estar sola un rato. —De acuerdo. Ya sabes, oirás el timbre dentro de 30 minutos, de modo que si no me llamas antes, vendré a buscarte transcurrido ese tiempo, ¿de acuerdo? —Vale. Cuando escucha los pasos de la mujer alejarse, Antara debe contener las ganas de llorar. Ella, que no lograba quedarse sola jamás a la hora de los descansos, está ahora sentada en un rincón, tratando de apartarse del mundo y sin que nadie parezca echarla de menos en exceso. Imagina las miradas sobre ella, los murmullos de soslayo y aunque trata de arrancarse las paranoias de la cabeza, no lo consigue. De forma instintiva se lleva la mano al teléfono móvil que guarda en su bolsillo cuando escucha varios pasos acercarse. No tiene ni la más remota idea de quiénes son y eso, que lleva sufriendo toda la mañana desde su regreso, la sume en una desconcertante inquietud. —Hola, Antara. Es la voz de Kristina y escucharla, le hace subir algo por el estómago que la obliga, de algún modo, ponerse en pie. Traga saliva y no responde, pues aún no ha identificado a quien le acompaña. ¿Es posible que se trate de Óscar? ¿Serían capaces su mejor amiga hasta hace poco y su exnovio de prepararle semejante acto de bienvenida? —Hola. —¿Cómo estás? Las voces de Shaila y Nicole le devuelven algo similar a tranquilidad. Ellas sí la han visitado en el hospital en alguna que otra ocasión, al igual que la propia Kristina, que sin embargo, había omitido ciertos aspectos que Antara hubiera agradecido conocer, aunque ninguna de ellas se dejó caer por allí con la suficiente asiduidad como para poder llamarlas 'amigas', algo que, sin embargo, siempre había hecho. El accidente ha envuelto a Antara en una angustiosa oscuridad pero al mismo tiempo le ha concedido una paradójica luz en algunos aspectos de su vida a los que, probablemente no había concedido la importancia que merecían. Las superficiales Shaila, Nicole y Kristina eran sus mejores amigas y Antara nunca había mostrado la menor preocupación ante el hecho de que lo más profundo que hubiera llevado a cabo con ellas fuese ir de compras. Estaban ahí cuando se las llamaba para pasarlo bien o para criticar a quien fuese necesario, de modo que ¿por qué pedirles más? Lo mismo sucedía con Óscar: lo pasaban bien cuando salían de fiesta o a pasear; se gustaban y no se preocupaban demasiado del mañana. ¿Podía calificarse realmente eso de amor? Ella hubiera jurado que sí, al menos por su parte pero el amor es cosa de dos. —No te hemos visto desde que has llegado... —observa Nicole—. ¿Cómo estás? —Bien... dentro de lo que cabe —responde Antara, incómoda. Las conoce demasiado bien como para no pensar que en ese justo momento han de estar dedicándole una de esas miradas, mezcla entre superioridad y lástima. —Anti, es una pena lo que te ha ocurrido —añade Shaila, acercándose a ella y abrazándola. Antara responde con frialdad. Sabe perfectamente que no es sentido. —Sí que es una lástima —repite Nicole—. Esta tarde queríamos ir de compras. Puedes... acompañarnos, si quieres. —Nicole, no seas idiota —espeta Shaila—. Si no va a poder ver nada. ¿Qué pretendes que haga, sentarse a esperar mientras nos probamos ropa? No sería correcto. —Bueno, lo importante es que salga un poco y le dé el aire y todo eso, ¿no? Tal vez así recuperes antes la visión. —Chicas, por favor —interviene Kristina—. M e gustaría hablar a solas con ella, de modo que... —No tengo nada que hablar contigo —interrumpe Antara—. Tu chico me lo ha dejado todo muy claro. —Antara, tienes que escucharme. —No quiero escucharte —grita—. No quiero escucharos a ninguna de las tres. Por mí, podéis iros todas al diablo. —¿Cómo? —exclama Shaila. —¿Puede saberse qué diantre te pasa? —añade Nicole. —Antara... —¡Kristina! La voz de Óscar le pone la guinda a una situación de lo más desagradable. —¿Qué estáis haciendo? —exclama él mientras se acerca. —Sólo quería hablar con ella. También merece una explicación por mi parte y... —¿Estás bien? —pregunta Óscar. Antara se pregunta por un segundo si se está dirigiendo a ella pero no responde. Extiende los brazos y camina hacia delante, topando con alguien. Óscar, a juzgar por su estatura. Lo aparta con un suave empujón y sigue avanzando a tientas. —Antara —insiste él, siguiéndola. Ella no responde y continúa alejándose. —Deja que te acompañe, por favor. —Lárgate. —No puedes ir sola en este estado. —¿Qué estado? —grita ella, furibunda. Se ha detenido y se encara hacia la dirección desde la que le llega la voz de Óscar—. Estoy ciega; no moribunda. Continúa caminando y tropieza. Óscar trata de ayudarla pero ella se zafa con un movimiento brusco y sigue avanzando con el perímetro del edificio como única referencia. Empieza a sollozar y a sentir que su agobio va en aumento. Por un momento se detiene y se apoya en la pared, tratando de respirar. Detesta no saber, si quiera, si está sola; si alguien la ha seguido o la está mirando, de modo que se deja caer con la espalda pegada a la rugosa tapia del instituto y extrae el teléfono móvil de su bolsillo. Desbloquea la pantalla y lleva a cabo los movimientos automáticos para llamar a su padre: contactos y el primero de ellos. Cuando el teléfono se descuelga, la voluntad de Antara por no preocupar a su progenitor se derrumba y da rienda suelta a su llanto. —¡Ven a buscarme y sácame de aquí. No soporto estar en el instituto ni un minuto más. ¡Ven a buscarme ahora, por favor! Lo lanza con todas sus fuerzas y, hecha aun ovillo, entierra su cara entre sus rodillas. La lluvia empieza a descargar con más fuerza en ese momento pero ella continúa sin moverse de allí; ni siquiera cuando escucha los gritos de Óscar y Kristina llamándola a lo lejos. Sólo puede cerrar los ojos y esperar a que su padre llegue antes de que la encuentren porque sabe que no soportará más aquella situación. Está temblando y no es sólo por el frío. Un rincón de sí misma lamenta estar


decepcionando a su padre, pues le ha prometido retomar los estudios y tratar de normalizar las cosas lo antes posible. También él lo ha pasado muy mal con el accidente pero en aquel momento sólo siente que quiere dejarlo todo, olvidarse de sus sueños y metas y limitarse, simplemente a sobrevivir. Las voces de Óscar y Kristina se escuchan cada vez más cerca, de modo que Antara se pone en pie, sujeta su mochila y avanza penosamente, con los brazos extendidos y dejando atrás la referencia del edificio. No tiene claro dónde está ni, por tanto, lo que tiene delante pero apresura el paso cuando sigue oyendo las voces acercarse y, de pronto, resbala al pisar tierra mojada y acaba golpeándose en un suelo duro. Siente la rodilla dolorida y los brazos arañados pero de nuevo vuelve a encogerse y a llorar.

***** Ha perdido la noción del tiempo pero no debe haber transcurrido más de media hora; o eso cree. Envuelta en un tumultuoso océano de pensamientos, la sorprende la llegada de Óscar y Kristina. —¡Antara! —grita Kristina. Ella se incorpora pero alguien —Óscar— le cierra el paso, sujetándola por los brazos con fuerza. —Antara, ya basta. —Suéltame —grita ella. —Antara, cálmate, por favor —interviene también Nicole. —Dios mío... —La voz de Shaila suena algo más apartada. —Estás empapada, Antara —vuelve a decir Kristina—. Tranquilízate un poco y... —Antara... —insiste Óscar, sin dejarla. De pronto una nueva voz acaba súbitamente con el resto. —¡Suéltala! —¿Quién eres tú? —inquiere Óscar tras un breve silencio. —¿Estás bien? —pregunta el recién llegado. Sujeta a Antara con suavidad por el brazo, después de hacerla recular, apartándola del agarre, más fuerte, de Óscar. —¿Quién eres? —repite ella. —Recibí tu llamada... Parecías aterrada y... —¿Quién eres? —insiste Antara. Óscar trata de apartarlo de allí pero él se zafa bruscamente y le dedica al exnovio de la joven una mirada de advertencia. —Soy... soy el viajante. —¿Cómo? —exclama ella, sorprendida. Los cruces de miradas entre Nicole y Shaila, que se cobijan bajo un mismo paraguas, son mudas preguntas sobre lo que está sucediendo. —¿Recuerdas? —insiste el muchacho—. La librería de M ina. M e firmaste. —Yo no te he llamado... Yo he llamado a mi padre. —Suéltala ahora mismo —insiste Óscar. El muchacho baja la cabeza sin apartar su atención de Antara, tratando de ignorar a Óscar. —Es culpa mía —le dice—. Fui un inconsciente. Grabé mi número de teléfono en tu móvil; supongo que desplacé la posición de tu padre entre tus contactos. En aquel momento no lo pensé. Lo siento. La lluvia sigue calando a Antara y a todos los demás en lo que a ella le parece una surrealista situación. —¿Por qué hiciste eso? —No lo sé, supongo... que quería que pudieras localizarme. Una idiotez. Antara sopesa la situación y aunque a ella misma le parece una total locura, acaba por decidir. —Sácame de aquí, por favor. El recién llegado asiente. —Claro. —No vas a llevártela a ninguna parte —insiste Óscar, sujetando de nuevo al muchacho. —Si vuelves a ponerme una mano encima, te arrepentirás. La advertencia es tan vívida que nadie allí se atreve a abrir la boca. El muchacho toma de la mano a Antara y ella da un traspié al avanzar, pues sea donde sea que se encuentran, el lugar es un auténtico barrizal. —Sé que no tienes motivos para hacerlo —dice el muchacho— pero si confías mínimamente en mí saldremos antes de aquí. Antara no sabe a qué se refiere pero se siente tan bloqueada que sólo acierta a asentir. Es entonces cuando percibe las manos de aquel joven, una en la parte trasera de su cintura y la otra, bajo sus rodillas, en la parte posterior. La toma en brazos con delicadeza y camina con determinación. —Lo siento —le repite él—. Fue una idiotez lo que hice en tu teléfono móvil y ni siquiera pensé que no podrías contactar con tu padre si... Lo siento. —Está bien —responde ella—. Pensándolo fríamente lo último que necesito ahora es hablar con mi padre. —¿Dónde quieres que te lleve entonces? —No lo sé... A cualquier parte. No miente. Lo único que desea es perderse; no importa dónde; ni siquiera con quién. El muchacho la mira sorprendido pero no dice nada. En pocos minutos han llegado a su coche y, después de abrirle la portezuela, la ayuda a entrar, haciendo él lo mismo en el asiento del conductor. Le dedica una última mirada a Antara y prende el contacto, alejándose de allí.

***** Llevan ya un buen rato detenidos en el interior del vehículo mientras la lluvia sigue golpeando con fuerza en los cristales. Ninguno de los dos ha dicho nada y, por curioso que a ella misma le parezca, no se siente tan incómoda. Supone que el hecho de no verse ante un mundo demasiado grande, influye. Está en un coche y sólo hay una persona con ella; o eso cree. —Debo parecerte una chiflada. Él la mira durante un largo rato antes de responder. —Bueno, yo debo parecerte a ti un psicópata, de modo que estamos en paz. —No tanto como un psicópata pero lo del móvil... sigo sin verle mucho sentido. —Supongo que es porque no lo tiene. La ilusión de que tuvieras mi número... chiquilladas. —¿Ilusión por que yo tuviese tu número? —Sí —responde él y Antara detecta cierta nostalgia en su voz. El silencio se alza de nuevo entre los dos hasta que ella lo rompe otra vez:


—M i madre se llamaba Ann y mi abuela se llamaba Tara. Por eso a mí me pusieron Antara. Un nombre raro... —Tiene mucho sentido —responde él, sorprendido. En la librería hizo alusión al extraño nombre de la joven y, de pronto, tras la explicación de la muchacha, todo cobra un sentido mucho más sencillo y natural—. A mí puedes llamarme 'viajante' —añade. Ella sonríe. —¿Qué te pasó? —pregunta él después—. En el instituto. Parecías tan asustada... Antara tarda en responder; duda sobre la necesidad de abrir su corazón a un extraño pero al mismo tiempo siente que necesita desahogarse con alguien. ¿Quién mejor que aquel al que probablemente no volverá a ver más? —Hace ocho meses sufrí un accidente y... perdí la vista. Desde entonces, poner un pie fuera de mi casa me parece algo aterrador. Todo es enorme y siento como si cada paso me situase frente a un enorme abismo, como si estuviera sola en la inmensidad. Hoy ha sido el primer día en el instituto después de todo eso y... lo he intentado pero no puedo. No quiero volver allí... —Imagino que no ha de ser fácil pero el camino será más sencillo la próxima vez, y más aún la siguiente. Sólo tienes que apoyarte en los amigos, en los de verdad, y en la gente que te quiere; no intentes hacerlo sola porque la independencia es algo que irás ganando con el tiempo. Poco a poco. —M is amigas son tres harpías superficiales que me dan de lado porque no puedo escoger qué falda les queda mejor. No las veo pero desprenden lástima cada vez que se me acercan. No lo soporto. Eso es todo lo que puedo calificar como 'amigo'. Y en cuanto a mi familia... no dejan de repetirme lo afortunada que soy por estar viva. Y no saben, tampoco, lo lejos que me siento de ser afortunada. —Ese el comentario más injusto que he escuchado en mucho tiempo. Antara yergue un poco la cabeza y él sigue hablando: —M i padre murió hace casi dos años. Era la vitalidad hecha persona, un soñador; ni siquiera en sus últimos días dejó de sonreír, de bromear y de esperar un milagro en él, algo que le salvase, algo que los médicos no supieran explicar. Pero no ocurrió nada. M urió y sé que a día de hoy daría cualquier cosa, si pudiera, por estar vivo. A ti se te concede esa segunda oportunidad y te lamentas por ello. —Siento mucho lo de tu padre pero también estoy cansada de justificarme ante el mundo por decir cómo me siento. —No debes justificarte por eso. Todo el mundo tiene derecho a caerse pero no hagas del suelo un destino definitivo porque la gente camina sobre él y si tú estás ahí, te pisan. Sólo tienes que aprender a gestionar tu nueva situación, procesarla con calma y seguir adelante. Sin miedo siempre y un paso al frente. Ese era el lema de mi padre; mi lema ahora. Ella guarda silencio durante unos segundos, asombrada por la carga de energía que consiguen transmitirle las palabras de un extraño. —No es tan fácil... —responde, sin embargo. —Seguro que no. Pero puedes hacerlo. Desde abajo, sientes que esas imbéciles a las que has dado un lugar que no les correspondía en tu vida son superiores a ti. Levántate y verás cuan abajo las dejas. Antara oculta un amago de sonrisa. Él la mira durante unos segundos y ella resopla echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. —Lo que ocurrió en el instituto... —prosigue el joven—, ¿tiene él algo que ver? Antara abre los ojos de nuevo. —¿Cómo? —El estirado. Llevo dos semanas sin verte con él. Antara quiere decir algo pero no sabe qué, de modo que espera a que sea él quien continúe hablando. —Solíais pasear por la zona de la vieja librería. Tú te parabas en el escaparate a observar los repetitivos libros de M ina y él, a regodearse con su propio reflejo en el cristal. —¿Nos... espiabas? —Os veía, que es distinto. —De pronto lo del psicópata empieza a cobrar fuerza —añade Antara, con una risa nerviosa. Bromea pero la observación del muchacho la ha dejado fuera de combate porque eso puede significar que ella ha debido cruzarse con él en alguna ocasión y quizás, ni siquiera haya reparado en aquel desconocido que, al menos hoy, se ha convertido en su salvador. —M e ha dejado —le explica Antara. Aún no tiene muy claro por qué—. No vino a verme ni un solo día en el hospital y cuando lo hace, en mi casa, es para decirme que se ha enredado con mi mejor amiga y que se acabó, que no puede seguir conmigo. —M e alegro. —¿Cómo? —Ese imbécil es un engreído que sólo se preocupa de la imagen que proyecta. Es increíble que caminando de tu mano, fuese capaz de fijarse en algo que no fueses tú. Y si cuando tienes un accidente que puede costarte la vida, no sale corriendo a tu lado para no separarse de ti ni un jodido minuto, es que simplemente no te merece. Antara le escucha, entre sorprendida y emocionada. Las lágrimas empiezan a trazar silenciosas líneas en sus mejillas. —No puedo creer que llores por alguien así: vacío, superficial, egocéntrico... A la mierda con él. —Precisamente porque Óscar es así... vacío, superficial y egocéntrico en muchas ocasiones... No consigo arrancarme sus palabras de la cabeza, porque no eran nada de eso. Él la mira con un gesto de visible gravedad, aguardando a que ella le aclare a qué se refiere. —Dijo que él necesita... esas miradas que lo dicen todo sin decir nada, que hablan estando calladas, que te hacen sentir especial y cómplice de alguien. Yo ya no puedo dárselas a nadie. Y eso no es superficial ni vacío... —Eso es una auténtica gilipollez. Antara yergue la cabeza; aún no ha dejado de llorar pero la brusca sentencia del muchacho la sobresalta. —¿Eso crees? —Sí, eso creo. Si estás realmente enamorado de una persona no necesitas mirarla a los ojos para decirle nada. Incluso estando en la otra punta del planeta puedes sentirla cómplice y hacerla sentir especial porque esas miradas de verdad, no salen de los ojos, Antara; salen del corazón. Un roce con el dedo, la simple cercanía o la distancia infinita son capaces de transmitirte lo increíble si de verdad estás enamorado. Créeme, sé de lo que hablo. Antara sonríe. Casi le parece incierto que ese muchacho sea el mismo pesado que estuvo en la librería de M ina, azuzándola para firmar el albarán de entrega de unos libros. —En serio, te has hecho un favor quitándotelo de encima; aunque haya sido él quien te haya apartado a ti. Ese tío te apagaba. —¿M e apagaba? —Sí, hay gente así. Gente que te quita luz; gente tan sombría que te absorbe y hace que no te valores como debes. Ni en sueños deberías haber permitido que se acercase a ti. Pero ahora pasas frente a la librería sin él y... ni tú eres consciente del efecto que causas en la gente. —Es extraño... Tengo la sensación... Es como si me conocieras. Como si me hubieras visto mil veces y sin embargo yo a ti... —Tú a mí, ni una —responde con una sonrisa amarga. —No lo entiendo... —Es muy fácil: el día en que murió mi padre —le explica él—, me quedé un rato solo en el cementerio, tras el funeral. Sencillo, poca gente y distendido, como le hubiera gustado a él. En aquel momento sentí tal vacío... tal sensación de soledad... Él era todo lo que tenía. Le pedí a mi padre que me diera un razón para seguir adelante. Y al regresar a casa... aquella fue la primera vez que te vi. Antara siente que el corazón se le encoge y es incapaz de abrir la boca.


—De la mano de ese idiota —continúa el joven—, sonriendo bajo la lluvia, ejerciendo de sol en aquel día gris mientras él te apremiaba a correr para no mojarse y destrozarse la carísima camisa que llevaba. —No sé... no sé qué decir. —No hace falta que digas nada. Sé que todo esto te parecerá de locos y que, probablemente estés deseando salir huyendo pero... después de casi dos años convertido en espectador, tengo la oportunidad de hablar contigo y de decirte... que estoy enamorado de ti. Antara es incapaz de hablar porque, probablemente aquel sea el día más extraño de su vida, aunque con contrastes fuertemente marcados; primero, el infierno en el instituto y ahora... ¿puede calificar de cielo lo que está viviendo ahora? No lo sabe pero percibir el sentimiento con el que ese muchacho al que ni siquiera conoce habla de ella no puede más que emocionarla. Sin embargo, Antara es incapaz de desasirse de esa armadura de recelo que la cubre desde que despertase del accidente. La interrumpe en sus pensamientos la portezuela del coche al abrirse. La lluvia sigue cayendo ahí fuera, está segura pero eso no parece impedimento para aquel extraño joven, que también abre la de ella. —Vamos, ven —le dice. —Está lloviendo —responde ella, confusa. —Sí pero puedes estar tranquila; mi camisa no es tan cara. Antara sonríe y busca la mano de él, que la sujeta, ayudándola a bajar del vehículo. —¿Adónde vamos? —pregunta ella. El muchacho la suelta y después, ella escucha su voz algo más lejos. —Vamos, un paso al frente, señorita —le grita. —¿Qué es exactamente lo que pretendes? —pregunta ella, sin moverse de su sitio. —Enseñarte que caminar hacia adelante cuando no sabes qué te deparará el siguiente paso, no sólo no es tan malo, sino que suele deparar algo bueno. —Estás como una regadera —observa ella, divertida. —Empiezas a conocerme. ¡Vamos, ven! Ella duda pero acaba extendiendo los brazos y avanzando despacio, dubitativa. —Con más decisión. —Eso es muy fácil de decir; ni siquiera sé dónde estoy. —Tienes razón. Él vuelve a correr hacia ella. —¿M e permites? —le pregunta, mientras echa mano al foulard que ella lleva en el cuello. Antara se lo quita sin preguntar nada. A pesar de lo alocado de la situación, no puede negar que le divierten y le llaman la atención las ocurrencias de aquel extraño. —De acuerdo —concluye él. Toma las manos de Antara y las posa sobre sus ojos para que ella pueda comprobar que los tiene vendados—. Ahora estamos los dos igual. —Tú puedes quitártelo en cualquier momento. El muchacho le da la espalda sin dejar de sujetar las manos de Antara, ascendiéndolas después hasta sus ojos. —¿M e das luz verde para una osadía? Ella sonríe. —¿Qué quieres? Pero sin responder él la sujeta por los muslos y la carga a sus espaldas. Instintivamente ella emite un gritito y se sujeta al cuello de él. —Loco es poco. Estás fatal —añade Antara, divertida. —Agárrate fuerte —responde él, sonriendo. Arranca a correr, propiciando que ella se aferre con más fuerza y empiece a gritar mientras ríe. Cierra los ojos en un acto reflejo y hunde su cara en el cuello del muchacho, que acaba tropezando y haciendo que los dos caigan al suelo. —¿Estás bien? —le pregunta a ella, rápidamente. Antara sigue tendida en el suelo, riéndose. El barro cubre buena parte de su cara, pelo y ropa pero nada de eso le importa porque es la primera vez desde que dio inicio su infierno en la que logra sonreír, divertirse y olvidar. —Lo siento —insiste él. Antara se incorpora aunque sigue sentada en la hierba. —Estás loco. —Lo siento —repite. —No dejas de disculparte, viajante. ¿Qué sacas de positivo en este paso al frente? Él se aparta el barro que también ensucia su cara con el antebrazo. —Escucharte reír. ¿Te parece poco? Antara borra la sonrisa de sus labios pero no por algo que la haya disgustado, sino al contrario. —¿De dónde has salido? —pregunta. —Del reino de las sombras, supongo —responde él. —De acuerdo —concluye ella. Se incorpora de nuevo y, sin más demora, arranca a correr ante la mirada atenta de él, que se levanta como un resorte. —¡Antara! —grita—. Ten cuidado. Sale corriendo detrás de ella y llega justo a tiempo de sujetarla por la cintura y detenerla. La hierba está mojada y ambos resbalan. Ella se aferra a él instintivamente y aunque la alerta en la voz del muchacho la ha refrenado, la sonrisa sigue trazada en sus labios. Él está tendido en la hierba, sosteniéndose sobre su codo y con los brazos de Antara rodeándole el cuello. Ella está sentada a la espalda de él. Ambos frente al abismo. —¿Qué pasa? —pregunta la muchacha con la respiración acelerada por la carrera. —Estamos en La Garganta del Pastor. ¿Conoces el sitio? La gravedad se instala en el rostro de Antara, que asiente de forma apenas perceptible. —Pues ibas derecha... —Vale, ¿M e destacas lo positivo de este paso adelante? ¿Una caída de más de 300 metros, por ejemplo? —M e estás abrazando —murmura él. Antara repara en ese detalle justo cuando él se lo dice y, tímidamente aparta sus manos, apoyándolas en el suelo. Él, por su parte, se arrodilla frente a ella. —Unos pocos metros más y el paso al frente me hubiera matado. —A veces un paso al frente puede ser definitivo para mal —responde él—. Pero otras veces no lo es y cuando eso ocurre, uno debiera estar agradecido por esa segunda oportunidad. La parte positiva es que un paso al frente puede alejarte de un lugar en el que no quieres estar. —Tal vez te lleve a otro igual o peor. —En ese caso, descartas una opción. —Si estás a tiempo de rectificar... —Tú lo estás. Aprovéchalo. No lo tires todo por la borda. Lo que te ha tocado vivir es una prueba de fuego, Antara pero esa chica que se comía el mundo caminando con la cabeza bien alta y que eclipsaba todo a su alrededor, no puede rendirse ya. El sol no se apaga cuando llega la noche. Sólo brilla de otro modo,


desde otro sitio. Como tú. Antara sonríe y extiende un brazo. —Acércate. Él tarda unos segundos en reaccionar ante la inesperada petición de la muchacha pero finalmente lo hace y deja que ella sujete su rostro entre sus manos. Lleva las palmas hasta la frente y pasea sus dedos entre su pelo mojado. Después, regresa hasta la frente y desciende lentamente paseando con suavidad sobre los ojos, la nariz, la boca. Él es incapaz de dejar de mirarla, noqueado por el acto de Antara, por la escalofriante sensación de percibir sus manos sobre su piel. —No sabes cuánto me gustaría poder verte. Él no dice nada. ¿Qué palabras pueden adornar un momento así? Piensa que lo más fácil es romperlo con cualquier cosa que salga de sus labios, de modo que se limita a seguir embelesado en la belleza de Antara y en el hecho de tenerla enfrente, a escasos centímetros, acariciándolo. —¿De qué color tienes los ojos? —pregunta ella. —Azules —responde él; apenas un susurro. —¿Y el pelo? —Castaño. El muchacho le sujeta la mano y se la besa. —Que sea un apuesto y atractivo caballero... o un horrible y deforme muchacho, ¿implicaría algo distinto? Antara sonríe. —No. No cambiaría lo que estoy sintiendo. —¿Y qué estás sintiendo? El muchacho le aparta un mechón de pelo y ella puede percibir su respiración más cerca de su cara. La lluvia ha aflojado algo pero sigue cayendo de forma persistente sobre sus cabezas. Hace rato que están calados. —Lo único que sé es que desde el accidente no me había sentido tan bien con alguien... Ni antes del accidente tampoco. —¿Te gustaría verme? —vuelve a preguntar él mientras entrelaza sus dedos con los de ella. Antara asiente. —Deseo concedido... pero con una condición. Ella alza una ceja, divertida. —¿Qué locura se te ha ocurrido ahora, viajante? —¿Hay trato o no? La joven hace más amplia su sonrisa. —De acuerdo. Llevo toda la tarde accediendo a tus locuras y, lo cierto es que no puedo quejarme. —Una sonrisa. Es lo único que te pido a cambio. Y te juro que soñarás conmigo. Antara suspira y hace una mueca burlona, como si forzase una risa más amplia. —No —se queja él, bajando la cabeza y riendo—; una sonrisa de verdad. Acuciada por las alocadas ocurrencias del muchacho, Antara esboza otra de esas sonrisas que ya creía olvidadas para siempre y que con tanta facilidad le brotan de los labios esa tarde. —¿Así? —pregunta ante el silencio de él. —Te juro que me falta el aire cada vez que lo haces —susurra el joven. Pasea sus dedos sobre los labios de Antara, que siente escalofríos ya ante la sola cercanía de aquel desconocido con el que está experimentando unas sensaciones indescriptibles—. Es mágico verte sonreír. Ella guarda un largo y emocionado silencio. Por momentos es incapaz de dejar de preguntarse cómo alguien que no la conoce de nada más que de verla en la distancia, puede generar tales sensaciones en ella, que ve multiplicadas las cosquillas en el estómago con cada una de las palabras de aquel joven. —Ahora yo debería reclamar mi parte... —murmura. Sonríe de nuevo pero sus ojos están ahora inundándose y no tiene nada que ver con la lluvia. El muchacho se acerca a ella, apenas a unos pocos centímetros. —¿M e permites una última osadía? —le pregunta. Ella asiente, sin más y los labios de él se posan sobre los de ella. Antara sujeta el rostro del muchacho y confiere intensidad al beso, aferrándose más a él. Le dan rienda suelta a ese sentimiento alocado que encuentra en el contacto entre sus cuerpos el oasis necesario para estallar sin dar cabida a los prejuicios ni a las explicaciones. En aquel momento, sobra la lógica, la cautela e incluso la corrección; sólo hay cabida para los anhelos más silenciados y la más absoluta libertad. —¿No es un poco pretencioso decir que voy a soñar contigo por que me beses? —susurra ella, a escasos centímetros aún de él. El joven vuelve a besarla. —Te quiero —responde, sin apartar por completo sus labios de los de ella. Ahora es ella quien vuelve a besarlo y después se aparta un poco más. —¿Cómo puedes...? Puede que tú te hubieras fijado en mí antes pero... ¿cuánto tiempo llevamos juntos hoy? —Casi dos horas. Hagamos una cosa —solicita, incorporándose. Después la ayuda a ella a ponerse en pie y coloca las manos de la joven sobre su nuca, tal y como estaban. Las de él se deslizan hacia su cintura—. Juguemos al juego de la exageración. —¿El juego de la exageración? —Tal y como tú dices, nos conocemos desde hace un par de horas, algo más si contamos el encuentro del otro día en la librería. Lo correcto sería que yo te hablase con mera cordialidad, que me quedase en un 'me gustas' o en un 'me he fijado en ti', que te hable con cautela. Pero el alma me pide gritarte que te quiero, que estoy enamorado de ti, que deseo pasar cada día de mi vida contigo y ser todo aquello que sientas que te falta. Y quiero hacerlo sin que te sientas aterrada por ello y salgas corriendo de aquí; sin que me tomes por un maldito chiflado. Así que... digamos que estoy exagerando. —Tienes razón en que estoy aterrada. Aterrada con lo que puedes hacerme sentir, tú, a quien ni siquiera conozco. Y aterrada ante la posibilidad de despertar y comprobar que se trata de un sueño. —¿Qué tienen de malo los sueños? —le pregunta él, antes de besarla de nuevo; algo más corto y rápido. —Que duran mientras duermes y desaparecen al despertar. Ahora es ella quien le devuelve el beso a él, del mismo modo, fugaz pero intenso. —Sí aquellos que sirven para reparar el cansancio pero no aquellos que son anhelos. Esos están siempre ahí, duermas o despiertes. Esos sueños son eternos mientras luches por ellos. Y yo no voy a dejar de luchar por ti. Nunca. Antara se lleva una mano a la frente. Casi se siente mareada. ¿Cómo puede existir alguien así? —se pregunta una y otra vez, convenciéndose a sí misma de que aquel joven que el destino ha puesto en su vida es un ángel. —Ojalá te hubieras atrevido con ese paso al frente mucho antes. —Las cosas pasan cuando tienen que pasar. —Las cosas pasan cuando propiciamos que pasen. —Tienes razón. Antara le besa de nuevo. Los instantes en los que sus labios no se tocan son dolorosos chispazos que generan una incontenible necesidad de más. ¿Cómo puede llegar a desear así los besos de un chico que existe en su vida desde hace dos horas? Nunca ha sido alguien de líos fáciles o despreocupados. Busca mucho más en una relación y ese 'mucho más' lo ve colmado en aquel extraño al que imagina de mil modos diferentes. Lucha por dejar de hacerlo pero su mente es un bombardeo


constante de preguntas sin respuesta a las que cubre, posteriormente, un tupido velo de aceptación: ¿qué importan los por qués, las razones o los motivos si lo que está viviendo le devuelve la ilusión, la vida? —Deberíamos irnos —murmura él—. Vas a coger un buen resfriado. —Sería culpa tuya —responde ella, sonriendo. —No me lo perdonaría jamás. —No quiero ir a casa —añade la muchacha tras un largo silencio—. ¿Vives con tu madre? —No... vivía con mi padre hasta que él murió. Ahora vivo solo. —¿Podríamos ir... a tu casa? Lo último que necesito ahora es llegar a la mía y empezar a dar explicaciones. No quiero hacerlo. Ni quiero separarme de ti; es como si en cada momento tuvieras en los labios las palabras exactas para hacerme temblar de pies a cabeza. —Por supuesto que puedes venir.

3 Efímero

El camino se le ha hecho a Antara considerablemente largo; tal vez por un irrefrenable deseo de no llegar, de eternizar aquella tarde al lado de aquel muchacho. Sin embargo, aún no piensa ponerle final a la magia que está viviendo. No puede calificarlo de otro modo. El crujido de la cerradura precede al calorcillo que mana desde lo que ha de ser un apartamento situado en pleno centro, tal y como él mismo le ha explicado. Antara siente la mano del muchacho en su cintura y la otra, sujetando la suya propia, invitándola a entrar. —Tienes un apartamento precioso —le dice. Él la mira sin decir nada y ella estalla en carcajadas ante su silencio. —Estaba bromeando, obviamente. El muchacho la sujeta con suavidad desde su barbilla y la besa. —M e encanta verte así. Antara escucha como él deja las llaves sobre algún sitio y después continúa guiándola con cuidado. No sabe por dónde camina pero llega a una habitación más cálida aún y el olor a leña quemada la pone, más o menos en situación. No puede dejar de maravillarse de lo despiertos que están el resto de sentidos de su cuerpo: el oído, el olfato, el tacto... —¿Hay una chimenea? —pregunta. —La hay pero está apagada. —¿Podrías encenderla? Él la mira, mientras se quita la chaqueta. —Claro. Aunque había pensado en que quizás te apetecería una ducha caliente. No te quitarás el frío de encima tan fácilmente. —¿Una ducha, viajante? Vas muy rápido, ¿no? Él sonríe. —No me refería a juntos, para su tranquilidad, señorita. Antara sonríe y se agacha justo en el lugar desde el que siente el calor irradiar cuando él prende algunos leños en la chimenea. Cierra los ojos y escucha el chisporroteo de la llama, un sonido que la sume siempre en una agradable sensación. Esta se multiplica cuando percibe el cuerpo de su misterioso desconocido sentándose detrás de ella y abrazándola al tiempo que la cubre con una suave manta. —¿Estás bien? —le susurra al oído. —Estoy en el cielo. —¿Eso quiere decir que yo soy un ángel? —O un dios... Antara vuelve la cabeza ligeramente y siente los labios de él, besándola con suavidad. Después centra de nuevo su atención en el calor que irradia el fuego. Lo siente abrasándole las mejillas y acentuando una sensación de sueño que genera un debate en ella: ¿debe dejarse arrastrar y afrontar más tarde el temido despertar? Una parte de sí misma desea dormir al lado de él, sentir su respiración sobre su cara, su abrazo en la negrura de la noche transmitiéndole esa sensación de protección que tanto anhela; la otra, quiere aguantar todo lo que le sea posible y vivir cada segundo, cada minuto y cada hora con él, escuchando esas palabras que la impulsan a alzarse por encima de sus circunstancias, oyéndole susurrar y repitiéndole que la ama, que siempre la ha amado; sentir sus besos sobre sus labios. —Te vas a quedar dormida —le dice él, besándola en la sien. Aquellas palabras y aquel gesto le recuerdan algo y, de forma inconsciente, decide el camino que desea tomar: —Lo estoy deseando —responde—. Hicimos un trato, ¿recuerdas? Él modifica su expresión y permanece pensativo durante unos pocos segundos antes de volver a hablar: —¿Cuánto deseas verme? —Ahora mismo, más que a nada en el mundo. —¿Seguimos en el juego de las exageraciones? Antara sonríe. —No. Es la verdad. Habla con la voz ligeramente ronca, producto de un sueño que la va venciendo poco a poco. Su respiración se hace pesada y cadenciosa y en unos pocos segundos él sabe que se ha quedado dormida. La besa en la cabeza y la arrulla con cuidado. No se mueve lo más mínimo y permanece pensativo con los ojos fijos en la llama que se bambolea en la chimenea.

***** Cuando abre los ojos, sonríe. El abrazo del muchacho ni siquiera ha dado el más mínimo lugar a la duda, a ese miedo irracional a despertar sin él. Antara se


mueve un poco y lo abraza con fuerza; busca sus labios y los encuentra. —No he soñado contigo —le susurra. —Aún no —responde él, con una débil sonrisa. —¿Qué horas es? —Las diez de la noche. En tu casa estarán preocupados. Ella cierra los ojos de nuevo. Sabe que él tiene razón pero desea tanto permanecer allí, junto a su desconocido, propiciando que aquel día mágico no termine nunca que no sabe qué decir. —M ás que a nada en el mundo es mucho, Antara. Ella abre los ojos. —Tu deseo por verme —le aclara él—. ¿Por qué es tan grande? Dijiste que nada cambiaría lo que has sentido hoy. —Y no lo haría —responde, irguiéndose—. Pero... hay... hay quienes nacen siendo ciegos y no pueden hacerse una idea de cómo son las cosas o las personas que les rodean. Yo he perdido la vista a los 17 años y en mi recuerdo conservo muchos rostros: el de mi madre, mi abuela, mi padre, mi madrastra, mi 'medio— hermana', Óscar, Nicole, Shaila, Kristina... M ina... pero ahora mismo, el único que prendería una luz en medio de la oscuridad eres tú. Y tú no estás ahí, en esa inagotable sucesión de caras, algunas de las cuales no me dicen nada. Ahora mismo sólo M ina... Antara se interrumpe y se echa a reír. —¿Qué pasa? —pregunta él, sonriendo también. —Si me viera aquí contigo... —¿Es necesario hablar ahora de esa vieja chiflada? —Ella ha sido como una madre para mí. —Es una buena mujer —observa él— pero ha perdido el norte en muchos aspectos de su vida. Supongo que es normal. —¿Conoces por qué es así? ¿Por qué bebe y... todas esas cosas? —M ina era amiga de mi padre desde hace muchísimos años. —Entiendo... —Antara... —La sujeta del rostro y pega su frente a la de ella—, ¿existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que llegues a sentir por mí, al menos la mitad, de lo que yo siento por ti? Ella se aparta un poco. —Puede parecer de locos pero ahora mismo... siento que te necesito en mi vida; que te quiero en ella. —Entonces... ahora viene lo más difícil —murmura él—. Tengo que irme. —¿Ahora? —No, no ahora. M e refiero a que tengo que marcharme... un tiempo. —¿Cuánto tiempo? —pregunta Antara, apartándose algo más. —No lo sé. —¿Cómo... cómo que no lo sabes? —Es un tiempo incierto. No puedo decirte cuánto, pues no depende sólo de mí. —¿Tienes novia? —pregunta ella, temerosa, tras un largo silencio. —¡No! —exclama él, casi escandalizado—. Por dios, claro que no. No tiene nada que ver con eso. —¿Entonces? ¿Qué es eso que tienes que hacer?¿No puede esperar? —No puede esperar. Antara se pone en pie y él no tarda en emularla. De pronto se siente mareada, confusa, descolocada. —¿Qué es esto? ¿Un juego? ¿Apostaste con alguien a que lograbas tenerme comiendo de tu mano o algo así? —¿Cómo puedes estar diciendo eso? Después de la tarde que hemos vivido, ¿cómo eres si quiera capaz de imaginar tal basura? —¿Y entonces? Él se acerca y la sujeta de la cara. —Antara, ya te lo he dicho antes: desde que te vi por primera vez, eres la razón por la que me levanto cada mañana de mi cama y el último pensamiento que me pasa por la mente antes de irme dormir. Siempre. Todos los días de mi vida he soñado con un día como el de hoy; con mil días así. —¿Volverás? A esas alturas las lágrimas están surcando de nuevo sus mejillas. Ya hace tiempo que dejaron de escocerle los ojos tras largas horas de llanto; ahora lo que le duele es pecho. Un dolor agudo y casi asfixiante le impide respirar con tranquilidad. —Eso depende de ti —responde él. —De mí... si dependiera de mí no te marcharías. No ahora. —Tengo que hacerlo, Antara. Sólo necesito que confíes en mí. Si tú lo deseas de verdad, volveremos a estar juntos. —¿No puedes decirme adónde vas? —No puedo. Antara se zafa y busca, con las manos, la salida. Topa con una mesa pequeña y después, arrastra una silla pero nada de eso la detiene. —Antara... —Él la sigue, sosteniéndola cuando tropieza y apartando aquello que puede molestarla en el camino—. Antara, por favor. —Quiero irme. Saca el teléfono móvil del bolsillo y se le cae al suelo, producto del nerviosismo. Se agacha en el pasillo y tantea el suelo pero es él quien lo recoge y la ayuda a ponerse en pie, entregándoselo. —Antara... —insiste. —Necesito... la dirección de este lugar. —No te vayas así, por favor. —¡Dame la dirección! —grita ella, bañada en lágrimas de rabia e impotencia. Lo empuja, propiciando que la espalda de él tope contra la pared del pasillo. —Avenida del Paralelo, a la altura del 70 —responde él, sin moverse. Antara está temblando pero logra dar con la salida y, a tientas, busca la forma de llegar al ascensor. El muchacho suspira, la sigue y oprime el botón del aparato, sujetándola a ella del brazo. A pesar de la resistencia inicial de la joven, él la coloca contra su pecho y la abraza; le besa la cabeza y ella se derrumba envuelta en llanto. —Antara —insiste él—. Si de veras deseas que vuelva, lo haré y entonces entenderás mis motivos para hacer esto. Ella se aparta de nuevo. —Vete a la mierda. El sonido del ascensor al llegar la hace introducirse en el habitáculo y allí permanece inmóvil, con la espalda pegada a la pared y la cabeza gacha. Él la mira, desgarrado pero sin añadir nada más, oprime el botón de la planta cero. Al mismo tiempo que el ascensor desciende por el hueco, él corre por la escalera sin hacer ruido. Odia sacar provecho de la situación en la que ella se encuentra pero en aquel momento ha de establecer un orden de prioridades y tiene claro que no la dejará sola en plena noche en una calle que no conoce. Llega a la planta cero al mismo tiempo que lo hace ella, que sale del ascensor tanteando la pared hasta llegar a la puerta de cristal que da acceso al edificio. La


sigue sin decir nada, sin emitir el menor sonido y con un nudo en la garganta que amenaza con no dejarlo respirar. Por un momento se pregunta si está haciendo lo correcto y aunque el estado de Antara le frena, tiene claro que es un paso que debe dar. Ella habla con su padre a través de su teléfono móvil, le pide que vaya a buscarla a la dirección que él le indicó y trata de contener las ganas de llorar, estallando después, al colgar. Se agacha en el suelo y el muchacho la observa, recordándola en el mismo estado en el que la encontró al llegar al instituto. Es como si nada de lo vivido aquella tarde hubiera sucedido jamás.

***** Lleva tanto rato sentada en el sillón que ha dejado de prestarle atención a la segundera que acompasaba el tiempo como si se tratase de la espera de una cruel sentencia. Está acurrucada frente al fuego, sudando prácticamente pero incapaz de moverse. En ella sólo cobran vida las lágrimas que le enrojecen la cara de forma persistente, tratando de expulsar del interior de su corazón cada mínimo sentimiento generado hacia aquel extraño del que ya no queda más que un recuerdo. Hace una semana que se marchó y no ha vuelto a saber nada de él. Aferra el móvil con la absurda esperanza de que si allí grabó su número, también él grabase el de ella. Por momentos ha pugnado con el impulso de llamarlo, un impulso que se debate con el de borrar su teléfono, único rastro veraz que queda de su existencia. No puede evitar preguntarse si soñó con él, si realmente existió aquella tarde que la elevó a los altares de una nueva felicidad, efímera y mentirosa. Los pasos que se acercan ni siquiera la inmutan. Sabe que es M ina. —¿Todavía estás ahí? —le pregunta. En su voz, Antara sabe que la vieja ha vuelto a beber pero en aquel momento todo le parece tan desdichado a su alrededor que no se ve con fuerza de recriminarle con el habitual discurso de que todo puede mejorar cuando se toca fondo. —¿Quiere alguien utilizar la sala para la lectura? —pregunta Antara, sin moverse. —No —responde la vieja—. Hoy no ha venido nadie. La anciana camina penosamente y toma asiento en el viejo taburete que hay junto a la ventana. Observa a Antara con atención y suspira. —Dijo que volvería si así lo deseabas, ¿no? ¿Dónde está entonces el problema? —El problema está en que le creí. —¿Y por qué iba a haberte mentido? —Porque sólo buscaba reírse de mí. Porque se lo puse en bandeja y consiguió lo que quería. —Estás siendo terriblemente injusta con él, muchacha. —¿Y qué sabrás tú? No tienes ni la menor idea. —Oh, demonios, ya está bien. Arderé en los infiernos por esto pero no puedo verte así ni un día más. Acabarás muriéndote de la pena. Antara se yergue y se enjuga las lágrimas. Oye los pasos de M ina moviéndose por la habitación hasta abandonarla pero no le dice nada. La muchacha se incorpora y camina tanteando los escasos muebles que la rodean hasta llegar a la ventana, donde pega la frente. No ve nada pero el frescor del cristal alivia su calor. Apenas unos minutos más tarde, M ina regresa. —<<25 de noviembre de 2014: Después de dar varias vueltas por el hospital, he averiguado que cada día sale a caminar por la zona habilitada para los enfermos de la cuarta planta. Allí hay un pequeño habitáculo con enormes ventanales que permiten la embestida del sol por la mañana. Es uno de los escasos sitios en los que se permite abrir la ventana y allí estaba ella. Sentada. Sola. Ausente. Es la ocasión en la que más he conseguido acercarme y constato que tiene los ojos más bonitos que he visto en mi vida. No importa si pueden ver o no, pero lo único que atisbo en ellos es una tristeza desgarradora. Contengo las ganas de acercarme para tratar de contarle un chiste malo y hacerla reír. No lo lograría, de modo que prefiero sentarme en una sala cercana, en silencio y mirarla>>. —¿Qué es eso? —pregunta Antara. Pero M ina continúa, sin responder: —<<26 de noviembre de 2014: Ha tardado más en llegar y por un momento, el miedo a no verla hoy me ha atenazado. Una enfermera la acompañaba y después de mirarme con cara de resignación, ha desaparecido, dejándola allí sentada, con el rostro bañado en lágrimas. Entonces se da la vuelta, hacia la ventana abierta y cierra los ojos, deleitándose en la luz de un sol que me mata de celos. Porque ella lo busca y él la acaricia, le inunda cada rincón de su regia frente, de la grácil curva de su nariz, de su boca entreabierta, su cuello. Abre los ojos y el verde de su pupila es hipnótico. M e agarro al asiento, refrenando las ganas de besarla y... ¡Dios! M e golpearía la cabeza contra la ventana de no ser por que la asustaría. Estoy aquí con ella, a solas, pudiendo deleitarme en ella y no hago sino maldecirme por todo aquello que no puedo tener. Tengo este momento y ahora mismo, este momento es todo. Antara sigue llorando pero siente que el origen de esas lágrimas se ha modificado. Guarda silencio, mientras M ina sigue leyendo. —<<27 de noviembre de 2014: No sé exactamente el por qué aunque puedo imaginarlo Hoy sonríe al estrujar entre sus dedos un pequeño muñeco de peluche que emula a un pollito. Es blanco. Un regalo, probablemente aunque no sé de quién. Lo único importante es que mientras la lluvia cae a cántaros en la calle, aquí dentro sigue brillando el sol porque ella está sonriendo. No es una sonrisa abierta pero basta para alejar las malas sensaciones que se respiran en un lugar donde la gente lucha contra sus circunstancias, como lo hace ella misma. Sigo sin entender que lo haga tan sola pero no voy a moverme de su lado hasta el final, aunque ella no vaya a saberlo jamás. Cada vez que llego a casa, lo hago destrozado. Es la única sensación que puede quedarte después de salir de un lugar así pero cerrar los ojos al meterme en la cama y ver su cara es lo único que necesito para recargar energía y tratar de que, de algún modo, ella pueda surtirse de mí la próxima mañana>>. Y así podría seguir leyéndote hasta el 24 de febrero, fecha, si no me equivoco, en la que te dan el alta. ¿Estaría ahí sentado cada día, dedicándose a mirarte alguien que te espera para reírse de ti? M ientras tú te lamentabas por la ausencia de ese cerdo imbécil al que tenías por novio, un desconocido sin nombre ni rostro te ha velado cada segundo de su vida sin una maldita excepción. —¿Por qué tienes tú eso? —pregunta Antara. —Porque el mejor sitio para guardar letras es una librería. No era ningún viajante, preciosa. Su padre tenía en su casa una de las bibliotecas más impresionantes que he visto en mi vida. Tras su muerte, él me trae libros de vez en cuando. Y de un tiempo a esta parte, además de libros, traía siempre la misma pregunta: “¿Cómo se llama?”. Nunca le dije tu nombre, por supuesto. Nunca doy información de un cliente a otro. Antara se echa las manos a la cara. —Ni siquiera sé su nombre. Cinco horas con él y ni le pregunté cómo se llamaba. Supongo que creí volver a verlo o... qué sé yo. —Pues desde luego, no seré yo quien te lo diga. Suficiente he hecho, mostrándote parte de sus más profundos sentimientos. M e mataría si lo supiera, de modo que espero que me guardes el secreto. —¿Y qué importa, M ina? Se ha ido. Ni sabe cuándo volverá ni si lo hará. —Vuelves con eso... —Puede que un día estuviera profundamente enamorado de mí. No lo dudo; no podría dudarlo. Pero la gente se cansa de esperar y cuando idealizas tanto a una persona, la realidad es siempre peor. Puede que le haya ocurrido eso. —Definiste de 'mágica' las horas que pasaste con él. —Cinco horas. M ágicas, sí; mágicas para mí. —La magia es capaz de cosas increíbles. —Ya... M ina guarda silencio y le dedica una larga mirada a la joven. —Ven —concluye al fin—. Acompáñame.


***** Han dejado atrás el habitual pasillo que conduce hasta las escaleras a través de las que M ina llega hasta su casa, situada en el piso superior. Pero el trayecto deja de hacérsele familiar a Antara cuando se desvían hacia la derecha en un punto determinado y la invade un olor extraño, a humedad, como si se tratase de un espacio cerrado por años. El frío también ha arreciado de forma considerable pero Antara no dice nada. Se aferra con más ímpetu a la mano de M ina, que sigue tirando de ella con fuerza y a una velocidad que a la muchacha se le antoja excesiva. M ina siempre ha sido así, nerviosa e incluso acelerada a pesar de la edad que tiene y de los múltiples achaques —cada vez más— que la azotan. Pero ahora parece olvidar que Antara no ve y que, si la muchacha no se equivoca, están en algún tipo de nueva ubicación dentro de la librería. M ina la empuja para que tome asiento en un taburete polvoriento que, para más inri, cojea. Ella lo hace sin rechistar pero al fin habla: —¿Dónde estamos? Su voz resuena como si la habitación fuera una sala amplia o poco amueblada. Antara siente escalofríos. Ahoga un grito cuando un fuerte golpe suena muy cerca de allí. —Lo siento —se disculpa M ina, mientras sacude con la mano el polvo que ha levantado al dejar caer un voluminoso libro frente a Antara, en la mesa sucia y rota que le queda delante. La vieja le toma las manos y las coloca sobre las tapas. —¿Qué es esto? —Es el Libro de los Vínculos. —Sabes que no puedo leer —responde Antara, molesta. En su día a día ha abordado mil problemas y situaciones pero haber de renunciar a su sueño de ser escritora es algo a lo que todavía no osa enfrentarse, porque eso le supone replantearse su vida por completo. Puede vivir sin aquellas personas que han demostrado no estar a la altura de las circunstancias; puede vivir, incluso, buscando otra forma de estudiar que no la obligue a ir al instituto cada día; puede adaptar mil cosas a su nueva situación pero encajar la renuncia a los libros es algo que en ese momento se le antoja imposible. —No se trata de leer nada... Las páginas de este libro están en blanco. —¿Escribir, entonces? Sí, seguro que eso se me da mucho mejor. Antara hace ademán de incorporarse pero M ina la sujeta de los hombros y la obliga a sentarse de nuevo. —M ina... —¿Por qué no escuchas primero? Como te he dicho, este es el Libro de los Vínculos; no es un libro común. —¿Y qué tiene de particular? —Que no se escribe con tinta, sino con sentimientos. —Todo libro se escribe con sentimientos. M ina niega con la cabeza. —No me refiero a eso; se escribe con sentimientos literalmente. —¿Qué quieres decir? —Lo entenderás si crees en la magia. Antara guarda silencio mientras frunce el ceño. Por momentos piensa que M ina está perdiendo la cabeza con cada día que pasa. Es vieja y no está bien; bebe y fuma sin parar y la enorme depresión que arrastra desde hace tiempo y cuyos motivos nunca ha querido revelarle la abocan a un destino aciago si no le pone remedio. Antara siempre ha procurado velar por su salud y azuzarla a visitar al médico pero la mujer siempre se ha mostrado reacia a ello, aunque finalmente, con la ausencia de Antara, parece que ha terminado por acceder. Sin embargo, ahora está allí, explicándole una locura y convencida, además, de su certeza. —El libro posee, además, otra particularidad. —¿Cuál? —pregunta Antara con desgana. No está segura de que seguirle el juego a M ina vaya a ser lo mejor para la anciana pero sabe que si empieza a recriminarle cosas o a insinuar que no está bien de la cabeza, la mujer estallará en ira, dará cuatro gritos y se marchará. No quiere ofenderla ni tampoco aguantar el chaparrón, por lo que decide dejarla hablar. —No puede completarlo un único autor. —¿Por qué no? —Porque es el Libro de los Vínculos, muchacha. Vincula de un modo especial a quienes toman parte en su elaboración. —¿Bromeas? —¿Te lo parece? Antara suspira. Se lo parece pero no lo dirá. —La persona que inicia la historia, elige después un segundo autor, alguien que tome parte junto a él o ella. Y eso supone una gran muestra de confianza. Porque si el elegido o elegida no acepta, el primer autor quedará atrapado para siempre en su propia historia, entre las páginas del libro, en el mundo de la fantasía. —Fascinante historia —exclama Antara, más por impulso que por consciencia. Al instante se arrepiente pero no lo hace notar—. ¿Y qué puede pasar si ese segundo autor accede? —pregunta, tratando de arreglarlo. —Como en toda novela, la historia discurre hacia un final que propician sus autores. La cuestión es si ambos desean el mismo desenlace... o no. Remar hacia un fin común es el único modo de regresar de entre las páginas del Libro de los Vínculos. —¿Y discrepar?¿Qué pasa si cada uno desea un final distinto? —¿Qué ocurre en una novela cuando el conflicto no se solventa? ¿Cuando no hay un desenlace claro y la trama sigue sin resolverse? La estancia allí puede prolongarse con el peligro añadido de que el Libro no permite continuidad; nada de bilogías o trilogías... El Libro de los Vínculos es único. —¿Y dices que en caso de que todo salga bien... se crea un vínculo entre esos dos autores? —Así es. Un vínculo único, especial e indestructible. Antara permanece en silencio durante unos segundos. —¿Y por qué me cuentas esto? M ina se encoge de hombros. —No lo sé... El caso es que lo sabes. La mujer se retira tranquilamente, arrastrando sus pasos y dejando a Antara allí, sumida en una maraña de pensamientos. Ni siquiera le solicita ayuda a la anciana para irse con ella. Un vínculo único, especial e indestructible. El tipo de vínculo que le agradaría tener con su desconocido. Suspira, analizándolo todo: en primer lugar, ¿cómo puede estar dándole crédito a las palabras de M ina? Son sólo historias de fantasía, como a las dos les gustaba leer y contar. Sin embargo... Sonríe y extiende el brazo para acariciar las suaves tapas de aquel libro. Recuerda las palabras que el muchacho escribió mientras ella permanecía ingresada en el hospital. Sabe transmitir con cada palabra que escribe, del mismo modo que hace con las que pronuncia y no puede evitar fantasear con la idea de que ambos pudieran forjar una de esas novelas que les uniría para siempre. Pero él no está y, siendo así las cosas, empezarla sólo la abocaría a quedar atrapada para siempre en las páginas en blanco de aquella historia, pues él no podría acceder a tomar parte junto a ella. Recordar de nuevo la marcha del joven le devuelve la congoja a la que había logrado detener momentáneamente. Después empieza a llorar de nuevo y coloca su cabeza sobre las tapas del libro.

4 Dioses de Antara: capítulo 1, La diosa


Lievanna: “El mundo se acaba. El sol de Llumia ha iniciado su cuenta atrás. Le resta ya poco tiempo y cuando su luz se apague, todo sucumbirá con él. Antes de que eso ocurra, brillará con más fuerza de la que jamás hayan visto nuestros ojos. Después, el extenso manto de agua que cubre nuestro mundo desaparecerá, arrastrando tras de sí toda la vida que albergan mares y océanos; el cielo se desplomará sobre la tierra yerma, bajo los abrasadores brazos del moribundo astro. Los diminutos granos de arena, empujados por el viento, se colarán entre las grietas abiertas en la seca tierra; arañazos desesperados de un mundo en declive. El aire traerá consigo un susurro de desaliento, como el último suspiro de un mundo resignado a su suerte. Y tras la agonía, la luz del sol se apagará. Llumia quedará sumida en las tinieblas y cuando la luna se pose sobre el lecho seco de lo que antaño fuera el M ar de los Astros , nuestro mundo habrá rubricado su final”.

*****

Zornak avanza a través del largo pasillo que conduce al salón principal del templo. Su negra indumentaria contrasta con la blancura de techos, paredes y suelos, convirtiéndole en una mancha en medio de tan inmaculada visión. Gira a mano derecha, sujetando ligeramente su capa y tan pronto como llega a su destino, abre el elevado portón, que cruje en la inmensidad de los techos abovedados. Allí, siete figuras —dos mujeres y cinco hombres— aguardan con una notable gravedad dibujada en sus rostros. La mayoría de ellos lo hacen sentados alrededor de una mesa circular esculpida en mármol con multitud de gravados en su superficie. Un hombre y una mujer esperan de pie. El recién llegado efectúa una marcada reverencia al llegar, y Lievanna, la anciana que está sentada se incorpora. —Te estábamos esperando, Zornak —dijo. —Lamento la demora, mi señora —responde él—. Los caminos están... cortados en muchos tramos y se hizo necesario bordear las M ontañas de Niebla. —¿Cortados? —pregunta Lynae, la otra mujer, que aguarda de pie, mucho más joven. Zornak la reconoce al instante, pues a pesar de esa evidente juventud, gobierna con gran brillantez en las Tierras Vardas, donde cuenta con uno de los ejércitos más poderosos de Llumia—. Creí que os habíais tomado una tregua en vuestras absurdas e interminables guerras. Y sin embargo, seguís minando los caminos. Aidun y Nial, dos de los hombres que permanecen sentados a la mesa, se dan por aludidos. El primero de ellos, habla: —La tregua sigue vigente por parte de Evestya —dice. —También por parte de Alakron —apostilla el segundo—. M is hombres tienen órdenes de no atacar mientras dure esta Asamblea y hasta que yo regrese. —Entonces... —murmura de nuevo Lynae. —Cortados de forma literal —interrumpe Zornak—. No hablo de hombres afinados en los caminos con la intención de emboscar a viajeros o enemigos, sino de tierras que se hunden bajo nuestros pies. Por todos los dioses, ¿qué está pasando? —También en los Reinos de Nasdar lo hemos notado —interviene Bardot. En pie, su espectral figura contrasta enormemente con el del resto de asistentes a la reunión. Su piel blanquecina se funde con el gris suave de su cabello y sus ojos, de un hipnótico violáceo evidencian lo poco acostumbrados que están a ver la luz solar, pues los násdaros habitan en las profundidades de mares y océanos. Avanza unos pocos pasos y la sensación para todos es la de que el hombre levita de alguna extraña forma—. Continuamente se abren grietas en los lechos marinos y los maremotos están destruyendo buena parte de nuestra fauna y flora. Es un desastre. —Supongo que en Caelo las cosas deben estar más tranquilas, ¿no? —pregunta Lynae. —Supones mal —responde Nerum. Sus enormes alas grisáceas se mantienen abiertas a sus espaldas, sobre el respaldo de la silla en la que permanece sentado —. Las Cumbres de Eneya llevan semanas sufriendo aludes y desprendimientos. Desde el aire no sufrimos sus consecuencias de forma directa pero los cambios en nuestra orografía están destruyendo aldeas y reinos. Tampoco somos ajenos a lo que sucede en otros puntos de Llumia. —Tierra, mar y aire —dice Aidun—. Ninguno de los elementos de Llumia se está librando del desastre que nos azota. —Por eso os he reunido —interviene Lievanna por primera vez—. A los cuatro guardianes de los elementos sagrados. Y a vosotros dos —añade, clavando sus ojos en Aidun y Nial—. Responsables de las guerras que desbastan Llumia. Os sugiero que ceséis en ellas para que todos podamos aunar fuerzas en el común fin de salvar nuestro mundo. Ninguno de los dos dice nada, si bien Aidun observa de soslayo a su enemigo. Lievanna avanza unos pocos pasos y toma la muñeca de Zornak, apartándolo ligeramente de allí. El tono violáceo en los ojos de la hechicera le sobrecogen y más todavía su serena capacidad para liderar a la hermandad de magos de Llumia cuando, al menos en apariencia, dobla la edad a todos ellos. —Los demás guardianes ya lo saben —murmura la hechicera, observando de reojo al grupo que ha dejado algo más apartado—. Las visiones de los magos hablan del fin de Llumia. Nuestro sol se extingue... nuestro mundo se acaba. Zornak es incapaz de articular palabra y es ella quien continúa hablando: —Hay una forma de intentar salvarlo todo, una forma que pasa por invocar a la diosa. Debemos hallar el modo y después... ella podría crear un nuevo sol. —Invocar a la diosa suena temerario —exclama él, tratando aún de recuperarse de su impresión. Ella asiente. —Existen muchos riesgos en hacerlo pero, en caso contrario, existe una única certeza, Zornak. Por lo pronto y hasta que los magos averigüemos cómo hacerlo, deberéis poner los elementos sagrados a salvo, en otro mundo, pues si Llumia sucumbe, ya no habrá nada que salvar. —¿En otro mundo? —Creo que ha llegado el momento de cruzar los mares inciertos y de que Tenebros y Llumia vuelvan a unirse y formar parte de lo que ambos son: Antara. —Ni siquiera sabemos cuál es la situación allí. —Entonces habrá que averiguarlo porque lo que tenemos claro es cuál es la situación aquí. Zornak traga saliva, angustiado, mientras Lievanna se vuelve de nuevo, sujetando aún la mano del guardián. Ahora les habla a todos: —Regresad a vuestros reinos, reyes de Evestya y Alakron, y cumplid con aquello que aquí se os ha encomendado. Nial se pone en pie, desafiante. —Lo único que se nos ha pedido a... mi ferviente enemigo y a mí es que cesemos en nuestras disputas. Pero no creo que eso sea suficiente para salvar Llumia, de modo que exijo poseer la misma información de la que disponéis vosotros. —Tú no eres un guardián de los elementos, Nial —le responde Lievanna—. No está en tu mano salvar Llumia pero sí dejar de lastimar a un mundo que ya de por sí agoniza. Es toda la ayuda que podéis prestarnos y te aseguro, rey, que no es poca. Suficiente privilegio supone para vosotros conocer la situación. Ahora marchaos. Aidun se incorpora también con aire apesadumbrado y sin tan siquiera despedirse, abandona la sala.

***** Abre los ojos lentamente, sin atreverse, sin embargo, a efectuar el menor movimiento. El cosquilleo del agua fresca le salpica en la cara, sumiéndola en una


sensación agradable y reconfortante que, no obstante, no se sobrepone a la incertidumbre por lo que está ocurriendo. M ientras se sienta, Antara se lleva la mano a la sien y vuelve a apartarla impregnada en algo líquido que, con toda seguridad, debe ser sangre. Un escalofrío la recorre de arriba a abajo. Está desnuda y, de forma instintiva, se lleva las manos al pecho al tiempo que cierra las piernas. Traga saliva e intenta recordar lo vivido aquel día: uno más sumida en la pena tras la marcha de aquel extraño que, en apenas cinco horas, había transformado su mundo; tanto como para hacerla olvidar el drama de su ceguera, centrándolo esta vez en el de su propia ausencia. M ina la había llevado a una sala de la librería, una nueva y desconocida para ella y le había hablado del Libro de los Vínculos; después se había marchado y ella había permanecido allí durante un largo rato hasta sucumbir al sueño. ¿Por qué de pronto se despierta dolorida, magullada y desnuda a las márgenes de un riachuelo? Puede notar el calor de un sol de justicia golpeándola en la cara, haciéndose asfixiante por momentos. —¡M ina! —grita. La voz le sale entrecortada y la garganta le escuece como se se hubiera tragado un puñado de tierra. —¡M ina! —repite. Pero la propagación de un eco lejano sólo le devuelve su propia voz en una inmensidad que la asusta. Antara frota sus brazos desnudos y se agazapa lo más que puede en el suelo, luchando por ocultar su desnudez y angustiada por la incertidumbre de no saber si alguien puede estar viéndola. Yergue la cabeza, alarmada al escuchar unas risitas muy cerca de ella. —¿Quién hay ahí? —pregunta, nerviosa. Nadie responde pero los murmullos y las risas continúan dándose hasta que las voces de unas mujeres las espantan. —¡Fuera de aquí ahora mismo! —grita una de ellas. —¡Largo, sinvergüenzas! —añade otra—. Aquí no hay nada que ver. Antara se echa a temblar y trata de incorporarse penosamente. Resbala y vuelve a caer muy cerca del agua pero se mantiene inmóvil cuando deja de oír los gritos y las risas. —¿Quién hay ahí? —exclama, aterrada. La ceguera de Antara le impide ver los rostros de visible enfado con el que aquellas mujeres la observan. —Te parecerá bonito bañarte desnuda aquí —exclama una de ellas—. Podrían verte los hombres de la aldea. ¿O eso es lo que quieres? —Yo... no sé... no sé cómo he llegado... ¿quién eres? —Deberíamos darle un escarmiento —interviene una nueva voz—. Enseñarle que hay cosas que no se pueden hacer. Antara acrecienta su terror cuando oye cómo las mujeres se acercan a ella y en pocos segundos la agarran de los brazos y del pelo; la obligan a levantarse y prácticamente la llevan arrastras y a empujones. Ella grita y llora, tratando de liberarse de tan insultante trato. Nota los arañazos en las rodillas y los golpes en los codos cada vez que cae al suelo sin que eso haga compadecerse a aquellas mujeres para que, cuanto menos la dejen en paz. De pronto, una de ellas grita: —¡Aguardad! Aminoran el paso hasta detenerse y la mantienen de rodillas en el suelo, sujetándole con excesiva fuerza el pelo. —M irad su pecho, sus brazos, sus heridas... Ahora nota cómo las manos ásperas y poco cuidadosas de algunas de aquellas mujeres le toquetean con poco cuidado la piel, desde la base de su cuello hasta la zona de su corazón. Alguna, incluso, le causa un corte a la altura de la clavícula. —No es sangre... —dice otra. Antara no logra comprender qué está produciendo ese efecto en ellas pero sí percibe un denso líquido resbalándole sobre el pecho, hacia su barriga. —¿Qué es? —pregunta entre sollozos—. ¿Qué ocurre? Todas la sueltan rápidamente y se alejan con el rostro desencajado. Ella se lleva la mano al pecho y la percibe embadurnada con lo que quiera que sea. Es demasiado espeso para ser sangre pero lo que parece claro es que mana de sí misma. La respiración se le dispara a Antara al mismo tiempo que las mujeres continúan hablando. —No puede ser... —murmura una de ellas, aterrada—. Es imposible... —No es imposible —añade otra de ellas—. ¿Acaso no habéis visto todo lo que está sucediendo en las últimas semanas? Los temblores de tierra, los derrumbamientos... Y ahora ella está aquí. ¿Qué más queréis? ¿Qué otra evidencia necesitáis? El silencio se alza tenso e incómodo. Antara sigue de rodillas en el suelo, dolorida por los golpes y el trato recibido. Escucha únicamente el sonido del viento meciendo las copas de los árboles y lo que ya se ha convertido en un rumor lejano, el de las aguas del riachuelo que discurría más atrás. —La... lamentamos mucho... pensamos que... La voz de una de las mujeres que ha hablado anteriormente se torna temblorosa. Habla entre balbuceos y prácticamente no se la entiende. —Sentimos mucho el trato dispensado —concluye otra de ellas, haciendo acopio de esfuerzo—. No sabíamos quién erais y... perdonadnos, por favor. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano para redimir lo que hemos hecho. Antara frunce el ceño aunque todavía no ha sido capaz de dejar de temblar. Sigue con las manos sucias de aquella sustancia y preguntándose qué diantre ha sucedido para haber acabado allí. Lejos de aclararle dudas, cada acontecimiento que se sucede, la sume en un pozo más profundo de dudas y desesperación. Necesita escuchar la voz de M ina o la de su padre; la de su madrastra, la de Kristina o la de Óscar, incluso —no importa—, despertándola y concluir en que todo ha sido un sueño, una pesadilla más bien. Pero nadie la saca de aquel terror si no es para sumirla en otro peor. Paradójico —piensa para sí—. Un paso al frente siempre te aleja de un sitio en el que no quieres estar. Desde que ha despertado en el lecho del río, cada paso al frente la ha alejado de un sitio horrible para arrastrarla —en sentido literal— a otro peor. O quizás no... Aquellas mujeres que hace un momento la arrastraban de los pelos como si se tratase de una bruja a la que llevaban a la hoguera, ahora le piden perdón con un rastro de terror dibujado en el timbre de sus voces. No entiende a qué se debe el cambio originado en ellas pero el caso es que han dejado de maltratarla y sea lo que sea lo que la ha dotado de tal poder, debe aprovecharlo. —Quiero... algo para cubrirme —dice. La voz le tiembla a ella tanto como a las otras mujeres pero ¿qué puede perder? —¡Rápido! —grita una de ellas—. ¡Algo para cubrirla! Pronto percibe la cercanía de alguien y una prenda de ropa limpia que le tienden. La palpa y la olisquea de forma instintiva. —Es una camisa, mi diosa —le explica una mujer. ¿Diosa? No llega a efectuar la pregunta en voz alta pero ¿a qué se debe esa forma de dirigirse a ella? Traga saliva mientras se coloca la camisa rápidamente. —¿No podéis ver? —le pregunta la voz de una mujer más joven. Antara permanece inmóvil y no dice nada. No sabe hasta qué punto sea sensato ratificarles ese extremo aunque tampoco piensa que pueda ser muy difícil para ellas confirmarlo. —Probablemente le cueste adaptarse al mundo mortal —murmura alguien. Antara constata la mayor sensibilidad de sus otros sentidos desde que perdiera el de la visión. Lo único que tiene claro en toda esa situación es que aquella gente la toma por una especie de divinidad o algo por el estilo, algo que si bien no le sirve para despejar dudas, sí le confiere cierto grado de tranquilidad. Una tregua.

***** La Asamblea ha concluido, dejando tras de sí un clima de malestar e incertidumbre ante el incierto futuro que se avecina. Zornak ha partido a toda prisa en cumplimiento de la misión que Lievanna le había encomendado. También Lynae y Bardot; Nial y la propia Lievanna, así como los dos centinelas que la habían


acompañado desde la fortaleza de Akilea, ubicada en la montaña más elevada de Llumia donde, según se cuenta, habita ella sola, pues ese es el privilegio y a la vez la maldición de ser la escogida de los dioses para liderar a la hermandad de magos. Nial es el último en abandonar la gran sala del templo, en el que habitan el resto de magos de la hermandad. El soberano de Alakron se detiene al salir y topar con la preocupada figura de Aidun, que permanece apoyado sobre la nívea pared, con los dedos sosteniendo el puente de su nariz. Alza la mirada al encontrarse con su belicoso enemigo, que se acerca caminando con despreocupación. —Después de meses en guerra, parece que no será ninguno de los dos quien acabe con el otro —dice Nial—. ¿No tienes la sensación de haber estado perdiendo el tiempo? —Lamento no corresponder a tu egocentrismo pero después de lo que he oído ahí dentro, me preocupan bastante más otras cosas —responde Aidun, con acritud—. Dijiste —prosigue, tras un tenso silencio— que tus hombres tenían orden de no atacar mientras durase la Asamblea. Ahora que ha terminado, supongo... —Ya has oído a la hechicera —interrumpe Nial—. Este mundo se cae a pedazos, de modo que... ¿qué sentido tendría seguir con los enfrentamientos? Aidun asiente. —¿Les... liberarás, entonces? —pregunta después, con voz temerosa—. ¿Liberarás a mis hombres? Sin guerra, conservar a los prisioneros es absurdo. Nial le observa largamente. —Daré orden para que tu reina sea liberada hoy mismo —concluye—. Y también tus hombres. Ven a buscarla a los desfiladeros de Trasa. La liberaré allí. Aidun extiende su mano. —Entonces dejemos de hablar de tregua —dice a continuación— y hablemos de paz. Nial corresponde al rey de Evestya y desaparece pasillo a través hasta llegar a la salida, donde le aguarda uno de sus soldados, que le ha acompañado a la Asamblea. —¿Qué es lo que ocurre? —le pregunta este. —Es una historia muy larga y compleja. Te la contaré de regreso a Alakron. —¿La tregua ha finalizado? Nial acelera el paso, seguido por su acompañante. —La tregua ha finalizado y la guerra también. El soldado se detiene, sorprendido. —¿Qué queréis decir? —Que ya no hay necesidad de mantener prisioneros. —¿Les liberaremos, entonces? —Nada de eso. M atadlos. A todos. —¿A la reina también? —A Seara, la primera.

***** La tensión se mantiene inalterable; casi puede cortarse con un cuchillo, hasta que al fin se rompe o se acrecienta —Antara no está segura— al escuchar lo que parecen los lejanos cascos de unos caballos que se acercan a toda prisa. Llegan por el mismo camino que llevó a las mujeres, y de paso a Antara, hasta allí. Ella se tensa de nuevo y es incapaz de moverse para evitar ser embestida por los jinetes que llegan hasta el lugar y que se han detenido en aquel punto. —M i señor —saluda una de las mujeres. —¿Qué está ocurriendo aquí? —pregunta un hombre. —Nada... tan solo... Pensamos... pensamos que esta mujer era una ramera —responde la primera que ha hablado—. Pero... pero nos equivocamos y... —Estaba bañándose desnuda en el río —interviene una segunda—. Quisimos darle un escarmiento pero ella... Antara trata de contener el temblor. Además del viento ahora escucha el relinchar de los caballos y el sonido de las riendas y las espuelas. Debe haber varios hombres allí y si bien las mujeres con las que topó inicialmente habían empezado a tratarla con un inusitado respeto, no tiene ni idea de qué puede esperarle con los recién llegados. Tarda en reaccionar cuando escucha unos pasos acercándose a ella y una mano sujetándola de la barbilla, con fuerza. —¿Y tanta atención para una ramera? —pregunta. —Ella no... No es... —balbucea una de las mujeres. —No es una ramera, mi señor. Es ella... —¿Ella? ¿Y quién es ella? —insiste el hombre. —M irad su pecho, sus manos y su rostro. Observad lo que mana de sus heridas. Antara no puede ver la malévola sonrisa que se traza en los labios del hombre que aún la sujeta ante su temor. —Por supuesto... Su pecho... La mano del hombre descendiendo desde su cuello sí logra despertar a la joven, que recula bruscamente. —Ni se te ocurra tocarme —espeta. —M i señor... —murmura de nuevo una de las mujeres—. Deberíais tener cuidado... El hombre da un paso al frente y sujeta a Antara del cabello, obligándola a bajar parte de la camisa que lleva puesta y mostrándoles a todos el líquido que impregna buena parte de su pecho en la que es, seguramente, la herida más importante de cuantas tiene. Impactado, la suelta y ahora es él quien recula. —Aidun... —exclama el hombre. La respuesta tarda unos segundos en darse. Pero al fin, otro hombre toma la palabra: —Apresadla. No se me ocurre mejor defensa que una diosa para la misión que nos atañe. —Pero... —Pero nada. Ya me habéis oído. Esa basura de Alakron no es de fiar. Si intenta algo... ***** Antara viaja montada a lomos de un caballo, maniatada y sintiendo el cuerpo de un hombre detrás del suyo propio. Dentro de la incomodidad y la confusión por todo cuanto está viviendo, debe admitir y admitirse que podría se peor. El hombre, que ha de ser bastante mayor que ella, le ha expresado en todo momento un profundo respeto; temor, quizás, por lo que la rudeza de aquel que ordenó su detención no se traslada a ese otro. El hombre le ha explicado que aquel que ordenó apresarla es el rey Aidun de Evestya, que se dirigen hacia los desfiladeros de Trasa en busca de la reina Seara, a quien Nial de Alakron, enemigo acérrimo del propio Aidun, ha de haber liberado. Todo aquello sigue siendo una auténtica locura para ella a la que no logra dar explicación pero en aquel momento sólo puede preocuparse de salir lo más bien parada posible de las situaciones con las que va tropezando. El calor sigue azotando con fuerza y ella se siente empapada en sudor pero tampoco eso le preocupa en tan angustioso momento. Transcurrido un buen rato, detienen la marcha y el relinchar de los caballos, junto al silbido de un viento caliente y seco, es todo cuanto escucha. Se siente


inquieta y a juzgar por el movimiento del caballo, no es la única. —¿Qué está pasando? —pregunta con un hilo de voz. —De momento no hay rastro del rey Nial ni de ningún enviado suyo; tampoco de la reina Seara pero si me preguntáis personalmente, el lugar no me gusta lo más mínimo. Ofrece recovecos a cada paso desde los cuales nuestros enemigos podrían estar acechando. —Dijiste —responde Antara, con temor— que la guerra había terminado. —Desconfiad siempre de las tretas de ese malnacido de Alakron, mi señora. Y protegednos, por lo que más queráis. —Yo no... —Sé sobradamente que mi señor no ha sido sutil en sus formas —sigue diciendo el hombre. El caballo empieza a caminar despacio—. Nunca lo es. Pero no es mal hombre. Ruego no le tengáis en cuenta su comportamiento y nos ayudéis a salir indemnes de todo esto, mi diosa. Sabremos compensaros como mejor os parezca: rituales, sacrificios, ofrendas, oraciones... Evesyta es un pueblo entregado a su diosa. —Yo no puedo hacer nada para protegeros... —Frydos. M i nombre es Frydos, mi señora. —Frydos, ojalá pudiera brindaros esa protección que me solicitas pero temo que estoy mucho más perdida de lo que puedas imaginar. Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí. —¿No podéis... ver? —pregunta el hombre, casi con temor. —No, no puedo —responde ella, tras un largo silencio. El caballo vuelve a detenerse de nuevo y los murmullos entre los hombres empiezan a prenderse como la pólvora, de boca en boca. —¿Qué pasa? —pregunta Antara, inquieta. —Un... un caballo... se acerca —responde Frydos. —¿Es el rey de ese otro lugar? —No... —El hombre tarda en responder—. Es... —¡¡¡¡¡NOOOOOOOOO!!!!! El desgarrador grito de un hombre eclipsa la respuesta de Frydos. Antara se tensa y por un momento se siente incapaz de preguntar nada más. Sólo escuche un llanto y el viento, que continúa trayendo una abrasadora sensación. —La reina Seara... —murmura Frydos—. Está muerta. No tiene ni la mas remota idea de quién es la tal Seara. Su identidad y su situación es una nota más de confusión en sus últimas vivencias pero Antara no se atreve a abrir la boca. El silencio tras el llanto, además, genera en ella un clima de tensión con el que se le hace difícil lidiar. No tiene ni la más remota idea de lo que está sucediendo pero pronto escucha la voz de Aidun, rey de Evestya, hablar muy cerca de ella. —Llevadla al castillo. Frente al soberano de Evestya, hasta los dioses rinden cuentas —zanja el hombre. No hay respuesta. ***** El tenso silencio que se respira en la celda acentúa el nerviosismo de Antara. Ni siquiera se ha atrevido a moverse del rincón en el que ha terminado sentada después de que aquellos hombres que, soldados de Evestya, la llevaran hasta allí. —Despierta, despierta, despierta —susurra con insistencia. Se ha quedado dormida y está sumida en algún tipo de pesadilla. No hay otra explicación. Hace ya varios meses que apenas logra conciliar el sueño y si por fin lo ha logrado, es lógico que sea de forma pesada y profunda. Además, sus últimas vivencias tampoco facilitan que las imágenes que surcan su mente durante el onírico descanso puedan trasladarla a una realidad agradable y tranquila. Eso o... Imposible, se dice a sí misma. 'El Libro de los Vínculos'. M ina le había hablado sobre las extrañas particularidades de aquel volumen de gruesas tapas duras y aterciopeladas que se escribía con sentimientos y no con tinta y que necesitaba de dos autores. A pesar de ser una de las mil locuras de M ina, Antara ha fantaseado con la posibilidad de iniciar una historia que el muchacho desconocido continuaría, creando un vínculo irrompible entre los dos. Pero ella no lo hubiera aceptado, principalmente porque él se ha marchado. Sin embargo... ¿Puede el hecho de haberse quedado dormida sobre las tapas del libro, ser suficiente para dar inicio a su particular historia? Tampoco eso puede ser posible, pues ¿qué tiene que ver todo lo que está sucediéndole en aquel momento con sus sentimientos? Una pequeña ráfaga de viento helado le golpea en la cara, irguiéndola y tensando todo su cuerpo. —No te asustes —le pide una vocecilla—. M i nombre es Lilia y he venido a traerte algo de parte de mi señor. De mi legítimo señor. —No quiero nada de tu señor. Sólo quiero salir de aquí. —Entonces hazlo. —¿Quién eres tú? —Ya te lo he dicho, Lilia. —Lo siento pero tu nombre no me dice gran cosa. —M e lo imagino... —responde la joven hada con tristeza—. Soy un hada del Bosque Gélido, esclava del rey de Evestya pero leal servidora de mi dios. —¿Un hada? —Sí. Un hada. Antara se lleva los dedos a las sienes y suspira, superada de pronto por toda aquella situación; desde luego, si es un sueño, todo está siendo muy real. —Dios mío... —susurra para sí. —Dame tu mano. La voz había sonado de un modo distinto, apenas un susurro más cercano a su oído con una especie de eco reverberando en su cabeza. Antara duda unos segundos pero acaba por colocar la palma de su mano hacia arriba y esperar. —Por sí sólo no te servirá de mucho pero... confío en que sea un principio. Antara percibe los diminutos piecillos de Lilia posándose sobre su mano y aunque a ella misma le sorprende, refrena una sonrisa por las cosquillas que le produce. Pero no es lo único que hay sobre su mano. El hada coloca también un pequeño papel plegado. —¿Qué es? —Una página del libro. —¿Qué libro? —Tienes que ayudarnos. Por favor. —No sé qué se supone que puedo hacer yo por vosotros. —Eres la diosa, ¿no? Sólo escribe nuestra salvación. —¿Escribir vuestra salvación? —¿Qué clase de diosa eres? —masculla Lilia, enojada. Antara da un respingo al detectar que algo se posa sobre su regazo. Es el hada—. Esa página pertenece al libro de los dioses. ¿No es acaso cierto que todo lo que allí se escribe ocurre? Tienes que salvar a mi reino. Antara extiende la mano y, con el dedo, tantea una pequeña figura de tacto frío y espigado. —¡Au! —exclama Lilia—. ¿Qué haces?


—Eres muy pequeña... —Soy un hada, ya te lo he dicho. Antara traga saliva. —No puedo creerlo... —¿No puedes verme? Ella niega con la cabeza. —¿Y por qué? ¿No se supone que la diosa lo puede todo? La puerta cruje y unos pasos firmes y desordenados ahogan la vocecilla del hada, cuyo liviano peso deja de apoyarse en el regazo de Antara. Ella oculta el retazo de papel que Lilia le ha entregado en su mano, convertida en puño. De entre aquellos que deben haber entrado allí a juzgar por el sonido de las pisadas, sólo uno de ellos avanza con determinación hasta acercarse lo suficiente a la celda en la que Antara está prisionera. —Lilia, ven aquí —dice la voz ronca y pausada de un hombre. Antara la reconoce como la de la misma persona que habló en el bosque tras su desafortunado encuentro con aquellas mujeres. La voz de un hombre joven. La voz del rey de Evestya. El hada, que se ha mantenido levitando sobre el grácil movimiento de sus alas, desciende lentamente, acercándose hasta Aidun, que extiende su mano en una muda invitación a que ella se pose allí. —M i señor... —murmura su temblorosa voz. Él sonríe y sin vacilar, cierra la mano, quebrando el diminuto cuerpo del hada, que después deja caer al suelo. —Que barran más tarde —se limita a decir—. Nuestra invitada es demasiado importante como para que dejemos los cadáveres tirados por cualquier parte... aunque sean de hada. Antara ni siquiera se atreve a abrir la boca. Aquel hombre ha matado a Lilia, aquella pequeña hada que trataba de pedirle ayuda para su reino. —¿Dónde está el libro? —pregunta el hombre. Antara duda sobre si es a ella a quien se dirige o no pero, de uno u otro modo, no tiene intención de entablar conversación con él—. Disculpa mi pésima educación. M i nombre es Aidun y soy el soberano de Evestya. Aunque supongo que eso ya debes saberlo. —Lo único que sé es que eres un malnacido. Una parte de sí misma se arrepiente al instante de tan impulsiva respuesta. Aquel hombre ha demostrado no tener ningún tipo de escrúpulo para eliminar a todo aquel que le resulte molesto y si ella no va a prestarle la ayuda que él solicita con aquel libro, tampoco debe tener inconveniente alguno en matarla. No obstante, ¿qué más va a dedicarle a quien acababa de matar a alguien indefenso y en clara situación de inferioridad a sangre fría? —Largaos de aquí —exclama el hombre. Antara se tensa aún más al escuchar los pasos de aquellos que debían acompañar al rey de Evestya hasta allí alejándose al tiempo que la celda cruje y la oxidada puerta cede para que Aidun pueda entrar. De pronto escucha su voz mucho más cerca. —Todos están convencidos de que eres la diosa. Pero yo no estoy tan seguro de eso. ¿Tú qué dices? Ella guarda silencio. Aferra con tanta fuerza el papelillo que Lilia le ha dado que casi siente que lo desintegrará en su propia mano. Desde que llegase, de forma misteriosa y desconocida hasta aquel lugar, Antara no ha tenido reparo en mostrar el miedo que ha vivido en todo momento; sin embargo, esa es la primera vez que pugna por no dar muestras de debilidad. Su situación es claramente precaria pero la rabia contra el hombre que tiene enfrente es tal que no desea mostrarse frágil ante él. —Ni siquiera puedes verme —continúa hablando él—. ¿Una diosa ciega? —Quizás no necesite verte para matarte —responde al fin, acuciada por esa misma rabia que, ya no sólo en aquel extraño mundo, sino en su vida cotidiana, siempre la ha empujado a cometer actos impulsivos y de los que generalmente se arrepiente; actos, eso sí, muy alejados de responderle a un rey tirano. —¿En serio? ¿Y si tan grande es tu poder por qué has permitido que matase a esa hada? ¿Dónde estaba su esperanzadora diosa? Antara traga saliva. A aquellas alturas aún no entiende por qué todos alcanzan la conclusión de que ella es una deidad en ese mundo; tampoco encuentra explicación para el extraño líquido que mana de sus heridas, un líquido negruzco más parecido a tinta que a sangre pero, ciertamente, tal y como aquel hombre dice, si es una diosa, ¿por qué no es capaz de prestar la ayuda que todos esperan de ella? ¿Todos?¿También él? —¿Qué quieres de mí? —Todos te quieren para solicitarte ayuda y favores. Por lo pronto, yo sólo quiero hacerte rendir cuentas. —¿Qué cuentas? —Todo a su debido momento. El silencio se torna inquietante para Antara, que no sabe qué está haciendo el rey. Se mantiene con todos sus músculos en tensión hasta que al fin le escucha alejarse de la celda, cerrarla y abandonar las mazmorras, donde ha oído que está.

5 Capítulo 2: El rey tirano


Aidun permanece sentado en su regio trono de piedra. Las teas iluminan buena parte de la sala pero aquella noche todo le parece oscuro y particularmente frío. La corona permanece en el suelo, en el mismo sitio en la que la lanzó hace ya algunos minutos. Sobre su regazo descansa sólo la de Seara, su esposa. Trata de contener la rabia y la ira que guarda en el interior de su corazón pero sólo el cansancio y la vergüenza consigo mismo le impiden arrasar con todo cuanto tiene delante. Su consejero siempre le ha dicho que le falta inteligencia y le sobra impulsividad para gobernar y aunque su orgullo siempre le ha impedido dar cabida a tamaña ofensa, aquel día no puede estar más de acuerdo. El rey de Alakron le había asegurado la libertad de Seara y sus hombres pero al mismo tiempo no había hecho sino reírse de él, burlarle. Una burda artimaña que él había creído a pies juntillas y que había acabado costándole la vida a la hermosa Seara. Aidun alza la vista del suelo cuando el pequeño, Nuyben, de tan solo tres años, cruza corriendo el salón del trono para recoger la corona de su padre y colocarla sobre su cabeza, jugando. —¿Y mamá? —pregunta, sonriendo. Ni siquiera aguarda contestación antes de empezar a corretear de un lado a otro, saltando y canturreando. Después se detiene de nuevo frente al rey: —¿Y mamá? —repite. —Tu madre está... —Tu madre está muerta —irrumpe de pronto la voz de Tarus, su consejero. El chiquillo observa a su padre, aguardando una confirmación que no llega, pues Aidun es incapaz de abrir la boca. La mirada del soberano es suficiente para que la institutriz del joven príncipe se lo lleve de regreso a la habitación, evitando así tener que dar unas explicaciones que Aidun no sabe cómo encarar. Quien habla, no obstante, es Tarus. —Es el futuro rey de Evestya. Deja de intentar ahorrarle sufrimiento. Este tipo de cosas le harán más fuerte. —Tiene sólo tres años. Creo que puede esperar para fortalecerse. —Nunca se sabe en qué momento puede ascender al trono. —¿Tan corto mandato me auguras que ya piensas en el de mi hijo? —Bastante menos de lo que probablemente creas. Tu mayor enemigo te ha burlado y mientras tendía la mano que tú le ofrecías, con la otra mataba a tu reina. ¿En serio quieres que tu hijo se parezca a ti? Aidun se pone en pie, apretando los puños y los dientes. —M atadlo —ordena con serenidad. Los soldados que se apostan en los diferentes accesos cruzan sus miradas, tratando de confirmar entre ellos si la orden que su rey les da ha de ser verdaderamente cumplida o si se trata sólo de un arrebato, de un impulso. Tarus no se mueve de su sitio y de sus finos labios surge una sonrisa que le modifica poco la expresión de su acerado rostro. —¿Vas a matarme? —No seré yo quien se ensucie las manos con alguien tan insignificante como tú. —¿Qué diría tu padre? —M i padre está muerto. Él no dice nada. Y yo digo que estoy harto de ti. Ejecutadlo. Dos de los soldados que hay en la sala caminan con paso dudoso hasta el consejero del rey, que alza las manos, tratando de dar a entender que no necesita que le sujeten como si fuera un vulgar reo más. Sus ojos profundos escrutan a Aidun, que permanece inmóvil en su sitio. M ientras Tarus desaparece a paso lento y cadencioso, Aidun rememora mil conversaciones con su padre: “No es un hombre malo. Él sólo busca lo mejor para Evestya y su trono, y sea lo que sea aquello que diga, deberás tenerlo en cuenta. No es hombre de sutilezas pero sí lo es de pragmatismo y ducha inteligencia. Eso es más que suficiente”. A Aidun, Tarus le ha parecido siempre un auténtico imbécil con aires de superioridad y mil complejos que cubrir de apariencias pero sólo en honor a su padre, le ha tolerado. Hasta hoy. Sin embargo...: —Esperad —exclama. Los soldados se detienen y se voltean. Tarus permanece dándole la espalda a su soberano—. Desterradlo. Que se largue. Casi puede leer el alivio en las expresiones de todos los que están allí. Vuelve a tomar asiento en su trono y se lleva las manos a la cara. Admite para sí mismo que la situación de Llumia no ayuda a su tranquilidad. Ni la hechicera ni los guardianes de los elementos le han dado a conocer en profundidad cuál es la solución a un problema que amenaza con hacer estallar su mundo. Y por lo tanto, deberá actuar por su propia cuenta y riesgo, como siempre ha hecho. Alza la mirada al escuchar los pasos de algunos de sus hombres. Un soldado les precede y le hace una reverencia a la que Aidun responde de forma apenas perceptible. Después, dos soldados más caminan con una tercera figura maniatada y amordazada. Es Zornak. Su cara llena de golpes muestra que no ha puesto las cosas fáciles, pese a lo cual está allí tal y como el propio Aidun ordenó. Un simple gesto de su cabeza basta para que uno de los soldados le arranque la mordaza que lleva puesta. Zornak respira costosamente. —Los otros tres se habían marchado ya —le explica uno de sus hombres—. La hechicera había regresado, también, al templo de Akilea, lugar inaccesible para los mortales. Aidun se acerca despacio hasta el guardián y toma el colgante que lleva puesto para observar con detenimiento la brillante esmeralda que lo adorna. Después, le da un seco tirón y se lo arranca. —¿Dónde está el libro? —le pregunta. Zornak guarda silencio y mantiene la mirada desafiante. Los ojos azules de Aidun se fijan ahora en los suyos. —Lamento las formas, créeme. Pero la experiencia me dice que el secretismo entre magos y guardianes sólo salva a magos y guardianes. —La experiencia —murmura Zornak, sonriendo—. Seguro que con 21 años tienes mucha de esa... Estás sentenciando a Llumia. —No estés tan seguro de eso. Os devanabais los sesos tratando de dar con la manera de invocar a los dioses. Y sin mover un solo dedo, la diosa viene a mí. —¿La diosa? —pregunta Zornak, incrédulo—. ¿Has dicho que ella...? —Sí. Digamos que es mi invitada especial en el castillo. —Estás mintiendo. Aidun se encoge de hombros. —Lo cierto es que lo que tú creas o dejes de creer me resulta indiferente. Tengo de ti lo que quería y... bueno, supongo que ya no te necesito. Zornak alza la cabeza y fija de nuevo en él su mirada. —Supongo que no —responde el guardián—, de modo que puedes matarme y seguir alimentando la leyenda del rey tirano. Todos te temerían al saber que has matado a un guardián de los elementos. Te temerían si quedase alguien en este mundo con vida. Pero tu mérito va más allá, rey, un golpe maestro: de una sola tacada, matarás a toda Llumia. —Si quiero el libro de los dioses es precisamente para detener la muerte de Llumia. Tengo aún muchas cuentas pendientes como para permitir que aquellos que han de rendirlas, mueran sin más. Quiero venganza. Para eso necesito tiempo y un mundo donde llevarla a cabo. —¿Hasta cuándo tu sed de sangre? —Hasta saciarse. —Nunca la saciarás. Siempre querrás más y más... —No estás aquí para darme lecciones de nada. Sea por la causa que sea, quiero salvar a Llumia, de modo que confórmate con eso y dime dónde está el libro. —El libro no está —murmura Zornak, vencido. Sabe que las esperanzas de Llumia por salvarse son escasas pero de existir, pasan por algo muy concreto, algo que ya no está en su mano, pues sabe, también que no saldrá de allí con vida—. Para invocarlo, debes reunir las restantes esmeraldas, representantes de los elementos de Llumia.


Aidun observa, confuso, la piedra que sujeta aún en sus manos. —Faltan tres más —murmura, mientras le da la espalda a Zornak. —Ten cuidado, Aidun —le dice este entonces—. Estás sangrando. Sin tan siquiera voltearse, Aidun comprueba que el guardián tiene razón. En el cara interna de su antebrazo hay unas líneas trazadas, unas líneas que antes no estaban ahí y que sangran ligeramente. El rey se da la vuelta despacio y se encuentra con la sutil sonrisa del guardián. —Eres un marcado. Has tocado los elementos sagrados. Estás sentenciado por los mismos dioses a los que quieres recurrir. No te ayudarán a salvar ningún destino porque si uno está condenado ese es precisamente el tuyo. Aunque lograses salvar a Llumia, tú morirás. Aidun sonríe, más como un modo de desafiar a Zornak que como un gesto que exprese relajación. El hombre se acerca más al guardián, extrayendo la daga que guarda en su cinturón. Después, alza la cabeza y algo en su expresión de modifica. —Encerradle —ordena—. Que no vuelva a ver jamás la luz del sol. ***** El eco de las voces lejanas que se aproximan al tiempo que los pasos hacen temblar el suelo, despiertan a Antara, a quien casi le sorprende haber sido capaz de quedarse dormida. Para su infortunio, despertar la mantiene en el mismo extraño mundo en el que lleva sumida desde hace ya un tiempo incierto, pues hasta la noción del mismo ha perdido. Su mano derecha juguetea con el papelillo que aquella pobre hada le entregó. “Es una página del libro de los dioses; dicen que todo lo que allí se escribe, ocurre”. Aquellas extrañas palabras que martillean en su cabeza, sumado al hecho de que todos se refieran a ella como 'la diosa', la mantiene, hace rato, en una una redundante idea. Lo único que necesitaría para llevarla a cabo es la certeza de que está sola allí. Han transcurrido varias horas desde que el rey de Evestya y el séquito que le acompañaba la visitase y, desde entonces, no ha escuchado el menor sonido, por lo cual Antara confía en lo certero de jugárselo todo a una carta. Despliega el papelillo con calma y pasea sus dedos sobre su arrugada y rugosa superficie. La parte que sigue no se le hace especialmente agradable pero la situación en la que se encuentra no da lugar a sutilezas. Lleva su temblorosa mano hasta una de las numerosas heridas que permanecen abiertas en su cuerpo; no duelen tardan más de lo normal en cerrarse. Por enésima vez se lleva la mano a la nariz y trata, inútilmente, de comprobar qué es el espeso líquido que se desprende de ellas pero no tiene ni la más remota idea. Después, desliza el dedo índice a través de la superficie del papel: “VEO”. Traga saliva y se mantiene en silencio. Cierra los ojos y trata de acompasar una respiración que amenaza con dispararse. Después, poco a poco abre los ojos y en apenas unos segundos los siente encharcados en silenciosas lágrimas que recorren sus mejillas. Frente a sí sólo hay penumbra. Al otro lado de los oxidados barrotes que conforman su celda hay un ventanuco desde el que apenas entra la tenue luz del mortecino día; es una luz anaranjada, que proyecta un rayo de sol sobre el suelo, como un brazo salvador hacia una libertad anhelada e imposible. Observa sus piernas desnudas llenas de arañazos y heridas; sus manos, sucias y magulladas; la vieja camisa amarillenta que aquellas mujeres le prestaron y su pelo, enredado, sucio y enmarañado. En circunstancias normales, nunca hubiera soportado verse en aquel estado pero en aquel momento no puede más que echarse a llorar, emocionada y a sonreír al mismo tiempo. El corazón le da el enésimo sobresalto, sin embargo, cuando la puerta que conduce a las mazmorras se abre y como ya viene ocurriéndole —aunque no por usual le confiere la más mínima calma— se encuentra de nuevo en la angustia de no saber qué va a ocurrirle, aunque esta vez, al menos, podrá verlo. Pliega el papelillo rápidamente y lo oculta bajo la holgada manga de la camisa. Permanece con la mirada clavada al frente, fingiendo seguir sumida en la misma oscuridad de siempre pero logra ver a cinco hombres desfilando hacia el interior de la mazmorra y a dos de ellos, introduciéndose en su celda para detenerse, después, frente a ella. Cruzan sus miradas como si cada uno buscase en el otro la iniciativa de algo que no se atreven a hacer o que no les agrada. —M i... mi diosa —habla uno al fin—, tenéis que acompañarnos, por favor. —El rey Aidun solicita vuestra presencia —añade el otro. —¿La solicita? —pregunta Antara. Sigue ignorando la causa del temor que despierta en tanta gente pero no puede negar que empieza a estar encantada con ello —. ¿O más bien exige? —Bueno... no queremos problemas con vos pero... tampoco los queremos con él. Os pedimos que lo comprendáis. Antara se pone en pie y opone nula resistencia a que aquellos hombres la sujeten con cuidado de sendos brazos y la guíen —o eso crean ellos— hasta la salida. Dejan atrás las mazmorras y caminan a través de un pasillo largo y oscuro, frío, y hecho también de piedra. Antara finge tropezar al llegar a la escalera que queda a mano derecha y sin demora, y disculpándose, los hombres que la acompañan la ayudan a subir. El largo camino de acceso por el que la lleven culmina en un extenso patio rodeado de elevados árboles. Por fortuna, el atardecer y los altos muros impiden que la luz del sol sea lo suficientemente fuerte como para molestar a Antara y desvelar su nueva condición. No tiene muy claro que seguir fingiendo su ceguera vaya a proporcionarle una gran ventaja sobre el rey de Evestya o aquellos que quieran obtener algo de ella pero supone que de ese modo, se atreverán a actuar con una indiscreción de la que tal vez pueda sacar partido. Los dos hombres que la han llevado hasta allí se mantienen inmóviles a su lado, dedicándole un sinfín de miradas de soslayo, al igual que otros tantos que cruzan el patio en una u otra dirección, todos perfectamente uniformados y distinguidos con lo que ha de ser el escudo de Evestya: una espada atravesando un corazón. Un hombre joven llega en aquel momento con paso firme y decidido: su cabello castaño se revuelve en su cabeza, mecido por la suave brisa que sopla desde las cumbres. Tiene los ojos azules y un rostro tan hermoso como inexpresivo. —M ajestad —le saluda uno de los soldados que se acerca desde otro punto—. Han traído a... a la diosa, tal y como solicitasteis. Es él. Ignora por qué pero Antara había imaginado al rey Aidun de un modo muy distinto; algo mayor a pesar de saber distinguir, por su voz, que no debía serlo demasiado. Con barba y el cabello más largo. Imágenes proporcionadas a su mente, con toda seguridad, por las ilustraciones de las novelas de estilo medieval que solía leer en la biblioteca de M ina. Pero él dista mucho de esa imagen. —Bien —dice el soberano—, ya sabéis, pues, dónde la espero. No quiero retrasos ni incidentes de ningún tipo. Antara disimula cuando él se acerca y se coloca delante. —Nos vamos de viaje —le dice—. Te sugiero que no intentes nada porque tienes todas las de perder, ¿me oyes? Ella alza la cabeza con una marcada soberbia. —¿Adónde pretendes que vaya? —Eso no te importa. Simplemente limítate a ser diligente. Aidun da media vuelta y se aleja justo en el momento en el que un niño llega corriendo hasta allí, propiciando que el joven se dé la vuelta, observándolo algo más apartado. —¿Eres la diosa? —le pregunta a Antara. Ella se ve obligada a mantener la cabeza erguida a pesar de que el rostro de aquel chiquillo de pelo rubio y vivarachos ojos verdes ha llamado enormemente su atención. —¿Quién lo pregunta? —le responde ella, sonriendo. —Soy Nuyben, el hijo del rey. ¿Tú eres la diosa? Antara aún necesita unos segundos para procesar la respuesta del niño. Aidun no debe tener aún los 25 años pero tiene un hijo. Se agacha frente al chiquillo y, por encima de su hombro, logra distinguir el rostro del rey, observándolos con cierta curiosidad, en silencio. Su capa roja ondea al viento, proporcionándole un aire que Antara sólo cree posible en la nobleza. —Eso parece —responde Antara, sonriendo—. Soy la diosa. —¿Y es verdad que lo puedes hacer todo? —Debe serlo —responde ella, con poco convencimiento. —¿Entonces puedes devolverme a mi mamá? Ella murió pero si tú eres tan poderosa como dicen...


La sonrisa se esfuma del rostro de Antara, que se incorpora como un resorte cuando atisba la figura de Aidun acercarse hasta allí. —Nuyben —exclama—. Ven aquí. Le toma de la mano y por un momento, Antara teme que vaya a golpear al chiquillo, habiéndose mostrado como un hombre frío y sin escrúpulos pero lejos de eso, él se agacha frente al muchachito y le abraza. —M amá se ha ido para siempre y ahora debemos ser fuertes sin ella, ¿me oyes? El niño lo mira cuando Aidun deja de abrazarlo, modificando notablemente la mueca esperanzada que había en su pequeña carita risueña. —Pero la diosa... —La diosa, nada. No está aquí para eso. M amá ya no está y necesito que seas muy fuerte porque cuando yo me ausento en el castillo, tú eres el responsable, ¿me oyes? El niño vuelve a sonreír. —¿Ahora es como si yo fuera el rey? —pregunta —Exacto. Voy a estar fuera unas semanas y tú debes ser el hombre ahora, el soberano de Evestya. ¿Crees que podrás? —¡Claro que voy a poder! Lo haré muy bien, papá. Aidun esboza una sonrisa amarga y Antara distingue en su rostro la expresión de alguien agotado y superado por las circunstancias. —De acuerdo. Confío plenamente en ti. Lo sabes. —¿Cuándo volverás? —No lo sé exactamente, cielo. —¿Volverás? —Aidun le mira, conmovido—. M amá se despidió de una forma parecida. —Te juro por lo más sagrado que volveré —responde él, tras un largo silencio—. Claro que volveré. —No pierdas a la diosa. Dice que puede hacerlo todo, así que... quizás si ya estás muerto como mamá, no pueda ayudarte pero si no, ella te ayudará. Aidun se incorpora y le revuelve el pelo al chiquillo mientras busca con su mirada a Antara. —No la perderé de vista. —Es muy bonita, ¿verdad, papá? Casi tanto como mamá. Antara traga saliva y clava su mirada en el suelo. —Vamos —concluye Aidun—. Vuelve adentro. Pronto será de noche. Le da un beso en la frente al chiquillo y este sale corriendo, perseguido por la institutriz. Aidun da media vuelta y monta a lomos de su caballo para marcharse.

6 Capítulo 3: S ed de sangre

La estampa es tan parecida a la que ya viviera hace apenas unas pocas horas que Antara es incapaz de desasirse del temblor. De nuevo cabalga a lomos de un corcel, con las muñecas atadas por delante y custodiada por aquel hombre, Frydos, que ya parece haberse convertido en su particular escudero. Prefiere calificarse así que hacerlo de captor o vigilante. Él sigue mostrándose amable y poniéndola al corriente de las mil dudas que la asaltan. Ojalá aquel pobre viejo, como él mismo se califica, pudiera ofrecerle también explicaciones al por qué de su presencia allí. Han cabalgado durante toda la noche prácticamente sin descanso; apenas dos paradas para que los caballos tomen aire y para que sus jinetes pudieran comer y dormir algo. Pero el alba les lleva hasta los imponentes muros de una ciudad. Por momentos a Antara le cuesta horrores fingir que no ve nada. Dos torres se alzan a cada extremo y en la parte superior de las mismas, brillan sendas llamas, bamboleadas por el aire; no sopla con excesiva fuerza pero sí con la suficiente como para llevar hasta la nariz de Antara el olor a brea quemada. Unas banderas con estandartes desconocidos para ella ondean también en varios puntos de los torreones y la muralla. Apenas asoman unos pocos tejados por encima de la misma, y el acceso está custodiado por dos soldados. Aún les queda lejos pero las prisas que les llevaron hasta allí han desaparecido. No así la tensión que se respira con cada mínimo movimiento. Los hombres de Evestya visten con regias armaduras, yelmos que les cubren la cabeza y parte de la cara y también numerosos estandartes que, por el momento no han alzado.


Llevan espadas y escudos, dagas, lanzas, arcos. Y aunque Antara disfrutaba siempre con la lectura o escritura de una buena batalla, lo que parece el prolegómeno de una, empieza a ponerle los pelos de punta. M antiene la mirada al frente cuando atisba la figura de Aidun acercándose hasta el caballo en el que permanece montada. Frydos ha bajado y sujeta las riendas del nervioso animal. Sin tan siquiera cruzar con nadie una palabra, el rey de Evestya, la sujeta de la ligadura que mantiene presas sus muñecas y la obliga a bajar del caballo; sus formas son tan bruscas que ella está a punto de caer y se sujeta a él. Aidun empieza a caminar, tirando de Antara, a quien ahora trata de obligar a montar en otro caballo, el suyo; uno negro y de brillante pelaje. —¡Suéltame! —exclama ella, harta de tanto zarandeo. Sin responder, Aidun sube detrás. A diferencia de lo que le sucede con Frydos, a cuya presencia ya empieza a acostumbrarse, percibir el cuerpo de Aidun detrás del suyo, la hace sentir terriblemente nerviosa. El hombre da media vuelta y se dirige a los suyos: —Quiero que os mantengáis aquí. No me sigáis hasta Alakron. Aquel nombre le pone los pelos de punta. Hay muchas preguntas que Antara no se ha atrevido a hacerle a Frydos durante el trayecto. Él tampoco le ha explicado nada pero el temor hacia el destino que iban a tomar ni siquiera le había permitido la posibilidad de plantear que el rey de Evestya acaba de llegar, junto a su nutrido ejército, a las puertas del reino, cuyo soberano ha matado a su esposa, la madre de su hijo. Aquella visita, pues, no puede deparar nada bueno. Aidun azuza de nuevo a su corcel y este emprende el galope en dirección a las murallas de Alakron. —Tu presencia aquí no es ni casualidad ni un capricho —le dice a Antara. Le habla cerca del oído, aunque con un tono más bien alto—. Eres la diosa de Llumia y de eso obtendré provecho. —No pienso ayudarte. —Sí que lo harás —responde él. El caballo aminora la marcha y recorre los últimos metros a trote. Antara percibe la hoja de una daga clavándosele en la espalda, por debajo de la capa que le han dejado—. Porque en Alakron hay ancianos, mujeres y niños. Si las cosas se ponen feas y mi ejército ha de entrar, morirán muchos inocentes. Pero yo sólo busco la sangre de un culpable. En tu mano está, mi diosa —concluye, arrastrando estas dos últimas palabras en un tono claramente sarcástico. Aidun maneja al caballo con una mano pero antes de llegar a Alakron, aquella con la que sujeta su daga asoma, cortando las ligaduras que mantenían prisioneras las muñecas de Antara. Después, esta vuelve a camuflarse y ella la percibe de nuevo, amenazante. —¡Alto ahí! —grita uno de los soldados que hay apostillados en los portones. Aidun no atiende a su llamada y de nuevo azuza al caballo para entrar como una embestida en la ciudad. Los soldados le siguen, gritando y dando la voz de alarma entre los demás. Aidun y Antara se ven rápidamente rodeados y observados por los ciudadanos de Alakron, que han cejado en sus quehaceres para prestarles atención a ellos. —¡Quiero ver a Nial, rey de Alakron! —grita Aidun. —¿Cómo osáis, tan siquiera, poner un pie aquí? —exclama un soldado, acercándose. Sus galones demuestran que ha de ser, probablemente, el hombre que está al mando. —Quiero ver a tu rey —repite él. —Aidun de Evestya —murmura, sonriendo—. ¿Vienes a traernos tu cabeza? —M ás bien, vengo a llevarme la suya. La sonrisa del soldado desaparece, tal es la ira que los ojos de Aidun llevan prendida. —Es insultante que prentendáis entrar tan alegremente en Alakron y salir de una sola pieza. Estamos en guerra. —Ya no. O eso creí. Pero los dioses se han posicionado y lo han hecho a mi lado. Antara percibe la hoja de la daga que Aidun mantiene contra su piel, pinchándole con más fuerza. Ella pasea la mirada con disimulo entre los ciudadanos que murmuran y observan con curiosidad. Ve a los niños riendo mientras corretean de un sitio a otro para asomar la cabeza entre las piernas de los adultos y poder ver algo de lo que está ocurriendo. Ve a los ancianos sujetos de otros brazos más fuertes. Ve a las mujeres tomar a sus hijos en brazos y salir corriendo de allí, temerosas. Todo aquello que el mismo Aidun le había advertido regresa a su mente y habla, con voz entrecortada. —La... la diosa de Llumia solicita la presencia... de vuestro rey. Sus ojos se tornan llorosos y percibe como el temblor de todo su cuerpo se dispara, ocasionando que la daga que Aidun mantiene contra su espalda, la hiera ligeramente. Los soldados de Alakron cruzan miradas, confusos. —¿La diosa? —pregunta el que ha de ser el capitán—. ¿Pretendes que nos creamos que esa mujerzuela que paseáis a caballo es...? Aidun sujeta un brazo de Antara y lo alza hacia el cielo. Con el otro, pasea la hoja de su daga sobre su piel, originándole una nueva herida; la enésima. El líquido negruzco que parece impregnar sus venas, mana despacio, resbalándole por el brazo hasta el hombro y hacia su pecho. —Comprobadlo vosotros mismos —exclama Aidun—. No es sangre. Antara percibe como él le aparta el cabello para dejar en evidencia la extraña marca que empieza a dibujársele en el cuello, hacia su pecho, a medida que las heridas se cierran y se convierten en cicatriz. Ella se siente tan aterrada, observada y atenazada que ni siquiera acierta a moverse. Los ojos de los soldados se tornan redondos, incapaces de parpadear. Las habladurías estallan y los rumores crecen. Cuando Aidun sacude las riendas para avanzar entre el gentío, nadie intenta impedírselo. La muchedumbre se aparta, sorprendida y confusa. Y así, como si estuviesen siendo escoltados por la propia guardia de Alakron, llegan hasta el arco de piedra que da acceso al castillo. Otros dos soldados más custodian la entrada y, a pesar de sus rictus de confusión, no se mueven de su sitio, advertidos de algún modo por los gestos de sus compañeros. La fortaleza se alza, imponente, en un sinfín inagotable de torres de piedra que se pierden en un claro desafío al cielo. Las gárgolas observan, amenazantes, en cada rincón de la sólida construcción y al frente, un amplio balcón con balaustrada de piedra, les da la bienvenida. Aidun se detiene, sin moverse del caballo y sin dejar patente la menor intención de entrar al castillo. Aguarda allí, impaciente a que los soldados corran hacia el interior y avisen al rey de su llegada. Apenas unos minutos más tarde, el rostro incrédulo de Nial asoma desde el balcón. Antara le observa de reojo, sin mover la cabeza, que mantiene con la mirada clavada al frente, en un punto cualquiera de la pared del castillo. Nial es un hombre algo mayor que Aidun, al menos en apariencia. De espesa barba castaña y cabello más largo, a la altura de los hombros, él sí responde mejor a cualquier imagen que ella hubiera podido hacerse en su mente de un caballero medieval o el rey de una gran ciudad en aquella época. El gesto del soberano de Alakron se transforma y la gravedad deja paso a una débil sonrisa, no exenta de recelo y desconfianza. —Aidun de Evestya... —murmura—. Acaban de avisarme pero si no lo veo, no lo creo. Y... ¿la diosa? —Espero que no vayas a limitarte a hablarme desde el balcón, no ya por mí, a quien no debes cortesía alguna, sino por ella. No todos los días una diosa se rebaja a poner los pies en un reino mortal, Nial. —No soy idiota, Aidun. Sé lo que buscas. —Y lo tendré. Bajes o no de ese balcón, lo tendré. —¿Es cierto... que os habéis posicionado de parte de Evestya? Antara sabe que el rey de Alakron le está dirigiendo la pregunta a ella pero se mantiene muda, presa del temblor, hasta que Aidun la azuza de nuevo, recordándole que la hoja de una daga es ahora su particular guardaespaldas. —Sí... —susurra. Trata de amarrar las lágrimas en los ojos y no mostrar una debilidad que no casa con el papel que ha de representar. En su mente, repite constantemente que los inocentes de Alakron no tienen que pagar las culpas de nadie pero por otra parte, le horroriza pensar que está sentenciando a aquel otro hombre que permanece asomado al balcón, aunque sea otro vulgar asesino. Al fin y al cabo, no es distinto a Aidun.


De nuevo el sutil empujón del rey de Evestya. —Bajad aquí... —solicita ella— y hablemos. Un tenso silencio precede a la desaparición de Nial a través de la puerta del balcón para, pocos minutos después, regresar a través del arco de piedra. Le acompañan dos soldados que custodian sus espaldas, además de todos aquellos que han llegado flanqueando a Aidun y Antara. La expresión severa del rey de Alakron evidencia que no pone en duda la identidad de la joven. Aidun baja de su caballo y se acerca a Nial. M ientras, Antara permanece montada sobre el corcel y aunque la cabeza le clama a gritos por tomar las riendas y desaparecer, el corazón le recuerda de lo que es capaz el soberano de Evestya con la gente de aquel lugar. —Pactamos la paz en la Asamblea —empieza a decir Aidun— y aun así mataste a Seara. Nial se encoge de hombros. —Fue un final a la altura de una reina. Te o aseguro. El rey de Alakron está a punto de sorprender a Antara mirándole directamente a los ojos, tal es el escalofrío que recorre a la muchacha al escuchar las frías palabras de aquel hombre. —Pagarás por ello —vuelve a decir Aidun—. Los dioses están de mi parte. Y tú no puedes rebelarte ante ellos. Nial busca a Antara con la mirada, por encima del hombro de Aidun. —Os posicionáis del lado de Evestya... —murmura. Aidun ni siquiera se voltea; continúa con su iracunda mirada clavada sobre el soberano de Alakron. Pero Antara sí baja del caballo y se mantiene junto al animal. Aunque lo intenta, es incapaz de responder. No sabe qué decir ni qué hacer. Las lágrimas siguen apelmazadas en sus ojos, dotándoles de un brillo puro y cristalino. Pero nada de eso parece capaz de conmover a aquellos hombres. Sin palabras, Aidun desenvaina su espada y aunque los soldados se muestran inquietos, ninguno de ellos hace nada; todos miran a Nial, aguardando la orden de su rey pero este se mantiene inmóvil. Observa a su enemigo y se muestra pensativo, a un mundo de lo que está aconteciendo en su propio reino. Al fin, alza la cabeza y sonríe. —Si de todos modos este es el final —dice—, rubriquemos también nosotros uno a la altura. Al fin y al cabo, somos reyes. —Así sea —responde Aidun. En un veloz movimiento, el soberano de Evestya, descarga su espada sobre el cuello de Nial, ocasionando que su cabeza se desprenda del resto del cuerpo. Antara grita, aterrada y acto seguido es arrastrada por Aidun, que primero se agacha en el suelo para recoger algo y después tira de ella, tratando de salir de allí. La algarabía estalla y corre de un lado a otro, concediéndole mayor facilidad a su huida. Los soldados tratan de capturarles pero la muchedumbre lo dificulta, cruzándose en su camino de forma desordenada y caótica. Cuando están a punto de llegar a la muralla de Alakron que da acceso a la salida, Aidun se detiene y con él, Antara. Su ejército entra allí como una embestida, arrasando con todo y sin prestar atención a sus propias órdenes, soterradas ahora bajo un mar de gritos. —¡No! —exclama Aidun, impotente—. ¡Salid de aquí! ¡Retiraos! Pero es demasiado tarde. Aidun observa estupefacto la lucha encarnizada que se inicia allí, principalmente entre sus hombres y los soldados de Alakron pero él sabe sobradamente que caerán inocentes, algo que en todo momento ha querido evitar. —¡Aidun! Se vuelve rápidamente a la voz de uno de sus hombres, que le aguarda a la salida. Aidun corre hacia allí sin soltar aún a Antara y rápidamente toman un caballo con el que se alejan del lugar. ***** La contención no ha dado para más y Antara llora en silencio, acurrucada junto a una de las fogatas que han prendido en la espesura del bosque. Poco más de una hora cabalgando a toda prisa les ha alejado de Alakron, a ella, a Aidun y a los soldados que huyeron junto a ellos. Los quejidos de aquellos que están heridos ya han dejado de ponerle los pelos de punta porque cada vez que cierra los ojos visualiza la cabeza de Nial rodando suelo a través y la sangre, salpicándole en la cara. Ella le hizo llamar y ella le solicitó que se acercase. Ella le puso en bandeja a Aidun la muerte de su enemigo. Cierto era que aquel hombre había acabado con la vida de Seara, esposa de Aidun y madre del pequeño Nuyben pero si ella ocasionaba, directa o indirectamente la muerte de alguien, ¿qué la hacía diferente o mejor? Antara se sobresalta cuando la voz de Frydos le habla. —M i diosa... quería pediros algo, si no os parece una osadía. Ella se enjuga las lágrimas. —¿Qué es? —¿Podéis acompañarme, por favor? Antara toma aire y se pone en pie, siguiendo despacio los pasos del hombre, que la guía dándole la mano. Aferra con fuerza la capa y se cubre del inclemente frío nocturno, que nada tiene que ver con el abrasador calor del día. Las teas y las fogatas prenden de luz aquella noche oscura y ella trata de no pisar a los hombres que yacen tendidos en el suelo, aguardando una cura. Frydos la conduce hasta uno de ellos, un muchacho joven que delira en fiebre y cuyo pecho se tiñe de escarlata bajo un vendaje empapado. —Sé que no debería pediros esto pero... —Toma las manos de Antara y las coloca sobre el sudoroso rostro del muchacho—. Sólo tiene 16 años; es un crío. Si pudierais liberarlo de la muerte... Por favor. Haremos todo cuanto nos pidáis: oraciones, rituales, ofrendas... Lo que sea. Es mi sobrino. Antara cierra los ojos, mareada y trata de contener el llanto, al tiempo que aparta sus manos. —No puedo... Yo no puedo... No sé cómo... —M i señora —insiste Frydos. —Ya te dije que no sé cómo.. Una fuerte tos interrumpe la conversación. Antara sigue fingiendo una ceguera que le impide mirar de frente al muchacho pero en aquel momento, tampoco hubiera podido hacerlo aun sin estar fingiendo. El rostro de la muerte en un chiquillo de apenas 16 años no debería darse. Cosas así no deberían ocurrir —se repetía Antara. —No... no importa, mi diosa —concluye Frydos, con lágrimas en los ojos—. Supongo que la piedad de la muerte también es algo que debo agradeceros. Ya no sufre. Antara se pone en pie como un resorte y se voltea hacia los demás cuerpos, hacia los demás soldados que cuidan unos de otros tras la batalla en Alakron. —¡M aldito seas, rey de Evestya! —grita ella, apretando los puños—. Yo te maldigo, rey de Evestya. ¡Yo te maldigo! Su fingida ceguera está a punto de irse al traste cuando observa a Aidun acercarse hasta allí a largas zancadas y con la ira desfigurando sus bonitas facciones. Ella mantiene la vista clavada en un punto cualquiera y debe pugnar con su instinto para no apartarse cuando él llega hasta allí y la sujeta del brazo, prácticamente arrastrándola. Algo más apartados de aquel improvisado campamento, el hombre la empuja hasta hacerla caer al suelo. —Yo ya estoy maldito —le grita—. M e maldijiste hace mucho tiempo, de modo que no tiene caso que vuelvas a hacerlo. Al diablo con tus maldiciones. —Quiero irme —musita ella, tras un largo silencio—. Quiero que me dejes en paz. —Aún no. Tal vez me hayas maldecido pero por otro lado me colmas con golpes de suerte. Una paradoja. Antara comprueba con disimulo que Aidun tiene algo en la mano: dos rocas verdes. Dos esmeraldas. —El rey de Alakron —prosigue él, mientras se agacha junto a ella— trataba de ser tan previsor como yo y por lo visto, ha robado los elementos a Lynae, de las Tierras Bardas y a Nerum, de Caelo. M e ha hecho la mitad del trabajo y además me concede tiempo para organizar la huida, ya que será a él a quien busquen y no a mí. Sin embargo sé que acabarán siendo conscientes de la verdad y ninguno de los dos es un enemigo con el que me apetezca topar, de modo que nos largamos.


Sólo nos queda el elemento de Násdar y ese podemos buscarlo más adelante, una vez estemos mar adentro. —¿M ar adentro? —M ar adentro. —¡Preparadlo todo! —grita, volteándose. Después vuelve a observar a Antara largamente, algo que a ella la hace sentir terriblemente incómoda porque la obliga a fingir con mayor maestría su ceguera. ¿Por qué la mira así? No lo sabe pero por momentos se aguanta las ganas de escupirle en la cara. Por fin, Aidun se incorpora y se aleja de allí.

7 Capítulo 4: El Mar de los Inciertos

Desciende del caballo con fingida torpeza y mientras el aire le azota en la cara, observa con disimulo un imponente galeón atracado en el puerto. En lo alto del Palo M ayor ondea la bandera de Evestya. El ir y venir de los soldados allí es incesante y a Antara le resulta evidente que están preparando el navío para partir pero ¿adónde? Vuelve a tener las manos ligadas, esta vez a la espalda y a esas alturas las siente ya entumecidas aunque no se queja. Sólo trata de moverlas y reactivar la circulación sanguínea de algún modo. Se siente agotada, somnolienta, harta. Intenta no prestar atención a Aidun cuando este pasa frente a ella sin tan siquiera mirarla y se dirige a uno de los hombres que está preparando la marcha para darle instrucciones. El sol languidece ya en el horizonte y, tratando de abstraerse de todo cuanto la rodea, Antara reprime una tímida sonrisa al poder estar disfrutando de nuevo de la sencillez de una puesta de sol. No, de nuevo no. La ceguera que padece y que ha quedado atrás en aquel mundo de pesadilla, como único aspecto positivo a destacar en todo aquel embrollo, le estaba mostrando que había mil cosas maravillosas a su alrededor de las que Antara no estaba disfrutando, tales como el sonido de la lluvia al caer o una simple puesta de sol. Desde que ha logrado recuperar la visión, escribiéndolo tan solo en la vieja página de aquel libro que Lilia le facilitó en las prisiones de Evestya, no piensa perderse nada, al menos el tiempo que esa situación le dure, que no sabe cuánto será. —M i... mi señora. —La siempre temblorosa voz de Frydos la sobresalta—. Debemos embarcar. Por favor. Ella asiente. No tiene caso resistirse; la arrastrarán de malas maneras si lo hace y, por otro lado, ¿qué hay en Evestya que no vaya a haber en cualquier otra parte a la que vayan? Antara no está perdida en un barrio de la ciudad o en una colina lejana. Está en un mundo muy distinto y extraño, un lugar desde el que no se regresa caminando, de modo que poco puede importarle adónde le lleve aquel imponente barco, cuyo nombre, grabado en la popa, es Seara, la esposa fallecida de Aidun. 'Un paso al frente siempre te aleja de un sitio en el que no quieres estar'. Aún no entiende por qué las palabras de aquel joven desconocido siguen regresando a su mente una y otra vez. Quizás porque ser un extraño que, de algún modo, propició el reinicio a una felicidad que después él mismo destruyó, desapareciendo, no le resta razón a las mil cosas que le dijo y que la llenaron de una renovada energía. Antara camina por la pasarela que conecta el puerto con la embarcación y en pocos segundos se encuentra sobre la cubierta. Flanqueada por un soldado y por Frydos, convertido ya oficialmente en su sombra desde que abandonasen Evestya con rumbo a Alakron, Antara camina con los brazos extendidos hasta asomarse por la barandilla del buque que queda al lado del mar, deleitándose en la suave brisa vespertina que sopla desde poniente. Cierra los ojos y percibe el viento acariciándole el rostro y meciendo sus ondas rubias. Los abre de nuevo cuando percibe una presencia junto a ella y le cuesta horrores fingir que no se da cuenta de que Aidun está a su lado, apoyado en la misma barandilla que ella, mirándola en silencio. —¿Quién hay ahí? —pregunta, disimulando. —Te acompañarán hasta las bodegas. Viajarás ahí. Antara se aparta y se guarda una queja. Aunque la imagen del soberano de Evestya con su hijo martillea en su cabeza una y otra vez, como un intento de suavizar la horrible imagen que tiene de él, sabe que está hablando con el mismo hombre que mató a Lilia a sangre fría, sin pensárselo dos veces ni vacilar; el mismo que le cortó la cabeza al rey de Alakron sin que le temblase el pulso, a pesar de que éste otro tampoco fuese precisamente un santo. ¿Por qué iban a importarle sus preferencias a la hora de viajar? De nuevo se deja llevar cuando los soldados la conducen hasta las entrañas del navío, en busca de las bodegas. ***** La travesía allí abajo se hace mucho más desagradable. Por momentos se ha sentido mareada aunque al fin ha logrado acostumbrar su cuerpo al vaivén del oleaje y al asfixiante olor de aquel angosto lugar. Sus dedos juegan con el papelillo que Lilia le entregó y gracias al cual ha recuperado la visión. Las palabras del hada en el momento de entregársela han acabado por conducirla a una hipótesis tan alocada como desconcertante: el Libro de los Vínculos. Cuando M ina le habló de él, Antara dio por sentado que era otra de las mil fantasías con las que la vieja librera elucubraba a diario; nada extraño. Las dos solían pasar largas horas leyendo, escribiendo y debatiendo acerca de mil novelas, leyendas y situaciones ficticias que encontraban en las páginas que nutrían las estanterías de aquel viejo establecimiento. Sin embargo, a partir del momento en el que la joven se quedó dormida junto al libro, las cosas son una auténtica locura que la han separado incluso de su mundo. ¿Y si, de algún modo, ha entrado en el Libro de los Vínculos? —se pregunta—. Un extraño ejemplar con las páginas en blanco y que no se escribe con tinta, sino con sentimientos. Es evidente que ella no ha trazado ni una sola línea que hable de la historia que está viviendo: Aidun, Seara o su hijo; Evestya, las mujeres que la recibieron o su identidad como diosa. Por tanto, de estar en lo cierto, todo aquello sería fruto de sus propios sentimientos pero ¿qué relación puede existir entre ellos y lo que está viviendo? Después de haber permanecido tumbada durante largo rato, Antara se sienta y observa el papel. Es un trozo pequeño y no dará lugar a demasiados deseos pero sí a alguno que otro: De nuevo se lleva la mano a la herida que poco a poco cicatriza en su corazón, trazando unas líneas que se le enlazan en el cuello. Aún logra impregnar sus dedos con lo que sea que mana de su interior ¿Puede acaso ser tinta? Lo que está claro es que no se trata de sangre. Se siente terriblemente incómoda cada vez que lo hace pero no hay otra opción y en la primera ocasión, además, funcionó. Pasea su dedo índice sobre la línea negruzca y de nuevo traza letras en la vieja página: <<Me dejan viajar en cubierta>>. Duda unos segundos y añade: <<Aidun viene a buscarme para decírmelo>>. Por un momento duda sobre si tachar aquellas últimas palabras. ¿Qué importa si es el rey de Evestya quien le proporciona ese amago de libertad que está anhelando? Sin embargo, no tiene tiempo de rectificar cuando la pequeña portezuela que da acceso a las bodegas desde el exterior del barco se abre y el soberano de Evestya entra a través de ella. Observa a un lado y a otro el desorden allí existente y al fin fija sus ojos azules en ella. Antara ha clavado su mirada en unos viejos sacos raídos y de nuevo ha ocultado el papelillo entre las mangas de la camisa y su propio nerviosismo. —¿Todo a tu gusto? —pregunta Aidun, con sorna. Ella no responde. Ni siquiera la llegada del muchacho ha logrado alejarla de los pensamientos que la mareaban hacía unos minutos: si todo lo que está viviendo allí es consecuencia de sus sentimientos, ¿qué es Aidun o quién es? Por un momento lleva a su mente al 'viajante', el joven que, desde aquella mágica tarde se ha convertido en epicentro de sus más agradables y anhelados pensamientos. Pero no... No tienen nada ver. La maldad inherente en Aidun no existía en aquel joven que, lejos de sumirla en el terror que logra la presencia del soberano de Evestya, la había elevado de forma efímera a los altares de una felicidad que creía tan perdida como finalmente estaba. Antara sí había llegado a tratar de convencerse de que aquel joven no era lo que había fingido ser; había desaparecido sin más, sin dar apenas explicaciones y dejando en el aire un posible regreso. ¿Qué fe podía mantener en él? Pero ni siquiera así puede asociarle con Aidun, un asesino al fin y al cabo. ¿Puede, entonces, tratarse de Óscar? La crueldad en las palabras de su exnovio el día que la dejó sí eran más fácilmente comparables con la actitud del rey de


Evestya, que además genera en ella unas curiosas sensaciones. Su físico la atrae tanto como su forma de ser la espanta. ¿Puede tener sentido aquello? Aparca el bombardeo de hipótesis al percatarse de que, de nuevo, Aidun la observa sin decir nada. Se ha acercado a ella en silencio y tal es la intensidad de aquella mirada que escruta cada rincón de su rostro que Antara ni siquiera lo piensa cuando fija sus pupilas verdes sobre las de él. Aidun tarda unos segundos en reaccionar pero lo hace frunciendo el ceño y sin inmutarse demasiado. Casi parece imposible sobresaltarle o sorprenderle. —Hace rato que puedes ver —se limita a decir—. ¿Cómo es eso posible? Antara traga saliva y trata de no vacilar. —Soy una diosa —responde con más seguridad de la que siente—. ¿Por qué te extrañas? —Diosa... —murmura Aidun, incorporándose. Camina un par de pasos y le da la espalda a Antara—. Haces y deshaces a voluntad. Nuestro destino no es sino un juego para ti. Ella percibe la amargura en sus palabras, en el timbre de su voz. —¿Y en qué me diferencia eso de ti? —pregunta, poniéndose también en pie—. Te eriges en dueño de las vidas de otros; eliges si viven o mueren y ejecutas sin vacilar. Aidun se vuelve y la mira con el ceño fruncido, como si no hubiese esperado aquella contestación por parte de Antara, que hasta ese momento se había mostrado temerosa e insegura. Camina hacia ella con paso lento pero decidido y la joven traga saliva, asustada. —¿Qué me estás recriminando? —masculla él entre dientes—. Soy como tú has hecho que sea. Soy la que tú has hecho de mí, pues tú me creaste, ¿no? —No asumiré la responsabilidad de tus actos —responde ella, tras un largo silencio. ¿Hasta qué punto tiene él razón? ¿La tiene? Es posible pero aquel no es el momento de dirimirlo. Aidun la sujeta de la cara y la hace recular hasta estamparla contra la pared de la bodega. —Asume entonces la muerte de mi esposa —murmura—. Pagarás por ella en la misma medida que lo ha hecho el malnacido de Nial de Alakron. Él ordenó su muerte y tú la determinaste. Aidun la suelta con un gesto brusco. —Sube arriba —concluye. Camina despacio de regreso a la cubierta; lo hace a través de una puerta que deja abierta en la bodega. Lo que Antara deseaba: que le permitieran viajar arriba, con el aire golpeándola en el rostro en lugar del olor a cerrado y humedad que invade el rincón más recóndito del navío. Sin embargo, el alivio ante esa circunstancia se ve eclipsado por las palabras de Aidun porque pensar que pueda existir una mínima carga de razón en ellas, la aterra. Se lleva la mano al corazón y le sigue, despacio. No le duele ni la hace sentirse mal en ningún momento pero percibir una herida abierta en el pecho, que además no mana sangre... ¿En qué se ha convertido?¿Acaso en una diosa de verdad? Después de seguir a Aidun a una distancia prudencial por el laberíntico acceso del galeón hasta la cubierta, puede respirar de nuevo el aire puro y fresco de la noche. El viento más bien; sopla furioso desde la oscura extensión del océano nocturno, apelmazando sobre el navío unos negros nubarrones que se prenden con asiduidad en una aterradora advertencia. A Antara no le resultan ajenas las miradas de soslayo que se alzan a su alrededor mientras ella camina hasta la barandilla de proa, sin importarle ya la figura de Aidun, reunido con uno de sus hombres. Antara observa el oleaje que embiste el casco del buque, sacudiéndolo con furia. No es la primera vez que sube en un barco aunque nunca lo había hecho en uno de esas características ni con tan cuestionable compañía. Tampoco ante la certera amenaza de una terrible tormenta. Aidun se acerca de nuevo, paseando sus dedos sobre su propia cara. —Llévanos lo antes posible a Brisa —le ordena—. Rodeando el temporal. Ella vuelve la cabeza hacia él y le mira. —¿Y qué demonios es Brisa? Aidun espeta una sonrisa incrédula y repiquetea sus dedos sobre la barandilla. Después se da media vuelta y le hace una señal a uno de sus hombres con la cabeza. Antara le observa, inquieta y en apenas pocos segundos, una hilera de niños desfila desde el interior del barco hasta mostrar a un total de once chiquillos que lloran y balbucean; alguno se mantiene enteros pero el aspecto que presentan todos y cada uno de ellos dejan a las claras que no son invitados de lujo. —Navegamos hasta la isla de Brisa —le explica Aidun sin mirarla—. Ese lugar supone el límite de lo conocido en los mares inciertos. Cuanto antes lleguemos, más desgracias evitaremos. Ahora sí, sus ojos azules se clavan en los de Antara. —¿Quiénes son? —Por cada jornada que tardes, uno de ellos... Después devuelve su mirada a los niños. —No lo harás —responde Antara, nerviosa—. He visto cómo tratas a tu hijo; no te atreverás a ponerles una mano encima... Aidun sonríe y da un paso al frente para dejar de estar apoyado en la barandilla. —No compares a mi hijo con ninguno de esos bastardos. Sus padres se pudren en las prisiones de Evestya como consecuencia de actos poco plausibles. Otros han sido ya sentenciados en la plaza. De todos modos, ¿qué destino les espera? ¡Oh, espera! El destino es cosa de los dioses, ¿no? Qué diosa tan mala. Antara le propina a Aidun un sonoro bofetón que genera una tensión más que palpable alrededor. El rey de Evestya da un paso al frente pero la voz de uno de sus hombres le impide seguir avanzando; no apartar su iracunda mirada de Antara. —M i señor —grita alguien—. Parece que tenemos la tormenta más cerca de lo que creíamos. Deberíamos ponernos manos a la obra para capear el temporal. Aidun se vuelve —ahora sí— y alza la mirada a las enormes velas del galeón, que se sacuden al antojo de la furia del viento que sopla desde el norte. Después observa el oscuro horizonte con cierta preocupación. Las nubes han encapotado por completo el cielo, acentuando la llegada de una noche ya de por sí oscura y cerrada. Uno de los hombres de Aidun se acerca a él y Antara llega a escuchar lo que le dice: —No me gusta nada cómo se está poniendo esto. Una tormenta en plena noche podría desviarnos de nuestro rumbo y eso, en estos mares puede ser catastrófico. Aidun observa a Antara —¿Esto es lo que quieres? —le pregunta. Pero ella es incapaz de decir nada. El rey de Evestya clava sus ojos en los niños que subieron hasta la cubierta hace apenas unos pocos minutos. Permanecen allí inmóviles, con el terror dibujado en sus pequeñas caritas sucias y un temblor más que evidente en sus manos, que se sujetan unas a otras, tratando de mantener el equilibrio ante el zozobrar del barco. —Llevadlos a mi camarote —dice—. ¡Plegad las velas! —grita después. El viento arrecia con toda su fuerza y pronto las enervadas aguas del océano embisten con ira el regio casco del Seara. Las sacudidas de las olas mecen el barco con violencia. La oscuridad es ya total y sólo la intermitente luz de los relámpagos ofrece una mínima y fugaz iluminación a los tripulantes del navío. Todos han tomado lugar en sus puestos para intentar capear el temporal de la mejor manera posible. Antara, no obstante, se mantiene sujeta a la barandilla, tratando de no perder el paso con cada inclinación del navío. Las furiosas olas saltan sobre la cubierta del barco, generando una creciente oscuridad al barrer con su furia el fuego de las teas y los candiles. Los miembros de la tripulación están ya totalmente empapados. De pronto un fuerte golpe sacude el casco del galeón con fuerza y Antara cae al suelo, deslizándose sobre la cubierta hasta chocar contra unos barriles. En medio de aquel inusitado terror, sólo oye las voces de los tripulantes. La sacudida de una nueva ola la empuja ahora hacia la popa del barco. La furia de la tormenta apenas permite que el navío mantenga un mínimo de estabilidad y


la muchacha no logra, si quiera, ponerse en pie. Finalmente lo consigue y, agarrándose a la barandilla de popa puede ver a Aidun corriendo hacia allí. El enésimo golpe en el buque la empuja y Antara queda asomada a la barandilla, viendo las fauces del terrorífico mar acechando sin piedad. Sin duda, un final aterrador que en aquel momento hubiera agradecido no poder visualizar. Cierra los ojos con fuerza y grita con desesperación. Un fuerte movimiento la saca de aquella angustiosa situación. Aidun tira de su camisa, sujetándola con ímpetu. —¡Haz algo! —le grita el soberano de Evestya—. ¡Páralo! Antara tarda unos segundos en comprender que le habla a ella pero ¿qué puede hacer en aquella angustiosa situación? ¿Cómo detener una tormenta? Los vaivenes del navío se mantienen y la camisa de Antara se resquebraja en parte, propiciando que Aidun la sujete del brazo mientras ambos se deslizan cubierta abajo cuando el barco se convierte en el juguete del oleaje. Las voces de los hombres continúan sonando entre el silbido del viento y el bramido de la tormenta. —¡Achicad el agua! ¡Rápido! Aquello es lo último que Antara oye antes de percibir cómo el casco del Seara se tumba. Los mástiles se quiebran y las velas se rasgan. Nota el agua fría engulléndola y la mano de Aidun soltándola. Sus pulmones quedan anegados y cierra los ojos mientras los mares inciertos la succionan hacia un destino más incierto aún. ***** Durante unos minutos no ha sentido más que un sonido sordo perforándole los oídos, la angustiosa sensación de la falta de aire estrangulándola y la más completa desorientación bamboleándola de un lado a otro. Ahora percibe náuseas en la boca de su estómago pero ya no está en mitad de un océano embravecido. Yace tendida en un suelo de madera mojada y podrida, a juzgar por el olor. Le arden los pulmones al toser y por momentos se siente mareada cuando levanta la cabeza para intentar incorporarse. Cierra los ojos y trata de estabilizar cada órgano de su cuerpo, cada sentido. Resopla y al fin se atreve a alzar la vista para comprobar que está en una estancia oscura, lúgubre y maloliente. La bodega de un barco a juzgar por los utensilios que la rodean y el vaivén que la mece. Unos gritos y risotadas llaman su atención. Se pone en pie, no exenta de grandes dificultades por lo dolorido que siente todo su cuerpo y logra dar con un pequeño hueco en la parte superior de la bodega que da a cubierta. Es insuficiente para que quepa su cuerpo pero no para atisbar qué está ocurriendo y de dónde provienen las voces que escuchó. Lo primero que es capaz de confirmar es que aquel barco no es el Seara, pues no conoce a ninguno de los hombres que ve, con pintas no muy recomendables. Traga saliva cuando logra ver a Aidun; su torso desnudo muestra multitud de heridas trazadas con la hoja de alguna daga u otro tipo de arma punzante. Sus brazos en alto permanecen maniatados a un cabo que se pierde en alguno de los palos del navío. Uno de los hombres que hay con él se acerca y hunde de forma superficial la daga que lleva en la mano. Los otros estallan en carcajadas. —¿Y la chica? —pregunta de pronto otro de ellos. —Loui ha ido a buscarla —responde alguien—. M e muero de ganas por divertirme con ella. Es preciosa. Antara busca entre sus ropajes raídos la página del libro de los dioses que Lilia le facilitó en las prisiones de Evestya. Apenas pierde unos segundos impactada ante el hecho de que el papel no haya terminado desintegrado al mojarse. Temblando por todo cuanto ha visto y oído, se ocasiona un corte seco con el pedazo de un cristal roto que encuentra en el suelo y, con la tinta que mana de su antebrazo, escribe en la página doblada: <<Dejan en paz a Aidun y no...>>. La puerta de la bodega se abre antes de que haya podido acabar. Antara se pone en pie rápidamente y trata de apartarse pero es inútil. El hombre que ha ido a buscarla la sujeta del brazo y la coge en volandas, arrastrándola entre los gritos y todo tipo de intentos de huida hasta la cubierta. Allí la empuja ante las risotadas de los demás. Aidun la observa con la gravedad trazada en su rostro magullado. —Bienvenida a bordo del Azerón, bella dama —la saluda uno de aquellos hombres. Antara repara entonces en que en la parte superior del Palo M ayor ondea una bandera pirata—. M i nombre es Ingal y soy el capitán de este navío. —Si este pobre diablo es el rey de Evestya —observa un viejo de aspecto delgaducho—, ¿esta es la reina Seara? Le presuponía más porte. —¡Claro que no es Seara, pedazo de ignorante! —exclama otro de los miembros de la tripulación—. ¿No has oído acaso todo cuanto se dice de la soberana de Evestya? Su cabello es oscuro como cien noches en Tenebros; brillante como el firmamento del mar de los augurios; sus ojos, dos pozos negros, como los misterios del abismo y gime como una perra cuando yace con todo aquel que no sea su marido. Los piratas estallan en carcajadas de nuevo mientras Antara, incrédula ante lo que escucha, aterrada y temblorosa, busca a Aidun con la mirada. Le compunge enormemente verlo con los cerrados y murmurando unas palabras que no alcanza a escuchar, ¿una oración, quizás? ¿No se dirigen estas a los dioses? Y si ella lo es, entonces, ¿qué puede estar solicitándole él? El estómago se le encoge cuando atisba una lágrima de rabia e impotencia recorriendo la mejilla de Aidun, que vuelve a abrir los ojos y la busca a ella. Todos la consideran diosa de Llumia y creen, también, que su destino está en sus manos. Lo único que falta, aparentemente es que también ella lo crea y empiece a actuar en consecuencia. Pero no tiene ni idea de cómo hacerlo y la rabia empieza a hacer nido en su estómago. —¿Entonces quién es esta preciosura? —La voz de otro de los piratas, la saca de sus pensamientos y la tensa de nuevo. —Debe ser la criada con la que el rey retoza en su lecho, ¿no es así, majestad? —pregunta el que había hablado anteriormente. —Soy la diosa de Llumia —grita ella, incorporándose—. Y os juro que mi ira caerá sobre vosotros, malditos hijos del demonio. De los ocho hombres que conforman la tripulación del Azerón —capitán incluido—, cinco estallan en carcajadas ante las graves miradas de los otros tres. Ingal guarda silencio y por un momento, Antara celebra haber sido capaz, al menos de sembrar la duda en algunos. Pero no en todos. —¿Es tan magnánimo el rey de Evestya que no puede conformarse con criadas? —exclama uno de los más jóvenes tripulantes del barco—. ¿Necesitáis una diosa? Se acerca a ella y la sujeta con fuerza, pegando la espalda de ella contra su pecho y colocando su daga sobre la mejilla de Antara, que reprime las ganas de asestarle una patada al hombre. —Sin duda es una diosa —observa otro de ellos. De cabello rojizo y con un parche en el ojo, observa a Antara de arriba a abajo, deleitándose. —Y decidnos, majestad —continúa diciendo aquel que la sujeta—, ¿qué referencias podéis darnos sobre ella? ¿Grita más que vuestra reina? Antara cierra los ojos, asqueada cuando el hombre cierra la mano sobre su pecho mientras se acerca más a Aidun. —Déjala —masculla él, entre dientes. Aún se aproxima unos pasos y le lame la mejilla a la muchacha. —¡Déjala! —grita Aidun. Trata de dar un paso al frente pero las ligaduras le mantienen a unos pocos centímetros de la joven y el pirata. —¡Eh! —exclama el viejo que habló en primer término—. Está enfadado y con razón; es la concubina del rey. Justo es pues que la ronda la inicie él, ¿no os parece? El pirata que sujeta a Antara le rasga la camisa por el pecho y empuja a la joven contra Aidun. —¿Queréis empezar vos, majestad? Antara se cubre el pecho con una mano mientras que con la otra abraza a Aidun, rodeándole la cintura y buscando de algún modo la protección que le falta en ese barco ante lo que es ya una terrible amenaza. Ni siquiera hay parte de ella que encuentre absurdo intentar convertir al soberano de Evestya en su protector, tal es el pavor que siente. El pirata que la ha empujado se acerca de nuevo y la sujeta del pelo, obligándola a mirar a Aidun. —Vamos, majestad —le dice, clavando de nuevo la punta de su daga en el rostro de la llorosa joven—. Enseñadnos cómo se trata a una diosa. Estamos ansiosos. En respuesta, Aidun le asesta una soberbia patada y le hace caer al suelo. El hombre se incorpora hecho una furia pero uno de los otros piratas le agarra cuando intenta abalanzarse sobre él para herirle. Antara se aferra de nuevo a Aidun. —¡Eh, calmaos, muchachos! —exclama Ingal—. Hemos dicho que el rey empezará y el rey empezará. Somos hombres de palabra.


Antara solloza y tiembla a partes iguales. El silencio se alza como un cruel espectador; sólo el bramido del viento azotando los cables del barco y sacudiendo con furia el velamen lo quiebran. Aunque eso sólo ayuda a acrecentar la tensión. —¿Cómo te llamas? —le pregunta Aidun entonces. Su voz suena muy bajo, casi como un susurro en el oído de Antara, que se aparta unos pocos centímetros, buscando en la mirada de él una explicación que no tiene cabida en un momento así. —Antara —susurra ella. —Cómo no... —murmura—. Tú puedes sacarnos de esto, Antara. No sé por qué estás tan perdida pero eres la diosa de este mundo y si no haces algo... Tienes que poder hacer algo. Aidun alza su mirada por encima del hombro de la muchacha y se topa con la de toda la tripulación del Azerón, observándoles, como si esperasen algo que estuvieran ansiosos por ver. —No puedo... —solloza ella. —Antara —responde él—, llegaste a Evestya sin ver y ahora puedes hacerlo. O eres una excelente actriz o puedes hacer lo más parecido a un milagro que he visto jamás sin pertenecer a la orden de magos. —¡Vamos! —grita uno de los piratas—. ¿A qué estás esperando, rey? Ordénale a tu sirvienta y ella obedecerá. —Antara... —insiste él, tratando de centrar la atención de la muchacha y abstraerla de aquellos hombres. —En... en la bodega... —logra decir al fin ella. La situación no invita a ello pero si no piensa con claridad, no podrá librarse de lo que todos aquellos bárbaros quieren hacer con ella; después la matarán y a Aidun también. En su mano está liberarse y liberarle a él de su aciago destino—. Lilia me dio una página del libro de los dioses; todo cuanto escribo ahí, ocurre. Se me cayó en la bodega cuando vinieron a buscarme. Aidun asiente. —Voy a liberarme de esta ligadura y cuando yo te diga correrás como no lo has hecho nunca hasta la bodega y escribirás nuestra salvación, ¿de acuerdo? —¡Se acabó! —grita uno de los piratas—. Si él no empieza, me la pido yo. —Estoy maniatado —grita él—. ¿Qué demonios quieres que haga así? —¿Y si no lo estuvieras? ¿Accederías? —Si de todos modos vais a matarme, ¿por qué no llevarme un último placer? —Sus ojos se encuentran con los de Antara—. ¿Por qué no hacerla mía? —No me fío —interviene otro de los piratas. —Sois vosotros quienes me estáis azuzando a esto. Además, estoy solo en vuestro navío —responde él—. ¿Qué se supone que puedo intentar que no vaya a llevarme a la muerte de cabeza? —En eso tiene razón —dice Ingal, que se ha mantenido en silencio hasta ahora—. Hagan lo que hagan, estás muertos... si su diosa no lo impide —concluye, sonriendo. Uno de los piratas se acerca y, con su espada, corta el cabo que mantiene a Aidun con los brazos en alto. Los mueve despacio, tratando de desentumecerlos. Antara sigue cubriéndose el pecho, sujetando los jirones de la camisa, ahora con las dos manos. Le da la espalda a los piratas y se encomienda, por completo a Aidun, que se acerca más a ella y sujeta su cara, alzándosela. Sin tiempo a que ella reaccione, le hace una barrida de piernas y Antara cae al suelo de espaldas. Su respiración se acelera al ver que él se coloca lentamente sobre ella, aprisionándola entre sus brazos, que apoya a ambos lados de su cabeza. La mira con una intensidad sobrecogedora y la besa despacio. —M e temo que tu confianza en mi —le susurra después— es lo único que tienes ahora. —Después vuelve a besarla—. Te sugiero que despiertes tus sentidos para saber qué estoy pensando... diosa. Cuando Antara logra desasirse del shock, empuja a Aidun y le golpea, haciéndole caer a su lado. Gatea apenas un par de metros y él vuelve a sujetarla de la pierna, arrastrándola y colocándose de nuevo encima de ella, que le araña en la cara y grita, aterrada. Los piratas estallan en carcajadas mientras asisten al forcejeo. Lo último que ella hubiera podido creer es que él estuviera hablando en serio al aceptar su final y querer llevarse antes un último abuso con ella. Aidun se coloca a horcajadas sobre Antara cuando ella vuelve a golpearlo y logra salir de debajo de su cuerpo para dar apenas dos zancadas más. Aidun se pone en pie y la agarra del brazo, estampándola contra la pared, mientras la sujeta de las manos con fuerza y la inmoviliza. Ella cierra los ojos y ni siquiera la rabia es suficiente para luchar contra él. —Nos hemos acercado bastante —le susurra Aidun, sonriendo—.Tienes el acceso a la derecha. —Ella mueve ligeramente la cabeza y repara en que el hueco que conduce al interior del navío está a su lado—. A mi voz, corre hasta la bodega. Se dan cuenta, entonces, de que uno de los piratas está a su lado, como si quisiera ser espectador de primera fila de lo que sea que vaya a suceder. Aidun le mira. —¿M e permites? —le pregunta. —Adelante con ella, rey. —¡AHORA! —grita. La empuja hacia el interior del navío y lo último que Antara acierta a ver es a Aidun sacando la espada de la vaina del pirata para hundirla después en su pecho. Ella echa a correr y se pierde en las entrañas del navío sin detenerse. Escucha unos pasos corriendo detrás de ella pero sabe que si no lo consigue, no habrá más oportunidades. Alguien la sujeta y la hace caer. Tendida en el suelo, Antara le propina una patada en la cara a Ingal y logra incorporarse para seguir avanzando. —¡Ven aquí, maldita zorra! Ella no atiende ni al temblor de sus piernas ni al miedo que la atenaza; no piensa sino en alcanzar la bodega y escribir en aquella vieja página el fin de la pesadilla. Cuando logra llegar, cierra la portezuela y empuja una vieja estantería que queda cruzada, impidiendo que nadie más pueda entrar. Busca por el suelo con desesperación y cuando al fin la encuentra, recupera el pedazo de cristal con el que antes se cortó y su temblorosa mano traza las líneas mal definidas mientras Ingal le propina empujones y golpes a la puerta: <<Los piratas saltan por la borda sin explicación aparente. Se pierden en el océano, mientras Antara y Aidun qeudan solos en el Azerón>>. Los golpes cesan aunque ella aún sigue temblando. Deja caer la página al suelo y abraza sus rodillas, tratando de calmarse. No sabe si esta vez las cosas habrán funcionado pero no tiene razón para pensar que no. No quiere pensar que no. Las sacudidas del barco contra el oleaje, así como el crujir de los cables y de la madera es todo cuanto quiebra aquel tenso silencio. Trata de reprimir los sollozos pero cada recuerdo de lo vivido acrecienta su dolor. Los minutos se le hacen eternos pero ella no se atreve a salir de allí. Teme lo que haya podido ocurrir. La sobresalta un golpe seco y cuando alza la mirada, incapaz de ahogar un grito, topa con el rostro de Aidun al otro lado de la puerta a la que le faltan tablones. —¿Que salten por la borda? —pregunta, sin más. Tiene nuevos golpes en la cara y el labio le sangra de forma abundante—. ¿No podías haberlos convertido en una servil tripulación? Voy a necesitar al menos cinco hombres para llegar a Brisa sin... Guarda silencio cuando ella rompe a llorar de nuevo, incapaz de rebatir los reproches de Aidun. Él logra tumbar la estantería desde fuera y empuja la puerta con algo de esfuerzo para entrar en las malolientes bodegas. Se agacha al lado de Antara y reprime la necesidad de decirle algo para cortar aquel llanto. —Ya ha pasado —le dice solo. Pero ella es incapaz de contenerse y le abraza con fuerza sin dejar de llorar. —M e temo que tendrás que escribirlo en ese viejo papel si esperas que invierta tiempo en consolarte. Has dejado el barco sin tripulación y solos no se manejan. Antara se aparta despacio y se enjuga las lágrimas con rapidez. Aunque en aquel mundo cada paso es una prueba de fuego, siempre ha detestado necesitar el consuelo de alguien, generar lástima y que la vean llorar. Se incorpora y, sin mediar palabra, abandona las bodegas. Ha olvidado la vieja página en el suelo y Aidun la toma para leerla.


<<Los piratas saltan por la borda sin explicacion aparente. Se pierden en el océano, mientras Antara y Aidun quedan solos en el Azerón. Ella está muerta de miedo y necesita un abrazo; un abrazo que Aidun...>>. Junto a los otros mensajes más, su nombre aparece hasta en un total de cuatro ocasiones y él sólo acierta a llevarse la mano a la frente y resoplar.

8 Capítulo 5: Huracanes en Brisa

A pesar del tiempo transcurrido desde su llegada a Llumia, Antara no ha dejado de darle vueltas a lo que sea que haya ocasionado su estancia en ese lugar. El Libro de los Vínculos sigue planeando sobre ella como única opción certera. No es lo más creíble pero a esas alturas debe dejar de negar evidencias y empezar a encajar realidades: está en un mundo muy distinto, rodeada de gente muy diferente y envuelta en circunstancias que convierten la ceguera que sufría en su aburrida vida en algo mucho más que anecdótico. Así las cosas, seguir pensando que no puede haberse perdido en la historia de un libro porque es algo fantasioso pierde todo el sentido. Sin embargo, si acepta estar entre las páginas de un libro que, de algún modo ella está creando con sus propios sentimientos, debe empezar a entender los terrenos en los que se mueve, si desea salir victoriosa del camino que, de algún modo, la lleve de regreso a su mundo. Porque eso ha de ser posible pero... M ina dijo que sólo en caso de que la persona elegida aceptase formar parte de esa historia ella tendría ocasión de regresar y —más difícil todavía—, sólo lograría regresar si esa persona y ella misma concluían un mismo desenlace para la historia. Antara tiene claro que en aquel momento de su vida, el viajante hubiera sido el elegido para seguirla en aquel mundo. A pesar de lo mal que acabaron las cosas con él, no ha podido evitar pensar que si hubiera estado ahí, se hubiera sentido mucho mejor. La fría protección de Aidun hubiera sido un cálido abrazo, un beso en la frente, palabras adecuadas y un férreo enfrentamiento con los piratas; no lo duda. No puede dudarlo después del amor con el que él le había hablado aun sin conocerla; y no sólo en aquella tarde mágica, sino también en las cartas que de algún modo transmitían sus más profundos sentimientos hacia ella cuando ella ni siquiera podía intuirlos. <<A veces basta con estar, aunque la otra persona no vaya a saberlo>>. Era algo de lo que le había dicho a Óscar el día de su ruptura y era algo que el viajante pensaba también. Almas gemelas. Así fue como Antara se sintió con respecto a él durante aquellos días posteriores a su marcha. Lo había encontrado en medio de tanto sufrimiento y lo había perdido casi sin darse cuenta, como el agua escurridiza que se esfuma entre los dedos cuando uno sólo puede dedicarse a mirarla, a despedirla de algún modo. En su tortura no podía más que repetirse lo difícil de dar con una persona que te haga sentir como el viajante la hizo sentir a ella en aquel efímero suspiro de su vida. ¿Cuántas personas pasan por su existencia sin dar jamás con un sentimiento así? M illones; la mayoría, posiblemente. Y sin embargo, ella, que se sentía tan desdichada en aquel momento de su vida, había logrado saborear las mieles de un amor incondicional y eterno. Una efímera eternidad. Él le había dicho que su regreso dependería en buena parte de ella y de algún modo, Antara se aferraba a la posibilidad de escogerle para estar en esa historia, para escribirla juntos. Si él regresaba y aceptaba, sortearían mil peligros los dos, de la mano, en esos sempiternos pasos al frente que, de pronto, con él, siempre tenían algo de positivo. Ya no habría peligro demasiado oscuro ni problemas demasiado grandes. Porque si él seguía enamorado de ella, tal y como le había mostrado y ella estaba convencida de haber vivido el inicio de algo maravilloso, el desenlace del libro sólo podía depararles un final feliz, uno de esos que Antara adoraba en sus novelas de fantasía y amor. Si por el contrario él no regresaba o no aceptaba tomar parte en aquella arriesgada locura, ¿qué debía importarle perderse para siempre en aquel mundo o en cualquier otro? ¿Qué le quedaría en su vida, sino una eterna huida hacia adelante? Antara suspira y trata de poner orden a sus ideas: si debe aceptar que avanza a través de las páginas en blanco del Libro de los Vínculos, debe tener claro que aquello es, de algún modo, su mundo, sus sentimientos y por tanto ser diosa de Llumia cobra sentido. Pero todo allí debe tener una razón de ser relacionada consigo misma y si una identidad necesita confirmar esa es la de Aidun. El joven rey de Evestya llega caminando con paso indolente y observa las velas del barco, empujadas por el viento que ha amainado de forma considerable. El sol se sumerge ya en las lejanas aguas del horizonte, prendiendo el firmamento de un color anaranjado. Aidun llega hasta su lado y la observa, como tratando de averiguar si se encuentra mejor. En él percibe una continua preocupación pero de un modo frío y distante; quizás sean sólo imaginaciones suyas —se dice a sí misma—. El soberano de Evestya le entrega la página que ella olvidó en las bodegas y ella la toma, sin mediar palabra. —¿Por qué no llegamos ya a Brisa? —le pregunta él—. Escríbelo y estaremos ahí. Tripular este navío con dos personas es prácticamente imposible sin... —¿Y qué se supone que buscamos en ese lugar? —interrumpe ella, también sin mirarlo. —Eso es cosa mía. —Para ser sólo cosa tuyas las estoy pasando bastante negras. Creo que lo mínimo que tengo es derecho a entender las cosas. Aidun suspira de forma apenas perceptible, más un gesto de cansancio que otra cosa o al menos así lo interpreta Antara. —La isla de Brisa es el último pedazo de tierra conocida en el M ar de los Inciertos. Nadie se aventura más allá. El único de los cuatro elementos de Antara que nos falta es el de Bardot, gobernante de Nasdar. Sirenas y tritones. En Brisa, además de encontrar la manera de regresar a Llumia, podremos dar con la última esmeralda Después, podrás conseguir ese maldito libro del que tienes una sola página.


—¿Elementos de Antara? —Supongo que no es casualidad que este mundo se llame igual que tú. —Creí que su nombre era Llumia.... —Llumia y Tenebros conforman Antara. Pero como te digo, nadie se atreve a llegar hasta el reino de las sombras: Tenebros. —¿Y qué son los elementos? —pregunta ella, tras un largo silencio. —Esto —le responde él, mostrándole tres medallones idénticos con sendas esmeraldas engarzadas; la que él mismo le arrebató a Zornak de las manos y las que el rey de Alakron le había robado a Lynae, líder de las Tierras Bardas y Nerum, rey de los caelos. —Es decir, que tienes tres y estás buscando la que te falta, ¿no? —Exacto. Cuando las una tendré el libro de los dioses. Todo el poder. —Poder... ¿eso es lo que quieres? —Dado que pareces bastante desubicada, no tiene caso que te formule la pregunta pero por alguna extraña razón estás haciendo que Llumia se destruya. Tierra, mar y aire, a juzgar por lo que la hechicera nos contó en la última asamblea, están capitulando. Quiero salvar mi mundo. —¿Para imponer tu dominio sobre todo él? —Principalmente para darle un lugar a mi hijo en el que vivir. —Sus ojos se clavan en los de ella, con dureza—. Y después, para tener un sitio en el que llevar a cabo una serie de cuentas pendientes, sí. —Conmigo, entre otros, ¿no? Aidun relaja ligeramente la expresión de su rostro. —No sé en qué medida soy responsable de las cosas que ocurren aquí; probablemente en toda pero no sé cómo controlarlo. Nunca... no hubiera decretado la muerte de tu esposa, de no ser así y no hubiese dejado huérfano a tu hijo. Jamás. Créeme, tampoco hubiera pasado por todo lo que he pasado. Aidun asiente débilmente. —Lamento haberte arañado y... golpeado —añade después. Comprueba que las heridas que le originó aún se trazan en su rostro, especialmente el arañazo que le surca la parte inferior de su ojo derecho—. Creí que... Pensé que ibas... Aidun sonríe con esa tristeza inherente en él. —He ajusticiado a hombres en Evestya por mucho menos de lo que trataban de hacerte, de lo que trataban que yo te hiciera. Detesto ese tipo de abusos. —Pero no otros... —Aidun, que había mantenido la mirada clavada en las oscuras aguas del océano, la observa—. Lilia, el hada... La... mataste. —He matado a mucha gente, cuya muerte podía no responder a un acto de justicia. Y supongo que decir que soy como tú quieres que sea, resultaría una salida fácil e incluso falsa en parte. Pero sí soy como las circunstancias que tú has determinado para mí han hecho que sea. No me arrepiento de nada. Las hadas del Bosque Gélido provienen de Tenebros y todo el mundo sabe que los seres mágicos no traen nada bueno. Si no la hubiera matado yo, otros lo hubieran hecho. Es lo que se hace con ellos, de modo que es una insensatez cruzar el M ar de los Inciertos para pedir ayuda en Llumia. —M e pedía ayuda con su reino. —También me la pidió a mí. —Se la negaste... —No tuve tiempo. Pero se la hubiera negado, evidentemente. Sus problemas no son míos. Y yo ya voy servido. —Como tampoco lo eran los niños que murieron en el Seara. Esos bastardos no tenían nada que ver con tu hijo, ¿no? ¿Otro acto de justicia? Aidun se tensa y se yergue. —Para dejarte caer al agua con esos perros malnacidos no me hace falta más que mi deseo y ahora, te lo aseguro, es grande. De modo que cierra la boca, deja de ocupar espacio en la página con abrazos y ridiculeces y escribe nuestra llegada a Brisa. El joven rey se aparta de allí y ella le ve alejarse con paso decidido, ligeramente avergonzada ante el hecho de que haya leído que, en un momento de extrema debilidad, ella solicitaba un abrazo de él. Le observa sin decir nada y los resquicios de la duda se taponan con un nombre: Óscar. Antara no puede negar una fuerte atracción física hacia Aidun, como la sintió en su momento hacia aquel chico que la conquistó en el instituto con un físico imponente y un buen don de gentes. Nada más. Óscar nunca ha sido sutil en sus formas ni observador; no ha sido cuidadoso con los detalles ni atento con ella. A juzgar por lo acontecido entre ambos en su último encuentro, ni siquiera puede calificarle de buena persona. El muchacho mostró preocupación hacia ella cuando trataba de avanzar sola a través del instituto pero Antara lo había interpretado como un sentimiento de culpa, más que el afán por ayudar o el arrepentimiento por el trato dispensado tras las palabras pronunciadas el día de su ruptura. En Aidun, Antara ve a Óscar. Rey de Evestya, como rey en el instituto lo es su exnovio, adorado por todos y deseado por todas. En Seara, tal vez vea a Kristina y puede que en su pequeño, esté viendo el compromiso existente entre ambos, algo que la aleja definitivamente de él. Traga saliva al pensar que si Seara está muerta, quizás eso sea algo que responda al hecho de que por momentos, ella ha deseado que Óscar y Kristina no estuvieran juntos, que aquello no fuese real. Él la ha decepcionado hasta un extremo de no retorno pero el daño es demasiado grande como para aceptarlo sin más, sin desear que no hubiera ocurrido, que las cosas se hubiesen roto de otra forma para llegar igualmente hasta ese otro chico que ahora eclipsa a Óscar a pesar de que posiblemente no sea mejor que él. Suspira profundamente y devuelve su mirada al vasto mar, preguntándose si en algún lugar de aquel nuevo mundo, hallará la figura de su viajante.

***** Aidun camina despacio desde el camarote hasta la cubierta. Como suele sucederle, no ha descansado todo lo plácidamente que hubiera deseado, pues cada vez que cierra los ojos, unas redundantes imágenes de pesadilla le empujan lejos del onírico descanso. Así viene sucediéndole desde hace ya mucho tiempo; tanto que casi no puede recordarlo. Las mil albas que ha visto nacer en Evestya cuando, harto de cama y pena, se asomaba a los amplios ventanales del castillo, se han convertido allí en horas con la vista clavada en el podrido techo de madera del Azerón. Ni siquiera el arrullo de las olas ha logrado sumirle en un reparador sueño. A pesar de todo, sonríe al divisar los tejados en la lontananza. Brisa se atisba a simple vista, a apenas unos pocos minutos de marcha. Alza la mirada al cielo y comprueba que el velamen permanece henchido por el viento que empuja el barco. De Antara no hay rastro pero sabe que está en algún lugar del Azerón, un buque de importantes dimensiones, donde esconderse es fácil. No la buscará; no tiene por qué hacerlo y en aquel momento, lo único importante es prepararlo todo para el atraque, algo que habrá de hacer él solo y que no se antoja tarea fácil. ***** Aún no tiene muy claro cómo ha logrado que le barco atraque en el puerto sin excesivas dificultades, manejándolo él solo. Supone que los deseos de la diosa plasmados en aquel viejo pero indestructible papel tienen mucho que ver. El encargado del puerto le ayuda a amarrar el Azerón y aunque el hombre le mira con recelo, no le dice nada. Sabe que ese buque no es suyo porque el propio Aidun ha estado ahí en más de una ocasión, con el Seara o con otros navíos de su flota. Aidun se dispone a llamar a Antara cuando ella aparece para desembarcar. Allí el frío azota con más fuerza y aunque no llega a ser un clima gélido, la joven sí percibe el marcado cambio de temperaturas. M ientras llega junto a Aidun, anuda su capa. —Vamos —le dice él. Antara se muerde la lengua antes de responder. Por una parte desea poder decirle que, una vez en tierra firme, nada debe seguir ligándolos, que separen sus caminos y cada uno se las arregle como buenamente pueda pero por otro lado, debe admitir que lo que ve a su alrededor no le agrada. Sin conocerla y guiada únicamente por unas sensaciones que en los últimos tiempos se han agudizado para ella, Antara opina que Brisa es de todo menos un lugar seguro. Hombres y


mujeres le dedican las mismas miradas de soslayo, los mismos rumores prendiendo de una a otra voz; el mismo interrogante en sus expresiones. Y eso en el caso de aquellos en cuyos semblantes puede fijarse porque Brisa le otorga a Antara el conocimiento de razas tan distintas como variopintas. Caminando tras los pasos de Aidun, que ni siquiera se vuelve para comprobar si ella lo sigue, Antara topa con un hombre de rostro morado y orejas puntiagudas. Sus ojos amarillos contrastan enormemente con el tono de su piel y su cabello grisáceo. Porta un sombrero que le confiere poca discreción a sus rasgos y una especie de chaqueta negra. Distraída con aquella visión, la muchacha topa con el hombro de Aidun cuando este se detiene de forma repentina. —¿Te importa mirar por dónde andas? —le espeta él, molesto. Antara traga saliva y no acierta a contestar. Está demasiado alterada y nerviosa para hacerlo. —Iría bien —prosigue él— que trates de ser algo más discreta en la curiosidad que despierta en ti esta gente. No les gusta demasiado ser una atracción de feria. Reanudan el paso y Antara lo hace al lado de Aidun, tratando de poner en uso esa discreción que él le solicita, algo que se hace particularmente difícil. Intenta mantener la mirada al frente y centrarse en el horizonte, sin fijar sus ojos en las extrañas criaturas con las que se cruza más de dos segundos. —¿Qué lugar es este? —pregunta al fin, convencida de que un poco de conversación la ayudará a distraerse de todo cuanto la rodea. —¿Se supone que tú creaste esto y no sabes qué es? —Ya te dije que si algo aquí es responsabilidad mía, ignoro la forma en la que lo he hecho. Aidun suspira y camina con la cabeza alta. En aquel punto han llegado a una amplia plaza atestada de puestos con extrañas mercancías y aún más extraños mercaderes. También hay humanos o al menos, personas con apariencia humana pero, junto a ellos, se mezclan desde dos mujeres con los ojos totalmente negros y lacias melenas blancas cuya longitud las obliga a llevarlas enrolladas en sus brazos, hasta un hombrecillo rechoncho y de rictus malhumorado que avanza apartando con su sombrero de copa lila a todo aquel que se cruza en su camino. Parlotea en un idioma extraño y aunque genera cierto malestar entre el resto de viandantes, nadie le espeta la más mínima queja. Antara se detiene cuando sus ojos se encuentran con dos hadas que revolotean por encima de las cabezas de la gente. Parecen maravilladas ante todo lo que sus vivarachos ojos ven, y ríen, cubriéndose la boca con las manos, como si sintieran vergüenza de que otros pudieran verlas. La imagen de Lilia regresa a su mente y la expectación que la embargaba se convierte en pena. Unos pasos más adelante, Aidun la observa en silencio, consciente, al menos en apariencia, de los pensamientos que surcan la cabeza de Antara. El rey de Evestya, no obstante, retoma la marcha sin decir nada y después de ver cómo las hadas se esfuman, surcando el cielo de Brisa a toda velocidad, ella camina tras los pasos de él. Después de dejar atrás la atestada plaza, donde las miradas recelosas quedan soterradas por el gentío, Aidun y Antara han recorrido un laberíntico entresijo de callejas y callejones desiertos que los han llevado hasta una pequeña casita fabricada en un extraño material brillante. Antara se detiene, temerosa de lo que pueda aguardarles al otro lado de la puerta que Aidun abre. Ignora cuáles son las intenciones del soberano de Evestya y aunque por momentos ha convertido su miedo en confianza en él, sabe que no hay solidez en los argumentos que haya podido buscar. Sólo lo peor ha convertido a Aidun en una opción mejor, donde depositar su esperanza. —¿A qué esperas? —la apremia él. —¿Qué sitio es este? —Una posada. ¿Sabes lo que es eso o tampoco? Tengo que ir a un sitio y supongo que no te apetecerá demasiado estar pululando por las calles de la isla tú sola. —¿Adónde tienes que ir? —A ningún sitio que a ti te importe. Entra y mantente tranquila. Si intentas algo, atente a las consecuencias. —¿M e estás amenazando? —Te estoy advirtiendo. Vas a estar sola un rato pero si intentas largarte, te aseguro que no llegarás muy lejos. Antara resopla, con enojo. Las mil voces que le gritarían de todo desde su interior quedan soterradas por otras tantas que le repiten que siempre es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Cada vez que las intenciones de Aidun quedan en entredicho, Antara rememora la forma en la que el rey de Evestya hablaba y miraba a su hijo. Sangre de su sangre, su heredero y descendiente pero más allá de todos esos lazos, si Aidun es capaz de ser así, no puede albergar un fondo tan malo. Y si lo hace, debe existir en él un resquicio por el que poder hallar algo que salvar. Al menos esas son las conclusiones a las que Antara trata de aferrarse para mantenerse tranquila y en calma. Si todas sus elucubraciones son ciertas y lo que está viviendo es la historia que ha empezado a escribir, de algún modo, con sus propios sentimientos, en el Libro de los Vínculos, está totalmente convencida de que Aidun es una representación de Óscar y aunque este se haya portado mal con ella en los últimos tiempos, sabe o quiere creer que no es mala persona hasta el punto de atentara contra ella. Antara se decide y cruza le umbral de la puerta de la posada. El olor es extraño en ese lugar, como si hubieran prendido algún tipo de mareante incienso, demasiado intenso y empalagoso. La madera de la que está construida la posada es oscura y brillante y la luz, apenas un par de candiles de anaranjado resplandor, suficiente para no estar totalmente a oscuras. No hay ventanas ni balcones ni ningún tipo de acceso al exterior. Instintivamente, Antara se acerca a Aidun cuando observa a un hombre delgaducho y de garrudas manos descendiendo a través de la escalera que queda al fondo. Su rostro es de color verde y de sus finos labios asoma, de vez en cuando, una bífida lengua que ondula a gran velocidad. Podría resultar gracioso si no fuese más inquietante. En sus ojos amarillos no hay pupila, sino apenas dos líneas verticales que parecen dilatarse y contraerse constantemente. Porta una capucha que cubre su delgaducho cuerpo. No es más alto que Antara pero cuando pasa por su lado, ella siente escalofríos. —M ajessssssstad —saluda a Aidun. Los continuos siseos que emite al pronunciar la letra 's' le ponen a Antara los pelos de punta—. Bienvenido seáis a Brissssssssssa. —Gracias, Vranko. La habitación de siempre, para la dama. Y no quiero a nadie más en la posada. —Asssssssí será, mi señor. Siempre al servicio de Evesssssssstya. —M i barco ha naufragado, de modo que deberás aguardar para cobrar. Pero lo harás, como siempre. Antara no está segura de que aquel contratiempo satisfaga al tal Vranko, que tarda unos segundos en responder. —Claro... —murmura. Aidun se aparta y camina hasta la puerta, donde se detiene para volverse. —Si intenta escapar... actúa —sentencia. Antara ni siquiera tiene tiempo de abrir la boca y mostrar su disconformidad ante el hecho de haber de quedarse sola con aquel hombre... o lo que sea. Aidun se ha marchado y lo único que a ella le queda es encerrarse en la habitación para ella dispensada y esperar. —Seguidme, mi ssssssseñora... La siseante voz de Vranko, la despierta de su ensimismamiento y, sujetando con fuerza su capa, ella le sigue. M antiene una prudencial distancia, al tiempo que el paso lento de su particular anfitrión le permite examinar con detenimiento cada rincón de aquel escalofriante sitio. En lugar de cuadros, las paredes están adornadas con distintos insectos aparentemente embalsamados y clavados, tales como curiosas mariposas de gran tamaño y otros animalillos voladores que Antara no sabe identificar. Por fortuna. Se detiene cuando, en el suelo del pasillo que hay en la planta superior, se extiende una piel verde y viscosa que parece goma al ser pisada. Ella la rodea y sigue caminando a través de la oscura madera que cruje a cada paso. Al fin alcanzan una puerta frente a la que Vranko se detiene. —Aquí es, mi sssssssssseñora. —Gracias —responde ella, con un hilillo de voz. M ientras la cerradura cruje, derrumbando su resistencia ante la llave, Vranko habla: —Os pido, mi ssssssseñora, que no tratéis de escapar. Resultaría una sssssssssituación un tanto incómoda. Vranko empuja la hoja de la puerta y Antara entra despacio, sin tan siquiera responderle. Se vuelve, sin tener muy claro si tiene algo que decirle pero el dueño de la posada cierra la puerta, haciendo evidente que él no tiene nada que escuchar. Aquella habitación está completamente vacía de muebles y decoración. Sólo un viejo colchón tirado en el suelo y un pequeño candil prendido le dan la bienvenida al lugar. Si ese es el cuarto de un rey —piensa Antara para sí—, ¿cómo debe ser la habitación de un huésped normal? A diferencia de lo que ha venido viendo en el resto de la posada, allí hay una angosta ventana con la hoja cerrada. Ella camina


hasta allí y la abre, comprobando que la calle queda a escasos metros y que salir no resultaría demasiado difícil. A pesar de eso, sabe que lo coherente debería ser sentarse a esperar o incluso aprovechar para dormir un rato y descansar. Sin embargo, algo en su interior clama por conocer qué está tramando Aidun y aclarar, así, las circunstancias de su futuro. No obstante, también admite que las instrucciones dadas al tal Vranko la inquietan; excepto... Antara toma la hoja de papel que la está salvando de las mil y una calamidades hasta el momento. Apenas queda espacio libre en ella después de todo lo que lleva escrito pero sí el suficiente para efectuar un último intento. Detesta tener que lastimarse cada vez que anota algo allí pero una herida más o una herida menos ha de ser, casi, la menor de sus preocupaciones. Sin soltar el papel, busca algún objeto con el que poder causarse un corte que le proporcione un poco más de su particular tinta y al no hallarlo, coge el candil y lo apaga. Con la hoja de la ventana abierta, la tenue luz del día impide que se quede a oscuras. Antara suspira y deja caer el objeto al suelo, quebrando el cristal en varios pedazos. Recoge uno y con mano temblorosa, se origina un corte en el antebrazo. De nuevo el líquido negro mana de sus venas y, de forma instintiva, se lo lleva a la nariz, como si necesitase constatar que realmente es tinta. Chasca la lengua y traza líneas irregulares y poco definidas: <<Salgo de la posada sin ser descubierta. Sigo a Aidun>>. Antara suelta el pedazo de vidrio y se lleva el antebrazo a la boca, lamiéndolo. Cierra los ojos con fuerza ante el extraño sabor de aquel líquido que suple a su sangre. Y rápidamente, abre la ventana para deslizar su cuerpo a través de ella. Luego, apenas un saltito y ya está en la calle. Se muerde el labio, sonriendo mientras mira hacia arriba, asegurándose de que su bífido anfitrión no se asoma por ningún lado. Debe admitirse que está empezando a cogerle el gustillo a eso de ser una diosa y poder escoger su destino y, de forma inconsciente, sin tener ni la más remota idea de adonde se está dirigiendo, enumera en su mente las mil situaciones de su vida cotidiana en las que habría designado un siguiente paso muy distinto al vivido en realidad. Caminando en aquel entresijo de calles, apenas se cruza con gente, tan extraña como la que había visto antes de llegar a la posada. Por un momento lamenta no haber añadido algo más a la página que porta sujeta en su mano, prisionera en su puño apretado, pues sigue sintiéndose igual de inquieta ante todas aquellas extrañas criaturas. ¿Qué relación pueden tener con sus propios sentimientos? —se pregunta Antara—. Si toda aquella creación es fruto de sí misma, de algún modo, ¿qué pintan todos eso seres? Aidun hablaba de Brisa como 'los límites de lo conocido'. ¿Pueden representar aquellas criaturas un paso más allá? De nuevo el sempiterno paso al frente. Antara odia cada palabra, frase o hecho que le recuerdan al viajante. ¿Cómo es posible que alguien con quien apenas ha compartido cinco horas de su vida haya dejado en ella tales huellas de recuerdo? Aparcando todos aquellos pensamientos, Antara pega su espalda a la polvorienta pared de un viejo edificio. Aidun acaba de voltear la esquina de aquel lugar y, con aire misterioso, se ha introducido en la puerta que da acceso a su interior. Ella se asoma y ya no topa con nadie; sabe que acercarse más es peligroso pero ha llegado hasta allí y si no lo hace, la escapada no habrá servido de nada. Camina de forma sigilosa, con las manos rozando la piedra desgastada de la fachada hasta que llega junto a la puerta; para su fortuna, permanece entreabierta y puede escuchar voces, la de Aidun entre ellas: —El barco naufragó... no... no hay supervivientes. Antara traga saliva al recordar la tormentosa noche que dio con sus huesos en el Azerón. —¿Ninguno de los niños...? —pregunta la voz rota de una mujer. —Lo siento. —De... de acuerdo, majestad. Son... son cosas que pasan. No debéis... lamentarlo. Antara siente un vuelco en el estómago al recordar a aquellos niños que viajaban a bordo del Seara. Aidun dejó claro que estaban allí para condicionarla a hacer algo con sus vidas, unas vidas que no dudaría en sesgar si ella se oponía. Entonces, ¿qué sentido tenía lo que estaban hablando el rey de Evestya y aquella desconocida? Ni tiene tiempo para averiguarlo ni para escuchar una sola palabra más, pues alguien la sujeta del cuello, arrastrándola de allí, mientras le cubre la boca para que no pueda gritar. En apenas pocos segundos, otras manos y algunas figuras más se unen al primero y entre varios la llevan a un lugar más apartado dentro del ya recóndito laberinto de calles. De pronto la sueltan y ella cae de bruces al suelo; gatea y se incorpora tropezando un par de veces para acabar con la espalda apoyada en la pared. Frente a sí tiene a cuatro extraños, una mujer y tres hombres. Dos de ellos van armados con sendas dagas y todos la observan con vivaces ojos. —¿Es ella? —pregunta el más alto de todos; también parece el más viejo, de aspecto tan desaliñado como el resto. —¿Acaso no lo ves? —responde el otro. También delgaducho y con pocas greñas en su cabeza, el hombre parece cojear mientras se mueve de forma nerviosa. La mujer avanza y toca los brazos de Antara, su cabello... —Yo deseo recobrar la juventud —le dice—. Ser tan hermosa como vos y... —Cierra el pico, Kimba —exclama el que habló en primer término—. No empezaremos solicitándole esas estupideces. De una diosa, uno debe esperar mucho más. Quiero el don de la vida eterna, la inmortalidad. El hombre se acerca a ella sin dejar de moverse. Continuamente trata de humedecer sus labios resecos, fruto de un nerviosismo más que evidente. —Yo no... —murmura Antara. Si hace un instante agradecía ser una diosa, en aquel momento lo toma como la peor de las maldiciones. —Yo deseo recuperar mi pierna —interviene aquel que cojea—. Quiero... —Estaba hablándole yo —le interrumpe el más alto. —¡Callaos! —grita la mujer—. Yo le he pedido algo en primer lugar. Vosotros tenéis que esperar... —Quizás... quizás necesitemos su sangre —interviene el único de los cuatro que no había hablado aún. Es el más bajo de todos, de aspecto rechoncho y melena rizada y rojiza. También se muestra nervioso y sus dedos juguetean continuamente con los harapos que cubren su cuerpo. —Sí... Puede. La mujer sigue toqueteándola, como si en su tacto pudiera adquirir la esencia de la diosa y, la situación se torna aún más insoportable cuando los dos hombres que están armados se acercan a ella. Antara se revuelve y trata de escapar pero entre todos la sujetan e intentan tumbarla en el suelo. Percibe la afilada hoja de una daga hundiéndose en su abdomen de forma superficial y, de pronto, la espantada. Alguien descarga su espada sobre el más alto de sus asaltantes, desarmándole al momento y propiciando que los otros tres salgan corriendo de allí. Antara siente una mezcla de sensaciones golpeándola por dentro al topar con el furibundo rostro de Aidun, que empuña su espada. El hombre que queda se mantiene sentado en el suelo, junto a ella. —Si no te largas ahora mismo —le advierte Aidun— juro que te mataré. Aterrado, el hombre logra incorporarse a trancas y barrancas y sale corriendo de allí, cayendo al suelo ante el empujón de Aidun; se levanta de nuevo rápidamente y desaparece calle a través. El soberano de Evestya suspira y la mira, con un mudo reproche trazado en sus facciones. Antara trata de calmar el temblor, sabedora a aquellas alturas de que él no la consolará. M ás bien, lo único que puede esperar de él es un estallido de rabia por haberla desobedecido y por haberse escapado de la posada. Aidun da dos zancadas hasta plantarse frente a ella y la levanta sujetándola del brazo con una sola mano. Sin remilgo alguno, la registra, generando en ella una incomodidad que explota, harta ya de ser tratada como un objeto. Antara le propina un soberbio bofetón a Aidun, que la sigue mirando, contenido. Lanza su espada al suelo y la sujeta de los brazos, estampándola en la pared. —Dame la maldita página. —La página es mía —responde ella, enfurecida. —Si vas a seguir utilizándola para hacer estupideces, dámela. —¡Suéltame! —grita ella, empujándolo—. ¡Quiero que todos me dejéis en paz! Aidun la observa durante unos segundos, impactado por la rabia en sus palabras, por la saturación que detecta en ellas. —Te dije que me esperases en la posada —le recrimina, algo más calmado. —¿M e traes a un sitio rodeada de bichos raros y me dejas con una serpiente, pretendiendo que me siente a esperarte? —Vranko no es una serpiente. —M e trae sin cuidado lo que sea el tal Vranko. Aidun repara en la herida que Antara tiene en su abdomen y que la joven tapona con la mano. No es profunda y su gravedad, además, reviste menor urgencia cuando quien la sufre es una diosa pero no puede negarse que lamenta lo ocurrido.


—¿No te das cuenta de que andar por estas calles te mete en más problemas de los que hubieras tenido en la maldita posada? —Yo creo que aquí, el problema más grande lo tienes tú. La voz grave de un desconocido atrae la atención de Aidun y Antara. Al volverse, ambos topan con la espigada figura de un hombre joven, de severas facciones y elevada estatura. De su espalda emergen dos imponentes alas grisáceas que le distinguen como un caeliano. A su lado, una mujer de furibundo rostro. Antara no tiene ni la más remota idea de quiénes son pero el rey de Evestya parece conocerlos bien. La mujer avanza a largas zancadas y le propina a Aidun un puñetazo en la cara que le hace caer al suelo. —Lynae... —murmura el hombre alado. Antara recula de forma inconsciente, sorprendida ante aquella inesperada visita y, más aún, ante su forma de proceder. —Creo que tienes algo que no es tuyo —le reclama la mujer. Sin el menor reparo, le rasga la camisa y a la vista quedan los tres medallones que porta colgados. —Tengo algo que es tuyo —responde Aidun, sonriendo—. Pero yo no te lo he quitado. —Tampoco me lo has devuelto. —No tengo obligación alguna de ello. —Cierto es que no fuiste tú quien nos quitó a Lynae y a mí nuestros elementos —interviene Nerum— pero sí se lo arrebataste a Zornak. ¿Dónde está él? —M uerto —responde Aidun. La frialdad en su mirada y el peso en sus palabras le ponen a Antara los pelos de punta. Lynae se propone golpearle de nuevo pero la voz templada de Nerum la detiene. —Basta —le ordena—. No estamos aquí para saldar cuentas como vulgares delincuentes, apaleando a nadie en un callejón. —Habla por ti —responde Lynae, apretando los dientes—. Por lo que a mí respecta, deberíamos arrancarle la cabeza y llevarnos de vuelta los elementos. —¿De vuelta adónde, Lynae? —pregunta Nerum—. La devastación en Llumia avanza imparable. Las cumbres de Eneya son ya un viejo recuerdo de nuestro mundo. Y las extensas Tierras Bardas sucumben también, poco a poco. Nerum habla con nostalgia pero la expresión de Aidun se ha modificado y muestra un horror imposible de disimular. ¿Cómo serán las cosas en Evestya? —Regresar sobre nuestros pasos no tiene sentido —concluye Nerum—. El horizonte se nos abre al frente. Tenemos tres elementos, ¿no? Pues sigamos reuniéndolos e invoquemos al libro sagrado de los dioses. Nerum le tiende la mano a Aidun, que la rechaza y se pone en pie por sí solo. —Ha matado a Zornak —masculla Lynae. —No lo ha matado —responde Nerum—. Está mintiendo. Un largo e incómodo silencio se alza como un telón que trata de dibujar una nueva situación. —Hallar el último de los elementos no va a ser fácil —observa Lynae, ya más calmada. —¿Acaso no sabéis dónde se encuentra el reino de Nasdar? —preguntar Aidun, visiblemente interesado. Ha escuchado las palabras de Nerum hablando sobre la devastación de las cumbres de Eneya y el temor por la suerte de Evestya se ha instalado en su corazón. —Claro que lo sabemos —responde Lynae—. Pero ese no es el último de los elementos que hemos de reunir. —¿Cómo? —Aidun frunce el ceño y Antara capta su desconcierto—. ¿Un quinto elemento? Eso no tiene sentido... —Estás muy desinformado —concluye Lynae, con una sonrisa triste dibujada en sus labios. —El quinto elemento se encuentra en Tenebros —explica Nerum—; lo custodia su dios, según dicen. —¿Un dios? —vuelve a inquirir Aidun. —El dios del reino de las sombras —murmura Lynae—. M ás allá de los mares inciertos. El mundo no acaba en Llumia, rey. Las fronteras de Antara se extienden hasta Tenebros. Aidun alza la mirada y busca con ella a la propia Antara, tan confusa ante lo que escucha como lo está él. —Eso ya lo sé pero... ¿Tú sabes dónde está? —le pregunta—. Debes saber dónde está. Antara niega con la cabeza, potenciando un sentimiento de hastío en Aidun. —¿Hay algo que sepas? —le grita este. —¿Por qué iba ella a saber algo? —pregunta Lynae. —Porque afirma ser la maldita diosa. —Yo no he afirmado nada. Sois todos aquí los que os habéis hartado de repetirlo. No yo. Yo no. Nerum y Lynae la observan y cruzan una mirada silenciosa. —¿Sois la diosa? —pregunta la mujer. —No es sangre lo que corre por vuestras venas —observa Nerum. —Y además, posee una página del libro de los dioses —añade Aidun, sin mirarla. —¿Y cómo habéis llegado hasta aquí? —pregunta Lynae otra vez—. Ni siquiera Lievanna parecía conocer el modo de invocaros... —No lo sé. De pronto estaba aquí, aunque manejo mi teoría la respecto. —Eso es nuevo —responde Aidun. Ahora sí la mira. —Ayudadnos, entonces, a encontrar al dios de Tenebros —le pide Nerum. Y aunque ella se sabe incapaz de poder prestar ayuda a ese respecto, en ese momento se sabe más incapaz aún de negarla.

9 Capítulo 6: El Alma del Mar


La taberna está atestada en aquel momento y sólo el vocerío allí existente logra camuflar los gritos del loro que Lons guarda en el interior de su chaleco. Pol lo mira, incapaz de dejar de reír, algo que ya está empezando a originarle lágrimas en los ojos. Yaral, por su parte, niega con la cabeza, convencido de que tratar así a un animal destinado a traer suerte en las largas travesías por el mar, sólo puede deparar desgracias y más desgracias. Seim, el capitán, llega acompañado de Links y toma asiento mientras llena de nuevo los vasos con el ron más caro del lugar. La peculiar tripulación de piratas ha llegado a Brisa hace escasamente un par de días para llenar de víveres las bodegas y partir cuanto antes. Aquel no es un lugar recomendable para quienes colman las entrañas de su navío con oro y riquezas, a pesar de que pocos conozcan de sus fechorías. La nostálgica mirada de Seim llama la atención de Pol, que al fin puede dejar de llorar y reír a partes iguales. Siente la mandíbula a punto de desencajársele pero las alocadas ocurrencias de Lons, 'el supersticioso' suelen lograr aquel efecto en él. —¿En qué pensáis, capitán? —pregunta. —Estaba planificando... —murmura el hombre—. ¿Os imagináis lo que supondría para nosotros un golpe en Terráneo? —Un golpe en Terráneo... —repite Pol, con el ceño fruncido. —Sí. Se dice de ese lugar que alberga las mayores minas de oro de Llumia. Los navíos de su flota parten continuamente con cargas que transportan hasta... —Capitán... —murmura Links. El hombre ha tomado asiento en la mesa contigua, donde trata inútilmente de sumirse en la lectura de un libro—. Nos meteríamos en un lío enorme si llevásemos a cabo lo que estáis sugiriendo. —Sí —responde Seim, pensativo—. Un lío de dimensiones épicas que dispararía la leyenda del Alma del M ar. Una retirada a la altura... —A quienes dispararían sería a nosotros —interviene Yaral. —No con mi nuevo plumífero, maldito gafe —exclama Lons, molesto. —Cuando saques a ese plumero de ahí —responde Pol, sonriendo—, no va a ser más que un amasijo de pelo asfixiado y putrefacto. —¡No es pelo, es pluma! —reclama Lons—. Y claro que no va a ser nada de eso pero ¿sabes cuántos en este lugar matarían por poseerlo? Es un ave muy exótica y costosa. Todo el mundo sabe que portar un plumífero a bordo es un signo de buena suerte y últimamente no es que andemos muy sobrados de esa. —Es un loro común —interviene Links, de nuevo— y a menos que sepa tripular un navío, no va a servirnos de nada. —Bueno, siempre podremos comérnoslo —propone Pol. —¿Tú te comerías eso? —inquiere Yaral—. Está enfermo; no hay más que verlo. Durará un par de semanas, como mucho; tres, a lo sumo. —¡Cerrad la bocaza! —se queja Lons, de nuevo. —Lons, ¿de dónde has sacado eso? —le pregunta Seim. —Del mercado, capitán. Naturalmente. —¿Has pagado por él? —pregunta Yaral. —¿O te han pagado a ti para que te lo llevases? —dice Pol, originando un nuevo estallido de carcajadas entre los piratas de la tripulación. Risas que se cortan en seco cuando la voz de una mujer reclama la atención de todos en la taberna: —M i nombre es Lynae, soy guardiana de un elemento de Llumia y gobierno en las Tierras Bardas. Estoy buscando una tripulación que me lleve. La gran cantidad de hombres y otras criaturas que hay en la taberna alzan la mano, sonriendo y espetando todo tipo de groserías. Pero ella no se amedrenta y continúa hablando: —Necesito llegar hasta Tenebros pero no... Las voces se acallan; las carcajadas cejan y sólo los quejidos del loro de Lons se hacen audibles. Algunos de los allí presentes se vuelven hacia la mesa que ocupa la tripulación del Alma del M ar, ocasionando que Lons se incorpore con un fingido ataque de tos que le lleva fuera de la taberna. Los clientes de la misma vuelven a sus conversaciones, borracheras y demás actividades lúdicas que pudieran estar llevando a cabo allí. Ninguno presta ya atención a las quejas de Lynae. —¡No puedo creerlo! —exclama la mujer, subida aún sobre una mesa—. Varias tripulaciones de regios marineros y ¿ninguno es capaz de adentrarse en los mares inciertos hasta Tenebros? ¿Qué es lo que teméis?¿No es acaso la situación en Llumia más dramática? —¡M i señora! —grita entonces Seim. Pol, Links y Yaral intercambian temerosas miradas. —Decidme que no —solicita el último de ellos. Lynae se acerca hasta la mesa y escucha a Seim. —¿Qué es lo que se os ha perdido en Tenebros? —pregunta el hombre. Ella repasa los rostros de los allí presentes y toma asiento en la silla que Lons ha dejado vacía. —La dramática situación de Llumia exige hechos. Llegar hasta Tenebros es el primer paso para lograr la salvación de nuestro mundo. —¿Salvación de nuestro mundo? —exclama Links. El hombre se incorpora y se acerca más a la mesa que ocupan sus compañeros. —No creo que os resulte ajena la situación de Llumia —murmura ella, con discreción. —Oímos que están sucediendo cosas extrañas —responde Pol— pero pasamos mucho tiempo en alta mar, mi señora. —El Consejo de magos trataba de mantenerlo en secreto pero tal y como están las cosas, eso ya no importa. Si no movemos ficha, este mundo tiene las horas contadas. Necesitamos llegar a Tenebros. Si aceptáis ayudarnos, seréis recompensados. De camino, os explicaré todo detalladamente. —¡Bueno, caballeros! —exclama Seim—, al fin un desafío a la altura. Esta será la última misión del Alma del M ar; el inicio de la leyenda. Lynae alza una ceja, confusa ante la reacción del pirata pero, sobre todo, agradecida por la predisposición mostrada a llevarles. Después de hablar con Aidun, habían llegado hasta el puerto dispuestos a zarpar a bordo del Azerón pero el navío había desaparecido del puerto sin más. No es extraño que los encargados de vigilar los barcos en el muelle de Brisa se dejen comprar por unas cuantas monedas de oro y permitan que otros se lleven barcos que no son suyos pero en el caso del Azerón aquello cobra una mayor normalidad. El buque pertenece a unos conocidos piratas, a los que les han robado. ¿Quién iba a preocuparse en recuperar un barco que no es suyo? Aquello sólo puede comportar consecuencias negativas, pues al reclamar el navío, el ladrón o ladrones también se estarían identificando, así que Lynae se había ofrecido a solventar el asunto del transporte en la primera taberna que encontrase. Lons regresa ya en un clima de total normalidad. Al hacerlo, se cruza con el capitán, que se incorpora presuroso hacia la salida. —¡Vamos! —exclama—. Hay que prepararlo todo. —¿Preparar el qué? —pregunta Lons. —¿Dónde está el pajarraco? —inquiere Yaral, sin prestar atención a su cuestión. —Guardado... en... en un lugar seguro. —Pues esperemos que dure —responde Yaral de nuevo, incorporándose—. Porque va a hacernos falta que realmente nos traiga algo de suerte. —¿Por qué?¿Qué ocurre? —Nos vamos a Tenebros, viejo amigo —le dice Pol. —¿Tenebros? —exclama Lons, horrorizado—. ¿Qué locura es esa? —La última de tu capitán —concluye Pol. El hombre también se pone en pie y abandona la taberna. —Vamos, Lons —le azuza Links—. Hemos de alistarlo todo. La dama viene con nosotros. —¿Una mujer? —exclama el pirata, absorto—. ¿A bordo? —¿Qué problema tienes? —pregunta Lynae, sorprendida.


—Todo el mundo sabe que llevar mujeres a bordo es un signo de mal fario. —¿Quién dice esa estupidez? —Todo manual de buen navegante. Llevo toda mi vida en el mar y sé perfectamente cómo capear los devenires del infortunio. Llevar a una señorita a bordo no lo es. —Pues a ver cómo capeas llevar a dos —sentencia Lynae. La mujer se pone en pie y camina, sorteando las mesas, hasta la salida. —¿Ha dicho dos? —pregunta Lons al único de los piratas que queda allí con él: Links. —Sí —responde este, con determinación. Lons toma asiento mientras respira de forma acelerada y siente que un sudor frío empieza a resbalarle por el rostro. Al colocar el trasero sobre la silla, un chillido emerge desde algún sitio. —Lons, ¿Dónde está ese pobre animal? —exclama Links, horrorizado. Lons alza la mano, incapaz de responder y tratando de acompasar su acelerada respiración.

***** Antara aguarda sentada sobre una vieja caja. Cuando la vertiginosa marcha de los acontecimientos que se precipitan sobre ella le ofrece una tregua, aún le parece imposible estar viviendo todo aquello. Observa el pintoresco muelle que queda frente a ella y se maravilla con cada uno de los diferentes navíos que atracan allí. Algunos son parecidos a aquellos que su imaginación dibujaba en las historias que solía leer en la librería de M ina; otros, sin embargo, parecen sacados de un sueño. Y es que al fin y al cabo lo son —se dice—. Uno de los navíos que aguarda entre los demás tiene el casco de color verde, como si se tratase de una hoja gigante lanzada por un niño en la salvaje corriente de un riachuelo. El mascarón de proa emula lo que parece un unicornio con la suave crin al viento cortante que abre las aguas. Es más grande que los demás y sus mástiles parecen de oro. Sin embargo, Antara no cree que lo sean, pues después de lo sucedido con el Azerón, lo más probable es que lo hubieran robado si fuese así. Y eso la lleva a retorcer más la maraña de pensamientos que anida en su cabeza y que se complica más con cada nuevo acontecimiento: ya no es sólo la existencia de ladrones y gente poco recomendable que, de algún modo queda relacionada con sus sentimientos y con ella misma. ¿Qué pueden representar? Ni siquiera le importa cuando las palabras del ser alado que responde al nombre de Nerum regresan a su mente, sentando un mal disimulado nerviosismo: el dios de Tenebros, el reino de las sombras. M ás palabras del viajante que, si entonces le sirvieron de bálsamo, ahora la torturan. ¿Y si es él...? “¿De dónde has salido?”, le había preguntado ella aquella tarde. “Del reino de las sombras”, le había respondido él. ¿Es casualidad que entonces, existan los mundos de la luz y las sombras y mientras ella es diosa de uno de ellos, un misterioso y desconocido dios lo es del otro? No lo sabe pero la boca de su estómago se ha contraído desde el momento en que sabe que no está sola en la cima de la particular jerarquía en aquel mundo, llamado Antara. Su mundo. El viajante había llegado a ser un dios para ella en apenas unas pocas horas, alguien que, de algún modo la había salvado, no ya sólo de su particular odisea en el regreso al instituto, sino de las tinieblas de la vida que se cernía sobre ella. Aidun llega en ese momento y toma asiento a su lado, sin mirarla. —¿Cual es la teoría? —le pregunta. Ella fija sus ojos verdes sobre él. —¿A qué te refieres? —pregunta Antara, desubicada ante la cuestión del rey de Evestya. —Dijiste que tenías una teoría sobre el modo en que has llegado aquí. ¿Cuál es? —¿Qué te hace creer que la voy a compartir contigo? —¿Que me debes la vida, otra vez? Antara abre la boca para replicar pero no puede. Aidun tiene razón. —M ientras estaba en mi mundo, alguien me habló de un libro especial, el Libro de los Vínculos; no se escribe con tinta ni puede hacerlo un único autor. Se escribe con sentimientos y sospecho, que me he colado en uno. En el mío. —¿Un libro que se escribe con sentimientos? ¡¿Qué idiotez es esa?! —Puedes tomarlo como te venga en gana pero este mundo dista mucho del mío y he vivido aquí lo suficiente como para creer en mil cosas que antes pudieran causarme cierto escepticismo. Aidun la mira con curiosidad. —¿Entonces esto es un libro sobre lo que tú sientes? ¿Y qué somos nosotros, latidos de tu corazón? —espeta, burlándose. —Cada situación, cada persona o ser con el que topo representa algo en mi vida, o a alguien. Lo difícil es averiguar qué o a quién. —Resulta un tanto difícil de creer. —¿Por qué? Desde el primer momento has creído que me dedico a jugar con vosotros, a manipularos como me viene en gana. Esto vendría a corroborar eso, más o menos, con el eximente de que uno no manda sobre sus sentimientos y por tanto, yo no tengo el control de nada. Puede que de algún modo sienta lo que ocurre pero no siempre lo deseo. ¿O acaso tú quieres sentir todo lo que sientes? Aidun le dedica una larga mirada y no dice nada. Es entonces cuando Lynae llega hasta allí, sonriendo. —Tenemos embarcación, señores. Antara se pone en pie, admirando lo resuelta que la mujer se ha mostrado para hacer frente al contratiempo que les había impedido seguir adelante con su cometido que, por otra parte, ignora cuál es a esas alturas. —¿Y bien? —pregunta Nerum, sacudiendo sus alas con vigor. —Aquella de allí. Antara alza la mirada, lejos de aquel buque que había causado tal admiración en ella. La desliza hasta otro navío de aspecto más discreto e incluso descuidado. Ni siquiera lleva nombre o bandera que lo distinga. —¿De quién es? —pregunta Nerum, acercándose. —Piratas —responde Lynae. —Piratas —repite él. —Sí pero no importa a quiénes pertenezca el navío —vuelve a decir Lynae—. Aquí no hay mucha gente dispuesta adentrarse en los mares inciertos y supongo que es normal. Lo único importante es el qué: el Alma del M ar. Antara lo observa en silencio, mientras Lynae camina hacia el barco. Aidun alza una ceja, poco convencido en apariencia con el medio de transporte concedido. —¿Vais a viajar ahí? —pregunta. Lynae se detiene y da media vuelta. —¿Vais? M ejor di 'vamos'. Sí, vamos a viajar ahí. —Está claro que mis intereses y los vuestros no son comunes —repone el rey de Evestya—. ¿Por qué iba a acompañaros? —En eso te equivocas —interviene Nerum—. Deseabas mantener Llumia a salvo, ¿no? Y nosotros, también. Además, un guardián no puede tocar el elemento de otro. Tú ya eres un marcado, de modo que puedes considerarte nuestro llavero. Aidun traga saliva y evita la mirada de Antara. —¿Por qué no los lleva ella? Es una diosa, ¿no? Ella sí ha de poder tocarlos. —Ella no ha de cargar con lo que no le corresponde —vuelve a decir Nerum—. Tú te hiciste con esos medallones. Tú los llevarás. Vamos.


El caeliano no aguarda contestación y avanza tras los pasos de Lynae, que ya ha retomado el camino hasta el Alma del M ar. Antara y Aidun permanecen inmóviles y son rebasados por un hombre que se dirige, de igual modo, hasta el navío. Poco a poco lo que ha de ser el resto de su tripulación empieza a seguirlo, y al fin, Antara hace lo mismo. El Alma del Mar es un barco pirata de considerable envergadura. Su eslora es algo más larga de lo común, y la forma de su mascarón de proa le otorga una gran velocidad, especialmente cuando el viento le es favorable. Seim, el capitán del buque, se ha detenido frente a él y lo observa con ojos llorosos. Cuenta cada uno de los años con los que carga entre el olor a madera mojada y las sacudidas del casco en el Alma del M ar, aquel navío que heredase de su padre a la muerte de este, hacía ya tantísimo tiempo; mucho más del que su vieja y agotada cabeza podía recordar. Desde entonces, en su maltrecha memoria no había ni un solo día, ni una sola noche que no haya transcurrido al cobijo de aquel barco que, con el paso del implacable tiempo ha perdido señorío. Durante toda su vida, Seim ha soñado con una aventura a la altura, algo más allá de los abordajes y los saqueos, de los robos y las huidas, un acontecimiento al alcance de convertirlos en leyenda. Su tripulación, conformada por apenas cuatro hombres y él mismo, siempre ha pensado que estaba chiflado, un solitario lobo de mar con demasiados anhelos y más años aún a sus espaldas para verlos cumplidos. La edad le juega a veces malas pasadas y le recuerda lo necesario de atracar para siempre su viejo navío en busca de una vida más pacífica y tranquila pero su alma aventurera se niega a hacerlo sin haber alcanzado antes la gloria prometida. Y a pesar de las variopintas opiniones que la tripulación del Alma guarda sobre su capitán, ninguno de ellos ha tratado jamás de convencerlo de lo contrario; saben que es demasiado testarudo y obstinado, y si algo tienen claro, además de que es un maldito chiflado, es que le seguirán hasta el final. Una lealtad en justo pago a la gratitud sentida desde que el capitán del buque les reclutase en diversas tabernas, a lo largo y ancho de toda Llumia. En épocas más boyantes, la tripulación fue más numerosa y en aquellas temporadas de menos abundancia y más desgracias, llegó incluso a ser inferior. Sin embargo, Lons, el supersticioso; Links, el sabelotodo; Pol, el conquistador y Yaral, el gafe se han mantenido siempre fieles a aquel hombre con el rostro surcado de arrugas que les ha enseñado todo cuanto saben sobre el mar y la navegación. Antara se acerca hasta allí con un contenido temor. Es un pirata, según lo que ha dicho Lynae y no puede evitar mantener clavada en su mente la imagen del último pirata con el que topó antes de llegar a Brisa: Ingal. Los hechos vividos a bordo del Azerón redundan en sus peores pesadillas y haber de viajar con otros tantos hombres de su calaña le resulta de todo menos placentero. Sin embargo, trata de calmarse repitiéndose a sí misma que en esta ocasión las cosas serán muy diferentes, pues Aidun y ella no estarán solos. Seim se vuelve hacia Antara y esboza una débil sonrisilla. Ella se mantiene inmóvil en su sitio y admite, para sus adentros, que aquellos ojillos pequeños, rodeados de arrugas y los finos labios que se curvan en un gesto de noble amabilidad, tienen poco que ver con la maldad trazada en el particular mapa del tesoro de Ingal. —¿Vos viajaréis con nosotros, mi señora? —le pregunta con una voz ronca. Ella asiente. —Sed, pues, bienvenida a bordo del 'Alma del M ar'. —Gracias... —murmura aún con recelo. Aidun ni siquiera le saluda al caminar, siguiendo los pasos de Lynae y Nerum, pese a lo cual Seim se levanta el sombrero que porta y vuelve a colocárselo rápidamente. Antara toma aire y hace lo propio, exhibiendo una sonrisa forzada al viejo lobo de mar. Apenas ha caminado unos pocos pasos cuando repara en la llegada de otros cuatro hombres más pero ya no se detiene. Seim sonríe y es Pol quien le devuelve la mueca, sin detenerse. Links llega con rostro más serio y saluda a su capitán con un gesto de la cabeza. Sólo Lons y Yaral hablan con él. —No puedo creerlo —espeta Lons, que sujeta en su mano al loro—. De verdad, capitán que no puedo creerlo. Hay dos mujeres subiendo a bordo del barco. ¿Estamos locos o qué? Y nada menos que para ir rumbo a Tenebros. —Sabes que siempre has contado con la libertad de quedarte en puerto, mi buen amigo Lons —responde Seim, con calma. —Y vos sabéis que no lo haré —responde el hombre, tras una larga pausa. Seim sonríe. —M íralo por el lado bueno, Lons —interviene Yaral—, el hombre alado puede hacer las veces de plumífero; a buen seguro es mucho más efectivo que tu moribundo loro. Lons frunce el ceño y trata de responder pero los argumentos han volado tan lejos como trata de hacerlo su loro, que cae al suelo desplomado. El pirata comprueba que aún respira pero sin duda, el lugar en el que decidió esconderlo en la taberna, no le ha hecho bien al desdichado animal. —Vamos, Lons —zanja Seim, echándole un brazo por encima del hombro.

10 Capítulo 7: Násdar

Antara viaja sentada sobre unos viejos sacos que hay tirados en la cubierta de la proa. El viento salado golpeándola en el rostro alivia las heridas de su piel y también le despeja las ideas. Ya no alberga duda alguna de que está dentro de las páginas de su propio corazón y en aquel momento las palabras que viajan hasta su mente son las que Óscar le dedicaba en multitud de ocasiones: “¿por qué las chicas no podéis ser más fáciles de entender?”. En la ausencia de su propia complejidad, no le resultaría tan ardua la tarea de adivinar dónde se está moviendo, quién es cada persona o qué circunstancia representa en su vida. Tampoco se le antojaría tan sumamente complicado el camino hacia el desenlace de aquella particular historia si fuese la cabeza la que hubiera de marcar el camino. M ás allá de lo que uno desea o siente, está la lógica imperante o la razón, siempre mucho más ordenados que el libre sentimiento. Porque siendo así las cosas, hay algo que tiene claro: el viajante está en algún lugar de aquel extraño mundo. O al menos, eso espera. Aunque desde el primer momento en el que M ina le habló del Libro de los Vínculos, Antara ha tenido claro que aquel muchacho no podía ser protagonista de la misma tras su marcha, lo cierto es que su corazón clama por encontrarle allí y eso, aparentemente, ha de ser suficiente para que esté, pues al fin y al cabo, ella es la diosa de Llumia, reino de la luz en el más vasto aún mundo de Antara. Sin embargo, existe la posibilidad de que él no acepte formar parte de toda aquella locura y eso la condene a vagar por siempre entre los mares inciertos, el quebradizo mundo de Llumia o la inquietante Tenebros. Una elevada silueta toma asiento a su lado, ocultando por un momento el anaranjado sol vespertino. Es Nerum. A pesar del tiempo que llevan ya viajando en el mismo barco, Antara no logra acostumbrarse a las dos enormes alas grisáceas que emergen de sus espaldas; lo que en su mundo se conocería como un ángel y allí, como un caeliano. Aquel pensamiento la sume, por un instante, en una inesperada teoría. —¿Cómo estás? —pregunta él. Antara le mira y repara en la bonita amalgama de colores que conforman su iris. Su expresión serena le otorga más luz a un rostro de bonitas facciones, enmarcado por un cabello castaño y ondulado. —Bien... —responde ella, haciendo oír su voz entre el griterío que zarandea el interior de su cabeza. —Supongo que viajar con 'el tirano' no ha sido fácil. Has sido muy valiente.


—Gracias... Casi se siente ridícula por el hecho de que sólo le salgan monosílabos y respuestas similares de entre los labios pero lo inesperado de aquella teoría que ha entrado como una embestida en su mente, la distrae por completo. ¿Es posible que el viajante, aquel ángel salvador que apareció cuando más lo necesitaba, sea Nerum? Conocer la existencia del dios de Tenebros le había fijado el objetivo de dar con él, convencida de que sólo un dios podía haber logrado en ella el efecto alcanzado con aquel joven pero ¿y un ángel? ¿No podía acaso haber logrado lo mismo? Por lo pronto, el modo en el que el caeliano intenta tranquilizarla, le resulta extrañamente familiar. —¿Has estado alguna vez en ese lugar, Tenebros? —pregunta Antara. Es algo que le produce curiosidad pero también busca algún detalle en su forma de hablar, algo en sus palabras que le confirme o desmienta lo que está pensando. Nerum sonríe y se aparta el pelo de la cara, aunque el viento se lo devuelve. —Estuve hace ya mucho tiempo. M uchísimo. Demasiado, quizás —responde con nostalgia. —¿Por qué demasiado? —Porque temo que Llumia y Tenebros hayan olvidado que forman parte de un mismo todo. Antara. —Yo... yo me llamo Antara. Nerum hace más amplia su sonrisa. Puede que ella sea una diosa pero hablando con él, se siente como una niña pequeña soltando estupideces por la boca y provocando la risa del adulto que la escucha. —Eres la diosa de este mundo —le responde Nerum—. Tiene sentido que ese sea tu nombre, ¿no crees? —¿Y cómo respondes tú al hecho de que no controle nada aquí? De que ni siquiera sepa qué está pasando ni por qué. La expresión se le modifica a Nerum y de pronto adquiere una mayor gravedad. —Lievanna no tenía la menor idea de cómo invocarte, ni a ti ni al dios de Tenebros. Y de pronto, sin que el Consejo de M agos sepa cómo hacerlo, estás aquí. M e temo que no puedo darte respuestas a esas preguntas. —Llumia se está muriendo —murmura ella, con un nudo en la garganta—. Y es culpa mía. —No es culpa tuya. M ás bien, piensa que buena parte de la solución para salvar este mundo está en ti. No te lamentes por aquello que no puedes controlar y trata de planificar lo que sí. Antara suspira. Ella siempre ha pensado que dar consejos es mucho más sencillo que ponerlos en práctica y que hablar cuando no es uno el que está en el ojo del huracán de una situación complicada, también confiere una visión distorsionadamente fácil de las cosas. —¿Eres un ángel? —le pregunta al fin. La expresión se relaja de nuevo en el rostro de Nerum, aunque ya no vuelve a sonreír. —No. Soy el soberano del reino de Caelo. O mejor dicho, lo era. —¿Tu reino ya no...? —No, mi reino ya no existe. Las cumbres de Eneya han desaparecido, engullidas por la nieve de las laderas tras su derrumbe. Los aludes han arrasado con todos los caminos y accesos y después, han abierto abismos de caída insondable bajo nuestros pies. —¿Y tu gente? —pregunta Antara, compungida. —Algunos han muerto; otros han huido. Sin embargo, no importa adónde. Tarde o temprano, todo caerá si no lo evitamos. Por eso no me lamento de lo que he perdido, Antara. Por eso sigo adelante y trato de que nadie más pierda nada. Cuando tienes una base sobre la que sostenerte, alzarte siempre es sólo cuestión de trabajo, voluntad y tiempo. Invierto cada segundo de mi existencia en encontrar esa base. Y necesito tu ayuda. En aquel punto, Antara está ya perdida en los ojos de Nerum. Se incorpora como un resorte, reacia a caer en aquel juego que su mente, traicionera, le propone. No puede partir de la base de que todo aquel con el que se cruce es el viajante y, a partir de ahí, empezar a buscar argumentos que desmonten tal teoría. Lo correcto es lo contrario: no estar, a cada paso, pensando en que ha dado con él. Debe desconfiar de todos hasta que las evidencias le exploten en la cara, si es que eso ha de ocurrir. Cierra los ojos, dándole la espalda a Nerum y aferrándose con fuerza a la barandilla del 'Alma'. ¿Por qué es tan reacia a rechazar la idea de que, probablemente, el viajante no esté ahí? Fácil, —responde una voz dentro de sí—: porque él dijo que su regreso sólo dependería de ella. Antara da media vuelta y ya no encuentra ni rastro de la presencia de Nerum, que ha desaparecido. Por un momento, la muchacha alza la vista la cielo, convencida de que lo encontrará, surcando las blancas nubes que salpican el firmamento. Sin embargo, lo único con lo que da es con la figura de Aidun en el puente de mando del 'Alma'. Su rostro es un mapa sin dirección ni trazado; sin expresión alguna.

***** La calma del mar es tan profunda que Pol no puede evitar sentirse inquieto. M ientras observa el oscuro horizonte, enrolla un cabo de cuerda con las dos manos. —Calma chicha —le dice la voz de Lons, sobresaltándolo. —M aldito seas —le responde él—. Casi me matas del susto. —Si no te mato yo, lo harán las circunstancias. Hay que estar muy chiflado para navegar con rumbo a Tenebros. Debí haber hecho caso a mi madre: conviértete en un joven de provecho, me decía; estudia, haz algo loable en la vida. O a mi padre, incluso: atiende el negocio de tu tío en el mercado. Era pescadero en la pequeña ciudad costera de Iskalun, ¿sabes? Solía levantarse muy temprano para ir a... ¿Pol? El pirata se ha marchado de forma sigilosa, aprovechando que su compañero le daba la espalda mientras daba rienda suelta a su nostalgia. Lons se enfurruña y trata de seguirlo para reprenderle pero un temblor repentino en el barco le hace detenerse. Aguarda silenciosamente, intentando dar con la causa de aquello. ¿Su imaginación? —piensa para sí—. Probablemente. Pero la sacudida se repite y pronto el agua se ve salpicada de pequeñas briznas de luz. A pesar de lo maravilloso del espectáculo, a Lons se le encoge el estómago, aterrado. —¡Capitán! —grita una voz, desde lo alto de la cofa. Es Yaral, a quien aquella noche le toca guardia—. ¡Hay algo en el agua! Antara despierta, sobresaltada por los gritos. Siente la espalda dolorida después de un buen rato acostada en aquel incómodo camastro. Se incorpora y comprueba que a su lado, dormía Lynae, en otra cama similar. Están las dos solas y cruzan una mirada antes de salir corriendo de allí. Cuando llegan a cubierta, topan con Seim, Nerum y Links, que están asomados a la borda. Lons llega corriendo, jadeando por el susto y la carrera. —¿Qué es eso? —pregunta, mientras se une al resto. —No lo sé... —responde Links, incapaz de apartar sus ojos del agua. —¿Cómo que no lo sabes? —espeta Lons, furioso—. ¿Para eso te pasas la vida mirando esas cosas con letras y papel? Creí que ahí estaban las respuestas a todo. Links le mira, molesto. —Se llaman libros y no, no todo viene en ellos, maldito zoquete. Nerum se vuelve y clava sus ojos claros en Antara, como si el caeliano esperase a que ella sí pudiera darles respuesta a lo que sea que esconden las aguas de los mares inciertos en aquel punto. Sin embargo, no es eso lo que el ser alado espera. —Es Nasdar —murmura—. El reino submarino. Devuelve su atención al mar, que de pronto ha cambiado la misteriosa oscuridad de sus profundidades por un reluciente resplandor, transformando el agua en refulgente oro. Pol y Yaral llegan hasta allí con una expresión similar trazada en sus respectivas caras: sorpresa, miedo. Aidun lo hace en último lugar, buscando también en el rostro de Antara una respuesta, algo que ella no le da. Una suave brisa se alza también en torno al navío.


—¡Plegad las velas! —ordena Seim. El buque debería desplazarse lentamente empujado por aquel liviano viento pero ni siquiera se mueve. Sin embargo, las velas sí se sacuden, luchando contra la resistencia que mantiene al 'Alma' allí clavada. —¡Plegad las malditas velas! —repite Seim, gritando. Pol y Yaral vuelven a desaparecer a través de la cubierta para dar cumplimiento a las órdenes de su capitán. Antara, que se había mantenido rezagada respecto del resto, avanza unos pocos pasos y se asoma a través de la borda, colocándose al lado del capitán. Desde allí, la luz es casi cegadora como si el sol fuese capaz de brillar desde las profundidades. La joven ahoga un grito cuando Lons cae al agua y arrastra en su caída a Aidun, que observaba el espectáculo a su lado. —¡Por todos los dioses del mar juntos! —exclama Seim—. Hay que sacarlos de ahí. —No puede verse nada, capitán —repone Links. —¡Haz algo! —le grita Seim a Nerum. Pero el caeliano parece tranquilo y sereno, cualidades que no logra transmitirle a Antara cuando sus ojos vuelven a encontrarse. ¿Por qué la mira así? —se pregunta —. ¿Y por qué ella está reparando en eso en un momento en el que dos personas pueden estar ahogándose? La distrae Lynae alzándose sobre la barandilla y dispuesta a saltar, algo que hace sin pensarse dos veces. Por un momento, Antara envidia su determinación y su valentía. Fue ella quien se plantó en una taberna atestada de hombres para reclamar ayuda y ella es también quien salta a unas aguas misteriosas bajo las que no se sabe con certeza qué hay para salvar a un completo desconocido y a un hombre al que no le tiene mucha estima. El silencio se hace en la cubierta del 'Alma'. Pol y Yaral llegan corriendo y se unen al grupo, incapaces de abrir la boca. La tensión crece a medida que el tiempo desgrana un avance agónico. Hasta que al fin, Lynae asoma sujetando a un Lons inconsciente o, cuanto menos, aturdido. La mujer cierra los ojos, incapaz de atisbar nada con el fuerte fulgor de las aguas, que de pronto empiezan a comportarse de un modo extraño. Alrededor del navío se forman pequeños remolinos que apenas sacuden ligeramente el barco pero que ascienden como si quisieran subir a bordo. Lynae es arrastrada por uno de ellos, que la alza hacia arriba. Con la ayuda de Nerum y Pol, la mujer logra subir a cubierta y coloca en el suelo a Lons, que empieza a toser de forma vehemente. —Amigo, ¿estás bien? —pregunta Pol. El pirata asiente, mientras su capitán le coloca la mano sobre el hombro, con gesto preocupado. —Yo también estoy bien —responde Lynae, con ironía—. Gracias. Pol la mira, sorprendido. —Vos estáis muy bien, mi señora. A la vista está —le dice. Lynae repara entonces en que toda la ropa se le adhiere a la piel, evidenciando sus formas y su anatomía. Frunce el ceño y se da un seco tirón de la camisa para despegarla, justo antes de propinarle a Pol un fuerte bofetón. Antara continúa con la mirada clavada en las aguas, mientras los rostros de unas mujeres asoman, elevadas en los pequeños remolinos que las alzan hacia la borda del 'Alma'. No llegan a subir a bordo, sino que se mantienen inmóviles, enredadas en aquellas mágicas aguas que las sostienen. —Sirenas —murmura Links, sin apenas voz. Antara le dedica una fugaz mirada y después repara en las colas de aquellas mujeres, que asoman en la parte inferior de los remolinos de agua. El pirata está en lo cierto: son sirenas. Sus largas melenas de colores caen sobre sus pechos, concediéndoles una improvisada intimidad, aunque a ellas no parece importarles que las vean. La última de las que emergen, sostiene la figura inmóvil de Aidun, que permanece con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Por un momento, Antara teme lo peor y pronto, el alivio que había sentido al verlo, se desploma. El remolino de agua que los sostiene se alza un poco más y la sirena coloca a Aidun sobre la cubierta sin dejar de acariciar su rostro y su cabello. Entona una bonita melodía con un sonido que Antara no sabe calificar. Tal vez sólo esté tarareando o puede que aquella sea la forma en la que hablan las sirenas. El pecho del rey de Evestya no se mueve y Antara retiene las ganas de correr a su lado y tratar de ayudarlo. Busca con desesperación la página de los dioses pero sólo entonces repara en que no sabe dónde está; la ha perdido y no tiene ni la más remota idea de cuándo ni dónde. De pronto, Aidun empieza a toser sin que la sirena se aparte lo más mínimo de él. Ella sonríe mientras lo acaricia y sigue emitiendo su canto, un canto con el que todos los allí presentes parecen hipnotizados. Es música celestial, tan agradable que Antara está segura de que si cerrase los ojos se perdería para siempre en un bonito sueño, alejado de la pesadilla que está viviendo en su propio mundo. Aidun se incorpora y permanece sentado. Encorvando un poco su espalda, apoya los codos sobre las rodillas y entrelaza sus propios dedos mientras cierra los ojos y trata de recuperar el aire. La sirena continúa sentada a su lado, paseando sus dedos entre el cabello castaño de Aidun. Nerum, por su parte, mantiene sus ojos clavados en Antara. La situación se le hace tensa e incómoda, algo que se acrecienta cuando, transcurridos apenas unos pocos segundos, el rey de Evestya abre los ojos y se pone en pie. En sólo dos zancadas y apartando a Antara en su embestida, alza a Lons por la pechera y le asesta un soberbio puñetazo. Pol le sujeta, al tiempo que Links y Yaral retienen a Aidun. —¿Puede saberse qué estás haciendo, muchacho? —exclama Seim, colocándose entre los dos. Lynae también se pone en pie y le lanza una mirada acusadora a Aidun. Nerum ni siquiera se ha movido de su sitio. —Por tu culpa he estado a punto de morir, malnacido —le grita el soberano de Evestya. —Yo también he caído al agua, por si no te has enterado, rey tirano. —Ha sido un accidente —interviene Pol—. Lons tiende a agarrarse a lo que sea cuando le entra el pánico. —Yo no había entrado en pánico —se queja el pirata—. Resbalé y caí y...¡oh, al diablo! ¿Por qué iba yo a tener que justificarme ante un asesino como tú? Bien muerto estarías. —Tú eres un santo, ¿verdad? Un maldito pirata que... —¡Yo nunca he matado a nadie! —exclama Lons, molesto. —¡Basta! —grita entonces Nerum. Y la disputa parece haber llegado a su fin. A Antara le parece surrealista que mientras aquella pelea se está llevando a cabo, una sirena permanezca sentada sobre la cubierta del navío, aunque una vez calmada la situación, todas las miradas se centran en ella, que no parece incómoda. Aidun suspira y se da media vuelta, sin moverse de su sitio. —Gracias —le dice a la mujer—. Eres la única que ha hecho algo por salvarme. La única. Sus ojos le espetan a Antara un mudo reproche pero no le dice nada. El soberano de Evestya atiende a la llamada de la sirena, que extiende su brazo hacia él. Aidun se acerca y ella sigue sonriendo, cantando con apenas un susurro y acariciando el rostro de Aidun. Se acerca más a él y después de susurrarle algo al oído, el joven la alza en brazos y la acerca hasta la borda para dejarla caer con suavidad. Antara se siente incómoda, aunque no tiene claro el por qué. ¿La acusación de Aidun? ¿Su gratitud con la sirena? Es entonces cuando una nueva figura aparece frente a los demás, aupado igualmente por un remolino de agua: Bardot. Nerum le saluda con una leve reverencia y Lynae le lanza una sonrisa y un gesto con la cabeza. Antara observa que el hombre tiene también cola de sirena y sobre su torso, una de las esmeraldas que andaban buscando. Sus rasgos no son los de un hombre mayor a pesar de su cabello grisáceo, que se extiende hasta su cintura. —Escasas son las visitas que recibimos en le reino de Násdar —dice al fin—. ¿Qué os trae por los mares inciertos? —La diosa ha sido invocada —interviene Lynae—. No sabemos cómo ni si Lievanna tiene algo que ver pero está aquí. Es ella. Antara traga saliva cuando los extraños ojos de Bardot se posan sobre ella. Él y las sirenas que lo flanquean le presentan sus respetos con una reverencia a la que ella no acierta a responder, tan abrumada y observada como se siente en aquel momento. —Hemos reunido los elementos —añade Nerum—. Buscaremos también el quinto e invocaremos el Libro de los Dioses. Es la única forma de poder cambiar nuestro aciago destino. —Lievanna no dijo nada de esto —responde Bardot, confuso—. Ha pasado muy poco tiempo desde la Asamblea. No veo el por qué de tantos cambios.


—Las circunstancias se están precipitando, Bardot —repone Nerum—. Si seguimos esperando, pronto no habrá nada que salvar. Bardot asiente y se quita el medallón con la esmeralda que portaba en su cuello, para ofrecérselo después a Antara. Ella busca a Nerum con la mirada y este responde, centrando su atención en Aidun. El rey de Evestya avanza un par de pasos y extiende su mano para sujetar el cuarto elemento de Antara pero Bardot aparta la mano y busca en Nerum una respuesta. —Él ha tocado ya los otros tres —le dice este—. Es un marcado. —Rey de Evestya, si mal no recuerdo —responde Bardot—. El tirano. ¿Por qué ha de portarlas él? —Es una larga historia —interviene Lynae—. Pero le tendremos bien vigilado. —¿Dónde está Zornak? —insiste Bardot, poco convencido, en apariencia de la confianza que puede depositar en el soberano de Evestya, a quien parece conocer bien. —Zornak está prisionero en Evestya —responde Lynae, con resolución. Bardot recula, sujetando con fuerza su elemento. —No entregaré la esmeralda a este hombre. Y me sorprende que vosotros sí lo hagáis. Lo conocéis de sobra. —Su ambición lo llevó a hacerse con los elementos de Zornak, mío y de Nerum —sigue explicando Lynae— pero no deja de ser una ventaja para nosotros que alguien los porte juntos. Esta vigilado, Bardot. Y, como bien dices, es un marcado. Su destino es claro. Aidun mantiene la mirada en alto, sin titubeos, y Antara cree distinguir, incluso, un atisbo de soberbia brillando en ellos. Por lo poco que de él conoce, puede asegurar que es un hombre orgulloso pero, a buen seguro, la procesión por cuanto está escuchando debe ir por dentro, al fin y al cabo, haga lo que haga, parece estar condenado. No sabe exactamente a qué pero ser un 'marcado', si bien es un extremo que ella desconoce, no parece demasiado ventajoso. Bardot observa a Antara, como si esperase de ella una confirmación de todo cuanto Nerum y Lynae le están diciendo y estos dos, también la miran a ella. Los piratas se han convertido en meros espectadores. —Cuidaremos bien del elemento... —balbucea ella—, de los elementos. Bardot sopesa la situación para sus adentros y finalmente, extiende el brazo, cuya mano sujeta el colgante que Aidun recoge con desgana. —¿Nos acompañarás? —pregunta Nerum. El hombre niega con la cabeza. —Este es mi hogar —responde, con tristeza— y si lo que nos aguarda es el final, si es lo que los dioses quieren, aquí me encontrará la muerte. Por un momento, Antara se siente mareada y corre de regreso al camastro en el que ha despertado hace unos pocos minutos. Cada lamento y cada desgracia parecen convertirse en dardos de reproche hacia ella misma, que si bien puede ser quien esté originando todo, no tiene sobre la situación, el menor control. Pero está harta.

11 Capítulo 8: <<En los dos lo veo a él>>

Ha pasado buena parte de la jornada tendida en el camastro pero no parece que nadie la haya echado de menos, pues nadie la ha reclamado en ningún momento. Sin embargo, horas más tarde, Antara viaja sentada sobre la cubierta de popa. Hecha un ovillo, alza la vista al cielo y trata de ordenar ideas en el caótico laberinto de su mente; no se antoja sencillo pero sabe que si se limita a dejarse arrastrar por todo cuanto sucede, no podrá lograrlo. Aunque sea bajo la incierta realidad de su ceguera y a merced de un mundo que se le antoja grande, Antara necesita retomar su vida; hablar con M ina, abrazar a su padre; hablar con su hermanastra y perderse en los cálidos consejos de su madrastra. Resopla y se enjuga las lágrimas cuando Lynae llega hasta allí. —Una diosa llorando... —murmura. Antara no le responde y ella toma asiento a su lado. —¿Tan catastrófica es la situación? —le pregunta. —No lo sé —responde Antara—. No tengo ni la menor idea. Lynae suspira. —Cuando subimos a bordo nos hablaste del Libro de los Vínculos y de tu teoría acerca de estar metida en algo así como la historia de tu vida o tus sentimientos... ¿No lleva una diosa las riendas de su existencia? —Ojalá pudiera. Pero aunque vosotros me consideréis una diosa, no soy más que una niña asustada. Esto me queda enorme y si vuestra salvación depende de mí... Lynae sonríe. —A efectos prácticos, sería también tu salvación, ¿no? ¿De qué depende ella? Antara baja la mirada fugazmente y la alza de nuevo, impulsada por la invisible mano del viajante. —Un chico. —¿Un chico? —Sé que parece un disparate pero... si hablamos de corazón y no de cabeza, mi salvación estaba en un chico que apareció de la nada para dejarme zozobrando en un mar de miedo y dudas.


—Pues qué encanto... De acuerdo, eso es algo. Buscamos a un chico. —No es tan fácil —responde ella, molesta por la simplicidad que Lynae le confiere a aquel asunto—. Aquí todo es... metafórico. O eso creo porque en sentido literal mi mundo no tiene nada que ver con esto. —M etafórico —repite Lynae. —Sí. Creo... creo que Llumia se está muriendo porque de algún modo perdí la luz. M e... me quedé ciega tras un accidente. El mundo de la luz se desmoronaba. —Se alzaba el de las sombras, por tanto. —De ahí dijo llegar él, del reino de las Sombras. No sé cómo se llama, no sé cómo es... Nunca lo vi. —¿Y aun así consideras que es tu salvación? —Lo fue... o así lo sentí durante un tiempo... unas horas. —¿Unas horas? Antara se incorpora, incómoda y camina hasta la borda. —Sé que parece de locos pero te aseguro que estar aquí, para mí también lo es. Fueron sólo cinco horas con él pero fue como si mi mundo se alzase de nuevo después de ser devastado. Lynae le dedica una larga mirada y también se pone en pie. —Entonces parece claro que hay que encontrarlo. —Ni siquiera sé si estaría aquí. Que yo le quiera en este lugar, no significa que él... —¿Y qué sugieres, entonces?¿Que intentemos localizarlo o que nos crucemos de brazos? Antara emite un bufido. Le avergüenza pensar que la segunda opción es, seguramente, más cuerda que la primera. —Antara, si estos son tus sentimientos... —continúa diciéndole Lynae—, entonces yo soy la guerrera que llevas dentro, esa vocecilla que te apremia a no rendirte nunca. Si estoy en ti, no vas a cejar. Antara sonríe débilmente. Las palabras de aquella tozuda mujer logran insuflarle energía a su corazón agotado. Tiene razón; sea quien sea, Lynae vive en ella y por tanto, esa chica decidida que se planta en una taberna para pedir ayuda a un montón de hombres borrachos, esa que campa a sus anchas entre piratas y la misma que es capaz de callar al rey de Evestya es, en cierto modo, parte de ella misma. —Por un momento pensé... —le responde Antara— que podía ser... —¿Quién? —la azuza Lynae. —Nerum me miraba de una forma extraña esta mañana y... —¿Nerum? —la interrumpe Lynae, incrédula. —No lo sé, quizás sean sólo ideas mías pero... es como un ángel y él fue para mí como eso, un ser divino descendido de los cielos para salvarme la vida. —No pertenece a Tenebros pero... De acuerdo. La mujer se acerca a Antara y la sujeta de la muñeca, arrastrándola hasta la proa. —Nerum, ¿estás enamorado de Antara? —suelta Lynae sin más. Antara pone los ojos como platos y ora en silencio por que la cubierta se abra y se la traguen los infiernos. Nerum, que hablaba con Seim tranquilamente, se vuelve y se pone en pie ante las atónitas miradas de los allí presentes. Seim sonríe desde sus ojillos pequeños pero no se levanta. Pol y Yaral son los únicos que están allí en ese momento y ambos observan la escena con inusitado interés. —¿Cómo? —pregunta Nerum. —Olvídalo —interviene Antara, nerviosa. Aidun llega en aquel momento y la escena se le torna a ella aún más incómoda. —¿Por qué la miras de ese modo? —insiste Lynae. Antara desea poder matarla con sus propias manos pero en vez de eso, canaliza su enfado hacia su estómago, generándose a sí misma un nudo allí. Los ojos del ángel o el caeliano, como se conoce en aquel mundo, la buscan, interrogantes. —No le hagas caso —le dice la joven. Lynae deja escapar una bocanada de aire. —¡Oh, venga ya! —exclama—. La salvación de este mundo puede pasar por encontrar al amor de su vida, de modo que vamos a dejarnos de remilgos. Sin embargo, ella no sabe quién es, así que vayamos descartando. ¿Estás enamorado de ella, sí o no? Nerum guarda silencio, entre confuso y divertido. —¿Alguno de los aquí presentes lo está? —sigue preguntando la mujer. —¡Lynae! —exclama Antara, casi escandalizada. —Bueno, yo podría enamorarme —responde Pol, sonriendo— pero lo cierto es que sabiendo que es una diosa, me impone cierto respeto. —¡Cierra la bocaza! —le espeta Yaral—. No faltes al respeto a una deidad a bordo del navío o podría maldecirnos de por vida. Antara observa a Aidun por el rabillo del ojo. El rey de Evestya se mantiene en silencio y sin mediar palabra. Da media vuelta y se pierde entre las sombras del navío. Antara se lleva una mano a la cara. —No puedo creer que hayas hecho eso... —le recrimina a Lynae mientras los piratas siguen enzarzados en una acalorada discusión por el trato conferido a la diosa y la suerte del buque. Seim trata de imponer cordura y Nerum se mantiene en silencio, algo más apartado. —Vamos al grano, deidad. Aquí no está tu chico. —Tengo... tengo otra teoría. Lynae suspira. —Dispara —la apremia. —El dios de Tenebros. Lynae entorna los ojos y sonríe. —Claro. Una diosa no va a a conformarse con menos que un dios, ¿cierto? —No tiene nada que ver con eso. Pero... él me hablaba de no sentirme menos que nadie. Por tanto... puede que lo de ser un igual a mí... —¡Nos vas a complicar las cosas, eh! Pero supongo que tiene sentido. De todos modos ya lo buscábamos. Él custodia el quinto elemento. Lo encontraremos — zanja, dándole una palmadita en la espalda. Antara se vuelve y se encuentra, de nuevo, con los llamativos ojos de Nerum, que no ha respondido ante las alocadas ocurrencias de Lynae. ¿Es posible que sea él?

***** Llevan surcando los mares inciertos más de una semana y aunque nadie se atreve a decir nada, las dudas se disparan, mezcladas con el temor. Antara alza la mirada al cielo y se encuentra con el sempiterno manto estrellado que forma la perpetua noche en aquel lugar. Hace ya varias jornadas que no ven la luz del sol, pues según parece allí no existe. Y tiene sentido. Tenebros, el Reino de las Sombras. La oscuridad. Suspira mientras observa a los piratas del Alma trabajar en los mástiles y la cubierta. Por momentos, despliegan las velas, aprovechando el viento que sopla; cuando este amaina, las vuelven a plegar. M odifican la dirección del navío en base a suposiciones y creencias porque por primera vez, tras una vida en el mar, ninguno de ellos tiene una referencia para saber dónde están o cuánto falta


para alcanzar la costa. Tampoco Nerum ni Lynae pueden ofrecer ayuda alguna a ese aspecto. Sin embargo, la férrea determinación de la mujer y la serenidad imperturbable del hombre parecen, de momento, suficiente combustible para mantener la entereza. Con Aidun tampoco ha vuelto a hablar. El rey de Evestya evita la presencia de todos y se dedica a permanecer al margen, cargando con aquellos medallones que le condenan. Antara sólo logra mantener conversaciones con Lynae, con Seim, el capitán y con Links, un pirata al que le encanta sumergirse entre libros que iluminan su ya ducho entendimiento, y que después emplea en mil situaciones para salir de diversos atolladeros. Este es, precisamente, quien está sentado a su lado, tomando algunas anotaciones. Antara mira de reojo el documento y observa que son cálculos y representaciones del cielo, las estrellas y las constelaciones, muy distintas allí a las del mundo real. —¿Existe Tenebros? —pregunta al fin. Lleva tanto tiempo escuchando sólo el sonido del mar alterado que empieza a apreciar las voces casi como tesoros. Links alza la cabeza y la mira. —¿Por qué preguntas eso? —Bueno, si nunca habéis estado allí, ¿cómo sabéis que existe? Llevamos días y días navegando a la deriva, sin nada que pueda indicarnos dónde estamos o cuánto falta... ¿Y si no hay destino? El hombre la mira, absorto. Parece una opción que no había desfilado por su cabeza y que Lynae se encarga rápidamente de disuadir. —Claro que hay destino —interviene la mujer, acercándose. —¿Cómo lo sabes? —insiste Antara. —Hasta Llumia sí han llegado criaturas de Tenebros, aunque al revés no haya ocurrido. Antara devuelve a su memoria la pequeña y frágil figura de Lilia, a quien el rey de Evestya aplastó en las prisiones de su reino. Aquella hada de los Bosques Gélidos atravesó los mares que ahora se abren ante ellos para llegar hasta Llumia y solicitar ayuda. Si ella pudo hacerlo utilizando sólo sus alas, ¿cómo no han de poder llegar ellos a bordo de un sólido buque como el Alma del M ar? Por otro lado, ¿en qué quería el hada ser ayudada? —¡Virad a estribor! —grita de pronto la voz de Lons—. ¡Rápido, virad a estribor! Antara, Links y Lynae se vuelven y corren hasta el lugar en el que el pirata grita y hace aspavientos sin criterio alguno. Seim llega en ese momento, alterado por las voces de su compañero. El enorme mascarón de proa de un barco se dirige hacia ellos por babor pero ya está tan cerca que a pesar de las alocadas maniobras de los piratas por virar el Alma, los barcos llegan a contactar. Sin embargo, algo extraño ocurre. Sienten como si el navío pudiera pasar a través de ellos y de alguna forma, ellos pueden ver cuál es su cargamento. La eslora se desliza en perpendicular sobre el casco del Alma, que ni siquiera se inmuta. Ambos buques siguen con sus respectivos rumbos, como si nada hubiera ocurrido. Ninguno de ellos se atreve aún a decir nada y ya a lo lejos reparan en un bergantín de considerable tamaño. Sus velas están totalmente rasgadas y uno de sus mástiles parece quebrado. —¿Qué diablos es esto eso? —pregunta Pol, con un hilo de voz, apenas un susurro como si temiera romper la magia que permite a decenas de navíos surcar aquellas aguas, cruzándose unos con otros en sus diáfanas estructuras, fundiéndose momentáneamente, sin colisionar. —¡Son barcos fantasmas! —murmura Lons, en idéntico volumen. —¿Qué? —pregunta Yaral, temeroso. Lynae busca a Antara con la mirada. —¿Qué crees que pueda ser? —le pregunta. Ella suspira. Nuevo misterio que desentrañar. Navíos abandonados y transparentes que se cruzan unos con otros en medio del M ar de los Inciertos. Y todo aquí es así, incierto. No hay verdades tangibles ni realidades que confirmar pero están en tierra de nadie; o mejor dicho, en mar de nadie. Ni en tierras de la luz ni en las de la oscuridad. —Supongo... —empieza a decir ella— tras el accidente hay muchas cosas en el aire en mi vida. Todavía tengo que ubicarlas. Cosas que puedo o quiero seguir haciendo, navíos que partieron con un rumbo y que han de seguir con él. Y otras que habré de desechar. Sea como sea, todos estos barcos han de encontrar un puerto pero aún no saben cuál. —Tus sentimientos son oscuros y tenebrosos —le escupe Lons, con dureza. Lynae le propina una fuerte colleja y cuando el pirata se dispone a replicar, Pol se lo lleva, echándole un brazo por encima del hombro. —¡M antened el rumbo! —grita el capitán—. Seguimos con la ruta establecida, pues estos barcos no nos harán daño. —¿Crees que podemos birlar el cargamento si nos cruzamos con otro? —pregunta Links—. Ni siquiera haría falta abordarlo. —¿Qué crees que puede depararnos robar a un barco fantasma? —exclama Yaral, horrorizado—. Si robamos a los muertos, ellos nos perseguirán... —¿Y quién te ha dicho que los tripulantes de esos navíos, si es que tienen, estén muerto? —responde Links. —No busques en Tenebros la misma lógica que en Llumia —interviene entonces Nerum—. Aquí eso no sirve. No todos los barcos llevan tripulación, aunque estén en mitad del océano siguiendo un rumbo concreto. —Por todos los dioses, estoy deseando salir de aquí de una maldita vez y para siempre —masculla Yaral. —Saldremos, mi buen amigo —responde Seim. —¿Cómo lo sabéis? Este lugar es terrorífico. Y no parece tener fin. El hombre ahoga un grito cuando el casco de otro buque roza imaginariamente con la proa del Alma. Yaral extiende el brazo y trata de tocarlo pero todo cuanto puede atisbar le traspasa como un fantasma y continúa su camino. —Este lugar es eterno... —murmura Pol, acercándose de nuevo. —Sigamos adelante —interviene al fin Antara—. Todo paso al frente nos aleja de un lugar en el que no queremos estar. Todos la miran, como si hubiera dado la respuesta a una duda ancestral, como si aquellas palabras hubieran sido una evidente solución al más complejo enigma. Pero Antara sólo pasea sus ojos de Aidun, que permanece inmóvil algo más atrás, a Nerum. En ellos necesita encontrar una evidencia, un gesto, cualquier nimiedad que le indique si uno de ellos pudiera ser la persona a la que está buscando. El rey de Evestya se limita a marcharse; Nerum, le sonríe con su habitual serenidad. Nada en uno ni en otro le indica que esté siguiendo una idea cierta y de nuevo, todo en su mente se congrega para fijar como objetivo al Dios de Tenebros. Tiene que ser él. —¡Vamos, muchachos! —grita Seim, tras un largo silencio—. Todo el mundo a sus puestos. Retomamos rumbo. Antara coloca sus brazos sobre la borda y se lleva las manos a la cara. Nerum se acerca despacio y se sitúa a su lado. Apenas ha hablado con él desde el día en que Lynae le preguntase directamente y sin tapujos si estaba enamorado de ella. Desde entonces, sólo han cruzado unas pocas palabras y todas, meras formalidades de quienes viajan juntos. —M e alegra que empieces a ser consciente de quien eres y de lo que eres capaz de hacer —le dice. Antara le observa. —No te guardes nada de lo que piensas; pueden parecerte disparates pero al fin y al cabo, este es tu mundo y tú mejor que nadie lo conoces. Ella asiente sin dejar de observarlo. —¿Te hace sentir incómoda el modo en el que te miro? La determinación que sus ojos estaban mostrándole al caeliano, se desploma con la pregunta y ella aferra su dedos con fuerza a la barandilla, clavando su mirada en las oscuras aguas. No esperaba una alusión a aquel asunto tantos días después de haberlo tratado. —No... —responde al fin—. Es decir, lo que dijo Lyne... No me haces sentir incómoda; es sólo que... en tus ojos todo es tan... intenso. M e abruma pero en absoluto me incomoda. Nerum sonríe de nuevo y ella recula instintivamente cuando un galeón les engulle, introduciéndoles en su casco momentáneamente. —M e alegra escucharlo.


Ella le devuelve la sonrisa, algo más calmada. —¿M e has estado evitando estos días por eso? —M ás que evitar, digamos que era conceder espacio. —No tenías por qué, en serio. Nerum asiente. M ientras guardan silencio, una fuerte ola engulle buena parte de la cubierta del Alma y deja empapados a Antara y Nerum. Él la sujeta del brazo con cuidado. —¿Estás bien? —le pregunta. Ella asiente, preocupada. —¡Por todos los dioses! —exclama Lons, cruzándose con ambos, sin tan siquiera detenerse—. ¿Qué pasa ahora? Los espectros de los navíos siguen fundiéndose con el Alma del M ar pero no es aquello lo que está sacudiendo el buque. El oleaje crece, furioso y los relámpagos prenden el cielo con efímeros fulgores que trazan siluetas quebradas en su negrura. —Tormenta... —murmura Nerum. —¡Todos a sus puestos! —grita Seim a lo lejos—. Se avecina diversión, muchachos. La tormenta se forma a tal velocidad que ni siquiera da tiempo a digerir los acontecimientos. Nerum mira a Antara. —Supongo que mi mundo en la oscuridad no es mucho más tranquilo que el de la luz —le dice ella—. Lo siento. Él sonríe con pocas ganas. —No te disculpes. Entra dentro y no te muevas, por favor. Tú —exclama cuando Aidun asoma desde las entrañas del buque—. Vamos a necesitarte pero los medallones han de estar a salvo. Los ojos de Aidun se encuentran, por primera vez en mucho tiempo, de frente con los de Antara. Ella extiende la mano, dubitativa pero el rey de Evestya sabe que no tiene nada que ganar en aquel momento y sí mucho que perder, ya que para la mayoría de los allí presentes, si no para todos, su vida carece de valor alguno. Aidun se quita los medallones y se los cede a la joven que, acto seguido hace amago de perderse dentro del barco, mientras Nerum y el rey de Evestya se marchan. La lluvia empieza a golpear con furia pero ella siente que no puede limitarse a esconderse y esperar a que otros capeen con ello. Al fin y al cabo, todo cuanto ocurre en aquel mundo es, de algún modo, cosa suya. Alza la mirada al cielo y se sobrecoge con la implacabilidad de aquella tormenta. ¿Qué es así en su interior? Tan monstruoso, aterrador y letal. Por un momento las palabras de Lons, ese rechoncho pirata, acusándola de tener unos sentimientos oscuros y tenebrosos cobran sentido. Pero por encima de ellas, antepone las que le dedicó Lynae: de algún modo, ella es la guerrera que lleva dentro y a ella acude, precisamente, para correr a través de la cubierta y ayudar a que el Alma del M ar capee el temporal. M ientras avanza, totalmente empapada, se cuelga los medallones en el cuello y trata de atisbar figuras en la oscuridad. Seim está intentando mantener el timón en la dirección que seguían, tratando de evitar así que, de forma inconsciente, acaben dando media vuelta y regresando a Llumia. Pol y Lons tiran de un grueso cabo, mientras Links y Yaral hacen lo mismo en otra parte del velamen. Lynae corre hacia ella en ese momento. —¿Qué estás haciendo aquí? —espeta la mujer—. Ocúltate inmediatamente. —No voy a ocultarme mientras los demás os arriesgáis —responde ella, sin vacilar. Lynae se dispone a rebatirla pero guarda silencio y sonríe. —De acuerdo, hay que aligerar peso por estribor —le explica mientras le da la mano y caminan juntas—. El barco tiende a escorarse hacia ese lado y ahora necesitamos la... ¡maldita sea! Un nuevo buque espectral se cruza con el Alma, sobresaltando a la mujer. Pero ya no hacen falta más explicaciones y Antara la ayuda a descargar el navío de peso por su costado derecho. —¡Ten cuidado! —le advierte Lynae. Los gritos de Pol, sin embargo, no tardan en reclamar la atención de ambas. —¡Se ha enganchado! —exclama, desesperado. Desde allí logran comprobar que una de las velas continúa desplegada y que, al parecer, el cabo que ha de hacer algo al respecto, se ha quedado enganchado en algún punto del mástil. —¡Sigue desechando peso! —le ordena Lynae. Después, la mujer sale corriendo hacia allí, tratando de mantener el equilibrio. Antara deja caer un par de pesados barriles por la borda pero la angustia y la curiosidad le pueden. Una nueva ola trata de enfilarse a la cubierta y vuelve a empaparla pero ella camina, apoyándose allá donde puede y comprueba las complejas maniobras de los piratas para plegar las velas. —¿Cómo demonios lo hacéis cuando os ocurre esto? —exclama Lynae, furiosa. —Solemos encomendarnos al cielo, a los dioses y... —Pol clava su mirada en Antara—. ¿Vos no sois la diosa? Ayudadnos, por el cielo. —¿Os limitáis a rezar para solventar situaciones como esta? —vuelve a replicar Lynae. —Os recuerdo que mientras hablamos, la vela sigue desplegada —interviene Yaral. El viento azota con furia y el buque se escora de forma irremediable hacia estribor, hinchiendo la tela del velamen. Nerum llega corriendo y comprueba la solidez del mástil. —¡Apartaos! —grita. Sacude las alas con fuerza y aunque están empapadas, logra alzarse unos pocos metros del suelo. —¡No puedes subir tú, Nerum! —se queja Lynae. Avanza un par de pasos y sujeta al caeliano del brazo—. Tus alas harán allí arriba el mismo efecto que las velas. Te arrastrará. —Si logro desengancharla lo daré por bien empleado. —¡No! —grita Antara, siguiendo un repentino impulso. Aidun la aparta, propinándole un suave empujón y se coloca frente al mástil, rodeando el palo y a sí mismo con un grueso cabo de cuerda que ata con decisión. —¿Qué vas a hacer? —le pregunta. —¿A ti qué te parece? —responde él, sin mirarla. Lynae la sujeta del brazo y la hace recular despacio. Nadie impide al rey de Evestya trepar a través del mástil con una facilidad pasmosa. —Si alguien tiene que morir, que sea él —le dice la mujer—. Su vida no vale nada y lo sabe. Antara alza la vista al cielo y aunque le cuesta horrores mantener los ojos abiertos, apenas logra ver la negra silueta de Aidun, a quien cada vez le cuesta más seguir avanzando. El muchacho extiende el brazo, sujetando una daga con la que trata de cortar el cabo que mantiene la vela extendida. El viento le azota en la cara, con la lluvia como inclemente aliada. Y entonces, de forma inesperada, Nerum se impulsa con las alas y llega rápidamente hasta allí. —¡Nerum! —grita Lynae. El viento tira del caeliano, que se aferra al mástil mientras le exige la daga a Aidun, con un gesto de su mano. Ni siquiera son capaces de hablar. Desde abajo, Antara sólo logra ver bultos negros moviéndose al antojo de la repentina tormenta que se ha formado. Supone, en cierto modo, que así es ella: imprevisible y capaz de pasar de la risa al llanto en un santiamén; así le sucedió con el viajante, que pasó de arrastrarla desde el instituto, donde deseaba que la tierra se la tragase para llevarla a La Caída del Pastor y sacarle unas carcajadas que, más tarde, supliría de nuevo por lágrimas. Destierra aquel pensamiento con el grito de Pol. —¡Cuidado! El viento sigue danzando alrededor del Alma del M ar y amenaza con arrastrar a Nerum, que con sus alas se convierte en un parapeto perfecto. Antara apenas acierta


a distinguir lo que está ocurriendo pero tiene la sensación de que Aidun está sujetando al caeliano e impidiendo que el aire tormentoso lo arrastre. El rey de Evestya trata, también, de descender pero las sacudidas del navío complican la sujeción allí arriba hasta que Nerum suelta el cabo que mantiene a Aidun atado y ambos caen. Antara se voltea y cierra los ojos, incapaz de mirar. Lynae trata de llevársela pero ella se zafa y busca entre la oscuridad. —¿Dónde están? —grita. Con la ayuda de Lons, Pol logra, al fin, plegar la vela que tantos problemas les había dado. Antara corre cubierta a través, incapaz de mantener un equilibrio que llega a perder hasta en tres ocasiones, cayendo al suelo. En todas ellas se incorpora y avanza penosamente, seguida de Lynae, que en esa tormentosa noche se ha convertido en su sombra. —¡Antara! Un nuevo aleteo, eleva a Nerum a través de la borda, sujetando a Aidun. Ambos caen de rodillas en la cubierta, frente a las dos jóvenes, que permanecen inmóviles. —Gracias al cielo —murmura Antara. Lynae la rebasa y corre hacia Nerum. Ella avanza de forma dubitativa pero no sabe a quién de los dos acudir sin que el otro se sienta desplazado; ambos han arriesgado sus vidas por todos. Ambos merecen, en aquel momento, cuanto menos gratitud. Aidun alza la mirada y Antara percibe un vuelco en su estómago, la misma sensación que la atenaza cuando repara en que Nerum tiene un hilo de sangre resbalándole desde la sien hasta la mandíbula. —¿Cómo te has hecho eso? —le pregunta, y de forma instintiva se sorprende a sí misma caminando hacia él. Se agacha a su lado y le sujeta de sendas manos. Por una efímera fracción de segundo, la tormenta desaparece y también la sangre, los buques que siguen traspasando al Alma y Lynae. Todos. Todos salvo... —Aidun... —Antara le sujeta de la muñeca cuando él se incorpora. —¡Hay que achicar agua! —interrumpe de pronto la voz de Yaral—. Hay agua en las bodegas. ¡Vamos! Antara y Nerum se ponen en pie. Lynae frunce el ceño al reparar en que Antara está dándole la mano a los dos, una extraña unión que el primero en romper es Aidun, desapareciendo tras los pasos de Yaral. Nerum le dedica a Antara una sonrisa tranquilizadora y le aprieta con fuerza la mano, antes de soltarla para perderse también en los entresijos del barco. Los ojos de Antara topan con los de Lynae, que se mantiene inmóvil y en silencio. Casi le parece leer el reproche en sus pupilas oscuras pero si eso es realmente así, no aguarda a constatarlo. Da media vuelta y camina hacia las bodegas. No tiene la menor idea de en qué pueda terminar todo aquello. Sólo sabe que, por alocado que sea, por poco que ambos se parezcan y por distintos que sean, cuando mira a Nerum y Aidun lo ve a él.

12 Capítulo 9: Corazón de hielo

La tormenta ha quedado atrás, a pesar de que el fuerte oleaje sigue sacudiendo el viejo y malherido casco del Alma. Las labores de reparación se prolongan, toda vez que los daños son más que considerables en velamen, mástiles y estructura. El agua que inundaba la bodega no es ya más que un mal recuerdo pero la oscuridad en el firmamento alarga aquella noche eterna y no concede la tregua que trae consigo la caricia del sol. Antara llega hasta la cubierta, acompañada de Pol, mientras se remanga la camisa. Tiene las manos llenas de cortes y heridas pero al menos, por primera vez desde que llegase allí siente que puede hacer algo más que mirar. Lleva lo que ha de ser toda la mañana —pese a la noche cerrada que cubre el cielo—, trabajando con los piratas para que el Alma pueda seguir navegando en el que será ya el séptimo día de travesía hacia ninguna parte. Por momentos, la desazón les puede pero el silencio se erige como escudo ante el desánimo. Ninguno quiere verbalizar lo evidente pero en sus mentes y en sus corazones existe el temor ante lo incierto. Nunca el nombre de aquel mar ha gozado de tanto sentido, piensan algunos; nunca sus destinos han sido algo tan interrogante. —Bueno, mi señora —le dice el pirata—. Vuestra ayuda ha sido de gran utilidad. La tripulación se ha quedado muy corta de un tiempo a esta parte y sin vuestra colaboración, no hubiera podido vaciar toda esa agua. —M e alegra poder ser de utilidad —responde Antara, satisfecha. El hombre le guiña el ojo y se aleja despacio, cubierta a través. Antara le observa mientras el capitán y Lynae se aproximan, charlando. Comparar a los piratas del Alma del M ar con aquellos con los que había topado antes, en el Azerón, sigue impactándola mucho. Nada tienen que ver el noble capitán Seim y sus hombres — incluido Lons, pese a sus recelos con ella— con Ingal y la panda de desalmados que tenía por tripulación. Por un momento se pregunta si lograrían llegar vivos a algún sitio o si, por el contrario, perecerían en las aguas de aquel bravío mar. Ahondar en eso le genera escalofríos, pues ella sería la responsable; su asesina, en gran parte. Se sacude esos pensamientos de la cabeza y sonríe cuando Lynae y el capitán llegan junto a ella. —M i señora —la saluda el viejo lobo de mar, con una reverencia.


—Capitán... —Por fortuna las cosas están mejor de lo que parecían. Nunca vi tan cerca nuestro final como en mitad de esa maldita tormenta. Pero por suerte, hemos podido reparar los desperfectos más graves. Sabía que el Alma resistiría; es un regio navío, construido en los astilleros de... —Capitán, por favor —le interrumpe Lynae—. Sin duda ha sido una noche larga y agotadora. Necesitaréis descansar. —Tienes razón. Poseo un corazón joven y vigoroso pero no puedo decir lo mismo de mi cuerpo —se justifica el hombre—. De modo, que señoras —añade, sujetándoles la mano a ambas—, me retiro a descansar. Si me necesitan estaré en mi camastro y, de igual modo, no duden en pedir a mis hombres todo aquello que deseen. —M uy amable, capitán. —Sí, sí, gracias... —zanja Lynae, de mala gana. Las dos ven alejarse el pirata en silencio. —Ese hombre es un pelmazo —observa Lynae. —A mí no me lo parece. Creo que ha sido muy cortés ofreciéndose a traernos hasta aquí cuando nadie más quiso hacerlo. —Sí, ya... Está obsesionado con convertir este birrioso barco en leyenda. —Por lo pronto, son pocos los que pueden decir que capearon un temporal en las aguas de los mares inciertos, ¿no? —Sí, claro... En fin, quería hablar sobre... Lynae guarda silencio cuando es Lons quien se cruza con ellas, dedicándoles una inquisitiva mirada. —M ujeres a bordo —masculla—. Sabía que sólo traerían desgracias... —Las únicas desgracias os las traerá vuestra incompetencia a bordo —responde Lynae. Antara pone los ojos en blanco, hastiada de tanta discusión. El pirata se detiene y la mira —Llevamos toda nuestra vida en el mar, ¿cómo osas decir eso, muchacha impertinente? —Ni siquiera sabéis cómo actuar cuando una vela se engancha, imposibilitando... —¡Lo sabemos perfectamente! —¿Y entonces por qué no...? —¡Basta! —exclama Antara—. Ya está bien, por dios. Lons se aleja refunfuñando y lanzando maldiciones entre dientes. —¿Quién demonios es ese tipo en tus sentimientos? Antara suspira, negando con la cabeza. —¿Sobre qué querías hablar? —le pregunta a Lynae. —Bueno, quería... ¿Has descubierto algo sobre tu hombre misterioso? —¿Por qué me preguntas eso? —Bueno, lo de ayer o... lo de antes... demonios, situarse con esta sempiterna oscuridad es difícil —masculla Lynae—. Bueno, lo de antes fue extraño. Con Nerum y el tirano. —El tirano tiene un nombre. Apenas unos pocos segundos después de su seca respuesta, la propia Antara se sorprende de la misma. —¿Qué tiene de extraño? —pregunta, ante la interrogante mirada de Lynae—. Ambos se arriesgaron por salvarnos. No me pareció justo que Aidun ni siquiera recibiera un triste agradecimiento. —¿Agradecimiento? ¿Aidun, rey de Evestya? ¿El tirano? Trató de salvar el barco porque su trasero estaba en peligro, Antara, igual que los del resto. A él sólo le importa él. Antara no responde. —Y con respecto a Nerum... —Con respecto a Nerum, nada, Lynae. —Bueno, os miráis de una forma... parece que el resto del mundo no exista. Sin embargo creí que era el dios de Tenebros al que había que buscar y... —¡No lo sé! —exclama Antara, molesta. Se siente presionada y por momentos, incluso ridícula, buscando entre la gente a aquel que la enamoró, como quien busca una calle o a una persona a quien se le quiere devolver algo que ha perdido en el camino. La joven suspira y camina hacia la borda. —Te juro que por momentos tengo ganas de saltar. —¿Has dicho saltar? —interviene la voz de Lons, que está algo más apartado, barriendo la cubierta—. Yo puedo ayudarte. —¡Cierra la bocaza y sigue limpiando! —le espeta Lynae. Lons se dispone a contraatacar pero los gritos de alguien al otro lado, captan su atención, igual que la de Antara y la propia Lynae. —¡Pelea! Corren hacia allí y al llegar, Antara no da crédito a lo que ve. Aidun está sentado en el suelo, con el labio sangrando mientra Nerum se encara con él. Yaral y Links le retienen, impidiendo que vuelva a atacarle, mientras Pol ayuda al rey de Evestya a incorporarse. —¡No seguiré con vosotros! —grita este, iracundo. —¿Qué está pasando aquí? —interviene Lynae, situándose junto a Nerum. Antara avanza unos pocos pasos y se mantiene algo más alejada. Todos los piratas están allí. —Claro que seguirás con nosotros —espeta Nerum. Es la primera vez que Antara lo ve enfadado y sus ojos destilan llamas de un fuego vivo y brillante. Los de Aidun siguen siendo dos pozos de agua oscura y hostil—. Seguirás hasta que lleguemos a nuestro destino y encontremos lo que estamos buscando. —Ella lleva las esmeraldas —repone Aidun—. No me necesitáis a mí. —¿El rey quiere volver a su castillo? —interviene Lynae, con sorna—. ¿Y por qué esa urgencia ahora? Robaste el medallón de Zornak y te hiciste con el resto para partir rumbo a Tenebros. Te hemos hecho la mitad del trabajo, tirano. ¿Qué es lo que ocurre ahora? ¿Te asustó la tormenta? —No seguiré viajando como un maldito esclavo. No soy esclavo de nadie. Nunca lo he sido y nunca lo seré. —Nadie te ha puesto cadenas, muchacho —responde Seim—. Ni se te he encerrado. —Ni las cadenas ni los encierros son necesarios para privar de libertad. Basta con captores y algo o alguien a quien someter. —Tú de eso sabes mucho, sin duda —dice entonces Lynae. —¿Por eso intentaste matarme? —pregunta Nerum—. ¿Porque soy tu captor? Antara abre la boca, incapaz de que las palabras sigan el camino trazado. Intentaba poner paz y algo de cordura en aquella fuerte pelea pero la acusación de Nerum destroza todos sus argumentos, cayendo sobre ella como una pesada losa. Sobre todo porque Aidun. no lo niega. Al contrario. —Sí —responde al fin—. Supongo que sí. La herida en el rostro de Nerum cicatriza lentamente y de pronto cobra sentido que aquel hombre frío y distante, soberano del sangriento reino de Evestya, haya intentado matar a Nerum, aprovechando la confusión durante la tormenta. Lynae la mira y ella recuerda sus últimas palabras a la mujer, asegurándole que tanto uno como otro merecían, cuanto menos, gratitud. No es así. —Eres un malnacido, Aidun de Evestya —le escupe Lynae—. Deberíamos lanzarlo por la maldita borda. Si quiere volver que lo haga a nado. Nerum alza la mirada y la clava directamente sobre los ojos de Antara, que aún sigue encogida y en silencio. —¿Por qué quieres regresar, hijo? —interviene el capitán.


Algo en Antara se relaja cada vez que el viejo capitán del Alma habla, con su habitual serenidad, como si nada fuese lo suficientemente complicado como para no hallar solución. Sin ir más lejos, en mitad de aquel altercado, su intervención lo convierte todo en una riña entre dos niños, tal es la paciencia con la que se implica. Pero no es una simple riña ni son dos niños los que están en disputa. —Eso no te importa —responde Aidun, con dureza. —Viajas a bordo de mi barco, claro que me importa. Además, ¿cómo piensas volver? —Nada encontraréis si seguís adelante —vuelve a decir Aidun—. Regresad a Brisa y dejadme en paz allí. —Bueno —interviene Lons—, en eso no le falta razón al tarado este. Llevamos siete días navegando y ni sabemos dónde estamos ni adónde vamos ni si hay algo. ¿Por qué no regresar a Brisa? —¡Cállate, Lons! —exclama Links, molesto ante las continuas quejas de su compañero. —Pronto nos quedaremos sin provisiones, don sabelotodo. ¿Y qué sugieres para entonces, que nos comamos los unos a los otros? —Al menos sabremos por quién empezar... —murmura Lynae. —Chicos, por favor —interviene Antara, acercándose unos pocos pasos—. ¿Por qué quieres volver ahora? —le pregunta a Aidun. Él guarda silencio y ni siquiera la mira. —¿Por qué? —insiste Lynae, empujándolo. De nuevo, silencio. —¿Por qué quieres volver? —grita Lynae, furiosa. —Ya basta —interviene Nerum—. Quiere volver por su hijo. Describimos en Llumia una situación caótica y necesitas saber si está bien, ¿no es cierto? Aidun aprieta los dientes y sigue masticando el silencio. —¿Es eso? —vuelve a preguntar Lynae—. ¿Nuyben? —No lo nombres —responde Aidun, visiblemente alterado. —¿El pequeño Nuybien de Evestya? —¡No lo nombres! —grita mucho más alto. —¿A quién, a tu bastardo? Aquellas cinco palabras le resultan suficientes a Lynae para desencadenar, de nuevo, la furia del rey, que extiende el brazo rápidamente y atrapa el cuello de la mujer en un férreo agarre del que ella se zafa, golpeando a Aidun. Él la empuja, haciéndola caer contra unos viejos sacos que hay apilados junto a la borda pero ella se incorpora como un resorte y se enzarza de nuevo con él. Antara avanza, dispuesta a intervenir, al igual que hacen Nerum, Seim y Pol. Los demás piratas observan, incrédulos. Links se une al grupo al comprobar que faltan fuerzas para separar a la gobernadora de las Tierras Bardas y al rey de Evestya. Tal es la intensidad del forcejeo, que Aidun acaba golpeando a Antara con el codo en la barbilla. Su acto instintivo, tras eso, es sujetar a la muchacha del rostro y fijar sus ojos azules sobre los de ella, que también lo mira, sangrando, entre dolorida y asombrada; decepcionada e hipnotizada. M areada. Todo en uno. Nerum se interpone entre los dos, empujando a Aidun, que no reacciona. —Links —solicita el caeliano—, llévatela de aquí y haz algo con ese golpe, por favor. El hombre asiente e invita a la muchacha a seguirlo, cosa que Antara hace, en silencio. —M aniatadlo y encerradlo en la bodega —grita Lynae, enfurecida. Empuja de nuevo a Aidun con fuerza y los piratas se apartan. Antara se dispone a irse de allí sin más, sin volver la vista atrás pero las palabras de Lynae la hacen voltearse. —Tu hijo no es más que los demás, los hijos de aquellos que han visto morir a su padres y madres en la plaza de Evestya, o las madres que te han suplicado clemencia antes de ver los cuerpos de sus hijos balanceándose en las sogas o decapitados en la guillotina. ¡Tu hijo no es más que ellos y de igual modo, un día alguien le llevará la cabeza de su padre en bandeja! Y Llumia verá justicia cuando eso suceda, malnacido. Aidun ya no reacciona. Links y Pol siguen sujetándolo de sendos brazos pero él ya no hace ademán de moverse o de devolver la ofensa. Guarda silencio y se deja arrastrar, con la cara llena de golpes y el alma noqueada. Sus ojos cristalinos le devuelven una última mirada a Antara, que ella interpreta como una muda disculpa. ¿Es posible? Tal vez pero ya no tiene tiempo de comprobarlo. Links se la lleva con la intención de curar aquel corte. ***** Antara cierra los ojos mientras Links atraviesa su piel con una fina aguja. La herida es considerable pese a tratarse de un golpe fortuito y se hacen necesarios puntos de sutura. Cuando Nerum llega hasta allí, observa la fuerza con la que Antara se sujeta a la vieja caja de madera en la que está sentada; sus nudillos se tornan blancos mientras aprieta los ojos y trata de contener el llanto. La joven abre un ojo al detectar una presencia y saluda con una mano a Nerum, mientras este toma asiento a su lado. —¿No te lo habían hecho nunca? —pregunta el caeliano—. Coserte. —En vivo, no —responde ella. —¡Shhhh! —solicita el pirata. Antara da un respingo y el gesto es definitivo para que Nerum hable de nuevo. —¿M e permites? Antara vuelve a abrir los ojos y comprueba que el muchacho está tomando el lugar de Links que, empapado en sudor, se pone en pie. —¿Crees que no sé lo que estoy haciendo, muchacho? —Creo que has olvidado que no estás remendado un calcetín, sino cosiendo a una chica. Antara respira y logra desasirse, por fin, de la vieja caja a la que se aferraba como particular tabla de salvación. Links se marcha, mascullando maldiciones mientras cede definitivamente su lugar al caeliano, cuya labor es igualmente efectiva pero mucho más suave y precisa. —Son piratas —le dice Antara—. Supongo que lo importante para ellos es hacerlo y punto; las sutilezas no importan. Nerum sonríe. —No hables mucho. Ella asiente, mientras observa al muchacho trabajar con cuidado. Percibe la agua entrando en su piel, despacio, con cautela, sólo un ligero pinchazo. —Es la primera vez que alguien me llama 'chica' y no 'diosa'. Nerum sigue enfrascado en su labor pero vuelve a sonreír. —¿Y eso es bueno o malo? —Eso es genial. Porque, de alguna manera, no lleva implícito todo lo que se espera de mí, sino todo lo que puede esperarse de una chica normal y corriente. —Pero tú no eres una chica normal y corriente, Antara. Sus miradas se encuentran de forma más prolongada, hasta que Nerum vuelve al trabajo y ella habla de nuevo: —¿Cómo estás tú? —le pregunta en alusión al moretón que circunda su ojo claro. —Yo estoy bien. —No puedo creer que haya intentado matarte. —No hables —le pide él, de nuevo, sonriendo—. Voy a cortar el hilo. Antara asiente y Nerum se acerca más, totalmente concentrado en la herida y en su trabajo.


—Ya está. Ella resopla, dolorida aún pero consciente de que lo más difícil ya ha pasado. Ahora sólo le queda esperar a que el ardor de su barbilla ceda. —Deberías darle unas clases a Links. La sonrisa de Nerum, que la ha acompañado durante aquel mal trago, se hace más amplia. —Siento mucho lo ocurrido —le dice él, atenuando la curva de sus labios—. Y que te hayas visto inmiscuida de esta forma. —No es culpa tuya —responde. Trata de sonreír pero los puntos le tiran—. ¿Por qué no nos dijiste lo que Aidun había intentado hacer? —Las cosas ya eran suficientemente complicadas y los nervios ya estaban a prueba de fuego con la tormenta —responde él. Pasea sus dedos sobre la barbilla de Antara, como si tratase de comprobar la efectividad y limpieza del trabajo que él mismo ha hecho. Es un gesto natural pero a Antara, sentir su mano cálida sobre su piel le genera escalofríos. —Pero intentó matarte —responde al fin. Él la mira sin decir nada, como si de alguna manera tratase de hallar respuestas a sus particulares dudas en los ojos de la joven, que vuelve a hablar: —Creí que los dos os habíais arriesgado por salvarnos... —Una cosa no quita la otra. —Sí pero lo que él hizo después, anula todo lo bueno. Nerum frunce el ceño y la escucha, en silencio. —Lo bueno... —murmura pensativo. Ella asiente. —Creí que había algo bueno en él, aunque estuviera muy adentro. —Lo creías y lo crees. Antara lo mira y traga saliva. —No... Ha intentado matarte. Él no... —No pasa nada, Antara. Supongo que hasta las peores personas albergan sentimientos positivos hacia otras. —Sólo hacia su hijo... Tal vez también hacia su esposa pero ella está muerta y... Nerum vuelve a sonreír cuando ella se lleva una mano a la herida y efectúa una mueca de dolor. El caeliano se le acerca más. —No—hables—tanto —le susurra. Ella trata de aguantar la risa y baja la cabeza, asintiendo. —Tienes razón. Nerum se pone en pie y le tiende la mano. —Deberías descansar —concluye. Ella responde y acepta el gesto del caeliano. —¿Tú también esperas que salve a este mundo? —pregunta. Él la mira, en silencio. —Dices que no soy una chica normal y corriente; soy la diosa, ¿no? Eso implica que debo salvaros... ¿Pero y si no puedo? Nerum sonríe de nuevo y Antara se da cuenta de que empieza a necesitar ese gesto constantemente. —Estás asustada y lo entiendo. Pero esa posición te hace ver las cosas desde abajo y sientes que todos te dan un lugar que no consideras tuyo, que incluso te obligan o tratan de obtener provecho de ti. Levántate y verás cuán abajo los dejas. Eres tú quien decide y si quieres, puedes. Si el caeliano estaba buscando la forma de que Antara dejase de hablar, acaba de dar con ella. Porque esas palabras, pronunciadas en otra tesitura, ya las ha oído antes: “Desde abajo, sientes que esas imbéciles a las que has dado un lugar que no les correspondía en tu vida son superiores a ti. Levántate y verás cuan abajo las dejas”. El día en que lo conoció, el día en el que él la sacó en volandas de un instituto que se le derrumbaba encima, aludió a sus antiguas amigas con aquellas mismas palabras que ahora la dejan sin habla. Lynae llega en aquel momento y se detiene frente a la puerta. —Tenéis que ver esto —les dice. Pero ni la llegada de la mujer ni sus palabras han roto el contacto visual entre Antara y Nerum. Sí lo hace el grito de Seim. —¡Tierra a la vista! ***** El Alma del M ar se desliza suavemente sobre las serenas aguas. Cuesta ser consciente de en qué punto el embravecido oleaje ha dejado lugar a aquel espejo inmóvil en el que se ha convertido el mar. Sólo las suaves ondas causadas por el movimiento del buque rompen el espejo donde se reflejan las estrellas mientras unos suaves copos de nieve se posan sobre la tersa superficie. Nieva sin nubes. Pero ni siquiera eso es lo más sorprendente. Algo más allá de la costa, por encima de una espesa vegetación de poca altura, se atisban edificaciones de un blanco impoluto, brillantes y desafiantes hacia la negrura del cielo. Todos observan embelesados en cubierta. Yaral llega en ese momento. —No podemos seguir navegando por aquí —le dice a Seim—. Este lugar está lleno de placas de hielo. El capitán asiente. —Deberíamos ir a echar un vistazo —interviene Lynae. —Si se nos permite —responde Nerum—. Parece que tenemos comité de bienvenida. La mujer repara entonces en la refulgente procesión de hadas que llega revoloteando hasta la costa. Se detienen frente al agua sin dejar de mover sus alas en un veloz zumbido que las hace prácticamente levitar a escasos metros del suelo. —¿Qué quieren? —pregunta Lons, inquieto—. ¿Por qué han venido tantas? —Estamos en su territorio —responde Seim, con calma—. Es lógico que quieran saber qué se nos ha perdido aquí. —Iré a buscar al tirano —vuelve a decir Lynae. —¿Al tirano? —pregunta Nerum. —Ni en sueños vamos a dejarlo aquí para que intente escapar. —Preparad el desembarco, muchachos. —Capitán —vuelve a hablar Lons—, ¿no creéis que sería prudente que alguien se quede en el barco? No deberíamos dejar el buque solo... —Sí, tienes razón. —Yo mismo lo haré, si no tenéis inconveniente. —¿Te dan miedo las hadas? —M e hace recelar todo aquello que desconozco, más bien, señor. Seim pone los ojos en blanco. —De acuerdo, ¡muchachos, vamos allá! Preparad un bote. Antara ni siquiera quiere mirar a Aidun, que viaja sentado frente a ella, maniatado y con Lynae portando el extremo del grueso cabo de cuerda que le evidencia como


ese esclavo que afirmaba no ser; con la mirada clavada en el suelo de la barcaza. No tiene por qué pero de algún modo Antara se siente traicionada por él, pues a pesar de todo cuanto había escuchado sobre el soberano de Evestya, saber que ha intentado matar a Nerum, la sumerge de lleno en la leyenda del rey tirano y no simplemente en la persona de Aidun, a quien había creído conocer mínimamente, el mismo que la salvó ante los piratas del Azerón. Consciente, sin embargo, de que no tiene nada que ganar, el soberano de Evestya viaja de forma diligente y despojado de su perenne soberbia. Sus ojos azules no pierden de vista a las hadas que aguardan en la costa, observándolas con inquietud. Sólo Pol, Links y Seim los acompañan, pues el bote es demasiado pequeño para alguien más. Cuando queda poco para llegar, dejan atrás la barca y caminan, sumergiéndose en las aguas congeladas de aquellas tierras. Antara exhala una nube de vapor cada vez que respira y frota sus hombros sobre la capa de piel que Nerum le ha prestado antes de abandonar el Alma. Las hadas continúan sosteniéndose en el aire, merced del rapidísimo movimiento de sus alas transparentes. Sus rostros no dicen nada acerca de lo hostiles o amigables que puedan llegar a ser pero Antara conserva en su mente el recuerdo de Lilia. Ella llegó hasta Evestya para solicitar ayuda y si bien, evocarla le deja el sabor amargo de su injusta muerte, también la tranquiliza pensando que entre aquellos pequeños seres alados, no tienen nada que temer. Una de las hadas se adelanta, deteniendo el avance de todos, que permanecen con los tobillos sumergidos. —Escasas son las visitas que recibimos en el Bosque Gélido —dice la mujer—. ¿Qué os ha traído hasta aquí? Antara la observa con detalle: Su larga melena plateada se recoge en una trenza que le cuelga hasta más abajo de su cintura. Sus ojos son de un verde desvaído y extraño, demasiado claros. Su nívea piel casi puede fundirse con el entorno y nada en ella contrasta; todo en el hada resulta monótono y excesivamente homogéneo. Nerum es quien se adelanta en respuesta a la mujer. —Saludos. Estamos buscando al dios de Tenebros. El hada avanza un poco más y su aleteo sacude ligeramente el cabello castaño de Nerum, que no se mueve de su sitio. —Al dios de Tenebros —murmura la mujer. —La situación en Llumia es complicada —continúa explicando él—. Y necesitamos invocar al Libro de los Dioses. Solicitarles ayuda a los dos y... —Apresadle —ordena de pronto el hada. Aquellas que la flanqueaban, se apresuran a rodear a Nerum, que permanece inmóvil en su sitio. —¿Qué está ocurriendo aquí? —exclama Lynae, confusa. Su paso adelante obliga a Aidun a hacer lo mismo. Antara frunce el ceño, tan confundida como el resto. —¿Por qué le apresáis? —pregunta. —Hace ya muchas semanas, se envió a Lilia a Llumia para reclamar ayuda en Caelo. Pero Lilia está muerta —explica el hada—. Su corazón se partió en dos. Y no me importa si fuiste tú o uno de los tuyos. La muerte de un hada se castiga con la muerte de su asesino. —Yo no he matado a ningún hada —se defiende Nerum, sin intentar zafarse del cerco que las hadas le han hecho—. Jamás ha llegado hasta Caelo hada alguna y mucho menos reclamando ayuda. Lo juro. La mirada de Antara busca a Aidun pero el rey de Evestya permanece mudo, inmóvil y casi ausente, maniatado todavía a merced de Lynae. —Sin duda os encontráis en un error —interviene esta—. Nerum sería incapaz de eso; loe conozco desde hace muchísimo tiempo. —La muerte de un hada —repite la mujercilla— se paga con la muerte de su asesino. —¡Él no la mató! —interviene Antara, furiosa—. Fue el... fue el rey Aidun de Evestya quien lo hizo. Aidun alza la mirada por primera vez y sus ojos se encuentran con los de Antara, acusadores. Ella aparta sus ojos y avanza un par de pasos hasta colocarse más cerca del hada. —Lilia fue enviada a Caelo —vuelve a decir esta. —Ignoro por qué Lilia acabó en Evestya y no en Caelo pero... os digo que su rey la mató delante mío. Lynae sujeta a Aidun del brazo y lo empuja. —Aquí tenéis al asesino de vuestra hada. Ajusticiadle como os venga en gana y dejad en paz a mi amigo. Nada ha hecho. —Aidun —exclama Antara. El hada frunce el ceño y guarda silencio. —Yo no he matado a ningún hada —responde Aidun, con frialdad—. Nunca ha llegado hasta Evestya ninguna criatura de Tenebros. Lo recordaría. —¿Y por qué os acusan entonces? Aidun alza las manos y muestra las ligaduras. —Porque no soy amigo de ninguno de ellos. Por el Cielo, mirad en qué condiciones viajo. Evidentemente lo fácil es entregarme a mí. —Yo estaba delante —repite Antara, colocándose frente a él—. Tú la mataste y no él. —¿Tú... viste cómo yo la mataba? —pregunta Aidun, otorgándole especial importancia al verbo de la oración. Antara aún tarda unos segundos en reaccionar. —No lo vi pero... ella estaba... hablando y tú... —Ya lo veis, mi señora. Primera contradicción. —¡Llevaos al caeliano! —ordena el hada—. La muerte de Lilia será vengada. Los demás, fuera de aquí. No sois bienvenidos y no podéis entrar en el Bosque Gélido. —¡No lo llevaréis a ninguna parte! —grita Antara—. Yo soy la... —¡Tara! —grita Nerum. Cuando ella lo mira, él niega con la cabeza. A ella no le ha pasado inadvertido el modo en que la ha llamado; Tara. Como su abuela. ¿Por qué lo ha hecho?—. ¿M e permitís que hable con ella un momento? Creo que tengo derecho, cuanto menos, a despedirme. —Nerum... —murmura Lynae, con los ojos como platos. Seim, Links y Pol no se han atrevido a abrir la boca. —Si intentas escapar —le advierte el hada—, te arrepentirás toda tu corta vida, te lo aseguro. Las hadas deshacen el corrillo que han cerrado alrededor de Nerum y él avanza un par de pasos, sujetando a Antara de los brazos y haciéndola recular. —Ni se te ocurra decirles quién eres —murmura él, con cautela—. Algo me dice que rinden pleitesía al dios de Tenebros pero no a ti. No las pongas a prueba. —Nerum, tú no... tú no fuiste. No puedes pagar por lo que hizo Aidun. —Escucha, la causa que nos atañe es salvar Antara, algo por lo que estaría dispuesto a sacrificarme. Si les entregáis al... asesino de su hada, puede que estén dispuestas a hablar, a daros información sobre dónde está el dios de Tenebros. Aprovechad esa baza. Antara niega con vehemencia. —¿Cómo puedes aceptar así pagar por algo que no has hecho? —El peso en su conciencia será suficiente castigo para él. No hay forma de convencerlas y sólo trato de ser lo más práctico posible. Las lágrimas surcan ya las mejillas de Antara, resbalándole también sobre los puntos que Nerum le dio. Frente a sí no tiene sólo a un hombre bueno dispuesto a morir de forma injusta por algo que no ha hecho. Delante de ella puede tenerlo a él; debe tenerlo a él. Y si el Libro de los Vínculos necesita de un final anhelado para poder regresar a su mundo, el cielo y la tierra saben que Antara nunca volverá. Sin embargo, se siente tan bloqueada que lo único que acierta a hacer es abrazar a Nerum con fuerza. Por encima de su hombro, topa con los fríos ojos de Aidun, que no se apartan, que mantienen el silencioso desafío que, de algún modo, ella le lanza. —Se acabó el tiempo —exclama el hada—. Vamos. El corro de hadas vuelve a circundar a Nerum pero el cuerpo de Antara las empuja, deshaciendo el perfecto anillo que han creado para sujetar el rostro de Nerum y besarlo, de forma inesperada. Los dedos del caeliano se pierden entre su pelo, devolviéndole el beso. Pero las hadas lo empujan, arrastrándolo. Antara no puede dejar de mirarlo y cuando se da cuenta, Lynae y los piratas han regresado al Alma, llevándose con ellos a Aidun.


***** Cuando llega a la bodega del buque, Lynae le está golpeando. Él está maniatado y no puede defenderse pero eso no es inconveniente para que la mujer continúa asestándole puñetazos, patadas y golpes. Pol permanece allí, con la cabeza gacha y la mano en la boca, tratando de ocultar su malestar por aquella situación. Antara entra como una embestida, con las mejillas abrasadas en lágrimas y la furia pugnando por estallar. —Déjame sola con él —le exige a Lynae. —Primero deja que lo mate —responde ella. —Lynae, márchate. Pol sujeta a la gobernante de las Tierras Bardas y se la lleva de allí, sin pronunciar una sola palabra. Aidun permanece sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y el rostro lleno de golpes y sangre. Antara camina hasta su lado y, con la daga que porta en la mano, corta el cabo de cuerda que mantiene sus manos presas. Aidun respira aliviado, al haber pensado que aquella daga tendría otra utilidad. —Eres un malnacido —le espeta Antara. —O un superviviente —responde él, con la respiración agitada. —¿Cómo puedes dejar que otra persona cargue con las consecuencias de lo que tú has hecho?¿Cómo cuando esas consecuencias son la muerte? —Supervivencia, ya te lo he dicho. —¿Sabes? Cuando llegué a Evestya estuve varios días fingiendo que aún no podía ver. —Lo sé. —El día que me arrastraste a Alakron, tu hijo vino a hablar conmigo. —El rostro de Aidun se modifica y la mueca burlona e indolente que le había caracterizado se torna grave e incluso alterada—. Te lo llevaste rápidamente y me asusté porque creí que ibas a golpearlo. Pero de pronto te arrodillaste ante él y lo miraste con un amor y una ternura que me hicieron pensar que había algo en ti que merecía la pena, algo que los demás no podían o no sabían ver. M e equivoqué. Estás podrido. —¡No menciones a mi hijo! —grita Aidun. —Tu hijo... —M i hijo volverá a ver a su padre aunque sea lo último que haga en mi maldita vida —grita aún más fuerte. Se pone en pie, de forma penosa y ella hace lo mismo, frunciendo el ceño, mirándolo—. Le juré que volvería, que no me perdería igual que hizo con su madre y a ti te juro por lo más sagrado que a costa de lo que sea o de quien sea, volveré con él. Cumpliré mi juramento. No voy a dejarlo solo. Jamás. De pronto Antara entiende su recriminable forma de actuar. Pero ni siquiera así puede justificarla. —¿Por tu hijo? —pregunta, incrédula—. ¿De qué maneras vas a llegar junto a él? ¿De veras te atreverás a mirarle a los ojos y decirle que un hombre bueno ha muerto de forma injusta para que tú puedas estar con él? —No vayas por ahí... —Las lágrimas se acumulan en los ojos de Aidun, concediéndoles un brillo sobrenatural. La rabia enciende más sus mejillas y le hace apretar los labios. —Puedes jurarle a Nuyben mil veces que cada vez que te vayas, volverás. Y puedes cumplirlo a costa de lo que sea o de quien sea, como tú dices. Pero llegará un día en el que tu hijo pueda entender tus formas y no pueda sentir más que asco por ti. —Cállate... —masculla él. —Dale una maldita causa noble por la que morir y Nuyben soportaría tu ausencia con orgullo y dignidad. Cúbrelo de actos vomitivos y no hará sino desear tu muerte. El rey de Evestya se derrumba por vez primera desde que Antara lo conoce y se lleva las manos a la cara, mientras su espalda resbala sobre la pared para quedar hecho un ovillo en el suelo. Su rostro, surcado en lágrimas, es la rienda suelta del dolor, del sufrimiento e incluso, del miedo. Antara lo observa sobrecogida. Camina hacia él y se arrodilla enfrente. —Tu hijo quiere estar orgulloso de ti, Aidun. Tú no estarás ahí siempre para él y no puedes sustentar su fortaleza en ti. Sí puedes alimentarla de un legado a la altura, de nobleza, de corazón, de honradez, de justicia. Antara lo abraza con recelo y le sorprende encontrar respuesta en él. En el roce con su piel casi capta la desesperación y la necesidad de un cariño que no se atreve a reclamar. —Tenemos que ayudar a Nerum —murmura ella, sus labios contra el cabello castaño de Aidun. Se aparta sujetándole aún el rostro y los ojos azules del rey de Evestya se encuentran con los de ella. —¿Por qué me lo pones tan difícil? —susurra—. ¿Por qué lo haces tan complicado? Antara lo mira, apartándole el pelo húmedo de la cara. Sabe que Nuyben es el punto débil de Aidun y que su mención le resulta extremadamente dolorosa al rey de Evestya pero confía en que sus palabras, no sólo lo ayuden a él, sino también al pequeño. —Sólo trato de ayudarte —responde ella, también en un susurro—. Déjate ayudar, Aidun. Traga saliva al sentir un vuelco en el estómago con la mirada del joven rey. —¿M e ayudarás a salvar a Nerum? —insiste. —¿Estás enamorada de él? La pregunta la toma por sorpresa. Pero ella es incapaz de responder. ¿Lo está? ¿Es eso posible? ¿Por qué, entonces, siente escalofríos con la mano de Aidun apoyada en su cadera? —Sólo se trata de un acto de justicia —responde al fin—. Él no hizo nada que deba llevarlo a la muerte. Aidun asiente. —Lo ayudaré. Antara se guarda en los labios una sonrisa que no le pide salir. Enjuga una última lágrima en el magullado rostro de Aidun que, a su vez, pasea su dedo sobre el golpe que él mismo le propinó. —Lo siento... —murmura. —No es nada —responde ella—. Reponte. Todo el mundo tiene derecho a caerse... pero no deberías hacer del suelo un destino definitivo..., porque la gente camina a través de él... y si tú estás ahí... —Te pisan —concluye él. Tocada y hundida. Si Nerum es capaz de pronunciar las palabras de él, ¿por qué Aidun también? ¿Qué clase de broma macabra es aquella? —Hay algo que necesito que sepas —le dice él—. Los niños del Seara... mi barco. No viajaban allí para condicionar tu vida. Si sus padres son ajusticiados en Evestya, en Brisa tienen una oportunidad; allí alguien los enseña a leer, a escribir, a desenvolverse. Allí tienen un futuro. Ahora es Antara la que se sorprende a sí misma en un llanto silencioso. —¿Por qué me cuentas eso? —le pregunta en un susurro. —Porque necesito que no pierdas la fe en mí.


13 Capítulo 10: Cuestión de fe

Aidun está sentado junto a Links, que mantiene abierto un viejo libro sobre su regazo. Lynae los observa algo más apartada e incapaz de disimular su furia, que se traza sobre su rostro como un mapa de oscuridad. Una expresión que contrasta frontalmente con la de Seim. El viejo capitán permanece sentado en un rincón, con su humeante pipa entre los labios y un rictus de completa serenidad. Antara llega en ese momento y todos alzan la cabeza para mirarla. Ella carraspea, incómoda por centrar la atención y avanza unos pocos pasos más. —¿Cómo va eso? —pregunta. —Las hadas del Bosque Gélido son criaturas crueles y despiadadas —explica Links—. Por lo que tengo entendido, sus sentencias de muerte se llevan a cabo en lo que llaman el Árbol de las Cruces; te maniatan allí durante la noche y esperan. —¿Esperan a qué? —pregunta Aidun. —A los zernules. —¿Y qué diantre es eso? —pregunta Lynae, con acritud. —Los zernules son unos roedores de gran tamaño que comen... carne de todo tipo. Si dan con alguien empiezan a... a roerlo con sus afilados dientes hasta que devoran tus órganos y... todo lo demás. Lynae se mueve, nerviosa mientras Antara trata de gestionar la información que Links le ha dado. Se acerca más al pirata y toma asiento frente a él y Aidun, que la observa en silencio. —¿Cómo sabes todo eso? —pregunta la joven—. Os hartáis a repetir que no conocéis nada de Tenebros ¿y de pronto dices que unas ratas gigantes van a comerse a Nerum? —Los seres mágicos de Tenebros son grandes desconocidos en Llumia —responde Links— pero en Brisa son muchos los libros que hablan de ellos. Allí se mezclan seres de uno y otro lado. No hay por qué dudar. —M antengamos la calma, señores —interviene Seim—. Trazaremos un plan y sacaremos de allí a ese muchacho. —Lo veis todo muy fácil a través del humo de vuestra pipa y vuestro sempiterno afán de leyenda, capitán —responde Lynae, con acritud—. Pero entrar en el bosque de esas chaladas sin escrúpulos y sus mascotas no se antoja precisamente sencillo. —¿Y quién recuerda a los que conquistan lo sencillo, mi señora? —pregunta el hombre, levantándose. Sonríe y sus diminutos ojillos se convierten en apenas dos rendijas. Saborea de nuevo su pipa y casi parece ajeno a la hostilidad de Lynae. —No estamos aquí para rubricar nuestro nombre en ningún libro de historia, señor —responde ella de nuevo—, sino para intentar salvar a Nerum de la pésima situación en la que el cobarde de Evestya le ha puesto. Antara observa a Aidun de reojo, tratando de adivinar si las palabras de Lynae causarán algún tipo de reacción en él pero el soberano de Evestya no levanta los ojos del mapa que Links le ha dado. —Si hacemos caso a este trazado —dice Aidun—, nos resultaría imposible regresar por el mismo sitio. Las hadas nos cercarían. Links asiente. —La única posibilidad sería una huida por el bosque hasta llegar a La Costa Pétrea; la llaman así porque, a pesar de ser una playa, todo lo que hay allí es roca, incluso sus gentes: los pétreos. —¿Gente de piedra? —pregunta Seim, sonriendo. Lynae pone los ojos en blanco, exasperada ante el hecho de que el capitán del Alma del M ar vea en todo cuanto les espera una oportunidad para convertirse en leyenda y no un escollo más para lograr llegar hasta Nerum y sacarle de allí sano y salvo. —¿Cuánto calculas que tardaríamos en llegar hasta allí? —pregunta de nuevo Aidun. Links niega con la cabeza mientras resopla. —Un par de jornadas a buen ritmo y sin problemas. Aidun asiente, dobla el mapa y se incorpora. —¿Te remuerde la conciencia? —le pregunta Lynae. —¿De verdad quieres que sigamos invirtiendo fuerzas en responder a tus sandeces? —espeta él, acercándose—. Eres tan sumamente agotadora que eso conllevaría dejar a tu amigo allí. —¿Y qué pierdes tú? ¿Por qué ahora sí quieres salvarlo cuando es por tu culpa por lo que está donde está? —Lynae... —murmura Antara, poniéndose también en pie—. Ya basta. —¿Qué te hace pensar que no va a jugárnosla? ¿Que le importa realmente la vida de Nerum? Antara busca los ojos de Aidun y los encuentra; aún están enrojecidos pero han recuperado la soberbia que los caracteriza. —Cuestión de fe —responde ella. Casi le parece detectar un atisbo de sonrisa en los labios de Aidun pero no puede estar segura de eso. El joven abandona el lugar y Lynae es quien lo sigue. Antara espera que no retomen un nuevo enfrentamiento y, mientras suspira, se vuelve y fija su atención en el capitán. —Vamos allá —concluye el viejo lobo de mar—. Ubiquemos nuestro nombre en la historia y que los dioses nos protejan. Ni siquiera espera respuesta y, con su habitual paso renqueante, abandona también el lugar. Antara permanece allí durante unos minutos más, sonriendo tímidamente. No puede evitar preguntarse qué puede significar Seim en su mundo; quién puede ser. ¿Tal vez su deseo de dejar su impronta en el mundo de la literatura? Siempre deseó escribir y de algún modo, fue capitana de un destino que acabó viendo truncado. Alma del M ar. Espera y desea que el futuro de ese viejo navío, que ha capeado mil tempestades y salido siempre indemne no sea el de acabar engullido por la oscuridad como le sucedió a ella misma. A pesar de la incomprensión que rodea a Seim, el viejo mantiene intactos sus anhelos y renueva con cada amanecer su esperanza, la calienta a fuego lento y la conserva contra todo y contra todos. Una perseverancia, la suya propia, que siempre admiró en sí misma, que siempre la enorgulleció y que estaba empezando a perder, al aceptar, sin resistencia, el derrumbe sistemático de sus sueños. Por un momento, Antara desea que Seim pueda ver cumplido el suyo. El pirata no desea gloria fácil, ni simple fama; ni siquiera un tesoro. Anhela forjar su propia historia, su leyenda y hacerse, a fuerza de trabajo, un nombre entre los grandes. Trabajo, perseverancia, ilusión y valentía. Antara. Se jura a ella misma que si logra regresar, el sueño de ser escritora continuará navegando viento en popa a toda vela, surcando aguas profundas, resistiendo tempestades y renovando la ilusión. Aquel pensamiento optimista la hinche de energías renovadas y, sonriendo aún, se une a Aidun, Lynae y los demás en el plan para rescatar a Nerum. Piensa en él mientras camina a través de la cubierta y recuerda el beso desesperado que estampó en sus labios. Por un momento se pregunta cuál fue la razón. Aún no tiene claro quién o qué es el caeliano en su mundo pero las hipótesis que acaba de generar con respecto a Seim le otorgan confianza para atreverse a imaginar. No debe andar desencaminada en sus propias creencias, pues aquel es su mundo y eso es algo que debe empezar a creerse de una vez por todas. *****


Antara camina tras los pasos de Aidun, que avanza sigiloso y en silencio, empuñando su espada con férrea determinación. Detrás, es Lynae quien cierra la procesión. El plan establecido pasa por guiar al Alma del M ar hasta Las Costas Pétreas, donde aguardarán la llegada de los tres más Nerum. Tal y como el rey de Evestya había indicado, regresar sobre sus pasos una vez que el caeliano hubiera podido ser rescatado se antoja tarea imposible; no sin que las hadas se den cuenta de todo y traten de capturarlos. La única opción posible es una huida hacia adelante y que alguien les espere allí. A pesar de que la ayuda de algún hombre más no se hubiera desestimado el Bosque Gélido, todos son conscientes de que manejar el Alma del M ar con apenas cinco piratas es harto difícil; además, en un intento de moverse con sigilo a través de aquella abundante y fría vegetación, una cantidad de personas exagerada no ayudaría. M ientras avanzan, Antara observa, maravillada la magia del Bosque. A pesar del invierno que lo azota, los árboles y arbustos exhiben una importante frondosidad en sus copas y ramas, como un perenne desafío al blanco que no cubre la verdura de sus hojas. La nieve cae con gracilidad desde el cielo encapotado, posándose sobre el único manto blanco que se impone sobre los vivos colores de la naturaleza. Por un momento Antara se hace la fugaz ilusión de que nadie habita aquel bosque. El grosor de la nieve que hay en el suelo sería imposible si alguien tuviera que avanzar a través de ella pero pronto se obliga a recordarse que son hadas las que moran allí y que, además de su pequeño tamaño, no se desplazan caminando, sino volando. Evocar la imagen de las hadas que ha tenido frente a sí hace pocas horas, le devuelve el rostro de Lilia. Aquella que la buscó en las prisiones de Evestya no parecía tener nada que ver con las hostiles criaturas que las han recibido tan pronto como el Alma del M ar atracó frente a las aguas del Bosque, aunque realmente ella no llegó a cruzar tantas palabras con la malograda Lilia como para conocer realmente sus intenciones. Aidun se detiene y Antara hace lo mismo; también Lynae. En el centro del claro que queda al otro lado de la espesa vegetación, las hadas bailan alrededor de un curioso fuego de azulada llama que se mantiene erguida e imperturbable. Algunas de ellas tocan extraños instrumentos de agradables sonidos, mientras otras danzan y ríen de forma despreocupada, como si aquella noche no fuesen a dejar morir a una persona a pocos metros de allí, de forma cruel y despiadada. El cielo presenta un aterciopelado azul marino salpicado de estrellas, pequeñas motitas de polvo, distantes y ajenas a todo cuanto acontece en el vasto y desconocido mundo de Antara. Ella observa la nubecilla de vaho que se le desprende de la boca cada vez que exhala el aire de sus pulmones. Se ajusta la capa que Nerum le dejó y trata de sacudirse el temblor que la atenaza, mezcla de frío, nervios y miedo. —Genial... —murmura Lynae—. ¿Cómo vamos a pasar por ahí? Antara observa a Aidun, esperando a que el muchacho les ofrezca una respuesta. Él se vuelve ligeramente. —Habrá que distraerlas —susurra. —¿Distraerlas? —exclama Lynae. —Eso he dicho. Yo las distraeré y vosotras podéis ir a buscar a vuestro amigo. —¿Estás loco? —interviene Antara—. Habrán acabado contigo antes de que puedas decir tu nombre y después, irán a por nosotras. —¿Eso crees? —Yo tengo mejores argumentos que tú para distraerlas durante más tiempo. Lo haré y tú irás a buscar a Nerum. —¿Vas a fiarte de que él vaya a por Nerum? Acabará antes si lo mata él mismo o si nos dice que ya está muerto. ¡A saber! —No lo hará —responde Antara, mirando directamente a Aidun, que ni se inmuta. —Pero... —No es prudente que vayas tú —repone Aidun—. Antes me vieron maniatado y en situación de desventaja con respecto a vosotros. Os tienen como enemigos y a su vez, yo soy el vuestro, de modo que al menos durante el tiempo que necesitéis para llegar hasta Nerum y largaros, puedo manejarlas. —Es lo más sensato —responde Lynae—. Además, si se revuelven y deciden matarlo, tampoco pasa nada. Intenta, eso sí, tardar un poco en que te trinchen. Aidun sonríe y niega con la cabeza pero sin media palabra, Antara deja atrás la espesura en la que se están ocultando y camina hacia las hadas, que detienen su improvisada celebración. Aidun cierra los ojos y maldice, mientras Lynae le sujeta del brazo con fuerza. —Te juro por tu propio hijo que si le pones una mano encima a Nerum o si te desentiendes de él, te mataré con mis propias manos. Y no quedará ahí. Aidun le aparta el brazo con un gesto brusco y desaparece entre la espesura mientras Lynae corre tras los pasos de Antara. —¿Qué significa esto? —exclama el hada con el que antes habían hablado—. ¿Qué acto de osadía os ha traído hasta el interior del Bosque Gélido? —Vengo a mediar por mi amigo —responde Antara, con determinación—. A exigir su liberación, puesto que él no res responsable de nada. —Ya hemos mantenido antes esta conversación —responde la pequeña mujer. Sus alas continúan efectuando rápidos movimientos mientras se acerca a Antara. Lynae la flanquea por detrás, con la espada envainada pero lista para echar mano en cualquier momento. —¿Quién eres? —pregunta el hada, entornando los ojos. —M i nombre es Antara —responde ella, tras una leve vacilación. Recuerda que Nerum le exigió no desvelar su identidad, convencido de que las hadas sólo rendirían pleitesía a su dios y no a otro ídolo más. Sin embargo, la sorpresa es la única baza con la que ella cuenta para ganar algo de tiempo mientras Aidun llega hasta Nerum—. Soy... No llega a pronunciar ni una sola palabra más antes de que un golpe seco y doloroso nuble su visión, haciéndola caer al suelo, inconsciente. ***** Aidun ha dejado atrás el claro y también el sigilo con el que lo abandonó. Ahora corre entre la maleza y sobre la nieve, prácticamente a tientas. La espesura de los árboles que se yerguen sobre su cabeza, eclipsa la luz de la luna, impidiéndole el paso. Porta la espada en su mano y la inquietud en su mente, pues ni siquiera posee la total certeza de estar siguiendo el camino correcto. El mapa sigue en su bolsillo pero entre la oscuridad todo se torna confuso. Prácticamente cuenta los pasos, tratando de localizar Él Árbol de la Cruz. Aminora el ritmo, intentando recuperar el aliento y es entonces cuando escucha un gruñido a su espalda. Se detiene sin tan siquiera volverse. Empuña con más fuerza su espada y voltea la cabeza ligeramente. El gruñido vuelve a escucharse. Él se mueve despacio, intentando no llamar demasiado la atención de lo que sea que le acecha entre las sombras. Pero sea lo que sea, ya le ha visto. Aidun sólo logra distinguir un par de puntos rojos que aparecen y desaparecen. ¿Puede, acaso, tratarse de un zernul? —se pregunta—. Con toda probabilidad. Links no le describió a aquellas terroríficas criaturas pero, lo sea o no, lo que parece claro es que va a por él. Aidun sopesa sus posibilidades, colocando en ambos lados de la balanza: una huida o un enfrentamiento. Podría calibrar mejor sus opciones si viera al animal que lo sigue pero apenas distingue su silueta oscura y sibilina. Como si fuese consciente de la indecisión de Aidun, es la criatura la que toma la iniciativa y se abalanza sobre él, que apenas tiene tiempo para recular. Alza su espada y sabe que ha herido al animal cuando este emite un gruñido lastimero, como un llanto. El rey de Evestya está tendido sobre la nieve pero siente su mano izquierda impregnada en sangre. No es la suya. Se incorpora rápidamente y busca con nerviosismo a su alrededor, intentando localizar de nuevo a la criatura. Averigua su paradero cuando esta se abalanza otra vez sobre él, esta vez desde su espalda y sin opción de defenderse. Aidun ha caído de bruces contra el suelo y ha perdido la espada, que trata de localizar mientras gatea pateando al animal que le profiere mordiscos y arañazos en la espalda y en las piernas. Al fin da con la afilada cuchilla de su acero y, volteándose en el suelo, la hunde con determinación en el costado del animal. Aún tarda unos segundos en recuperar la compostura. Se pone en pie despacio, sin apartar la mirada de aquelle bestia, un zelur, probablemente, mientras intenta asegurarse de que realmente está muerta. Es algo más pequeño que un lobo y dos afilados incisivos asoman desde su boca; su cara parece, más bien, la de algún tipo de ardilla o castor. De orejas pequeñas y redondeadas y el cuerpo cubierto de un pelaje oscuro. Una mancha negra sobre la blanca nieve. Aidun nunca ha visto nada igual. Toca su cuerpo con la espada y lo azuza, confirmando que está muerto. Devuelve la mirada atrás y duda sobre si regresar con Antara o seguir adelante. Teme que las criaturas puedan llegar donde están las muchachas pero también sabe que si no libera a Nerum, todo cuanto alegue parecerán excusas con las que Antara no lidiará. Por un momento se lleva la mano a la pierna y comprueba que está sangrando pero en caliente, aún se siente con fuerzas para seguir. Lo hace renqueante aunque tratando de imprimirle velocidad a su avance. Después de algunos metros, la espesa vegetación cede y el resplandor de la nívea luna se prende, como una luz guía enviada por los mismísimos dioses. Aidun se


detiene y sonríe para sí. Pero la tregua dura lo que él mismo tarda en escuchar nuevos sonidos, esta vez desde el serpenteante camino que le queda enfrente. Abandona el trazado y avanza a través del bosque. La pierna empieza a dolerle pero su intuición le dice que falta poco. Su rostro está empapado en sudor; también su cabello, que se le pega a la frente. Todo su cuerpo. Camina algo más despacio y entonces lo ve: un enorme árbol con retorcidas ramas que se pierden en el cielo, suplicantes, anhelantes de alcanzar su tersa superficie. El grueso tronco parece partirse en dos a medida que asciende y desde cada una de las dos enormes mitades, penden sendos cabos de cuerda. Las muñecas de Nerum se atan a cada uno de ellos. El caeliano tiene cortes y heridas en la cara, en los brazos y piernas. Está arrodillado en el suelo, con la cabeza doblada hacia su costado derecho, como si estuviera inconsciente. Los zernules le acechan, caminando alrededor de él como si examinasen el mejor ángulo para atacar. Ya han de haberlo hecho antes, pues es improbable que las hadas se hayan ensuciado las manos golpeando a Nerum, a quien, por su culpa, consideran un vulgar asesino. Aidun sacude la cabeza y camina, renqueante hasta el lugar. Desde su posición, visualiza, al menos, a tres zernules más. Le superan en número y, probablemente en ferocidad pero su piel no es dura y tampoco parece excesivamente difícil lastimarlos, por lo que confía en sus posibilidades y, ante todo, se siente en deuda con Antara. “Dale a tu hijo una causa noble por la que morir”. Espera poder dársela más adelante pero quedarse allí parado, mirando cómo aquellas bestias devoran a Nerum no es una opción si, cuanto menos, quiere corresponder de alguna manera a la fe que Antara ha expresado profesarle. Aidun da un paso al frente antes de detenerse ante la repentina llegada de Lynae, que corre, azorada. —¡Nerum! La mujer deja caer el cuerpo de Antara sobre la nieve, con muy poca sutileza y sesga los cuellos de los zernules sin ningún tipo de dificultad, dejando al instante muertos a los tres que acechaban a Nerum. La belicosidad de la gobernante de las Tierras Bardas es de sobra conocida en Llumia pero ver lo rápido que ella ha terminado con tres en comparación a las dificultades que uno de ellos le ha supuesto a él, casi avergonzaría a Aidun, de no ser porque en ese momento la estupefacción es mayor que el orgullo herido. Además, él apenas podía ver al zernul, mientras que Lynae gozaba de una visibilidad privilegiada. El rey de Evestya frunce el ceño y observa confuso el cuepro de Antara, preguntándose qué diantre le ha ocurrido. Una parte de sí mismo le grita que salga de su escondrijo y ayude; la otra, le previene sobre algo extraño. —Tus alas... —murmura Lynae, impactada. Esto atrae la atención de Aidun, que aparta, por primera vez, sus ojos de Antara. Sólo en ese momento repara en que el caeliano no tiene alas; o mejor dicho: conserva sólo dos pequeñas protuberancias que asoman desde su camisa rasgada. Pero está consciente; alza la cabeza y observa a Lynae. —¿Dónde están? —pregunta, con un hilo de voz—. Dijiste que nos esperarían aquí... Pero no han venido. Lynae sigue petrificada y parlotea sin que ninguna de sus palabras lleguen a escucharse. —¡Lynae! —grita Nerum, nervioso. Ella se sacude la cabeza, como si regresase de un sinfín de pensamientos que la han alejado momentáneamente de allí. —No lo sé —responde, alzando la mirada por encima del hombro de Nerum—. Dijeron que estarían aquí, que no nos ocurriría nada. —¡Pues mintieron, maldita sea! ¡M írame! Aidun recula un par de pasos, sobrecogido en parte por el llanto resquebrajado de Nerum, en parte por la extraña situación que se da ante él. ¿De quién están hablando?¿Quién se supone que debía conocer su llegada la Bosque Gélido y , sobre todo, su estancia en el Árbol de la Cruz? De nuevo, observa a Antara: ni siqueira puede verle la cara. Está tendida en el suelo, bocabajo y su dorado cabello, sucio y apelmazado, se desparrama sobre la nieve. Aidun retiene la urgencia de correr hacia ella y comprobar si está bien. Algo le dice que en el silencio y la quietud puede averiguar mucho más que si pregunta de forma directa. —Nerum... —murmura Lynae—. Pagarán por su abandono —le dice, suejetándole la cara y obligándolo a mirarla—. Y haremos que todo esto merezca la pena. Te lo juro. Pero ahora hay que irse de aquí. Con su daga, Lynae sesga los cabos de cuerda que mantienen al caeliano prisionero en aquel exótico árbol, algo que no se antoja tarea sencilla, pues aquellos cabos no son cuerda normal. —¿Qué le ha pasado? —pregunta Nerum, haciendo un gesto con la cabeza. —Ella está bien. Estuvo a punto de decirles a las hadas quién era pero no llegó a hacerlo. Nerum asiente. —¿Y él? ¿Dónde está el tirano? Lynae se da la vuelta, nerviosa y Aidun se oculta detrás de un grueso tronco. Ha terminado de cortar una de las sogas y ahora corre hasta la otra. —Él venía a buscarte. Probablemente le habrán entretenido algunos zernules. No importa, podemos irnos sin él. —¿Qué pasa si ella quiere volver a buscarlo? —Le diremos que está muerto y punto. Ese desgraciado no merece ni la más mínima atención. Lo importante es ella; debe llegar sana y salva hasta El Quiebre, ¿recuerdas? Ese fue el trato. Nerum cae de rodillas al suelo, deteniendo el golpe con las palmas de sus manos abiertas. Por momentos, parece agotado, vencido. Observa a Antara, sin moverse de su sitio. Aidun no aguanta más. Aparece entre las sombras, sosteniendo aún su espada y manteniéndole la mirada a Lynae cuando la mujer da media vuelta para correr hacia el cuerpo de Antara. —¿Qué está pasando aquí? —inquiere. —Que nos largamos —responde ella, retomando el paso—. ¿Dónde demonios estabas? —¿Qué le ha pasado? —exige saber. Aidun camina junto a Lynae y la sujeta del brazo antes de que pueda, si quiera, tocar a Antara. —Ella está bien. Pero las hadas nos siguen, así que nos vamos. Ahora sí, ¿por qué no te quedas y las distraes? Deja que te maten y te descuarticen, así podremos avanzar durante más tiempo. Aidun se agacha junto a Antara, mientras la mujer habla y coloca dos dedos sobre su cuello, comprobando que tiene pulso. Lynae lo aparta de un manotazo y toma en volandas a Antara. —¿A quién se supone que esperabais aquí? Lynae da media vuelta y lo mira; después, sus ojos topan con los de Nerum, que se incorpora despacio y penosamente. —¿Has estado escuchando? —le recrimina ella. —Ahora no hay tiempo —interviene Nerum—. Hay que irse. El zumbido de las alas de las hadas llega hasta allí amortiguado, junto con los gruñidos, más altos y claros, de los zernules, de modo que, envuelto en un mar de dudas y recelo, Aidun conviene que habrá tiempo para hablar y aclarar cosas. Ahora, lo importante es huir.

14 Capítulo 11: S u cabeza por un cuento

Han empezado a dejar atrás los dominios de las hadas y eso es algo que queda claro en el frío que disminuye lenta pero paulatinamente. Lynae ha cargado con Antara durante todo el trecho, negándose a que Aidun o Nerum lo hicieran. El caeliano está aún muy débil y del rey de Evestya, simplemente no se fía. El cansancio, sin embargo, empieza a hacer mella en todos, especialmente en la gobernante de las Tierras Bardas y en el de Caelo. Lo escarpado del terreno al que


han llegado dificulta, además, el avance y tan pronto como dan con una pequeña gruta, deciden tomarla como improvisado refugio. La oquedad en la montaña no es demasiado grande y Aidun opta por permanecer fuera; se apoya sobre las piedras que forman la entrada y observaa Lynae colocar paños humedecidos en la nieve sobre la frente de Antara, que aún permanece inconsciente. Nerum la observa en silencio, al fondo de la gruta. —Ha sido una locura que volviéseis a por mí —dice entonces el caeliano, rompiendo el silencio. Aidun sonríe. —¿Qué te hace tanta gracia? —le escupe Lynae, de mala gana. —¿A quién tenéis que entregar en El Quiebre? ¿Qué lugar es ese? —¿Sabes, rey bastardo? Considérate libre y lárgate de aquí; vuelve a Evestya y continúa con tu asquerosa vida mientras seas capaz de conservarla. —No pienso irme sin respuestas. —En Brisa hablamos con los pétreos —le explica Nerum. —¡Cállate! —exclama Lynae—. No tenemos por qué darle ningún tipo de explicación a este cerdo. —Lynae, por favor... —Estás muy nerviosa, ¿no? —observa Aidun. —Como te decía —continuó Nerum— sabiendo del carácter de las hadas, llegamos a un acuerdo con ellos, dado que sus tierras colindan con el Bosque Gélido. Dijeron que si ocurría algo, ellos nos prestarían su ayuda y nos facilitarían el acceso a El Quiebre. —¿Qué sitio es ese? —El Quiebre es un lugar donde la magia fluye de forma especial, según nos dijeron. Allí habitan hechiceros, magos y brujas. Si Antara llega hasta allí, es posible que las cosas resulten más sencillas; que ella tenga algún tipo de dominio de sus poderes o que empiece a saber cómo encontrar lo que buscamos. Allí la ayudarán. —¿Y con quién forjasteis ese trato? —¡Vete al diablo! —interrumpió de nuevo Lynae—. No tenemos por qué responderte. Y si no cierras la bocaza, juro que te mataré con mis propias manos. Ahora mismo. —El trato fue... —¡Nerum, basta! Antara se mueve en aquel momento, apenas una insignificante mueca mientras alza el brazo, con debilidad y trata de llevárselo a la nuca. Pero su cabeza sigue apoyada en el regazo de Lynae y ella sólo alcanza a tocarse la frente. Abre los ojos, despacio y su expresión es la viva imagen del dolor. —¿Qué... dónde...? —¡Shhhh! —murmura Nerum, acercándose más a ella y sonriendo—. Tienes que estar tranquila. Habrá tiempo para hablar. Aidun no aparta sus ojos del caeliano hasta el punto de hacerle sentir incómodo. —Ahora tienes que descansar y reponerte lo antes posible —interviene Lynae—. Lo único que debes saber es que hemos logrado escapar de las hadas. Todo está bien. —¿Y Aidun? —pregunta Antara, sin apenas voz. Nerum recula despacio y Lynae fulmina al rey de Evestya con la mirada. —Estoy bien —responde este. Antara sonríe y cierra los ojos de nuevo.

***** Aidun se lava la herida de la pierna en el helado riachuelo que surca aquellas tierras. El arañazo se cierra pero el dolor sigue lastrando su avance, a pesar de que no ha logrado impedirle que pudiera seguir el paso a Lynae, pues la mujer ha tenido que adaptarse al ritmo de Nerum. El rey de Evestya observa el níveo entorno, las montañas que se yerguen a lo lejos, un manto inmaculado de nieve que nunca ha debido ser mancillado. Por un momento se pregunta si las hadas se rendirán tan fácilmente y la respuesta que él mismo se da le hace sentir inquieto. Vuelve a introducir sus manos en el agua y se lava la cara. El reflejo le ha mostrado su rostro algo más delgado, sucio y cansado. Se sobresalta ligeramente cuando Antara se agacha a su lado, emulándolo al hundir, también, sus manos en las gélidas aguas. Él la observa sorprendido. ¿Cómo ha logrado zafarse de Lynae y Nerum sin que estos se den cuenta? Porque de saberlo, ni uno ni otra le hubieran permitido estar sola con él. También en esto su propia respuesta, le ofrece una obviedad: es la diosa. ¿De qué no ha de ser capaz? Antara alza la mirada y le sonríe. —¿Cómo estás? —le pregunta él, volviendo a centrar su atención en el agua y en sus manos. —Algo dolorida pero bien. El silencio se alza durante unos segundos en los que Antara observa a Aidun con una mueca de satisfacción. Han salido indemnes del Bosque Gélido y han podido salvar a Nerum con su ayuda. La muchacha se dispone a hablar pero antes de que lo haga ella, lo hace él: —¿Quién te golpeó? —le pregunta sin mirarla. —No lo sé... Lo único que recuerdo es la llegada al Bosque Gélido. Quise hablar con ellas y... sé que logré cruzar algunas palabras; luego, el dolor y la oscuridad. —No me fío de Nerum ni de Lynae —dice Aidun de forma directa. Sus ojos buscan a Antara, tratando de calibrar su reacción. Ella, sin embargo, no parece sorprendida. —Ayudaría en vuestra relación que suavizases tu trato con ellos. Sé que no... —No me refiero a eso. Hay cosas que no te han contado y no entiendo por qué. —¿Cosas que no me han contado? ¿Cómo qué? —Como que teóricamente nadie debía correr peligro en el Árbol de la Cruz porque ellos contaban con la protección de los pétreos, con los que hablaron en Brisa; o el hecho de que quieran llevarte hasta un lugar llamado El Quiebre, donde creen que tus poderes pueden... reactivarse o algo así. —¿Y qué tiene eso de especial? —Probablemente nada, ¿no? ¿Por qué callarlo? —Aidun, no entiendo adónde quieres llegar pero los cuatro estamos juntos en esto y creo que nos convendría actuar como un equipo. Haciéndolo de ese modo hemos logrado salir con vida del Bosque, ¿no? —¿Como un equipo? —pregunta entonces Lynae. Antara se pone en pie como un resorte y Aidun hace lo mismo, mucho más despacio. —¿Por qué no le explicas tu inoperancia ante la situación de Nerum, tirano? —¿Inoperancia? —pregunta Antara. —Sí. —La mujer salta desde una piedra y desciende por la escarpada ladera hasta llegar frente a ellos—. Nerum estaba maniatado en el maldito árbol, herido, magullado, destrozado y a pesar de que planeamos que él lo liberase mientras tú y yo distraíamos a las hadas, tuve que ser yo quien lo hiciera todo. Cuando llegué junto a Nerum, cargando contigo, el señor rey permanecía escondido en algún sitio, dudando, supongo, sobre la necesidad de salvarlo o de huir. Antara se voltea tímidamente y observa a Aidun, que le devuelve la mirada sin responder. —Y claro, fue demasiado tarde —concluye Lynae. Nerum aparece desde lo alto de la colina y los observa, impasible. Antara se lleva las manos a la boca y recula un pasito, horrorizada. Al despertarse en la gruta, ni siquiera había podido ver a Nerum con claridad para percatarse de que el caeliano ya no tiene alas.


El joven llega hasta allí y centra su atención en Antara. —No me mires así, por favor. —Lo siento —se disculpa ella, rápidamente—. Lo siento muchísimo. —Estoy vivo. Supongo que eso es... lo único importante. Supongo. Dos lágrimas emprenden una carrera a través de las mejillas de Nerum, hasta morir en la consternada meta de su boca. Degusta su sabor salado y abraza con fuerza a Antara cuando ella le embiste casi, desgarrada ante la situación del caeliano. El abrazo se hace eterno y ni Lynae ni Aidun dicen nada. Cuando Antara se aparta, sólo puede buscar al rey de Evestya y destinarle el más nítido odio a través de sus ojos, un sentimiento que proyecta hacia él aun sintiéndolo para sí misma. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida como para haber confiado en Aidun? Y aunque en eso no se hubiera equivocado, el mal ya habría estado hecho, de todos modos. Por culpa de una acusación injusta y falsa de Aidun, Nerum ha sido desposeído de sus alas, un preciado don para un caeliano sin las que tendrá que aprender a vivir. Por si todo eso fuera poco, además, hace apenas unos minutos él trataba de hacerla dudar sobre Nerum y Lynae. —Yo creo —dice entonces la mujer— que ha llegado el momento de prescindir del rey tirano. Lejos de ayudarnos, no haría sino vendernos al mejor postor. Quería irse, ¿no? Que se vaya. Estaremos mejor sin él. Nerum no dice nada. —Lynae tiene razón —murmura Antara—. Será mejor que te vayas. Lynae empieza a caminar ascendiendo de nuevo a través de la loma por la que llegó. Antara toma la mano de Nerum y se dispone a seguirla sin que el caeliano oponga la menor resistencia. Pero los tres se detienen a la voz de Aidun: —No voy a irme a ninguna parte. Todos se vuelven y lo observan, confusos. Lynae desanda sus pasos y vuelve junto a él, negando con la cabeza. —Eres increíble, Aidun de Evestya, rey tirano. ¿Qué es lo que pretendes? —¡¿Cómo sabían que íbamos a llegar al Bosque Gélido?! —grita él, furioso—. Navegamos durante días sin tener ni la menor idea de adónde íbamos a ir a parar pero vosotros pactáis con los pétreos en Brisa que os aguarden cerca del Árbol de la Cruz. ¿Por qué? —No puedo creer esto... —murmura Lynae. —¿A quién tenéis que entregar en El Quiebre? —insiste él. —A tu madre —le escupe Lynae. Aidun la mira, tratando de contenerse. —No quiero que vengas con nosotros —concluye Antara.

***** La perpetua noche imposibilita saber qué hora es o hacerse una idea del momento del día en el que se encuentran; complica labores tan fundamentales y básicas como pararse a descansar o dormir un rato. ¿Cómo saber si llevan poco o mucho tiempo avanzando? La nieve cede poco a poco y el frío, también. Antara no puede negar sentirse inquieta a pesar de todo: han dejado a Aidun solo a su suerte en el Bosque Gélido y quizás, le hayan sentenciado a la misma condena que ella quiso evitar en Nerum y para cuya causa contó o creyó contar con la ayuda del rey de Evestya. Piensa en Nuyben y por un momento, batalla consigo misma para seguir caminando. Si ese pequeño no vuelve a ver a su padre será, en parte, porque ella le está privando de eso. Se detiene momentáneamente y echa la vista atrás, desde donde llega Nerum. Lynae abre la pequeña procesión que forman los tres y, con su espada, sesga la vegetación más espesa, la que les impide avanzar a un ritmo más veloz. La visión del caeliano también remueve sentimientos en ella y lo hace con la misma fuerza y la misma culpabilidad. Ver sus alas rotas le hace sentir escalofríos e incluso llega a sentirse mareada. Perder las alas para un caeliano debe ser algo comparable a perder la vista para una persona, algo básico y necesario... sin lo cual, sin embargo, puede aprenderse a vivir. Pero eso no reconforta. Ella lo sabe bien. —¿Ocurre algo? —le pregunta Nerum. —¿Crees que hacemos lo correcto con Aidun? —Creo que le hemos colmado de oportunidades, Antara. Y simplemente no se puede luchar contra la naturaleza de una persona. No dudo de que pueda existir un buen fondo en él pero hay una capa demasiado gruesa hasta esa bondad, una capa que se regenera cada vez que la hieren y se hace aún más recia, más fuerte. Va contra él y tú no puedes reprocharte nada. —¿Va todo bien? —pregunta Lynae, algo más apartada. —Todo bien —responde Nerum. ***** Aidun deja caer al agua un jirón de su camisa y la fuerte corriente del riachuelo la arrastra de regreso al Bosque Gélido. Sólo espera que las hadas sean lo suficientemente inteligentes como para buscar pistas en cualquier parte y seguirlas en el afán por dar con ellos, que han escapado de sus dominios, llevándose consigo a un prisionero. Observa el cristalino fondo con paciencia pero alza la cabeza cuando un sonido repetitivo y sordo empieza a escucharse entre las sombras. Es un aleteo. No cree que haya sido como respuesta a su intento por captar la atención de las hadas, pues es imposible que esto haya podido suceder tan deprisa; sin embargo, una de ellas está allí, revoloteando sin moverse de su sitio y oscilando en un pequeño vaivén que la hace subir y bajar constantemente. Su cabello, de un rojo chillón, contrasta con la blancura de su piel. Sus ojos son dos pozos de negrura y sus labios son finos y apretados. Aidun no sabe si está sola allí, aunque en aquel momento parece que nadie más la acompaña. Ella observa al rey de Evestya con inusitado interés. —Conocí a Lilia —dice sin más—. Yo la maté. El hada no se inmuta; nada en su expresión se ha modificado y tampoco su voz, monótona, muestra alteración alguna. —Pagarás por ello. —No —responde Aidun, incorporándose—. Los dioses me amparan. La diosa me ampara. El hada se acerca. —¿Qué quieres decir? —Antara. La joven de cabello rubio que me acompañaba... es la diosa de Llumia; diosa de Antara. No permitirá que me hagáis daño. Esta vez, la sorpresa sí es una mueca evidente en su expresión y en el timbre de su voz, más agudo de lo que había parecido hasta ese momento. —La diosa... —murmura. ***** Antara toma asiento sobre el grueso tronco de un árbol, exhausta ante el interminable avance. Nerum se detiene a su lado y la observa sonriendo. —¿Estás cansada? —Estoy destrozada. —Chicos, ¿qué ocurre? —exclama Lynae, que regresa sobre sus propios pasos—. ¿Qué pasa?


—Deberíamos descansar un poco. Antara no puede más. —De ninguna manera. Estamos a punto de llegar, de modo que haz un último esfuerzo. —¿Adónde vamos exactamente? —Los dominios de los pétreos. —Tal y como dijo Aidun... —murmura Antara. —Tal y como nosotros le explicamos al tirano —responde Lynae. —¿Son de fiar? —insiste Antara—. Es decir, ¿los conocisteis en Brisa y os fiais de ellos? —Lo único que necesitamos de ellos es que nos guíen hasta El Quiebre. —¿A cambio de qué? —A cambio de algo que quieren; confía en nosotros y no te dejes calentar la cabeza por el tirano. —No es eso —responde Antara, avergonzada. Lynae y Nerum no han hecho sino ayudarla y ella les paga ahora con recelos y desconfianza. No puede permitirlo y mucho menos por las palabras del rey de Evestya. —Lynae, podemos permitirnos el lujo de parar unos minutos —solicita Nerum. Ella niega con la cabeza y refunfuña mientras se aleja unos pocos pasos. El caeliano toma asiento junto a Antara. Ella clava su mirada en sus propias manos, pues cada vez que observa la espalda del joven se siente más y más culpable. —Hay algo de lo que me gustaría hablar... Ella alza la vista. —Cuando las hadas me capturaron... me... besaste. Antara siente que, por un momento, se le corta la respiración. Apenas ha transcurrido tiempo desde aquello y sin embargo, siente que han pasado años. Ninguno de los dos había vuelo a mencionarlo hasta ahora. —¿Por qué lo hiciste? —Dios mío... —Se lleva las manos a la frente y cierra los ojos con fuerza—. Lo siento. No sé... no sé por qué lo hice. —¿No lo sabes? —pregunta Nerum, sonriendo. —La situación era tan desesperada... y por un momento pensé que tú podías ser él. —¿El muchacho del que te enamoraste en tu mundo real? Ella se limita a asentir. —¿Y has descartado la opción? —Ojalá pudiera conocer con total certeza qué o quiénes sois todos y cada uno de vosotros. —Haríamos una bonita pareja, ¿no crees? Antara le mira y en la expresión del caeliano todo es tan sereno que ni siquiera puede sentirse avergonzada por tratar de aquel asunto con él, que lo dota todo de tal naturalidad. La muchacha sonríe. —Aunque ahora, con el ala rota... quizás no fuéramos tan perfectos. La curva en los labios de Antara se atenúa y la sonrisa se convierte en una mueca de amargura. —Lo siento —responde él, acariciándole la mejilla. Lynae salta en aquel momento ante los dos, interrumpiendo la tregua. —Zernules —exclama—. Nos siguen. Antara se pone en pie como un resorte, al igual que Nerum. —¿Eso significa que las hadas aún van detrás de nosotros? —exclama, asustada. El miedo, además, es doble: más allá del peligro que ellos corren, si están a punto de alcanzarlos, ¿significa eso que Aidun ya ha sido víctima de las crueles habitantes del Bosque Gélido? La culpa la acecha también por aquello, sin haberle dado un descanso aún por la situación de Nerum. Este la sujeta de la mano y arranca a correr, tirando de ella, en el mismo momento en el que los zernules aparecen en escena. Son muchos y detrás llegan más, corren a gran velocidad, obligándolos a ellos a hacer lo propio para huir. Lyane continúa abriendo paso con los imparables latigazos de su espada, una tarea al a que se ha unido el propio Nerum. La mujer ya plantó cara a tres de ellos en el Bosque, fulminándolos con gran facilidad pero el número esta vez se presume excesivo como para intentar lo mismo cuando ni siquiera goza del factor sorpresa, como en aquella otra ocasión. —¡Sigue a Lynae! —grita el caeliano, soltándole la mano. Ella obedece sin abrir la boca y corre tras los pasos de la gobernante de las Tierras Bardas, que no vacila lo más mínimo. —¡Lynae! —grita Antara. La mujer está imprimiéndole a su carrera demasiada velocidad y la muchacha siente que no puede más. Se vuelve por un momento, aterrada y comprueba que de Nerum tampoco hay rastro alguno. A pesar de eso, sigue corriendo y esquivando todo tipo de obstáculos para huir de allí hasta que tropieza y cae al suelo ante la aterradora expresión de un zernul, hambriento. Antara grita en el mismo momento en el que algo tira de ella, alzándola del suelo. Observa, entonces, que se trata de Aidun. El rey de Evestya la mantiene sujeta del brazo y camina con determinación pero sin prisa, regresando sobre sus pasos, alejándose y alejándola de allíl. El zernul que la acechaba les sigue, despacio, como un perro dócil. Y es entonces cuando el hada llega revoloteando desde el mismo camino. Antara trata de zafarse pero Aidun la mantiene sujeta con fuerza. —¡Suéltame! —grita ella, entre lágrimas. —Lo siento pero esta vez me vas a escuchar. O mejor dicho, las vas a escuchar a ellas. Pero Antara no atiende a razones y sigue forcejeando, obligando a Aidun a emplearse a fondo para evitar que escape. Ella le propina una fuerte patada en la pierna y logra soltarse del agarre del muchacho pero tampoco él se rinde y vuelve a sujetarla de la cintura, cayendo ambos al suelo. Antara patalea, grita y llora, aterrada cuando el zernul empieza a lamerle la cara. Guarda un tenso y repentino silencio, incapaz de respirar por si eso modifica la actitud de aquel inquietante animal. Entonces sus ojos buscan los de Aidun, que le habla: —Tus amigos te han dejado sola, así que vas a portarte bien y me vas a acompañar, ¿de acuerdo? Ella niega con la cabeza. —Sí que lo harás. El rey de Evestya se aparta y vuelve a levantarla sin el menor esfuerzo. —¿Qué es lo que quieres? —¿Sois la diosa? —interviene el hada al fin. Antara observa a Aidun y niega con la cabeza mientras masculla maldiciones. —No —murmura después. —Dile la verdad. Pero ella traga saliva, recordando las advertencias de Nerum acerca de no revelar su identidad. —No te hará nada —le dice Aidun—. Las hadas veneran a los dioses; a los dos. Antara frunce el ceño, confusa. Sabe que no le conviene creer a Aidun pero toda aquella situación se le presenta sumamente desconcertante. —Soy la diosa —responde al fin. ¿Cuál es la otra opción? El hada efectúa una marcada reverencia, colocándose por primera vez en el suelo y deteniendo el grácil movimiento de sus alas. Detrás de ella llegan cientos de hadas más, una cantidad incontable de pequeñas alas que desprenden un polvillo imperceptible cuando sólo hay una. Colocan sus pies en el suelo y emulan la reverencia que llevó a cabo la primera. Después, la marea de hadas se aparta y aquella que se dirigió a ellos a su llegada a Tenebros la saluda. Es más alta que las demás y su rictus es más severo.


—M i nombre es Onora, reina del Bosque Gélido. Os solicito, mi señora, que nos entreguéis al asesino de Lilia —le pide—. Al auténtico, no al caeliano —aclara el hada—. A él. Antara busca a Aidun con la mirada. La joven guarda silencio, siente la boca seca y el pulso a punto de estallarle. ¿Por qué él las acompaña si ellas están reclamando su cabeza? —Así que es cierto —vuelve a decir Onora— que os habéis posicionado de su parte... ¿Por qué apoyáis la muerte de Lilia? Ella sólo fue a solicitar ayuda. Nada más. —No apoyo la muerte de Lilia —repone Antara, escandalizada ante el hecho de que alguien pudiera creer que está de acuerdo con el acto de abuso que se había cometido sobre aquella pequeña e indefensa hada. —Entonces entregadlo, mi señora. Por favor. —Te han mentido —dice entonces Aidun. Antara lo mira con los ojos llorosos—. Te pidió que callases acerca de tu verdadera identidad y ya ves que lejos de ir a por ti, te idolatran. —Él no tenía por qué saberlo —lo justifica Antara. —Te han abandonado —continúa diciendo él—. Se les complicaba la huida con una chiquilla que sólo puede seguirlos sin aportar la más mínima ayuda y te han dejado sola. Se han ido. Antara abre la boca pero no es capaz de rebatirlo. Tiene razón en que su lentitud y nula capacidad para aportar ayuda ha hecho que Nerum y Lynae hayan desaparecido sin ella pero está convencida de que están ocultos en algún lugar, siendo conscientes de la situación en que se encuentra y esperando el momento en el que poder intervenir. —Estás sola —sentencia Aidun—. Estás tan sola como yo. Están ahí mientras creen que pueden obtener algo de ti pero cuando te sitúas en un plano de inferioridad, te abandonan. —Vendrán —insiste ella, con voz temblorosa. EL rey de Evestya sonríe. —Para llevarte, ¿adónde? —No te lo voy a decir. —M e diosa —interviene el hada—, vayáis adonde vayáis, aceptad mi humilde sugerencia y no piséis tierra de los hombres—piedra. Todo el mundo conoce su carácter pagano y contrario a los dioses por la situación en la que Tenebros está sumida. Os odian, mi señora, a vos y al dios errante. Si alguna vez logran dar con vos, os matarán. Antara observa a Aidun, ahora sí, muda, desconcertada y hundida. —Los pétreos debieron engañar a Nerum y Lynae —exclama Antara, ya incapaz de contener las lágrimas. Aidun pone los ojos en blanco y suspira. —Puede que este no sea el momento de tu vida en el que tus ojos no captan imagen alguna pero estás más ciega que nunca —le espeta él—. Y por las buenas o por las malas, vas a ver la maldita verdad. —Queréis al culpable de la muerte de Lilia, ¿no? —pregunta Antara, sin dejar de mirar a Aidun—. Solicitáis que os entregue su cabeza, ¿no es cierto? —Así es, mi señora. Aidun esboza una curiosa sonrisa, mezcla de incredulidad y satisfacción, como si en cierto modo le agradase comprobar lo impredecible que puede resultar Antara en situaciones límite. La joven se aparta y se arrodilla frente a Onora. —¿Qué haréis con él? —Aplicar justicia, como dictan las leyes mágicas. —¿Y Nerum? Le arrancasteis las alas y él no tuvo la culpa de nada. ¿Cómo pensáis resarcir el daño? —M e temo que eso sólo podréis hacerlo vos, si realmente lo deseáis. Cuando deis con lo que estáis buscando, podréis salvar aquello que deseéis y también aquello que desee ser salvado. —¿Que desee ser salvado? —Así es. No podéis rescatar lo que no desea ser rescatado. Las palabras de Onora se le hacen a Antara enigmáticas y misteriosas, como las propias hadas. —¿Puedes ayudarme a encontrar al dios de Tenebros? —Se cuenta de él que vaga entre las sombras de su propio mundo, observando sin ser visto. —Observando sin ser visto... —murmura Antara. ¿Cuántas veces se habría cruzado con el viajante sin reparar, si quiera en él? ¿En cuántas ocasiones él la había velado en aquel asfixiante hospital mientras ella ni siquiera se percataba de que lo tenía sentado a su lado? —Ayúdame a encontrarlo —le solicita. —Es difícil encontrar cuando no se sabe lo que se busca —responde el hada—. En cualquier caso, mi diosa, os solicito un trato. —¿Qué trato? —El asesino de Lilia a cambio de información. Antara se vuelve y observa a Aidun, que permanece inmóvil en su sitio, con semblante inescrutable y la espada aún entre las manos. Después de todo lo vivido, sin embargo y a pesar de las dificultades superadas, la majestuosidad del rey de Evestya aún lo acompaña, haciendo patente que esta no es inherente a un atuendo, sino a algo más allá. Antara se encuentra entre la espada y la pared; detesta que la vida de alguien pueda estar en sus manos y no precisamente para ser salvada, sino todo lo contrario. Pero algo se prende dentro de ella y se vuelve de nuevo hacia el rostro sereno del hada. —Acepto. Se pone en pie y es incapaz de mirar de nuevo a Aidun. —De acuerdo —concluye Onora. Hace un gesto a una de los suyas, entre la multitud y otra hada de cabello plateado y ojos verdes le entrega un documento plegado. Antara lo toma. —¿Qué es esto? —Un cuento. Dicen que el dios errante deja historias contadas allá por donde va, palabras que se clavan en los corazones pero que antes deben ser escuchadas. Lilia halló un principio en una página del libro de los dioses. Ignoro qué fue de ella. Antara siente que el corazón le da un vuelco. —La perdí... —responde—. Pero no había nada escrito allí. —M ás bien no supisteis verlo, mi señora. Sí había algo escrito allí. El documento que tenéis es una reproducción. Tratamos de descifrarlo pero no supimos. Tal vez vos... Antara despliega rápidamente el documento y vuelve a encontrarse con un papel en blanco, igual que la página que Lilia le entregase en las prisiones de Evestya. —Aquí no dice nada... —Debéis aprender a verlo, mi diosa. Los cuentos de hadas son siempre cosa compleja y las palabras de un dios, cuánto más no han de serlo. Sabréis leerlo. —¿Y por qué no me lo decís vosotras? Si escribisteis esto copiándolo de la página de Lilia tenéis que saber lo que pone. —Símbolos extraños, un lenguaje desconocido para nosotras. No nos dice nada. El dios habla a quien desea hablar. No todos pueden comprenderlo pero estoy convencida de que vos lo lograréis. Antara suspira, exasperada y, sin darse cuenta, sus ojos se clavan en los de Aidun. Traga saliva y se acerca a él; merece una explicación. Es lo mínimo.


—M ataste al hada de forma miserable y abusiva. Justo es que pagues. Además, dejaste que fuera otra persona la que cargase con su muerte y... no sé muy bien qué esperar o no de Nerum en este momento pero él era inocente. Puede... puede que me salvases la vida en aquel barco pirata pero también tu trasero estaba en peligro. Salvándome a mí te salvabas a ti, y en Brisa... me necesitabas. Nunca me has salvado de forma desinteresada ni... —¿Y por qué me das tantas explicaciones? No te las he pedido. —Creo que es lo menos que puedo hacer por ti. Aidun sonríe. —En ese caso, no sé por qué intentas justificarte a ti misma. —No lo hago. Tengo razones más que de sobra para entregarte, como has hecho tú tantas veces con otros tantos culpables, ¿no es cierto? Porque eres culpable y lo sabes. —M e matarán —responde él, no con lástima hacia sí mismo o temor, sino como una anunciada certeza—, de modo que como sentenciado a muerte, supongo que se me permite solicitar una última voluntad. Por un momento Antara se siente mareada. Interiormente trata de convencerse a sí misma de que ha hecho todo cuanto ha tenido en su mano por sacar una bondad en Aidun que tal vez no exista. Él se ha preocupado siempre por sí mismo y si en ello ha necesitado salvarla lo ha hecho pero no por ella ni por un supuesto buen corazón que se ha empeñado en buscar sin que, posiblemente, exista. No debe alterarla que el rey de Evestya pueda acabar corriendo la misma suerte que él ha concedido a tantos otros. —Dime —murmura ella, sin apenas voz. —Dile a Nuyben que lo quiero. Antara siente un mazazo desolador golpeándola de lleno. —No hagas eso —responde—. Ir por ahí es sucio. Aidun sonríe con amargura. —¿Es sucio que quiera despedirme de mi hijo aunque sea a través de ti? No volverá a verme ni yo a él. Sólo tiene cuatro años y acaba de perder a su madre. Si la justicia divina decide que también debe quedarse sin su padre, lo único que solicito es que sepa que en mi postrero momento pensé en él. Antara vuelve a observar a Onora y trata de que el nudo que se le ha hecho en la garganta no se haga demasiado evidente. El hada la mira sin decir nada. —Es un juego sucio —vuelve a decir Antara, mirándolo otra vez a él. Aidun sigue sonriendo. —Tan sucio como el tuyo. Nos pones en la picota, destruyes tu propio mundo, matas y perdonas vidas. Dispones a voluntad de caprichos cambiantes. Y nos toca aceptarlo... o tratar de rebelarnos y sobrevivir. Y entonces todo sucede a una gran velocidad. Aidun la sujeta del cuello y coloca la espalda de Antara contra su pecho y la hoja de la espada sobre su cuello. Ella escucha su voz muy cerca, a pocos centímetros de su oído. —Si os movéis, adiós diosa. Y me temo que este mundo no puede permitírselo. No tenéis ni idea de dónde está el errante. —No puedes matarla —responde Onora. Por primera vez, parece ligeramente alterada—. No lo harás. —¿Y por qué no? Si de todos modos estoy muerto, ¿qué me importa lo que me lleve por delante? —Si la matas, este mundo acabará desmoronándose por completo y tu hijo morirá. —Aidun... —murmura Antara. —M e conmueve la preocupación de este jodido mundo por mi hijo. ¡De Nuyben me encargo yo! —grita—. Y nadie más que yo. Empieza a recular, despacio mientras las hadas son incapaces de moverse. Antara se aferra al brazo de Aidun, que no cede lo más mínimo en la sujeción de su espada. —Si me seguís la mataré. Y el mundo de Antara os deberá su final. Si veo a una sola hada detrás de nosotros, juro por mi hijo que os arrepentiréis. Ellas continúan inmóviles aunque a diferencia de todo cuanto habían mostrado hasta entonces, el nerviosismo sí se hace patente en sus expresiones. Ni una sola de ellas vuela mientras Aidun y Antara se alejan despacio. Cuando han perdido de vista a las hadas, él se da la vuelta y tira de ella, que trata de zafarse entre sollozos. —¡Vamos! —grita él. —No ganarás nada con esto —responde ella, avanzando a trompicones entre la maleza—. Estás solo en este mundo; Todos están en tu contra y cuando sepan lo que has hecho, no habrá clemencia para ti. —Clemencia... —murmura con ironía—. ¿Y quién la ha tenido hasta ahora? —¡Tú nunca la has tenido con nadie! —grita Antara. Aidun la suelta de un empujón. —¡¿Y qué demonios sabes tú?! Ella le observa, sorprendida por su repentina ira. —Todos... —empieza a decir. Pero Aidun la interrumpe: —Todos ¿qué? No tienes ni la más remota idea de cómo soy y te dedicas a creer la maldita basura que los demás cuentan sobre mí, a verterla igual que hacen ellos. Y eres, incluso, peor porque vendes una fe en mí que jamás has tenido. Eres tan fácilmente influenciable que da pavor pensar que eres la maldita diosa de este mundo porque siendo así sólo puede esperarnos lo peor. Ella abre la boca para responder pero se siente incapaz. Aidun vuelve a sujetarla del brazo y tira de ella con brusquedad. —Y ahora vámonos —zanja—. Puede que tú hayas pactado mi cabeza pero yo te dije y te repito que pasaré por encima de lo que sea y de quien sea para volver sano y salvo con mi hijo. Y eso te incluye a ti. Te lo juro.


15 Capítulo 12: La chica perfecta y el sanguinario

Llevan ya un buen rato avanzando del mismo modo. Aidun mantiene sujeta a Antara del brazo y hace rato que ella ha dejado de resistirse pero se siente agotada y harta Constantemente busca con la mirada algo a su alrededor, algún rastro de Nerum y Lynae que, sin embargo, no consigue hallar. Adiun la suelta cuando llegan frente a una espesa vegetación que dificulta sobremanera el avance. Suspira, agotado también y observa a Antara. —Si intentes escaparte, vas a tener problemas —le advierte. —¿Y qué interés tienes en que yo siga contigo? —¿Bromeas? En este maldito lugar no sé quién te venera y quién te odia pero en cualquier caso, la duda me conviene. Si les caes bien, eres la diosa; si no, una extraña cuyo nombre no le importa a nadie, ¿de acuerdo? —¿M e llevas como seguro de vida? —Es una buena forma de definirlo. Antara niega con la cabeza, incrédula. Sin embargo, admite que las opciones que maneja no son demasiadas ni muy halagüeñas. Si da media vuelta y se marcha, ni siquiera sabrá dónde está pero estará sola. Si continúa con Aidun, al menos contará con los recursos del rey de Evestya que son muchos y válidos para salir adelante. Decide mantenerse tranquila y esperar a una mejor ocasión para huir. Aidun sesga la vegetación con su espada, apartando la maleza para continuar avanzando pero de pronto pierde el pie y resbala. Antara reacciona por impulso y lo sujeta del brazo, impidiendo una caída más que considerable. Alzan la vista al frente y topan con una enorme nada, un abismo de caída incierta que se abre bajo sus pies. En el centro de aquella nada, una pequeña porción de tierra sostiene un árbol pequeño de retorcido tronco con multitud de papelillos plegados colgando de sus ramas. Algo más allá, el vacío se extiende y al fin, el bosque continúa pero sin un camino que pueda llevarlos hasta él. —Lo de sacar alas, no, ¿no? —bromea Aidun. —No —responde ella—. ¿Cómo diantre vamos a seguir? Antara continúa agachada, junto a Aidun, que también sigue sentado en el suelo. La joven extrae la página que Onora le entregó pero el documento sigue en blanco. Suspira. De pronto, una voz lejana llama la atención de ambos, que se vuelven y observan como, algo más apartada, hay una muchacha a la que se le va trazando un sendero que la lleva hasta el pequeño fragmeto de tierra donde descansa el árbol. —¿Cómo diantre lo hace? —pregunta Antara. —¡Eh! —grita Aidun, poniéndose en pie. La muchacha se vuelve. Su piel es de color azul y su cabello, blanco, se recoge en un sinfín interminable de trenzas. Su vestido plateado deja en evidencia un cuerpo delgado, con pocas curvas. —¿Cómo haces que el camino se extienda ante ti? La muchacha vuelve a centrar la atención al frente y mueve los labios sin que ni Antara ni Aidun alcancen a escuchar lo que dice. —¡Soy la diosa de Antara! —exclama ella. La joven se detiene, con los ojos como platos y la mira—. Si no me respondes, atente a la cosecuencias. Aidun la mira, asombrado. —Estáis en las tierras de Leyenda —responde al fin la joven—. Se avanza narrando historias y cuentos que conducen hasta el viejo sauce. Todas ellas contienen siempre algo de fantasía, de invención. M ás allá del árbol, todo cuanto queda es la verdad. Aterrada, aparentemente, la muchacha ya no se detiene más y corre a través de la senda que, poco a poco, se extiende ante ella. —Genial —masculla Aidun—. Narrando cuentos e historias... ¿Conoces alguno? —Leyendas... —murmura ella—. Conozco... conozco la leyenda del campanario. —¿El campanario? —Sí, es un lugar que existe donde yo vivo. Dicen que por las noches se escuchan voces y lamentos, que se atribuyen al viejo que hace más de cien años vivía allí. Él se encargaba de tocar las campanas a todas horas. No tenía familia, vivía él solo. Cuentan que es su espíritu errante el que aún hace que la campana se escuche, a lo lejos. Aidun y Antara se miran, en silencio y ambos dan un respingo cuando el camino empieza a abrirse ante ellos, una senda irregular, sesgada en algunos puntos pero sólida y firme hasta el sauce. Ella coloca el pie y lo comprueba. Sostiene su peso perfectamente, de modo que camina sobre el trazado, sin desviar la mirada hacia abajo. Cuando Aidun se dispone a seguirla, no obstante, su pie sí traspasa la confusa superficie del camino. Antara se vuelve y lo mira. Después, sonríe. —Parece que mis leyendas sólo me sirven a mí, majestad. Y en aquel momento, la muchacha ve la ocasión perfecta para huir. Apresura el paso, tratando de sostener el equilibrio y buscando el sauce como lugar seguro. Aidun empieza a hablar: —De acuerdo... Conozco... conozco la leyenda de la cala de las sirenas. —Antara se vuelve momentáneamente y después continúa avanzando—. La ubican en la isla de Brisa, aunque nunca la he visto. Los marinos hablan de una cueva misteriosa desde la que se escuchan las suaves y melodiosas voces de las sirenas. A pesar de conocer lo traicioneras que estas pueden llegar a ser, nadie se resiste a ellas; todos acaban sucubiendo. Según cuentan, estas arrastran después, los cuerpos de los marineros hasta un viejo bergantín que hay encallado en el interior de la gruta; un lugar donde sus espíritus vagan durante toda la eternidad. El trazado ha cobrado solidez y ha permitido a Aidun correr con más seguridad que Antara tras los pasos de la joven. Llega a rebasarla y ella chasquea la lengua, enfadada consigo misma por su lentitud y por haber permitido que Aidun la alcanzase en la que se presumía como una de las pocas ocasiones que tendrán para huir. Han llegado junto al enorme sauce y, tal y como ya habían podido observar, su copa además de la frondosidad de un verde vivo y brillante, también alberga pequeños papelillos plegados. Antara coge uno y lo arranca, dubitativa y temerosa de que aquel sencillo gesto pueda desencadenar en algo desconocido. Sin embargo, no sucede nada. Despliega el papel y lee su escueto contenido: <<La chica perfecta>>. Aidun lo lee, aprovechando la confusión de Antara.


—¿Qué significa eso? M olesta, ella trata de ocultarlo pero ya se tarde. —¿Por qué te entrometes? Aidun pone los ojos en blanco y recoge otro papelillo del árbol. Antara se lo arrebata con un gesto brusco y, después de leerlo, se lo entrega de nuevo a él: <<El sanguinario>>. —La chica perfecta y el sanguinario.. —murmura la joven—. ¿Qué significará? —Aquella chica dijo que todas las historias contienen siempre algo de fantasía. Y que desde el Sauce hasta el otro extremo del bosque, sólo queda la verdad. Antara permanece pensativa durante unos segundos. Después, relee una y otra vez el papel y empieza a hablar: —Supongo que eso me creí yo siempre. —Aidun la mira, confuso—. Lo tenía todo. O eso pensaba: una fantástica vida social en el instituto, el novio perfecto, las amigas perfectas, popularidad, gente que me admiraba o incluso me envidiaba, sueños por cumplir... Pero el accidente me abrió los ojos a una verdad mucho más dura. —El camino empieza a extenderse lentamente ante sus propios pies y ella continúa—: Quizás siempre había estado ahí pero soterrada bajo un velo de mentiras y falsedad. Ni mis amigas lo eran; ni mi novio era el chico perfecto... Todo lo que creía tener se desmoronó con el accidente. —El camino se alarga y ella camina mientras habla. Aidun la escucha, en silencio, inmóvil—. M i novio me abandonó, mis amigas me abandonaron, la gente dejó de acercarse a mí... Y los libros eran sólo imágenes en mi cabeza de las historias que había leído, recuerdos. Luego llegó él y se fue. Cinco horas de tregua para un infierno perpetuo. Llega al otro extremo del vacío, por fin a la tierra firme del bosque, con las mejillas abrasadas en lágrimas. Arruga el papel y lo deja caer al abismo, dedicándole a Aidun una última mirada antes de arrancar a correr. —¡Antara! —grita él. Pero no sirve de nada. Ella sigue huyendo—. El sanguinario... —murmura entonces—. Así es como todos me conocen, el sanguinario, el que no perdona vidas, el que no hace prisioneros, el que no tiene corazón ni se compadece de nada o nadie. ¡Pero ese era mi padre! —grita. Antara se detiene, sin darse la vuelta—. Cargo con su fama a mis espaldas y tengo perfectamente claro que me sirve para ser respetado y temido. No desmiento nada y dejo que la leyenda crezca, que mi fama llegue antes que yo a los sitios, provocando así un buen número de rendiciones antes de desenvainar la espada. Pero hablan tanto y tan mal de mí que mi gran obsesión es sólo que mi hijo me conozca de verdad, que sepa que ese hombre no soy yo. La leyenda del sanguinario, el rey tirano, la inventó Seara. Solía contársela a Nuyben muchas noches para que él supiera que las habladurías de la gente no son siempre ciertas. No ejecuto a niños en la plaza de Targon, sino que trato de buscar una oportunidad para ellos en Brisa. No mato mujeres por maridos culpables y sólo ajusticio a quien creo lo merece. M até a un hada en las prisiones de Evestya porque no vino a pedirme ayuda, sino a exigírmela. Y cuando me negué, lanzó una maldición sobre mi familia: Seara, Nuyben y yo. M i esposa ya está muerta; para mi hijo he redoblado vigilancia y yo me hallo perdido en un continente extraño del que no sé si lograré salir con vida. La voz de Aidun se escucha cada vez más cerca. Antara sigue inmóvil en su sitio, de espaldas al muchacho, cuyo trazado lo ha llevado junto a ella. El rey de Evestya suspira y se encuentra con los llorosos ojos de Antara cuando esta la fin se vuelve. ***** Ninguno de los dos ha dicho nada. Caminan uno al lado de otro, en silencio y prácticamente sin alzar la mirada. Aidun mueve su espada con desidia cuando alguna raíz o la espesura asoman desde algún punto, complicando el avance. —¿Por qué no me dijiste lo de Lilia? —pregunta ella al fin. —No me pareció relevante. —¿No te parece relevante la causa por la que matas a alguien? Aidun no responde. —¿Qué maldición os lanzó? —insiste ella. —No quiero hablar de eso; nos maldijo y punto. Seara está muerta y... —Seara estaba en medio de una guerra —lo interrumpe ella—. No tiene nada que ver con ninguna maldición. —¿La diosa es escéptica? Antara guarda silencio y baja la mirada. A aquellas alturas, seguir buscando causas lógicas a las cosas debería hacerla sentir ridícula; Aidun tiene razón. —¿Qué hay de ti, chica perfecta? ¿Es tan falso tu mundo como el mío? —Eso parece —responde, con reticencias. —¿Por qué te abandonaron todos? —No lo sé. Supongo que en los momentos difíciles, nadie quiere estar ahí. —Los momentos difíciles son una selección natural de las personas —responde él—. No deberíamos ser tan reacios a ellos. Son los únicos cargados de verdad. Ella se detiene y lo mira. Aidun da dos golpecitos con la espada y el sonido metálico de esta choca contra un extraño trozo de piedra insertado en la propia tierra. El muchacho se detiene y lo observa: se trata de una piedra rectangular, similar a un trozo de mármol oscuro, que brilla, reflejando en ella su rostro cuando se agacha para analizarla. —¿Qué es? —pregunta Antara. —No lo sé. Aidun pasea su dedo sobre aquella tersa superficie y, del suelo, emergen repentinamente siete lanzas que se proyectan hacia el cielo, formando una improvisada prisión y encerrando a Antara y a Aidun en un angosto espacio. —¿Qué demonios...? —exclama ella, asustada. Aidun pasea el dedo a través de aquellos repentinos barrotes y comprueba que están hechos de piedra. El suelo empieza a temblar en aquel momento, no de manera continuada, sino de forma pausada: temblor; silencio; temblor; silencio. Sensaciones ambas que van en aumento y que no tardan en convertirse en explicaciones: tres hombres de titánica estatura se acercan sosteniendo en sus manos hachas y mazas. En sus rostros, la expresión iracunda se hace fácilmente distinguible aunque nada más. Están hechos de piedra y todo en ellos es ángulo, superficie y roca. —Pétreos... —murmura Aidun. Antara lo mira, alterada todavía—. Niega tu identidad, pase lo que pase. Ya oíste a las hadas. —¿Y si ellas los envían? Aidun ya no alcanza a responder, pues los tres pétreos han llegado hasta allí. Uno de ellos se agacha y los observa con una aterradora expresión, como si estuviera viendo a un par de exóticos insectos atrapados en su jaula. Su rostro, esculpido en piedra, sólo muestra dos ojos de un rojo vivo y brillante en un rictus del que poco puede describirse. Su apariencia es humana, aunque mucho más grande pero la piedra deforma buena parte de esas facciones y también de su cuerpo, robusto y apretado. —Aquí la tenemos —dice entonces. Su voz es grave y profunda, casi átona—. La diosa de Antara. Aidun masculla una maldición para sus adentros; Antara ni siquiera acierta a pensar con claridad. ¿Cómo saben quién es? —Es bonita —observa otro de ellos. —Es una diosa, la maldita diosa que está destruyendo nuestro mundo. Tiene que ser bonita. El pétreo que ha hablado en primer lugar, introduce la mano en el interior de la prisión, desde la parte superior. Antara recula, tratando de evitar la mano del hombre —piedra, algo que no logra hacer cuando Aidun le da un seco tirón de los medallones que lleva puestos. Aquel simple gesto la paraliza y en los ojos del rey de Evestya no encuentra la respuesta que necesita, el argumento que lo justifique. Nada. El pétreo cierra su mano en torno a la joven, que percibe la falta de aire en sus pulmones, mereced de la fuerza con la que aprieta sus dedos alrededor de su cuerpo. —¿Y él? —pregunta el pétreo que aún no había hablado. —Él es cosa de Onora —responde aquel que sujeta a Antara—. Ella se ocupará.


Las sospechas de Antara se ven corroboradas con aquel amago de conversación entre los hombres—piedra. Las hadas buscan a Aidun y los pétreos, a ella. Y de la forma más absurda, les han dado caza. Antara grita, sacando aire de donde no lo tiene; trata de patalear y de golpear al pétreo pero nada parece capaz de poder dañar la piel dura y rugosa de aquel extraño ser. Onora dijo que eran paganos y que odiaban a los dioses, por lo que, si no se le ocurre algo, a Antara sólo puede esperarle la peor de las suertes. Observa a Aidun en el interior de aquella improvisada prisión; lo ve alejarse, su figura cada vez más diminuta. Ceja en su empeño por zafarse del férreo agarre del pétreo cuando los pensamientos logran al fin abrirse paso con claridad en su cabeza, una claridad que ahora preferiría perder: ella ha estado a punto de entregarlo a las hadas; de hecho, ha llegado a hacerlo y sólo el afán de supervivencia de Aidun, impulsado en su pequeño Nuybien, ha impedido que su cuerpo pudiera estar ahora maniatado en el Árbol de la Cruz. Siendo así las cosas, ¿por qué él iba a salvarla a ella en aquel momento? Desde el primer instante, el único interés del rey de Evestya ha residido en salvar el mundo para su hijo y para él mismo; para eso necesita los medallones y dar con el dios errante, invocar el libro de los dioses y detener el desastre. Un desastre que, de hecho, ha originado Antara en su propio mundo. Resignada a su suerte, se aferra con fuerza a la página que Onora le entregó, único recuerdo que le queda de su viajante, al que no logra encontrar en aquel mundo enorme y devastado. De algún modo él escribió algo allí, un mensaje que ella ni siquiera podrá leer para refugiarse en... Observa, mientras el pétreo la sigue llevando a algún lugar desconocido, que del papel asoma algo. Lo despliega con discreción y sus ojos se inundan de lágrimas: <<Los sueños son eternos mientras luches por ellos>>. Rompe a llorar ante la indiferencia del pétreo, que continúa caminando y generando un notorio temblor con cada paso que da. De pronto, lo que venga por delante no importa; lo que quede atrás, tampoco. Si en el final que se avecina, el viajante está con él, Antara siente que sus sueños seguirán vivos más allá de ella misma.

***** Las lanzas no se cierran por la parte superior, de modo que Aidun apoya sus pies en dos de ellas y se sujeta con las manos a otras dos, logrando así un difícil y penoso ascenso. Por momentos se siente agotado pero no desiste; sabe que las hadas no tardarán en llegar hasta allí para reclamarlo. Cuando alcanza la parte superior, se apoya y toma aire. El descenso se presume algo más sencillo pero la piedra de la que están formados los barrotes, le rasga en el pecho. Nada que lo detenga. Aidun observa las medallas y comprueba que las tiene todas. Si fuera capaz de dar con el dios errante, podría ponerle punto y final a la desgracia que, no sólo asola a Llumia, sino también a Tenebros. A Antara. Antara. Pensar en ella lo sume en una odiosa vacilación. Ella ha estado dispuesta a entregar su cabeza, a venderlo por un poco de información. La fe que continuamente ha tratado de alzar en torno a su persona se ha resquebrajado una y otra vez y si ahora la joven está allí es porque él la ha llevado arrastras. Sin embargo, se siente incapaz de arrancarse la tristeza que vio reflejada en sus ojos a su llegada a las tierras de Leyenda. La verdad en uno y en otro es tan dolorosamente parecida que casi lo asusta. M undos de apariencias que otros construyeron y en los que ellos se acomodaron; mundos falsos que se derrumban ante sí mismos cuando sus corazones buscan verdad. Ante todo aquel desastre a él le queda el asidero de Nuyben. El pequeño será siempre una razón: para levantarse cada día, para seguir luchando; para vivir. Pero ella está sola en aquel universo extraño que resulta ser su propio y caótico interior. En el caso de Antara, su asidero es un dios escurridizo al que le gusta jugar sin dejarse ver. Lo acepte o no, Lynae y Nerum la han abandonado y aunque deteste admitirlo, en el propio Aidun, Antara llegó a encontrar ese refugio de protección que tantas y tantas veces ha de haber necesitado, como le sucede a él mismo. La recuerda a bordo del Azerón, abrazada a él mientras una tripulación de repulsivos piratas trataba de aprovecharse de ella. Ahora, ella lo necesita otra vez. Resopla y duda por un momento: por un lado tiene al Alma del M ar atracada en algún lugar de las costas pétreas; sólo tiene que encontrarla, decirles a todos que los demás han muerto y regresar a Llumia. En el otro extremo de la balanza, Antara. No necesita, si quiera, situar más argumentos: la salvación de Llumia, de Tenebros, de Antara al completo. La simple mención de su nombre le hace ponerse en marcha. Aidun corre hacia la dirección por la que los pétreos desaparecieron. No eran excesivamente rápidos pero él ha perdido mucho tiempo en vacilaciones inútiles y ahora, ese tiempo se antoja vital. El frío es más que considerable en aquella región y el vaho rubrica cada una de sus respiraciones pero él no se detiene hasta que escucha un estruendo descender desde la loma de la montaña que le queda a su derecha. Recula, estupefacto, al topar con una manada de centauros que se cruza en su camino, sin reparar si quiera en él. No sabe si son amigos o enemigos, si de ellos puede esperar ayuda, problemas o indiferencia pero en aquel momento, todo lo que le queda es arriesgar. —¡Eh! —grita—. ¡Deteneos! Nadie parece escucharlo. Todos continúan descendiendo por la ladera. Sin embargo, al otro lado, Aidun distingue una figura inmóvil, una mujer, distinta. No es un centauro. Cuando estos han acabado de cruzar, la reconoce al instante: es la mujer que cruzó el abismo antes que ellos, aquella que les explicó cómo entrar en las tierras de Leyenda. —No se detendrán —le explica—. La cacería ha empezado. —¿Cacería? ¿Qué cacería? —La gorgona. Despierta de su letargo una vez cada 300 días pero desde que el desastre asola a Tenebros, nada responde a los preceptos antiguos. Está despierta y está de caza. —¿Qué diantre es la gorgona? —A tus ojos, una mujer extraña con serpientes como símbolo. Tan extraña como hermosa. Ojos grandes y verdes, nariz pequeña y recta; labios carnosos. Curvas de ensueño, un cuerpo embriagador. Pero aquel que se atreva a mirarla a los ojos, acabará convertido en piedra. —¿En piedra? —Sí. Ella se acerca y camina rodeando a Aidun, mientras pasea su dedo sobre su pecho, brazo, espalda... —¿Quién eres tú? —le pregunta él. —M i nombre es Diriana. Soy una sílfide. —¿Y tú no temes a la gorgona? —Yo soy un espíritu de Leyenda, etéreo —responde. Aidun percibe cómo la mujer traspasa su cuerpo, desde la espalda hasta su pecho. Aparece frente a él, recuperando una esencia física que puede perder a voluntad, a tenor de lo que acaba de demostrarle—. Las etéreas no podemos convertirnos en piedra aunque la miremos a los ojos. —Necesito ayuda. Diriana lo mira sin decir nada. —Los pétreos se han llevado a la diosa —continúa él. —La lapidarán —responde la mujer, con una pasmosa serenidad. —¿Qué? —exclama Aidun, incrédulo y alterado. —Es lo que hacen con sus enemigos y todo el mundo sabe que, de un tiempo a esta parte, los dioses lo son. No debisteis acercaros tanto. —Es una larga historia pero necesito ayuda para salvarla. Por favor. —¿Y por qué tanto interés? —Porque es la diosa de este maldito mundo y porque... ¡porque hay que salvarla! La sílfide sonríe. —Ya veo... Hazle un favor a los centauros y te ayudarán. De lo contrario, te será imposible. —¿Un favor? —Caza a Sundana, la gorgona, antes de que ella los cace a ellos. Los centauros son criaturas aguerridas y luchadoras; las favoritas de la gorgona. Ayúdalos y te lo agradecerán.


—Pero no hay tiempo. —Entonces deja de perderlo. La sílfide desaparece como si se tratase de una ráfaga de viento danzando en torno a Aidun. El muchacho sujeta con fuerza su espada y se vuelve, despacio, al detectar una presencia descendiendo desde la loma por la que antes lo habían hecho los centauros. Una mujer camina despacio y grácilmente, casi como si levitase sobre la hierba, donde apoya sus pies descalzos. Viste un pomposo vestido de gasa blanco, que destila colores con cada movimiento, como si el arco iris jugase al escondite entre sus pliegues, asomándose y escondiéndose. Su cabello, de un negro azabache, contrasta con su piel rosada. Aidun aparta la mirada antes de que su deleite busque los ojos de Sundana. Ha de ser ella. La hermosa joven llega hasta él y se detiene, sonriendo. —Tú no eres un centauro —observa. Su voz es suave y serena, como la fina melodía de una cascada descendiendo sobre el lecho del río. —M uy observadora —responde él, alzando la vista al frente. Ella camina despacio hasta colocarse delante de él. El rey de Evestya clava sus ojos en el generoso escote de la mujer. Al menos, piensa para sí, no le va a poner difícil el no mirarla a los ojos. —¿Cuál es tu nombre? —insiste ella. —Aidun. —Aidun —susurra ella. En sus labios, su nombre suena como una brisa serpenteante entre un bosque de árboles juguetones. Sundana se acerca más a él, que cierra los ojos, nervioso. Siente la mano de la gorgona acariciando su mejilla mientras la otra se posa sobre su cintura. —No eres un centauro pero eres muy hermoso, Aidun. Los labios de Sundana depositan un beso suave en los de él, que ni siquiera acierta a moverse. La nula distancia entre los dos es, precisamente, lo que estaba buscando. Sundana se convulsiona y abre mucho los ojos, clavándolos en Aidun, que ahora mantiene los suyos abiertos, con la mirada fija por encima del hombro de la mujer. El soberano de Evestya extrae la hoja de la espada con la que ha atravesado el abdomen de la gorgona. Pero entonces ella sonríe. —No es así como se me mata —murmura ella, todavía muy cerca del rostro de Aidun. Él tuerce el gesto, enfadado consigo mismo por haber subestimado de ese modo a alguien de quien huye una manada de centauros. Si matarla fueses tan fácil, ¿por qué no iban a haberlo hecho ya? Si matarla fuera tan fácil, ¿por qué ella se habría acercado tanto a él, sin defensa alguna? Sundana acaricia el pecho de Aidun con sendas manos, deleitándose en él. Y cuando alza la vista, topa de frente con los ojos azules del rey. La sonrisa socarrona se le esfuma de la cara. —M e estás mirando —le dice. —Lo dicho —responde él—. Eres muy observadora. Aidun siente su mano acartonada; sus dedos rígidos, como si estuvieran entumecidos, congelados. Es incapaz de moverlos, y esa sensación asciende lentamente a través de su brazo. Ver como la piedra devora la piel lo hace alterarse pero sus ojos azules vuelven a buscar los de la gorgona, que observa, fascinada, las consecuencias de su propia obra. No obstante, el rey de Evestya es capaz de distinguir otro sentimiento en la mirada de ella, además de esa difusa fascinación. La roca se detiene en el codo de Aidun y recula. Sundana frunce el ceño. —No puede ser —murmura—. Te convertirás en piedra. —¿Por qué no lo soy ya? Ella traga saliva y se aparta de él. —¿Sabes? —continúa diciendo Aidun, que ya puede mover los dedos de su mano a la perfección—. Aunque no me gusta presentarme como una víctima, sí me considero un alma atormentada y reconocería a otra a kilómetros de distancia. Vagas por este bosque, acrecentando tu leyenda, como yo. —No es una leyenda. He convertido a muchos... —Has convertido a aquellos que te miraban a los ojos en piedra; no lo dudo. Pero no puedes convertir a quienes te miran el alma. Los ojos son ventanas a muchos lugares y odias que al mirarte sólo vean a una mujer bonita; que no vean el sufrimiento que albergas en tu interior, la amargura que te carcome. Odias que se asomen a esas ventanas sin abrirlas y tomarse la molestia de asomarse a ellas porque el paisaje que hay tras la acogedora casa que presentas es desolador. Un páramo yermo de sentimientos y emociones. De soledad. Las lágrimas se apelmazan en el corazón de Sundara, incapaz de abrir la boca. —Esto es Leyenda —añade Aidun—. Pero más allá del Sauce, sólo queda la verdad. Y esta es tu verdad. ¿Por qué los pétreos pueden moverse? ¿Por qué no son sólo estatuas? —Brujería —responde ella, algo más serena—. Las hadas del Bosque Gélido los ayudan. Ellos las ayudan a ellas. —¿En qué consiste esa ayuda mutua? —Cuando un gigante de La Cumbre sucumbe a mi hechizo, ellas lo dotan de vida. No pueden hacer nada para que dejen de ser pétreos pero sí pueden hacer algo para que dejen de ser estatuas. A cambio, ellos cazan para ellas, que necesitan tantos sacrificios que ni Tenebros al completo podría saciarlas. —Pero tú también las ayudas —observa él, entornando los ojos—. ¿Acaso no cazas centauros para eso? La mujer niega con la cabeza. —Hace mucho tiempo amé a un centauro como no lo había hecho jamás con nadie. También él me miraba a los ojos sin ver sólo lo evidente. Pero me dejó. Se marchó. M e abandonó. Desde entonces, convierto a todo aquel que ose mirarme a los ojos en piedra, una injusta venganza, pensarás; tan injusta como su pago a mi amor. Pero si en verdad sufres tormento, igual que yo, sabrás que llega un momento en el que la justicia no importa; sólo necesitas que los demás sufran tanto como tú. Además, si yo los convierto en piedra, ya no son piezas para las hadas. Dos pájaros de un tiro. —Entiendo tu forma de pensar. Ha sido la mía durante mucho tiempo. Pero créeme, este discurrirá y atenuará el dolor. Para ese entonces te darás cuenta de que la carga que llevas encima es aún mayor. La culpa te devorará y lo que es peor, eso no te hará recuperarlo. Si algo de lo que alguna vez fue tuyo puede volver a serlo es luchando por ello, peleando hasta el final. No destruyendo los sueños de otros, ni sus vidas. Ella asiente, con el rostro aún bañado en lágrimas y en ese momento, una certera flecha se clava en su corazón, rebasando a Aidun por encima del hombro. El joven se da la vuelta y topa con los centauros, que han regresado y que permanecen apostados entre la maleza y las rocas. El rey de Evestya sujeta a Sundana. Desde los labios entreabiertos de la mujer, resbala un fino hilillo de sangre. —¿Qué te pasa? —le pregunta él—. Dijiste que así no se te mata. —No mientras mi corazón fuese piedra. Pero lo has hecho latir de nuevo —responde ella, sonriendo—. Y es mejor así. Sundana cae de rodillas al suelo y Aidun se coloca a su misma altura, apartándole el pelo de la cara. —No —murmura—. Yo no quise... Ella lo hace guardar silencio, colocando un dedo sobre sus labios. —Un día entenderás que esto es lo correcto. Le has devuelto sus sueños. Ahora sálvala. Sus ojos se pierden en la nada de un cielo cristalino, oscuro y aterciopelado. Aidun se vuelve a tiempo para encontrarse con la figura de un centauro de elevada estatura. Detrás de él, llegan todos los demás. Se detienen y observan el cuerpo de Sundara resplandeciendo, apoyada en el regazo de Aidun. Poco a poco, la luz que se genera en cada poro de su piel, acaba por hacerla desaparecer, convertida en un brillante polvillo, similar la que desprenden las hadas durante sus vuelos. Pronto, Aidun sólo abraza a la nada. —Nos has librado de la gorgona —le dice la voz ronca y grave del centauro—. ¿Cómo podemos compensarte? Aidun se sorprende a sí mismo con los ojos encharcados y mordiéndose la lengua para no enviar a aquellas fantásticas criaturas al infierno. Un atisbo de frialdad en su mente lo apremia a ser práctico. Se levanta, se vuelve y observa a los centauros que lo miran, en silencio, aguardando. A lo lejos, la sílfide le sonríe y se pierde entre los árboles del bosque.


***** Antara está temblando. La han maniatado y está prisionera en una pequeña porción de tierra, rodeada de una fina capa de hielo, bajo la cual el agua enviste, fría y turbulenta Apenas dos metros cuadrados de superficie en el que resguardarse de todo aquello y esperar a la muerte. Al otro lado del hielo, cinco pétreos la observan con una serena ira disfrazada de indiferencia. Tras de sí, guardan unas enormes cestas con multitud de rocas en su interior. Ya sabe lo que van a hacerle y por primera vez lamenta todas aquellas ocasiones en las que ha atisbado la muerte desde que llegó a Antara y en las que la evitó. Preferiría morir de mil maneras diferentes pero no así: a golpes, con el dolor latente de cada una de esas piedras impactando en su piel, en sus huesos, quebrándolos. La simple idea le dobla las piernas pero está atada a una enorme roca, fina y afilada que se pierde en las alturas, muy parecida a aquellas que conformaron la improvisada prisión en la que cayeron ella y Aidun; es lo único que evita que caiga al suelo. No quiere pensar en el rey de Evestya. Está cerca de ver rubricado su final y en lo único que quiere ocupar su mente es en el viajante. También él la abandonó de algún modo pero sus palabras, todo cuanto le dijo, siguen alzándose imponentes, invencibles y duraderas. Las palabras no son patrimonio de nadie — se dice a sí misma—. Aun dichas por un imbécil, por un asesino, por personas de la peor calaña, pueden poseer fuerza y esperanza. Antara cierra los ojos, con fuerza cuando uno de los pétreos agarra una roca y alza el brazo hacia atrás. Pero antes de que pueda lanzarla, los gritos y el tumulto rompen el tenso silencio. Los pétreos se ven sorprendidos por la inesperada invasión de los centauros, que entran por todas partes, desde cualquier sitio. Como si de algún tipo de señal de alarma se tratase, unas imponentes rocas emergen desde la tierra, alzándose hasta el cielo. Lo hacen en círculo, encerrando en su interior, a los centauros y a sí mismos en una lucha sin cuartel. Las rocas son altas y lisas, imposible de trepar y, por tanto, convertidas en implacables puertas para evitar la huida de nadie, en una imponente muralla. Antara no puede creer lo que ve. Sus ojos no dan abasto para fijarse en las distintas luchas que se están llevando a cabo ante ella. En una, un centauro sesga la pierna del pétreo, que cae de rodillas al suelo, provocando un gran estruendo; en otra, la porra del pétreo se derrumba sobre un centauro poco antes de que ella aparte la mirada, incapaz de seguir viendo aquello. Grita y abre los ojos de nuevo cuando un golpe seco rompe la fina capa de hielo ante ella. Aidun emerge desde las profundidades, blandiendo su espada, con los labios amoratados, la piel blanquecina y tiritando. —No puede ser... —murmura Antara. Pero él no responde. Nada con dificultad hasta la orilla, sube a la pequeña porción de tierra que ella ocupa y rompe las ligaduras de la muchacha con la espada. —¿Cómo... cómo has organizado todo esto? —le pregunta ella. —Las explicaciones, para luego. Hay que irse. —¿Por aquí? —exclama ella, horrorizada—. El agua está helada. —¿En serio? No me había dado cuenta. Es eso o morir. Elige. Pero Aidun no aguarda respuesta. Aparta a Antara de un empujón cuando una enorme roca aterriza junto a ellos. Observa a su alrededor y se encuentra en un verdadero campo de batalla. Los centauros que lo han ayudado mueren, caen, yacen heridos tendidos en el suelo. Pero en aquel momento se obliga a pensar en Sundara y en su injusta muerte a manos de ellos. Entonces sujeta a Antara de la mano y, sin más, la arrastra hasta el agua helada.

***** Bajo las frías aguas, apenas puede distinguirse nada. Además, están pasando por debajo de las rocas que conforman algún tipo de galería subterránea. Antara no puede aguantar más la respiración y cuando asciende, se encuentra en el interior de una especie de gruta. Aidun está junto a ella. La joven le golpea en el hombro. —¿Por qué no avisas? Ni siquiera había tenido tiempo de tomar aire. —¿Querías que le pidiera permiso a la piedra antes de que nos aplastase? ¿Por qué no dejas ya de quejarte? Ella se dispone a rebatirlo pero el creciente sonido de la corriente la hace guardar silencio. —¿Qué es eso? —Agua. —Ya sé que es agua pero ¿por qué se oye cada vez más? Aidun observa a su alrededor. —Porque el nivel está subiendo y la corriente es cada vez más fuerte. Deberíamos salir de aquí. Antara está asustada pero piensa que lo peor ya ha pasado y se apremia a sí misma a reunir valor para escapar de aquella gruta hacia la libertad, hacia un lugar seguro y lejos de los temibles pétreos. Sin embargo, todo en su particular mundo parece dotado de voluntad propia. El agua los arrastra, golpeándolos contra las piedras de la cueva y lanzándolos fuera después, como si se tratase de la resaca de un mar bravío. El curso del río se distingue ahora con más claridad. Antara no puede ver a Aidun y sólo siente las garras del río, arrancándola de cada punto en el que sus ojos atisban un asidero. La corriente es demasiado fuerte y por momentos se sumerge, regresando rápidamente a la superficie, tratando de no perder de vista el trazado y poder aprovechar la más mínima ocasión para salir de allí. Ahoga un grito cuando Aidun emerge de las profundidades, sujetándola de la cintura. Retiene las ganas de preguntarle si está bien. Ahora ambos pueden estarlo y un segundo después, dejar de estarlo, así que la prioridad sigue siendo su salvación. Sin embargo, las cosas parecen complicarse por segundos y la urgencia apremia cuando atisban un salto en el horizonte. —¡Una cascada! —grita Antara—. ¡Hay una maldita cascada allí delante! —¡No te sueltes! Antara lo sujeta de la camisa y él trata de nadar con fuerza hacia la orilla del río. Sin embargo, el agua sigue siendo demasiado fuerte y en un abrir y cerrar de ojos, los dos vuelan en caída libre hasta un río más amplio, igualmente caudaloso pero en un tramo de su curso más sereno. Antara asoma de nuevo, tosiendo y Aidun lo hace justo después. Sin apenas fuerza, extenuado, la sujeta otra vez de la cintura y pone en liza un último esfuerzo para alcanzar la orilla. Respira fatigado y es incapaz de abrir los ojos. Antara tose, mientras gatea hasta abandonar el agua por completo. —¿Estás bien? —le pregunta al fin a Aidun. Él no responde. —Aidun... Pero cuando la muchacha busca el punto de atención en el que los ojos del rey de Evestya están fijos, se topa con la peculiar escena: cinco mujeres, ataviadas con extrañas vestimentas, lavan su ropa en las márgenes del río. Todas ellas son recias, de sonrosadas mejillas y algo más bajas que un humano común. Y todas ellas los miran estupefactas. Al igual que el único hombre que las acompaña, ataviado con un indumentaria similar y con sus ojos clavados en Antara. Aidun la observa también y ella se da cuenta entonces de que la ropa se le pega al cuerpo, calando buena parte de sí misma. Se echa las manos al pecho, mientras Aidun trata de contener la sonrisa y una de las mujeres se levanta para asestarle una inesperada colleja al mirón. —¿Se puede saber qué estás mirando, zoquete? —exclama. —Pues... tú dirás —responde él, incorporándose también—. Acaban de llegar dos humanos arrastrado por el río. Si tú te topas con esto cada día... —Oh, sí, seguro que mirabas eso. Aidun se levanta y otra de las mujeres corre a taparle los ojos a una muchacha más joven. —Por el cielo, no mires.


—M adre, por los dioses, no está desnudo ni se le ve nada. —M i nombre es Aidun —interviene él, tratando de calmar la situación. No tiene ni la más remota idea de quiénes son o qué son pero su accidentada llegada parece no haberles gustado demasiado—. Hemos sufrido un pequeño altercado y... bueno, necesitaríamos algo de ayuda. La muchacha joven se zafa de la cobertura de su madre y se pone en pie. —Claro que podemos ayudaros, mi señor. Bienvenido seáis a Nomia, el reino de los gnomos. —Gnomos... —murmura Aidun, observando a Antara. Ella continúa con la mirada fija en las aguas y cubriéndose mientras tiembla. El rey de Evestya se deshace de su camisa, empapada y rota y se la echa por encima a ella, que lo agradece, en silencio. —No te ayudará demasiado pero al menos, el mirón se quedará con las ganas. Ella alza la vista y se toca las mejillas, como si tantease la posibilidad de que él descubra el rubor que las cubren ahora mismo. Este va en aumento, además, cuando detecta que los ojos curiosos del gnomo no son los únicos que se fijan en su ropa empapada ejerciendo de segunda piel sobre la suya propia. Consciente de haber sido silenciosamente descubierto, Aidun se pone en pie y le tiende la mano a la joven. —¡Vamos, venid con nosotros, por favor! —los apremia una mujer, aparentemente la más vieja de las cinco—. Os ayudaremos.

16 Capítulo 13: Lo que dure una canción

Por primera vez desde que llegase a su propio mundo, Antara se siente limpia, aseada y descansada. Lo está. Después de una larga siesta, las mujeres gnomo la han ataviado con un precioso vestido blanco que se ciñe a su cuerpo como una segunda piel, aunque en esta ocasión, sin dejar entrever lo que hay debajo. Su cabello, limpio por primera vez, desciende en gráciles ondas entre las que se ubican flores blancas y azules. Los perfumes con los que la han acicalado la sumen en una sensación agradable y placentera. Lo vivido con los pétreos parece ya algo que sucedió hace años y sin embargo, sólo han transcurrido unas horas. —Estás preciosa —le dice la anciana que se ha encargado de todo, mostrándose amable y maternal con ella en todo momento. Por el momento, no les ha revelado su identidad a los gnomos. Después de todo lo vivido, ignora si hacerlo puede acarrearle más ventajas o más inconvenientes pero por lo pronto, siendo únicamente Tara, todo está yendo bien. —Espero que todo esté a tu gusto, muchacha. No acostumbramos a recibir muchos invitados. —Todo está perfecto, Lusa —responde ella, con serenidad. La mujer sonríe, cerrando así sus pequeños ojillos. —No quiero ni pensar qué os pudo suceder. Si os arrastró la corriente es evidente que venís desde las tierras de los pétreos, en Leyenda. Son muy peligrosos. Y también la gorgona. —¿La gorgona? —Convierte en piedra a todo aquel que la mira a los ojos. Vaga por las tierras de Leyenda, buscando víctimas, especialmente entre los centauros. —Centauros —murmura Antara. Por momentos se pregunta qué otra sorpresa puede depararle su propio mundo. Sin embargo, bien pensado, tampoco es nada descabellado: las historias fantásticas, las invenciones, crear mundos imaginarios y plasmarlos en un papel fue algo que siempre amó y, por tanto, no ha de ser extraño que su universo esté formado de fantasía, de criaturas maravillosas. De un tiempo a esta parte, además, todo aquello se ha derrumbado. Y de pronto, lo que está sucediendo en Antara se le hace tan evidente que casi le avergüenza no haberlo visto de esa forma antes. —¿Conoces al dios errante? —le pregunta a Nusa. La mujer continúa peinándola, como si la pregunta le resultase de lo más insignificante. —Nadie ha visto al dios errante. Algunos incluso dudan de que exista. Las palabras de la mujer se le clavan en el corazón como una horrorosa posibilidad; una posibilidad que ella no quiere contemplar. —¿Tú qué crees? Nusa se encoge de hombros mientras la mira a través del espejo. —Lo cierto es que no le concedo demasiada importancia a eso. Vivo de aquello que tengo a mano, de mi trabajo y lo que hagan o no los hipotéticos dioses en su particular olimpo, no me ayuda ni me perjudica en nada. —Pero dicen que Antara se está muriendo. Y los dioses podrían salvarlo. —Lo salvarán si quieren y nos dejarán de su mano, si lo desean también. La decisión está en ellos, si es que existen y si no... ¡bah! Patochadas. Lo que deba ocurrir, ocurrirá. Antara cierra los ojos. Le hubiera gustado recibir algún tipo de ayuda o estímulo que le sirviera para saber qué hacer o adónde ir. Está buscando al viajante y lo hace a ciegas, sin pistas, sin nada que la conduzca a algún lugar concreto en busca de un objetivo determinado. —Vamos, ven —le dice Lusa—. Habéis llegado en el momento ideal. M ientras la sigue, Antara piensa en Nerum y Lynae; no ha vuelto a saber más de ellos desde que los zernules los atacasen en el bosque y ambos huyeran, abandonándola. Dio por sentado que estarían ocultos en cualquier lugar, pendientes de ella pero el tiempo pasa y ni del caeliano ni de la gobernadora de las Tierras Vardas ha vuelto a saber nada más. Según le dijo el propio Aidun, la intención de ambos era ir a las tierras pétreas y después, hasta un lugar llamado... —¿Qué es El Quiebre? —pregunta, mientras camina detrás de la mujer gnomo. Esta se vuelve, con el ceño fruncido y después, continúa su fatigoso avance. Camina encorvada hacia adelante y aunque no se apoya en ningún bastón, su postura hace evidente que sufre numerosos achaques. Antara lamenta que su mundo no esté exento de ellos para gente buena como Lusa. —El Quiebre es un lugar infestado de hechiceros y brujas. M uchos dicen que es el lugar donde empiezan algunas cosas y terminan otras.


—Eso es un poco extraño, ¿no? —Tenebros esconde muchos misterios. Dicen que la magia fluye de forma especial en ese sitio, maldito para muchos; bendecido para otros tantos. Si aceptas un consejo, preocúpate de dónde pondrás tu pie en el próximo paso que des y no de pamplinas como los dioses o ese lugar endemoniado. Entonces se detiene y se vuelve. —¿O acaso deseas llegar hasta allí? —No... no es eso... he... oído hablar de él y... Lusa suspira. —Lo dicho, olvídate de esas cosas. Sigue a la mujer gnomo a través de las habitaciones de una acogedora casita, en dirección a la salida. Todo en ella es algo más pequeño que las medidas normales para un humano común. Antara tiene que agacharse para atravesar las puertas pero a pesar de todo, le parece un lugar cálido y acogedor. Por momentos, le recuerda a la sala que M ina tiene habilitada en su pequeña librería para ir a leer. Sonríe al pensar en ella y después, se traga la angustia por lo mucho que la echa de menos. Cuando llega al exterior, la noche continúa latiendo en un mundo permanentemente sumergido en las tinieblas. Pero allí, todo es diferente. Según ha podido saber, los gnomos están de celebración. Las guirnaldas se deslizan a través de las ramas de los árboles, prendiendo lucecillas sobre lo que es un lugar para el jolgorio y la música. Unos exóticos instrumentos la dejan oír ya. Antara sólo es capaz de distinguir el laúd y el flautín. Los demás, parecen extraños objetos de fabricación propia que emiten sonidos alegres y llamativos. Unas largas mesas atestadas de comida hacen las delicias de los más glotones y allí, multitud de gnomos rechonchos hablan y ríen con despreocupación. Antara los observa, sonriendo. Casi parece imposible la cantidad de contrastes que existen en Tenebros. Siguiendo el curso del río hacia el Norte, los pétreos trataron de matarla hace unas pocas horas. Tras un descenso alocado por las aguas del caudaloso río, los amigables gnomos celebran sus particulares fiestas. Atendiendo a eso, la joven se pregunta cómo de cauto puede ser abandonarse a la algarabía e imaginar que ni pétreos ni hadas los siguen. No sabe si sea lo adecuado; lo que sí sabe es que necesita una tregua. Y sabe también que desde que llegase a Antara aquel ha sido su primer encuentro amigable con alguien. Le agrada saber que en su mundo, existen cosas y criaturas tan hermosas y que no todo es hostilidad. Se detiene, anonadada cuando topa con la figura de Aidun, algo más apartado. También él ha experimentado un cambio drástico y radical, dejando atrás los ropajes raídos y sucios. Su pelo castaño se alborota en multitud de ondas y la novedosa sonrisa en el rostro lo dota de una luz especial, una luz que ella no había visto nunca o que, tal vez, había olvidado. El joven sostiene una espada de madera y emula batallas con los niños gnomo. Uno de ellos finge clavarle la suya en el abdomen y él se deja caer al suelo, para que después todos los chiquillos se le suban encima. Permanece sentado en la tierra , rodeado de pequeños gnomos a los que explica cómo sujetar correctamente la empuñadura. Aquel rey amargado, que observa el mundo desde unos preciosos ojos tristes parece ahora otra persona, alguien que ha dedo paso a un muchacho joven, entregado a lo que hace cuando de por medio hay niños. A Antara le parece mágico lo que los chiquillos son capaces de conseguir en él; no sólo Nuyben, sino todos en general. La sonrisa de Aidun la cautiva, dotando a su ya hermoso rostro de una dimensión distinta, superior. Tan entusiasmado está que ni siquiera ha reparado en ella, hasta que una mujer gnomo llega hasta allí y riñe a los pequeños, apremiándolos a dejar en paz a Aidun, que sonríe sin protestar. Permanece sentado en el suelo cuando sus ojos se encuentran con los de Antara y sólo entonces se pone en pie. La sonrisa se le esfuma por completo aunque su expresión no recupera la dureza que siempre la caracteriza, sino un asombro que agrada a la muchacha. Ella camina hacia él, sonriendo y saludando con simpáticas reverencias a los gnomos que se le cruzan. No cabe duda alguna de que aquellas robustas y rechonchas criaturas son excelentes anfitrionas, aunque no les agrade hablar demasiado. —Hola —lo saluda Antara, cuando llega al fin frente a él. Aidun la mira, mudo. —Estás... —empieza a decir ella—. Estás muy bien. —Tú también... Algo en su rostro le indica a Antara que contiene las ganas de seguir hablando, de decir algo más pero no lo hará. —¡Vamos! —exclama uno de los pequeños que estaba jugando con Aidun hace sólo unos minutos—. El baile va a empezar y como invitados, tenéis que inaugurarlo. Antara alza una ceja, divertida, mientras Aidun se muestra incómodo. —¿No te gusta bailar? —le pregunta ella. —No se me da bien bailar —responde él. Empiezan a caminar despacio, en dirección al lugar al que todos se dirigen—. Seara solía... Guarda silencio de forma repentina, como si estuviese a punto de decir algo de lo que después, pudiera arrepentirse. Carraspea y Antara trata de desatascar la situación. —Déjame adivinar: ella te apremiaba a bailar y tú salías corriendo, ¿no? Aidun sonríe. —M ás o menos. Siempre detesté las fiestas en el castillo. Ella las adoraba. Antara no dice nada. Trataba de encauzar aquella conversación hacia una vertiente divertida pero cuando el tema central es la esposa fallecida del rey, todo intento al respecto carece de sentido. —¿Y a ti? ¿Te gusta bailar? —le pregunta él. Ella sonríe. —Sí pero... me temo que estos bailes son muy diferentes a los de mi mundo. —Este es tu mundo, al fin y al cabo. ¿No debería bailarse como a ti te gusta? —Debería —concluye, sonriendo. Una risa nerviosa, más bien. Para ese momento ya han llegado hasta el centro de una extensa plaza, lugar en el que los gnomos afinan los instrumentos para dar inicio a una nueva canción, la enésima, pues las melodías suenan desde que ellos llegasen a aquella bonita aldea, y aún no se han detenido ni un momento. Los gnomos aplauden y ríen, como si aquel mágico mundo, no estuviera destruyéndose a su alrededor, ajenos a toda desgracia o felices, a pesar de ella. —¡Vamos! —grita un gnomo—. Es tradición que los invitados inauguren el baile. —No sabemos... no conocemos los pasos —responde Antara. —En realidad —interviene Aidun— sí los conocemos. Si quieres, podemos... La sorpresa se apodera de ella al comprobar que Aidun no tiene reticencias a la hora de satisfacer la petición de los gnomos. Ni tampoco a la hora de participar en cosas que ha asegurado aborrecer, como las fiestas. Supone, sin embargo, que igual que le sucede a ella misma, también él necesita una tregua en medio de toda aquella locura. Aidun le tiende la mano y ella se la da. La música empieza a sonar y él la guía, murmurando los movimientos que ha de hacer e indicándoselos él mismo. El baile resulta, finalmente, más sencillo de lo esperado, pues los pasos se van repitiendo y todo adquiere una mayor diversión cuando los gnomos se unen también a él y los participantes empiezan a cambiar de pareja a medida que desfilan en una disposición aparentemente desordenada pero perfectamente establecida. Antara ríe con despreocupación y a pesar de sentirse cansada cuando la canción, y con ella el baile, se prolonga, se admite a sí misma estar disfrutando como hace muchísimo tiempo no lo hacía. Después de repetir los pasos en varias ocasiones más, llega hasta el final de la hilera de gnomos que intercambian pareja de baile y sus manos se encuentran de nuevo con las de Aidun, que sonríe. También él ha de estar cansado y el cabello castaño se le adhiere ligeramente a la frente, empapada en sudor. Antara se aparta, buscando un poco de descanso pero una mujer gnomo toma a Aidun del brazo, impidiéndole hacer lo mismo. Ella ríe ante la expresión azorada de él. Las antorchas siguen dotando a la noche, fresca pero no fría, de un clima acogedor e íntimo. El jolgorio y la algarabía se prolongan, mientras Antara toma asiento sobre el banco de madera que queda frente a la mesa, mucho más carente de manjares de lo que lo estaba hace sólo un momento. M ientras se sirve un vaso más del delicioso licor de baya que ha probado ya, observa el baile y a Aidun. Alza una ceja, divertida, cuando ve que la mujer gnomo arrastra al rey de Evestya fuera del corro de la danza y habla con él, retorciéndose un mechón de pelo en su dedo. El rubor cubre su mejilla y la expresión de Aidun es comprometida. Para su sorpresa, sin embargo, los dos toman asiento en otra mesa, más pequeña y redonda, donde también se reparten buena cantidad de deliciosos manjares. La joven que está sentada con


él, ríe de forma nerviosa y se lleva la mano a la boca, cubriéndosela mientras Aidun habla. Antara picotea con desgana sin quitarles el ojo de encima. Interiormente se pregunta qué asuntos pueden estar tratando, aunque no le resulta muy difícil percatarse de que a ella le agrada él. ¿Es posible que aquello sea recíproco? La joven gnomo —piensa— no es fea, al menos para lo que a su raza se refiere. De largo cabello castaño recogido con un bonito tocado, mejillas sonrosadas y ojos negros. Rechoncha, como todos sus congéneres y demasiado bajita para Aidun. Antara duda: ¿se puede ser demasiado bajita para alguien? Niega con la cabeza, en absoluto de acuerdo con sus propios delirios. Sea como fuere, el caso es que Aidun prolonga su conversación con la joven gnomo durante varios minutos, llegando a exasperarla. El licor de baya continúa descendiendo a través de su garganta como si se tratase de la corriente de un riachuelo. Se siente ligeramente mareada y por un momento, observa el translúcido licor, cuestionándose si lleva algo más que zumo de baya. Si no fuese así, ¿por qué iba a llamarse licor y no zumo? —se pregunta—. Trata de ignorarse a sí misma y se incorpora, resuelta a acabar con el malestar que la carcome desde hace ya rato. Probablemente después se sentirá ridícula y avergonzada pero mientras aquel extraño y delicioso líquido la desinhiba, está decidida a aprovechar el tirón. Camina tambaleándose, vaso en mano y llega junto a Aidun y la gnomo. —¿Interrumpo? —pregunta. Los dos, que permanecen sentados en la banqueta de madera, alzan la mirada hacia ella. —Un poco —le responde él. —¿Ah sí? Pues... —resopla—. ¿No te parece que eres demasiado pequeñita para él? Después se echa a reír. La joven gnomo se pone en pie, indignada. —¿Acaso tú eres mejor, palitroque paliducho? —Bueno, al menos alcanzaría a darle un beso sin que él tuviera que cogerme en brazos. Aidun se lleva la mano al puente de la nariz y resopla de manera discreta. La gnomo empuja a Antara, propiciando que el muchacho se levante. —Ivette —murmura, tratando de calmarla. —Ivette... —repite Antara—. Hasta tu nombre es pequeñito... La gnomo sonríe con sarcasmo. —¿Y de qué viene Tara? ¿De tarada? Antara ríe. —Oh, esa ha sido buena, incluso para una albóndiga toca—narices como tú. Ivette se lanza sobre Anatara y a pesar de que Aidun la sujeta, llega a originarle un arañazo en la cara. Dos gnomos acuden corriendo hasta allí y tratan de sujetar a la joven , que se zafa bruscamente y se marcha. —¿Qué ha pasado? —pregunta uno de los recién llegados. —Nada —interviene Aidun, anticipándose a Antara, que se disponía a responder—. Nada. Un malentendido. Lo aclararé con Ivette si... conseguís que se calme un poco. Los dos se marchan, dejando solos a Aidun y Antara. Él la mira, confuso: —¿A qué ha venido eso? —le pregunta. —Llevabas mucho tiempo hablando con ella. —¿Y no has pensado que si llevaba mucho tiempo hablando con ella era por algo? —¿Por qué? ¿Te gusta? Aidun alza una ceja, divertido en parte por la ocurrencia de Antara. Acto seguido le arrebata con cuidado el vaso que la joven aún sostenía. —Te sugiero que dejes esto a un lado por esta noche. —Esta noche... —murmura ella—. ¿Quieres decir para siempre? —Teniendo en cuenta el efecto que causa en ti, sí, para siempre sería suficiente. Antara suspira. —Llevabas mucho tiempo hablando con ella —repite— y yo también quería hablar contigo. Quería... darte las gracias, aún no había podido hacerlo y... quería. —Las gracias... —murmura él. —Sí, por salvarme de los hombres de piedra. Pensé que no vendrías, que harías lo mismo que hice yo con las hadas en el Bosque Gélido y me abandonarías a mi suerte... pero no lo hiciste. —Si te soy sincero, estuve a punto de marcharme —le confiesa él. —Pero no lo hiciste —repite ella. —No, no lo hice. —Eres mejor que yo. Aidun guarda silencio. Quiere decirle que no, que no es mejor que ella pero algo lo invita a guardar silencio. Antara ha bebido más de la cuenta, eso es algo que le resulta evidente y en ese efecto, precisamente, ella parece dispuesta a exhibir una sinceridad de la que él quiere empaparse. Por otro lado, prefiere omitir el asunto de la gorgona, su injusta muerte a manos de los centauros que, a su vez, lo ayudaron después a entrar en los dominios de los pétreos y extender el caos y la confusión como modo de distracción para que él pudiera salvarla a través del camino que los propios centauros le habían indicado. M uchos de ellos murieron allí, en las tierras de los pétreos, pero interiormente él no puede negar un pequeño regocijo al pensar que lo merecían. Él la mira y la sostiene tímidamente del brazo cuando ella da un traspié. —Deberías sentarte —le dice. La ayuda, sujetándola de la mano y ambos toman asiento sobre el pequeño banco de madera que circunda la mesa que queda detrás. Antara juguetea con los dedos de Aidun mientras sigue hablando. Los ojos de él se mantienen fijos en las manos de ambos. —También quería hablar sobre el sanguinario... la leyenda. Todo lo que se cuenta en torno a ti es falso. —Casi todo. El sanguinario era mi padre, ya te lo dije. El sobrenombre se lo pusieron a él. Y yo lo heredé, como todo lo demás. —Pero como toda leyenda, hay un atisbo de verdad y una gran carcasa de mentiras. Aidun la mira, acrecentando su confusión cuando ella se acerca más a él. Es evidente que el licor de bayas avanza en el organismo de la joven, causando estragos. —Sí —responde él al fin— pero esa gran carcasa te crea una fama útil. Hace que los demás te teman, que prefieran no meterse en conflictos contigo. Lo único importante para mí es que mi hijo sepa quién soy, cómo soy. El resto me da igual. —Pensé que era admirable el amor que sientes hacia Nuyben y la forma en como lo miras. Pero no es sólo tu hijo; son los niños. Todos. Te gustan. El rey de Evestya sonríe cuando Antara apoya su hombro sobre el de él. —M e encantan. Poseen una magia única, todos y cada uno de ellos; exentos de maldad, de actuar con afán de hacer daño. Todo en ellos es tan puro y tan inocente, que el mundo sería un lugar maravilloso si fuésemos capaces de mantener todo eso en nosotros mismos. Porque alguna vez lo tuvimos. Antara no dice nada y cuando Aidun gira la cabeza, ante su silencio, se encuentra con la cara de la diosa a escasos centímetros de la suya propia, mirándolo, fascinada, con la barbilla apoyada sobre su hombro. —¿Qué? —susurra él. —Nada. Tengo la sensación de que eres un gran desconocido, Aidun de Evestya. —Y yo tengo la sensación —le dice, mientras pasea su dedo índice sobre el arañazo que Ivette le ha ocasionado— de que deberías irte a dormir. —Oh, no —se queja ella, sujetando su mano contra su mejilla. En algún recóndito rincón de su ser es consciente de que Aidun tiene razón pero en medio de la bonita atmósfera que ofrece el lugar y que ellos mismos han creado con una conversación de lo más normal, no le apetece emerger y recuperar la figura de la diosa responsable.


Por ahora sólo quiere seguir siendo una chica de 17 años, normal y corriente con unas cuantas copas de más y el dudoso valor de decir ciertas cosas. La música suena en el centro de la plaza. Las notas alegres han dado paso a una melodía más serena y tranquila. El flautín y una especie de violín, acompañados de algo que suena como un xilófono, ofrecen una música serena y relajada. Apenas quedan gnomos bailando allí, pues la mayoría charla animadamente en los lugares habilitados para la comida y la conversación. De pronto y sin que nadie pudiera preverlo por lo repentino, sobre sus cabezas estalla el fulgor de un relámpago lejano y un fuerte trueno que amenazan con arruinar la fiesta. La lluvia empieza a descargar, arreciando paulatinamente y pronto, la tranquila noche en la que discurrían la celebraciones, exhibe una fascinante tormenta en el oscuro cielo. Algunos gnomos empiezan a marcharse. —Parece que la fiesta ha terminado —concluye Aidun, incorporándose. Aún no se han soltado de la mano y Antara lo emula, poniéndose también en pie. Sin embargo, lejos de moverse, lo mira y apoya su frente sobre el pecho del rey de Evestya, suspirando. —¿Un último baile? —le pregunta. Vuelve a alzar la cabeza y lo mira. Él no ha perdido su sonrisa y aunque pueda debérselo a la distorsión que el licor de bayas causa en ella, tampoco atisba rastro de la amargura o la tristeza intrínseca que suelen marcar sus rasgos. La tormenta arrecia y los gnomos corren en busca de refugio. Pocas son las teas que resisten la embestida del agua furiosa. Las notas musicales han dejado paso al sonido de la tempestad y el viento arrastra el mantel de la mesa principal y varias de las guirnaldas que adornaban la plaza. Sin embargo, Antara permanece inmóvil, observando a Aidun y esperando respuesta. —Ni siquiera hay música —observa él. —Eso no importa. —Tampoco te aguantas en pie. Antara cierra los ojos y los abre rápidamente. —La última vez que estuve con él era en un día así —empieza a decirle—, lluvioso, con tormenta. Pero a él no le importaba y a mí tampoco. Sólo quisiera trasladarme de nuevo a ese día, a ese momento. Aidun le suelta la mano y recula un paso. —¿Pretendes cerrar los ojos y pensar que yo soy él? —De pronto detecta acritud en sus palabras—. ¿Que finja ser la persona de la que estás enamorada? Porque no lo soy. Y no parece que tengas demasiado claro quién es pero jugar con unos y otros no te hará encontrarlo antes. —Eso ya lo sé y no pretendo jugar con nadie —responde ella, recuperando una parte de su propia serenidad—. Pero este es mi mundo, Aidun, el de mis sentimientos. Y sin embargo, cada persona o criatura con la que me he topado desde que he llegado aquí ha querido algo de mí: matarme algunos; obtener provecho otros. De una u otra manera, todo es hostil. Sólo quiero abstraerme durante unos minutos y sumergirme en la fantasía de que le importo a alguien. Sólo quiero fantasear con la sensación de que me están protegiendo, de que alguien me quiere cerca de sí mismo sin intereses soterrados más allá de mi propia presencia. El tiempo que dure una canción, aunque no suene; aunque sea sólo en mi cabeza. Lo único que te pido es que me abraces y me dejes imaginar. Él la observa en silencio mientras ella alza la mirada al cielo, deleitándose en algo de lo que todos huyen, de lo que ella misma había huido siempre en su mundo. Pero la ceguera le permitió aprender a disfrutar de esas cosas que no se ven pero se sienten. Aidun se acerca más a ella y sujeta de nuevo las manos de Antara, guiándolas hasta su nuca; después, coloca las suyas sobre la cintura de la joven y sus cuerpos se encajan en un puzzle perfecto. —Imagina entonces —le susurra. Empiezan a moverse despacio, más que siguiendo el ritmo que no suena, tratando de no tropezar ella; intentando sostenerla él. Los segundos discurren de un modo distinto, lejano, inexistente casi; como si en aquel mundo de fantasía resultase posible olvidarse de ellos. Ella es diosa de Antara —piensa para sí—, debería poder detener el tiempo, igual que, de algún modo, ha detenido la salida del sol. Antara cierra los ojos y evoca al viajante. Encontrarlo no va a resultar tarea sencilla pero imaginar que ya lo he hecho, le concede una paz más que necesaria. Y por sorprendente que le parezca, no le resulta difícil hacerlo, pensar que es él. Y en esa fantasía lo abraza con más fuerza, percibiendo la respiración de Aidun muy cerca de su oído. Los minutos discurren en ficticia oscuridad. Ella abre los ojos y se encuentra con el rostro empapado de Aidun; las frentes de ambos, unidas; el agua resbalando sobre los dos, como una fina capa que los convierte en uno. En las pestañas del rey de Evestya se columpian las perladas gotas de lluvia, iluminando el azul de sus pupilas. Se deslizan sobre sus mejillas como lágrimas y mueren en la tentadora fuente de sus labios entreabiertos, despertando un fogonazo de envidia en Antara. Ella continúa aún aferrada a su cuello y percibe, todavía, las manos de él sobre su cintura. Ya no se mueven. Aidun baja un poco la cabeza y sus labios llegan a rozar los de Antara, que siente el corazón disparado. El muchacho voltea ligeramente la cara pero ella la sujeta con suavidad, impidiéndoselo y el contacto entre sus labios se prende de nuevo como una asustadiza intentona. Antara traga saliva, abrumada y Aidun la besa despacio. Un beso corto, intenso pero efímero. El joven rey alza la mano y pasea su dedo pulgar sobre los labios de ella, sedienta de más; una petición que encuentra respuesta cuando de nuevo Aidun busca la boca de ella, embistiéndola, dando fuerza a un estallido que los mantiene allí clavados. Los dedos de él se pierden entre el cabello mojado de ella. Sienten el agua aliviando sus labios y la mezcla del sabor a lluvia y a contención, a bandera blanca arriada y al silencio de confesiones que no se atreven a asomar. Se apartan pocos centímetros y mantienen la mirada fija en los ojos del otro. La lluvia resbala a través de sus rostros y cuerpos pero nada parece capaz de sacarlos de allí. Hasta que una mano tira de Antara, arrastrándola y rompiendo la magia. Otra, empuja a Aidun para que la siga. Dos gnomos tratan de llevárselos hasta una de las casas, concretamente la de Lusa. Se agachan al llegar al umbral de la puerta y entran hasta el salón, donde la lumbre ofrece calor a una noche que parece enfriarse por momentos aunque ninguno de los dos lo note. Allí hay varios gnomos más, buscando también cobijo. Tal ha sido la rapidez con la que se ha formado la tormenta que ni siquiera han tenido tiempo de regresar a sus casas. —¿Estáis locos? —exclama la propia Lusa—. Vais a coger un buen resfriado. Estas tormentas repentinas son habituales aquí y conviene muy bien guarecerse de ellas. —¿Se lo doy ya, abuela? —pregunta uno de los niños. —Claro. El chiquillo gnomo le entrega a Antara un papel doblado, que ella coge sin ser capaz de apartar sus ojos de Aidun. Él toma asiento junto a la chimenea, con la espalda apoyada en la pared y el cabello castaño goteando sobre el suelo de madera. Ella está junto a la ventana, más apartada y sentada sobre una gruesa alfombra de piel. Despliega el papel y el corazón le da un vuelco: <<¿Que sea un apuesto y atractivo caballero... o un horrible y deforme muchacho, ¿implicaría algo distinto?>>. Pliega la página rápidamente y pasea sus ojos a través de la sala. Algunos de los gnomos allí presentes leen; otros, están endormiscados frente a la viva llama de la chimenea, mientras Lusa y otras dos mujeres se mueven de aquí para allá en la cocina. Los pequeños rivalizan entre ellos en algún tipo de juego de tablero. No es posible que uno de ellos sea él. Resulta evidente que los gnomos no son los seres más agraciados físicamente que Antara se ha encontrado desde su llegada a aquel mundo. Y el hecho de que reciba aquella misiva en aquel preciso instante la hace dudar. Ella le aseguró al viajante que nada de eso importaría pero ¿sería capaz de mirar a uno de aquellos gnomos como lo mira... a él? Los choques de miradas entre Aidun y Antara son una continua telaraña que se crea sobre las cabezas de aquellas despistadas criaturas. Pero ninguno de los dos dice nada. Ella se siente mareada, cierra los ojos y apoya la cabeza sobre la pared. Fuera, escucha aún los sonidos de la tormenta: el trueno retumbando en las cumbres lejanas; el agua, golpeando sobre la hierba y repiqueteando en el suelo de madera que forma el porche de la casa. Voltea la cabeza ligeramente y abre los ojos para observar cómo las lucecillas de las ventanas de otras casas se funden con el deslumbrante fogonazo de los relámpagos. La lluvia cae con la misma fuerza con la que lo hiciera aquella mágica tarde en su mundo y en aquel momento, con Aidun, sólo ha buscado emular lo vivido, invocar de algún modo al viajante. Se incorpora como un resorte y se agacha, sin prestar atención a Aidun para salir por la puerta hasta la cocina. —Lusa —la llama. La mujer se acerca hasta ella.


—¿Quién os ha dado esto? —pregunta, mostrándole el papel. —Estaba entre los raídos ropajes que te quitaste —responde ella, con su habitual parsimonia—. Por eso se lo di a Ben para que te lo entregase; pensé que podía ser importante y que allí lo perderías. Es milagroso que no lo hayas hecho ya. Antara permanece pensativa. No es posible que ese documento intacto se encontrase entre la vieja ropa con la que se arrastró río abajo y sin embargo presente ese perfecto estado. Chasquea la lengua y maldice, de nuevo, para sus adentro. Lleva el suficiente tiempo en aquel mundo para dejar a un lado la lógica otra vez y recordar que en aquel universo de fantasía, el documento se lo ha hecho llegar un dios. Abandona la cocina y camina, agachada, a través del pasillo hasta la habitación. Aidun la sigue. —¿Qué ocurre? —le pregunta. Ella toma asiento en el suelo, mientras él permanece agachado en la entrada. Antara le hace llegar el inmaculado papel, que él lee con suma atención. Después, alza la mirada: —¿Tu dios? —¿Y si es un gnomo? —pregunta ella. A Aidun se le abre una sonrisa sincera en los labios. —¿Un gnomo? —No es gracioso. —Sí lo es. Antara se lleva las manos a la cara y las pasea a través de sus mejillas, su cuello. Aidun repara en su estado de alteración. —¿Qué importa si es o no es un gnomo? ¿No se supone que estás enamorada de él? Ella lo mira y se muerde el labio inferior al recordar lo que acaban de vivir hace apenas unos pocos minutos, algo que parece no haber existido para él, que no sólo habla con naturalidad de los gnomos y la hipótesis de que el dios errante sea uno de ellos, sino que le plantea abiertamente la posibilidad de estar enamorada del dios de Tenebros. ¿Y que esperaba? —se pregunta a sí misma—. ¿Que aquello cambiase algo para él? ¿Lo cambia, acaso, para ella? Por supuesto que no. —¿Puedes dejarme sola? —le pide—. No me encuentro bien. Él le dedica una larga mirada, le devuelve el documento y se marcha, cerrando la puerta tras de sí.

***** La tinaja de los gnomos no le ha permitido relajarse pero sí tomar un baño caliente y quitarse de encima la sensación de frío. Ahora permanece encogida sobre el cálido lecho que Lusa ha preparado para ella y a pesar de los zumbidos que se pasean en su cabeza, consecuencia del excesivo licor de bayas ingerido, no puede dejar de pensar. Desde que ha llegado a aquel mundo y ha entendido algunas de las circunstancias que la rodean, Antara no ha dejado de buscar al viajante. Primero creyó haber dado con él al encontrar a Nerum; incluso en Aidun ha buscado etéreos rastros de aquel misterioso muchacho con el que apenas vivió cinco horas. Su salvador. Convencida de que, de algún modo, tenía que encontrar la forma de invocarlo hasta allí, aquella noche por vez primera, sus hipótesis se modifican: no es ella quien busca el modo de llamarlo, sino que aparentemente es él quien le propone a ella una compleja búsqueda a través de aquel mundo de tinieblas y oscuridad. Antara se yergue al reparar en ese detalle: el viajante desapareció sin más, asegurándole que su regreso dependía única y exclusivamente de ella. El joven conocía a M ina, con toda probabilidad, mucho mejor de lo que ella misma la conoce. Entonces... ¿y si es él quien dio inicio a un Libro de los Vínculos? ¿Y si es él quien aguardaba que ella acudiera? Siendo así, ¿y si es él quien quedaría atrapado en aquel mundo, de darse un desenlace distinto al que desea? Hasta ese momento había contemplado la posibilidad de ser ella la condenada si no lograba encontrarlo o alcanzar uno de esos finales felices que tanto le agradan en las historias que solía leer y escribir. Si fracasaba y el viajante no acudía a su encuentro, a ella acabaría por ocurrirle algo que, en determinados momentos no ha percibido tan terrible: vivir para siempre en aquella tierra de fantasía. Pero ¿y si las tornas se vuelven y ha de ser ella quien propicie el final que él ha escogido antes? La posibilidad la angustia porque de pronto, encontrarlo se torna una necesidad más imperiosa que nunca. La vida en juego no es la de ella, sino la de él. Cierra los ojos y lamenta que la tregua haya concluido ya. Aquella noche de ensueño en la tierra de los gnomos, donde no le costaría tanto habituarse a vivir, toca a su fin y de nuevo, el regreso de la cruda realidad se alza, imponente, ante ella. Sin embargo, el sueño le pesa demasiado y se promete a sí misma que por la mañana, volverá a tomar su camino. Ahora sólo quiere dormir.

17 Capítulo 14: La elección

La puerta de su habitación, estampándose contra la pared la despierta de forma brusca. Lusa entra a través de ella; parece azorada, asustada, más bien. —¿Qué pasa? —pregunta Antara. Al incorporarse, siente la cabeza a punto de estallarle. —Vamos, tienes que irte. Los dos, tenéis que marcharos inmediatamente. Joseph os ha preparado un caballo en la puerta trasera —añade la gnomo, en alusión a su esposo. —Lusa... La mujer revuelve algo en un cajón y se detiene bajo el umbral de la puerta. —Eres ella, ¿verdad? —pregunta únicamente—. Eres la diosa de Antara. La joven permanece inmóvil, en silencio, incapaz de afirmar o desmentir y completamente ajena a lo que cada una de las dos opciones vaya a acarrearle. Por suerte o por desgracia, tampoco tiene tiempo para planteárselo. Sin pensarlo más, se levanta y corre lo más rápido que le dan las piernas y le permite la cabeza tras los pasos de la mujer; se apoya en las —para ella— angostas paredes de la casa y llega hasta la puerta trasera, donde Aidun la espera, junto a Joseph y dos gnomos más; Ivette es una de ellos. Salvo ella, los demás preparan la marcha con premura. —Vamos —los apremia Lusa—. Los centauros están llegando y no parecen muy contentos. Tenéis que desaparecer antes de que os den alcance. —¿Los centauros? —exclama Antara, sorprendida. Son los mismos seres que la ayudaron a escapar de los pétreos. ¿Qué sentido tiene que ahora los persigan, provocando su huida? ¿Es posible, acaso, que no conocieran su verdadera identidad y finalmente hayan acabado por saberla? Su nombre y su condición la persiguen por el universo de sus sentimientos de un modo implacable, y tan hostil que la asustan. Observa al caballo, perfectamente ensillado y de un tamaño normal. A un gnomo le resultaría imposible subir hasta su lomo a menos que hiciera uso de algún tipo de artimaña pero el animal aguarda sereno y dócil a que alguien lo monte. Aidun lo hace.


—Vamos —la apremia. —¿Por qué hay que marcharse? Creí que te habían ayudado. —Ahora no hay tiempo, Antara. Ya te lo contaré. Lo observa por un momento, consciente de que ha utilizado su verdadero nombre y ningún gnomo se ha inmutado. ¿Habrá sido él quien les haya revelado su verdadera identidad? ¿Con qué propósito? —¡Vamos, muchacha! —exclama Joseph—. Deprisa. Antes de acceder al suave empujón del gnomo, Antara le habla a Ivette: —Lo siento —se disculpa—. Fui una auténtica imbécil. Estaba... bueno, perdóname. Por favor. Ivette se limita a asentir. Sus mejillas están bañadas en lágrimas y es evidente que en aquel momento su preocupación es otra. Despedir a Aidun de esa manera, probablemente. Dubitativa aún, Antara corre hasta el caballo y monta detrás de él, que la ayuda. —Cuidaos —exclama Lusa. Arrancan a correr a toda velocidad, cobrando plena conciencia de la habilidad y rapidez de aquel precioso corcel de pelo oscuro. El animal esquiva obstáculos con pasmosa facilidad, salta sobre ellos y cruza el poblado bosque sin la menor vacilación. Antes de abandonarlo se detienen y aún logran ver la llegada de los centauros a la aldea de los gnomos. Es noche cerrada y la tormenta ha cesado; sólo los relámpagos siguen concediendo una fugaz iluminación al entorno, del que sólo pueden distinguir las lucecillas que salpican la aldea de los gnomos y las antorchas que portan los centauros. Antara siente un nudo en el estómago cuando escucha los sonidos de los aceros y los gritos; imagina a aquellos que la salvaron arrasando todo con espadas, destruyendo los escasos rastros de celebración que la tormenta dejó anoche; a los gnomos corriendo despavoridos. Reza por que ninguno de ellos salga herido o algo peor. Y después repara en que ella es la diosa y su viajante, desaparecido, el dios. ¿A quién ora entonces? ¿Quién ha de escuchar sus plegarias si ella es, teóricamente, aquella a quienes se dirigen estas? Pensar en la inexistencia de alguien por encima que ayude a los gnomos prende la angustia en el corazón de Antara. —Tenemos que volver —dice, sin ser demasiado consciente de sus propias palabras. —¿Para qué? ¿Para que nos maten? Aidun azuza las riendas del caballo y este recupera la dirección que llevaba; lo hace mucho más despacio mientras descienden por la escarpada loma que da acceso al prado. —Hay niños en aquella aldea —espeta ella, consciente de estar tocando un punto débil para él que, sin embargo, mantiene la calma. —No es a los niños a quienes buscan. Ni siquiera a los gnomos. Tratarán de asustarlos pero no les harán nada. —¿Qué es lo que pasa con los centauros? —insiste Antara, mientras se sujeta a la cintura de Aidun—. ¿Acaso no te ayudaron a liberarme de la ciudad de piedra? —Entraron convencidos de la protección de la diosa —confiesa Aidun—. No la encontraron y están cabreados. —¿Qué? ¿Les prometiste que yo cuidaría de ellos? —¿Crees que, de lo contrario habrían accedido a meterse allí? Es a tu dios a quien idolatran pero convencerlos del lazo que os une a los dos no resultó tan difícil. M uerta tú, enfurecido él; así de sencillo. Y de hecho, supongo que no mentí. El caballo da un salto prodigioso y sus patas dejan atrás la peligrosidad del terreno montañoso para tomar firmeza y estabilidad. La carrera a través del prado se presume más sencilla pero quienes los persiguen gozan de similares características sin precisar, si quiera, montura. El único alivio de Antara al ver a los centauros aparecer tras de ellos reside en el poco tiempo que han estado en la aldea de los gnomos, lo cual significa —o eso espera— que no hayan causado grandes daños allí; que posiblemente sólo buscasen información acerca del paradero de ambos y al no recibir ayuda de Lusa y su gente —no duda lo más mínimo de la lealtad de la gnomo—, hayan decidido seguir camino a través. El caballo de Aidun y Antara vuela como el viento entre las sombras, dejando atrás todo aquello que se encuentran a una velocidad pasmosa. Aunque los centauros tampoco se quedan excesivamente rezagados, se hace fácilmente evidente que no lograrán darles alcance. Antara se vuelve para calibrar la marcha de unos y otros, la distancia que los separa. Y es entonces cuando comprueba que sus perseguidores los apuntan con arcos y flechas. Los relámpagos intermitentes le permiten verlo con claridad. —¡Preparados! —grita uno de ellos. —¡Aidun! —exclama ella—. Van a disparar. —¡Pues agárrate! —le responde él. Ella obedece a regañadientes y el joven rey maneja las riendas del corcel de manera que este avance zigzagueando. La lluvia de flechas descarga alrededor de ellos, como una letal amenaza sobre sus cabezas y aunque ninguna de ellas llega a dar con su objetivo, Antara sabe que puede ser cuestión de tiempo y suerte que los alcancen. —¡M ierda! —masculla Aidun. Ella viaja con los ojos cerrados y la mejilla apoyada contra la espalda de él, como si aquella oscuridad de la que tanto ha huido pudiera salvarla esta vez de un destino aciago. Por momentos piensa que su abrazo debe estar dejando a Aidun sin aire pero si es así, él no le ha dicho nada; no se queja. La maldición del muchacho, no obstante, la hace abrir los ojos y atreverse a mirar por encima de su hombro: un abismo se abre ante ellos, un vacío que los separa del tramo de tierra que discurre al otro lado. Un salto imposible para el caballo. Sin embargo: —¡Agárrate! —¿Qué vas a hacer? —exclama ella, incrédula—. No irás a saltar, ¿verdad? Aidun... —¡Sujétate! —No lo hagas, por favor. Aún avanzan unos metros más a toda velocidad pero finalmente, el joven accede a la súplica de Antara y detiene al caballo con un movimiento seco y brusco de la rienda. El abismo queda a apenas un paso y el corcel recula, golpeando con las patas hacia atrás para vencer a la inercia que lo llevó hasta allí. En ese momento, Antara grita y cuando Aidun se da cuenta, la joven tiene una flecha clavada en el hombro. —¡M ierda! —masculla él. Baja del caballo rápidamente y ayuda a Antara a bajar también. Ella cae de rodillas en el suelo, mientras Aidun la sujeta, agachándose a su lado. —Tranquila —le dice—. No es nada grave, ¿de acuerdo? Voy a sacártela. —¡No! —exclama ella, aterrada. —Antara, es una flecha de punta redondeada; apenas te dolerá. Podré curar bien la herida, taponarla y desinfectarla después. M antener la flecha clavada será peor. —Dios mío... —masculla ella, entre lágrimas. —Vamos, será sólo un segundo, ¿de acuerdo? Ella asiente con poca convicción y trata de tragarse las lágrimas. Él dedica constantes miradas a los centauros, que ya se acercan. —De acuerdo. Uno, dos y tres. Da un seco tirón de la saeta y Antara grita, dejando caer su frente sobre el hombro de Aidun, que le sujeta la nuca, tratando de tranquilizarla. —Genial, ya está. Los centauros llegan hasta el lugar y los cercan frente al abismo cuando Aidun rompe un jirón de su camisa y lo envuelve con poca precisión en el hombro de Antara, pasándoselo por debajo del brazo. —Sostenlo —le murmura—. Lo has hecho muy bien. Ella se siente mareada y ni siquiera es capaz de valorar las buenas intenciones de Aidun, animándola. Permanece arrodillada en el suelo mientras él se pone en pie. Los centauros son aún bastante numerosos pero Antara juraría que en el momento en el que entraron en la ciudad de piedra para distraer y luchar contra los pétreos, eran muchos más.


Uno de ellos, el que seguramente ha de liderar a la manada... ¿Es una manada un grupo de centauros? —se pregunta Antara, entre sudores—, una estúpida cuestión que a buen seguro ha de responder aún a la escasa claridad que su mente le concede, tras una noche movidita y una mañana —aunque igualmente oscura— no mucho mejor. Uno de los centauros se abre paso entre los demás y se sitúa frente a ellos. Las teas que portan sus compañeros dotan a su rostro de un aspecto siniestro, con las bamboleantes sombras danzando sobre sus mejillas y bajo sus ojos. Su elevada estatura ayuda a en esa percepción. —¿Vais a alguna parte con tanta prisa? —pregunta el centauro. —¿Qué es lo que queréis? —le responde Aidun. —¿Que qué quiero? Una explicación. O venganza. Puede que ambas cosas. M is hombres y yo arriesgamos nuestras vidas en la ciudad de los pétreos. Aguardábamos su protección pero os marchasteis; nos abandonasteis allí. Y muchos murieron. —Salvar a la diosa bien valía el riesgo —interviene de nuevo Aidun—. Y la salvamos. Os está agradecida. El centauro sonríe con sarcasmo. —¿En serio? —me pregunta—. ¿De veras nos estáis agradecida, mi diosa? Antara traga saliva y mantiene su mano sujetando el improvisado vendaje que Aidun le ha colocado. No dice nada y es Aidun quien habla otra vez: —Os liberé de vuestra maldición y la ayuda que me prestasteis era un justo pago a eso; nada más. Antara frunce el ceño. ¿A qué maldición se refiere? —se pregunta—, pues él no le ha dicho nada. —Ni un suicidio ni una escabechina quedaban justificados en gratitud por ayudarnos a dar muerte a la gorgona —exclama el centauro, iracundo—. Te aprovechaste de eso y nos mentiste. —Si así fuera, lo tendríais bien merecido —grita Aidun, para sorpresa de Antara, que se incorpora sin dejar de sujetarse el hombro. Le duele pero algo le dice que cuando la herida se enfríe, aún le dolerá mucho más—. La matasteis de forma cobarde, a traición. No merecíais distinta suerte. El centauro guarda un largo silencio mientras sus congéneres murmuran y prenden rumores a sus espaldas. La orden que después da aquel que los lidera es una dura sentencia: —M atadlos. —Espera —interviene Antara—. Si lo hacéis, el dios errante no os lo perdonará. —Vos no tenéis nada que ver con él. Sois mentirosa, mezquina y egoísta. M uchos son los que aluden a vuestro enfrentamiento con el dios de Tenebros, algo en lo que nosotros nunca creímos. Ahora sabemos que es cierto. El centauro observa el negro entorno como si aguardase una señal divina pero lo más parecido que se atisba son los relámpagos, que siguen prendiendo fugazmente el cielo nocturno. Los truenos ya no se escuchan y eso indica que la tormenta se está alejando. —Vuestra muerte será un regalo para él, una ofrenda —concluye el centauro. Los que están detrás de él tensan la cuerdas de sus respectivos arcos, apuntándolos. Antara se vuelve y observa a Aidun, que parece impasible. La joven traga saliva y tiembla, bloqueada. ¿Cómo es posible que la desesperada huida emprendida desde la aldea de los gnomos acabe ahí, con nula resistencia y condenados a morir por la enésima bravuconada de Aidun? ¿No hubieran logrado eludir su fatídico destino disculpándose al menos?¿Tratando de ofrecerles alguna forma de resarcir el daño? A pesar de los argumentos que se unen en contra de Aidun, todos y cada uno de ellos se derrumban cuando el joven rey de Evestya le extiende la mano. Ella duda y siente nuevas lágrimas resbalando a través de su mejilla. Él es el culpable de la situación en la que se encuentran pero, precisamente en ella no quiere verse sola Responde y le da la mano al muchacho, que la aprieta con fuerza y tira, saltando a través del vacío. Antara es incapaz de gritar; el aire de la caída le azota en la cara y sus pulmones se han paralizado. Tras unos segundos interminables, de pronto, algo suaviza la caída: Antara siente como si estuvieran traspasando nubes de algodón que los frenan hasta que finalmente acaban traspasando la cálida superficie de un lago. Emerge de nuevo, sujeta aún por Aidun, que la aferra de la cintura y la lleva hasta la orilla. A llegar, ella se zafa bruscamente, dándole un empujón. Se lleva la mano al corazón y por un instante, olvida la herida de flecha que tiene en su hombro. Camina azorada, empapada y alterada. —¡Estás rematadamente chiflado! —grita—. Eres un jodido loco, un maldito tarado y... —De nada —la interrumpe él, saliendo del agua. —Podíamos habernos matado, ¿no te das cuenta? ¿Sabías, acaso, lo que había aquí abajo? —No —responde con calma, mientras recupera la espada, que ha caído algo más apartada. La extrae de la vaina y comprueba su estado antes de volver a enfundarla. —¿Y entonces por qué cojones...? —Ese tipo de vocabulario le queda muy mal a toda una diosa. —Vete a la mierda —grita ella, furibunda—. ¿M e oyes? Vete—a—la—mierda. Aidun sonríe y niega con la cabeza. —¿Tú solo saltas cuando hay red? —Yo sólo salto cuando sé que hay debajo, cuando tengo claro que no encontraré una caída de 300 metros que puede matarme. —¿Y acaso estás muerta? Este es el mundo de tus sentimientos. Deberías confiar un poco más en ellos. Antara se dispone a rebatirlo pero Aidun se coloca frente a ella, alza por un momento la mirada al abismo que han dejado sobre sus cabezas y da un seco tirón de la camisa de Antara, rompiéndola por el brazo. Sus ojos vuelven a fijarse en ella y no es hasta entonces cuando recuerda que sigue herida, algo de lo que da buena cuenta el líquido negruzco que impregna su piel y su ropa, su particular sangre de diosa. —Habría que limpiarla y desinfectarla —dice él—. Y habría que hacerlo deprisa porque esos malnacidos no se van a rendir tan fácilmente. —¿Crees que van a seguir persiguiéndonos? —Claro que van a seguir. —Pero no saltarán. No todo el mundo está tan chalado como tú. —Por suerte. Porque el tiempo que tarden en encontrar otro acceso hasta aquí es el tiempo del que disponemos. Aidun camina de regreso al agua y se arrodilla en ella. —Vamos, ven —le dice. Ella suspira y aunque lo último que le apetece es obedecer al joven rey de Evestya, sabe que en lo que a heridas se refiere debe confiar en él. Regresa sobre sus pasos y se agacha sin llegar a meterse en el agua. —¿Por qué te quedas ahí, si ya estás empapada? —Aspiro a secarme algún día. Aunque ya no vaya a quedar igual. Era un vestido precioso —se lamenta, mientras sujeta los jirones en los que ha quedado convertido el vestido que Lusa le regaló. —Sólo un vestido —recalca él. Aidun se acerca un poco más y le echa agua en la herida a Antara, que percibe la escalofriante sensación entre las manos del rey de Evestya, acariciando su piel y el frescor del agua resbalando sobre ella. —A algunas personas nos agrada la sensación de estar limpias... y guapas. —Limpia no estás; eso es cierto. Pero tampoco lo estabas anoche, tras la tormenta. Y sin embargo, no parecía importarte. Antara lo mira, contenida. ¿Está aludiendo al momento en el que se besaron? —Estaba... había bebido —se justifica. Al instante se arrepiente porque está plenamente convencida de que no modificaría lo que sucedió en la celebración de los gnomos pero echar mano de una excusa tan banal y estúpida, desprende la sensación contraria. Sin embargo, nada en la expresión de Aidun, enfrascado en limpiar la herida, la hace pensar que pueda haberse molestado; tampoco lo contrario. Todo en él es neutro hasta bordear lo exasperante. Pero ella necesita algo, palabras, emociones. Verdad. —¿Tú nunca has bebido, oh, magnánimo rey de Evestya? —le pregunta.


Él alza la mirada momentáneamente y sonríe. —Procuro no hacerlo tanto como para llevar a cabo cosas de las que pueda arrepentirme. —Yo no he dicho que me arrepienta de nada. Él la mira de nuevo, de otro modo, menos fugaz; más intenso. —¿No te arrepientes de haber insultado a Ivette? Ella lo mira con la misma intensidad. No esperaba esa salida. —De eso sí. ¿Tú nunca has hecho algo de lo que te arrepientas? —pregunta tras un largo silencio. Es una cuestión con doble intención, algo que Aidun capta al vuelo. —Prácticamente todos los días hago cosas de las que me arrepiento. La respuesta es como un aguijonazo en el corazón para Antara, que desearía atreverse a coger el toro por los cuernos y afrontar aquella conversación de un modo claro y directo. Pero sin el licor de bayas, su valor es inexistente. —Espero que esto sea suficiente —se limita a decir Aidun— porque no podemos hacer nada más. ¿Te duele? Antara tarda en responder, decepcionada. —Un poco. Aidun le acaricia el brazo con suavidad y Antara siente la piel de gallina, algo de lo que él se percata. —¿Tienes frío? —le pregunta, con poca voz. Ella niega con la cabeza. —¿Quién es exactamente la gorgona? —pregunta después, con un fino hilillo de voz. Le cuesta cambiar el tema de conversación pero no tiene caso forzarlo por unos derroteros que él no va a seguir. —¿Literal o metafóricamente? —pregunta Aidun. Antara frunce el ceño. —Las dos. —Literalmente, una mujer preciosa que convierte en piedra todo al que la mira a los ojos, en especial si eres un centauro que le recuerda a su antiguo amor, el cual la abandonó sin miramiento alguno. M etafóricamente, diría que es aquello que te detiene a la hora de llevar a cabo cualquier meta que hayas podido tener en la vida. Todo se convierte en piedra, queda frío y paralizado, como todo aquello que querías hacer y dejaste de hacer, tras tu accidente, supongo. Por unos segundos, Antara se siente incapaz de pronunciar palabra; de pestañear, si quiera. —¿Puedes continuar andando? —le pregunta Aidun—. Hay que irse. Ella asiente, aún pensativa, y se pone en pie. —¿Y... los centauros? —pregunta, mientras continúan caminando. —¿Tus sueños? Al menos, algunos de ellos. La gorgona los mataba de algún modo, los paralizaba. Como tus miedos. —Entonces, ¿por qué les reprochas a los centauros que la hayan matado? —Reprocho el modo en el que lo hicieron. Un sueño frente a aquello que lo detiene. Lucha contra las trabas y lleva a cabo lo que desees pero derrotarlo de forma sibilina y traicionera es como un fin justificando medios sucios y ruines. Es como publicar un libro que ha escrito otra persona porque temes no ser capaz de hacerlo tú misma. Eso es lo que los centauros hicieron con la gorgona. Aidun continúa hacia adelante, seguido de cerca por Antara, que permanece pensativa, dándole vueltas a sus palabras. Tienen sentido. —¿Y adónde vamos ahora? —Si conseguimos alcanzar la costa y encontramos al Alma del M ar, navegaremos hasta el reino de Templaria. —¿Templaria? —Es el sitio donde hablan los dioses —responde él, con resolución—. Hace tiempo que ya no se escuchan sus voces pero quizás, si llegas hasta allí, tu dios sea capaz de decirte algo, de darte una pista definitiva y dejar atrás el jueguecito que se lleva. —¿Y cómo sabes tú todo eso? Aidun se detiene y da media vuelta, clavando sus ojos en Antara. —Ivette. Supongo que no te costó mucho darte cuenta de que los gnomos eran criaturas amables pero muy reacias a hablar y dar información; a expresar su opinión, incluso. Ivette se soltó la lengua la noche del baile y en eso estaba cuando llegaste tú a fastidiarlo todo. —Oh, ya veo. Le sonsacabas información, aprovechando que le agradabas. —Exacto —responde Aidun, retomando el paso—. Tus groserías se lo cargaron todo pero confío en saber lo suficiente. Siguen avanzando entre la espesura. Cada sonido le crispa los nervios a Antara, que además, siente como si la herida del hombro le hirviera. Aidun ha hecho todo lo que ha podido con ella pero los medios no son suficientes y la joven teme que pueda llegar a infectarse. Apenas puede efectuar movimientos con el brazo y la irregularidad del terreno la obliga a tener que ayudarse de sus manos en más de una ocasión. También ha perdido la noción del tiempo, pues que sea siempre de noche, no ayuda al respecto pero sabe que es ya un buen número de horas el que llevan avanzando sin llegar a ninguna parte, recortándose en cada paso la distancia que separa a los centauros de ellos mismos. Aún no tiene demasiado claro por qué debe huir de ellos si representan la imagen de sus sueños pero recordar que la han herido y que trataban de matarla le supone ya una buena razón. Cansada y enfadada por la escasa atención que Aidun le otorga a pesar de su estado, Antara toma asiento en la tierra y suspira. El rey de Evestya se detiene y regresa sobre sus pasos. —¿Qué ocurre? —le pregunta, agachándose junto a ella. —Ocurre que avanzas como si fueses solo y que este maldito hombro me duele. —Pensé que podías seguirme el paso. —Hubiera podido quedarme rezagada hace kilómetros y ni te habrías dado cuenta. —M e he dado cuenta ahora, ¿no? Haces tanto ruido entre quejidos, suspiros y patadas a las piedras que te oiría a cien metros. Ella voltea la mirada hacia otra parte sin decir nada. Aidun desliza la camisa de la joven, desde el cuello y a través de su brazo, para observar la herida del hombro, que se amorata por momentos. Ella vuelve a mirarlo. Aidun mantiene su hombro sujeto mientras observa con atención la herida. Está haciendo algo pero ella no sabe qué es, ya que el impacto de la flecha la alcanzó por detrás. —¿Qué pasa? —Nada. No creo que esté infectada pero necesita mejores curas. Los ojos azules del soberano se posan de nuevo sobre ella. —¿No puedes seguir? —No me encuentro muy bien. —Sé que estás cansada y que te sientes débil por la sangre que has perdido pero hay que hacer un último esfuerzo. —¿Y a ti qué más te da que yo siga contigo? Tienes los medallones y el Alma del M ar ha de estar en algún punto de la costa. Búscalos y sigue. Aidun frunce el ceño, como si hubiera escuchado algo inesperado y hasta cierto punto, doloroso. —¿A qué viene eso? Fui a buscarte a la ciudad de los pétreos aun teniendo los medallones, ¿no? —Sí, ya te cuidaste de arrancármelos cuando me arrastraron hasta allí. Por si no yo no salía con vida. Antara sabe que su actitud es infantil y que no procede pero algo en su interior se rebela contra la indiferencia de Aidun a todo lo vivido hace solo unas pocas horas, ante la insinuación que él mismo hizo acerca del arrepentimiento, algo que, según sus propias palabras, le sucede casi todos los días.


El muchacho se quita los medallones y se los entrega a Antara. Ella los sujeta y los mira fijamente, colocándolos sobre su regazo. —¿Por qué me los das? —Parece que te quedaste en la otra parte del Sauce en Leyenda —le dice él, sin mirarla—. En la carcasa de mentiras que todos creen; con el rey sanguinario. ¿Piensas que no me importa abandonar a alguien a su suerte y que puedo moverme sólo por mis propios intereses? ¿Aún piensas eso? —Tus intereses y los de tu hijo. Quieres un mundo para él, ¿no?Entonces, ¿por qué deshacerte de esto? —Porque llegados a este punto, no creo que hagan falta. Porque pienso que hay más poder en ti del que tú misma crees y que la única llave para invocar el libro de los dioses está en ti. Ni siquiera creo que tu dios tenga algo que ver en esto, salvo por el hecho de que él es ahora mismo todo para ti. Antara mantiene sus ojos clavados en él. —¿De dónde... de dónde sacas todo eso? —Tú eres diosa de Llumia y él lo es de Tenebros. Pero tú lo eres de Antara, las dos porciones de tierra, ese mundo al completo. Estás enamorada de él y necesitas encontrarlo para que todo a tu alrededor tenga sentido de nuevo, para que lo que se ha quedado paralizado, como una estatua de piedra recupere su vida. Para que los que se sienten atados por tu propia indecisión, como los centauros o tus sueños, fluyan otra vez. Para que aquí vuelva a brillar algún día la luz del sol. Todo en Tenebros es hostil porque todo el mundo que has creado en torno a tu ceguera lo es. Y lo es porque tú te has impuesto límites. Rómpelos de una maldita vez. —¿Quién eres tú en mi mundo? —pregunta ella, tras un largo silencio. —Tal vez no sea nadie. —Todos tienen que ser algo...o alguien. —Quizás sólo represente errores. O tu temor a cometerlos. —¿Por qué esa visión tan negativa? Eres el único que está ayudándome ahora. No tengo una percepción tan dañina de ti. Aidun se pone en pie y Antara lo imita. —No importa lo que sea yo —zanja él—. Sabemos lo que no soy, de modo que deberíamos hacer un esfuerzo por seguir y encontrar a... —Puede que a ti no te importe pero a mí sí —exclama ella, molesta—. Tal vez a ti te resulte indiferente lo que pasó la otra noche pero para mí fue importante y quiero saber por qué. Porque fui yo quien bebió pero fuiste tú quien hizo algo de lo que se arrepiente. Y si no... —¡M e arrepiento porque no soy él! —grita Aidun, furioso—. Porque tú misma me pediste que te dejase imaginar. Imaginar que era otro, que abrazabas a otro, que besabas a otro. Y puedo ser un maldito imbécil una vez pero no siempre. Crees que no tengo interés en saber qué o quién soy en tu vida. ¡Claro que lo tengo! Porque en el momento en el que lo tengas claro, dejarás de hacer que sienta por ti lo que siento. Antara se acerca más a él y percibe su angustia sincera. —¿Y qué sientes? Aidun guarda silencio y cierra los ojos. Parece vencido, agotado. Pero antes de que pueda abrir su corazón, el sonido de unos gritos lejanos y unos cascos los ponen de nuevo sobre alerta, dando por finalizada la efímera tregua que han podido tomarse. —Hay que seguir —le dice él—. ¿Podrás? —Sí —responde ella. Por poco que la conversación que han mantenido le haya aclarado algo, lo cierto es que su corazón se siente ligeramente aliviado. Él no se ha arrepentido del beso porque Antara le resulte indiferente, sino por la absurda petición que ella le hizo en aquel momento de abatimiento. Le pidió ser otra persona, convertirse en el abrazo del viajante, en su respiración y, aunque aquello no estaba planificado, también en su beso. Ha sido injusta y sólo ahora repara en ello. Pero el tiempo apremia y las disculpas tendrán que esperar. El dolor en su hombro continúa sin concederle tregua pero se obliga a hacer de tripas corazón y a correr de la mano de Aidun, que la ayuda en cuanto puede: a descender por una loma demasiado empinada, a saltar sobre el grueso tronco de un árbol que se cruza en su camino, a sortear mil obstáculos. M ientras corren entre la maleza, Aidun es capaz de divisar la costa. Oculta una sonrisa: es el primer paso para dar con el Alma del M ar pero no es definitivo. Los piratas habían quedado en aguardarles hace ya varios días, frente a las costas pétreas, algo más al sureste y por lo tanto, es más que probable que no estén cerca y que aún les quede un buen recorrido hasta dar con ellos. Aidun se detiene ya frente a las oscuras aguas del oleaje, que se distingue a lo lejos. De alcanzar la arena sólo los separa un pronunciado descenso de tierra. —Bajo yo primero y después te deslizas sentada —le indica Aidun—. Hazlo con cuidado y sin mover el brazo. Yo te cojo al llegar abajo. Ella asiente con escasa convicción. La pendiente no es muy pronunciada pero cualquier piedra u obstáculo inesperado podría hacerla rodar durante unos cuantos metros hasta llegar a la arena. M ientras Aidun baja, Antara cierra los ojos y respira el aire salado; oír las olas muriendo en la marea nocturna la sume en una sensación de total sosiego, a pesar de que por detrás, los centauros sigan arrojados a una persecución implacable. Aidun llega abajo y la mira, extendiendo su mano en un mudo ofrecimiento. Sin embargo, cuando ella toma asiento para dar inicio al descenso, una mano la sujeta de la muñeca, deteniéndola en seco. Por suerte, han dado con su brazo sano, pues de haber efectuado aquel mismo gesto con el hombro herido, el grito habría sido una señal clara y concisa para los centauros sobre su paradero. Atenazada por el miedo, Antara se vuelve y topa con los preocupados rostros de Nerum y Lynae. El hombre es quien la sujeta. —¿Estás bien? —le pregunta. —No puedo creerlo... —Súbela —murmura Lynae. —¡Cuidado! —exclama Antara—. Estoy herida. —Qué bien te han cuidado —responde con ironía la gobernadora de las Tierras Vardas—. Lo extraño es que estés viva. —No debes huir de los centauros —le explica Nerum—. No hay razón. —¿Que no hay razón? Ellos me han hecho esto. —¡Por su culpa! —escupe Lynae, observando a Aidun—. Avanza arrasando con todo, mintiendo, manipulando, matando y actuando por interés propio. Si ha hecho que confíes en él, no te quepa duda de que eres otra tonta más que cae ante sus patrañas. Antara se vuelve y lo ve inmóvil en la arena, esperándola, en silencio. Es cierto que mintió a los centauros, prometiéndoles una ayuda que después no obtuvieron y despertando la ira de estos. Pero ella no tiene la culpa y está harta de huir, cansada de correr y débil, muy débil. Si existe la menor posibilidad, por pequeña que sea, de dejar atrás la escapada, no está dispuesta a desecharla. —Es a él a quien buscan, Antara —prosigue Lynae—. Que lo encuentren. —Tenemos que llegar a El Quiebre —le dice entonces Nerum. —Los gnomos no hablaron bien de ese lugar —responde ella. —Claro que no —exclama él—. El Quiebre es un sitio desconocido, misterioso, donde ocurren cosas extrañas. Pero Lievanna, la mayor hechicera de Llumia, estaba convencida de que es el sitio del que fluye toda la magia. —¿Y el dios errante? —Este es tu mundo, Antara; no el suyo. Él sólo forma parte de este lugar porque así lo quieres tú, porque así lo sientes tú. Antara sigue mirando a Aidun, que no ha dicho nada, a pesar de que días atrás le había mostrado su desconfianza en Nerum y Lynae. ¿Qué ha cambiado ahora?¿Es posible que le mintiese, tal y como ha insinuado la propia Lynae, para generar confianza en él? —Desaparecisteis en la persecución de los zernules —dice la joven, con los ojos fijos aún en el rey de Evestya. —Todo se tornó caótico —le explica Lynae—. Pensé que ibas con él; él pensó que ibas conmigo. Y después nos capturaron los draganos o jinetes de dragón, con la intención de que le sirviéramos de comida a sus mascotas. Adivina quién los cruzó en nuestro camino. El rostro de Aidun no le dice nada. Y como no le dice nada, ella está segura de que lo que Lynae le cuenta es cierto. El rey de Evestya buscaba la forma de potenciar la confianza de Antara en él, y hacerle creer que todos, salvo él, la habían abandonado fue una forma demasiado fácil. Cómo logró que los draganos capturasen a Nerum


y Lynae es algo que no sabe y que tampoco quiere saber. —Te juro que no hemos dejado de buscarte desde que logramos escapar de allí —interviene el caeliano—. Pero las cosas no han sido fáciles, Antara. Tu mundo de tinieblas alberga mucha hostilidad. Y ahora no podemos perder más tiempo; tenemos que dar con el Alma del M ar y llegar hasta El Quiebre. El Quiebre. Templaria. Dos destinos propuestos por Aidun y Lynae y Nerum, respectivamente. ¿Cuál seguir? ¿En quién confiar? Su corazón dicta una cosa; su cabeza, otra y aunque ahora está en el mundo de los sentimientos hay algo que sí tiene claro, algo que está naciendo entre ella y Aidun a pesar de todo: de los recelos, de las desconfianzas, de las mentiras y las traiciones. Algo que no debe existir porque esos sentimientos han de ir dirigidos al dios errante, al viajante, al muchacho que en cinco horas la salvó de un mundo que se derrumbaba sobre sí misma y cuyo destino está ahora en sus manos. Él la salvó una vez y ahora ella debe salvarlo a él. Qué o quién es Aidun es algo que tendrá tiempo de descubrir. Pero bajo ningún concepto debe dar vida a unos sentimientos que están errando de destinatario. —M e marcho con ellos —concluye. Sus labios articulan las palabras que deben pronunciar y en el rostro de Aidun atisba una sonrisa de decepción. —Vamos —concluye Lynae, ayudándola a ponerse en pie. Ella lo hace pero no se mueve del sitio cuando ve a Aidun ascender de nuevo por la ladera de tierra a través de la que bajó. —¿Adónde vas? —exclama Lynae, alterada. Desenvaina su espada y la cruza frente al cuello de Aidun, separándolo así de Antara. Para el joven rey es como si aquella hoja no existiera. Por debajo de ella, sujeta el rostro de Antara. —Ojalá algún día te des cuenta —le susurra. —No me han traicionado —le responde ella, tras un largo y sorprendido silencio—. Eres tú quien... —No hablo de eso —la interrumpe él. Aidun la besa en los labios, sin importarle de nuevo la afilada hoja de la espada que los separa. Antara pierde el aliento por unos segundos y es incapaz de apartarse. —Y ahora —zanja el soberano de Evestya, reculando—. Suerte para encontrar el Alma. Porque si lo hago yo primero, os garantizo que no voy a esperar a nadie. Desciende de nuevo a través de la ladera y corre playa a través, ya sin mirar a nadie. Cuando Antara se da la vuelta, sosteniendo las lágrimas que pugnan por estallar en sus ojos, se encuentra con los severos rostros de los centauros, que enarbolan aún sus teas pero no ya sus espadas. —¿Dónde está? —pregunta uno de ellos. —Es todo vuestro —responde Lynae. —Si le ponéis una mano encima, os juro por todo este mundo que os destruiré. La frialdad en las palabras de Antara no le despiertan nada a ella misma. Es consciente de lo que ha dicho, de la amenaza explícita que ha efectuado pero la mantiene y la refuerza con una mirada asesina. Ha tenido que elegir y ha elegido; no sabe si correctamente o no pero lo que sí tiene claro es que no permitirá que ese joven que la ha salvado mil veces, respondiendo a intereses propios o ajenos, muera si de ella depende. Y como diosa de aquel mundo, debe depender.

18 Capítulo 15: Razón y corazón

M ientras el sanador de los centauros trata su herida, ella permanece sentada en el suelo, su mano aferrada a la de Nerum, que la mira sin decir nada. El rostro de Antara está perlado de sudor pero su mente ni siquiera está puesta en eso, sino en la suerte que pueda correr Aidun. Ha dejado claro a los centauros que si mueven pieza contra él, ella hará lo propio contra ellos. Es sólo una amenaza vacua, pues no tiene ni la menor idea de cómo atentar contra ellos pero, aparentemente, la palabra de una diosa ha resultado suficiente para aplacar las iras de aquellos que hace unos minutos la perseguían y la hirieron. El sanador se incorpora y se limpia el sudor de la cara con el antebrazo. La noche sigue planeando sobre el oscuro mundo de Tenebros y las antorchas de los centauros permanecen ahora clavadas en la tierra mientras ellos toman asiento, descansando y esperando. —Esto ya está. He limpiado la herida por completo y, si todo va bien, no tiene por qué infectarse. —¿Cómo te sientes? —le pregunta Nerum, cuando el centauro se ha marchado ya. Lynae los observa, algo más apartada. —No lo sé —responde ella. Un 'bien' hubiera sido protocolario y, en lo que a físicamente se refiere, no le hubiera engañado pero algo dentro de sí misma la hace sentirse extraña, vacía y como, si de algún modo, hubiera traicionado a Aidun, a pesar de que, de nuevo, ha sido él quien la ha engañado a ella. Otra vez. Guarda el beso de despedida que él le dio antes de marcharse y retarles a encontrar el Alma del M ar antes que él mismo. —Lamento mucho haberte fallado —le dice Nerum de nuevo. Ella le observa y sigue sobrecogiéndola verlo sin aquellas majestuosas alas que emergían desde su espalda; ahora, sólo dos pequeñas protuberancias recuerdan que una vez estuvieron ahí, soberbias, regias, imponentes. Pero ni siquiera el recordarse que Aidun tuvo la culpa la ayuda a sentirse mejor. —Antara... —insiste Nerum. Ella asiente. —Está bien. No tienes que disculparte por nada. No lo habéis pasado mejor que yo y no fue culpa vuestra. —Aun así. Estás... diferente y supongo que todo lo sucedido, tiene mucho que ver. —Estoy cansada, eso es todo. Ahora puedo ver pero tengo la sensación de seguir tan ciega como antes. Ignoro qué o quiénes sois todos; desconozco en quién debo confiar o en quién no; tengo la sensación de que me mienten continuamete. Todo aquí es una continua prueba de fe y resulta exasperante. Nerum le acaricia la mejilla. —Trataremos de ayudarte en todo cuanto podamos. Lynae llega hasta allí en aquel momento: —Si ya te encuentras mejor, deberíamos irnos. El tirano está buscando el Alma y si lo encuentra antes que nosotros, ya podemos despedirnos. Hay que llegar hasta El Quiebre y después, buscaremos el barco. —¿Qué se supone que ha de ocurrir en ese lugar? —La magia de Antara fluye allí —responde Lynae, mientras la diosa y Nerum se ponen en pie—. Sabrás cómo actuar, estoy segura. Recuperarás toda la seguridad que una diosa ha de tener en sí misma, tu poder. Los hechiceros te mostrarán el camino. Toda la magia que existe en Tenebros tiene su origen allí. —¿Y por qué no me lo dijisteis desde el principio? —pregunta, mientras caminan. —No pensamos topar con tantas dificultades —responde Lynae— y además, que lo supieras antes no cambiaba nada. —¿No se supone que los pétreos debían llevarnos hasta allí? —insiste Antara—. Trataron de matarme. —Fuimos nosotros los que hablamos con ellos —interviene Nerum—. No debían saber quién eras y... —Lo sabían perfectamente. La diosa. ¿Les revelasteis mi identidad? Lynae se detiene y la mira, con el ceño fruncido. —Supongo que pasar unos días con el rey de Evestya no puede derivar en nada bueno pero si tienes algo que decir, hazlo ya. Nos hemos desvivido por mantenerte a salvo y aunque las cosas se han complicado en los últimos días, los objetivos son los mismos. Si desconfías, dilo ahora. Nadie te ha obligado a venir con nosotros. —Simplemente digo que se me hace extraño que aquellos a los que dictamináis como amigos o colaboradores hayan intentado matarme. —Es tu mundo, Antara —replica Lynae—. Ya te dijimos que todo aquí es hostil, complicado e incluso interesado. Los enemigos sólo responden a favores o pagos. Pero confiamos en poder satisfacerlos.


—¿Y qué quieren los hechiceros de El Quiebre? ¿Con qué pensáis satisfacerlos? —No lo sé, Antara —responde Lynae de nuevo—. Nos movemos bastante a ciegas en honor a ti pero ese lugar es algo así como el centro de Tenebros, su corazón; el tuyo propio. En el mundo de los sentimientos, el corazón lo es todo, así que nos lo jugamos a esa carta. Un centauro llega hasta allí. Es el mismo que habló cuando Antara y Aidun se detuvieron frente al abismo, el que parece liderar al resto del grupo. —Os agradecemos la ayuda que nos habéis dispensado —le dice Nerum. El centauro asiente con la cabeza y clava sus ojos en Antara, sin desproveerse por completo de cierto grado de soberbia y recelo. —Lamentamos mucho cómo han discurrido las cosas. —Yo también —añade ella, apartándose. El centauro la sigue. —El nuestro es el dios errante pero no os deseamos ningún mal. —Sí, salta a la vista. —Existe otra razón —continúa diciendo el centauro— por la que os salvamos en Pétrea, además de porque nos lo pidiera vuestro amigo. —¿Qué otra razón? —No son pocos los que creen... aunque nosotros nunca le dimos crédito a eso, que algo le ha ocurrido al dios errante. Su voz ya no se escucha; tampoco él escucha las nuestras. Ya nadie habla de su presencia, a pesar de que le agradaba pasea por los pueblos de Tenebros, entre su gente, como uno más. Tal vez sea cierto y en ese caso, os solicitamos ayuda para salvarlo. Antara lo observa, con el ceño fruncido. —¿Salvarlo? ¿De qué? —No lo sé. Las cosas se han tornado difíciles de un tiempo a esta parte. Aquí nunca ha brillado el sol pero el dios errante vagaba por las aldeas y reinos de Tenebros portando el sol con él, dejándonos disfrutar de El Día, como todos lo llamábamos. Ahora vivimos sumidos en las más absolutas tinieblas. Pensamos que se había enfadado, que habíamos despertado su ira por algo que habíamos hecho mal pero... ¿Todos? No, no es posible. Ha de haberle ocurrido algo. Y sólo podemos pediros a vos, diosa de Llumia, que nos ayudéis. —Hace un momento queríais matarme. —Queríamos deteneros. No pensamos que matar a un dios fuese tan fácil. Y de hecho, seguimos dudando de que lo sea. —Prefiero no comprobarlo, la verdad. —¿Nos ayudaréis? —M e interesa tanto encontrarlo como a vosotros, os lo aseguro. Si está en peligro y puedo hacer algo por él, no dudéis de que así será. —M uchas gracias, mi señora. Y perdonadnos, por favor. Ella asiente y mira la centauro a los ojos. Son de un profundo color verde, muy claro. Verde esperanza. Recuerda la teoría de Aidun acerca de quiénes son los centauros: sus sueños o la representación de ellos. Puede ser una patraña más, la enésima del soberano de Evestya pero creerlo en aquel momento le resulta necesario. Sonríe y se acerca algo más a él, extendiendo su mano. El centauro la mira, sorprendido pero responde y se la da también. —No dejéis nunca de luchar —le pide. Él parece confuso pero asiente. —Así lo haremos. Antara se despide del centauro de forma cordial. De pronto, llegar hasta ese lugar y encontrar el modo de ayudar al dios errante se convierte en una prioridad tan apremiante como respirar. —¡Vamos! —exclama. Los centauros les han ofrecido un par de caballos y mientras Lynae monta sola, ella lo hace junto a Nerum. Aunque no tiene claro el por qué, lo cierto es que la incomoda viajar junto al caeliano pero ella no sabe montar a caballo, de modo que tampoco tiene caso que solicite un corcel para sí misma. Por lo que tiene entendido, llegar hasta El Quiebre les exigirá algunas jornadas a caballo, a buen ritmo y con pocas paradas; un destino, eso sí, al que han de llegar por tierra. Sin embargo, Lynae no quiere perder de vista la costa, pues el temor a que Aidun dé antes con el 'Alma del M ar' sigue martirizándola. Por momentos, Antara cree que es más una cuestión de orgullo que de pragmatismo, pues si llegan a un lugar habitado por hechiceras, conseguir un navío para regresar a Llumia no ha de ser la tarea más complicada a la que se enfrenten.

***** La noche del segundo día los caló hasta los huesos. El viento y la lluvia azotaron las tierras de Issua con increíble virulencia, dificultando un avance que, sin embargo, no se detuvo. Antara ha concedido pocas treguas y ni Lynae ni Nerum han puesto impedimentos para avanzar con la mayor premura. Las conversaciones han brillado por su ausencia durante largos tramos de camino, dando paso a incómodos silencios cargados de tensión y dudas. No es que Antara no confíe en Nerum y Lynae. Ellos la han salvado en muchas ocasiones, la han cuidado y no la han abandonado, tal y como Aidun había asegurado. En las heridas que ambos tienen sobre su piel, Antara adivina que la estancia en Tenebros tampoco ha sido fácil para ninguno de los dos, tal y como ambos ya le habían confirmado también. No les ha preguntado más, pues sus propios problemas ya le dan para sentirse saturada y si al fin y al cabo, Nerum y Lynae han salido ilesos de todo aquello con lo que hayan topado, prefiere relegarlo, dejarlo atrás y mirar sólo hacia adelante. M ientras avanzan, Antara no deja de darle vueltas a las palabras del centauro. Desde que dejase atrás el Bosque Gélido no ha dejado de recibir mensajes del dios errante, del viajante; primero, de manos de Onora; después, en la aldea de los gnomos y por último, en Leyenda. Sin embargo, siempre había tomado esas extrañas citas como pistas para dar con él o una forma de confirmarle que el dios errante es la persona que anda buscando desde que llegase a Antara. Sin embargo, ahora trata de revertir los mensajes y transformarlos en peticiones de auxilio. ¿Es posible? Se le hace difícil imaginarlo pero no parece tener mucho sentido que si realmente le ha ocurrido algo, pueda invertir su tiempo en enviarle enigmáticos mensajes sin más. La temperatura desciende a medida que se acercan al lugar indicado. Nerum y Lynae han aminorado el ritmo y las sensaciones se multiplican una vez atravesada la imaginaria frontera que los ha llevado hasta El Quiebre. Es un lugar extraño e inquietante. A Antara la horroriza que aquel sitio pueda ser algo así como su corazón, la capital de sus sentimientos en la geografía de aquel universo extraño y desconocido que, sin embargo, debería resultarle más familiar que cualquier otra parte del mundo conocido para ella. Un viento helado se cuela, juguetón, entre los árboles de retorcidos troncos que alzan al cielo sus ramas desnudas. Una fina llovizna los ha recibido y los sonidos de animalillos desconocidos flanquean cada paso que dan. Antara se agarra inconscientemente a Nerum cuando escucha susurros cruzando de un lado a otro, como ráfagas fugaces de un viento que no existe. Parecen lamentos, risas lejanas, llantos; toda una amalgama de sentimientos y emociones extendidos como una siniestra alfombra roja hasta un imponente templo. Se detienen mientras lidian con el nerviosismo de los caballos. Lynae baja del suyo y trata de calmarlo mientras se lleva la otra mano a la empuñadura de su espada. —Este sitio es horrible. Nerum baja también de su corcel y sólo Antara se mantiene a los lomos del animal. Lynae le ha prestado una capa que cubre los jirones en los que ha quedado convertido el fastuoso vestido que Lusa le regaló. Pensar en las celebraciones de los gnomos cuando se encuentra en un lugar de contrastes tan contrapuestos casi la hace pensar que debe viajar a varios años atrás para recuperar aquellos recuerdos. La música, el jolgorio, la comida. Aidun. Baja del caballo dispuesta a relegarlo todo. Ahora no hay tiempo para eso. Frente a ellos se yergue una imponente construcción de piedra oscura de no demasiada altura Hay algunas ventanas aunque de ninguna de ellas asoma luz. Los


relámpagos no han dejado de hacer acto de presencia desde que abandonasen la costa, muy a regañadientes con Lynae. Hubieran podido llegar hasta ese lugar bordeando la línea del M ar de los Inciertos pero aquello les hubiera llevado alguna que otra jornada más, sin que eso les asegurase que Aidun no iba a dar antes con el navío. Antara se ajusta la capa, incapaz de desasirse de los continuos escalofríos que le genera aquel sitio. Por un momento se arrepiente de haber llegado hasta allí pero rápidamente se obliga a armarse de determinación. <<Tienes más fuerza de la que tú misma crees>>. Curiosamente, las palabras de Aidun la hacen armarse de un valor que, está segura, tiene pero del que aún no ha hecho uso; igual que le sucede en su propio mundo con una ceguera que ahora parece casi anecdótica. Siguiendo a Lynae, da tímidos pasos al frente, pues la iluminación es escasa y las hojas secas cubriendo el suelo, bien podrían ocultar cualquier tipo de trampa u obstáculo en el camino. Nerum le da la mano y la aprieta con fuerza, tratando de imprimirle apoyo. Ella sonríe tímidamente y se queda sólo con la intención. Algo ha cambiado entre ella y el caeliano. No sabe lo que es pero tiene la sensación de que nadie la mira igual que Aidun y eso le produce una fusión de sentimientos extraños: decepción, confusión, enojo. Suspira y por un efímero instante se detesta a sí misma. ¿Cómo puede, tan siquiera, sentir la más mínima simpatía por alguien que la toma por estúpida y se ríe continuamente de ella con mentira tras mentira? Sacude la cabeza, tratando de olvidar esos redundantes pensamientos. Lynae desenvaina la espada y también lo hace Nerum. Antara los mira y, con discreción, extrae de debajo de la capa la daga que Aidun le dio. La despedida fue algo más que un beso robado y un enigmático mensaje. La despedida fue también la discreta entrega de una daga de la que nadie más se percató. Al menos, algo bueno sacará en claro de todo aquel entuerto —se dice a sí misma. Avanzan despacio y ascienden por las escaleras que conducen hasta el templo. La puerta está abierta y desde su interior sale un vientecillo más frío aún, acompañado de un silbido escalofriante. Hasta que no se ha encontrado en ese sitio, Antara no ha sido consciente de lo oscuros que son ahora sus sentimientos, de lo negro, frío y tétrico que es su corazón; de lo desolado que está. Y viviéndolo en carne propia en aquel momento, se jura y se perjura que si logra regresar a su vida, cambiará. Si logra regresar... Está ahí para ello y por esa misma razón tiene que armarse de valor. —Aquí no parece que haya nadie —murmura. Han cruzado el umbral de la puerta y aunque no había hoja que pudiera cerrarse, se cierra. —Antara —murmura Nerum. La oscuridad es total pero ella tantea la mano del caeliano, aferrando la suya propia hasta que el tenue resplandor de las teas que están ancladas en la pared, empieza a prenderse despacio sin que nadie las haya encendido. Lo hacen siguiendo un pasadizo que conduce hasta un desconocido lugar. —Sí que hay alguien —responde Lynae— Y sea quien sea, ya sabe que estamos aquí. Un repentino trueno hace erguirse a Antara y acercarse más a Nerum, que mantiene la espada blandida en su mano, sin perder detalle de lo que acontece a su alrededor. Caminan despacio, siguiendo las teas que se han prendido de la nada y que los conducen de nuevo al exterior pero no de regreso al bosque que los ha llevado hasta allí, sino a una construcción circular con elevadas gradas a su alrededor y un enorme charco en su centro. A Antara se le antoja a una especie de coliseo romano, semiderruido y abandonado. Con la gran diferencia de que en lugar de arena, una tersa superficie de agua convierte el círculo central en un enorme espejo donde se reflejan las nubes y el interminente fulgor de los relámpagos. Lynae avanza con el aplomo que la caracteriza y Antara lo hace algo más rezagada, sin soltar de la mano a Nerum, que camina también sin vacilar. Puede sentir el frescor del agua que cubre el suelo en sus pies. Apenas hay unos pocos centímetros pero en contraste con el clima más frío de aquel lugar, la sensación de avanzar con los pies mojados, le resulta desagradable. Igual que sucediera con el pasillo, las antorchas empiezan a prenderse en el perímetro del anfiteatro —bien visto, es más pequeño que un coliseo— y pronto, las danzantes llamas se reflejan también en el terso manto de agua. Y entonces, la ven llegar: una anciana encorvada; de cabello largo y enmarañado, que le cae sobre el rostro, impidiéndole mostrar sus facciones. Porta un vestido largo y negro y, por momentos, Antara tiene la sensación de que levita, más que andar. Sus brazos, esqueléticos y arrugados, le suman un buen puñado de años pero aquel mundo, ella sería incapaz de atribuirle edad alguna. —Almas que caen por El Quiebre —murmura con voz ronca y monótona—. Y no unas almas cualesquiera. La diosa. Antara se suelta de la mano de Nerum, no sin antes vacilar un buen rato. En los ojos del caeliano ha buscado respuestas que no ha encontrado. Repentinamente, él parece bloqueado, asustado; igual que la propia Lynae, que en toda situación, por más peligrosa que haya sido, se ha mostrado firme y decidida. Ahora ninguno de los dos lo está y por tanto, habrá de ser ella, Antara, quien se obligue a serlo por una vez. —M i nombre es Antara —dice—. Y soy la dueña... de este corazón. La mujer tuerce la cabeza y sonríe. De entre los grasientos mechones de su pelo gris, asoman partes de sus arrugadas facciones. Antara detecta una sonrisa entre malévola y satisfecha. —Dueña de este corazón —murmura—. Diosa de Antara... ¿Y qué os trae por aquí? —Quiero que la magia vuelva a fluir —responde ella, resuelta—. Quiero que en Tenebros vuelva a brillar la luz del sol, que la hostilidad desaparezca en los corazones de sus hijos. Quiero que este lugar y Llumia dejen de morir. —Quiero, quiero, quiero... niña caprichosa. No basta con querer. Hay que luchar. —He llegado hasta aquí después de un viaje nada placentero; las hadas nos persiguieron, los pétreos trataron de matarme, los centauros también. Por no hablar de todo cuanto me sucedió en Llumia. ¿No os parece eso suficiente lucha? —La fluidez de la magia no es la causa que hará que todo sea como tú quieres, chiquilla. La fluidez de la magia será una consecuencia. —¿De qué? —De tus actos. ¿Qué, si no, manda en Antara? —M e temo que no tengo tiempo para adivinanzas ni acertijos. Decidme qué debo hacer para salvar a este mundo y lo haré. —No has venido aquí para saber qué hacer por este mundo, sino por ti. No puedes mentirte a ti misma. Ni tampoco a mí. —¿Quién eres tú en mi vida? —Lo que somos o dejamos de ser cada uno en tu vida, lo decides tú, muchachita. Antara cierra los ojos y suspira, exasperada. —Hay que luchar, en cuerpo, corazón y mente por aquello que se desea. Pero incluso la victoria tiene un precio. —¿Qué precio? —¿Aceptas luchar? Antara guarda silencio. Siente las miradas de Lynae y Nerum a sus espaldas pero ninguno de los dos dice nada. —Acepto —concluye Antara. —Empuña, pues, tu espada —la apremia la mujer. Antara baja la mirada y se da cuenta de que no está sujetando la daga que Aidun le entregó antes de despedirse de ella, sino una enorme espada de reluciente hoja y fantástica empuñadura. Una espada que no había visto jamás. —Yo... yo no sé luchar... El agua empieza a moverse y se alza, como si tuviera vida propia, formando una figura frente a ella misma: la de Lynae. Antara se vuelve y observa a la varda, que está clavada en su sitio, observándose a sí misma con los ojos como platos. —No siempre hay que blandir una espada para luchar —sigue explicándole la anciana, mientras camina sosegadamente alrededor de las demás figuras—. Puede que ni siquiera tengas una espada en tus manos. Sin embargo y a pesar de las palabras de la vieja, la figura acuática de Lynae descarga su acero sobre Antara, que sólo acierta a recular y a intentar cruzar la hoja de su propia espada para detener el golpe, un movimiento que ha visto muchas veces efectuar a la propia Lynae, a Nerum o incluso a Aidun. La varda vuelve a hacerlo y Antara repele el impacto del mismo modo. —Lynae... —murmura ella, asustada—. Por favor, basta.


—Si no aprendes a luchar, entonces no puedes vencer —le sigue diciendo la anciana. —¡Yo no quiero luchar! —grita ella. Las lágrimas se le agolpan en los ojos, producto de la rabia, el temor y la impotencia que siente en ese momento. —Si no quieres luchar, entonces tampoco puedes exigir. —No quiero luchar de esta manera. No a espada. —Recuerda que aquí nada es tal cual. Todo es un símbolo y si en algo te consideras una luchadora, entonces, demuéstralo. Ella no te va a dar tregua. Lynae vuelve a embestir a Antara, que se aparta de nuevo, tropezando y cayando de bruces sobre el agua. Para su sorpresa, sin embargo, cuando se pone en pie, comprueba que su ropa, sus manos y su cara están manchadas de un líquido rojizo y más espeso. Sangre. Siente el corazón encogido y la espada le tiembla entre los dedos. —Podrá contigo si no la derrotas tú. Pero tú nunca has sido una luchadora, ¿verdad? Antara la mira y siente las mejillas recorridas ya por las lágrimas. Quiere gritarle que sí, que a sus apenas 17 años le ha tocado afrontar ya una dura prueba de la que día a día trata de sobreponerse. Pero una vocecilla en su interior la acalla, recordándole que si aquel oscuro y decadente mundo existe es, precisamente, porque ella no ha sido capaz de levantarse. Si Llumia sucumbe es porque su propio mundo interior se ha derrumbado sin que eso haya sido capaz de hacerla reaccionar. —Aún puedes ser una luchadora. Demuéstralo. —No contra ella —responde Antara, con un hilo de voz. —No contra ella... —repite la vieja—. No te trae hasta un coliseo quien no desea luchar contigo. La voz de la anciana le llega ahora desde detrás, de forma amortiguada, como un susurro casi. Antara observa a Lynae y la ve despuesta a arremeter de nuevo contra ella, a prolongar aquello tanto como haga falta hasta verla derrotada. La varda empieza a correr en su dirección y algo le dice a Antara que esta vez, espera lograr algo definitivo, de modo que ella alza su espada y cierra los ojos, gritando, mientras descarga su acero sobre Lynae. Interiormente se repite que su oponente está hecha de agua y que la auténtica gobernante de las Tierras Vardas está detrás de sí misma, en silencio, observando y comprensiblemente sorprendida. No obstante, Antara se vuelve cuando escucha un golpe repentino, como un chapoteo y comprueba que Lynae, la auténtica Lynae, se ha desplomado sobre el cristal de agua, sangrando por la boca. Antara deja caer la espada y corre hacia ella. —Lynae! —grita. Nerum se mantiene inmóvil, con una incrédula mirada trazada en el rostro. La espada se le cae al suelo y el metal golpeando el agua es lo único que acompaña al llanto de Antara y la risa de la vieja. —Tú no debes... —murmura la varda—. No debimos... —No hables —le pide ella—.Te pondrás bien pero tienes que guardar silencio y... La que calla es ella al comprobar que los ojos de la mujer son ya dos pozos oscuros de un brillo sin vida. Apagados y clavados en el plomizo cielo de El Quiebre. Antara alza la mirada sin soltar a Lynae y observa cómo la figura contra la que ha luchado, se diluye en el agua. —¿Qué has hecho? —logra preguntarle a la vieja entre sollozos. —Yo no he sido —responde la anciana—. Has sido tú. Has luchado. Pero no deberías andar por ahí sin saber dónde pones un pie exactamente. Ni con quién lo pones. Antara desvía su mirada hacia Nerum. Sigue sujetando la cabeza de Lynae sobre su regazo, y sus manos temblorosas se posan todavía sobre las mejillas frías de la varda. —¿Qué quieres decir? —le pregunta a la anciana, devolviéndole la atención. —El Quiebre es un sitio peligroso, diosa bonita —explica ella, mientras empieza a caminar en círculos—. Peor no tanto como tu corazón. Este es el lugar donde pensamientos y sentimientos se encuentran, donde el uno lucha con el otro. Razón o corazón. Siempre vence uno de los dos, pues así ha de ser. Pero a todas partes van ligados porque no podemos evitarlo. Razón y corazón —repite—. ¿Por qué la has traído hasta aquí, Nerum? Antara lo mira y él continúa inmóvil, bloqueado aparentemente. Nunca lo ha visto así. Una lágrima empieza a resbalar a través de su mejilla. —Nerum... —murmura Antara. Fija sus ojos verdes sobre el rostro inerte de Lynae y, con un enorme esfuerzo, la deja a un lado para incorporarse. Se acerca al caeliano y lo mira—. Nerum —repite. —Razón o corazón... —repite la vieja. —Lo siento —murmura Nerum al fin—. Lo siento. Se deja caer sobre el suelo de agua y rompe a llorar. Antara se agacha a su lado y trata de calmarlo, al tiempo que intenta entender lo que está sucediendo allí. —¿Por qué la has traído hasta aquí? —vuelve a preguntar la vieja. —¡Cállate ya! —le grita Antara, exasperada. —Te traje para destruirte —exclama él. Su llanto contiene ira, enfado, rabia. Y Antara se aparta un poco, sorprendida—. Los dioses estáis acabando con Antara y la única forma de que esa destrucción ceje es que vosotros dejéis de existir. No os necesitamos; la magia es la que hace fluir la vida. No vosotros, vosotros no. Eres diosa en un mundo de sentimientos y por tanto, sólo los pensamientos, enfrentados siempre a la irracionalidad del corazón, podían vencerte. Debían destrozarte. No hay forma de matar a un dios, salvo que sea él mismo quien lo haga. Todo el mundo lo sabe. Antara es incapaz de reaccionar mientras escucha la retahíla de Nerum, que parece estar recriminándole algo. —Pero... —balbucea ella el fin—. Creí que... creí que queríais invocar el libro de los dioses. Para eso vinisteis, Lynae y tú... —¡Al diablo el maldito libro! —grita Nerum, furioso. Clava sus ojos, inyectados en sangre, en los de Antara y le arranca con fuerza los medallones que lleva colgados en el cuello. Después, se los lanza a la vieja, que ni siquiera se mueve. —No queríamos pediros ayuda; queríamos deshacernos de vosotros. Encontrar al errante y acabar con los dos para siempre. Pero está claro que jamás serás capaz de dar con él, así que cambiamos de planes. Primero, tú; después, ya llegará la hora de ese otro malnacido. —No puedo creerlo, Nerum. —¡M alditos seáis aquellos que jugáis con las vidas de los demás! Somos piezas de vuestro maldito tablero, muñecos que manejáis a voluntad. Nunca más. En un mundo de magia, no hacen falta dioses; sólo magos. Los guardianes y los magos, nadie más. —Pero la jugada te ha salido mal —observa la vieja. Nerum se sitúa frente a ella en dos zancadas y la sujeta del cuello, apretando con toda la fuerza que la ira le da. —¡Nerum! —exclama Antara. Corre hacia él y trata de apartarlo. No tiene ni la más remota idea de quién es aquella extraña mujer, más allá de ser aquella que, de algún modo, la ha inducido a acabar con la vida de Lynae pero necesita respuestas y sólo ella podrá dárselas. Nerum la empuja y la hace caer junto al cuerpo de la varda. Haciendo acopio de voluntad, Antara se levanta y recoge una piedra que, después, descarga contra la cabeza del caeliano. Él cae al suelo, dolorido y se echa mano a la sien, que le sangra. La anciana recula y permanece apoyada sobre la pared, tratando de recuperarse. —¿Quién eres? —murmura Antara. —La jugada te ha salido mal —repite la vieja— porque ningún pensamiento puede, jamás, matar a un sentimiento. —La anciana se acerca a Nerum y le habla acercánose mucho a él, como si le gritase—. Puede soterrarlo, puede acallarlo, puede aplacarlo o puede impedirle ser liberado pero nunca, jamás, puede matarlo. Debiste tener eso en cuenta. —Hay formas de matar a un dios —masculla Nerum, como si hablase consigo mismo—. Las hay. —Tal vez —responde la anciana—. Pero si las hay, tú no las conoces. —Eres Óscar —murmura Antara, recuperando para sí la atención de Nerum y la vieja—. Y ella era Kristina. Sois la representación de la traición de ellos dos. —¿Ahora soy tu novio traidor? ¿Hace escasos días era el maldito dios y ahora...?


—Nunca fuiste el dios errante —le grita Antara—. Había algo en ti... me... atraías y pensé que debías ser él. Ni por asomo pensé en Óscar contigo pero... ahora estoy plenamente convencida. —M e besaste. —Te besé a ti como tantas veces lo había besado a él. No hay nada en él y no hay nada en ti. —De pronto, como si fuera capaz de comprender tantas cosas, Antara sonríe para sus adentros—. Hay formas de matar a un dios —le dice— pero tú no las conoces. Sin vacilar, Nerum se incorpora como un resorte y recoge la espada que Antara dejó caer al suelo, atravesando a la joven desde su abdomen. —¡No! —el grito inesperado de Aidun alza un silencio inquietante en aquel lugar. Incluso los truenos cejan o eso le parece a Antara que, impactada ante la llegada del rey de Evestya, es incapaz de escuchar nada, como si un silencio amortiguador se hubiera aferrado a su cabeza. La anciana sigue sonriendo mientras Aidun camina, dubitativo, hacia el centro del anfiteatro. Antara baja la mirada por un momento y observa su mano impregnada en aquel líquido negruzco que, en ese mundo, se ha convertido en su sangre: tinta. La hoja de la espada se mantiene insertada en su abdomen pero no siente el más mínimo dolor. Después, alza la cabeza de nuevo y sonríe, mirando fijamente a Nerum. —No existen formas de matar a un dios —le dice. Traga saliva y extrae la hoja con un seco tirón. Después, la deja caer al suelo—. Sólo existen personas capaces de hacerlo. Y tú no eres una de ellas. La anciana sonríe al topar con los ojos verdes de Antara. —Yo no puedo matarte —repite Nerum, confuso—. Pero parece que tú tampoco puedes matarme a mí, ¿no? —concluye entonces la voz apagada de Nerum—. Ya lo habrías hecho... —Tú ya estás muerto —zanja Antara. El caeliano se deja caer al suelo y cubre su rostro entre sus propias manos, consciente de que todas sus esperanzas, traicioneras, han perecido allí. —Tu razón te decía que no podían estar traicionándote —interviene la voz de la vieja, dirigiéndose a Antara—. Te habían protegido desde que los conociste en Brisa. Lucharon por ti, te ofrecieron palabras cálidas y tranquilizadoras. Tu lógica iba servida de argumentos. Pero tu corazón sabía, en el fondo, que estabas equivocándote. El orgullo suele ser, casi siempre, un aliado de la razón, un fiero enemigo del corazón. Cuando cabeza y alma confrontan, la lucha es inevitable. Ellos lo sabían —añade, señalando con la cabeza a Nerum, que escucha con los ojos fijos en sus propio regazo y expresión vencida—. Por eso te trajeron hasta aquí. Sus pensamientos se impusieron a sus sentimientos: por razones prácticas te necesitaban muerta y nada de lo que habían vivido contigo despertó ningún sentimiento de ellos hacia ti. No te habían dado razones para dudar y la confrontación con tu propio corazón debía acabar destruyéndote a ti misma: su razón contra tu corazón. Pero alguien te advirtió de que no eran de fiar y, lo quisieras o no, esa duda siempre estuvo latente en ti. Esa duda te ha salvado. Nada mata a un sentimiento. Antara busca de nuevo a Aidun con la mirada. EL rey de Evestya ha llegado en un momento tan límite que casi había olvidado su presencia. Pero él sigue allí, inmóvil, con el rostro y el cabello, perlados en sudor, heridas en la cara y en los brazos; la espada en la mano y los ojos clavados en ella. —Tercer y último asalto —concluye la vieja. Antara la mira, tratando de recuperar el aire perdido. La espada vuelve a estar en sus manos y por un momento, se vuelve hacia Aidun, que no dice nada. —¿Pretendes que luche contra él? —exclama, incrédula. Nerum también la mira, todavía en silencio y sin modificar demasiado su expresión. —Cuando se llega hasta El Quiebre con una división entre mente y corazón, se hace necesaria la lucha. Antara deja caer la espada. —No pienso pelear con él —Nadie sale de aquí sin afrontar la lucha. Razón o corazón. Uno de los dos ha de sucumbir. —Dijiste que no hay pensamiento que pueda acabar con un sentimineto —interviene Nerum, con voz monótona. —Entonces —responde la vieja—, tenemos claro que el sentimiento siempre vence. —Yo no... yo no tengo ninguna confrontación con él —le dice Antara, con voz entrecortada. —Oh, sí que la tienes. De lo contrario, él no estaría aquí. —Estoy aquí porque sabía que la varda y el caeliano la estaban traicionando —interviene Aidun—. Es la diosa y la necesitamos para salvar Antara. —Causalidades —susurra la anciana—. Son las que hacen que todo suceda tal y como ha de suceder. Por eso estáis aquí. Cabeza y corazón os enfrentan. Dirimid al vencedor. —No podrás vencerla —vuelve a decir Nerum—. Es una diosa y la mueven siempre sentimientos, los grandes vencedores. Estás sentenciado. Antara no se mueve pero del agua emerge una silueta que, poco a poco, toma su forma, igual que sucediese pocos minutos antes con Lynae. Y a diferencia de lo que ella desea, su propia figura de agua sí empuña la espada. —No... —murmura Antara. Aidun se dedica a contener la embestida cuando la figura de la diosa arremete contra él. Alza la espada, cruzando su acero y repite la acción hasta en tres ocasiones más, cada vez que ella lo busca, sin pausa, sin cuartel. Antara observa el duelo, sobrecogida. El rey de Evestya se limita a bloquear sus ataques mientras el ser que la emula a ella misma, lo embiste una y otra vez, cada vez con mayor ferocidad, con más insistencia y complicándole las cosas a Aidun. El corte en su mejilla da buena muestra de ello pero la sangre no detiene a la Antara de agua, que golpea a Aidun en el pómulo y lo empuja contra la baja pared de piedra que recorre el perímetro interior del anfiteatro. —¡Aidun! —grita ella—. ¡M átala! —¿Qué? —exclama él, incrédulo. El joven rueda hacia un costado, liberándose momentáneamente del asfixiante acoso de la joven, que maneja la espada con gran habilidad. —¡Hazme caso, mátala! —insiste ella. Pero él la ignora y se muestra incapaz de atentar contra aquella especie de espectro acuático que no está teniendo tanto miramiento con él. —¡Ella es mi yo de 'pensamiento'! —le grita Antara—. Yo soy el sentimiento. Si tú... si tú sientes algo por mí, mátala. La sorpresa generada por las palabras de la diosa distraen a Aidun, que la mira, confuso y esto lo aprovecha el espectro de agua para herir al muchacho en su costado. Él se aparta, ahogando un grito y resuelto a ponerle punto y final a una situación que no puede eternizar. Empieza a responder con la espada, a devolver acometidas y a sorprender a la otra Antara, que queda inmóvil cuando la espada del rey de Evestya atraviesa la trasparente incorporeidad del agua. El espectro se derrite, recuperando su lugar en el espejo que conforma el suelo del anfiteatro y que ha perdido la serenidad que permitía proyectarse las luces del cielo en su superficie. La anciana sonríe cuando se acerca a un agotado Aidun. —Por fin lo has comprendido —le dice a Antara—. La lucha es inevitable. El sentimiento vence siempre, persevera aun ante la más férrea oposición o resistencia. Nerum los observa, incrédulo e incapaz de moverse de su sitio. Antara se acerca a Aidun y le tiemblan las manos cuando trata de acercarlas al sangrante corte que le ha agujereado la camisa en su costado; una camisa que, al igual que su vestido, ya estaba hecha jirones. —Dios mío... —murmura. Sus ojos se encuentran con los de Aidun, que no lo duda a la hora de atraerla hacia sí, despacio y abrazarla. Antara permanece inmóvil durante unos segundos, incapaz de responder al gesto de protector del rey de Evestya pero recordar lo que es capaz de lograr un sentimiento, por encima de un pensamiento, la hace devolverle el abrazo con cuidado. —Tenemos que irnos —le murmura él, con los labios pegados a su frente—. El Alma del M ar nos espera. Antara se separa ligeramente de él. —¿La encontraste? Él asiente.


El rey de Evestya la sujeta de la mano pero ella se detiene y se vuelve para mirar a la anciana por última vez. —Gracias, M ina —murmura. Detecta o cree detectar un atisbo de sonrisa entre los mechones de pelo que le cubren la cara. Pero la mujer no dice nada. Como tampoco lo hacen Nerum, que continúa arrodillado en el suelo con la mirada perdida y murmurando palabras ininteligibles.

19 Capítulo 16: <<Enséñame a luchar>>

Se aferra a la cintura de Aidun mientras el caballo que Lusa les había entregado al marcharse de la aldea de los gnomos avanza a toda velocidad. Lo habían perdido cuando los centauros los cercaron en el abismo pero, de forma milagrosa, el joven rey de Evestya lo ha recuperado, y eso les permite ganar un tiempo más que valioso, recorriendo el camino hacia la costa. Ninguno de los dos ha dicho nada, como si todo cuanto sucediera en torno a lo que a sentimientos se refiere, hubiera de quedar encerrado tras los muros del silencio. Así ha sido hasta ahora y así lo ha sentido Antara pero aquel no parece el mejor momento de tratar de modificar ese aspecto. En apenas unos minutos, la costa vuelve a encontrarse frente a ellos, como lo hiciera ya anteriormente. Lynae se había mostrado reacia a perderla de vista y aunque no habían podido cumplir con ese objetivo a rajatabla, sí habían logrado avanzar sin alejarse demasiado. El caballo desciende hasta la arena de una playa más rocosa y abrupta que aquella otra en la que Antara y Aidun se habían separado hace tan solo tres días. Allí, ella logra distinguir la silueta del Alma del M ar a lo lejos, una sombra recortada contra el gris ceniza del horizonte. La fina llovizna que los ha acompañado hasta allí, ya ha cesado pero el viento continúa soplando con fuerza. El rey de Evestya baja del caballo y ayuda a Antara a hacer lo propio. Caminan hasta la zigzagueante línea en que muere la marea y ella siente un escalofrío cuando el agua helada se desliza sobre sus pies. Hay un pequeño bote esperándolos allí y la silueta de Pol la recibe con una deslumbrante sonrisa. El pirata la abraza con fuerza y ella le corresponde, emocionada al reencontrarse con un rostro familiar después de tanta hostilidadad y tanta dificultad. —¿Podemos dejar las muestras de efusividad para más tarde? —exclama Aidun. Antara sonríe, consciente del tono molesto que teñía la voz del joven. Pero tiene razón. El bote es pequeño aunque, por suerte, sólo ha de llevarlos hasta el Alma, que aguarda unos pocos metros mar adentro. Aidun y Pol reman con fuerza mientras ella fija la vista en el negro horizonte que dejan atrás. La edificación donde sus sentimientos y sus pensamientos han pugnado, todavía es visible entre la maleza. Allí deja una parte de su vida que entiende innecesaria para seguir: Nerum y Lynae. Óscar y Kristina. Cuando los conoció en Brisa no hubiera podido imaginar de ningún modo que eran ellos dos. Con el caeliano, incluso había llegado a barajar la posibilidad de que se tratase del viajante; la intensidad de su mirada, las frases que ponía en sus labios. ¿Por qué razón era un ángel? Dudas que todavía no se ve capaz de responder. Le alivia comprobar que la traición de ambos en aquel mundo no le resulta tan dolorosa como lo había hecho en el suyo propio. 'Causalidades'. Era el término que la anciana había empleado para referirse a todo aquello que los había llevado hasta allí: a ella misma, a Aidun, a Nerum y a Lynae. Todo ocurre por algo; no por casualidad, sino por una causalidad. Y la traición de Óscar y Kristina la habían llevado hasta el viajante. Aquí, sin embargo, la traición de Nerum y Lynae la ha llevado hasta Aidun. Pero a quien ella busca es al dios errante. De eso está completamente convencida y lo avalan los mensajes que ha ido recibiendo, uno tras otro desde que las hadas le dieran el primero. Pronto llegan hasta el casco del Alma del M ar. Un grueso cabo de cuerda se descuelga desde la cubierta. Antara es la primera en aferrarse a él mientras Aidun y Pol la ayudan. Los piratas tiran con fuerza y en pocos segundos pisa, al fin, la vieja madera de la cubierta. Antara abraza al capitán, que la recibe con su habitual sonrisa trazada en los labios. Sus ojos brillantes y serenos le devuelven parte de la paz perdida. —Bienvenida a bordo de nuevo, mi diosa —le dice. Links le guiña un ojo, mientras que Jaral y Lons no se muestran tan felices por su regreso, circunstancia que en aquel momento le importa más bien poco. Se vuelve cuando Pol sube a cubierta, igual que lo ha hecho ella misma y con una impaciencia contenida, espera a que Aidun lo haga también. —¿Estáis bien? —pregunta Links. Aidun asiente. —Todo lo bien que se puede estar —responde Antara. —Lamentamos la pérdida del caeliano y la varda —vuelve a decir Seim, con una auténtica decepción en su voz. —Sobre todo de la varda... —interviene Pol—. Lo siento —se disculpa rápidamente, tras la mirada reprochadora de Seim. —Bien, rey —zanja Links—, vuestra condición no os librará de nada. Necesitamos ayuda para subir el bote, así que, vamos allá. Aidun le dedica una fugaz mirada a Antara y camina con los piratas para ayudarlos a remolcar la barca con la que han llegado hasta allí. —Estaréis cansada —le dice Seim—. Os esperábamos mucho antes en las costas de Pétrea. —Las cosas se complicaron mucho. —Eso nos dijo el soberano de Evestya. Por eso insisto en que descanséis. M i camarote es todo vuestro, mi diosa. Nadie os molestará allí. —Gracias, capitán. ***** Cuando despierta, vuelve a darse media vuelta y cierra los ojos de nuevo, sonriendo. La sensación de encontrarse en una cama —no demasiado mullida ni cómoda— la sume en la fantasía de encontrarse en casa, en su cuarto, en un sábado cualquiera sin clases ni planes. Irónico, piensa para sí; si durante toda su vida ha soñado con viajar a mundos de fantasía y vivir excitantes aventuras en ellos, ahora que lo está realizando, sólo sueña con regresar a casa, con abrazar a su padre, con visitar a M ina y... Se incorpora como un resorte cuando encuentra una carta sobre el camastro. La abre y la lee sin demora: <<El sol no se apaga cuando llega la noche; sólo brilla de otro modo, desde otro sitio. Como tú>>. Se levanta sin importarle el horrible aspecto que presenta. Tampoco eso le hubiera parecido posible antes, que cuidaba hasa el más mínimo detalle: su pelo, su ropa,


su maquillaje... Sale a cubierta, con la carta en la mano y se detiene en la oscuridad, vencida sólo por la resistencia de las antorchas de Brea que iluminan el barco: —¿Cómo ha llegado esto hasta aquí? —pregunta. Allí sólo está Jaral, enrollando un grueso cabo de cuerda entre sus brazos. El hombre la mira sin decir nada. Pronto los demás, van llegando lentamente hasta allí, alertados por los gritos de Antara. —¿Cómo ha llegado esta carta hasta mi cama? —exclama de nuevo. —¿Qué es? —interviene el capitán. —¿A qué vienen esos gritos? —pregunta Lons. —Es un mensaje del dios de Tenebros. ¿Cómo ha llegado hasta el camarote? Aidun se acerca caminando junto a Pol. Su expresión es tan confusa como la del resto de la tripulación. —Como comprenderéis, mi señora —responde Lons— es completamente imposible que en medio del mar alguien os entregue una carta. —¿Tal vez tu loro mensajero? —exclama Pol, sonriendo. —M i loro murió hace semanas, imbécil —replica el pirata, iracundo—. Y todo el mundo sabe que no hubiera podido transportar ningún documento en su pico ni tampoco... —Lons —le interrumpe Seim, colocándole la mano sobre el hombro—. Pol estaba tomándote el pelo. El pirata hace un aspaviento y se marcha, seguido por Jaral. El resto de la tripulación se dispersa para continuar con sus quehaceres, pues siendo tan poco numerosa el Alma del M ar necesita a unos hombres prácticamente omnipresentes. Sólo Links y Aidun se han quedado junto a ella. —¿M e pemites? —le pregunta el pirata. Ella le entrega el documento y sus ojos buscan a Aidun, que la está mirando. —¿Traía esto conmigo? —le pregunta ella. —¿Crees que te he cacheado mientras dormías? Antara se ruboriza y chasquea la lengua, fijando su atención en Links, que lee y relee aquellas letras como si tratase de descifrar algún tipo de acertijo. —Es un dios, ¿no? —vuelve a decir Aidun—. Tendrá sus métodos. Links le devuelve el papel y se marcha, sumido en sus propios pensamientos. Aidun lo observa, en silencio. —Los centauros creen que puede estar en peligro —dice Antara, captando de nuevo su atención—, que puede haberle ocurrido algo. —¿Los centauros? ¿Hablaste con ellos? —Bueno, eran mis sueños, ¿no? Creo que ya he vivido suficiente tiempo peleada con ellos. Aidun se apoya en la balaustrada de madera que conduce al timón, en la zona de popa. —¿Adónde vamos? —le pregunta Antara. —Ya te lo dije, en Templaria se escuchaba a los dioses. Tal vez, allí él pueda hablarte de un modo más claro. —¿Y dónde está ese lugar?¿Lo sabemos? —Lo único que sabemos es que se trata de una isla ubicada en alguna parte del M ar de los Inciertos. Le he facilitado a Links todos los datos que Ivette me dio. Espero que eso y la información que pueda encontrar en sus libros, nos ayude a situarla pronto. Aidun se lleva los dedos al puente de la nariz y resopla. —Pareces agotado —observa Antara—. ¿Has dormido? —No puedo. Cada vez que cierro los ojos, mil imágenes de lo que pueda estar ocurriendo en Llumia me desvelan. —Estás preocupado por Nuyben —observa ella. Él no dice nada pero Antara tiene claro que es así. —De nuevo... —añade la joven—, de nuevo me veo obligada a darte las gracias. M e salvaste. Otra vez. —Esta vez yo no hice nada. Ya habías derrotado al caeliano y la varda cuando llegué. —M e advertiste de sus intenciones y sembraste en mí una duda que a la postre me ha salvado. Nunca hubiera imaginado que me estaban traicionado por mí misma. —Llamaste M ina a esa mujer. ¿La conoces? Ella asiente y se colca a su lado, apoyándose también en la barandilla. —No sé por qué pero de pronto estaba segura de que era ella. Alguien de mi mundo, igual que Nerum y Lynae; mi... antigua pareja y mi mejor amiga. Ellos dos se... bueno, ya sabes. —Selección natural —le dice él, rememorando una conversación anterior entre ambos. —Sí, supongo que sí —responde ella, sonriendo con amargura—. Ahí hice un buen descarte. —No sabía que luchases tan bien —vuelve a decir él, tras un largo e incómodo silencio. —¿Por qué lo dices? No tengo ni idea de luchar. —¿Bromeas? —¡Oh! —exclama Antara, colocándose de nuevo frente a él—. Si lo dices por el espectro de agua, te aseguro que no tiene nada que ver conmigo. Supongo que debía ser un rival a la altura para ti. Yo no sabría hacerlo. —Pues si aceptas una sugerencia, deberías aprender. En este mundo, queda claro que la espada es una buena amiga. Antara asiente de forma apenas perceptible. No se imagina siendo capaz de empuñar una espada y, menos aún, de matar a alguien pero sabe que Aidun tiene razón y que saber manejar el acero la habría ayudado en más de una ocasión. —¿M e... enseñarías? Aidun entorna los ojos y sonríe de forma discreta. —Sí, claro. —Gracias. La joven se aleja, despacio, tras los pasos de Links, con quien desea hablar de la carta. Antes, sin embargo, se detiene y se da la vuelta: —Aidun... —Él la mira—. Siento haber desconfiado de ti otra vez. —Está bien que ganarse tu confianza sea algo complicado. Se valora más. Ella sonríe y, ahora sí, se va. ***** Antara lleva ya un buen rato sentada junto a Links, sujetando una antorcha que ilumine al pirata mientras este toma anotaciones y desliza páginas entre sus dedos. Con la otra mano, la diosa juguetea con el papel que lleva escrito el mensaje del dios errante. La joven resopla por enésima vez, exasperando al pirata, que alza la vista y la mira. —¿Ocurre algo? —Creí que estabas tratando de averiguar algo sobre el dios errante. —Lo más que puedo hacer es tratar de averiguar cuál es la forma de llegar a un sitio en el que quizás podamos comunicarnos con él. Su forma de enviar correspondencia no viene en ningún manual, señora Diosa. —De algún modo ha tenido que llegar esto hasta el camarote, ¿no crees? —De algún modo, sí pero cuando el remitente es un dios, no me pidas que invierta mi tiempo en averiguar cómo. Acepta un consejo, muchacha: no busques lógica


en sus actos. Aves mensajeras, un viento obediente, almas oceánicas, ninfas. ¿Qué sé yo? Puede habértelo hecho llegar de cualquier modo. —Y nadie ha visto nada. —¿Se te ocurre alguna razón por la que, habiendo visto algo, todos te lo neguemos? —No pero... —Pues ya está. En la situación en la que nos encontramos desde hace tiempo, te aseguro que si llegamos a topar con un dios en nuestra cubierta, lo ataríamos al Palo M ayor para asegurarnos de que no escapase. Antara frunce el ceño y deja de juguetear con el papelillo. —He dicho un dios, no una diosa. Tu género sigue levantando recelos entre la tripulación. —Lons y Jaral. ¿Por qué no quieren a una mujer a bordo? —Estúpidas supersticiones marinas. —Ya veo... ¿Y qué hay de Templaria? ¿Das con ese lugar? —Creo que lo tengo. Pero quiero cerciorarme bien. Llegar nos costaría unas tres o cuatro jornadas. Si no estoy en lo cierto, habríamos perdido un tiempo precioso y todavía deberíamos encontrarla. —Cerciórate bien, entonces. —Sí, mi capitán —exclama el pirata. Se incorpora y carga con todos sus libros, alejándose de alli. Seim llega en aquel momento y toma asiento al lado de la joven, mientras sonríe. —¿Está todo bien? —Lo noto un poco nervioso. Y supongo que mi impaciencia no ayuda. —Aceptad un consejo, mi diosa: nunca os interpongáis entre Links y un libro. Antara sonríe, mientras el pirata sujeta la tea que ella sostenía y la ancla en la pared de madera del barco, encajándola en un soporte habilitado a tal efecto, justo detrás de ellos dos. —Sé que hace todo lo que puede pero pensar que el dios errante pueda estar en peligro o necesitar mi ayuda de algún modo me genera mucha impotencia. —Calmaos, mi señora. Lo encontraremos. Antara guarda silencio hasta que Seim vuelve a hablar: —¿Es la persona de la que estáis enamorada? ¿El dios errante? Si es que puede considerarse una persona, claro. Ella sonríe de nuevo. —Lo es. —Es curioso. Hubiera jurado que había algo entre el rey de Evestya y vos pero si es el dios errante vuestro amante... —M i amante... Eso suena un poco... clandestino. Seim le devuelve la sonrisa desde sus finos labios. —Sí, supongo que tenéis razón. Aunque a efectos prácticos un amante es alguien que ama, ¿no? ¿Es esa la razón por la que este mundo se muere? ¿Porque el dios y vos estáis separados? —En parte —responde ella, pensativa. Su particular mundo de luz empezó a morir antes de que ella conociera al viajante pero sin duda, su marcha tras su efímera aparición tiene mucho que ver en esa desolación. Pensarlo de aquel modo la hace sentir culpable: sus frustraciones son ahora las desgracias de otros. Todo aquello por lo que ella ya no estaba dispuesta a luchar ha sentenciado a otras personas, a otros seres en aquel mundo. Y poco a poco, a golpes, empieza a ser consciente de la carga de responsabilidad que tiene allí. Al fin y al cabo, es diosa de aquel mundo. Todo cuanto existe, existe por ella y todo cuanto deja de existir, también. —Lo encontraremos —repite el viejo lobo de mar. Antara lo observa en silencio, mientras el hombre le da una calada a su pipa y expulsa el humo con la nostálgica mirada clavada en el oscuro horizonte. La antorcha de Brea ilumina continuamente la cubierta del buque, dibujando un sinfín de sombras infinito, que lo hace parecer un barco fantasma. Interiormente, Antara reza por abandonar pronto el M ar de los Inciertos o lo que sea que fije la frontera con Llumia y poder disfsrutar de nuevo de la luz del sol, de su calidez, de su brillo. —Tenéis mucha fe en ello. Ojalá no os equivoquéis. —Haremos algo grande, mi señora —concluye, mientras se levanta. Lo hace despacio, de forma costosa pero sin dejar de sonreír—. Para eso nacimos. Y ahora, si me disculpáis, me retiro a descansar. Antara lo ve alejarse y también ella es incapaz de dejar de sonreír. Es como si aquel sencillo gesto de ese hombre fuera capaz de imprimir su misma tranquilidad, su misma fuerza. Su cuerpo es débil y quebradizo; los achaques lo merman y lo limitan pero su mente es un constante desafío hacia sí mismo y Antara no puede sino henchirse de admiración hacia él, de envidia sana. Porque si ella hubiera gozado de un carácter así, nada ni nadie hubiera logrado hundirla; ni siquiera el accidente. Sin embargo, Seim existe en su mundo porque algo lo relaciona con ella: una persona o un hecho. La gran pregunta, como con tantas otras personas, incluido el propio Aidun, sigue siendo: ¿qué o quién?


20 Capítulo 17: <<Cielo y tierra por tu dios>>

La popa ha sido el lugar elegido. Antara sujeta la espada que Aidun le ha entregado, aunque por momentos se siente ridícula, no teniendo ni la más remota idea de cómo sostenerla. Aidun sonríe, mientras alza una ceja, divertido. Se acerca a ella y ajusta la mano de la joven en la empuñadura. Un gesto de lo más banal que a ella consigue ponerla nerviosa. —No es una caña de pescar —le dice—. Es una espada. —Eso ya lo sé —replica ella, con acritud. —Tienes que sostenerla desde más abajo —le explica. Sujeta su mano y la cierra en el punto justo—. Llega un momento en el que la espada es una extensión de tu brazo. —Un momento para el que faltan largos siglos de espera —responde ella. —Confío en que no. Tu mundo es un lugar tumultuoso. —Seguro que si pudieras acceder al tuyo, sería una balsa de aceite. —Lo ducho mucho. Vamos, concéntrate. —De acuerdo pero no esperes milagros, rey. —Eres una diosa. ¿Cómo no he de esperarlos? Antara abre la boca pero no logra juntar dos palabras para concebir una respuesta inteligente, de modo que prefiere guardar silencio y limitarse a seguir las indicaciones de Aidun: —De acuerdo —le dice él, reculando de nuevo—. Resulta ideal que los primeros intercambios de golpes te sirvan para valorar a tu rival, tus posiblidades sobre él y, por ende, la estrategia a seguir para vencerlo. Te recomiendo que defiendas en las primeras acometidas. Si yo descargo mi espada sobre ti de este modo... —Alza el acero, despacio, mientras avanza y lo hace descender de nuevo, muy lentamente sobre ella—. Tú cruzas tu espada, bloqueándome. Ella asiente y obedece. Las espadas forman una cruz perpendicular entre Aidun y Antara. —De acuerdo. Es mejor que cruces el filo y no la parte plana. —¿Así? Voltea la espada, despacio, obedeciendo al rey de Evestya. —Así. Las instrucciones y movimientos se prolongan durante un buen rato. La perpetua noche dificulta los ejercicios y el aprendizaje pero Aidun le ha asegurado que lo que ahora le parece una traba, acabará por resultar ventajoso para ella, pues si aprende a desenvolverse en una situación más compleja, al enfrentarse a alguien bajo la luz del sol, todo le resultará más sencillo. A medida que los choques de acero se producen y ella es capaz de anticiparse a los movimientos de él, Antara cobra motivación. Lo que inicialmente se le antojaba como una actividad inútil que ni siquiera sabía por qué había solicitado aprender, de pronto se torna en algo que la agrada, que no se le da mal y que le permite conocer otra faceta de Aidun, desconocida para ella: la del paciente maestro que le transmite sus conocimientos, que la corrige sin perder la calma y que incluso es capaz de sonreír cuando el ejercicio se torna divertido. No son pocas las ocasiones en las que ha de convencerse a sí misma de que no está haciendo eso sólo por pasar tiempo con él pero debe acabar admitiéndose que aquello también tiene algo que ver. Ignora las horas que han transcurrido pero han de ser ya muchas. Esta sudando, sedienta y agotada. —No puedo más —exclama, sonriendo. —Aún no me has vencido —responde él, apartándose el pelo húmedo de la cara. Sus mejillas están encendidas, producto del entrenamiento y a Antara Aidun se le antoja un chiquillo jugando, divirtiéndose e incapaz de ponerle fin a aquello. —No puedo vencerte. —M al, Antara. No es eso lo que te he enseñado. Ella resopla, sonriendo. —De acuerdo, rey de pacotilla. En guardia. Aidun le devuelve una sonrisa pícara y empuña su espada. Pero la baja de nuevo, borrando de un plumazo su expresión divertida cuando ella se le acerca, arrastrando su espada y mirándolo de una forma insinuante. Coloca su dedo índice sobre el esternón de Aidun y lo deliza, despacio a través de su pecho y hasta su cintura. De forma inesperada, Antara golpea la espada del rey con la suya propia, originando que él quede desarmado. Después coloca su hoja junto al cuello del muchacho al tiempo que espeta una carcajada. —Creí que había que permanecer siempre alerta, Aidun. M e subestimas. Él entorna los ojos y sonríe. Sin vacilar lo más mínimo, aferra la muñeca de Antara y, en un veloz movimiento, la hace girar, volteando a la muchacha y colocándola de espaldas a él. Así la mantiene, sujetando sus muñecas mientras sus manos siguen aferrando una espada que ya no le sirve de nada. —Creíste bien —le responde al oído—. El problema es que no lo pones en práctica. Nunca me consideres desarmado si dispongo de mis manos, diosa. Antara vuelve ligeramente la cabeza y se encuentra con el rostro de Aidun a escasos centímetros. Siente que el corazón le da un vuelco y los viejos fantasmas de hace sólo unos días, resucitan. Aceptó marcharse con Nerum y Lynae, no ya sólo porque confiase en ellos, sino también para alejarse de Aidun, ladrón involuntario de unos sentimientos que no son para él. Pero ahora las circunstancias vuelven a unirlos y ella sigue viéndose apresada en unas sensaciones a las que no desea sucumbir. O tal vez sí. Deja caer la espada y desliza su mano a través de los dedos de Aidun, que no opone resistencia para liberarla del particular agarre al que la tenía sometida. Los dedos de ambos se entrelazan sin que ninguno de los dos se mueva. —¿Por qué regresaste a buscarme? —le pregunta ella, sin soltarse. —Porque te necesito... Ella voltea su cara de nuevo y se encuentra con sus ojos azules. —... para salvar Llumia —aclara él, rápidamente. Ella sonríe con tristeza. —La eterna utilidad de la diosa... —mumura—. Nadie te salva si no es por algo. Trata de zafarse pero él la agarra con más fuerza, impidiéndoselo. Suspira, colocando sus labios sobre el hombro de Antara y mientras una de sus manos sigue aferrando la de ella, la otra la sujeta de la cintura, apretándola más contra él. —Por más que yo mismo me empeñe, no permitas que te imponga de nuevo la leyenda negra del rey de Evestya. No me muevo sólo por intereses y mucho menos contigo. Volví a buscarte porque te necesito, en todos los sentidos. Antara se da media vuelta, propiciando así que Aidun la suelte; sólo sus manos se mantienen unidas. El rey de Evestya sonríe para sus adentros, percatádnose como lo ha hecho de que cada vez que ella trata un asunto que la pone nerviosa, de forma inconsciente jugutea con sus dedos. Lo hizo en la aldea de los gnomos y vuelve a


hacerlo ahora, cada vez que ambos han recortado la distancia lo suficiente como para fomentar un contacto físico. —¿Qué está pasando? —murmura ella al fin—. Los... besos, los... contactos. Lo que sucedió en El Quiebre... —No lo sé —responde él—. Dímelo tú. Antara sonríe con cierto grado de amargura. —Soy la diosa y por tanto, la única responsable de todo cuanto sucede aquí, ¿no? Aidun la mira, sin decir nada. —Si yo siento algo por ti, la culpa es mía —continúa ella, notablemente molesta—. Si tú sientes algo por mí, también lo es. Si tu mujer muere, es culpa mía; si el mundo se cae, también. Si un jodido pétreo inenta matarme, es culpa mía y si yo lo mato a él, también. Es muy fácil para todos vivir así, ¿no te parece? —Antara... —la interrumpe él, cuando percibe que la joven está empezando a alterarse. —No —zanja ella—. ¿Sabes? En mi mundo también hay muchas personas que creen en la existencia de un dios o de varios, incluso, de una... fuerza suprema, algo por encima de nosotros. Pero no vivimos permanentemente culpándolo de todo lo que hacemos bien o lo que hacemos mal. Asumimos nuestra jodida responsabilidad y cargamos con las consecuencias como unicos culpables. No puedo con el peso de todo y tú... Aidun da un paso al frente y la sujeta de la cara, acercándose más a ella. —Tienes razón. —Antara guarda silencio—. Tienes toda la maldita razón. Pero supongo que prefiero pensar que lo que sea que me pasa contigo es cosa tuya y no mía. M e hace sentir menos culpable, aunque mucho más cobarde. —¿Culpable? ¿Con tu esposa? Aidun la suelta y camina hasta la barandilla de popa. Coloca las manos sobre ella y cierra los ojos, dejado que le viento le golpee en la cara, como si pudiera liberarle de una capa de culpa que lleva mucho tiempo arrastrando, como si pudiera deshacerse de ella y mezclarla con la espuma de un mar que la engulla para siempre. —Aidun —insiste Antara, colocándose a su lado—. No puedes culparte... Ella... ella está muerta. Y ojalá pudiera hacer algo para cambiarlo pero no... —Nunca la quise —la interrumpe él—. M i unión con ella fue un matrimonio concertado pero nunca la amé. No pude, aunque ella sí. Y aceptó casarse conmigo, convencida de que algún día llegaría a quererla tanto como ella me quería a mí. Nuyben nació y Seara seguía empecinada en lo posible de nuestro matrimonio feliz. Pero yo me volqué con él y la relegué aún más. Pensar que puedo sentir por otra persona lo que ella quería para sí... No debía ser tan difícil; sólo me pedía que la quisiera. Y ahora está muerta. M uerta por las guerras que yo tenía con Alakron. Lejos de ser capaz de darle algo, todo cuanto hice fue arrebatarle. Y ya no puedo repararlo. Antara guarda silencio, con la mirada fija en él, que a su vez la mantiene clavada en el oscuro mar. Quisiera poder tranquilizar a Aidun, arrancarle aquella sensación absurda e injusta consigo mismo pero se siente incapaz. Él la mira y le aparta el cabello de la cara cuando el viento se lo lanza, ocultando parcelas de su rostro que él desea ver. —No es culpa tuya que me esté... enamorando de ti —le confiesa—. Aunque no entiendo la necesidad de escuchar esto si estás moviendo cielo y tierra por encontrar a tu dios, aquel al que amas y el que te ama a ti. Ella suspira. —¿Sabes? Ignoro cuánto tiempo ha pasado desde que desperté en el lecho de aquel río, desnuda, rodeada de mujeres que trataban de darme una lección, convencidas de que era una ramera que buscaba provocar a sus maridos. Pero no fue en ese momento cuando mi mundo se tornó en algo surrealista para mí. Viví cinco horas con él antes de que todo esto ocurriera: un breve encuentro en la librería de M ina y una tarde de ensueño bajo la lluvia. Es tan poco tiempo que realmente no sé nada de él; ni siquiera su nombre. Pero se fue y sentí que me hundía en un abismo sin fondo. Y ahora sé que no se marchó realmente, que sólo creaba esta historia para forjar entre nosotros un vínculo irrompible. Y... estoy aquí porque acepté formar parte de ello pero no podía contar con enamorarme de otra persona, Aidun. Porque esto le dejará atrapado para siempre aquí y Antara seguirá cayéndose a pedazos. —Él creaba esta historia —murmura él—. ¿Entonces todo lo que ha sucedido es culpa suya? La destrucción de Antara, las hadas, los pétreos... ¿Todo esto te lo preparó tu dios? ¿Son las famosas pruebas que muchos aseguran nos envían los dioses en sus inescrutables caminos? Te quiere, sin duda —concluye con ironía. —Este es mi mundo, Aidun. Él no ha inventado nada, no ha creado nada. No sé cuánto de lo que hemos vivido tiene que ver directamente con él pero la desolación que aquí existe no es cosa suya, sino mía. Esto dejó tras de sí el accidente. Y estaba convencida de que al encontrarlo, podría arreglarlo todo. Debíamos vivir juntos un final feliz: reencontrarnos, salvar Antara y volver a nuestro mundo. Pero ahora... —¿Estás diciendo que la salvación de este mundo depende de lo bien que acabe vuestra historia? Antara lo mira, con los ojos brillantes pero no se atreve a decir nada. —Entonces las cosas están claras, Antara. La diosa lo sujeta de la mano, impidiendo que se marche. Sin embargo es incapaz de decirle nada. Y de nuevo es él quien habla: —No voy a arriesgar la vida de mi hijo por una historia pasajera. Y tú no puedes condenar a este mundo por lo mismo. Igual que llegaste, te irás. La suelta, despacio y recoge su espada antes de perderse a través de la cubierta, dejando a Antara sola, entre pensamientos y sentimientos que no tienen tan claro al vencedor de la batalla.

***** La travesía está resultando de lo más placentera. El viento sopla con fuerza, llenando de aire las velas del Alma del M ar, que avanza a buen ritmo a través de la ruta señalada por Links. Antara lleva ya un buen rato paseando a través de la cubierta del buque, sin saber qué hacer. Trata de evitar a Aidun, después de la última conversación que han mantenido y él no se lo está poniendo excesivamente difícil, pues lleva ya un buen rato sin verlo. Se detiene cuando topa con Lons y Pol, charlando en la zona posterior del navío. —Te digo que si te sobra, déjala para mí —dice Pol. El pirata permanece sentado sobre una vieja caja mientras que su interlocutor se asoma a la través de la borda, sujetando algo en su mano. —Lanzarla al mar es mucho mejor inversión que cargar con ella de forma inútil. No lograrás nada con esta rubia. Antara abre los ojos como platos, escandalizada. —Tú déjasela a papi Pol y te garantizo que haré un buen uso de ella. —Nada de eso. He dicho que la tiraré por la borda y eso es lo que pienso hacer. —Al capitán no le hará gracia. —El capitán no tiene por qué enterarse. —¿Crees que no se dará cuenta si te deshaces de mí? —espeta al fin la muchacha—. Empiezo a estar harta de tus remilgos hacia las mujeres y desde luego, tus soluciones rozan ya lo indignante. Y en cuanto a ti, podrías dedicarte a fantasear con tu madre. Pol y Lons intercambian una mirada confusa y el primero de ellos se pone en pie. —M i señora, creo que estáis... confundida. —Lo he oído todo perfectamente. <<Échala por la borda. No, mejor déjame la rubia a mí>> —repite ella, haciendo burla—. Sois un par de sinvergüenzas. —¡Esta rubia! —exclama Lons, mostrándole una moneda de oro—. Lanzarla por la borda es una llamada a la buena suerte pero este zoquete insistía en quedársela él para malgastarla en alguna taberna con alguna mujerzuela. Antara es incapaz de cerrar la boca, aunque de entre sus labios no sale nada cuando confirma la versión de Lons en el rictus divertido de Pol. —¡Por todos los dioses! —exclama de nuevo el rechoncho Lons—. De buen grado os lanzaría por la borda, desde luego, de modo que os sugiero que dejéis de darme ideas.


El hombre se marcha, mientras Antara se lleva una mano a la frente. —Dios... Lo siento —le dice a Pol. El hombre hace más amplia su sonrisa. —No tenéis por qué disculparos Bien pensado, supongo que la conversaicón pudo llevaros a equívoco. Antara toma asiento a su lado y sus dedos recorren su pelo rubio y encrespado. —Soy idiota. ¿Cómo puedo ser una diosa, si soy idiota? —¿Y cómo no íbais a serlo, mi señora, con esos ojos, esos labios, esas...? Antara vuelve la cabeza y el hombre carraspea, incorporándose. —Lo siento. No trataba de ofenderos. Sólo de... halagaros. Pero soy un pirata. Las sutilezas no son lo mío. Perdonadme. Antara sonríe, mientras niega con la cabeza. —¿Sabéis? —sigue diciendo Pol—. Para mí es todo un honor ser alguien digno o merecedor de... vivir en vuestro corazón. Porque... eso es este mundo, ¿no? Algo así como vuestro corazón Eso dijo el capitán. —Sí, eso es. —Vivir en el corazón de una diosa... Eso es algo... enorme. Por lo que tiene entendido, Pol es el rompecorazones del barco, un descarado truhán que, a buen seguro, pone en liza aquello de poseer un amor en cada puerto pero sin duda, es un buen hombre. Después de conocer a los piratas del Azerón, Antara admite que topar con los del Alma del M ar la llenó de dudas y prejuicios; sin embargo, ya ha tenido tiempo para comprobar que aquellos nobles hombres de mar no tienen nada quer ver con la temible tripulación del Azerón. —Pol —exclama ella, volviendo a ponerse en pie—. ¿M e enseñaríais a utilizar la espada? —¿La espada? —Sí, eso he dicho. Aidun se había ofrecido pero era evidente que, después de su última conversación, mantener las distancias iba a tornarse algo fundamental entre ellos. Y si algo tenía claro Antara era que ni en su mundo había sido nunca la damisela en apuros que necesitaba ayuda para ser rescatada ni aquí tampoco iba a seguir siéndolo. —Por supuesto que sí. Sería un honor.

***** Llevan ya un buen rato, espada en mano, danzando en un baile de choques de acero, en el que Pol ha resultado un fantástico profesor. Cada vez que se produce un intercambio de golpes, el pirata corrige los movimientos que Antara no ha efectuado de forma incorrecta o le indica aquellos que podrían resultar más dañinos para su rival. Hasta un par de veces ha logrado desarmarlo y aunque a ella le ha ocurrido lo mismo otras tantas, los continuos ánimos de Pol, la mantienen motivada. La disputa se ha tornado divertida y las risas de Antara y Pol no tardan en atraer la atención de Aidun, que lleva ya un buen rato mirando desde el puente que conduce al timón. Apoya sus codos sobre la barandilla y guarda silencio. Tan concentrado está, especialmente en ella, que ni siquiera repara en la llegada del capitán, que se coloca a su lado, sonriendo. —Llevan toda la tarde ahí —le dice a Aidun—. Diez minutos más y podrá rebanarnos el pescuezco a cualquiera de nosotros. Aidun trata de sonreír pero no le sale. —Enamorarse de una diosa es picar demasiado alto —observa Seim, al no recibir respuesta alguna del rey. El muchacho se vuelve y lo mira pero de nuevo se siente incapaz de articular palabra. —M e gusta —conlcuye el capitán. —¿Por qué no cambiáis lo que le echáis a la pipa? Seim ríe y sus ojillos se hacen aún más pequeños. —Nadie recuerda a los que pican bajo, hijo. Sólo las grandes hazañas permanecen convertidas en ecos de la eternidad. —¿Aspiráis a convertiros en leyenda incluso a través de la persona de la que os enamoráis? —Así debería ser, ¿no crees? Hacer cada cosa en la vida de forma y manera que todos te recuerden cuando ya no estés. No creo que eso sea malo. —Suena ejemplar. Para venir de un pirata, quiero decir. —M i vida no es ejemplar. No trato de serlo. Sólo quiero ser recordado. Y lo lograré. —Estáis muy seguro de eso. —En mi navío viaja una diosa tratando de salvar al mundo. ¿Qué más crees que necesito? La huella del Alma del M ar persistirá por siempre. Y también la de su tripulación. —¿Por qué esa obsesión? —pregunta Aidun, mientras sigue observando el 'juego' entre Pol y Antara. Seim le da una calada a su pipa y habla de forma pausada. —Tengo un hijo, ¿sabes? Ha de tener, más o menos, la misma edad que tú. Cuando él nació, su madre trató de cambiarme; quiso que abandonase la piratería y me estableciera en una pequeña aldea costera al sur de Llumia, que me ganase la vida de una forma honrada y honesta. Lo intenté pero... no pude. A su lado estaba el cuerpo del hombre que le había dado un hijo pero no su alma. ¿Y qué es un cuerpo sin alma? —Creo que os estáis yendo por las ramas. —M e marché —continúa él, como si Aidun no hubiera dicho nada—. Y regresé a verlo unos años después. Ni sabía quién era. Su madre le había dicho que yo había muerto y como ella había rehecho su vida con otro hombre, el muchacho decidió llamarlo 'padre'. En ese momento me juré que algún día haría algo grande, algo para no ser olvidado nunca. Aidun lo mira durante unos segundos, en silencio. —Eso no os lo devolverá —responde, centrándose de nuevo en la escena que se desarrolla abajo. —No, puede que no. Pero incluso él sabrá quién soy. Aunque no sepa qué nos une. —¿Y de qué os servirá eso? —Que alguien a quien quieres sepa que existes... que pueda llegar a hablar de ti con admiración... Hay mucho de admiración en el amor. De algún modo, me querrá. Y dado que sólo muere quien es olvidado, por mucho que su madre se empeñe, para mi hijo nunca estaré muerto. Nunca lo estaré para nadie. Nunca para él. Aidun sonríe. —Cambiad lo que le echáis a esa pipa. Seim ríe de nuevo, concediéndole nula importancia a las palabras de Aidun. Está demasiado acostumbrado a que lo tilden de loco y eso es algo que no le importa. Antara cae al suelo y la ficticia lucha llega a su fin. Pol se agacha a su lado. —¿Está todo bien? —grita el capitán, desde su posición. —Todo bien, cap... Es Antara quien responde, aunque su voz se apaga al divisar a Aidun al lado de Seim, con la gravedad trazada en su rostro y los dedos blancos, aferrándose a la barandilla.


***** Antara abandona el camarote del capitán, en el que ha descansado durante un buen rato, a petición del propio Seim. Le herida ocasionada por Pol es apenas un corte sin importancia en el antebrazo que ha taponado envolviendo un jirón de ropa vieja que lo ocultase y evitar, así, que Links se la cosiera, tal y como se ofreció a hacer. Antara aún recuerda los puntos de sutura que empezó a darle cuando Nerum y Aidun se habían peleado en el barco y el rey de Evestya había acabado golpeándola de forma involuntaria. De ningún modo volvería a ponerse en manos del pirata para que la curase. Cuando sale a cubierta, algo le resulta extraño. El viento sigue soplando con fuerza pero los piratas están plegando las velas del buque y, a diferencia de lo que suele ocurrir, no hay gritos, nadie dando órdenes respecto a la dirección a tomar, a la guardia que hacer o a lo que se divisa desde la cofa. Las antorchas que iluminan la cubierta son menos numerosas de lo habitual y, tan poca luz dejan sobre el barco que Antara tropieza con Lons al no darse cuenta de la llegada del pirata. El hombre se lleva las manos a la boca después de que lo que fuese que llevaba en las manos, caiga al agua en el choque. —Lo siento —se diculpa Antara. Lo hace con un susurro, como si acomodase su tono a la atmósfera que se respira. Lons no le dice nada—. ¿Qué está pasando? Él le hace vehementes gestos para que guarde silencio y, finalmente, ella lo observa marcharse mientras masculla maldiciones como si fuese un mimo. Antara observa a su alrededor, mientras avanza despacio hacia la proa. Y allí topa con las silenciosas figuras de Seim, Links, Aidun y Jaral. Los cuatro se vuelven como resortes al oírla llegar; tal es el silencio de la noche que hasta una aguja cayendo al suelo podría escucharse. —¿Qué está pasando? —pregunta, mientras se coloca al lado de Links, situado en el extremo. —Pasamos por encima de La Fosa de los Perdidos —surra el pirata. —¿La Fosa de los Perdidos? —Un abismo de profunidad incierta en cuyo fondo, según dicen, habitan los fantasmas que quedan tras los naufragios, muy frecuentes en esta zona. —Fantasmas... —murmura Antara—. Genial... Los ojos de Antara se cruzan, fugazmente, con los de Aidun, que aparta la mirada enseguida. Entre ellos dos se interponen el capitán del Alma y el propio Links. —¿Qué pueden ser en tu vida? —le pregunta este último—. Entenderlo quizás pueda ayudarnos. No creo que limitarnos a ser discretos vaya a servir de gran cosa. Un crujido y una fuerte sacudida, los ponen en alerta y hacen que se aferren a la barandilla a la que están asomados. Todos se miran, sin atreverse a abrir la boca. Antara suspira. —Algo situado en Tenebros... relacionado con mi ceguera, con naufragios y lo perdido... Pueden ser tantas cosas en mi vida... Links se aparta el pelo, resoplando. —No te ofendas pero ya podía habernos tocado una diosa más sencillita. Todo el mundo tiene problemas pero te aseguro que los míos darían para una montaña pedregosa y poco más. O mejor dicho, no son los problemas, sino la actitud frente a ellos. —¿Qué intentas decir? —pregunta ella, molesta. —Que tienes problemas y sientes que superarlos supondría afrontar un mar oscuro, una fosa llena de fantasmas cabreados y un viejo buque que a duras penas se mantiene a flote. Así es como te sientes tú. La vida no son circunstancias, muchacha, sino una actitud frente a ellas. Y la tuya es bastante derrotista. —¿Tienes idea de lo que es perder la vista a los 17 años? —No, no la tengo pero sí sé qué es perderlo todo a los 23. M e enrolé como pirata porque en mi vida no quedaba nada de todo aquello por lo que había luchado cuando era un sólo un crío. Un crío. Quería estudiar, ¿sabes? Llegar, algún día, a ser un gran médico. Pero me conformo con surcar los mares a bordo de este navío y rodearme de libros. M e adapto y hago frente. No soy el mejor zurciendo heridas pero lo hago. Porque creo que así mejoraré. Links resopla de nuevo. —Lo siento. Perdóname. —No, tienes razón. —¿La tengo? —Sí, la tienes. Es cierto que no he estado poniendo en liza la mejor actitud. He renunciado a todo aquello que quería ser, a todo lo que quería hacer y... Links sonríe. —No lo hagas. Te arrepentirás toda tu maldita vida, en serio. Cuando pasen los años encontrarás mil maneras de afrontar las cosas, mil formas diferentes de cómo podrías haber capeado el temporal. Y lamentarás no haber intentado ninguna. —Hablas como mi padre. —Puede que lo sea. ¿No? Antara sonríe. Se aparta de allí y camina con férrea determinación cubierta a través. Aidun se yergue y la mira pero no se mueve de su sitio. Quien sí lo hace es Pol, que llega en el mismo instante en el que el barco vuelve a sufrir otra sacudida. Lons aparece corriendo, con el rostro desencajado y envuelto en sudor. —Vamos a morir. Por todos los malditos dioses, vamos a morir. —¡No maldigas a la diosa, zoquete! —exclama Jaral, igual de aterrado que el propio Lons —No vamos a morir —zanja Antara, resuelta. El vestido que Lusa le regaló, hecho jirones, le molestará, así que acaba de rasgarlo ante las atónitas miradas de todos y hace nudos alrededor de sus piernas, tratando de hacer algo similar a un pantalón y de que los ropajes más holgados queden ceñidos a su cuerpo. —¿Qué pensáis hacer? —pregunta Seim, inquieto por primera vez, desde que Antara lo conoce. La muchacha no responde y se aproxima hasta la borda. Observa un mar oscuro y bravío, de fuerte olejae que arremete contra el casco del castigado buque. Traga saliva y se sube sobre la barandilla agarrándose a un cabo. Aidun corre hasta allí y la agarra de la muñeca. —¿Qué demonios vas a hacer? —exclama. Ella lo mira. —M i madre solía decir que cuando has tocado fondo, sólo te queda el impulso hacia arriba. —Aidun frunce el ceño, confuso—. Es curioso, ¿no te parece? Apenas la recuerdo a ella pero sus palabras viven en mí con meridiana claridad. Voy a bajar ahí abajo —añade, viendo que el rey de Evestya no dice nada. —Estás completamente loca —le grita al fin. —Suéltame. Por favor. Aidun niega con la cabeza. Trata de tirar de ella hacia el lado seguro del barco pero ella se resiste. —¿Por qué demonios haces esto? ¿Por qué parece que todo te dé igual? —En absoluto. Nada me da igual y por eso ha llegado el momento de actuar. —Antara —interviene Links, acercándose—, no me refería a esto... es decir, cuando hablo de actitud, me refiero al hecho de... eh, bueno... Aprovechando la distracción que genera la llegada del pirata, Antara se zafa de Aidun y salta al agua. Lo último que oye es el grito desgarrado del rey de Evestya clamando su nombre. Después, el sonido sordo de las profundidades. Bracea hacia abajo, con ímpetu. <<La vida no son circunstancias, sino tu actitud frente a ellas>>. Es una diosa. ¿Qué sentido tiene que pueda morir? Aunque ha afrontado mil situaciones peligrosas desde su llegada, nunca se ha planteado la posibilidad de ser inmortal, pero, ¿qué clase de diosa sería, si no lo fuese?¿Acaso pueden matarte tus propios sentimientos?¿Las personas que habitan en tu corazón?¿Se puede morir de amor, de pena...? Las respuestas que se genera en su mente empiezan a asustarla, por lo que prefiere ignorarlas y limitarse a bracear, bracear y seguir braceando. No obstante se detiene cuando la falta de aire empieza a acuciarla. Alza la mirada hacia la oscura superficie y después, observa el negro fondo que se hunde en el océano. Cierra los ojos y deja escapar el oxígeno que apresaba en su boca. Se mantiene inmóvil y en su mente empiezan a desfilar imágenes de todo cuanto la ha llevado hasta allí: el viajante, a quien no puede poner rostro aún; el


lecho del río al despertar; las prisiones de Evestya y Lilia; el castillo de Alakron y su rey; los piratas del Azerón; Brisa, Tenebros, las hadas del Bosque Gélido; los Pétreos, los centauros, los gnomos, Aidun. Todo desfila en su mente a una velocidad de vértigo hasta que al fin abre los ojos e inspira. No puede ser aire lo que surta sus pulmones y casi la aterra pensar que puedan estar llenos de agua; quizás no necesite respirar allí. Sea como fuere, lo cierto es que continúa levitando en el líquido elemento al tiempo que respira sin dificultad alguna. Atreverse a hacer <<cosas de diosa>> es algo que empieza a agradarle. M ientras sigue descendiendo, tratando de localizar la Fosa de los Perdidos, algo se cruza con ella, una especie de fulgor blanquecino que la rebasa a gran velocidad. Siente como si la tocasen, como si la rozaran apenas, un contacto leve y fugaz pero frío e intenso. Suficiente todo ello para hacerla sentir inquieta. Nada comparable, sin embargo, a la sensación que la atenaza cuando algo la agarra de sendas muñecas y la arrastra con rapidez hacia el fondo. El descenso se torna frenético y ella cierra los ojos, tratando de gritar. Abre la boca y siente que el aire desfila a través de su garganta pero es incapaz de oír nada. Sólo percibe el contacto helado en sus brazos, el agua golpeándola en la cara y el más absoluto temor anidado en la boca de su estómago. Y de pronto cae a un suelo duro. Su respiración disparada apenas la deja pensar en otra cosa que en estabilizarse. Está temblando y no es capaz de incorporarse. Está completamente empapada y siente náuseas, un frío intenso que le cala hasta los huesos y un dolor agudo en los músculos de su cuerpo. Cuando logra alzar la cabeza mínimamente repara en que el lugar en le que se encuentra es un navío, la bodega, probablemente. Está viejo y el olor a podredumbre se hace más que patente. Se sienta en el suelo y ahoga un grito cuando, frente a sus ojos, aparece una especie de figura humanoide, de un blanco casi translúcido. Sus dos enormes ojos, de un gris oscuro, la miran con inusitada atención. Antara traga saliva y es incapaz de moverse. Le cuesta sobremanera distinguirlo porque hay poca luz en aquel sitio, apenas un pequeño fulgor anaranjado, cuya procedencia ella misma ignora. Aquel extraño ser no está solo. Antara cuenta hasta tres más, con la dificultad añadida de que se mueven en torno a ella a gran velocidad, convirtiéndose por momentos en borrones blanquecinos que se trasladan con una rapidez fuera de lo normal. —M e... me llamo Antara —logra decir al fin. La voz le sale distorsionada todavía pero si ha tomado la determinación de saltar es para hacer algo; y ese algo ha de resultar de utilidad. Tose, carraspaea y sigue hablando—. Soy diosa de Antara. Los seres cruzan miradas y emiten sonidos extraños que ella no logra entender. Sin embargo, en el pecho de uno de ellos empieza a escribirse algo: <<Nos sentimos honrados de teneros aquí>>. Antara observa, fascinada, las letras que aparecen en su torso, legibles durante apenas unos pocos segundos tras los cuales se difuminan de nuevo. —Estáis... estáis intentando hundir un navío... el navío en el que viajo. <<Todos los barcos que llegan hasta aquí, lo hacen buscando su fin>>. Las letras aparecen con claridad en el torso de otro de aquellos seres. Antara vuelve la cabeza de un sitio a otro, tratando de adivinar si alguno de ellos escribe algo más en su cuerpo. —No, el Alma del M ar no está buscando su fin. Nosotros... buscamos al dios errante. Los seres hacen ruiditos pero esta vez ninguno de ellos transcribe nada en su cuerpo. —Supongo —dice ella— que acostumbráis a recibir visitas de quienes se han rendido, de quienes ya no desean luchar. Y los arrastráis hasta aquí. Pero hay algunas personas que surcan el caos desafiándolo. Acuden a la catástrofe lanzándole un guante y no dispuestos a sucumbir. No estamos aquí buscando nuestro final. Estamos aqui buscando un nuevo comienzo. Y así, os ordeno que dejéis seguir al Alma. De nuevo los ruiditos por respuesta. Las criaturas siguen surcando el lugar a ráfagas, cruzándose con Antara y parloteando entre ellas. La joven se incorpora, sintiéndose aún extraña; no exactamente dolorida, sino mareada. Las criaturas siguen observándola como si ella fuese alguna especie de exótico animal al que ven, fascinados, por vez primera. Ella se acerca a uno de los ventanucos que hay en la bodega y, aunque no hay cristal ni ninguna otra superficie que la proteja del exterior, el agua no penetra hasta allí. Antara extrae el brazo, recelosa y nota cómo su mano se sumerge en el frío helado. —Dios mío... —murmura, sonriendo—. Es increíble. Observa sus dedos mojados y camina, despacio hasta la escotilla de carga y descarga, adonde se accede con una escalera de mano. Arriba están las demás estancias del barco pero, de igual modo, sobre su cabeza levita el agua. Alza el brazo y, de nuevo, vuelve a bajar la mano, fría y mojada. Es como si aquel viejo buque hundido lograse repeler el líquido elemento y mantenerlo al margen de su ya putrefacta estructura. Antara da media vuelta y apenas tiene tiempo para leer lo que se escribía en el pecho de uno de aquellos misteriosos seres de agua: <<Tal vez podáis encontrarlo en la Gruta de Dios>>. —¿Al dios errante? —pregunta ella, visiblemente interesada. El ser asiente con la cabeza y en su torso se trazan manchurrones negros, dibujos sin aparente sentido que no dicen nada, que se borran y vuelven a aparecer, como si jugase a algún extraño juego. —¿Dónde está ese sitio, concretamente? —pregunta ella. <<Templaria. Se accede a él...>>. <<...una gruta cubierta de agua>> —agrega otro de ellos. Es como si pudieran hablar entre todos, uno empieza la frase; el otro la termina. <<Único acceso. Por debajo>>. <<Tener cuidado>>. —Cuidado ¿con qué? Antara empieza a sentirse exasperada ante el continuo ruidito de las criaturas, sus aparentes secretismos y sus frases a medias. Se acercan, despacio y extienden sus extremidades para tocarla. Ella duda, al principio pero lo permite y sólo le produce rechazo lo fríos que están. Ella también está congelada y aunque ni siquiera ha logrado dejar de temblar, aquella especie de espectros, la tantean, acentuando su sensación helada. De pronto se apartan, como si algo los hubiera asustado. Ella los mira, confusa. Aparecen y desaparecen merced de la velocidad con la que se mueven, dando vueltas a través de la bodega hasta que Antara descubre qué es lo que los ha sumido en tal estado de alteración. Desde la escotilla en el techo de la bodega, entran, como una embestida, figuras difuminadas que no tardan en cobrar forma: unos extraños hombres enarbolan sus espadas y gritan mientras acaban, uno a uno, con aquellos espectros que la guiaron hasta el navío hundido. Ella recula y su espalda topa contra la pared. Si necesitase aire, en ese momento tendría un serio problema —quizás lo tenga— porque lo cierto es que ha reconocido uno de aquellos rostros: su aspecto es distinto, su piel ya no es piel o al menos, no una normal. Es como si los peces del fondo se hubieran dado un festín a costa de su rostro, que ha adquirido una tonalidad azulada. Ingal. El hombre la mira y sonríe. Su ropa está hecha jirones, en concordancia con su aspecto físico, con su rostro, su cuerpo, sus manos, carcomidos. —Eh, muchachos —murmura. Los demás atienden a su suave llamada y en pocos segundos tiene, de nuevo, a la tripulación del Azerón frente a ella, a escasos metros. —No puedo creerlo —intervine otro de ellos—. Volvemos a tener aquí a la zorra. Los dioses nos honran con un regalo. —En aquel momento nos lo puso muy difícil —añade una tercera voz—. Quizás ahora le gustemos más a la dama. —Si os acercáis, juro que os arrepentiréis —les advierte ella. Las palabras de una diosa sirven frente a muchos y espera que también lo hagan frente a ellos, aunque algunos no paecen concederle demasiado crédito a su auténtica identidad. Otros, por el contario, la miran aterrados, mudos y agazapados detrás del resto. Uno de los que la increpan avanza hasta situarse muy cerca de ella; tanto, que Antara no duda y le propina una patada en la entrepierna, arrebatándole después la espada con la que amenaza, tras un veloz movimiento, el cuello del pirata. Aquello se lo debe a Pol, se recuerda a sí misma. —Parece que la muñequita ha aprendido a utilizar una de esas... —murmura Ingal. El pirata al que Antara recuerda perfectamente por haber sido aquel que la asió del cabello y la empujó contra Aidun, azuzando al rey de Evestya a que abusase de ella frente a todos, se abre paso entre sus compañeros y efectúa una marcada reverencia. —Hagamos un trato —le dice—. Un duelo a espada; si ganáis vos, podréis marcharos; si gano yo, me daréis lo que quiero.


Antara traga saliva al recordar las horribles intenciones de los piratas en el Azerón. Por un momento se pregunta cómo han podido llegar hasta allí, zona de naufragio de barcos. Pero pronto se da cuenta de que la respuesta no le interesa lo más mínimo; sólo ansía marcharse de allí y regresar al Alma del M ar. Quiere ser ella misma quien plante cara a sus problemas sin que tengan que ser otros los que la salven continuamente pero allí abajo hay, por lo menos, diez hombres. Y ella está sola. Antara no ha respondido a la pregunta del pirata pero este tampoco aguarda contestación. Se abalanza encima suyo y el cruce de aceros se hace inevitable. Ella rememora todos y cada uno de los movimientos que Pol, especialmente, le enseñó. Con Aidun apenas hubo tiempo y sabe que pensar en él, la descentrará más que otra cosa. Antara aguanta bien las embestidas y devuelve otras tantas que ponen en dificultades al pirata pero la joven se detiene, incrédula, cuando percibe una hoja atravesándola por la espalda. Observa su abdomen y ratifica lo que ya sabe: que la tinta que emerge desde la herida mancha su ropa ya de por sí sucia, alrededor de la espada que la ensarta. Se vuelve y se topa con el rostro sorprendido del pirata que la ha atacado a traición. Las sonrisas socarronas han desaparecido y a su alrededor sólo queda confusión, terror. —Quítamela —le ordena ella con una calma que le genera escalofríos a sí misma. El pirata observa a sus compañeros antes de obedecer, dándole un seco tirón a la empuñadura de su arma y dejándola caer al suelo entre sus temblorosas manos. —Sí que es ella... —masculla otra voz, por detrás de Ingal—. ¿Lo veis? Os lo dije, sí que es la diosa —grita, alterado. Ingal se despoja de su sombrero. —Os... os pedimos perdón. Antara lo observa, con el ceño fruncido. M antiene sus manos sobre su abdomen pero la herida, que apenas le duele, no parece revestir gravedad. Tiene la sensación de que a medida que adquiere conciencia, no ya sobre quién es, sino sobre lo que eso puede llevarla a conseguir, cada vez le afectan menos las dififcultades de su propio mundo. —¿Por qué estáis aquí? —pregunta ella, al fin. —Un buque nos recogió tras lo sucedido —explica el capitán—. Naufragamos al atravesar esta zona. Aquí yacen todos los que perecen en el M ar de los Inciertos, convertidos en fantasmas, espíritus errantes. Abordar barcos hundidos no resulta tan divertido como hacerlo con los que navegan pero... algo es algo. —Y ellos... —murmura la joven, en alusión a los espectros que los propios piratas han hecho desaparecer. —Volverán —responde Ingal, con calma—. Siempre vuelven. Ellos hunden los barcos. Hay prácticamente una flota entera aquí abajo. Antara observa su mano; la sangre —la tinta, se corrige—, apenas sigue saliendo. —De nuevo os pedimos perdón, no ya sólo por lo de hoy, sino por lo sucedido en aquella otra ocasión. Aunque supongo que bien nos lo habéis hecho pagar. —M e pedís perdón por ser quien soy. Si fuera una chica normal aquí, ¿También os disculparíais? —Cuando uno le ve las orejas al lobo es cuando se da cuenta de lo que ha hecho y de lo que le conviene, si no quiere que las cosas sigan empeorando. Vos lo sabéis mejor que nadie, ¿no? Antara lo escucha con suma atención. En eso no le falta razón al pirata. Hasta que no ha paseado por los lodazales de su propio corazón no se ha dado cuenta de lo mal que este está. Y sólo ahora es capaz de obligarse a sí misma a levantarse y dotar a todos los que viven en él de una paz necesaria y un mundo a la altura. —Sólo aceptaré vuestras disculpas si me ayudáis. —¿Y por qué íbamos a aceptar ya? —pregunta aquel que la atravesó con la espada—. De todos modos, estamos muertos. Como todos los que habitan en la Fosa. —Estáis tan muertos como todo aquello que yo he dejado de hacer. Pero puedo recuperarlo. Recuperaros. No puedo evitar que muráis pero sí puedo devolveros la vida. La esperanza se prende en los ojos de los piratas, que se miran unos a otros. —¿Cómo podemos ayudaros? —pregunta Ingal. —Ayudadme a regresar a la superficie. Allí me espera el Alma del M ar. Y aseguraos de que los fantasmas se mantienen tranquilos. —Haremos algo más por vos, con tal de resarcir nuestras ofensas, que han sido muchas y graves. Ingal avanza un par de pasos y aunque el recelo aún se alza como un telón, ella permanece inmóvil cuando él le coloca un pañuelo sobre la cabeza, como si fuera un pirata más. —Consideraos un miembro más de la tripulación del Azerón y en honor a la lealtad que eso nos une, contad con nosotros cuando lo necesitéis. Siempre. —El Azerón no está aquí... —Sí que está aquí, mi señora. Si no, ¿por qué íbamos a permanecer nosotros en este lugar? Alguien lo robó en el puerto de Brisa y, como bien es sabido, todos los buques que regresan a Llumia acaban aquí. —¿Por qué? —Porque la magia es lo que nos mantiene... ¿vivos? No muertos, al menos. Como os digo, abordar navíos no es lo mismo en esta Fosa inmunda pero es lo que nos mantiene con algunos de nuestros sentidos despiertos. Supongo que no puede decirse que todos... —concluye, pensativo. Antara no tarda en traducir aquella situación a su propio mundo: el accidente la llevó a dejar de hacer mil cosas, barcos que habían partido con rumbo decidido desde cualquier puerto y que han terminado naufragando en un cementerio de buques. —Aquí permanecerán por siempre vuestros cuerpos, me temo. Pero puedo hacer algo por vuestras almas. Ingal sonríe. —Os lo agradecemos. —Si dejáis de intentar hacer lo que quisisteis hacer conmigo y con Aidun, os ayudaré. Puede que se haya equivocado en muchas cosas, se dice a sí misma, pero tiene el derecho y la opción de cambiar. Lo hará. Ellos lo harán. Y su corazón seguirá reparando la penosa situación a la que ha abocado a todos aquellos que lo habitan. —Tenéis nuestra palabra. Ella asiente. —¿M e ayudaréis ahora? —¡Preparad el Azerón! —grita Ingal—. Todo a... disculpad, mi señora, aún no tenemos claro cómo denominar a la dirección vertical. —¿Todo al cielo? —pregunta ella. —Todo al cielo está bien. ¡Todo al cielo! Acompañadnos. Antara duda antes de seguir los pasos del capitán del Azerón, que asciende por la escotilla de carga y descarga. Al cruzar el umbral de aquel hueco, se sumerge en el agua y sus pasos se tornan más lentos, como si se efecutasen en un lugar sin gravedad. Ella se detiene antes de sumergirse en el agua pero se obliga a recordarse que ha descendido unos cuantos metros sin problemas y que ahora sólo debe llegar hasta uno de los barcos hundidos que descansan en la Fosa de los Perdidos. Se zambulle en las aguas y bracea bajo la superficie, siguiendo a Ingal y a los demás. No tardan demasiado en posarse sobre la vieja y destartalada cubierta del buque. No puede haber transcurrido demasiado tiempo desde el hundimiento de aquel barco pero las algas han invadido ya buena parte de sus mástiles y cubierta, envolviéndolo y dotándolo de una fantasmagórica apariencia. Antara se sujeta a la borda, mientras el capitán gesticula con los brazos y, para su sorpresa, el navío empieza a moverse. Da secos tirones, como si le costase desacoplarse del terreno donde yace clavado. Antara cree escuchar los crujidos de cada parte del buque. El Palo M ayor permanece partido y los demás mástiles también están quebrados en uno u otro punto. El velámen —o lo que queda de él— está completamente rasgado y sucio. Pero aquel barco fantasma no necesita nada de lo convencional para empezar a alzarse sobre el agua, venciendo la resistencia a la que normalmente se enfrenta el mascarón de proa. El peso del líquido elemento no le pone las cosas fáciles al navío que, sin embargo, continúa ascendiendo lentamente hasta la superficie. Ella permanece aferrada a la borda, junto a Ingal, mientras los demás piratas han ocupado ya sus respectivas posiciones dentro de aquel estramabótico barco. En pocos minutos, el buque asoma desde las aguas, como un submarinista que lleva mucho tiempo sumergido, regio, orgulloso y altanero a pesar de su lamentable estado. Antara se aparta el pelo de la cara, mientras observa los rostros boquiabiertos de Seim, Links, Pol, Lons, Jaral y Aidun.


La joven se vuelve y observa a Ingal. —M uchas gracias, capitán. El hombre la saluda llevándose la mano a la frente. —Sois parte del Azerón, ya os lo dije. Ella sonríe y, sin pensárselo, salta de nuevo al agua y empieza a nadar en dirección al Alma. A pesar de que Aidun hace el gesto desde la cubierta, es Pol quien salta primero y la ayuda, nadando rápidamente de regreso al barco. Antara repara en los arañazos que castigan el casco del Alma, rasguños que antes no estaban y que, a buen seguro, han de haber ocasionado los extraños habitantes de la Fosa de los Perdidos, un escalofriante cementerio de naufragios, situado varios metros bajo el mar. Un lugar al que espera no tener que regresar jamás y del que anhela poder sacar a todos los que yacen.

21: Capítulo 18: Diosa vs Dios

Antara permanece sentada con una manta por encima, mientras Links examina la herida en el abdomen. Ella ha insistido en que se está cerrando y no le duele pero la insistencia del capitán los tiene a todos allí, mudos y expectantes. Antara trata de evitar la mirada de Aidun, que permanece apoyado en el marco de la puerta que da acceso al camarote de Seim. —No puedo creerlo —murmura Links—. Es una herida de hoja, de eso no hay duda pero está... bien. —No hay duda, entre otras cosas, porque yo os lo he dicho —repone Antara molesta. Da un saltido desde el mueble en el que estaba sentada y trata de abrirse paso entre los piratas pero cuando llega junto a Aidun, da media vuelta y los mira a todos: —Sé que estáis preocupados y os lo agradezco pero estoy bien. En serio. Soy una diosa; a mí no se me mata así. —M i señora —la llama Pol—. Lo siento. —¿Qué es lo que sientes? —Supongo que una clase resulta insuficiente pero os han herido y... —Pol, luché contra uno de esos piratas y pude hacerlo gracias a ti. Esto no tuvo nada que ver con esa pelea. —De acuerdo —zanja el capitán—. Supongo, entonces, que aquí no hay nada más que ver, así que dispersad esto y ocupad vuestros puestos, muchachos. Si los cálculos de Links son acertados, no tardaremos en llegar a Templaria. Todos abandonan el camarote lentamente, incluida Antara. Pero la voz de Aidun la detiene antes de que pueda alejarse más. —Era el Azerón —le dice. —M uy observador —responde ella, con ironía. —Y su tripulación. —Así es. —¿Te han hecho algo más? —pregunta de forma directa. Ella lo mira fijamente. —¿A parte de atravesarme con una espada? No. Aidun inspira profundamente. —Ya ha quedado claro que no se te mata con una espada. Pero supongo que hay otras cosas que sí se te pueden hacer y que, de hecho, ya intentaron. ¿Recuerdas? —No me han puesto una mano encima, Aidun. Cuando vieron que no sangraba y que no estaba muerta, confirmaron que soy la diosa. Se mostraron respetuosos en todo momento. Y ahora, si me disculpas... El joven rey se lleva una mano a los ojos, agotado pero no dice nada más mientras ella se aleja, todavía con la mano en el abdomen. No está muerta. Ni siquiera le duele. Pero recordar la sensación de ser traspada con la hoja de una espada, aún la impacta.

***** Los días pasan aunque la noche continúa cubriendo el cielo aterciopelado de Tenebros. Links cree que en apenas un par de días, como mucho, habrán alcanzado las costas de Templaria y, por fortuna, no han topado con ningún otro inconveniente después de lo acontecido en la Fosa de los Perdidos. Antara ha continuado sus clases con Pol, que ha llegado a convertirse en un buen amigo con el que ha charlado de muchas y muy diversas cosas. Conoce buena parte de su vida y su forma de ser, su carácter seductor se ha aplacado a medida que con Antara ha trabado una para él novedosa relación de amistad. La joven sigue tratando de evitar a Aidun y él sigue tratando de evitarla a ella. Al rey de Evestya puede verlo muchas veces charlando sosgadamente con el capitán, pues al igual que ella misma con Pol, también ellos dos han estrechado su relación en los últimos días. Aquella mañana —si es que es ese el momento del día en el que se encuentran—, la joven viaja en el lado de estribor, con los codos apoyados sobre la borda y los ojos cerrados, disfrutando del ya familiar sonido del casco cortando el agua en un avance rápido y suave. —M i señora... Abre los ojos y se voltea al escuchar la voz tímida de Lons. Jaral está con él. —¿Qué ocurre? —Queríamos... ehm... simplemente... —Queríamos discupalrnos con vos —concluye Jaral, ante la imposibilidad de Lons. Ella sonríe y fija su atención en Lons, esperando a que el pirata, que se ha mostrado más reticente que el propio Jaral con respecto a su presencia allí, añada algo más. —No os lo hemos puesto muy fácil —añade este, como si entendiese la mirada de Antara—. Pero... somos conscientes de que si nos mantenemos a flote es gracias a vos... y de que os la jugasteis el otro día para que eso sea así.


—No tenéis nada que agradecerme. También vosotros me ayudásteis llevándonos desde Brisa. Fuisteis muy valientes. Los piratas se miran y sonríen. Después, se golpean con el hombro el uno al otro, como si ambos se azuzasen a decir algo más. —¿Qué pasa? —pregunta Antara, al percatarse. —Nos preguntábamos... —balbucea Lons, al fin—. ¿Nos daríais un mechón de... vuestro cabello? Antara alza una ceja, divertida. —El pelo de una diosa —añade Jaral—. ¿Podéis imaginar cuántos marinos lo poseen? —Ninguno, os lo aseguro —responde ella, sonriendo. Recoge su rubia y desgreñada melena con una mano y se la muestra a los piratas. —Adelante. Se sorprende, divertida, al comprobar que ya llevaban unas tijeras consigo, convencidos, aparentemente, de que ella acabaría aceptando. Antara da media vuelta y escucha los tijeretazos de los piratas. Cuando se da cuenta, la melena que le alcanzaba la cintura, apenas le llega ahora al hombro. M ientras se toca el cabello, observa a Lons y Jaral con los ojos como platos. Ambos manejan su largo cabello como si fuese un preciado tesoro con el que acaban de dar: lo olisquean, lo observan y lo sacuden con vehemencia. —¡M e habéis cortado el pelo! —exclama. Lons y Jaral se miran. —Eso es lo que os pedimos —responde Lons. —Y accedisteis a ello —añade Jaral. Antara se dispone a espetarles una buena retahíla de reproches y regañinas pero de pronto repara en que aquello sería algo que haría la antigua Antara, aquella que le daba importancia a los aspectos más superficiales, a lo más banal: la novia de Óscar, la amiga de Shaila, Nicole y Kristina. La que es ahora, la que se ha descubierto a sí misma en su propio mundo, le concedería importancia a otro tipo de cosas. La joven se revuelve el pelo mientras se aleja a través de la cubierta, dejando a Lons y Jaral felices ante la consecueción de su nuevo amuleto.

****** Antara abre los ojos ante una súbita calidez, algo que le golpea en la cara como la llama de una chimenea. Cuando se da cuenta, un anaranjado firmamento, que trata de abrirse paso entre la bruma, le anuncia un amanecer. Se incorpora, como un resorte, recordando que se ha quedado dormida sobre unos viejos sacos en la proa. Alguien la ha tapado con una manta, aunque no tiene ni la más remota idea de quién ha sido. Se aparta el cabello de la cara y camina hasta la barandilla, maravillada ante el rosáceo cielo en el que empiezan a agarrarse los rayos del sol matutino. Apenas lo distingue entre los densos jirones de nieve pero el tono del cielo no admite lugar a dudas. Llumia queda lejso; eso es algo que sabe gracias a los mapas de Links. Y eso sólo puede significar que algo está cambiando en aquel frío y oscuro mundo que es Tenebros. En aquel momento se da cuenta de que hay un papel tirado en el suelo y no le hace falta nada más para saber de quién es. Se arrodilla junto a él y lo despliega con ansia: <<Sin miedo siempre y un paso al frente>>. Sonríe para sí. Cada milla que navegan, cada ola que surcan la acerca más al dios errante. Pero igual que cada vez que piensa en él, es Aidun quien aparece. Su sonrisa desaparece y vuelve a ponerse en pie. —¿Lo has visto? —le pregunta ella—. Es de día. Está amaneciendo en Tenebros. Aidun guarda silencio y se coloca a su lado con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Cuando Antara se da cuenta, la está mirando. —¿Qué te ha pasado? Ella frunce el ceño, confusa. —Tu pelo. —Oh —exclama, revolviéndoselo—. Lons y Jaral me pidieron... una melena. Y bueno, les presté la mía. Se la di, en realidad. —¿Les has dado tu pelo? —Pelo de diosa. No lo subestimes —concluye sonriendo—. Lo sé, estoy horrible así pero no me importa si... —Estás preciosa. Ella guarda silencio y espera que el sol matinal oculte su rubor. —Gracias. —Antara... Aidun se lleva la mano a la frente después de mencionar su nombre, el típico gesto que la hace pensar que el joven rey tiene algo complicado que decir. Pero no llegará a enterarse. Un súbito impacto y un extraño temblor interrumpen la conversación. —¿Qué ha sido eso? —exclama ella. Aidun niega con la cabeza y en ese momento, llegan hasta allí varios de los piratas del Alma, todos ellos con ritus de sueño. —¿Estábais todos durmiendo? —pregunta ella, sorprendida. —Links debía hacer guardia —responde el capitán. —Lo siento —se disculpa Links, que acaba de llegar con el grueso volumen de un libro bajo su brazo—. Tenía guardia esta noche pero me quedé dormido. —¿En serio? —exclama Seim, mientras niega con la cabeza. La neblina matinal dificulta la visión pero a medida que avanzan entre ella y esta se dispersa, atestiguan lo que está sucediendo: dos flotas enteras de barcos intercambian cañonazos frente a sus narices. —¡Por todos los dioses del mar, del viento y de la tierra juntos! —murmura Pol, incrédulo. —Capitán —exclama Lons—, tenemos que bordearlos. No sé quiénes son pero no sería recomendable que nos metamos en sus peleas. Esto no va con nosotros. —Sí va con nosotros... —masculla Links. Todos lo miran mientras pasa rápidamente las páginas del grueso volumen que traía consigo. —¿Qué estás diciendo, zoquete sabelotodo? —le grita Lons, alterado. Links lo mira fijamente cuando repara en el mechón de pelo rubio que le cuelga del cuello. Los ojos del pirata se encuentran con los de Antara, que sólo acierta a encogerse de hombros. —Los dos bandos que están luchando —responde al fin— son la diosa y el dios. Llumia y Tenebros. Luz y oscuridad. Antara avanza un par de pasos. —Eso no tiene sentido. —Los símbolos de sus estandartes son claros —le explica él—. No hay duda. —¿Pero no se supone que el dios es su novio? —exclama Jaral, confuso—. ¿¡Que están enamorados o lo que demonios sea?! Links repara también en el mechón de cabello rubio que, al igual que a Lons, también a Jaral le cuelga del cuello. Pero Links prefiere no hacer preguntas. Antara baja la cabeza y dispara hipótesis en su mente: ¿es, acaso, posible que lo que ella siente por Aidun haya desencadenado una guerra entre dioses? Lo que el viajante debía estar esperando al dar inicio a un Libro de los Vínculos era que ella y él pudieran dar solidez a lo que, de alguna manera, ya empezó aquella tarde mágica. Sin embargo, ella se ha enamorado de otra persona. ¿Puede haberlo llevado eso a declararle la guerra? Una respuesta excesiva, piensa para sí, pero si han pasado de ser


un chico y una chica a ser, de pronto, dos dioses, también puede esperar que las resoluciones tomadas ante las adversidades sean proporcionales a su condición. Así pues, ¿qué es una terrenal guerra para un dios con el orgullo y el corazón heridos? Pero si eso es así, ¿qué sentido tienen los mensajes que este sigue dejándole? ¿Acaso puede querer confundirla? Si es así, desde luego lo está logrando. —Si yo estoy aquí, ¿quién se supone que lucha por la diosa? —pregunta, sumida aún en sus propias elucubraciones. —¿Adoradores? —inquiere también Links. —¿Qué es eso? —pregunta de nuevo Antara. —Los adoradores son aquellos que pasan su vida en templos de adoración. En Llumia hay varios dedicados a la diosa, e imagino que en Tenebros ha de haber otros tantos dedicados al dios. —¿Pero por qué iban a dar inicio a una guerra si no han recibido instrucciones al respecto? Al menos, no por mi parte. —¿Y si lo han hecho por parte de él? —interviene Aidun—. A tus adoradores no les quedaría más opción que responder. Eso o dejarse masacrar. Antara se lleva los dedos a los labios mientras se aparta y fija sus ojos, de nuevo, en la lontananza donde se lleva a cabo aquel duro intercambio de impactos. Algunos navíos están ardiendo y las llamas del vivo fuego trepan a través de sus mástiles, arrasando también con el velámen. Gruesas columnas de humo se alzan de igual modo hacia el cielo de Tenebros, en su novedoso estado de luz. —¿Qué hacemos, capitán? —pregunta Pol, inquieto—. Vamos derechos al fuego cruzado. —¡Arriad las velas y todo a babor! —grita Seim—. Estamos a barlovento. Hay que tratar de bordearlos. M ientras los piratas del Alma corren a ocupar sus respectivos puestos, Antara se mantiene pensativa en la proa. Sus manos se mantienen aferradas a la borda y ni siquiera se percata de la presencia de Aidun. —¿Te peleaste con él? —le pregunta, mirándola. Ella niega con la cabeza. —Llegué... a enfadarme cuando se fue. Antara empieza a darle vueltas a lo vivido en el apartamento del muchacho en el momento en el que él le anunció su repentina marcha. Ella se enfureció y le reprochó varias cosas pero aquello no puede resultar suficiente para originar una guerra. ¿O sí? —¿Y si es lo que... y si es lo que sentimos lo que lo ha enfurecido? —pregunta Aidun. Ahora es Antara quien lo mira y él quien fija sus ojos azules en el horizonte. Los cañonazos hacen retumabar el Alma, aunque incluso eso desaparece cuando sus miradas se encuentran. —¿Cómo pararlo? —le pregunta el rey de Evestya—. ¿Cómo se deja de querer a alguien? —M e temo que no en el tiempo suficiente para detener esta guerra. Y si creías que manteniéndote alejado u ocupado en otras cosas, iba a ocurrir... bienvenido a mi mundo. Aquí las cosas no funcionan así. Lo siento. Aidun se marcha sin decir nada más y deja a Antara sumida aún en mil ideas que acaban por llevarla a una conclusión. —¡Bombardead a la diosa! —exclama—. Ayudad al dios. El capitán se asoma desde la toldilla, mientras Aidun se vuelve. —¿Qué estás diciendo? —exclama Seim. —¿Estás segura? —pregunta Aidun, acercándose de nuevo. —A Templaria se accede desde las Catacumbas del Dios —le explica ella—. Esas catacumbas. Señala con la cabeza a una imponentes rocas que emergen desde las aguas, algo más allá del fuego cruzado. Pero bordear la incontable legión de navíos que luchan allí, los apartaría demasiado de su rumbo y no les garantizaría que no vaya a alcanzarles una bala de cañón. El único modo de cruzar con cierta seguridad es detener aquella guerra. —¿Pero por qué ir contra los tuyos? —pregunta Aidun. —Porque los míos no han hecho más que darle vida a Tenebros. Él vino a darle luz. —Hace un momento ni siquiera sabías si esto podía deberse a un enfado de tu dios. ¿Ahora es el bueno y pretendes hundir a quienes luchan por ti? —Lo que hay entre él y yo, lo entendemos él y yo. Procura mantenerte al margen. No siente aquellas palabras pero está harta de que cada vez que toma una determinación, Aidun la cuestione como si fuera una chiflada, cuando por otra parte no ha dejado de intentar empujarla a que ejerza su condición de diosa. Algo en su corazón le asegura que el viajante no se enfadaría con ella por haberse enamorado de otra persona, sino que lo respetaría, aunque sufriera. No puede evitar sentirse injusta por lo que le ahora le dicta el corazón: ese joven que la veló como nadie en el hospital cuando más sola se sentía y que se convirtió en su héroe en aquella tarde aciaga en el instituto, había vivido enamorado de ella durante dos años, en silencio, alejado. Y cuando al fin lograba acercarse a Antara para exponerle sus sentimientos y hacerla creerse el ser más especial del planeta, ella se enamora de otra persona. Sin embargo... evocar todo aquello le devuelve una percepción del viajante que por momentos pide aletargarse. ¿Se puede amar a dos personas a la vez? ¿Es el mismo sentimiento hacia uno y hacia otro? ¿Podría ser capaz de decantarse ahora hacia uno de los dos? Si lo hace hacia el viajante, sabe que puede salvar aquel mundo. Si lo hace hacia Aidun, no tiene ni la menor idea de qué puede acabar ocurriendo. —¿Ahora me mantengo al margen? —pregunta él. Antara lo mira y juraría que está dolido. —Es lo que tú quisiste. —¿Y qué se supone que debía hacer? —Nada. Supongo que es culpa mía. Agradece interiormente la llegada de Seim y Links, interrumpiendo la conversación. —Hay que acercarse a las catacumbas —les dice ella—. No podemos bordear la batalla. —¿Y cómo pretendes que pasemos entre ella? —pregunta el capitán—. Nos hundirán. —Ya os he dicho que ataquéis a la diosa. —¿Estás segura, muchacha? —Completamente. —Pero... —Capitán —lo interrumpe ella—, ¿es el Alma del M ar un buque capaz de hundir a la armada de una diosa? El viejo pirata esboza una sonrisa a la que Antara corresponde. —¡M uchachos! —grita Seim, volteándose—, he aquí la oportunidad que tanto tiempo llevábamos esperando. He aquí la ocasión que los dioses, nunca mejor dicho, han puesto en nuestro camino para alzarnos por encima del tiempo y la memoria. Hemos surcado los M ares Inciertos hasta alcanzar Tenebros sin sucumbir a tormentas ni tempestades. Hemos burlado a los fantasmas de la Fosa de los Perdidos porque la diosa de Antara está de nuestro lado. Y ahora afrontaremos la más dura batalla que este viejo navío recuerda. En la primera luz del alba de Tenebros, después de años de oscuridad, el Alma del M ar hará historia. —M ientras no seamos historia... —murmura Lons, poco convencido. No obstante, parece el único. Incluso Jaral toma parte en los vítores y exclamaciones que los piratas lanza a la fortuna antes de correr a preparar los cañones. —¡Desplegad las velas! —grita de nuevo Seim—. Todo a estribor. Los piratas corren de un lado a otro en un bullicio difícil de creer siendo apenas cinco. —Vamos a necesitar vuestra ayuda, majestad —le dice Links a Aidun—. Y en cuanto a vos, mi señora, mantente a salvo. Antara no se mueve de su sitio mientras el pirata se va. Cruza una útlima mirada con Aidun y el silencio se mantiene entre los dos, roto sólo por el zumbido de las balas de cañón al ser disparadas y las explosiones que generan al impactar. El rey de Evestya desaparece, corriendo a ayudar.


El Alma del M ar logra encarar su eslora en la dirección solicitada y, a la orden de Seim, las balas de los cañones que asoman por las escotillas se proyectan contra los buques de la diosa. Antara reza interiormente por estar en lo cierto y por estar actuando de forma acertada. Pronto las dudas se disipan: lo está haciendo bien, pues está ayudando al viajante a hundir su propia resistencia a alzarse, a dejar de matar sueños, a cubrir el cielo de negro y a dañar a todo aquel que habita en ese mágico mundo con la única intención de que su corazón sea un lugar mejor. Sin embargo, los acontecimientos se precipitan de un modo inesperado. El Alma del M ar, no sólo recibe respuesta de la flota de la diosa, sino también de la del dios. Los buques viran para unirse en una novedosa batalla, que mantiene a los piratas del Alma con el corazón en un puño. De pronto ellos son el objetivo, y los enemigos hasta hace un momento, aliados. —¿Saltamos ya al agua? —pregunta Jaral, aterrado. Antara se da cuenta de que está manoseando continuamente el cabello que le cortó, como si aquel simple gesto pudiera salvarlo. —¡Seguid disparando! —exclama Seim. —¿Estáis loco, capitán? —le responde Pol—. Van a barrernos del mapa. Son dos flotas contra un navío. —M oriremos plantando cara. Sucumbiremos de frente. Eso contarán de nostros las viejas leyendas. —¡M aldita sea, basta! —grita Lons, exasperado—. No hay leyendas para los vencidos ni gloria para los perdedores. Si alguien llega a saber algún día de esta batalla, el Alma del M ar no aparecerá más que para ser burlado. ¿Qué pretendían esos gusanos ante las flotas divinas? Eran sólo un pobre barco a punto de hundirse y enfrente, dioses batallando. Esta es una guerra demasiado grande para nosotros, capitán. —¿Y qué pretendes que hagamos? —responde Seim—. ¿Huir como ratas? —M e temo que ni para eso hay tiempo —murmura Links, atónito. Las balas de cañón caen del cielo como si fuesen lluvia. —¡Apartaos! —grita la voz de Seim. Antara echa a correr mientras algunas de las balas impactan contra el Alma y otras caen en las cercanas aguas, sacudiéndolo todo. —¡Rápido! —grita Seim. Antara logra distinguirlo entre el humo que se ha prendido en la cubierta. Tiene sangre en la cara y en un brazo—. Achicad el agua en la bodega, reparad el mástil y plegad las velas. Seguimos a barlovento y acabaremos sobre ellos. ¡Deprisa! No puede negarse una secreta admiración ante la actitud del capitán. No se rinde, no se deja vencer y no pierde la calma en ningún momento. No deja a un lado su papel. Los piratas corren de un lado a otro. Antara no logra ver a alguno de ellos y el corazón se le hace un nudo cuando empieza a moverse a través de la cubierta, confusa. Ella ha propiciado eso y ella debe encontrar el modo de solucionarlo. Le tranquiliza sobremanera reparar en Aidun, que ayuda a Links a ponerse en pie. Y entonces, algo regresa a su mente. Camina hasta la popa sorteando la pista de obstáculos en que ha quedado convertida la cubierta del Alma del M ar, mientras se quita el pañuelo que Ingal ató en su cabeza. Se asoma por la borda y lo deja caer, esperando un milagro que ha de producirse necesariamente. El buque se sacude de nuevo con otra andanada que, por fortuna, no llega a alcanzar el barco. Antara murmura palabras ininteligibles mientras atisba el rosáceo horizonte. Observa sus manos, que se aferran con fuerza a la borda y comprueba que todo está temblando a su alrededor, no como hace unos minutos, sino de un modo distinto. Por detrás del Alma del M ar emergen un sinfín incontable de barcos encabezados por el Azerón. A muchos les falta el mástil; a otros, la mayoría, el velámen; muchos tienen el casco agujereado o la quilla rota; el mascarón de proa dseviado o la jofa colgando. Pero todos están allí, desde sus siniestros orígenes, para dar apoyo al Alma del M ar en la batalla contra los dioses. —¿Nos ayudaréis? —grita Antara. Ya ha divisado a Ignal, asomado a la propa, sonriendo. —Os lo juramos —le responde él—. Y nunca traicionaríamos la lealtad debida hacia un miembro de nuestra tripulación. ¡Al ataque! —grita. Antara y los piratas del Alma observan, incrédulos el despliegue de barcos fantasma tras de ellos, prendiendo sus cañones y disparando toda su artillería contra los dioses. —Esto es de locos —murmura Lons, retorciendo el mechón de Antara—. Luchamos aliados con fantasmas y contra los dioses. —En este mundo las cosas no son literales, Lons —le responde ella—. Confiad en mí. Por fortuna, lo daños sufridos por el Alma del M ar no son excesivos, a pesar del fuego que desataba todas las alarmas en la cubierta. Los buques divinos estaban demasiado lejos como para haber provocado un desastre mayor. Así las cosas, el navío logra avanzar entre los demás barcos, preocupados en maniobrar para deshacerse de aquellos que, de forma inexplicable, amenazan su propia integridad. Y es que a pesar del lamentable estado de la improvisada flota que Antara ha reunido en apoyo del Alma, el daño que están ocasionando es más que evidente. Son muchos. Demasiados. Galeones, bergantines y barcos de todo tipo que han sucumbido a las facues de la Fosa de los Perdidos. La resolución de Antara y la confianza en sí misma, devuelven la luz a las tinieblas, la fuerza a lo debilitado e incluso, la vida a los caídos. Además, las avezadas maniobras del Alma, en manos de sus tripulantes y de su propio capitán, sortea barcos sin dificultad alguna hasta acercarse a las Catacumbas que Antara buscaba. Aún deberán acercarse un poco más para establecer una distancia prudencial pero la joven no puede esperar más y, mientras la guerra sigue desarrollándose, ella corre a soltar los cabos que mantienen el bote amarrado al Alma. La barcaza cae al agua y ella salta dentro. —¡Antara! —grita Aidun, desde el navío—. ¿Adónde vas? Ella no responde y, para su sorpresa, Aidun salta al agua, entre los múltiples escombros que zozobran por todas partes. Cada vez hay menos barcos a flote y el sonido de los bombardeos sigue dándose, algunos más cerca y otros, más lejos. —¡Aidun! —exclama ella, asustada. Se asoma al bote y ayuda al muchacho a subir. Está empapado y aunque el frío azota, a medida que se alejan de Tenebros, la temperatura no es ya tan cruda—. ¿Qué estás haciendo? —Acompañarte —responde él, mientras toma los remos—, ¿qué si no? —Tienes un curioso concepto de mantener las distancias —replica ella, molesta. No por el hecho de que le muchacho quiera acompañarla, sino por lo ridícula que se siente ante aquel continuo tira y afloja. Cuando él decide que se mantengan alejados, lo hacen; cuando permite el contacto, este se produce. Aidun no dice nada y se dedica a remar con fuerza. Ella lo ayuda con otro par de remos y en poco tiempo, la barca se sacude contra las rocas de las catacumbas. —¿Estás segura de que este es el acceso que te señalaron los piratas? —pregunta él. —Sí —responde ella, más guiada por un pálpito que por una certeza—. ¿Son más efectivos mis piratas que tu Ivette? Aidun espeta algo parecido a una carcajada, aunque Antara no cree que lo sea. El bravío oleaje sigue golpeando el casco de la barcaza contra las rocas, de modo que Aidun se incorpora para abandonarlo rápidamente y evitar así un vuelco que los convierta a ellos en aquello que golpea contra el escarpado interior de aquella gruta. Cuando ha estabilizado los pies fuera de la barca, extiende los brazos y ayuda a Antara a hacer lo mismo. El pie de la muchacha resbala y él la sujeta con más fuerza, mirándola a los ojos. —Cuidado. Observan el oscuro entorno y, sin vacilar, Antara emprende el camino que se traza en forma ascendente entre las rocas. Aidun la sigue, resignado. El agua los golpea continuamente y avanzar a través de aquel pedregoso sendero se convierte en un auténtico desafío. Antara resbala continuamente, provocándose arañazos en los codos y las rodillas. —¿Por qué no tienes más cuidado? —espeta Aidun. —¿Por qué no me dejas en paz? —exclama ella, volviéndose hacia atrás, donde está él—. Para empezar, ni siquiera sé por qué me acompañas. No te lo he pedido. —¿Por qué te molestas? Sólo te he dicho que tengas cuidado. —¿Crees que me causo heridas a propósito? —Sólo digo que mires dónde pones los pies. Ella trata de replicarle pero guarda silencio y Aidun sonríe, mientras niega con la cabeza.


—¿Qué tal si voy yo primero? —No será necesario. Gracias. Antara retoma el paso y sigue ascendiendo, apoyándose con las manos sobre la roca. Aquellas catacumbas no parecían tan profundas desde fuera pero el ascenso se presume inacabable y la subida del agua que penetra en su interior, amenaza con complicar las cosas si no avanzan deprisa. El oleaje arremete contra ellos de forma persistente, empujándolos contra la fría pared de piedra. Antara se golpea por enésima vez en un codo y lanza una maldición mientras se apoya en la pared, tratando de mantener el equilibrio. Obseva que su brazo está sangrando. —Joder... —masculla. Aidun sujeta su mano y observa el codo. —No es nada. Ella se zafa con brusquedad y cuando se dispone a seguir, él vuelve a agarrarla, impidiéndoselo. —¿Qué demonios te pasa? —exclama ella, molesta—. Hay que llegar antes de que el agua siga subiendo o nos ahogaremos aquí. Bueno, tú te ahogarás porque yo soy una diosa, ¿recuerdas? Aidun sonríe con sarcasmo. —Parece que ahora te concede mucha seguridad lo que eres, ¿no? Antes te aterraba. —Costumbre. Algo muy humano. —¿Puede saberse qué demonios te pasa conmigo? —¿Tienes que escoger este momento para saberlo? —Sí. —Aidun... —¿No entiendes que quiero ayudarte? Que te debo la fe que has mantenido en mí a pesar de lo difícil que te lo he puesto siempre y que esta es mi manera de devolvértelo. —¿Cómo me lo devuelves? ¿Apartándome? Qué conmovedor. Antara avanza unos pocos metros y Aidun la sigue. —Apartándote, no. Apartándome. Porque es lo vuestro lo que nos salvará a todos. No lo nuestro. —Lo nuestro —masculla ella, sin detenerse—. ¿Y qué es lo nuestro? ¿Un beso en la aldea de los gnomos? ¿Confesiones a medias? La joven resbala y Aidun la sostiene. —Olvídalo y céntrate en avanzar —concluye. —Sí, esa es otra. Ahora hablamos, ahora callamos. Ahora nos besamos, ahora nos distanciamos. Lo que diga el rey de Eves... Un nuevo resbalón da con sus huesos en el agua. —¡Antara! —exclama Aidun. La muchacha sale a flote pero el ímpetu del agua la empuja de un lado a otro, estampándola contra las rocas y abriéndole una brecha en la frente. —¡Dame la mano! Cuando el agua la embiste hacia el extremo en el que Aidun se encuentra, ella extiende la mano y Aidun logra aferrarla. Pero la misma fuerza, arranca a la muchacha de sus agarre y él sólo tiene unos pocos segundos para sopesar la situación, así que ni lo piensa: salta al agua y la sujeta de la cintura, nadando con suma dificultad hacia el otro extremo de la gruta. Antara trata de ayudarlo pero el golpe la ha dejado ligeramente mareada y la fuerza del agua es excesiva para ella. —Coge aire. Apenas tiene tiempo de obedecer cuando él se sumerge y trata de avanzar por debajo del agua. Antara no tiene muy claro hacia dónde se dirigen por ahí pero se siente conmocionada y mareada. Después de un tiempo que se le antoja excesivo buceando y que ha podido aguantar únicamente porque es una diosa, regresan a la superficie de una zona más tranquila. El agua no embiste allí con la misma furia y la superficie no es tan escarpada. M ientras sale del agua, Aidun observa una oquedad en el techo de la roca a través de la que penetra la luz del día. Ayuda a Antara a subir y la arrodilla delante de él, sujetándola de la cara para examinar la brecha. Ella baja la mirada, ya algo más repuesta. —Esto es lo nuestro —le murmura, paseando su dedo con suavidad sobre el golpe—. Un paso mal calculado, un resbalón.... —Antara alza la mirada, sorprendida por el hecho de que él retome el tema de conversación—. Y magia cada vez que me miras así. —¿Así cómo? —susurra ella. —Con esa intensidad, como si pudieras traspasarme. —Tal vez pueda —responde, acercándose un poco más a él—. Y tal vez sea capaz de ver todo lo que sientes, aunque te lo calles. —¿Y entonces por qué quieres oírlo? —Quizás me guste escucharlo. —Puede que a mí me cueste expresarlo. —Quizás los hechos se te den mejor que las palabras. El contacto entre frentes es eléctrico a pesar del frío, de la distancia impuesta en los días pasados, de los miedos y los temores. —¿Cómo has podido enamorarte de mí? —le susurra Aidun, sin apartarse. Su mano le acaricia la mejilla. —Responder a eso, nos llevaría al terreno de la lógica. —Lo besa en los labios, un contacto efímero, prolegómeno de otro más pausado que Aidun no evita ni rechaza—. Y no la hay. —Estamos aquí buscando al hombre del que estás enamorada. —Lo tengo delante. —¿De qué nos servirá estar juntos si este mundo deja de existir? Antara se aparta un poco, decepcionada. Hubiera deseado que Aidun no rompiese aquel momento pero sabe que la pregunta requiere una buena respuesta, una que, probablemente, ella no tiene. —Se supone que ahí fuera debería estar el lugar en el que se oyen las voces de los dioses —vuelve a decir Aidun—. Quizás deberías intentar escucharlo. Antara se pone en pie, entre resignada y molesta pero él la sujeta de la muñeca y se incorpora, también. —No te quiero en un mundo destrozado. Y la única forma de que estés bien, de que todo esté bien, sois tú y él. Juntos. Ella asiente y le da la espalda. —¿Por qué me haces sentir culpable? —No es lo que pretendo. Sólo es que... me hubiera gustado escuchar... No importa. —¿Que te quiero? ¿Lo mejor que puedes escuchar a un segundo de romper esto es que te quiero? Ella lo mira, sonriendo e incapaz de retener la lágrima que amenaza con recorrer su mejilla. —Sí —concluye. Se debate entre la necesidad de correr junto a él y abrazarlo o bien traspasar la oquedad que conduce al particular locutorio de los dioses. Observa a Aidun allí, de pie, mojado y habiendo sido capaz de sincerarse por primera vez. Y sabe que si sus pasos lo llevan hasta él ya no habrá vuelta atrás. Condenará al viajante y los condenará a todos por su egoísmo; un egoísmo, además, con las horas contadas. Abandona las catacumbas y avanza a través de un pequeño valle sobre el que está lloviendo. Rodeado de acantilados, Antara puede ver al Alma del M ar y los escasos buques divinos que quedan frente a la enorme flota que Ingal ha convocado para ayudarlos. Una pequeña victoria más en un mundo que se aproxima a un nuevo sol con cada paso que la acerca al dios errante y la aleja de Aidun.


Unos metros más adelante hay una puerta esculpida en roca que cierra el acceso a la montaña que se yergue sobre su loma. Allí dentro ha de poder escucharlo, hablar con él. Coloca la mano sobre el pomo dorado y duda. Aidun la observa, inmóvil, con los ojos brillantes y los labios apretados; visiblemente contenido. El viento azota los mechones de su cabello que, a la luz del nuevo sol, se ve más claro de lo que Antara recordaba. Su rostro sucio y las heridas que marcan su piel acentúan su rictus vencido, resignado. Ella escruta de nuevo los difusos gravados de la puerta que da acceso a la cueva en la roca de la montaña que ha de llevarla, por fin, al lugar que tanto ha buscado; junto a él. Junto al viajante. Sin embargo, tiene la sensación de que el corazón le pesa como una losa, de que algo tira de ella en otra dirección. Y por fin, todo su aplomo se derrumba y cierra los ojos mientras niega con la cabeza. —Antara... —murmura Aidun. Ella lo mira. —No puedo —responde la diosa—. Entraría en esa gruta y lo oiría, lo sé; de algún modo me encontraría con él, tal y como debió establecer en el Libro de los Vínculos. Pero mi corazón grita otra cosa y eso hará que mis actos no sirvan de nada. Te quiero. A ti. Y no puedo cambiarlo. Ya está llorando cuando Aidun llega a su lado y la abraza con fuerza. Sin decir nada. Sus dedos se enredan entre las enmarañadas ondas de Antara, retorciéndose entre ellas y apretando el cuerpo menudo de ella contra el suyo propio. Percibe que también a él mismo las lágrimas le arañan las mejillas porque sabe que, de algún modo, están sentenciando la situación de Antara pero también el rey de Evestya tiene claro que es cuestión de sentimientos y no de actos y que ni los de él ni los de ella pueden engañar ni engañarse. —Lo siento, Aidun —murmura, entre llantos. Cuando ella se aparta, él le sostiene el rostro entre las manos. —No servirá de nada que entre —repite Antara—. Te quiero. Te quiero. —Tu dios no está ahí —le responde él, únicamente—. Y tampoco lo escucharás. —¿Qué? —logra preguntar ella, unos pocos segundos después. —Tu dios no está ahí. Es mi prisionero en Evestya. —¿Cómo... cómo que es tu...? Recula de forma instintiva, alejándose de Aidun, que permanece quieto en su sitio. —Siempre lo ha sido. Desde el principio. Antara se lleva una mano a la frente y le da la espalda a Aidun. Cierra los ojos y trata de no marearse. El aire la ayuda a despejarse pero no elimina la sensación de vértigo que la abraza. —No tiene sentido —murmura, como si hablase para sí misma. —Cuando tuvo la lugar la Asamblea entre guardianes y la hechicera, el rey de Alakron y yo estábamos allí —le explica él—. En aquel momento apenas nos dio información pero antes de marcharme, Lievanna habló conmigo. Todos pensaron que no sabía cómo invocar a la diosa pero ella sabía perfectamente que vendrías hasta aquí, que el dios te traería. Una vez aquí, yo debía hacerte llegar hasta El Quiebre. Ella sabía que Nerum y Lynae la traicionarían, que acabarían preocupados por sus propios intereses. Y me encomendó llevaros hasta allí. A todos. —No... —masculla Antara, sonriendo. —A ellos también les había hablado de ese sitio, lógicamente. Les dijo que El Quiebre era tu corazón y al enfrentarse a la lógica que los llevaría hasta allí para salvar este mundo, te vencerían. Les mintió. Sabía que serías tú quien los derrotase a ellos. Conmigo no estaba tan claro pero había que jugársela. —¿Jugárselo para qué? —exclama, molesta. Se vuelve y observa a Aidun, que parece excesivamente tranquilo. Demasiado como para que todo lo que le está contando no sea cierto. —Porque de ese modo, ella me liberaría de la maldición de las hadas —concluye mientras se enjuga las lágrimas—. A mí y por ende, a Nuyben. —¿Y el libro? ¿Qué sentido tenía todo el viaje por Tenebros? —El libro siempre ha estado en posesión del dios errante. El viaje sólo debía llevarnos hasta ese sitio. Las demás complicaciones, no estaban estipuladas. Surgieron. Tenebros era un lugar peligroso y desconocido. —Los mensajes... —Te los hice llegar yo. Todos. —¿El viaje hasta aquí? —La forma rápida de volver. Aquí hay punto de magia. Antara niega con la cabeza y se deja caer al polvoriento suelo, incrédula y agotada. —¿Por qué quería llevarme a El Quiebre? —pregunta Antara, sin ganas y sin voz. —Allí es donde se dirimen las auténticas batallas: razón y corazón. Quedó patente con los guardianes. Y quedó patente conmigo. —¿Y qué sacó en claro de esa batalla? —No lo sé, Antara. Eso deberá respondértelo ella. Tengo que llevarte al santuario de la maga, en Llumia. Hay que volver. Una parte de sí misma querría levantarse, golpear a Aidun y gritarle que no se moverá de allí, que no seguirá formando parte de la patraña de la que la han hecho víctima. Otra parte está tan cansada de mentiras, de ser utilizada y de caer de bruces en las trampas que le tienden, que no se siente con fuerzas para resistirse. En el pozo negro de su vida tras el accidente, el viajante logró concederle una ilusión hermosa y sincera, un bonito sueño de amor que zozobró con su extraña despedida. Sin embargo, y a pesar de ser consciente de todo aquello de cuanto él fue capaz para estar con ella —crear un Libro de los Vínculos, nada menos—, Antara ha terminado por enamorarse de otro. Alguien que, para más inri, no ha hecho sino burlarla, enbaucarla y reirse de ella. Aidun sólo obedecía las órdenes de una hechicera para salvarse de una maldición lanzada por las hadas. ¿A cuánto ha renunciado ella por nada? Cierra los ojos, incapaz de dejar de negar con la cabeza. Ha condenado a ese muchacho, el viajante, a permanecer para siempre atrapado en aquella historia, cuyo final debía distar mucho del que ella ha conformado. Y lo ha hecho por el amor de alguien a quien ella le resulta indiferente. Ni siquiera puede evitar pensar en Nerum y Lynae, dudando acerca de su rol en todo eso; ¿acaso podían ser víctimas también? No tiene claro qué buscaba la hechicera en El Quiebre, qué debía demostrarle cada una de las peleas que allí se llevaron a cabo con la espada pero, de pronto, todas sus teorías se tambalean y nada de lo allí vivido tiene sentido. Cuando los pensamientos le conceden tregua, repara en que Aidun está agachado a su lado. —Antara, hay que volver. —¿Sabes? —responde ella, sonriendo—. Sí que hay formas de matar a un dios. Tú acabas de hacerlo. Sólo celebro que eso vaya a servir para salvar a tu pequeño. Él no tiene la culpa de nada. Se pone en pie y sin aguardar la respuesta de un pensativo Aidun, empieza a descender a través de la montaña. Sin embargo, Antara es incapaz de sar un solo paso más cuando comprueba que todo el mundo a su alrededor se ha detenido. Todo salvo ella y Aidun. El Alma del M ar, con su viejo casco dañado, parece clavado en las aguas de un océano cuyo oleaje se ha congelado, como una fantástica fotografía, no exenta de un halo fantasmagórico y enigmático. Los pájaros que surcan el cielo penden inmóviles de un imaginario hilo. La lluvia, cuyas gotas caían inclinadas por el fuerte viento, salpican la atmósfera, humedeciendo el rostro de Antara y sus manos, cuando las alza para acariciarlas. Aidun se coloca detrás de ella y observa en silencio un paisaje de contrastes admirables e inquietantes. —El mundo se ha parado porque tu corazón se ha parado —le dice él, apenas un susurro—. No literalmente, claro. Antara no responde pero interiormente se dice a sí misma que aquello tiene sentido. Después de lo sucedido, después de descubrir todo cuanto el rey de Evestya le ha contado, le resulta imposible encontrar una razón para hacer nada. Volverá a su mundo, si aquel es el desenlace del Libro de los Vínculos y allí dejará al viajante, la única persona capaz de rescatarla en su vida real; aquella en la que le profesó un amor sincero, proyectado en las cartas que M ina le leyó antes de zambullirse en toda aquella surrealista historia en su propio mundo. Y menos que nunca, buscará un motivo para seguir adelante. —La única manera de volver a Llumia es que tú lo desees de veras. Eres una diosa; haz uso de tu poder.


—¿Qué pasa si no quiero? —En Llumia te espera tu dios. Supongo que tendrás cosas que hablar con él. Aquel es, sin duda, un argumento de peso. Por ella misma, se sentaría en aquella lúgubre montaña y pasaría el resto de la eternidad consumiéndose en su propia desgracia, en su propia estupidez. Pero a aquel muchacho le debe una explicación, le debe la oportunidad de dar la cara frente a él y que él espete la retahíla que debe estar devorándolo por dentro por no haber sido capaz de valorar el más mínimo detalle cuando, nada menos, él le estaba salvando la vida. ¿Cómo ha podido enamorarse de otro? ¿Cómo ha podido enamorarse de Aidun? El rey de Evestya la toma de la mano y ella se dedica a mirarla, sin apretar los dedos, sin concederle fuerza a lo que interpreta com un gesto forzado. No tiene claro si su respuesta es consecuencia de alguna especie de venganza pero en aquel momento se limita a hacer lo que su mortecino corazón le dicta, como una agónica petición. Tira de la mano de Aidun y lo arrastra hasta el acantilado, la parte de la montaña cuya caída da directamete al mar. Aidun la mira, visiblemente intranquilo mientras el viento le golpea desde atrás. Es, junto a ellos mismos, lo único que sigue moviéndose allí. Sin embargo, el rey de Evestya no trata de evitarlo cuando ella lo empuja con fuerza, proyectando su cuerpo al agua. Después, un verginoso salto la lleva tras sus pasos.

22 Capítulo 19: <<Fin>>

Sumergirse en el agua estancada la arrastra a una sensación extraña, algo que no tiene nada que ver con lo que supone zambullirse en un mar en movimiento. Siente como si estuviera flotando en gelatina, como si no pudiera hundirse más pero tampoco bracear para alcanzar la superficie. Sin embargo, la tranquilidad no la abandona. Es tal el caos que la envuelve que ni siquiera le importaría perecer allí. Lo recibe como un justo castigo para lo que le ha hecho al viajante. Pero entonces, un brazo tira de ella con fuerza hacia el exterior. Tose, incapaz de ponerse en pie, y alcanza a ver que es Aidun quien la ha sacado y quien sigue tirando de ella, de camino hacia la orilla. Allí la suelta, exhausto, mientras trata de recuperar el aliento. —¿Qué demonios estás haciendo? —le recrimina el rey de Evestya—. ¿Pretendes dejarte morir después de todo lo que has pasado? Ella no responde. Continúa sentada en la orilla y alza la mirada para comprobar que ya no están en Templaria. No reconoce el lugar, pues no ha pasado en ningún sitio el suficiente tiempo como para saber dónde está pero confía en haber sido capaz de regresar a Llumia. El viento sopla allí más frío, gélido casi. En lugar de la lluvia, las partículas que permanecen inmóviles en el aire son de nieve, pues todo a su alrededor, salvo el agua del mar, es un blanco manto formado por la nívea precipitación. En lo alto de la loma que le queda a la espalda, Antara distingue la elevada silueta de un castillo o templo. Lo cubre una bruma persistente, que apenas permite percibir una vaga sombra de la edificación pero la joven diosa está convencida de que han llegado al hogar de la hechicera. —Antara... Aidun se agacha frente a ella y la mira. De no ser porque está plenamente convencida de que a él su vida no le importa nada, creería detectar en su rostro algo parecido a preoucpación. —No puedes desmoronarte de esta manera —le dice él—. No sin haber atado todos los cabos que te faltan. —¿M e has querido alguna vez? —le pregunta ella, llorando todavía. Sus lágrimas se mezclan con las gotas de agua que le resbalan a través del rostro, algo más pálido de lo normal por la baja temperatura del agua y el viento. Él asiente. —M ás veces de lo que me creí capaz. No te mentí en las catacumbas. Antara sonríe. —¿Y cómo es eso? ¿Un día sí y al otro no? —Algo así. Vamos. Aidun la ayuda a alzarse y ella se deja llevar, como si fuera una muñeca sin voluntad. Rodean la loma cogidos de la mano, él arrastrándola a ella hasta alcanzar el enorme portón que da acceso al templo. Se trata de una edificación blanca, como la nieve que la rodea. Unas bonitas cristaleras coronan buena parte de su fachada y una imponente torre desafía al grisáceo cielo que se alza sobre ella.


No han necesitado más que atravesar la entrada principal, un largo pasillo sin ornamentos ni mobiliario para encontrarse una figura al fondo. Todo allí es níveo, igual que fuera, como si se tratase de un palacio de hielo o de cristal. Antara camina descalza a través del frío suelo pero nada parece capaz de inmutarla, un efecto que ha de estar relacionado, sin duda alguna, con su corazón parado. Aidun la suelta de la mano al llegar frente a una hermosa mujer. Algo en ella denota una edad importante pero su belleza eclipsa cualquier otro rasgo. La fina sonrisa que se trazaba en sus labios, desaparece cuando, poco a poco, se acerca a Antara. —Aquí la tenéis, mi señora —le dice Aidun—. La diosa de este mundo. La hechicera coloca su mano sobre la mejilla de la joven y le aparta algunas mechones de pelo que le caen sobre la frente y el rostro. —Eres preciosa —le dice Lievanna—. Y sin embargo, estás tan muerta... Ella no dice nada. Las lágrimas continúan hablando por ella y aunque trata de contenerlas, ellas actúan por sí solas, independientes a una emociones que ya no las guían. —Has venido a verlo —continúa diciendo Lievanna—. Al dios errante. Aquellas palabras son las únicas capaces de hacerla reaccionar. —¿Por qué está prisionero? —exclama, con una voz entrecortada. —Porque así lo quisiste tú. Al fin y al cabo, este es tu mundo. Los ojos de Antara buscan a los de Aidun, que guarda silencio, a su derecha. Aquellas palabras se asemejan tanto a las que el rey de Evestya ha utilizado en tantas ocasiones que de buen grado se rebelaría si se sintiera con fuerzas. —¿Deseas hablar con él? —insiste Lievanna. Antara asiente, tratando de no derrumbarse. ¿Cómo le explicará al muchacho lo sucedido? ¿Cómo será capaz de decirle que renunció a todo cuanto él le ofrecía a cambio de nada? ¿Cómo ser capaz de resistir frente a él mientras él le reclame por su condena? —Lievanna —interviene entonces la voz de Aidun—, he cumplido con lo que me encomendaste. —Así es, Aidun de Evestya. Y también yo cumpliré con mi promesa. Serás liberado de tu maldición. Y también tu hijo. Aidun asiente, aunque sus ojos regresan siempre a Antara, como un guerrero agotado después de cada batalla que una y otra vez encuentra en su hogar la paz ansiada. Sólo que esta vez, no hay paz en las verdes esmeraldas de Antara, sino un tormento inconsolable. —¿Qué pasará con este mundo? —pregunta Aidun, devolviéndole su atención a Lievanna. —Lo que ella desee que ocurra. Los dos la miran y ella tarda unos segundos en responder. —Quiero salvar este mundo. No siente que desee salvarse a sí misma pero sí a todos aquellos que habitan allí. —Así será, pues —concluye la hechicera—. Regresa, Aidun. Y gobierna tu reino con más fuerza que nunca. Una nueva era empieza hoy para este mundo. A pesar de sentirse muerta por dentro, Antara se resquebraja cuando Aidun se marcha sin más, sin despedirse de ella, sin un triste adiós. ¿Qué esperaba? —se pregunta—. Ya le ha dejado claro que todo lo vivido juntos sólo fue una mentira. —Si deseas hablar con el dios errante —prosigue diciendo Lievanna—, sólo hay una condición con la que has de cumplir. —¿Cuál? —Recobrar tu ceguera. Este es el punto y final del Libro de los Vínculos, diosa preciosa. Y regresarás a un mundo donde las cosas son distintas, donde tú no puedes ver. —Antes necesito algunas respuestas. —Formula, pues, las preguntas. —¿Para qué querías llevarme a El Quiebre? —Allí había cosas que demostrar. Sentimientos, pensamientos. Razón, corazón. ¿Qué se imponía? —¿Necesitabas saber que estaba enamorada de Aidun para poder condenar al dios errante? —Tal vez sí. O tal vez no. En cualquier caso, pasó lo que tenía que pasar. No hubo sorpresas, mi diosa. ¿Deseas formularme alguna pregunta más? —No. —De acuerdo. Y ahora, ¿deseas hablar con él? Antara asiente. Tiene la sensación de que en su interior se agolpan mil preguntas que desea formular, mil cuestiones que necesita entender pero sabe que nada de lo que allí conozca cambiará las cosas ni el destino que ella ha forjado para sí misma y para el dios errante. Lievanna se acerca a ella y sujeta su rostro entre sus frías manos. Con sumo cuidado, deposita un beso en su frente y Antara cierra los ojos. Al abrirlos de nuevo, la oscuridad la abraza otra vez, como un dudoso amigo. Agacha la cabeza y se lleva la mano a las mejillas, tratando de enjugarse las lágrimas. Niega con la cabeza al ser consciente de su absurdo pensamiento: ¿qué le importará al dios errante el horrible aspecto que presente cuando acaba de condenarlo? Siente un escalofrío cuando una mano roza la suya. Alza la cabeza y le falta el aliento al percibir su cercanía. Él se aproxima aún más y aunque ella espera el más absoluto rechazo, lo abraza con fuerza y rompe a llorar, desconsolada. Para su sorpresa, percibe la mano de él, acariciándole el pelo, mientras la otra rodea su cuello, atrayéndola hacia su cuerpo cálido. Ella se agarra a su cintura como si fuese una tabla de salvación en un mar azotado por la tempestad. Casi se le doblan las piernas cuando él la besa en la frente, descendiendo su manos hasta la base de su cuello. Los pulgares le trazan círculos en las mejillas y el aliento del dios errante choca contra su frente. —Lo siento —exclama ella, desgarrada—. Lo siento mucho. Lo siento, lo siento, lo siento... —No hay nada que debas sentir —responde él. Volver a escuchar su voz le genera mil sensaciones distintas en la boca del estómago. —Te he condenado a permanecer aquí para siempre. Ódiame, por favor. Insúltame, grítame a la cara lo poco que te merezco y... Un beso en los labios la silencia. Y aun llorando a mares, ella se lleva las manos a la nuca del viajante y lo abraza, devolviéndole el beso; un beso amargo, por las circunstancias, dulce a pesar de todo y salado por las lágrimas que en él mueren. De pronto Antara se siente mucho peor de lo esperado. Pero debió imaginarlo. Aquel joven que sólo el cielo pudo enviarle, no la insultaría ni le reclamaría nada. No le gritaría ni le haría el más mínimo reproche. Aquel joven que la colmó de palabras llenas de sentido y sentimiento, aquel muchacho que la había amado en el silencio y en la distancia durante dos años sólo le transmitría comprensión y generosidad. Al fin y al cabo, eso es el amor, pensaba Antara. —Perdóname... —insiste ella. —No hay nada que deba perdonarte Antara. —Pero creaste un Libro de los Vínculos para que algo especial nos uniera siempre. —Creé un Libro de los Vínculos para que en él actuases con el corazón, para que te llevase a un destino de amor. Y así ha sido. —No quiero dejarte aquí. Dime cómo puedo reparar esto, por favor. —No te preocupes por eso, preciosa. Sólo quiero que me prometas que serás feliz, que lucharás, que saldrás adelante. Ella niega con la cabeza mientras siente que la tristeza la devora. Por extraño le que resulte, algo en su interior le grita que está enamorada de él pero esa misma voz clamaba también por Aidun. ¿Cómo puede sucederle algo así con dos personas tan distintas? A pesar de lo que el corazón le dicta en aquel momento, se jura a sí misma que guardará silencio porque no quiere que el viajante piense que es un recurso fácil tras el fracaso de su historia con Aidun. Él se merece mucho más que eso. El rey de Evestya se ha marchado pero el dios errante sigue ahí. Y en el contraste entre sus actos distingue a dos personas diferentes, opuestas totalmente y aun así, destinatarias ambas, de su amor. —Tengo que irme —murmura él—. Es la hora, Antara. De ponerle y punto y final al libro.


—Quiero cambiarme por ti. —No digas tonterías. Atisba una sonrisa en la respuesta del muchacho, que sujeta sus manos con suavidad y las besa. —Si quieres hacer algo por mí, despierta a este mundo y hazlo latir de nuevo. Recupera a esa preciosura de cabello rubio y ojos verdes que caminaba por la calle con la cabeza alta, iluminando los días de lluvia con sonrisas deslumbrantes. Quiero que cuides de la chica de la que me enamoré y de la que sigo enamorado. Antara baja la cabeza y niega. Pero él la sujeta de nuevo y se la alza, colocando su frente contra la de ella; sus labios, a apenas unos pocos centímetros. —Júramelo, por favor. No mates a la chica a la que amo, Antara. Si voy a vivir aquí para siempre, haz de este mundo un lugar mágico y no uno desolado. Porque adoro la idea de habitar en tu corazón pero no en un páramo congelado que sólo me transmita la idea de que me has olvidado. Aunque sus lágrimas siguen resbalándole por la cara, ella deja de llorar y asiente. Lo ha condenado para siempre allí, tal y como él mismo le está recordando. Pero sólo de ella depende en qué lugar lo hará vivir. Antara puede ser un mundo maravilloso, repleto de fantasía y corazones nobles, como los piratas del Alma del M ar. O el tétrico lugar que es ahora. Y sólo de ella depende. Suspira profundamente y percibe un calorcillo novedoso acariciando su piel; nada comparable, eso sí, con la calidez de la mano del viajante, que vuelve a aferrar la suya propia. —Te quiero —le susurran sus labios contra su mejilla—. Y siempre voy a quererte, mi niña. Permanece inmóvil en su sitio, sintiendo el frío crudo que le deja la separación de él. Algo le dice que ha devuelto la vida a aquel mundo, que Antara ya no se muere, ni Llumia ni Tenebros. Pero mantener las cosas así le exigirá un esfuerzo para el que no se siente preparada. Nunca jamás una sensación de soledad había sido tan grande en ella.

23 La realidad supera la ficción

Despierta sobresaltada y con las mejilla empapadas. Todo a su alrededor es oscuro y frío pero no tiene ni la más remota idea de dónde está. Se incorpora penosamente y se golpea en la pierna con algo, la pata de una mesa, aparentemente. Ser consciente de la ropa que lleva le confiere una idea del lugar en el que se encuentra: lleva unos vaqueros rotos y una camiseta de media manga, un atuendo en absoluto acorde con el medieval mundo de Antara. Está en casa. —¡M ina! —grita, con recelo. M inutos después, escucha el crujido de una cerradura al abrirse. —¿Qué ocurre? ¿A qué vienen esos gritos que no...? La voz ronca de la mujer se apaga. —Cariño... —murmura entonces—. ¿Qué ocurre? Antara la escucha más cerca y no tarda en fundirse en un abrazo con ella mientras empieza a llorar de nuevo. Evocar la última conversación con el viajante, la obliga, de algún modo a parar, a sonreír, a buscar razones que convertir en cimientos con los que alzarse de nuevo pero en aquel momento no le resulta posible y sólo espera que el joven pueda entender las treguas que va a necesitar a lo largo de una carrera de fondo que no se presume sencilla. —Lo has vivido, ¿no? —pregunta M ina, sin dejar de acariciar el cabello de la muchacha. Antara mantiene el rostro pegado al pecho de la anciana, como si fuese una niña necesitada de protección. Así es como se siente. —Vamos, las cosas no pueden haber ido tan mal. —Han ido peor, M ina. Ojalá nunca hubiera accedido a tomar parte en ese maldito libro. —Lo hubieras condenado. —Lo he condenado igualmente —grita. Se aparta y se incorpora, tratando de no topar con nada. Aquella es la primera vez que visita aquella sala y no la conoce aún bien. Recuerda haberse quedado dormida allí, junto a un Libro de los Vínculos. Ahora sólo necesita alejarse de aquel lugar, regresar junto a su familia y olvidarse de todo por unas horas. —Quiero ir a casa. ¿Dónde está mi teléfono móvil? —Lo dejaste en la sala de lectura —responde M ina, sin tratar de impedir que se marche. Antara —vuelve a decir, siguiéndola. La joven avanza tanteando la pared hasta que llega al lugar indicado—. Antara, hay alguien que desea hablar contigo. —No quiero hablar con nadie. —Pero... —Hoy no, M ina. Recoge su teléfono móvil y su chaqueta. Camina hasta la calle y busca el contacto de su padre entre los números de su teléfono.

***** El discurrir de los días la ha mantenido en su casa, lejos de todo. Alegando un pequeño resfriado ha pasado los días en la cama, dando rienda suelta a su pena. M antiene grabado a fuego el último encuentro con el viajante en el templo de Lievanna y casi le parece peor que él reaccionase de aquella forma tan comprensiva, tan afectuosa. En aquel momento se da cuenta de que no podía esperar otra cosa pero aquello potencia su sentimiento de culpa. Una parte de sí misma desea ver a M ina, hablar con ella, preguntarle mil cosas y explicarle otras tantas pero las fuerzas no le dan y las ganas, tampoco. Hasta que finalmente y recordando todo aquello en lo que podía convertirse su corazón, ha sacado fuerzas de flaqueza y ha salido de la cama. El muchacho le pidió que le ofreciese un lugar a la altura para vivir y si continúa sumida en aquella especie de letargo, no volverá a tener para él más que un sitio vacío, desolado y otra vez


oscuro. Dado que en los últimos días no la ha visto bien de ánimo, el padre de Antara no ha tenido reparos en dejarla, de nuevo, frente a la librería. Y después de una leve vacilación, ella entra, embriagándose del habitual olor de aquel peculiar sitio. —M ina... —murmura al acceder. No obtiene respuesta pero sí siente la mano de la anciana sujetar la suya propia y besarla. Ella la abraza, reconociéndola al instante. —¿Cómo has estado? —le pregunta M ina—. He llamado a tu casa mil veces y tu padre me dijo que estabas enferma. —Necesitaba descansar y... aclarar un poco las ideas. —El regreso de un Libro de los Vínculos es siempre algo extraño, confuso. Espero que ya te sientas mejor. Antara no dice nada y M ina la guía hasta la sala de lectura. Sin que la mujer le pregunte nada, mientras toma asiento, es la joven quien habla: —Lo dejé allí, M ina. Él creó un libro para mí y... ¿Tú lo sabías? —Sí, cariño. Lo sabía. Esa era la razón por la que él se había despedido de ti. Pero yo no podía decirte nada. Lo siento. —¿Qué pasará ahora? —insiste ella, visiblemente nerviosa—. ¿Cómo se justificará aquí su ausencia? Su gente, su familia, sus amigos, su vida... Las lágrimas se le arremolinan en los ojos verdes, aunque ni siquiera así recuperan el brillo. —No es el cuerpo lo que los libros de los vínculos atrapan, sino el alma, muchacha. Nadie notaría su ausencia física. —¿Quieres decir que podría hablar con él? —Tú te has tomado tu tiempo, cariño. Él debe hacer lo mismo. —Pero tengo que encontrarlo. ¿Cómo sabré si ya está bien o no? —Lo sabrás. En eso consiste, precisamente, el Libro de los Vínculos, en establecer con alguien una unión más allá de muchas cosas incomprensibles para el resto de humanos. —Pero yo no forjé esa unión, M ina. M e... enamoré de... Habla con voz entrecortada, tratando de reprimir sollozos pero se le hace enormemente difícil. El sonido de la campanilla les indica que ha llegado un cliente y, a diferencia de lo que solía ocurrir en estas últimas ocasiones, M ina se disculpa con Antara para ir a atender a quien sea que acaba de llegar. Aprovechando la interrupción, ella se incorpora y camina hasta la ventana, tanteando con los dedos el cristal humedecido. De forma accidental, está a punto de hacer caer la botella que hay sobre la mesa que se sitúa al lado. Antara cierra los ojos y suspira, al comprobar que está vacía. —Antara —dice M ina, que ya ha regresado—, hay alguien que... —¿Has seguido bebiendo? —la interrumpe ella. —Ya deberías saberlo. —¿Hasta cuándo? ¿Cuándo vas a empezar a tener en consideración las cosas que se te dicen? M ina, eres todo lo que tengo pero pareces subestimar eso. —No soy todo lo que tienes, cariño. Tu familia... —M i familia está ahí pero ellos no podrían entender ciertas cosas. ¿Cómo pretendes que le cuente a mi padre o a mi madrastra que he estado en un libro? —No puedes cargarme con la responsabilidad de ser tu apoyo. —¿Responsabilidad? ¿Eso es para ti nuestra amistad? —¡No quiero que dependas de mí en nada! —grita M ina, extremadamente furiosa para el tono en el que se desarrollaba la conversación—. Lo siento —se disculpa, después. —M ina, ¿está todo bien? La anciana se acerca a ella, sujeta su mano y la besa; un gesto habitual. No es tanto el fuerte abrazo en el que envuelve su débil cuerpo. Antara le responde, preocupada. —Hay alguien que quiere hablar contigo ahí fuera —murmura M ina. —Ahora no quiero ver a nadie —responde ella, pensativa aún. ***** —Hay alguien que quiere hablar contigo. Antara echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos, resignada. Lleva escuchando lo mismo varios días y aunque siempre ha encontrado la forma de dar largas a quien fuese, la exaspera comprobar que nada parece capaz de poner fin a tanta obstinación. Sabe que M ina está callándose algo y después de conocer que su estado de salud ha empeorado, Antara se teme lo peor. Sin embargo, no quiere insistir en la pregunta porque teme que la respuesta podría destrozarla. Sabe que ignorarlo no cambiará las cosas pero aun así, lo hace. —Insiste en que quiere hablar contigo. —¿Quién es? —pregunta al fin. —Soy yo. La voz hace que el libro que sostenía en la mano caiga al suelo, mientras ella se pone en pie. Es él. O al menos, eso es lo que juraría. —¿Quién eres tú? —Eso según el mundo en el que me hables —responde, confirmándole a Antara que es él. La joven extiende los brazos, buscándolo y no tarda en dar con él cuando el muchacho se acerca y la abraza. Ella llora, incrédula, incapaz de dar crédito al hecho de que él esté ahí, de nuevo, cuando ella ha pasado los últimos días, tratando de buscarlo en algún libro, después de que M ina le dijera que un personaje de fantasía podía encontrarse en cualquier parte, en cualquier historia, en cualquier otra vida. La anciana les dedica una larga mirada, le guiña un ojo a Aidun y se marcha, sonriendo. —Dime que no eras tú todos estos días —le solicita ella, aún abrazada a él—, cuando yo rechazaba hablar con quien deseaba hacerlo conmigo. —Sí era yo. Pero soy muy perseverante, ya deberías saberlo. Cuando se separan, el joven le coloca el cabello cuidadosamente detrás de la oreja. —Odio que cada vez que te veo, estés llorando —le dice. —¿Cómo es posible que estés aquí? Creí que no querrías volver a verme nunca más. —Antara, hay mil cosas que debo explicarte. Ella asiente, nerviosa y lo toma de la mano, conduciéndolo hasta la alfombra de pelo sintético que se extiende frente al fuego de la chimenea. El día es especialmente frío e imaginarse junto al viajante en una cálida habitación mientras el invierno azota ahí fuera, le agrada. —Ven aquí —le solicita él. Antara coloca sus piernas sobre las del muchacho, quedando uno frente al otro, junto a la viva llama que no tarda en impregnarlos con su calidez. Él toma sus manos, entrelazando los dedos con los de ella, en medio de un silencio que a Antara la exaspera porque, además de su contacto, necesita escuchar su voz. —En primer lugar, quiero que entiendas por qué di inicio a un Libro de los Vínculos. M ina me había hablado de él semanas atrás pero no lo tomé en consideración. No le hice ningún caso. Sin embargo, cuando supe que ya no andabas con el estirado de tu novio... la fantasía de vivir contigo algo mágico y crear un vínculo que nos uniera para siempre, resultaba una tentación enorme. Los encuentros contigo lo potenciaron hasta límites que no imaginarías. Y la gota que colmaba el vaso llegó cuando expresaste tu deseo de verme. Si te llevaba a un mundo de fantasía podrías hacerlo. —Pero no lo hice... —Sí que lo hiciste.


—La hechicera me devolvió la ceguera cuando... —Soy Aidun, Antara —la interrumpe él—. Ese es mi nombre. Ella abre la boca con la intención de decir algo pero el barullo de pensamientos es tal en su cabeza que se siente incapaz de hilvanar dos letras juntas. —No... no es posible. Aidun era... él era... —Él era lo que tú hiciste de mí cuando me fui. Al marcharme, creaste una imagen de mí ajustada a tu realidad; de pronto era el cerdo que se había reído de ti, que sólo había jugado durante unas horas hasta conseguir una serie de confesiones que no le importaban nada. Supongo que creaste una imagen de mí que hiciera menos doloroso el hecho de que me había ido, de que te había abandonado. Tú creaste al rey de Evestya. —¿Por qué no me dijiste nada allí? —pregunta ella, tratando de no llorar de nuevo. —No podía. La maldición de las hadas, o mejor dicho, la tuya propia, encerraba a mi verdadero yo dentro del mismo Aidun. Éramos la misma persona pero yo quedaba soterrado por la imagen que tú habías creado. Romper la maldición consistía en hacer que tú te enamorases de mí, que fueses capaz de ver más allá del malnacido de Evestya. M e costaba horrores poder demostrarte algo de lo que realmente soy. Pero a ratos sentía que podía hacerlo: los besos, las caricias, las excusas para acercarme a ti... En eso era yo. Las ofensas, la indiferencia, el tono soberbio al hablarte. Tú misma me soterrabas convirtiéndome en el sanguinario. —Dios, lo siento... —No. No, no lo sientas. —Aidun se acerca más a ella—. Verás, el capullo de tu novio te había dejado y tú estabas dolida. Después pasamos aquella tarde mágica pero si no hubiéramos vivido lo que vivimos en Antara, hubiera persistido siempre la duda de si te fijabas en mí de una forma sincera o si lo hacías por despecho. Allí no sólo estaba de igual a igual con él, sino que yo partía en peor situación. Y aun así, te enamoraste de mí. —¿Por qué él era un ángel en Antara? —Porque así querías verlo. Querías que no te hubiera traicionado, que hubiera estado ahí cuando lo necesitabas, que no te hubiera fallado y te hubiese salvado, de algún modo. En el mundo de tus sentimientos, ves las cosas como las siente tu corazón. —¿Cómo he podido complicar tanto todo? —M ereció la pena, Antara. Ahora estamos juntos y... enamorados a pesar de todo, contra todo y contra todos. Hemos superado pruebas muy duras. —Te mostraste tan frío en las catacumbas... En el castillo de la hechicera te fuiste sin despedirte... —Los últimos coletazos del rey tirano. Estaba deseando despojarme de su esencia. Antara se acerca más a él y lo abraza, perdiéndose en la calidez de su cuerpo. Las manos de Aidun pasean a través de su espalda, suben y bajan, mientras ella mantiene su rostro oculto en el cuello de él. La joven alza de nuevo la cabeza. —¿Y Nuyben? ¿Qué o quién era? Aidun desliza su dedo desde la mejilla de Antara hasta su barbilla. Y ella no puede ver ya la devoción con que la mira, como si continuase siendo una diosa; su diosa. —Nuyben era lo que sentía y siento por ti —le responde—. Los críos y el amor son algo comprable, ¿no te parece? Hay magia en lo uno y en los otros, fuerza, ilusión, voluntad. Hay pureza, esperanza. Por eso los niños eran los únicos capaces de tocar el corazón del sanguinario. Todos ellos eran sentimiento: el amor de un padre a un hijo o de un hijo a un padre; a un amigo o a cualquiera a quien se le profese. Aun no siendo consciente de lo que sentía por ti, quería mantener a salvo a Nuyben, a mi amor. Y te juro que aun siendo el tirano, me mataba la impotencia de no poder ser yo mismo en determinados momentos: con los piratas que trataron de aprovecharse de ti, con las hadas, con el imbécil de Nerum rondándote, con los centauros. O simplemente cada vez que llorabas, que te sentías vencida o engañada. La rabia me mataba. Antara sujeta el rostro de Aidun y lo besa, despacio, recreándose, saboreándolo, buscando el modo de parar el tiempo como ya hiciese en Antara pero por una razón muy distinta. —Te quiero —le susurra. Puede percibir la sonrisa de él contra su boca. —Yo también te quiero, preciosa —le responde él, antes de volver a besarla en los labios, en un ritmo idéntico al de ella, despacio, muy despacio. —Hay algo más... —solicita ella. —Dime. —¿Por qué Antara? Es decir, tú eras dios de Tenebros; yo, de Llumia. Al fin y al cabo, eran nuestros sentimientos; no sólo los míos. —Antara porque tú eres mi mundo. Simplemente. Antara le da otro beso, ya siendo incapaz de contener las lágrimas aunque estas distan mucho de originarse por un sentimiento de tristeza, sino todo lo contrario. —¿Por qué no me dijiste allí que eras Aidun? —le pregunta, mientras le acaricia el pelo—. ¿Por qué me dejaste creer que te había condenado? Te juro que me quería morir. —Te querías morir. Todo tu mundo se detuvo cuando pensaste que no te amaba —le responde él, enjugándole las lágrimas—. Quiero pasar toda mi vida contigo, Antara. Pero no quiero que condiciones tu vida por nadie. Quiero que seas capaz de ser feliz aunque yo no esté, aunque algún día puedan faltarte personas a las que consideres vitales. Quería que tuvieras las suficiente fuerza para salir adelante. Quiero que siempre la tengas. —Te lo prometo. Pero te quiero a mi lado. Siempre. —M e vas a tener mientras lo desees. Antara vuelve a besarlo, se sienta sobre su regazo a horcajadas y desea que de nuevo el tiempo se detenga para los dos. Sólo el crepitar del fuego en la chimenea y el sonido sordo de sus respiraciones se escucha en la inmensidad de una noche mágica. Y de pronto repara en que mágico es cualquier momento que viva con él. Pero la saca de aquella ensoñación el molesto sonido de su teléfono móvil. Da un respingo pero no se mueve, abrazada como sigue a Aidun. —¿No vas a cogerlo? —le dice él, sin soltarla tampoco. —No, no voy a cogerlo. —Puede ser tu padre y estará preocupado por ti. Es tarde. —Es mi padre —responde al reconocer de inmediato el timbre asignado a las llamadas de su progenitor. Antara se aparta, con resignación. Sabe que Aidun tiene razón aunque en aquel momento lo deteste. Saca su teléfono del bolsillo mientras refunfuña: —Te odio... —le susurra a Aidun. —No, no me odias. M e quieres —le responde él. Le da un beso rápido y oculta la sonrisa en el cuello de Antara cuando ella descuelga el móvil. —Papá... No, estoy en la librería. Ya sé que son más de las once pero... ¿un ratito más? —Percibe una risa abierta en los labios de Aidun, que mantiene sobre su cuello mientras ella habla—. De acuerdo. Está bien. Papá, ya te he dicho que sí. Corta la llamada y deja caer el teléfono, abrazándose de nuevo a Aidun. —M e tengo que ir —le susurra. —No hay problema. —Sí hay problema. —No, no lo hay. Porque estamos juntos. Y aunque tú vayas a tu casa y yo vaya a la mía, seguimos juntos. Y vamos a vernos todo el tiempo. Y ya no habrá más separaciones, Antara. Tú estás conmigo y yo estoy contigo. Se ponen en pie y con mil reticencias a separarse y entre continuos besos, se ponen la chaqueta y caminan, despacio a través del pasillo que conduce hasta la sala principal, donde se halla el mostrador. —¿Dónde está M ina? —pregunta Antara. —Ha de haberse marchado ya porque está todo a oscuras. Seguramente habrá subido a su piso. —Deberíamos ir a despedirnos. Puede que le haya ocurrido algo.


—Algo que le pida ahora dormir la mona. M ejor la dejamos y mañana vendremos a aseguranos de que todo está bien. La tienda está perfectamente ordenada. Ha cerrado sin ningún problema y se ha ido. Eso es todo. —De acuerdo —responde Antara, sin mucho convencimiento. Aidun la sujeta de la mano y la conduce hasta la puerta pero cuando se dispone a abrir, comprueba que le resulta imposible. —¿Qué pasa? —pregunta ella. —Está cerrada. —Siempre deja la llave puesta. M íralo. —No hay nignuna llave. ¿M e esperas aquí? Subiré a su casa en un momento. La vieja chiflada nos ha dejado encerrados. —No la llames así —responde ella, mientras Aidun se aleja. —Sabe que la adoro; no hay problema. Antara sonríe y aguarda allí, donde sólo el 'tic—tac' del viejo reloj rompe el silencio de la noche. La librería está en un barrio apartado y el tráfico es apenas inexistente en esa zona y a esas horas. En apenas unos pocos minutos, Aidun regresa. —No está —dice. Antara se yergue, inquieta. —¿Y si le ha pasado algo? —No, no le he pasado nada. Ha dejado una nota. —¿Qué dice? —<<Disfrutad>>. Antara sonríe, incrédula. —¿Nos ha encerrado aquí? —Sí, ¿qué te parece? Te dije que es una vieja chiflada. —Sí pero la vieja chiflada —responde Antara, acercándose más a Aidun— sabe que estás loco por mí. Lo besa y él sonríe. —Y que yo lo estoy por ti —añade ella. Desabrocha la cremallera de la chaqueta de Aidun y pierde sus manos por debajo de su jersey. Nota sin problemas la alteración del muchacho mientras ella le quita la chaqueta, que cae al suelo. Su respiración se dispara cuando los labios de Antara le recorren el cuello, ansiosos. —Tu padre... —murmura él. —M i padre no es problema —responde ella, silenciándolo con un beso en los labios, un duelo entre sus lenguas, una salvaje embestida de sus bocas. Antara se quita la chaqueta y abraza a Aidun con fuerza, aferrando su cabello, arrastrándolo casi hasta sala de lectura que ya habían dejado atrás. —Espera —murmura él, con un susurro. Se detiene en el umbral de la puerta, aferrándose con una mano al marco, mientras que con la otra abraza todavía a Antara. Ella se detiene sin quitarle aún las manos de encima. —¿No te apetece? —le pregunta. Él la besa, como si de esa forma pudiera responderle pero sus palabras no se han correspondido con sus actos, por lo que ella guarda aún cierto recelo al devolverle el beso. —Dios, ¿cómo no va a apetecerme? Podría morirme mañana si lo hiciera esta noche contigo. —Pero... —Pero tenía en mente... algo especial. Ella sonríe. —¿Tenías en mente algo especial? ¿Has estado pensando en ello, rey? Aidun también sonríe y se muerde el labio inferior. —He fantaseado mil veces con ello —le responde antes de darle un beso en la mejilla. —¿Y qué tienes en mente? —Confía en mí. Es una sorpresa. Antara asiente. —¿Y qué hacemos ahora? —pregunta ella, apoyando su barbilla sobre el hombro de Aidun—. M ina nos ha encerrado. —Bueno, si realmente tu padre no es un problema, ¿por qué no dormimos juntos esta noche? —¿Sólo dormir? Aidun sonríe de nuevo. —Sólo dormir. —De acuerdo. Pero mañana tengo que levantarme temprano y... poder salir de aquí, espero. —¿Tienes que ir a algún sitio? —Al instituto. Él sonríe. —¿Has vuelto? —Voy a volver. M añana. —Esa es mi chica. Entran de nuevo en la sala de lectura y vuelven a prender el fuego en la chimenea. Cuando Antara regresa del baño, él la toma de la mano y la conduce hasta la alfombra de pelo sintético, donde ella se arrodilla. —Ven aquí. Se tumba y se hunde en el cálido abrazo del muchacho, dándole la espalda al fuego. Antara no imagina un lugar mejor, un cielo más perfecto, un paraíso más mágico que aquel momento, aquel lugar y, especialmente, con la persona que tiene a su lado. —Por cierto —vuelve a decir ella—, Aidun es un nombre muy raro. —El muchacho sonríe—. ¿De dónde viene? —Ocurrencia de mi padre. Le encantaban los libros pero leer se le daba bastante mejor que escribir. De jovencito empezó a darle forma a una historia, a cuyo protagonista llamó Aidun. Sin embargo, le fue imposible redactar más de cinco páginas seguidas, de modo que cuando yo nací, decidió llamarme así y dejar que escribiese mi propia historia. ¿Qué te parece? —Pues dado que él te creó, me parece que tu padre era el mejor autor del mundo. Aidun sonríe de nuevo y le da un beso en la cabeza, estrechándola con más fuerza entre sus brazos. Antara ha deseado más de una vez que el tiempo se parase junto a él pero por primera vez, sólo desea que transcurra para seguir sumando momentos de ensueño de su mano porque ahora se muestra convencida de que cada uno que viva con él, lo será.

*****


Camina de la mano de Aidun, que ha insistido en cargar con su mochila. No sabe en qué momento, M ina regresó a la tienda y abrió la puerta, permitiéndoles salir, aunque de ella no hay rastro alguno. Es como si la anciana se hubiera esfumado, como si no quisiera ser vista. Antara ha tenido tiempo de ir a casa, darse una ducha y recoger todos los enseres para ir a clase. A su padre lo llamó por la noche para contarle que, de camino a casa, había topado con una amiga del instituto y que, después de que esta la convenciera para volver a asistir a clase, había decidido irse a dormir con ella. Entre feliz e incrédulo ante el hecho de que su hija emprenda decisiones y se lance a coger el toro por los cuernos en las rutinas que llevaba a cabo antes del accidente, el hombre no puso reparo alguno. Faltan apenas quince minutos para el inicio de las clases y Antara trata de contener la sonrisa mientras Aidun y ella caminan de la mano por los pasillos del instituto. —Ya te he dicho que no hace falta que me acompañes hasta dentro. —Consta en acta. Pero quiero hacerlo. Ella abre su sonrisa mientras niega con la cabeza. —No quiero imaginar las caras de la gente. —M ás te vale. Estoy empezando a pensar que tengo algo raro. —Oh, tranquilo. Lo raro es que la ciega haya vuelto y lo haga acompañada de un apuesto desconocido. —No importa. Que miren. Clase 5B. Hemos llegado. ¿Cuál es tu sitio? —Aidun... —¿Cuál? —Tercera mesa empezando por el fondo, penúltima fila. —¿Penúltima fila? ¿Por qué te sientas tan atrás? No vas a aprender nada. Ahí sólo se sientan los gamberros. Ella espeta una carcajada que le llena el corazón a Aidun, mientras ambos caminan, cogidos de la mano aún. A Antara le resulta curioso: la primera vez que pisó la calle junto a su padre, después de abandonar el hospital, todo le pareció inmenso, extraño, asfixiante. Ahora, de la mano de Aidun, camina sin temor alguno, como si fuese capaz de verlo todo perfectamente. El muchacho le advierte del más mínimo obstáculo: un escalón, un bordillo, un bache... La agarra con fuerza, imprimiéndole una gran seguridad y ella sabe que aunque tropiece, no caerá. Toma asiento en el pupitre y Aidun coloca la mochila sujeta a la silla. Después se apoya en la mesa y pega su frente a la de ella. —Al más mínimo problema, llámame y estaré aquí antes de que lo hagas. Antara sonríe. —Tomo nota pero no hará falta. —No hagas caso a las harpías ni prestes atención al estirado. Si se te acerca, acabaré por estirarlo del todo y hacerme una horrible bufanda. Antara vuelve a reír. —No será necesario, Aidun. Estaré bien, en serio. Estaré bien si sé que después estarás ahí, esperándome. —A las tres en punto. Ni un minuto más y puede que sí algunos menos. Antara lo sujeta del rostro. —Te quiero. —Yo también. No hagas planes para esta noche, por favor. —¿M e tienes preparada una sorpresa? —Eso es. —Dame una pista. —Bueno, la otra noche me abordaste, trataste de desnudarme y dios sabe qué más me hubieras hecho si no te hubiese parado los pies— le susurra. Ella le tapa la boca, divertida. —Eso fue anoche y me estás pintando como una depravada. —¿En serio? ¿Sólo han pasado horas? Bromeaba —zanja—. Tiene que ver con eso y con algo más. Pero no hay más pistas. Tendrás que esperar. —No sé si pueda. —Puedes. Te quiero, preciosa. La besa, sin importarle si quiera que la profesora de Antara haya entrado ya en la clase y le esté llamando la atención. —No vayas sola a ningún sitio. Todavía no. Que te acompañen y... —Señor lo que sea —concluye la maestra—, no tiene usted que preocuparse por Antara. La cuidaremos bien. —Eso espero —zanja él. Su voz suena ya más lejos y Antara no puede dejar de sonreír—. Le estoy confiando mi vida. —Conmovedor. Buenos días. La puerta cerrándose le indica a Antara que Aidun se ha marchado y en aquel momento hace frente a una angustiosa sensación. Separarse de él la deja sola, vacía, aislada de un mundo que se le hace raro. Pero entonces se obliga a recordar la promesa que le hizo: no condicionar su existencia a nadie. Está bien que lo eche de menos y lo necesite —se dice a sí misma— pero debe seguir adelante; debe hacerlo por él y por ella misma.

***** El día no ha sido fácil pero sabe que es cuestión de tiempo que empiece a familiarizarse con los sitios y con la sensación de poder ser observada sin darse cuenta. La costumbre le hará las cosas más sencillas aunque para eso, debe asistir de forma continuada a clases. A diferencia de lo que le sucediera la otra vez, en esta ocasión no siente ganas de salir corriendo y eso es un paso adelante. Se ajusta la bufanda mientras espera, con la cadera apoyada al borde de la jardinera, y le da otro bocado al croissant que no se ha terminado durante el almuerzo. —Antara... Una voz llama su atención y por un momento, deja de masticar. —¿Óscar? —¿Puedes concederme diez minutos? —Claro. —Quiero pedirte perdón. No he estado a la altura; he sido un crío y un auténtico imbécil contigo. Pero me he dado cuenta de algo. Antara guarda silencio mientras sigue masticando. —¿De qué? —pregunta al fin. —Al principio no me atreví a ir al hospital porque esperaba a que despertases; cuando lo hiciste, esperaba a que recuperases la vista. Dijeron que no lo harías y... esperaba a que me llamases, a que mi valor fuera suficiente. Cuando rompimos... —Rompiste —le aclara ella—. Cuando rompiste. —Cuando rompí contigo... creo que de alguna forma esperaba a que volvieras, a que tratases de que recapacitase; esperaba que de algún modo las cosas se arreglasen entre nosotros. Pero ahora me doy cuenta de que ya no espero nada contigo y... te necesito. —¿Y Kristina? —Kristina no eres tú. Es una gran chica y supongo que me sentía solo... que necesitaba apoyo. Pero es a ti quien quiero. Antara sonríe y deja de masticar de nuevo.


—M i caballero andante está aquí. Óscar sonríe. —¿Qué quieres decir? —le pregunta. —Que tengo que irme, Óscar. Agradezco mucho tus palabras y, de veras, no tienes por qué disculparte. Pero estoy enamorada de otra persona, y entre tú y yo ya no hay nada. Ni lo habrá. Jamás. Y ni siquiera te guardo rencor porque al fin y al cabo, Kristina y tú me llevasteis a él. Y eso voy a agradecértelo toda mi vida, te lo aseguro. M ientras guarda el croissant en su mochila, Óscar sigue hablando: —Por favor —le pide, sujetándola de la mano cuando ella se pone en pie—. Hemos vivido tantas cosas juntos... En ese sentido, tu expediente con ese tío está en blanco. Antara sonríe. Si Óscar supiera todo lo que ha vivido ya junto a Aidun, se hubiera ahorrado el comentario, piensa para sí. —Óscar, lo siento. M e está esperando. —Vamos, Antara. Dame un minuto, aquí no hay nadie y tengo mil cosas que decirte para que... Antara extiende la mano con los dedos abiertos y en pocos segundos, Aidun la sujeta, apretándola con fuerza. Le da un beso en la mejilla y permanece inmóvil a su lado. —Siento la tardanza —le dice. —No te preocupes—responde ella. —¿Está todo bien? —pregunta de nuevo Aidun. —Todo perfecto —contesta Antara. —¿Cómo... cómo sabías que estaba aquí? —le pregunta un incrédulo Óscar. Antara sonríe. —M agia. A veces no es necesario ver. Basta con sentir. Caminan de la mano, alejándose de allí. —Lamento haber tardado tanto —se disculpa él—. Querías volver andando y sin el coche no mido los tiempos. Antara sonríe, mientras se sujeta al brazo de Aidun. Él carga con la mochila y se la cuelga al hombro. —¿Qué tal ha ido todo? —Bien. Poco a poco. —¿Y él? ¿Te estaba molestando? —le pregunta a ella. —No. Vino a disculparse y a pedirme que regrese con él. —No es tan idiota, después de todo, si se ha dado cuenta de lo que ha perdido. —No pero yo tampoco soy idiota y jamás te cambiaría por nadie. —Lo de la bufanda sigue en pie. Puedo volver y convertirlo en una. —No será necesario. Creo que ya le ha quedado claro que el vínculo que hay entre tú y yo es mágico. Irrompible. —M ás le vale. —¿Estáis celoso, majestad? Aidun sonríe. —No quiero que te haga más daño. —Tranquilo. No lo hará.

***** Han pasado la tarde juntos, paseando, tomando algo, hablando o sencillamente, abrazados y sin decir nada. Sienten que tienen mil cosas que hacer y que el tiempo nunca les es suficiente. Tanto ha corrido en aquella jornada de viernes, que pronto la noche los alcanza. —¿Todavía no puedes decirme adónde vamos? —pregunta Antara, ansiosa—. Hemos dado tantas vueltas que me resultaría imposible ubicar dónde estamos. —Ya te he dicho que es un sitio especial. Pronto lo sabrás. Aidun hace girar la llave de la cerradura y abre la puerta antes de tomar a Antara de la mano e invitarla a entrar. Da apenas un par de pasos y se detiene mientras él vuelve a cerrar la puerta tras de ella. —Es la librería de M ina —exclama Antara, confusa. —¿Cómo demonios lo sabes? —le pregunta él, atónito. —La mezcla a páginas de libro, leña quemada y madera vieja. Aidun le besa en la nariz y la sujeta de la mano. —M enudo olfato. Eres increíble. —¿Por qué me traes aquí? Hemos estado esta mañana y... ¿Dónde está M ina? —¿Puedes dejar de hacer preguntas? Todas tendrán respuesta esta noche pero sé un poco paciente. Antara camina de la mano de Aidun y, conocedora de aquel trayecto a la perfección, sabe que la ha conducido hasta aquella sala de lectura donde tanto le agrada estar, la misma en la que ella y Aidun durmieran juntos la noche anterior. —Siéntate. Obedece sin rechistar mientras se quita la chaqueta, pues a pesar del frío que ahora azota aquella sala, Aidun está encendiendo el fuego y en pocos minutos, el calor la abrazará por completo. Se acomoda en el sillón y frota sus manos mientras aguarda. Entonces nota algo que se posa sobre su regazo. Lo tantea con las manos y pronto descubre de qué se trata: —El Libro de los Vínculos —murmura, emocionada—. ¿Para qué... para qué me lo das? —Para que leas la última página. Antara sabe que Aidun ha tomado asiento a los pies del sillón que ella ocupa. La mano del muchacho sujeta la suya propia. —¿Acaso no está terminado? —pregunta ella, temerosa. —No. Antara traga saliva y aferra el libro con fuerza. —¿Qué pasa? —pregunta él. —¿Y si... y si algo cambia? Quiero que todo sea tal y como es ahora, Aidun. —Nada va a cambiar, Antara. Y si lo hace, será siempre para mejor. Te lo prometo. A pesar de que esta vez, las palabras del muchacho no logran espantar del todo sus temores, Antara accede y abre el libro por la página que está marcada. Las amarillentas hojas desprenden un suave resplandor anaranjado que le ilumina el rostro, como si fuera la llama de la chimenea. Entorna los ojos al percibir que puede distinguirlo: el resplandor, el libro, la chimenea, el fuego, la habitación... Alza la mirada y al voltear la cabeza se encuentra son la sonrisa de Aidun. Abre la boca pero siente que le falta el aire. Deja caer el grueso volumen y se abalanza sobre el joven para abrazarlo con fuerza, arrodillándose a su lado. La sala sigue en penumbra y sólo la luna argentada penetrando a través de la ventana, la llama del fuego en la chimenea y el resplandor de la novela, que ahora queda amortiguado al haber caído con las


páginas hacia abajo, son todo lo que ofrece una suave iluminación a aquel lugar. Pero ella puede verlo sin problema: su cabello castaño, revuelto; sus ojos azules, su fascinante sonrisa. —Dios mío... —murmura, llorando—. Eres tan guapo... —Eso es porque me miras a través de unos ojos preciosos. —No —responde ella—. A Joseph Taylor, de mi clase, también lo veo con mis ojos y... Ríen los dos y ella vuelve a abrazarlo; se aparta otra vez y lo sigue mirando, casi con veneración, como si tratase de memorizar cada rasgo, cada milímetro de su rostro. Le acaricia la cara, mientra él le enjuga las lágrimas. —No puedo creer que te esté viendo... Aquí, en nuestro mundo real, sin fantasía de por medio... —En el mundo de Antara podías hacerlo. Si lo reabrimos, puedes hacerlo. —¿Cada vez que abra ese libro podré verte? La sonrisa se esfuma del rostro de Aidun. —El libro sólo puede abrirse hasta ver acabada su historia. Una vez concluida, se cierra. Para siempre. Ella asiente mientras se voltea y observa el volumen tirado en el suelo. Lo recoge y regresa a la página en la que lo había abierto. Toma aire y vuelve a mirar a Aidun, que asiente, sonriéndole. <<Y así fue como el mundo de Antara recuperó su esplendor de antaño. Llumia recobró los latidos de su corazón herido y unió las grietas del cuerpo resquebrajado. Las lágrimas de sus gentes sanaron heridas por tiempos pasados, dejando un brillo de luz en sus ojos por los venideros. Esperanza, lo llamaron. Tenebros prendió un sol en cada amanecer, un alba que simbolizó el renacer; cada alzamiento después de la caída, cada nuevo intento después de un fracaso. Porque todo el mundo tiene derecho a caerse pero también, la obligación moral de levantarse. Nada sería ya eterna tristeza en la tierra de la sonrisa, de los ojos verdes, del corazón vivo, fuerte, osado. Ni siquiera en El Quiebre, donde su guardiana vela la etérea frontera entre razón y corazón, consciente de que su oportunidad pasó pero dispuesta a hacer de su camino un trazado para otros, un sendero de páginas que laten, de letras que narran, de inicios inciertos y finales de ensueño. Un mundo donde los centauros recorren praderas sin mirar atrás, ajenos al temor que ya no existe porque nada puede refrenar sus ansias, sus anhelos, sus sueños; ni siquiera los hombres de piedra, desprovistos de las limitaciones de un corazón reacio a sentir. No hay frialdad donde hay latido ni muerte donde hay suspiros. Las hadas, hijas del bosque helado, dotan de calidez la llegada al continente mágico, a la noche que ya no aprisiona a la luz, que acuna a las estrellas y susurra a la luna, que da cobijo al sueño y abrigo a los amantes. Tierra de cuento y leyenda, narrada a la lumbre de un fuego, batallas que los niños gnomo emulan en tardes de juego. Evocan a aquel navío del que cuentan magnas leyendas, Alma del Mar, buque de sueños, navío de imposibles, surcando por siempre las aguas inciertas. Luce bandera de historia tatuada, corazones regios manejan su rumbo, de puerto en puerto, de sueño en sueño, de noble mirada y serena sonrisa. La magna hechicera sonríe desde su cima, la ha visto, la ha abrazado y ha vuelto a besarla. Su niña, su princesa, sus ojos esmeralda. Partió de su lado dejando un legado que hoy ella honra a pesar de las trabas. Se cae, se levanta y si llora, la abraza y en un mundo que no alcanza, él recoge el testigo de ser su todo. Porque su amor sólo crece, se dispara, se eleva, se llena y existe con solo mirarla. La quiere a su lado, la sueña, la ama. Y no son los guiños de una mirada; ella es todo el aire que a él le faltaba. Ella es la vida que él quiere vivir; ella es el cielo en el que morir>>. Antara tiene las mejillas abrasadas en lágrimas. Su espalda está apoyada sobre el pecho de Aidun, que guarda silencio mientras ella lee. Su abrazo, sin embargo, le recuerda que está ahí, para ella. Él se yergue ligeramente y apoya su barbilla sobre el hombro de la muchacha, mientras le aparta el cabello con la mano. —No tenía intención de hacerte llorar —le dice. —Lo has escrito tú —responde ella. Aidun le da un beso en la mejilla. —¿Quieres ponerle punto y final? Ella asiente y él se aparta un momento para buscar una pluma que le da. —Creí que no podía escribirse con tinta. —Es el epílogo. Lo admite. Antara suspira profundamente y apoya la pluma sobre la página del libro. Antes de empezar a escribir, vuelve a hablar: —No sabía que escribieras tan bien. Él sonríe. —Un día me aconsejaste que hiciera algo más con los libros que llevarlos de un sitio a otro. Y te hice caso. Antara hace más amplia su sonrisa. —Tonto. Las cartas que escribiste en el hospital son de antes de que te dijera eso. Antara se voltea y él la mira, atónito. —¿Cómo lo...? —M ina me las leyó. No puedo creer que hayas estado ahí siempre, que te haya tenido delante todo este tiempo y... como el rey de Evestya. Siempre estuviste ahí y no lo supe ver. Llevo ciega mucho más tiempo del que creo. Aidun la abraza con más fuerza. —No te exijas imposibles, Antara. Nunca tuve intención de que me vieras y por ende, no me viste. Ella asiente de nuevo y, ahora sí, toma aire y empieza a deslizar el bolígrafo a través de la rugosa página: <<En medio de la penumbra, él se ha tornado en su luz. Sus ojos azules serán su faro guía en las noches de tormenta, en las caminatas desiertas, en los fríos inviernos y en los ratos de soledad. Serán su sonrisa en el llanto, la caricia en la calma y el beso en el más franco amor. Aunque tarde —no demasiado—, ella se ha dado cuenta de que está completamente enamorada de él y de que él es todo cuanto necesita, todo cuanto quiere, todo cuanto sueña. Para levantarse, para reintentarlo, para sonreír, para respirar. Para vivir. Cerrarán las páginas de este libro pero su historia seguirá escribiéndose para siempre. Porque siempre es el tiempo que estarán juntos>>. Antara aparta la pluma y Aidun vuelve a besarla en la mejilla. —M e encanta —le susurra. Ella sonríe y se dispone a cerrar la tapa del libro pero Aidun interpone su mano, impidiéndoselo. —Espera. El joven se yergue y también lo hace Antara. Aidun sujeta el libro sin cerrarlo y lo coloca sobre el sillón, de forma que el tenue resplandor que emerge desde sus páginas se mantenga. Antara intenta tragarse las lágrimas pero él la sujeta del rostro y la besa, un suave contacto entre sus labios. Después, coloca los mechones rubios de su cabello detrás de la oreja. —¿Estás bien? —Lievanna... era... —Tu madre. ¿Quién si no iba a poder ostentar un rol tan importante en tu corazón? —Y no me di cuenta... —Eso es exactamente lo que pretendía, Antara. Lo sucedido no tenía como fin un reencuentro que ya no ha de ser posible. Ella ya no está y tú lo tienes asumido.


Asiente, dolida. —Tantas personas allí... Y apenas las he reconocido —se lamenta. —M uchos de ellos sólo representaban sentimientos, temores; no a gente real. Ya no tiene caso que le des más vueltas a quién o qué era cada uno. Todo está bien. —Y M ina... Di por sentado que era la... guardiana de El Quiebre. —Lo era. Cuando M ina tenía 18 años se enamoró de alguien. Ese hombre creó un Libro de los Vínculos pero ella... —No apareció. —No, no aceptó tomar parte en ello. No se atrevió. —Entonces... —Él quedó atrapado allí y ella, arrepentida de por vida. Por eso ha pasado toda su existencia entre libros. Cree que de algún modo, él está ahí, en alguno de ellos. —¿Eso es lo que la hizo ser como es? Aidun asiente y ella lo abraza, hundiendo su rostro entre el cuello del joven. —Lo que yo temí haberte hecho a ti —le dice—. Sentí aquel dolor durante apenas unos pocos días... No imagino lo que ha de ser arrastrarlo toda la vida. —M ina nunca ha querido superarlo. —Tal vez no haya podido. Antara se separa un poco de él y juguetea con los dedos de su mano, un gesto que Aidun ya reconoce a la perfección. Está nerviosa. Él retiene la sonrisa para sí porque la ocasión no la requiere. —No volveremos a verla, Antara. Ella traga saliva y no se atreve a preguntar nada. Lo temía, en gran parte pero la ausencia de confirmación se había convertido en su particular tabla de salvación. —Cuando creé el Libro de los Vínculos, la arrastramos hasta su interior. Ella sabía que ocurriría porque esa vieja chiflada está en tu corazón y en el mío. Pero aceptó. Ya no tiene nada que perder. Y pululando por las tierras de la fantasía, es posible que vuelva a verlo. Si no... qué más le da un mundo que otro. —No puede... no puede haberse ido sin decirme adiós... Antara se incorpora y camina hasta la ventana. Le da la espalda a Aidun y rienda suelta a un llanto contenido. Él se levanta y la abraza por detrás mientras le muestra un viejo papel plegado. Ella lo toma y sin que él se aparte, lo despliega: <<Te conozco lo suficientemente bien como para saber que me reprocharás no haberme despedido de ti. Y conozco a Aidun lo suficientemente bien como para saber que encontrará la manera de tranquilizarte y consolarte. Durante muchos años me arrepentí de no haberlo seguido hasta las tierras de la fantasía para vivir un amor que, por aquel entonces, estaba vetado para nosotros. Él lo arriesgó todo y yo fui una completa cobarde. Desde aquel momento, he guiado a muchas personas hasta los mágicos libros de los vínculos. Muchos han aceptado; otros tantos, no. Muchos lo han logrado; otros tantos, no. Y en cada viaje de esas personas hubiera podido arriesgarme, y buscarlo. Porque cuando entras en el mundo de un corazón de fantasía, de algún modo ya no vuelves a abandonarlo. Pero sólo cuando vosotros dos decidisteis atreveros, cuando Aidun me dijo que estaba seguro de querer hacerlo y convencido de que tú aceptarías; incluso cuando tú te mostrabas reacia a hacerlo y tus ojos gritaban que lo harían, sólo entonces me decidí a dar el paso al frente. Porque el vuestro es un amor tan distinto... tan único... que escuchar al uno hablar del otro no era más que un bofetón tras otro, un continuo empujón a ese mundo en el que permaneceré por siempre. Porque será hermoso. Porque vosotros sois dioses en él. Os quiero. —No tenía por qué despedirse, Antara. Vive y vivirá por siempre en tu corazón, un mundo que puedes convertir en algo maravilloso. Un lugar que se le hace más apetecible que esta vieja librería que la ahoga entre nostalgia y recuerdos; un piso en el que vive olvidada del mundo y una calle en la que ese olvido se convierte en prejuicio. Antara da media vuelta y Aidun se congratula al comprobar que el llanto se torna en sonrisa. —¿Cómo lo haces para tener siempre las palabras adecuadas? —le pregunta ella. —Soy un dios —responde él, sonriendo. —M i dios —concluye ella, abrazándolo. Aidun le da un beso en la cabeza y sus manos se deslizan a través de su espalda hasta su cintura. Antara siente un escalofrío y lo mira, sujetándose con fuerza a su cintura. —Creo que tenías planeado algo más, ¿no? Aidun sonríe y baja la cabeza. —Cuando cerremos la tapa de ese libro, la magia desaparecerá —le responde—. Y todo será fantástico entre nosotros, Antara. Pero si de verdad estás decidida a... a hacer... conmigo... —Hacer el amor contigo —susurra ella, sonriendo—. ¿Por qué le cuesta tanto a mi elocuente dios pronunciar esas palabras? Él sonríe y niega con la cabeza. —Te aseguro que no lo sé... —Estoy dispuesta. Decidida. Segura. Completamente. —En ese caso, me gustaría no ser el único que pueda verlo. Quiero que la imagen de esta noche sea... quiero que sea... —Lo último que vea. Aidun suspira, preso de una extraña sensación. Abordar el regreso a una situación que ha llevado a Antara a su propio límite, tal como el accidente y todo lo que de él se ha derivado, le cuesta cada vez más. Aceptar que lo que vivan aquella noche será lo último que la joven vea, lo sume en una súbita tristeza; no por él, sino por ella. —M e fascina la idea —le susurra la joven. Sus labios ya recorren el cuello de Aidun, que cierra los ojos, abrumado, mientras interna sus dedos entre el cabello rubio de ella. Antara lo despoja de la camiseta, sacándosela por la cabeza y se deleita en las perfectas líneas de su torso desnudo. Lo acaricia y desliza sus labios sobre él, apenas un roce que hace estremecer al muchacho y le dispara la respiración. Él le desabrocha los botones de la camisa y embiste sus labios con furia mientras se la quita. Antara da un saltito y Aidun la toma en brazos; su cintura rodeada por las piernas de ella, que lo aprieta con fuerza. La lleva hasta la cálida alfombra que calienta la lumbre y allí la tiende con cuidado, colocándose encima de ella. Antara se pierde en el baile del fuego en los ojos de Aidun, que de pronto parecen más oscuros, más penetrantes. Se le escapa un gemido al sentir la mano de él sobre su cuerpo desnudándola, sus caricias, efectuadas con una mezcla entre cuidado y picardía. Ella le desabrocha el pantalón y, despojados de la más mínima capa que pueda interponerse entre ellos, sus cuerpos se funden en uno solo, entregándose en medio de una atmósfera mágica, como todo cuanto ha acontecido para uno y para otro desde aquella tarde bajo la lluvia, cinco horas apenas que resultaron suficientes para salvarlos a ambos. Abrasados, entrelazan sus dedos. Hace rato que han perdido el mundo de vista y las pupilas de uno y otro se mantienen clavadas en aquel que tienen enfrente. No existe nada más; no existe nadie más. El pequeño cuerpo de Antara se sitúa sobre el de Aidun; después, rueda de nuevo debajo. Las manos de uno han explorado cada rincón del otro y viceversa, como si ambos fuesen el mapa de un mundo mágico, otro más. Los besos se han turnado con las caricias. Los susurros han prendido mechas que han estallado en jadeos. Sus respiraciones han puesto sinfonía a un silencio embriagador. Y el tiempo ha embestido a un reloj parado, detenido en el abismo donde cae por siempre lo eterno. El cuerpo de Aidun permanece inmóvil sobre el de Antara, que lo abraza, como si temiera la separación. El rostro de él, hundido en la curva del cuello de ella, deleitándose en la mezcla de sudor y su perfume, de páginas de libro, madera vieja y leña quemada. Aidun alza la cabeza y la mira. Ella sonríe y le aparta el pelo húmedo hacia atrás. —Ha sido todo increíble —le susurra—. Perfecto. El muchacho traga saliva. Por primera vez no sabe qué decir. Siente lo mismo que ella, de eso no alberga dudas pero teme que aquella perfección no vuelva a abrazar


a Antara nunca más, que todo vaya a parecerle siempre menos mágico, simplemente porque no puede verlo. Porque siempre va a faltarle algo que en aquel momento posee. Ella extiende su brazo hacia el Libro de los Vínculos, que ha caído al suelo. Pero él la retiene, sujetándola de la muñeca. Sus ojos siguen clavados en los de ella. —Aunque no puedas ver —le dice—, esto volverá a ser único cada vez que lo hagamos. Te lo juro. —Aidun, esta noche me has regalado la luz de tus ojos. No volveré a estar ciega nunca más. Aunque no vea. Él la suelta y ella se estira para alcanzar el libro. Guarda la carta de M ina entre sus páginas y observa a Aidun. Él permanece tendido detrás de ella, apoyado sobre su codo. Se acerca más a Antara y pasa su brazo sobre ella, apoyando su mano con la de la joven. Y juntos, cierran la contraportada, rubricando así el final de la historia, el final de los Dioses de Antara. La oscuridad vuelve a extenderse sobre los ojos de ella pero la sonrisa sigue aún trazada en sus labios. ***** No puede verlo pero lleva ya un buen rato escuchando las tareas de demolición del edificio en el que antes se ubicase la vieja librería de M ina. El nudo en la garganta se mezcla con una sonrisa contenida al pensar lo que la anciana diría si viese lo que están haciendo con aquel pequeño local forrado de libros que ahora no es más que un montón de ruinas. Pero el edificio es demasiado viejo y era, hasta ahora, ajeno al avance de unos tiempos que desean ubicar allí unas nuevas oficinas. Antara estruja el sobre que lleva en sus manos mientras espera, sentada en el banco que queda frente a la antigua librería. Apenas han transcurrido dos semanas desde la muerte de M ina y ella aún pugna por hacer a un lado la pena y substituirla por la esperanza de que, allá en esos mundos de fantasía, la anciana encuentre a su gran amor. Antara se yergue al sentirlo, y en pocos segundos, Aidun aparece detrás de ella, estampándole un beso en la mejilla. —No he podido venir antes, lo siento. Ella le acaricia la mejilla hasta que él se aparta momentáneamente para rodear el banco y sentarse a su lado. —No te preocupes. —Dios, si M ina viera esto... —murmura el joven. Ella sonríe fugazmente. —Les habría arrancado los ojos a todos... —concluye ella—. Aidun... —añade. —Dime. Ella extiende la mano y le ofrece el sobre. —¿Qué es? —pregunta él, mientras lo coge. —Las pruebas médicas. No he querido abrirlo hasta ahora. Quiero que seas tú el que me diga si volveré a ver o no. Los resultados son definitivos. Ni siquiera el escándalo de la maquinaria echando abajo la vieja librería logra ser más atronadora que el silencio de Aidun. —¿Ocurre algo? —No quiero que lo que ponga aquí pueda hacerte daño. Antara rodea el cuello de Aidun con un brazo, mientras que la otra mano la coloca sobre la pierna del muchacho. —Tengo tus ojos grabados en mi memoria, Aidun. Lo que diga ahí no va a influir en la felicidad que eso me produce. Aidun la besa, algo corto pero intenso. Traga saliva y abre el sobre.


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