DISCURSO DE PAULO FREIRE EN LA UNESCO, 1986 En ocasión de recibir el premio "Educación para la Paz"1
Toda vez que, a lo largo de mi vida profesional, he experimentado situaciones como en la que me encuentro aquí y ahora, me invade una alegría inmensa. Una alegría de niño, acompañada de una cierta sensación aparentemente contradictoria de desconsuelo. Alegría inmensa proveniente del si, así mismo relativo, homenaje como este significan lo que he intentado hacer como educador. Desconsuelo por vivir en estas oportunidades la tensión misteriosa entre la alegría que me invade y el deseo de partir. Esta sensación de desconsuelo se intensifica en la medida en que, entendiendo no me es posible, después de recibir la manifestación de aprecio, simplemente decir muchas gracias y, levantarme y dejar la sala, no me siento, por lo tanto, cómodo para hacer un discurso convencional.
Siempre muy crítico frente a mis propias búsquedas, procuro incesantemente aprender de cuanto enseño. Jamás dividí enseñanza de aprendizaje. Siempre insistí en la seriedad del acto de enseñar que demanda del profesor la necesaria competencia en torno del contenido que enseña, de la manera como enseña y la claridad política a favor de quien enseña lo que enseña. Jamás pude comprender la práctica educativa a no ser en la complejidad que la constituye -no hay práctica educativa sin profesor, no hay práctica educativa sin alumnos, como no hay práctica educativa sin contenidos, sin métodos, sin objetivos, sin finalidad. Lo que ha existido, históricamente, son prácticas y concepciones de educación que por momentos privilegian la figura del maestro, otras la del alumno, algunas veces el contenido o los métodos.
El camino que encuentro para superar la tensión es sobre todo decir palabras afectivas. Palabras afectivas con las cuales, principalmente, destaco la importancia de contribuciones, muchas de ellas anónimas, a mi trabajo práctico y teórico y con las cuales agradezco sinceramente a tantos y a tantas con los que me hallo en deuda.
Cuando hablo de aprender al enseñar, no disminuyo nada el deber que tiene el maestro de enseñar. Lo innegable, por lo tanto es que, al enseñar, aprende. Aprende de la propia incertidumbre del educando, de su comprensión no siempre crítica del propio acto de conocer en que se haya envuelto con su profesor.
En verdad, nada de lo que hace mucho vengo dando testimonio en el campo de la educación, en mi país y fuera de él, puede ser comprendido si quien busca comprender no tiene la curiosidad orientada hacia las condiciones históricas, sociales, culturales y políticas de mi práctica. Lo que quiero decir es que, por mas importante que sea la nota individual de mi práctica, de mi búsqueda, lo que hay de personal en todo ello, no basta para explicar mi práctica. Mi práctica se explica socialmente.
En el momento en que la UNESCO me desafía al homenajearme, no puedo olvidarme cuanto pude crecer en el desempeño de la actividad docente, desafiado también y abierto al desafío de estudiantes, algunas veces jóvenes urbanos universitarios de varias ciudades del mundo, algunas veces trabajadores de los campos y de las fábricas de ciudad de varias partes del mundo.
Pensando así, desde joven, me fui acostumbrando a encarar con humildad los resultados, como también el desarrollo de esfuerzos en que me he comprometido en el campo de la educación. Por eso mismo no sobrestimo ni subestimo mis contribuciones para el fortalecimiento de una práctica y de una comprensión progresista de la educación. 1
Traducción libre de Margarita V Gomez
Ahora, en el momento en que, en mi escritorio de trabajo, en San Pablo, voy llenando de palabras las páginas que en breve leeré, no puedo evitar que en mi memoria casi me arranque de la sala en donde estoy y me lleve a espacios y momentos visitados y experimentados por mi. Momentos y espacios, muchos llenos de gente diferente - campesinos latinoamericanos o africanos, indios de Norteamérica o de América Latina, negros de ghettos norteamericanos, grupos populares llamados