Vidas para leerlas

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mañana por las mismas razones pero al revés que otras gentes se hubieran sentido muy apenadas o muy molestas o simplemente incómodas de llevar aquella negra enorme allí en el carrito, exhibiéndola en la mañana con toda la gente a tu alrededor, con todo el mundo yendo al trabajo, trabajando, caminando, cogiendo las guaguas, llenando las calles, inundándolo todo: las avenidas, las calzadas, las calles, los callejones, abejeando por entre los edificios como zunzunes constantes, así. Yo la llevaba hasta la casa de ellos, donde ella trabajaba, ella, La Estrella, que era allí la cocinera, la criada, la sirvienta de este matrimonio particular. Llegamos. Era en una calle apartada del Vedado, con la gente durmiendo todavía, soñando todavía y todavía roncando, y estaba apagando el motor, dejando una velocidad puesta, sacando un pie del cloche, mirando las agujas nerviosas cómo regresaban al punto muerto de descanso, viendo el reflejo de mi cara gastada en los cristales de los relojes matutinamente envejecida, vencido por la noche, cuando sentí su mano sobre mi muslo: ella puso sus cinco chorizos sobre mi muslo, casi sus cinco salamis que adornan un jamón sobre mi muslo, su mano sobre mi muslo y vi que me cubría todo el muslo y pensé, La bella y la bestia, y pensando en la bella y la bestia me sonreí y fue entonces que ella me dijo, Sube, que estoy sola, me dijo, Alex y su médico de cabecera, me dijo y se rió con su risa que parecía capaz de sacar del sueño, de las pesadillas o de la muerte o de lo que fuese a todo el vecindario, me dijo, no están: se fueron a la playa, de wikén, sube que vamos a estar solos, me dijo. No vi nada en eso, no vi ninguna alusión a nada, nada sexual, nada de nada, pero le dije igualmente, No, tengo que irme, le dije. Tengo que trabajar, tengo que dormir, y ella no dijo nada, nada más que dijo, Está bien, y se bajó del carro, mejor dicho, inició la operación de salir del carro y media hora más tarde, saliendo yo de un pestañazo, oí que me dijo, ya en la acera, poniendo el otro pie en la acera (al agacharse amenazadoramente sobre el carrito a recoger su paquete con zapatos, se le cayó uno de los zapatos y no eran zapatos de mujer, sino unos zapatos viejos de muchacho, al recogerlos de nuevo) me dijo, Tú sabes, yo tengo un hijo, no como una excusa, ni como una explicación, sino como información simplemente, me dijo, Tú sabes, El bobo, tú sabes, pero lo quiero más, me dijo y se fue.


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