La Ocampo - Elina Cabrera Anderson

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Elina Cabrera Anderson

Psicóloga (Univ. Nacional de Rosario).

Sexóloga (CETIS) Bs.As. Autora del libro de educación sexual Las razones de Jaimito, Editorial Planeta, y de artículos publicados sobre género femenino en Congresos Latinoamericanos y en la Fundación Tehuelche de Diana Coblier. Autora de diversos micros radiales, destacando el micro de Canal 9 de Santa Fe sobre personajes de la Historia argentina: Gregoria Pérez de Denis y Manuel Belgrano en el imaginario social. Responsable promotora del programa Pro Niño de Conciencia-Movicom Paraná: Para que los niños vuelvan a la escuela, años 2000-2005. Autora de las novelas Buscados, testigos de la muerte de Urquiza (2014) y Gregoria, en el fuego de la patria (2019). Forma parte de la Antología Poesía federal de SADE Nacional-2020.

www.mujeresdelahistoria.com/rescatando a mujeres

de la historia

Colección palabras dibujadas

CR ediciones: edicionescr@hotmail.com

CR-ediciones crediciones

Diseño: Georgina Varela

Análisis fotográfico: Luisina Raffo

Ilustración tapa: María de los Ángeles Fiorasso

LA OCAMPO

Elina Cabrera Anderson

1° Edición Abril 2022

Rosario, República Argentina

Cabrera Anderson, Elina

La Ocampo / Elina Cabrera Anderson. - 1a ed. - Rosario : CR ediciones, 2022. 68 p. ; 20 x 20 cm.

ISBN 978-987-48433-6-4

1. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo el diseño, por cualquier medio sin expresa autorización del autor.

Elina Cabrera Anderson

A mis hijas y a los prendidos a sus faldas

Todas las distancias, en el tiempo y en el espacio, se encogen.

Martín Heidegger

Las cosas

Lo esencial y lo más valioso en el ser humano es, para mí, el hilo de relatos que une una generación a la siguiente desde hace miles de años: el pase del testigo.

Hugo Beccacece. Discurso de entrada a la Academia Nacional de las Letras. 13 de septiembre del 2018.

Estos borradores, como escritos con yeso en pizarras de piedra negra, de principios del siglo XX, antes de pasar la esponja, muestran en caleidoscopio a una Victoria Ocampo. Hambrienta de cultura en una vida transcurrida en el país, entre guerras mundiales y la guerra civil española, brindó su ayuda a los artistas y escritores exilados. Sus amigos, muchos de ellos escritores, la alentaron a crear SUR, editorial que durante cuarenta años aceptó al talento como único requisito y que costeó a expensas de su bolsillo. Y no uso la palabra fortuna ya que su utilización es una especie de pecado nacional. Ricos los que dan, decía el Mahatma Gandhi en su campaña de no violencia. Inspirador en la revolución espiritual de su seguidor, Giuseppe Lanza del Vasto, así como de Victoria Ocampo. Estos borradores intentan descubrir, a un siglo de su nacimiento, a una mujer argentina, nacida a finales del siglo XIX, que no pisó las aulas y abrió las puertas a la literatura nacional, e internacional, de la primera mitad del Siglo XX.

Elina Cabrera Anderson

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Victoria y Angélica caminan con su madre a la iglesia de San Juan. Tomarán la comunión que se ofrece a los fieles desde la rancia época del virreinato. Victoria lleva una túnica blanca y un tocado puesto con maestría por el peinador de la familia. Dejan la casa que ocupa media manzana con más de treinta habitaciones. Los sirvientes, que van y vienen en los preparativos de un chocolate, saludan en el día especial a las mayores de las seis hermanas Ocampo.

En la calle, tres carruajes esperan a los familiares de la ceremonia que estará a cargo de un sacerdote, mas un tío y amigo de su abuela, que espera en el atrio en su formalidad. Victoria camina hacia el altar y repasa a los invitados: imagina que en ese momento histórico de su corta vida están presentes los personajes que habitan los relatos de familia. Le parece ver, en primera fila, a la cabeza enrulada de Sarmiento, el amigo de su abuela cuyas cartas se guardan. En el hombre flaco de sombrero y poncho a su tatarabuelo que fue enviado a Estados Unidos por el Congreso de Tucumán a dar las buenas nuevas. Y mira a la muchacha de rostro ancestral contra la pared y recuerda a Ágata, su antepasado guaraní a la que el conquistador Irala testó a su favor como madre de sus hijos.

Victoria aprieta el libro de misa para ahuyentar los fantasmas, misal escrito en francés que conoce de memoria. A medida que se acerca, la cinta verde que cuelga del libro de misa del altar le trae la cinta de la camisa de la institutriz francesa, que la semana anterior les quitó una revista que habían armado con su hermana robando tiempo a los verbos. En venganza, Victoria tiró el frasco de bizcochos que rodó hasta chocar con la pata de bronce de la estufa. Los rayos de ira se dibujaron en el vidrio y simuló arrepentimiento frente a su madre. ¡El vous jamais sere une dame! de la institutriz, fue más duro que la penitencia. La revista fue devuelta gracias a las súplicas de su hermana. Tres Ave María, tres Padre Nuestro y el Credo, fue el costo de la penitencia en la confesión.

Con las manos enredadas en el rosario de plata y cuentas de nácar, avanza sin pisar las rayas de los mosaicos que amenazan abrirse a las puertas del Averno. La hostia pegada al paladar demorará en purificar su atribulada alma. Por suerte, el perdón vendrá de las dulces miradas de sus tías que llenarán su limosnero a cambio de estampitas coloreadas de Paris.

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1898

1907

El sombrero de Casa Reboux

Lucienne Rabat, como todas las mañanas en la bohardilla que alquilaba con Carolinne Reboux, atizó el fuego y apoyó la pava de agua para el té. Se sentó frente a las tazas, abrió el pote de mantequilla y cortó dos rebanadas de pan esperando el borbotear. Mientras, Carolinne detrás de la cortina que armaba el miserable ambiente de dormitorio y taller, renegaba con el agua fría

de la jofaina que quitaba los besos de la noche. Habían pasado seis meses de haber vivido en sus casas a estar juntas, gracias a las princesas que las atiborraban de pedido de sombreros. Aquel tocado en V que era moda desde que la emperatriz Eugenia le echó el ojo a una clienta del taller, era furor en Paris. Ya no tenían que hacer el pan a la noche, ni sopa de mendrugos, ni hervir papas con cáscaras, ni regatear los domingos a Antoine por carbón, un pollo flaco y tajadas de tocino. Ahora pensaban armar el

taller en una calle del centro de Paris. Pero ni las tazas, ni el pote de mantequilla, ni la cortina de la pequeña ventana sospecharon que iba a ser el último desayuno de una pareja que últimamente mezquinaba caricias. El gancho de la puerta que sostenía el abrigo de Carolinne mostró la punta de un sobre como mecha encendida. Después de todo, no había secretos entre ellas, aunque últimamente entraban como el frio por los resquicios de la puerta y la ventana.

¿Un sobre dentro de otro que olía a perfume de alta sociedad? Las iniciales “CC” del remitente saltaron como vampiros a la luz. La gata ponzoñosa de Coco Chanel daba el zarpazo en letras de molde. La invitación a su taller era para Cherie Carolinne manos de maga. No había lugar para las dos. Las cartas de la vidente lo habían anunciado: una espada y una traición.

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Las clientas argentinas llegaron a Casa Reboux de Paris media hora antes de la cita. La asistente ofreció un té y chocolates de Bruselas a las dos mujeres para atender un pedido para una muchacha aun sin edad para lucir un grand chapeau.

Madame Carolinne, que usaba el apellido de quién fue su pareja, escuchó a la asistente y no se sorprendió, la gente rica era extravagante. A menudo, no sabía para quién era el sombrero: si para la muchacha demasiado joven apurada por casarse o para la mujer madura que quería recuperar su juventud.

Enterada del interés de la pequeña clienta, por la cabeza de Carolinne desfilaron plumas de avestruz de unos cuadros de indígenas de América que había visto en el Museo del Louvre. Pero estas clientas que hablaban como las de la no -

bleza, pagarían un sombrero que valía tres meses de alquiler, para posar nada menos que para el lunático pintor de moda que demandaba un grand chapeau. Carolinne tomó con precisión las medidas del contorno de la cabeza, mientras la asistente acercaba las muestras de los fieltros y terciopelos al rostro de una joven que no era pálido, tal vez por el sol del viaje en transatlántico, ni tan oscuro como los de América que vendía plumas que teñían para las bailarinas del Moulin Rouge. De todas maneras, le dio pena que el sombrero no fuera admirado en el foyer del teatro de Champs Elysees o en el salón de fiesta del Hotel Majestic donde asistían sus clientas. Pero Carolinne Ignora que el grand chapeau de la joven quedará inmortalizado en un cuadro de la sala principal de Villa Ocampo y en la tapa del primer libro de “Testimonios” de SUR.

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1909

Teatro de Champs Elysees: Isadora Duncan

-¿Cuánto costará llevar esta bailarina a Buenos Aires? Medio departamento seguro. ¿Y si le pido dinero a mis amigas de Buenos Aires fanáticas del ballet? -piensa Victoria. Pero está en Paris y a esa mujer semidesnuda, que baila cubierta por una túnica transparente y salta descalza en estado de ensoñación, le importa un comino bailar en un lugar remoto de Sudamérica. La acompaña una orquesta de pocos músicos que interpretan Chopin y es una más de las que vio inmortalizadas en el jarrón etrusco del Museo de Múnich. Pero Isadora Duncan no es francesa ni griega, es norteamericana y le ha declarado la guerra a la danza tradicional. Su amigo, Igor Stravinski, sentado contiguo a Victoria, conoce el público francés.

-Pasarán años antes de que la reconozcan -dice,

porque recuerda los silbidos y zapateos cuando presentó “El nacimiento de la primavera”. Pero, ahora baila Isadora Duncan y es dueña del tiempo, del espacio y del futuro. En el intervalo se acerca una mujer de casquete blanco sin tul, vestida con severidad monjil casi como la misma Isadora: es la chilena Eugenia Errázuriz, tiene una copa de champan y exclama: -¡Victoria! ¿Piensas lo mismo que yo? ¡Isadora nos muestra el futuro! ¿Te diste cuenta de que nosotras tres nacimos en América? Ella nos señala el tiempo nuevo, ¡ojo Victoria! ¡No es tu dócil amigo Igor, no te la vas a poder llevar a Buenos Aires! Eugenia ríe, dueña de un estilo de decoración que ha impuesto en cuanta mansión se precie de moderna en un Paris que le rinde tributo. Eugenia Errazuriz, inmensamente rica

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de familia de minas de Bolivia y Chile, gana su propio dinero sacando y poniendo muebles de mansiones como quién manda un niño a bañar.

-Tienes que conocerla personalmente a la Duncan, te la voy a presentar en el camerino cuando termine la función -dice y sentencia -sé que te llevaste las dos sillas de paja a tu departamento, ¡sillas salidas del cuadro de Van Gogh! ¡Con tu vajilla de porcelana y cubiertos de plata, te sientas en la primera fila del siglo XX, como dice mi amigo Picasso -tenés que conocerlo-, dibuja tetas con un compás a sus mujeres cúbicas!

Pasó el tiempo de aquel estreno en Paris e Isadora Duncan llegó a Buenos Aires en 1916. No con el bolsillo ni el dinero de las amigas de Victoria, pero tomaron té y salieron a pasear en el

Packard con José, el chofer que conocía hasta el ultimo rincón de Buenos Aires.

-¡Alé Josep! ¡Llévame a les quartiers, pobres! ¡Pobres como moi! Repetía Isadora Duncan con las actuaciones canceladas por haber bailado envuelta en la bandera argentina al compás del Himno Nacional. ¡Oh, Isadora! ¿Cómo explicarle que Buenos Aires respiraba aire colonial detrás de las fachadas francesas? -pensaba Victoria. Pero Isadora Duncan no se preocupaba. Estaba jugada con sus compromisos de la gira y bailaba en puntillas en el filo de la ruina: su tapado de armiño y joyas, regalos de su ex amante millonario, servirían de garantía en el hotel de Montevideo, como al jugador compulsivo el reloj al usurero.

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1915

Apuntes para “Testimonios I”

A los catorce años no podía jugar al golf dos veces con el mismo chico porque mi madrina, con los prismáticos desde la terraza del club, ponía el grito en el cielo. Hablar con un chico en una fiesta, era signo de compromiso y si me gustaba alguien realmente tenía que disimular y jugar a las escondidas. Era entendible; en los novecientos, los padres estudiaban con celo al candidato que iba a manejar sus intereses. En ese estado de ignorancia llegué al noviazgo con Paco Mónaco que fue morder una fruta desconocida nada más que por el atractivo color. Ya comprometidos, la tarde en que nos besamos y abrazamos largamente, no pude dormir convencida de que iba a romper el compromiso porque me había portado como una cualquiera. El casamiento fue de pocos, nada extravagante, y la luna de miel un calvario. Perder la virginidad fue una pelea cotidiana. Tuve que emborracharme para consentir. Pero la libertad vino de la mano del primo de mi marido. Fue vernos y entendernos que estábamos hechos uno para el otro. El regreso fue fácil, inventaba peleas hasta sacarlo de sus cabales. Una vez estuvo a punto de pegarme pero creo que fui yo la que empecé con una cachetada.

La pasión estaba desatada y estoy convencida de que corre en mis venas sangre de Ágata, la india concubina de Irala. Apasionada era una anguila para es-

cabullirme en una ciudad de gente que conocía muy bien. Para encontrarnos en un departamento alquilado era una odisea: primero llamaba a la florería, me iba en taxi porque iba a tomar el té a casa de mi amiga X, que era una de las pocas que sabía de todo este asunto, pasaba por la pastelería, compraba unas medialunas glaseadas con jamón, que le gustaban a Julián, y dos manzanas que escondía en mi cartera, porque el amor me daba sed y hambre a Julián. ¡Qué cosa los hombres!

Lo difícil, era zafar de Fani, mi ama de llaves, dama de compañía. Un poco madre y un poco niñera, ella sabía de mi terror a las tormentas, se quedaba sentada hasta que me dormía y mi flaqueza le daba derecho a ser guardaespaldas. El tiempo pasado con Julián tuvo sus matices. Duró diez años. Dos o tres amigas lo sabían, incluido mi marido. Dormimos en habitaciones separadas desde que llegamos de la luna de miel hasta que cambié. Hice hacer una casa para los encuentros con Julián, al comienzo regresaba a dormir a San isidro por terror de que se descubriera una situación tan clara como el agua. ¿Mi mejor época? Tal vez. Fue una iniciación a la libertad de amar. ¿Acaso los hombres no toman a las mujeres de a una o de a dos y las abandonan sin piedad?

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Visera de paja y anteojos negros

Palermo Chico. Victoria de visera de paja y anteojos negros, recorre los tablones movedizos entre los muros de la que será su casa, el petit Trianón que construye para su amor, es Luis XVI y María Antonieta a la vez. La luz nos despertará abrazados, piensa. Y la realidad la trae al apretón del brazo del constructor que la conduce por la escalera sin barandas. Por primera vez, lo que pisa es de ella porque vendió, con los ojos cerrados, una casa en Mar del Plata para pagar su libertad. No quiere mirar a los vecinos que pasan, ni a los autos que bajan la velocidad frente a la obra. El capataz tiene dudas sobre las ventanas que dan a la calle. Hasta ahora, nadie ha construido un cubo con ventanas como los que dibuja su hijo que va a primer grado de la escuela parroquial.

Las casas vecinas de balcones estilo Tudor de ventanas con cristales biselados murmuran detrás de enredaderas y rosales. El barrio salido de cuentos, invita a serenatas. No entiendo porqué esta ciudad de Allá lejos y hace tiempo, que imaginé leyendo a Hudson, tiene casas inglesas atiborradas de muebles venidos de tan lejos y recuerda a Rabindranath Tagore, pegado al sillón de mimbre, en el ale-

ro de la quinta en Miralrío. Pero hoy, Victoria asegura que su casa será la residencia de la luz y la sobriedad del estilo pone proa al futuro. El capataz se rasca la cabeza que tiene mas horas al sol que toda la luz del salón. Trabaja para el arquitecto Alejandro Bustillo, un hombre flaco de rostro severo, siempre inclinado en la mesa de edificios de cartón en miniatura, rodeados de lagos pintados, que mueve y gira en la mesa como si fuera Dios y mientras afirma que hace casas para la eternidad. El capataz tiene penas graves de terminar la casa cuanto antes y entrega a Victoria un sobre de la Municipalidad que recibió en la obra esa mañana. Ella lo abre y en la terraza lo arroja al vacío partido en dos en respuesta a vecinos que demandan la clausura de la obra, debido al ataque estético al barrio. Victoria quiere una casa como las que vio en las conferencias del arquitecto Le Corbusier, al que invitó infructuosamente a un Buenos Aires encorsetado en el pasado. Se lo imagina sentado, encandilado por la luz del ventanal, aprobando su coraje, aunque digan que ella, como Victoria de Samotracia, no tiene cabeza.

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1928

A los cuarenta años volví a nacer. Mi situación de mujer separada a medias me ponía en una encrucijada. Sabía de mujeres solas apasionadas con su trabajo. Y yo, ni chicha ni limonada, sin formación académica, mi único sustento era el coraje. La condición de mujer en esos tiempos era la de un cordero dispuesto al degüello. Nada había cambiado desde la época de George Sand. Ya no estaba mi padre y su generosidad para apagar mis cuitas e ignoraba los límites para jugarme en una inversión de una florería a una casa de modas. Lo único que sabía hacer era reconocer buenos libros y escribir cortos ensayos. Mis amigos escritores pusieron carbón a este tren: Georgie y Norah Borges soñaban con publicar con más libertad, Eduardo Mallea, amigo y jefe de redacción de La Nación, estaba un poco harto de la dependencia. Todos querían publicar en una revista de literatura. ¿Por qué no? Conscientes de la escasa demanda y poca vida, nuestra Revista se iba a vender fuera del

país. Los escritores españoles y franceses nos alentaban. El escritor norteamericano Waldo Frank insistía en dar a conocer sus obras que promovían una América sin fronteras. Y el escritor mejicano Alfonso Reyes reivindicaba la identidad pre conquista en su “Visión de Anáhuac”. La Revista era un postre sin penurias estomacales para esta mujer acostumbrada a paladear cuanta delicia se ofreciera.

Conocí a Roger Caillois en un curso de filosofía en la Sorbona. Nos enamoramos de inmediato a riesgo de que perdiera su cátedra por salir con una alumna. Él era asistente y traductor de la editorial de la familia Gallimard: hablábamos el mismo idioma, el francés bien hablado es un valor a tener en cuenta para los franceses y yo lo hablaba y escribía desde pequeña. Recitábamos los mismos poemas y él no entendía cómo, una sudamericana, pudiera conocer al dedillo la literatura francesa, y convengamos que más de

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SUR 1930

una vez le gané la partida. Fue fácil amarlo: de linda sonrisa, mirada inteligente, culto, sensible, frágil y pobre en un Paris en bancarrota que había salido de una guerra y estaba por caer en otra. Por él conocí el mundo de los escritores y artistas de Paris.

-Ma cherie, no es tan difícil sacar una revista, no estás sola, tienes amigos escritores que te darán una mano y los de acá, además, darás a conocer a los franceses -insistió.

¿Quién fue primero? ¿El huevo o la gallina?

¿Roger o mis amigas? ¿Las españolas María de Maetzu, Victoria Kent, la americana Louis Crane, la chilena Gabriela Mistral? De todas aprendí el coraje de llevar adelante sus ideales. Cuando Louis Crane en Nueva York fundó la “Revista Iberia” con Salvador de Madariaga, me dio ánimos para hacer lo mismo. Por primera vez los escritores de habla española entraban a la América del Norte por su revista. A mi me tocaba

hacer lo mismo: abrir la puerta a los escritores franceses e ingleses para ser conocidos en la América del Sur y traducir los propios para ser conocidos en Europa. Con solo pensarlo, el aire me cortaba la garganta. Ahí estábamos las mujeres en una especie de misión. En Nueva York me alojé en casa de Louise Crane, si se podía llamar casa al edificio más lujoso de cuatro pisos en la Quinta Avenida de Nueva York. Con su pareja, Victoria Kent, me llevaron a visitar a Gabriela Mistral en sus últimos días. Louise Crane manejaba un convertible descapotable blanco y las dos, salidas de una película de Hollywood con sus pañuelos atados en la cabeza y enormes anteojos negros me dieron dos consejos para la futura Revista: armar un equipo de colaboradores y sangre fría a la hora de vender. Lo primero me fue fácil, lo segundo jamás lo logré.

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1930

Agua de lluvia para el cabello

Diario

Mi abuela tenía la costumbre de lavarse el cabello con el agua de lluvia que se almacenaba en un barril bajo el techo de la galería. Más de una vez, yo sostenía la jarra mientras mi madre o Fani jabonaba su larga cabellera. Para mí, era un juego subirme al barril, quitar la pequeña tapa de madera y mirarme en el reflejo del agua: era Alicia al borde del pozo en el País de las maravillas, mientras gritaban a dúo: ¡con cuidado, no te vayas a caer!

Me da vueltas en la cabeza editar aquella primera obra de teatro que escribí, La laguna de los nenúfares, pero con otros personajes y un final diferente. Cuando se lo envié a José Ortega y Gasset, lo publicó en Madrid, en su Revista de Occidente, sin haber hecho correcciones. Y así, como agua va, ese descuido me valió críticas.

La obra, estaba basada en una historia con final triste que me contaban cuando era chica. En cambio, mi cuento tenía un final feliz. No era una copia, estaba modificada. Mis hadas que habitan la laguna son buenas y dan esperanzas a los chicos sobre los temas de la muerte, la vejez y las enfermedades.

Y en esta época, en que los libros del uruguayo Constancio Vigil dan consejos en las librerías y Lewis Caroll condena al té inglés a la eternidad, mi Laguna de los Nenúfares sería la lectura curativa que Eduardo Mallea recibía de su madre cuando guardaba cama por enfermedad. Y ayer, tuve la visión de mi abuela en el alero que, coronada en reflejos de plata, me esperaba con el jarrito de agua de lluvia. Uno vuelve a ser pequeño cuando piensa en las hadas. Estoy segura de que La Laguna de los Nenúfares podrá ser útil a un titiritero y a un director de ballet que sostienen un público hambriento de fantasía.

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SUR

Suena el teléfono a las tres de la mañana en San Isidro. José Ortega y Gasset, desde Madrid se ha olvidado que Victoria duerme y nadie atiende. Vuelve a sonar a las catorce horas, Waldo Frank desde Nueva York se ha olvidado que Victoria descansa a la hora de la siesta y las cortinas atrapan el sonido. Al día siguiente, suena el timbre de calle a las ocho de la mañana, José, el valet, se estira el uniforme y abre la puerta del recibidor. El cartero le extiende dos telegramas y tres cartas que depositará en una bandeja que Fani, su hermana y ama de llaves, subirá al dormitorio junto al desayuno. Victoria elegirá, de primer bocado, al telegrama de Paris, el mensaje es corto porque es caro y caro al corazón de Victoria: Cher amie: nuestros mejores augurios. Larga vida a REVISTA

SUR. Cuenta con tus amigos franceses, la familia Gallimard brinda por ti. Te abraza Roger. El segundo telegrama es del escritor mejicano Alfonso Re-

yes, su colaborador extranjero que espera leer en letras de molde el título de su ensayo sobre el “Reino de Anáhuac”. Falta el de Waldo Frank, su otro colaborador, que en Estados Unidos se tirará los pelos en la universidad por los horarios que le han impedido ir al correo. Fani murmura hacia adentro: Todos estos señores prendidos de las polleras de madame, mientras entrega la tarjeta del ramo de claveles rojo sangre que ha enviado el señor Eduardo Mallea, colaborador del grupo

SUR. Las cartas enviadas de Buenos Aires esperarán el final del té. Pronto vendrá el peinador y tendrá que cambiar la cara de mal dormida para recibir a los padrinos de una Revista que requerirá atención de recién nacido de una madre primeriza y sola. Está tranquila, sabe que el abuelo ingeniero Ocampo en el cielo, traza puentes azules entre SUR y países lejanos. A decir verdad, es el único que le tiene fe.

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1931

1933

La editorial

Han pasado dos años de Revista SUR y, por primera vez en la breve vida de las revistas de literatura, la Revista SUR pega el salto a la fusión -en términos actuales-, pero la fusión no es entre empresas sino entre las venas y el bolsillo de Victoria. Ya no está su padre con su desconfianza, le gustaría mostrarle los números de las ventas de la Revista SUR en París y Madrid. Pero no tiene tiempo para tilinguerias, diría su abuela que sacrificó un lote de libros comprados en Paris para la Biblioteca Pública, a pedido de su amigo Sarmiento.

Victoria guarda la pluma del primer cheque que hizo para la compra de la imprenta. No tiene que alquilar, su casa será la casa de SUR. Ignora que pasaran cuarenta años y cambiará mil veces de pluma y de ánimos. Siempre habrá una excusa para continuar, no será la primera ni la última en abandonar el barco. No nació para perdedora.

Pero hoy es un día especial, saldrá el primer libro de la editorial SUR y lo festejará en Villa Ocampo. Victoria hace colocar velas en los candelabros para dar calidez, cambiar las jarras de agua por las de vino y desempolvar unas botellas de brandy. Los invitados no son los usuales.

Ni Georgie, ni Norah Borges, ni Eduardo Mallea ni sus hermanas. Los invitados son artistas bohemios que acompañarán al visitante granadino. Quiere que se sienta cómodo. Lo que no sabe es que la sonrisa de teclas, el flequillo que no conoce peluquero y mezquina enormes ojos negros, se harán dueños de su espíritu y de la casa. El piano desconcertado, a merced del exigente afinador para las manos de Igor Stravinski, sonará a cuplés y el aire se llenará de poesía. El escritor alto flacucho, de traje por demás usado, en nada se parece al retrato prolijo de la contratapa que editará SUR por primera vez.

¡Ay! Por favor, Federico, recite usted Verde que te quiero verde, le ruega la anfitriona que sabe verso a verso El Romancero Gitano. Busca una pandereta, se apagan las luces y por la ventana entra la luna y la gitanilla. Está feliz, se pregunta si todos los libros que SUR edite le traerán alegrías o si el granadino será el presagio de un viaje con tormentas. Las coplas del Romancero riman casi inocentes viboreando entre las vértebras de un pueblo en guerra civil. Pero Victoria es ambiciosa, presume el costo político y no le importa. Los niños de las escuelas recitarán los poemas de Federico García Lorca al tic tac del corazón de los españoles.

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Nueve de la mañana en Villa Ocampo. Llueve. El timbre suena con insistencia, el hombre del correo entrega un sobre tamaño oficio de papel madera. José, el valet, evalúa la urgencia por las estampillas coloreadas y llama a Fani para que le comunique a la señora Victoria, que está pegada al teléfono desde que se despertó. Además, quiere esas estampillas que la señora

Victoria recorta y guarda para él. La filatelia es más que una afición, es conocer geografía, historia y las monedas del mundo, cosas que se aprenden en la escuela, afirma.

Victoria tiene un cortapapeles, al igual que las limas de uñas, en la mesa de luz, otros dos en el

cajón del escritorio y uno pequeño, de metal labrado de Toledo, en el bolso. Con el cortapapeles de la mesa de luz corta el sobre, con cuidado, y extrae una serie de fotos con una esquela de hotel. No se hace ilusiones. Es del director de cine ruso Sergei Eisentein que está en México contratado para hacer una película y al que ansía ver en Buenos Aires.

Las fotos muestran una muchacha vestida con un traje típico blanco que luce una trenza sobre el escote. Detrás, una larga mesa con cabezas de indios mexicanos como jarrones. Victoria traga saliva y no necesita palabras para captar el significado de las fotos.

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1933

México

Estimada Victoria:

Guarde estas fotos. Son el anticipo exclusivo de las que mostraré en el filme de ¡Viva México! Proyecto que está demorado con idas y venidas burocráticas. Hoy tuve una discusión con el distribuidor que me amenazó con sepultarla si no cambiaba algunas tomas. No me conoce, pero en vista de lo ocurrido regreso a Moscú. Las fotos son parte de ¡Viva México! y muestran la historia de un país que no ha cambiado desde Hernán Cortez. México recibe al turismo con danzas y no le interesa resolver la situación económica del genuino pueblo. Agradezco su invitación. Me quedo con ganas de ir a su Buenos Aires.

Le saluda

Serguei Eisentein

Avíseme cuando pueda ver alguna de mis películas. Si es que llegan.

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Un poema un niño

Victoria no sabe si levantar el teléfono o escribir una carta abierta a La Nación. Tiene la garganta cerrada y ganas de llorar. ¿Qué le pasa a la humanidad? Los gobiernos revolean niños como los cazadores hacen con las palomas para los buitres, piensa. Acaba de recibir una carta de Gabriela Mistral en que le pide que edite su libro para juntar dinero.

¡Claro que lo haré! ¿Para qué sirve la máquina de hacer libros sino le vamos a sacar provecho?

¿Será el libro de poemas de Gabriela buen negocio o serán piojos que pican sin llegar al cerebro? Porque ella dice que doscientos mil niños en Barcelona esperan ser repatriados por la guerra civil y México abre sus brazos solo para seiscientos…

Su amiga Victoria Kent hace campaña en Colombia y escribe a los demás países de lengua española para que los reciban. Se conocieron en Madrid, en el Colegio de Señoritas, donde se daban clases de arte, filosofía y literatura. En esa ocasión conoció a Gabriela Mistral y a María de Maetzu, primera abogada española.

Victoria recuerda: ¡Toc toc!, los nudillos de Gabriela Mistral en la puerta de la habitación del Internado Universitario para Señoritas de Madrid. Siempre de buen humor e incansable.

-¡Vamos doña pereza! ¿Has venido de tu Buenos Aires a dormir? Tienes media hora para desayunar y yo no tengo ganas de leer mis versos a gallegas y andaluzas que están convencidas que Chile Argentina y Perú son aun provincias del Virreinato! ¡Victoria es exigente con los horarios y seguro que los señoritos de Salamanca comen chorizo en clase!

Pero todo es pasado. Adiós a España, adiós al colegio, adiós a su hermano asesinado. Victoria Kent exilada es líder donde pisa. Desde Colombia escribe y pide ayuda para salvar a los niños huérfanos de la guerra contra Franco. Los recibirán Rusia e Inglaterra, países generosos de lenguas diferentes que cambiarán las palabras “huérfano” por “familia” en el refugio de la memoria infantil. Y nosotras, las mujeres sin hijos tenemos la misión de cambiar poemas por niños. ¡Ay, Gabriela! Si tuviera que ponerle un título a la campaña sería: Un poema un niño.

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1934

Diario

Anoche soñé que era enfermera y usaba una cofia blanca almidonada con alas de pajarraco, como esas que usan en las películas de terror. Escondida, detrás del biombo del consultorio del doctor Carl Gustav Jung, escuchaba las penas de amor que por mi culpa sufría el Duque Herman Keyserling. La escena surrealista, como de una película del director ruso Serguei Eisenstein, mostraba acostado, con sus piernas colgando de un canapé, al filósofo gigantón de metro ochenta y nueve que ostenta decir. Lo veía tendido lloroso, con las defensas bajas y me daban ganas de abrazarlo. Me desperté con una sensación amorosa, con su manuscrito de “Tipologías” sobre mi pecho, los anteojos torcidos y el ruido de una polilla aleteando en el velador.

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1934

Villa Ocampo – Carta Borrador

Dr. Carl Gustav Jung:

Distinguido doctor: le escribo estas líneas, aunque usted ya debe estar al tanto de las cuitas del Duque Herman de Keyserling -su paciente-, de las que necesito aclarar: después de una profusa correspondencia que mantuve con el Duque Herman Keyserling durante casi un año y medio, crucé la mar enamorada, fruto de mi temperamento volcánico, para desilusionarme al segundo. Me encontré frente a un hombre que devoraba el menú completo y bebía a mi cuenta la cara bodega del hotel Reservoir de Versalles, como soldado recién llegado de las trincheras, y en nada se correspondía con la imagen que me había creado. Durante la cena esquivé el insulto de “histérica” de parte de un hombre que confundió un encuentro de amigos por una cita de amor. Así que espero que la psicoterapia que realiza con usted logre que él y yo sigamos siendo amigos.

Agradezco su confianza del envío del manuscrito de “Tipologías”. Me hubiera encantado que viniera a dar conferencias sobre su obra, de la que estoy convencida que cruzará las puertas de la Academia de Medicina Argentina. Su aporte de la filosofía china ha marcado un antes y un después en la ciencia médica occidental. Escribe usted, de manera sencilla y atrapante, conceptos complejos como los arquetipos e inconsciente colectivo que no se necesita ser académico para leerlo y estoy segura de que este libro engrosará las bibliotecas de los estudiosos de la psicología, la medicina y gente curiosa. Por mi parte, pinto mandalas que consiguen distraerme y estar en paz. No se, mis angustias se deben a los hombres de los que me enamoro y los chichones en mi corazón saltan a la vista. ¡Qué atropelladas mis palabras! Salen de la pluma, salvajes y desnudas al ritmo de mi emoción. Verá usted donde me ubica, si introvertida o extrovertida. Una cosa tengo clara, que somos bien distintos con el duque y a todas luces la razón de nuestras desavenencias. Por otra parte, aquí en Sudamérica somos gente de palabra: todas mis promesas al duque, de dictar conferencias en Buenos Aires serán respetadas. La gente merece conocer un filósofo orgulloso de su escuela de la sabiduría, aunque entre nos… tal concepto para nuestra lengua es un poco exagerado.

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Chiqui chuiqui la silla de ruedas de María Rosa Oliver atraviesa la sala principal de Villa Ocampo. No viene sola, la acompaña su dama de compañía, que se resiste a llamarla así. Como buena socialista ella dice que es Zulema, su secretaria. Odia todos los términos del siglo pasado ligados a servidumbre. Victoria se alza de hombros y lo entiende. Son amigas de familias vecinas, sus vidas han sido similares de alto nivel económico. Desde chicas han vivido temporadas en Francia y educadas con institutrices francesas e inglesas, el idioma español es casi segundo idioma de las dos. Sus casas ocupan media manzana y los balcones soberbios forman parte de una arquitectura francesa extinguida. La familia Oliver cedió el balcón al elegido presidente Sáenz Peña para saludar a la muchedumbre frente a Plaza de Mayo. Las dos han escrito y dado testimonio de sus infancias de fines del siglo XIX en Buenos Aires.

Victoria lo hizo desde los zancos de la adultez sin juzgar y María Rosa Oliver con una mirada crítica. SUR no sería SUR sin María Rosa Oliver. Escritora y traductora, las dos mujeres del equipo de colaboradores ponen el alma a la par en el mayoritario grupo de escritores hombres. Pero ahora las dos están de acuerdo en abrir las cabezas a los jueces y políticos. No van a permitir que las pasen por encima con una ley que reivindica la discapacidad de las mujeres para administrar sus bienes. Han creado La Unión Argentina de Mujeres y están comprometidas hasta las orejas. El grupo de mujeres va creciendo y no les importa que las llamen mujeres ricas aburridas. Y a Victoria Ocampo le ha caído el título de Presidenta de la reciente asociación. Victoria lee enfurecida: No es el voto, sino la emancipación financiera la causa de la esencial desgracia de las mujeres. María Rosa Oliver arruga la frente y la previene, ojo con negar el voto,

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ese es tu problema, no entiendes nada de política Es verdad, pero pobres o ricas, dependen de sus maridos y votarán lo que les ordenen, dice. Están jugadas, saldrán a la calle a manifestarse. Los panfletos sobre la mesa ratona, el piso y la mesa del desayuno esperan ser repartidos. Victoria sueña con el divorcio, María Rosa Oliver con una ley que otorgue el derecho a la esposa de trabajar sin permiso de los maridos. La liberación del estado patriarcal. Ignoran que pasaran más de diez años antes de obtener el derecho de ciudadanas.

Tienen tres cartas que han escrito para pedir adhesión a la solicitada de exigir derechos ciudadanos a las mujeres a la Corte Suprema: una en francés para Marie Curie, otra en inglés para Virginia Woolf y otra para Gabriela Mistral. Victoria sabe que Eleonor Roosevelt responde las cartas de las lectoras, en su diario, pero no tiene tiempo. Sabe que cuenta con ellas y Gabriela le ha dado la idea de hacer una conferencia radiofónica

conjunta con Buenos Aires y Madrid. María Rosa Oliver está excitada, nunca se la había visto así.

-Mira Victoria, si sucede algo y nos detienen van a tener que dar explicaciones al mundo -alega como en sus reuniones políticas- Somos veinte mil y cada día llegan cientos de cartas de todos lados del país -asegura. En el fondo piensa que debiera hacer psicoterapia con el famoso doctor Carl Gustav Jung. La razón de la sinrazón fue cuando la iglesia le prohibió dar un recital que había organizado con fervor. En el fondo del inconsciente, la figura de su padre repitió la amenaza de rajarse la cabeza de un tiro ante la posibilidad de tener una hija actriz. La iglesia, conociendo su admiración a Gandhi y su amistad con el comunista francés Andre Malraux difundió de que era un mal ejemplo para las esposas arrastrando con su modelo de vida a las mujeres de clase acomodada que no hacen nada.

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Tiara de diamantes falsos y flores de gasa coloreadas

En la sastrería del Teatro Colón, el vestido de diosa ateniense espera a la señora Victoria Ocampo para la prueba final. Será la recitante de Persephone, obra dirigida por Igor Stravinski. Para el estreno, la platea y los palcos bajos están absolutamente reservados. Los abonados de los palcos altos están inquietos: será una fiesta mirar con prismáticos la entrada a la platea de mujeres con vestidos fabulosos, apuestos caballeros de levita y bastón como quién asiste al casamiento de un presidente. Todavía recuerdan los dimes y diretes de la pareja presidencial de Don Marcelo Torcuato de Alvear y Regina Pacini, la soprano portuguesa. Pero la razón de la inquietud es que esta noche actuará la Ocampo, mujer perteneciente a una de las rancias familias de Buenos Aires, y que, según algunos, lo hará por única vez y, según otros, saldrá de gira para vergüenza de su familia. Nadie ha prestado atención al argumento que explica el programa, ni al famoso director que viene de Nueva York, ni al regisseur que va y viene marcando en el piso la ubicación a Victoria

entre la orquesta y el coro. En la obra aparecerá desde las profundidades la diosa primavera Persephone que perfumará el aire, nacerá el trigo, traerá las golondrinas y cargará las vides. No, a nadie le interesa escuchar el recitado de Victoria con la rítmica modulación académica de clases con la famosa actriz Marguerite Moreno. Desconocen el arduo ensayo de ajustar las palabras a las manchas de tinta y la toma de aire al trazo del silencio. No, esperan ver el papelón de esa mujer que hace de su vida lo que quiere, que sube y baja del Packard como un hombre y que actúa usando su apellido.

El susurro rojo del público que asiste al Teatro Colón no saldrá defraudado. Lo que ignoran, es que el director vino a Buenos Aires con la condición de que la recitante de la obra Persephone fuese la dama que vive en Villa Ocampo de San Isidro. También desconocen que el director tiene los contratos y pasajes reservados para Victoria, para que ella actúe en los teatros de Río de Janeiro y Milán.

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1936

Once de la mañana de verano en San Isidro, invierno en Inglaterra. Victoria ha discutido con José, su chofer, porque quiere manejar el Packard hasta la embajada británica. ¿Tres libros o cuatro? Toma su lapicera y cuatro tarjetas para las esposas de los funcionarios de la embajada. El paquete de libros, recién editados en SUR, de la escritora Virginia Woolf huelen a pan dulce. Tiene en mente otros títulos de la autora, que llevarán su foto en la portada. Valió la pena invitar a la fotógrafa Giselle Freund en Londres. Casi una misión imposible la de haber soportado cancelaciones de esa mujer enigmática e interesante de Inglaterra, que aceptó al fin posar frente a la lente de Giselle. Victoria abre el capuchón de la lapicera que ha cerrado varias veces. ¡Merd! ¿A quienes se los dedicará? ¿A los funcionarios que jamás leerán los libros o a sus esposas que debieran, pero no tienen tiempo por las obligaciones sociales? Las conoce por sus nombres de pila y por haber jugado al Bridge con ellas: ¿Abi o Abigail? ¿Liz o Elizabeth? ¿Kati o Kathleen? ¡Merd!

El paquete de veinte libros de la edición en español de Orlando partirá a Londres vía la embajada y hay uno dedicado a su autora. La traducción lleva la firma de Georgie Borges, que confesó en una entrevista que, en parte, lo hizo su hermana Norah. Él tiene esas cosas, se olvida y dice lo que se le ocurre. Han discutido muchas veces porque SUR es una empresa y no un

entretenimiento de la reina Victoria -como sabe que así la nombra en privado-. Se olvida que es amiga de Norah, su hermana. La semana anterior se fue de boca en una entrevista diciendo que al principio la novela le pareció aburrida pero que al final lo fue atrapando en su creatividad y agudeza. ¿En que quedamos Georgie? No importa, Virginia Woolf no lee noticias de Buenos Aires y le duele un poco el rechazo que tuvo a la invitación de venir con su esposo para el Congreso del PEN. Tal vez, porque su fantasía se pierde temerosa en una América del Sur exótica. Y recuerda aquel té, acompañadas por un perro molesto, en que Virginia Woolf la incluyó -como a ella-, de pertenecer a la clase de mujeres pos victorianas incultas educadas por institutrices y desvelos en bibliotecas. Le dio la razón por su pobre manejo en la escritura del inglés, cuya enseñanza estuvo más enfocada a la pronunciación y modales que en la gramática.

Victoria acomoda los libros en el asiento de atrás. Está orgullosa de SUR y de abrir las puertas a la autora feminista mas importante de Inglaterra. Publicará el ensayo Un cuarto propio de la autora y un ensayo que ha escrito sobre ella. Pone en marcha el Packard rumbo a la embajada. Las flechas dibujadas en las tapas de SUR, mas afiladas que nunca, apuntan a un Londres habitado por mariposas gigantes en la fantasía de Virginia Woolf.

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1939

Sarrebruck, Alemania

Con la luz de unos leños en una choza de campesinos, escribo. Lo que hoy era mi regreso a Paris, terminó en una huella profunda de barro a pocos kilómetros de la frontera con Francia.

¡Pobre duque de Keyserling! Acudí a su llamado desesperado por teléfono para hacer de intermediaria con su ex esposa: le han quitado el pasaporte y obligado a permanecer en su casa por criticar al gobierno y dudo que pueda lograr nada con ella, cuyo apellido ilustre Bismarck es el mismo que ostenta en la reciente botadura el submarino alemán. Y yo aquí, de diplomática naif, pretendo enfrentarme a una guerra perdida, tan perdida como mi situación en este momento, donde la vida me ha puesto a prueba. El pan y los choclos que me han ofrecido de una fuente enlozada, ha sido la lección humanitaria y serena en contraste con la situación de un amigo enojado que habló durante horas frente a una mesa de vajilla de porcelana y copas de cristal. Me pregunto: ¿Dónde su Escuela de la sabiduría? ¿Dónde su filosofía crítica? ¿Dónde el coraje de catalogar con ligereza a la sociedad argentina como gente que hace lo que se le da la gana? ¿Dónde el gigantón conferencista interpretando ligeramente la cultura sudamericana en Viaje por el alma de un filósofo?

Aun tiritando y con el barro pegado en mis pantorrillas, sus problemas me parecen un mal sueño, un capricho de niño mimado. Su situación es el precio de una guerra perdida y yo una ingenua por poner en riesgo mi libertad por defender a un “enemigo” del gobierno. Después de todo, pensándolo bien, han sido benignos, no tiene que soportar el escarnio de la prisión y duerme en su cama.

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Astoria Hotel -Nueva York

Querida Angélica:

Primero, noticias de amigos: todos bien, melancólicos pero bien. Los americanos aman a Igor Stravinski y asisten a sus conciertos con fervor. Nos reímos cuando recordamos su estreno de “Nacimiento de la Primavera“, en Paris, con chiflidos y zapateos. Pero lo nuevo irrumpe picando la cáscara. La semana pasada abrí el diario y vi una conferencia de Albert Camus. ¡Imagina! Allá fui cruzando los dedos por encontrar a un hombre parecido al estilo de la traducción que hice de “La Peste“. Siempre me hago la ilusión de que el autor sea parecido a sus escritos. No siempre sucede. Lo sabes. Me pasó con el duque. Pero eso es otra historia. Y allí Camus, un hombrecito frágil, de hermoso rostro y mirada amable. Soy su traductora argentina -dije a un hombre con el que hablé dos veces por teléfono y mil con Roger Caillois para que intervenga ante el mismo Camus por el manuscrito de “Calígula. ¡Dios mío!

¿Cómo puede interpretar de manera tan sutil el autoritarismo?, le dije. Bueno, Stalin y Hitler son los “Calígulas“ del siglo XX, pero en realidad, tiene que ver con la condición humana, el absurdo existencial y el sufrimiento del hombre. Calígula no es loco, es simplemente cruel, dijo.

Como Imaginarás Angélica, el escritor francés rechazó mi invitación a cenar en el restaurant del Astoria. "Prefiero invitarla a comer a un lugar donde no necesite galera y levita", dijo sarcástico. Y, como si fuéramos amigos de la infancia, me dejo llevar por esas cafeterías Child“s de panqueques y huevos over easy a las que arribamos al azar. Nuestras caminatas, en la fiebre de una ciudad que crece a velocidad de adolescente, se suspenden, cada dos por tres, por la arenilla que lo enceguece y para lo que llevo varios pañuelos. Soy su nurse de la croix rouge, dice y reímos. Nuestras conversaciones giran por la nueva literatura francesa. Ayer leímos en el café páginas de “Tropismos“ de Nathalie Sarraute. Camus dice que ella es una gema que brilla en absoluta soledad y como tal revolucionaria, dueña del nouveau roman. Para ella, la novela es el museo de contar vidas ilustres que no son más que el propio escritor escondido. Y yo pienso, ¿para qué me voy a tomar el trabajo de escribir, si los escritores lo hacen por mí?

PD: ¿Es el borrador de una carta o un ensayo? ¡Llegué a las trece hojas, ni una más! ¡Hasta mañana!

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1943

1943

Astoria Hotel -Nueva York

Día brillante en la ciudad. El sol, en caleidoscopio, rebota en ventanas que tocan el cielo. ¿Cómo cuento sin herir a mis amigos franceses que están sufriendo la Ocupación? Mientras espero a Louise Crane y a Victoria Kent, para desayunar, miro por la ventana los autos y la gente en la vereda, pensando que, dolorosamente, del otro lado del océano, las calles y veredas estarán desiertas. En las tiendas, las mujeres mayores paseamos distraídas en un futuro incierto. La idea de un eventual bombardeo ocupa las conversaciones y los inmigrantes europeos aguardan en la isla de Ellis. Aguardan y esperan. ¡Qué palabra tan justa: esperanza! ¡Nada será imposible! Pintar rascacielos bajo el sol, será una fiesta comparada a las sirenas en la oscuridad de los sótanos. Pero aquí, este país se prepara para dar término a esta locura.

A las chicas jóvenes, y no tan jóvenes, se las adivina al pasar por el corte de pelo, por la sonrisa

de dientes perfectos y el paso firme: sirven al país con estudios o sin ellos, con oficios o sin ellos. Las instruidas en las oficinas de telecomunicaciones, las hábiles en las fábricas o en las sastrerías o en los talleres de la aviación, donde los paracaídas esperan ser doblados con rigurosidad, y las audaces de choferes de camiones. Los requisitos para ser aceptadas son básicos y rigurosos: buena salud, cuerpo fuerte y las independientes se juegan el destino de ser trasladadas… Suspendo.

Me distrae una mujer excéntrica, vestida a contramano de la temporada, que usa enormes anteojos negros de marco blanco, como salida de una comedia musical. Estamos en otoño y calza tacones blancos de verano sin medias. Viste saco blanco corto y la pollera, tableada a rayas blancas y negras, se abre y cierra como abanico sobre el mostrador mientras discute en voz alta con el gerente. A su lado, un hombre tipo ale-

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mán, de vestir sencillo, espera cabizbajo. Lleva una valija de esas que se usan para guardar cosas en desuso en la bohardilla.

-Es Peggy Guggenheim la millonaria -dice el mozo, y compruebo que debe ser la sobrina del que me ha invitado con una beca a visitar esta ciudad. Y yo, muerta de ganas de visitar museos, me doy cuenta de que el arte vive de pies a cabeza en esa mujer. Suspendo la carta.

-No necesitas caminar por Nueva York porque lo interesante circula en este hotel -me explica Louise Crane después de excusar a Victoria Kent que la dejó en la peluquería.

-Esa mujer que viste salvó a Marx Ernst de la muerte, en Alemania, por su origen judío y de la cárcel, desde la isla de Ellis, por su ascendencia alemana. Es una auténtica gata, no le importa de su otra mujer, Leonora Carrington. Hace lo que quiere dear -y agrega- Peggy es sensible al arte

y defiende una tendencia alocada que se llama surrealismo: cuerpos humanos geométricos, gatos durmiendo sobre violines, rostros en floreros rotos que exhibe en su casa-museo al que llama Art of the Century. Ella rescató las obras y envió en la bodega de un barco de Italia, antes de que fueran quemadas. Mi madre las quiere en el MOMA, pero Peggy tiene su propio museo donde come duerme y hace el amor -dice y agrega- tiene obras de un español, Picasso, de un austríaco, Klimt, y de Man Ray ¡y promociona a Jackson Pollock casi en exclusivo!

Y yo me quedo pensando en esa mujer de coraje que vive el arte, le hace la guerra a la sociedad de Nueva York y a su propia familia en nombre de una corriente artística que pinta la locura de esta época.

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Cuando la noticia del Gran Premio de Novela de la Academia francesa en Antoine de Saint Exupery hizo explosión en Buenos Aires, Victoria no se asombró. Sabía por Le Corbusier, que aquel hombre flaco de vestimenta extraña de aviador que cargaba una valija diminuta y se hospedaba en el hotel más elegante de Buenos Aires, era un escritor reconocido en su país.

-Ese aviador es un aventurero que recorre el mundo y escribe en las nubes -le había dicho Le Corbusier, a lo que ella le había respondido de que, en ese caso, no tenía nada que envidiarle, porque él era un arquitecto muy respetado que recorría el mundo dibujando el futuro.

-Tenemos mucho en común, buscamos la simplicidad en el silencio de la inmensidad -le contestó.

En aquel momento los diarios de Buenos Aires festejaban la nueva línea aérea que unía la Patagonia con Buenos Aires, ignorando que el aviador escribía Vuelo nocturno en el hotel Majestic, con vistas a la avenida de Mayo. Pero lo más estimulante de aquellos días, en que sopló la aguja de la brújula de Saint Exupery, fue cuando convenció a sus Amigas del Arte que homenajeaban al aviador, reticentes de comidillas, de invitar a la divorciada y rica salvadoreña

Consuelo Suncin.

-Fue un flechazo -dijeron, y se supo que Consuelo Suncin se fue a volar al Paraguay como quien acepta pasear por la costanera.

-Son uno para el otro -pensó Victoria, cuando se publicó la noticia de la boda del aviador y Consuelo Suncin en Francia.

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1944

San Isidro

Desde la mañana temprano en casa de Victoria el timbre no ha dejado de sonar. Es más, José no usa el uniforme por consejo de Fani, su hermana, el ama de llaves que tiene que acarrear cajas y paquetes que llegan de los almacenes y casas de amigos. En el living comedor, se amontonan los tarros de café, sobre la mesa los sobres de dinero y cheques, sobre las sillas cajas de jabones. Victoria escribe la lista de amigos: Georgie y Norah Borges, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea... La lista es larga y apenas cubren las expectativas de calmar, por unos días, la escasez: café, chocolate, jabón, papel, cintas para máquinas de escribir, entre otras cosas. El mantel que protege la mesa ha sido cambiado por una manta para resistir rayones de encomiendas atadas con hilo sisal y aseguradas con gotas derretidas de lacre. ¿Dónde los chocolates? ¿Dónde los cuadernos? ¡Que no se pasen los kilos! ¡Que nos van a devolver las cajas en la aduana! -ruega Fani que va y viene a la balanza de pesar leña del panadero, dispuesta en la entrada de servicio.

Las cuatro mujeres, Victoria, su hermana Angélica, la fotógrafa Giselle Freund y Fani tienen el corazón estrujado. Todo es poco para los amigos de Francia. Todo es nada compa-

rado a la escasez de la guerra. Victoria abre un telegrama de Estados Unidos: sus amigas Victoria Kent y Louise Crane preguntan ¿Dónde enviamos la ayuda humanitaria? ¿A Génova o Calais? ¿A nombre de quién?, ellas han pensado en los niños y envían pañales. Giselle Freund, la fotógrafa exilada francesa que fue pareja de Adrienne Monnier, conoce a los escritores de su librería la Maison de amis, de la calle 7 de L’Odeon, convertida en depósito distribuidor del café, chocolate, jabón y papel.

Victoria abre el telegrama de Francia y deja la tijera con la que corta las resmas de papel y el hilo sisal y lee: Francia escribirá elegías al café, al chocolate y a ti. Cariños de André Malraux y de la familia de la editorial Gallimard. Te abraza: Roger Caillois.

Son las cuatro de la tarde en el puerto de Buenos Aires, el despachante entrega a Victoria el recibo de trescientas toneladas de alimentos al puerto de Génova. El remitente lleva el nombre de una sola persona. El título que Francia le otorgará de la Legión de Honor será en nombre del grupo de Amigos argentinos de Las letras.

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1944

San Isidro

En el dormitorio de Victoria, el despertador corta el sueño de vaya a saber qué escena de amor. Son las ocho de la mañana y el sol, por la cortina mal cerrada, se cuela como reflector en una atmósfera teatral. Hoy es un día especial, la peluquera vendrá a las nueve y media, necesita estar a la altura de su invitada, la actriz española que deslumbró a Buenos Aires la noche anterior. ¿A las once u once y media? Victoria se levanta y se mira en el espejo del tocador. El rostro de Albert Camus aparece en el recuerdo y la mira de reojo desde el telegrama que leyó tres veces: Cher amie: le ruego que invite a María Casares en su paso por Buenos Aires con la Compañía de Margarita Xirgú. No se arrepentirá. Se harán amigas, como usted y yo desde el primer momento. Saludos. Albert Camus.

Victoria recuerda la obra La casa de Bernarda Alba de la noche anterior, la excitación del público y el aplauso reiterado. Pero Victoria siguió hasta el último gesto de la actriz María Caseres, la amante de Camus durante la ocupación, en el tiempo en que su esposa permaneció en Argel

con su familia. Después de todo, ¿quién es ella para juzgar, cuando se enamoró del primo de su marido en plena luna de miel?

Guarda la escena de Albert Camus fumando en el balcón de su departamento en Paris: su esposa Francine recibiendo emocionada muebles y vajilla comprado en los anticuarios por monedas, Fani protestando por el exceso de cosas en el baúl de viaje y ella clavada a un reloj que restaba con rapidez la partida de su tren a Londres. Pero la amistad es con Albert Camus y con SUR que abrió las puertas a los lectores de habla española. Y ahí, escondido en el texto del telegrama y en la fragilidad de su salud, se le ocurre un niño enfermo al que se le permiten toda clase de caprichos. Pero es el autor del terrible Calígula, del indiferente Extranjero y del apocalíptico en La Peste. Su obra, que apunta a la complejidad de la condición humana, hace latir un corazón que llegará a las once y treinta. Las dos mujeres se reconocerán inmediatamente en el amor incondicional a esos talentos solitarios, que, de tanto en tanto, llegan a la Biblioteca del Nobel de Suecia.

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1945

Boina blanca en la vieja Rambla

El hombre rubio, bronceado por el sol de Mar del Plata, de pantalón de fibrana marrón y chaleco gris que resalta sus ojos azules, hunde su mano sobre el flequillo, se agacha y desaparece bajo el trapo negro que cubre la cámara de fotos sobre el trípode. La luz no puede ser mejor para fotografiar a la dama alta que posa. De tacones bajos, pantalones anchos y boina al estilo Marlene Dietrich, deja y no deja ver, bajo el saco sobre los hombros una blusa blanca a lunares azules. En la intimidad secreta de la lente, recorre los ojos y la boca de la mujer que parecen salidos del Ángel Azul. Pero es madame Ocampo, como cuando la retrató por primera vez en Paris. No fue necesario rogar a quien se sabía en el mundillo del arte y la cultura, que ayudaba con dinero y conseguía pasaportes para América. Su vida pendía de un hilo y tarde o temprano andaría por las calles comiendo basura por criticar al nazismo. Le habían cerrado las puertas del local donde exponía con otros colegas y en las plazas los espías alemanes simulaban leer diarios en francés. Ahora en Buenos Aires, irónicamente, era “El alemán”. Ella da unos pasos para atrás y el viento del mar ondea en la ropa la ilusión de caminar. Sonríe confiada, sabe que la foto será en el ángulo perfecto como si estuviera en Europa. Pero no está en Europa, está en Mar del Plata y el clic del dedo es del artista y fotógrafo exilado, Gustav Thorlichen. El mozo del café donde opera “El alemán” le acerca al final de la tarde medialunas pellizca-

das y restos de pasteles rechazados por poco o demasiado almíbar. “El alemán” los guarda en el bolsillo externo del bolso de lona en el perchero cerca de la mesa que elige madame Ocampo para charlar con sus amigos. Las paredes del café exhiben fotos de artistas y escritores que reconoce por haberlos retratado en la escalera de la editorial SUR. Pero a la gente le gusta la de Vittorio De Sica, un italiano que firmó autógrafos hasta el cansancio en la mesa junto a la señora Ocampo y la del mozo de perfil de delantal almidonado y bandeja. Todas firmadas como si fueran cuadros. “El alemán” entrega la foto reciente a la señora Ocampo que pasará al portarretratos de la sala y extrae una carpeta con paisajes: las cataratas del Iguazú, el espejo del lago Nahuel Huapi, el elegante estilo inglés del Club de pescadores sobre el Rio de la Plata, el perfil de la recova de Mar del Plata. La foto de una llama en un paisaje árido de cactus hace reír a la señora. -Usted ha sabido interpretar el anhelo de un viajero que cruzará el mar para conocer nuestros paisajes, así como nosotros cruzamos hacia Europa en pos del arte gracias a La Gioconda de la lata de dulces, la Victoria de Samotracia de las postales y La piedad de las estampitas -dice exaltada y agrega- no se olvide de la Pirámide de Mayo. Estas fotos serán parte de un almanaque que recorrerá el país y el mundo -dice. Y las propinas serán en liras y peniques, piensa el mozo, acostumbrado al avant premier de noticias de un café que aglutina celebridades.

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1945

El Teniente inglés tiene la orden de acompañar a la señora Ocampo al avión que partirá a Alemania a la ciudad de Núremberg. Ella parece una de esas actrices y cantantes elegantes que fueron a la guerra a distraer a las tropas. Pero no es una artista ni la esposa de ningún ministro, es una periodista argentina que habla inglés con acento francés. El Coronel no le ha dado explicaciones al Teniente: órdenes son órdenes. La señora se sienta en un pasillo interminable de asientos de acero de un avión que en tiempo de guerra arrojó miles de soldados paracaidistas de los que regresaron cientos. Cruzan el Canal de la Mancha, Francia y llegan a Alemania. En el aeropuerto, un coche los espera para llevarlos al hotel. El Teniente ve cómo cambia el rostro de una mujer que ya no parece una artista y ha empalidecido en la visión de las calles recientemente habilitadas entre escombros oscuros de edificios en que merodea gente como fantasmas.

En el hotel, el Teniente le ofrece una botella de agua y le previene que no tome la de las canillas. La señora sonríe y muestra unos dientes

perfectos que lucen las mujeres de las revistas y recuerda las cartas de las penurias que pasaron sus hermanas en tiempo de guerra: de la escasez de alimentos frescos, de la hinchazón de las encías, los dolores de muelas y la desaparición del dentista en el bombardeo. Tampoco entiende como ella no escribió en un cuaderno durante el Juicio como lo hicieron los reporteros y se negó a visitar la exposición de objetos de horror. El Teniente la acompaña en la llegada a Londres hasta la oficina del Coronel que la recibe y le entrega un cuadernillo de sanidad: tiene que reportar cualquier síntoma de fiebre, diarrea, alergia o molestias respiratorias que sienta en los próximos treinta días. La señora explica que siguió todos los consejos, que casi no probó alimentos y no se quitó los guantes ni para almorzar, llámense sándwiches, salchichas y huevos revueltos en una bandeja del comedor improvisado para militares y reporteros del mundo. -De todos modos, el mal de las enfermedades no estaba en el agua y los alimentos, estaba en el aire -le respondió el Coronel.

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1945

¡Depacífico nada! -piensa Victoria Ocampo en Chile de pie, junto al pequeño grupo de autoridades que sostienen sus sombreros al viento del mar. Invitada al descubrimiento de un monumento a Gabriela Mistral, siente la desolación cuando fue a verla postrada en Nueva York, su última residencia. Las palabras del discurso se pierden en la flora del parque junto a

los niños, los verdaderos dueños de sus versos. Pero ya no está y nada tiene que ver con ese rostro ancestral tallado en piedra por Laura Rodig.

Laten en Victoria los versos del poema de Gabriela Mistral Recado a Victoria Ocampo en la Argentina

Tu decidiste ser la terrestre y te sirve la Tierra de la mano a la mano, con espiga y horno, cepa y lagar.

Te quiero porque eres vasca y eres terca y apuntas lejos a lo que viene y aún no llega; y porque te pareces a bultos naturales; a maíz que rebosa la América -rebosa mano, rebosa boca-, y a la Pampa que es de su viento y al alma que es del Dios tremendo…

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Laartista plástica Laura Rodig ha creado amorosamente la escultura de quien fue su compañera durante varios años. Viajaron y vivieron juntas en cada país donde Chile creó una oficina de futuro consulado. Pero Laura Rodig Pizarro es quien es por mérito propio. Reconocida en Paris, sus esculturas marcan un antes y un después en el arte.

Y ahí está ella, al lado de Victoria Ocampo, tiritando y con la cabeza llena de preguntas ¿Será generosa Doris su compañera norteamericana, en querer compartir parte del legado de los últimos años de Gabriela? Laura quiere armar un museo y sabe que sus versos deben estar en cajas en Nueva York en papeles de servilletas y hojas de anotadores escritos a lápiz que encontraba a mano. Sabe que nada se perderá. Victoria recuerda el proyecto que obsesionaba a Gabriela: escribir sobre la flora autóctona chilena. Victoria se sostiene la chalina a punto de volar y se da cuenta del valor de la amistad, una amistad que jamás interrumpieron. El frío que atraviesa el abrigo trae el recuerdo de la celda en la cárcel en Buenos Aires, El Buen Pastor. Era el día veintisiete en la prisión cuando la monja de pie frente a su camastro le pidió que la acompañara. No era día de visitas y las

compañeras pegaron un salto y al unísono dijeron ¡te vas! Y, sin tiempo de despedida y abrazos apurados de sus compañeras, se vio en la calle. Ahí, confundida entre llantos con sus hermanas, le dieron la noticia: su libertad había sido el logro de Gabriela Mistral que, desde Estados Unidos, había enviado una carta perentoria a Perón. La misma que publicó en un diario de Nueva York, difundió por radio a Madrid y envió a Francia y al ministro de India... Aturdida levantó el teléfono y Gabriela Mistral, como toda respuesta dijo:

-¡Pues nada Votoya! ¡Tú hubieras hecho lo mismo por esta india vasca! Llamándola Votoya que adoptó de los hijos pequeños de los cuidadores de la casa de San isidro que así llamaban a Victoria.

Breve e intenso, el diálogo cruzó miles de kilómetros. El mismo e intenso diálogo que tuvieron cuando Gabriela Mistral ganó el premio Nobel. -¡Gracias! Pero, mira Votoya, no me hace muy feliz este Premio, ¡voy a tener que soportar rostros cambiados en mi país! Y esa era la estatura de Gabriela Mistral: más alta que la montaña más alta de Chile y tan pura y fuerte como esa piedra frente a ella.

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1959

Habla el algarrobo del Museo Pueyrredón

Tengo visitas. La señora Victoria Ocampo ha cruzado el parque y gira a mí alrededor. Su voz se confunde con el parloteo de mis inquilinos. Soy el primer actor de una obra que ella ha escrito para mi y la función será en el patio con coro y voces. -Soy como el Partenón -dice- y mi voz se escuchará desde los siglos. El jardinero, a machetazos, descubre refugios que han ido cambiando de dueños desde épocas pretéritas a la Independencia. Bueno, ella es un poco exagerada, no soy tan mayor, pero he sido testigo de conversaciones de gente que mira desde los cuadros del museo y en los manuales escolares. Mi viejo corazón late avivado por riegos inusuales y anoche me costó dormir por reflectores y parlantes. La vieja casona de paredes blanqueadas me trae el recuerdo de aquel ir y venir de carruajes y caballos atados en palenques que hoy no están, tampoco los nidos del alero ni los grillos de la galería que se han tenido que mudar. Desde hace doce años los escolares que visitan el museo escuchan de la guía -Entre estas paredes de adobe se hizo la patria. Pero nadie cuenta que bajo mi sombra hubo un banco del que escuché secretos de familia y proyectos audaces para hacer la patria.

La señora Victoria afirma que los poetas han cantado a los árboles, pero no lo bastante. Y que nunca ha leído algo que se asemeje a esas voces de esos troncos, ramas y hojas que la acompañaron en su infancia con insistencia inolvidable. Y asegura que en este parque antes de que fuera parque y solar, caminó Don Juan de Garay en la fundación de Buenos Aires. Lo que yo sé es que San Martin, entre mate y mate, convenció al Director Supremo de la necesidad de cruzar Los Andes. Y a mis pies, Doña Mariquita Tellechea le dio la noticia a Don Martín de Pueyrredón del hijo por venir.

Pero lo que no se sabe, es que cuando el joven Prilidiano se hizo pintor tuve que soportar críticas por el color de mi follaje -¡Qué temprano eres ocre, que al mediodía brillas como un farol que a la hora de la novena te pones marrón! ¡Y no le das tiempo a mi paleta, algarrobo viejo y caprichoso! ¡Claro, era moda eso de andar pintando paisajes y yo tuve que hacer de modelo del señorito! A un siglo y medio de la Independencia, las voces del coro invocan al cronista de Hernán Cortés que, al ver los rostros incrédulos del séquito del rey, dijo -Si no me creéis, preguntadle a los árboles y a los pájaros!

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1961

Borrador por el Centenario del nacimiento de Rabindranath Tagore:

Hoy, en el Centenario del nacimiento del poeta bengalí Rabindranath Tagore… del que me enamoré -piensa. Y Victoria suspende la escritura de la cuarta hoja que ha iniciado en la máquina de escribir.

A los setenta y un años se siente de treinta y cuatro y la habitación se ilumina en la escena del recuerdo. Y ahí se ve, en la quinta Miralrío que ofreció al poeta y a su secretario, cuyo alquiler le costó un broche de diamantes. Cargada de flores recién cortadas, puro pretexto para entrar en la habitación donde el poeta descansaba en la poltrona de mimbre. El pelo gris blanco que llegaba hasta los hombros y el hábito hindú que marcaba su cuerpo delgado daba la sensación de estar ante un hombre viejo, un patriarca de las estampas, pero no lo era y ella se esforzaba en parecer una mujer formal, criada al modelo de una institutriz inglesa al decir de Drieu La Rochelle, pero no lo era. Victoria, encendida, se agachó para arreglar las flores de la mesa de luz y él extendió su mano hacia uno de sus pechos. Ella retiró su mano delicadamente y él sonrió atribulado. ¡Qué idiota! Hoy siente el calor de su mano y se arrepiente de haber sido tan pacata, tan reprimida, dirían las generaciones hoy. Y no es que ella lo fuera porque había un amante que

estaba como loco. ¡Todos los sentimientos encontrados!... Y ahí, el secretario inglés golpeando delicadamente la puerta en una batalla de celos del poeta con una prometida rica que lo esperaba en Inglaterra. Y vuelve el recuerdo de ellos en la galería, desplegando sobre la mesa de mimbre bajo la enredadera de flores extrañas, láminas que el poeta febrilmente produjo en la noche anterior.

-Usted debiera mostrar al mundo sus dibujos -le dijo. Y nunca imaginó que la muestra en París iba a despertar una cadena de invitaciones de las embajadas de Europa y cartas trasnochadas del poeta enviadas desde las estaciones de los trenes.

Victoria busca la foto del grupo en el pequeño salón de la galería Pigalle de Paris, donde posa con Rabindranath Tagore y la condesa de Noailles. Organizar la muestra de dibujos del poeta no fue difícil. Su amiga, la condesa de Noailles escribió el folleto de la muestra, sus amigos levantaron el teléfono y corrieron la novedad. Rabindranath agradecía con sus manos en plegaria a gente curiosa de saludar a un poeta que cargaba un Premio Nobel. Los amigos de Victoria en la muestra observaban cada gesto fanta-

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seando una relación amorosa que se rebelaba en las figuras insinuadas pintadas en su visita a Buenos Aires. Ella lo había logrado otra vez. Era su íntima victoria de amistad, como a un niño malcriado le regaló el sillón de mimbre para dolor de cabeza del capitán del barco que hizo sacar la puerta del camarote para acomodar un sillón nada especial, de los que había en cubierta. Sillón que lo acompañó siempre, que mostraba en líneas difuminadas a una mujer sentada de perfil y otras que dejaban volar la imaginación. Paris les regaló nueve días desde aquel 2 de mayo de 1930 en la muestra en la Galería Pigalle al día once en la Gard Di Nord. Nueve días juntos en una ciudad sin chaperonas, sin dar explicaciones, de largos paseos por jardines y museos, sin saber que la estación de trenes sería testigo del último abrazo. La amistad quedó sellada en una vasta correspondencia y poemas dedicados a Victoria Ocampo, despertando una cierta curiosidad en altas esferas gubernamentales de India. Ella conoció y admiró la política de no violencia del Mahatma Gandhi en París. La vida giró y abrió su visión espiritual con Rabindranath Tagore, como afirmaron sus allegados y testigos del alumbramiento de Revista SUR.

Victoria encara las teclas, giran las palabras del hombrecito esquelético de ojos grandes. Rico es el que da. Siente la rusticidad en los labios al contacto de la jarra de cerámica de la comunidad hindú de Lanza del Vasto y la aturde el insistente silbato del tren en la Gard du Nord en la despedida con Rabindranath. Gira el rodillo de la máquina de escribir, no es la joven María Elena Walsh a que le brotan canciones en sonrisas, pero llenará las cabecitas de delantales blancos con el Había una vez como lo hace con sus sobrinos y los hijos de los caseros. Contará que hubo una vez un poeta que nació en India y creó una escuela para niños sin aulas ni cuadernos ni bonetes de burro para aprender a leer y cantar canciones de Paz a la humanidad que se llama Shankiniketan. Y sabe que, entre las flores del jardín donde vivió el poeta, su nombre Vijaya permanece en el recuerdo de su familia y alumnos. Piensa en las caras de sorpresa de las autoridades del Ministerio de Educación que al escuchar su cuento sabrán que no es un libro más, sino, alimento espiritual en versos de Rabindranath Tagore.

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1961

Victoria relee la cartita, mas bien una esquela de María Elena Walsh. Un sentimiento amoroso le invade cada vez que recibe noticias de la niña de Sur, como la llama porque María Elena pertenece a una generación joven lectora de obras que salieron de la editorial. La amistad comenzó en la lectura de sus poesías en los diarios y siguió con la invitación de publicar en SUR. ¡Qué atrevida propuesta editar a una escri-

tora joven de apariencia inocente que tira flechas a un mundo del revés! Pero no se equivocó, María Elena se hizo conocer. Cruzó el océano y sus versos fueron recibidos con beneplácito. En París nadó como pez en el agua para un público amante de la pureza de sus letras. Victoria se complace en leer cada noticia y ahora tiene en sus manos un nuevo disco de Doña Disparate y una esquela:

Querida Victoria: …No sé cómo pedir disculpas a tantos olvidos de papel, pero le aseguro que usted está siempre presente en mi corazón. Su teléfono es de piedra. He querido comunicarme varias veces sin éxito. No todo es mi culpa y para que me perdone si le parece bien, le sugiero que invite a los chicos de la familia porque con Leda queremos hacer la avant premier en su casa de” Canciones para mirar”.

Reciba un abrazo de María Elena Walsh

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… ¡Claro que sí!, contesta en la postal que tiene a mano y que envía con José el chofer. Pone el disco Canciones para mirar y la voz de María Elena hace eco en el salón y en su infancia. Victoria se emociona, no está allí sino en el dormitorio de sus hermanas pintándolas con el lápiz labial que le sacó del bolso a la institutriz. En la siguiente canción está subida en su árbol escondida mientras la llaman para la hora de las escalas en el piano.

-Para los niños es fácil -piensa Victoria- ellos se identifican con las canciones de María Elena, ríen, cantan y se mueven. En cambio las personas mayores nos atragantamos, como le pasó con Eduardo Gonzales Lanuza cuando asistieron al Casacuberta para ver el espectáculo de Mambrú se fue a la guerra. Ahí estaban los dos compartiendo pucheros en la última fila del teatro Casacuberta.

Pero Victoria tiene una pequeña espina con la niña de Sur de la que intuye ya deber ser perdonada. No olvida su cara de enojo cuando la fue a buscar a Ezeiza al regreso de su estancia en casa de los Jiménez en 1949. Una idea que fue concebida con Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, en su visita a Buenos Aires, de invitar a María Elena Walsh a pasar una temporada en Maryland trabajando sus poesías para sacarle potencialidad y brillo. “Ella tiene que sacar provecho de Platero” -dijeron al unísono convencidas de saberla una roca de diamante. Pero las dos se olvidaron de que María Elena era una muchacha sensible a los rayones y tachaduras que el escritor devolvía cada mañana a la hora del desayuno entre tortas y medialunas. Fani, su dama de compañía -que donde ponía el ojo ponía la bala- tuvo razón al decir en la despedida, en Ezeiza, de María Elena -Seguro que cuando la señorita regrese de la casa de Don Platero le va a cantar a las vacas y a las hormigas.

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1961

Victoria, en la sala de espera del oculista en Buenos Aires, tiene un libro en la mano para explicarle al médico que no puede ver con precisión las letras. ¡Qué insolencia la suya! La de aparecerse con Trópico de Capricornio, que ruborizará a un hombre, no porque sea tímido sino porque le parecerá un olímpico atrevimiento de parte de una señora mayor. Se levanta y observa una lámina del ojo en la pared, busca el cristalino: “esa parte sutil y minúscula que conduce nuestros actos… todo lo vemos y juzgamos”, escribe Blaise Cendras, el escritor considerado por Henry Miller su maestro. “Yo presto atención a esos destellos imperceptibles, al lenguaje de las sombras, a todo lo que escapa a la tiranía del cristalino”. Victoria ha tomado una decisión, editará a Henry Miller, a pesar de las críticas en los corrillos de SUR y del irónico Georgie. El médico abre la puerta y Victoria guarda el libro. Sobre el escritorio, le llama la atención una revista médica en inglés que hace la publicidad de un anticonceptivo. ¡Estamos en plena época de la revolución sexual! -afirma el oculista ante su observación y Victoria se da cuenta del

paso que han dado las mujeres en el mundo y se siente protagonista. En el próximo número de SUR, en la tapa del número 272, Henry Miller sonrojará a la pacatería porteña y abrirá las puertas a la nueva literatura.

Resuena el texto de Sabiduría del corazón, de Henry Miller, leído con dificultad la noche anterior.

“Antes de comenzar este relato, empecé escribiendo que Mlle. Claude era una puta. Pero ¿qué nombre debería dar a las demás mujeres que conozco? Tal vez, solo Claude… No recuerdo si le dije en el acto que la amaba. Probablemente sí. De todos modos, si lo hice, ella lo olvidará al instante…Me parecía nadar en el calor de su carne… No nadar, sino ahogarme de goce”.

En el camino de regreso de la óptica, José el chofer, ríe por dentro. La lupa con la que pasa horas disfrutando su afición por las estampillas permitirá que madame disfrute la revista que sacó de la sala de espera.

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Victoria se baja del coche frente al Hotel D’Ville que le ha enviado el gobierno de Francia. Una cara conocida la recibe, su querido amigo André Malraux le tiende la mano. Victoria observa la alfombra que han extendido en la escalinata más antigua que guarda pasos desde la época de los Reyes. No es Liz Taylor en Cleopatra, ni Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó, como otrora segura de su belleza y elegancia. Su rostro, bajo el maquillaje, oculta una cierta alergia que le ha hinchado la mejilla, motivo por el cual casi aborta su presencia en el Hotel D’Ville. Pero tendría que haber soportado a André Malraux, hoy ministro de Guerra del gobierno del general De Gaulle, ofendido. Conoce el salón, pero esta vez su nombre está pegado en el respaldo de la silla en primera fila. Delante, un largo escritorio exhibe cajas abiertas con cintas y medallas. Recibirá la Legión de Honor de Francia por sus servicios prestados durante la posguerra: tres toneladas de alimentos a los intelectuales, ayuda a los artistas con pasaportes y asilo, publicación de las Letres francaises por SUR desde Buenos Aires que fueron enviadas por aviones ingleses. La lista es larga pero no está de humor. Nadie está de humor recordando la Ocupación por más roja que sea la alfombra,

por más doradas que sean las patas laqueadas del escritorio y por más azules que sean los lirios de las cortinas del salón. Victoria tiene el corazón apretado, un hombre a quien amó, un intelectual que se pasó a las líneas del enemigo le envió una carta con André Malraux antes de suicidarse. Drieu La Rochelle. ¿Entonces? ¿Esta mujer que amó al enemigo merece un premio?, piensa. Se conocieron antes de la guerra y su nombre forma parte del grupo de intelectuales colaboradores de SUR. De Gaulle está informado y lo dejan pasar. Pero no le importa, en parte está convencida que la alergia que explota en su rostro es el resultado del contrasentido.

¿Qué les pasa a los hombres que siembran la muerte y suponen que una medalla pueda olvidar?

Victoria recibe la Orden de las Artes y de las Letras en manos del presidente De Gaulle. Musita un gracias. Mientras, en el recuerdo, Drieu La Rochelle, el filósofo atormentado de mirada profunda que la encendía sin razón, tira el cigarrillo al Sena y la calla con un beso.

-Me vuelves loco! ¡No entiendes rien de rien de política ma cherie”!

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1962

1962

Enun pueblo del Sur de Francia, precisamente en Haute Languedoc, la poca gente que aún persiste en vivir allí no sale de su asombro: primero, vinieron dos familias y se instalaron en un campo que fue ocupado por los militares. No vinieron a acampar sino a vivir, decían en voz baja, pero, lo que fue un pequeño campamento de hippies se convirtió en una comunidad de locos. Poco y nada consumen en el pueblo, vienen en carros, vestidos austeramente como campesinos. Lo que más desconcierta a los pobladores son los viajeros bien vestidos que bajan del tren preguntando por el conferencista Lanza del Vasto, líder del pequeño grupo de locos. ¿Qué dicen las autoridades ante tal atropello? Surcan la tierra, arman telares de lana que sacan de un puñado de ovejas y se lo pasan cantando. Victoria, que ha leído artículos en pro y en contra, baja en la estación de tren y repite las mismas preguntas a gente curiosa que merodea la estación.

-¿Cómo llego al Arca? ¿Hay algún auto de alquiler que me acerque al lugar?

-¿Arca? ¿Usted se refiere a esa gente de afuera del pueblo que quiere cambiar el mundo?

Victoria no entiende semejante actitud ante un grupo de familias que sigue las enseñanzas de Gandhi: un lugar para inaugurar la política de no violencia, porque, después de todo, las cosas no han ido tan bien en este mundo. Victoria ha leído los libros del líder y quiere editar en la Argentina los conceptos de la Nueva peregrinación de Lanza del Vasto en su recorrido por India. Ella conoció al Mahatma Gandhi en París y le dolió el ácido mote de “Ese esquelético hombrecito vestido con un mísero taparrabo”, de Churchill, que estaba molesto y tenía razón: el hombrecito estaba despertando al gigante indio con su método de no violencia. Y recuerda el gesto comprensivo del Mahatma Gandhi en su gira por Europa, cuando el Papa prohibió su escala en Roma. A Victoria no le costó mucho tomar el tren hasta el pueblo. Quería vivir la experiencia ancestral de comer una papa cosechada entre canciones y conversar con las mujeres mientras manejaban el telar. Dos días antes, en París, su hermana le había gritado por teléfono que no tenía edad para meterse en una carpa y morir de una neumonía en el lugar más inhóspito de Francia. Por suerte, un par de periodistas que viajaban al Arca, le quitaron los temores.

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A Waldo Frank

Querido Waldo, nunca te conté las caras de extrañeza que tuve que soportar cuando te incluí en el grupo de colaboradores de SUR ¿Qué hace un americano en SUR? ¿Para quién vamos a escribir? ¿Para los Estados Unidos?, repetían, y supe que me iba a pasar la vida explicando nuestro proyecto de un puente continental como decíamos en nuestras conversaciones o delirios, -esta palabra no es mía, imaginarás-. Nos conocimos en Buenos Aires cuando llegaste con la intención de armar una revista de literatura. Convengamos que la suerte tocó el timbre en mi casa, vos habías venido para hacer la revista con otros y no se pusieron de acuerdo, era mucha la inversión y poco prometedora la ganancia y yo, nula en contabilidad y excesiva fantasía, te abrí la puerta. No sé, me conmovió un profesor universitario, que había llegado desde el otro extremo del continente a proponerme una “América” sin fronteras y más allá de los idiomas. Y yo, como la Reina de Castilla pelando cebollas y escuchando al navegante genovés, me dejé convencer. Nos reconocimos mutuamente y nos tomamos de las manos como niños errantes Proyectamos una revista bilingüe, inglés-español, que tratara los problemas americanos y al mismo

tiempo diera cabida a la mejor literatura que nuestras dos Américas podían dar. América significa padecimiento por la cual estamos dispuestos a sufrir, incluso contra nuestra voluntad, dijiste, a lo que te confesé que Europa nos atraía y nos rechazaba y que, cuando estaba en ella, sentía que pertenecía a una América tosca, no sazonada, informe, caótica. Cuando salió el primer numero de Sur me escribiste: “La primera impresión de SUR es de un absoluto americanismo. El espíritu de la revista es claro, fresco, una mañana del espíritu”. A lo que te contesté que vinieras urgente porque María Rosa Oliver y Eduardo Mallea te esperaban para traducir. Yo tenía cuarenta años y la posibilidad de la Revista brillaba como el faro de la Torre de Hércules. Pero el tiempo pasó y las piernas de Hércules yacen en el fondo del mar. Te confieso que, desilusionada en esos enojos que se apoderan de mi personalidad extrovertida, al decir del Dr. Jung, estuve a punto de cerrar la editorial e irme a vivir fuera del país. Pero el Río de la Plata, las piedras del sendero de Villa Ocampo y cada escalón de SUR que han pisado tantos escritores, son dientes de leche como los que guardan las madres de sus hijos, desde donde te escribo agradecida a algún lugar del universo

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Borrador de un ensayo

Como dice mi querido amigo Eduardo Mallea, los argentinos nos pasamos la vida ignorando nuestras obras atentas a destruir. Pienso mientras coloco hojas y carbónico en la máquina de escribir. Sobre el escritorio, recién llegada, una publicación de SUR, tipo revista, de hojas gruesas, muestra en la tapa, en blanco y negro, a un hombre joven, alto, de aspecto taciturno que fuma recostado contra un murallón.

La niebla se aclara en el recuerdo y ahí están los dos en Roma, ella y Eduardo Mallea en un Congreso de Lenguas. Ahí están los dos caminando en la Vía Apia o fumando en el puente sobre el Tíber que lleva al Vaticano.

La revista es una entrevista que le hace a Eduardo Mallea donde no se priva de preguntar sobre su vida, su infancia, sus gustos. Está en deuda con él, ha sido su mano derecha y el sostén de SUR: ¡Ánimo, Victoria!, usted es trilingüe, es una ventaja enorme, traduzca los autores y yo la ayudo en la distribución de los espacios -es mi trabajo- le repetía en la oficina de redacción de La Nación donde era jefe y recibía sus aportes como alfalfa a la cuadra.

No fue casualidad elegir a Eduardo Mallea, en el equipo de la Revista SUR, por su compromiso con las ediciones, piensa Victoria mientras repasa la entrevista. Me despertaba en las noches preocupado por un artículo que había corregido, me levantaba, me vestía y tomaba el tranvía antes de que el artículo entrara a edición.

Hay una pregunta que no sale en la Revista y le quema el alma ¿Esa Miss Dardington de su novela Nocturno Europeo, está inspirada en aquella Victoria de antaño? ¿Es tal vez, ese personaje desenfadado y seductor que le clava los ojos al recién llegado en la reunión y lo enamora en segundos? ¿Soy yo esa bella mujer que maneja un auto lujoso por Paris y se despide después de una noche de amor con un hasta siempre? Alguien allegado le confirmó sus sospechas, pero esta pregunta indiscreta y egoísta queda suspendida para otra vida, otro momento sin afectos alrededor.

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Hoy es un día especial para Victoria Ocampo: la embajada de India le ha entregado el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Visha Varata. De regreso de la embajada, se detiene en Recoleta para recorrer la plaza de artesanos. Camina despacio, el dolor permanente de las intervenciones por su enfermedad en el paladar no da respiro. No se queja, pero necesita distraerse contemplando la variedad de objetos minúsculos que salen de artistas ocultos en la artesanía: un bandoneonista de quince centímetros de altura se retuerce en alambres, al lado, una pareja de tango del mismo tamaño se enreda bajo un farol ¡Cuánta creatividad! Las guardas incaicas en las chalinas al telar, sandalias franciscanas, diminutas cajas de cristal y espejos adornados con piedras coloreadas con reminiscencias venecianas. Un suave perfume de sándalo la detiene frente a chalinas hindúes transparentes de típicos colores -rojo, naranja y púrpura- entretejidos con hilos dorados y el recuerdo de Indira Gandhi se hace presente: inteligente y osada vino a la Argentina y la recibió en San isidro. Sabe que haberse embarcado en semejante gira fue más allá de intereses políticos. Las dos mujeres, oriente y occidente frente a frente, achicaron las distancias en un abrazo. Indira representaba el acceso de las mujeres a la educación en Calcuta. Había llegado a Primer

Ministro y no le asustaban los protocolos que conoció de la mano de su madre, Kamala, que había sido Primer Ministro mujer de India. Valiente y audaz como María de Maetzu, la amiga española exilada política, que fundó el Colegio Universitario de señoritas de Madrid. Si bien Indhira Gandhi, no tenía relación familiar con Mahatma Gandhi, representaba el acceso a la educación para todos. Vestida con sari, su mechón blanco sobre su cabellera renegrida acentuaba su joven rostro. Cuando la recibió en los escalones de la quinta, Indhira emocionada recorría con curiosidad cada detalle de la casa. A Victoria le daba la sensación de que hacía honores como quién visita un templo. No era a ella a quien visitaba sino a quien había pasado una estancia en el lugar. Sus enormes ojos negros recorrían el salón, los muebles y se detuvo en la foto que mostraban a Victoria en el parque posando con Rabindranath Tagore. Después del almuerzo invitó a Indhira a recorrer los senderos del parque hasta el banco bajo la glorieta florecida que encendió la pasión del poeta en sus versos y pinturas dedicados a su “bhalobhasa”, amor en bengalí.

“Las flores no son solo color y perfume sino belleza y alegría. Ellas traen una carta de amor al corazón escrita en tintas de muchos colores“-dijo Indira Gandhi frente a la luz que irradiaba el rostro de Victoria.

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1968

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Estreno de Don Segundo Sombra

-¡Estás absolutamente loca y te vas a morir de una pulmonía en ese pueblo! -dijo en una fría mañana de agosto Silvina Ocampo, en la estación de trenes, a su hermana, a minutos de partir a San Antonio de Areco en el ir y venir de pasajeros.

-¡Querida! ¡Fríos son los que he pasado en Francia en el puerto de Calais, pisando la nieve esperando la combinación a Paris o para cruzar el Canal de la Mancha en esas balsas abiertas y horribles! -dijo Victoria y agregó- No los puedo defraudar, estoy invitada al estreno de Don Segundo Sombra. El viaje será un paseo y los Güiraldes me van a regalonear apenas pise la estación. Mi temor no es la gripe, sino ver a su sobrino montado en el caballo. No sé, tengo miedo de que no me guste, una cosa es el libro y otra pasarlo al cine, no se qué diablos voy a escribir. No quiero que me pase como con “Lawrence de Arabia” que me peleé con el director por su pésima interpretación de la novela -agregó Victoria.

-¡Ajá! Te quiero ver con la familia y las hermanas cuando prendan las luces del cine y se te vengan encima para saber tu opinión. Cosa que me llamas y me cuentas si puedes -dijo Silvina ayudándola a subir al vagón de primera clase del tren recién llegado.

Por la ventana del vagón y en la monotonía del vaivén, desfilaba el campo y su llanura adentrándose en el recuerdo de su amigo: un hombre rico y culto que leía los clásicos franceses y alemanes en sus lenguas de origen, que vivió como quiso y murió joven. Pero, si tuviera que hablar sobre él, empezaría por reconocer al poeta de Poemas solitarios y al novelista después. Victoria saca del bolso el libro Don Segundo Sombra, que ha subrayado, y reconoce al escritor exquisito que describe paisajes que atraviesan el alma.

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“Atardecía. El cielo tendió unas nubes sobre el horizonte, como un paisano acomoda sus coloreadas mantas para dormir”… “Sentí que la soledad me recorría el espinazo como un chorrito de agua”… “Aquellos sonidos se expandían en el sereno matinal, como ondas en la piel somnoliente del agua al golpe de algún cascote”.

Victoria cierra el libro y lee el discurso en el cristal del vagón: “Ricardo fue un escritor brillante que gastó su tiempo de vida bohemia en Paris y que sus amigos atinados lo alentaron a publicar. Don Segundo Sombra es un tributo al pueblo que fundó la familia de su madre. Hombres “gauchos” que rodearon su vida adolescente. Gente que vivió en íntima relación con la naturaleza, reyes del silencio de la pampa que hoy serán visibilizados de la mano del director Manuel Antín”1 .

Días después, Victoria recuerda su estadía en San Antonio de Areco. Los rumores en el salón, las sillas desordenadas al prender las luces, los rostros emocionados de los familiares y amigos, los aplausos del público identificados en las escenas de campo, ignorando el sentido universal de la obra. Pero lo que conmovió a Victoria fueron los sonidos del campo, el picotear cantarín de las gallinas, los mugidos atormentados de las vacas, los gritos y silbidos de los hombres en el andar de la tropa, los grillos en la negrura de la noche y el chasquido del fogón. Allí creció Ricardo Güiraldes y, más allá de las escenas, la prestancia de los actores y la belleza de la muchacha en Soledad Silveyra, Don Segundo Sombra cava en el alma de los asistentes la inevitable, certera y universal melancolía del alma humana.

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1 “Don Segundo Sombra”-Premio: Cóndor de Plata (1970)-Premio Palma de Oro, Cannes.

El despertador suena una hora antes de lo acostumbrado en el dormitorio de Victoria. Vendrán la manicura y la peluquera, mujeres increíbles que levantarán el ánimo de la anciana, que tendrá una cita amable con un amigo que insiste en despedirse: realizará un viaje por Estados Unidos para dar conferencias por las Universidades. No va solo, lo acompaña una mujer.

¡Muere por conocerla!

Si bien Victoria ha perdido el olfato y el gusto por su enfermedad, la recepción será con delicias de la pastelería porque lo sabe goloso. La vajilla que no verá, él la adivinará: es de porcelana azul y blanca de colores monárquicos comprada en Holanda y de platillos ondeados fáciles de reconocer al tacto. Le regaló una taza con su plato de suvenir del museo de Ámsterdam. Georgie es un malcriado, siempre lo fue, y ahora se ha pegado a una alumna a falta de su madre. ¿O la alumna a él? En fin, la vida ha sido larga para los dos y larga la amistad que los une. Como una madre, SUR publicó más de ciento sesenta de sus obras entre poemas, ensayos y cuentos. Como un mayordomo, le abrió las puertas a Europa y a las universidades de Es-

tados Unidos. Como una amante fiel, le secó las lágrimas ante la injusticia de no haber recibido el Premio Nacional de Cultura en 1942. Como en Navidad, le regaló el desagravio en una publicación exclusiva y única, cuya resonancia fue mayor que el certamen oficial. No es un desagradecido, recibió las gracias de Georgie cuando le dedicó el cuento El jardín de senderos que se bifurcan de Ficciones. Pero todo pasa, no se trata de sacar trapitos al sol, aunque está enterada de que Georgie la llama la Reina Victoria. Todo se sabe en el mundillo porteño de amigos comunes. Pero esta Reina ha decidido recibirlo.

Victoria se acerca a la ventana y observa un señor que desciende del taxi con bastón y se aferra al brazo de una muchacha. Como en el cuento del Jardín de senderos que se bifurcan en que el futuro y el pasado se separan, esta Reina lo espera en el jardín de fantasía para tomar el té. No estarán solos, siente la presencia de los amigos invisibles de SUR, que compartirán un delicioso té de Ceylán en taza azul celeste que sólo la muchacha disfrutará.

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1975

1976

Borrador de una carta

Herencia: dos casas amobladas, 11.000 libros, 1.000 fotografías, 4.000 cartas, cuadros firmados de autores famosos, una alfombra tapiz de Picasso, piano de cola…

Querido Roger: des- vas- ta- da te escribo. Firmé una donación para la Unesco gracias a ti y olvidé agregar el usufructo hasta mi muerte. Dormiré en el auto o en la cama de Fani, en la casa de los caseros, mientras vendo parte de la manzana para llevar adelante un proyecto de construir casas. ¡Soy un desastre para los negocios!, lo sabes y no tengo cash para aguantar el pre-proyecto. Esto nos pasa a los ricos herederos que nunca trabajamos y creemos que las fortunas son eternas. ¡Jo! (Me adelanto a tu comentario de buen francés) Disculpa la ironía, se que me cuidas y ya verás cómo lo arreglas con la UNESCO.

Por otro lado, me queda el libro antiguo de “Bocaccio“ en tus manos. Qué ironía, inauguré mi vida literaria con un ensayo sobre el Dante y la cierro vendiendo el alma al diablo a otro italiano. Véndelo para que me pague un mes o dos en esa ciudad que extraño, aunque ahora las calles tienen nombres de mis antiguos amigos. París guarda la mitad de mi vida. Me taladra la frase de Drieu La Rochelle cuando resignado afirmaba “que Francia ya era Grecia“ en su visión catastrófica de la guerra por venir. Disculpa la transgresión. A estas alturas de mi vida es uno de los pocos lujos que me quedan. Si me dices que la UNESCO teme poder mantener las dos casas, te cuento que mi viejo crítico Pablo Neruda se ha jugado y exigido a los rusos en la comisión del PEN el pago de 25000 dólares anuales para la manutención de las casas. No tengo idea y no quiero saber en manos de quienes quedará la administración. Llego a vieja sin entender a las personas que después de tanto odio cambian en amor generoso. Tienes que mentir a la UNESCO acerca de que las casas están mejores de lo que están. Quema esta carta después de recibirla ya que te puede costar el puesto de Secretario. Aunque no lo creo, ¡Jo! Ya decía mi querido amigo Graham Green que “las opiniones políticas son charlas de café en Estados Unidos y Europa a diferencia de Latinoamérica en que te cuesta la vida“.

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1977

Aniversario

Roger Caillois está por cumplir sesenta y cuatro, está cansado y no se queja. Su querida amiga Victoria tiene veintitrés más que él, trabaja y jamás la escuchó quejarse. No cree que llegue a esa edad con tanta energía. Espera como siempre su llamado y el telegrama de saludos. Sobre el escritorio, una cajita de cristal guarda dos piedras de las cuatro que juntaron con Victoria en aquel desierto francés de juguete en que la llevó de excursión. Se las repartieron y, de haber estado en la polvera del tocador de Victoria un buen tiempo, pasaron a la lata de botones. Pero todo es pasado y a veces le parece ayer.

Victoria, su amiga, su amor, su confesora, la que lo recibió en el exilio durante la Ocupación, le buscó trabajo y editó en SUR, en paralelo, las Lettres francaises: pan y esperanza para sus ami-

gos escritores en la Francia ocupada. La que le prestó un departamento en Buenos Aires. La que no permitió que le faltara luz de una buena lámpara para escribir ni su mermelada favorita. La que soportó estoicamente la noticia de su casamiento con Ivette. Ella, la que le había prometido comprarle una casita en el desierto del oeste argentino para el goce de su pasión por las piedras.

Bajo el cristal del escritorio, una postal de Mar del Plata de 1941 guarda en el reverso la separación: “Me siento disminuida de ti como si me faltara un dedo para tocar el piano”

Roger guarda, además, el telegrama de cuando ingresó a la Academia francesa de las Letras.

¡Dios mío Roger! ¡Cámbiate la corbata para recibir el premio!, a lo que él respondió, cuando supo sobre sus dudas de aceptar la invitación de ingresar a la Academia Nacional de las Letras, ¡Acéptalo mujer! No necesitas vestirte de varón como aquí lo hubiera merecido George Sand, ni usar un gastado tapado marrón como la querida Colette.

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Enrique Pezzoni ordena los artículos, de Roger Caillois, que Victoria Ocampo ha seleccionado para editar en exclusivo. Hace días que ella brilla por su ausencia, pero lo intuye. El dolor por la muerte de Roger Caillois se refleja en el teléfono.

-Decime Enrique, ¿vos creés que existen poetas separados de los prosistas? ¿O es una mera habilidad? Porque no conozco ningún escritor de talento que no haga las dos cosas como quien escribe con las dos manos. Leo y releo a Roger y ahí tenés el texto de La pampa, con el mismo talento de Georgie, de Alfonso Reyes, de Ricardo Güiraldes.

Enrique guarda silencio. Sabe que Victoria hablará porque necesita una oreja, un alma que hable el mismo idioma, que entienda de qué está hablando. Como un escolar aplicado conoce cada página que SUR ha editado y desechado por falta de espacio, papel o apriete económico. Y ahora que ella está enferma, cada palabra es una partícula en fuga de su universo. Ella también es una escritora sensible que rebosa poesía en sus escritos. Rebosa mano-rebosa boca, al decir de Gabriela Mistral. Pero Victoria interrumpe su ensoñación. -Che, Enrique, ¿transcribimos la presentación que hice de Roger en el ciclo de conferencias?

“Ustedes se preguntarán ¿Quién es este muchacho de cara puro filo, como navaja de afeitar, a tal punto que cuando está de frente se le ocurre

a uno que está de perfil? Roger Caillois es un cachorro de escritor que tiene ganas de meterle el diente a otros continentes y como los cachorros, estoy segura de que se aquerenciará inmediatamente”. Mis amigas me dijeron que me pasé de la raya. Él se daba de científico en su Colegio de Sociología con Bataille, en París, y me hacía enojar porque para mí, además, era un filósofo, ensayista y poeta. Roger escribió La pampa en el tren a Balcarce, como quien escribe una quintilla o una poesía en una servilleta de papel, como Gabriela Mistral. -¡Qué miradas diferentes y acabadas de La pampa, de quien vivió en estas tierras como Ricardo Güiraldes, y Roger que vino del otro lado del mar!

“Ningún paisaje es ese espacio perfecto. Solo un vasto campo abierto al despliegue de un vigor. Hecha para ser cabalgada, la extensión acoge el movimiento como la mujer recibe al hombre en su fondo mismo y éste, en el momento de la unión cae de rodillas embriagado e inmortal”… “Ahí hace falta un hombre de corazón puro, indomable y sin espera; nada que recibir y tanto que dar”.

El silencio en el teléfono se hace incómodo. Enrique espera.

-Sí claro, lo vamos a publicar completo, incluida su presentación… ¿Está usted ahí? -.

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1978

1979

San Isidro, 27 de enero

Los postulantes a traductores de francés para la UNESCO esperan el veredicto de sus exámenes. La tarea no ha sido sencilla: han tenido que traducir durante dos días seguidos trozos de discursos, cartas, poesías, textos de novelas de clásicos franceses que los han tomado por sorpresa. Son profesores y se han formado en el Instituto Superior de francés, creado por Victoria Ocampo a cargo de Monsieur Roger Caillois hace más de treinta años.

Mientras rendían el examen, el silencio de la sala se interrumpía con el ir y venir de los veedores por las escaleras donde Victoria que co -

rregía en el vaivén del abanico con tachones y signos de preguntas. El examen ha sido mucho más exigente de lo que pensaban y la obtención del trabajo se ve lejano. Hay que esperar. Los postulantes guardan en sus cabezas la inmensa biblioteca donde les ofrecieron diccionarios y estantes con portarretratos: la señora Victoria Ocampo con el uniforme y el birrete de una universidad extranjera, otra leyendo un discurso en La Academia Nacional de las Letras y recibiendo la distinción de SADE. A ella no se la ve hace meses, pero, que no salga no significa que no trabaje.

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Laniña de túnica blanca camina en Buenos Aires hacia la iglesia de la mano de su madre. Deja la casa de la familia Ocampo, de treinta habitaciones, que ocupa más de media manzana. En la escalinata de la casa, el grupo de sirvientes despide con lágrimas a la mayor de las seis hermanas Ocampo.

Sobre la calle de la iglesia, el negro azabache de los caballos, enjaezados con toda pompa, se deslizan sin rozar el piso llevando un ataúd blanco. ¿Está soñando?

Victoria entra a la iglesia. Le resulta familiar el religioso de barba blanca sentado en sillón de

mimbre que viste un hábito de tela rústica. Los monaguillos cantan con tamboriles canciones de Paz y reconoce palmas de bultos, esas flores silvestres de América del Sur, que amaba Gabriela Mistral.

En la primera fila observa a Fani, su confidente y dama de compañía. A su lado sus hermanas. Entre ellas, Angélica sostiene victoriosa la revista que armaron a escondidas de la institutriz francesa, que hipa frente al hecho ineludible. -Lágrimas de cocodrilo -piensa Victoria, mientras avanza y se entrega a la luz intensa que explota el vitreaux.

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1979

Agradecimientos

Al profesor Ferny Kosiak y a sus talleres de escritura.

A la generosa escucha de la profesora historiadora Amelia Galetti.

A mis amigas lectoras Raquel Martinez Waldner del Club del libro de Río Negro y a la poeta Carlota Gabay de Venado Tuerto.

A la profesora Norma Bearzotti.

A la ex presidenta de SADE filial Paraná, Marta Pimentel.

Al escritor Eugenio Previgliano.

A Patricio Raffo y a Marcelo Cutró, editores de CR, por su entusiasmo y consejos.

Esta edición se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Fervil Impresos S.R.L. Santa Fe 3316 (S2002KUJ), ciudad de Rosario, República Argentina. Abril 2022.

Otros títulos:

Como un silbo escondido

Florencia Lo Celso

Suspiros del árbol

Alicia Aibar

No pidan peras

Gilda Mondino

Tangata Rosarina

Roberto Retamoso

Los geranios mueren de noche

Any Lagos

La misma noche

Mariana Vacs

Del cuaderno de Yael

Ketty Alejandrina Lis

Persigo el viento

Fernanda Bracco

Al borde de lo imposible

Sandra Aquel

Victoria Ocampo, escritora, traductora y editora. Nació en Buenos Aires, en 1890. Tachada de snob, rica y atea, en nuestro país, y mujer de las letras y mecenas, en Estados Unidos y Europa. Iluminó la literatura nacional en la mitad del siglo veinte. Y, como el Halley que regresa de su órbita, su estela aun deslumbra.

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