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Puede que en lo más profundo de una papila gustativa se halle el fin del odio. Un bocado de kubideh (bocadillo típico iraní) podría hacer descubrir a un estadounidense que la antigua Persia no es el Imperio del mal. Quizá entienda con un bolani en la boca que Afganistán no es un enjambre de talibanes o puede que mientras se meta una torta venezolana entre pecho y espalda comprenda que el país latinoamericano no es la casa del terror. Esta idea salió a pie de calle un día de mayo de 2010, en Baum Boulevard, una avenida situada en una población de poco más de 300.000 habitantes, llamada Pittsburgh, en el estado de Pensilvania (EEUU). Ese día apareció en la calle un nuevo restaurante de comida take-away. Pero, ¡pst!, espera. No, no. No vendían ni donuts ni hamburguesas. El establecimiento servía comida iraní. ¡¡Iraní!! ¡Los de las bombas nucleares y el velo en la cabeza! Esa es la idea que la televisión y los periódicos han metido en el cerebro de los estadounidenses. Pero hay otra información que, en vez de entrar por los ojos, se cuela por la boca y hace ver las cosas desde otra perspectiva. Es lo que cuenta la cebolla, la menta y el basílico que se mezclan con la carne al grill metida en el pan tostado de un kubideh. El restaurante se llamó Conflict Kitchen (Cocina en conflicto) porque toda la comida que venderían sería de países con los que EEUU se enseña los dientes. El primero fue Irán. El segundo, Afganistán. El tercero, Corea del Norte. Luego caerá alguna comida venezolana... La cocina del establecimiento estará dedicada a un país distinto cada cuatro meses y se podrá decir sin miedo “¡Larga vida a Conflict Kitchen!” porque, según Jon Rubin, fundador de la compañía, “la idea nos da para muchos años teniendo en cuenta la cantidad de conflictos en los que está envuelto EEUU”. Rubin se metió en esto con John Peña y Dawn Weleski. Los fondos para el proyecto de estos tres artistas vinieron de Sprout Fund, The Waffle Shop, Shoy y el Center for the Arts in Society. “La comida es una forma tradicional de entablar lazos con una cultura desconocida y acercarse a sus costumbres sociales, su historia, sus valores... La anomalía cultural de nuestra presencia en la ciudad, combinada con el diseño del establecimiento y los dibujos de la comida, han despertado una gran curiosidad entre muchas personas. Nuestros clientes acaban en conversaciones sobre política a las que quizá no fuera posible llegar de otra forma. La mayor parte de los norteamericanos quieren hablar de deportes o del tiempo. Nosotros hemos creado un espacio donde la gente se siente cómoda para debatir sobre conflictos, política y la diferencia en general”, explica Rubin. 40 / YOROKOBU / ENERO 2011

Irán fue el primer país que entró en la cocina de Conflict Kitchen y, desde el principio, la comunidad iraní de Pittsburgh se involucró en el proyecto. Entendieron que el lugar no era solo para llevarse un sandwhich envuelto de 5 dólares. Era un espacio para conversar sobre los conflictos internacionales y fomentar el diálogo entre los ciudadanos procedentes de esos países y los estadounidenses que cohabitan en esa pequeña población de la costa este. “Este proyecto tiene tres objetivos: fomentar un diálogo con matices sobre el día a día de los países con los que estamos en conflicto; ubicar y realzar a los individuos con raíces en esos países aquí en Pittsburgh y proporcionar, o hacer visible, otra capa de la diversidad cultural y culinaria de nuestra ciudad”, especifica Weleski. Y por si el aroma a menta no ha dejado suficientemente clara la idiosincrasia de Irán, el papel que envuelve el bocadillo habla de la cultura, el arte, la política, la historia, el gobierno del país y la percepción que EEUU tiene de ese estado. Los textos recogen, además, conversaciones con personas de origen iraní que viven en Pittsburgh. Pero no todo es comer ni todo es hablar. Durante los cuatro meses en los que un país es el centro del mundo en el paladar de sus clientes, se celebran actividades para dar a conocer mejor ese lugar. El pasado junio, por ejemplo, organizaron un encuentro gastronómico entre Pittsburgh y Teherán mediante videoconferencia. Unas 40 personas en una ciudad y otras 40 en la otra cenaron, a la vez, un menú iraní mientras hablaban de política, gastronomía, las relaciones entre hombres y mujeres... a través de Skype. Esa vez fue una cena, pero también organizan foros de discusión, exhibiciones de cine de directores de la nacionalidad en conflicto con EEUU, conciertos de música local... Entre 40 y 70 personas pasan cada día por el mostrador de Conflict Kitchen. “Hemos tenido una gran acogida. Muchos ciudadanos se han acercado para hablarnos de su identidad étnica o su nacionalidad utilizándolo como un argumento para el acercamiento en vez de la diferencia”, enfatiza Weleski. “Muchos de ellos se identifican orgullosos como iraníes o afganos y eso nos da pie a conversaciones muy interesantes. Tuvimos una charla fantástica con dos tipos. Uno era budista. Otro era musulmán. Hablamos de la oración diaria a la hora de comer. También estuve conversando con una joven de padre iraní y madre estadounidense de origen holandés. Me hablaba de los conflictos que habían surgido en su familia y de las luchas internas que ha sufrido durante toda su vida al recibir una educación que mezclaba dos tradiciones tan diferentes”. Los coloquios con sabor a calabaza, espinacas, lentejas, patatas y puerro enrollados en pan afgano llegan al fin de sus cuatro meses. Próximo país que echarse a la boca: Corea del Norte.


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