Microrelato: "El viejo coche"

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Mi viejo coche Macarena Cabrerizo Mi primer coche, aún lo recuerdo como si todavía anduviera sentado en él con mis manos al volante y mi brazo ligeramente asomado por la ventanilla, paseando por las callejuelas del pueblo con un sol primaveral de acompañante que hacía de lo más placentera la travesía. Era un Fiat 500 de mi padre que en un acto inusual de generosidad me lo cedió cuando yo tenía 19 años. Mi padre no era un hombre demasiado hablador, siempre estaba trabajando y cuando llegaba a casa sólo se disponía a comer y a recostarse en el sofá. Nunca tuvimos una charla fluida, nunca preguntaba más allá de lo que mi buena madre le recordaba que tenía que preguntar y nunca se metía en mis asuntos. Era un hombre bastante distante incluso con su hija, tanto que en la mayoría de las ocasiones costaba imaginarse el cariño que él me pudiera llegar a procesar. No teníamos la gran relación idílica que se le atribuye al padre con sus hijos en los anuncios de dulces y golosinas, ni tampoco compartíamos momentos confidenciales que disfrutaban padres e hijos en las series y películas de televisión. Aquella tarde hacía un día soleado, el sol bañaba el jardín inmenso de nuestra casa donde yo solía pasar gran parte de mi tiempo cuando no estaba estudiando. Yo en ese momento estaba en el porche, cerca del jardín, jugando con “Laila”, un mastín canela con la que solía corretear por el campo hasta bien entrada la noche, cuando mi madre nos obligaba a recogernos. Recuerdo que iba a tirarle su pelota mordisqueada para que fuera a por ella, cuando mi padre entró al porche. Al llamarme una ligera sonrisa se podía leer en su rostro, ya bastante envejecido “de tanto trabajar” decía mi madre, “por culpa de tu madre” decía mi abuela, dos pesos pesados que mal convivían en la misma casa. Siempre me había gustado mucho ver sonreír a mi padre, que lo hacía tan poco, que cuando sonreía, sentía que mi mundo era un poco mejor y ese día todo iba a salir bien.

Entramos los dos en el garaje de la casa y allí estaba el coche de mi padre, viejo y carcomido de tantos años con nosotros. Ayudé a mi padre a sacar el coche al jardín y me propuso que le ayudara a poner a punto el coche ya que quería venderlo para poder comprarse uno nuevo. Instalamos las nuevas piezas que había comprado mi padre, limpiamos muy bien el motor, cambiamos toda la tapicería, y pintamos toda la carrocería. Noté a mi padre mucho más cansado de lo normal, últimamente se le veía mucho más débil y mucho más delgado, yo en ese momento no le presté mucha atención pues suponía que había tenido unas semanas de duro trabajo. Una vez terminamos, recuerdo que no podía parar de sonreír, el coche parecía absolutamente sacado del concesionario, mi padre y yo habíamos hecho un excelente trabajo juntos. Acto seguido mi padre se echó la mano al bolsillo y sacó las llaves con una cinta roja mal anudada (no era muy “manitas” para las manualidades) y me las dio. Yo no me lo podía creer, lo abracé fuertemente exaltada por la emoción del momento. Desde ese día, me pasaba las tardes dando paseos con mi coche nuevo con Laila de copiloto a la que le encantaba sacar la cabeza por la ventanilla, sobre todo, en los días de sol. Una tarde cuando volví de unos de mis paseos al entrar en casa, mi padre no estaba, en su lugar estaba mi madre y mi abuela ambas llorando sin saber cómo empezar. Yo no entendía nada, solo hacía preguntar por mi padre. Mi madre me sentó y me explicó que el ya no estaría más conmigo, en los últimos meses su enfermedad había empeorado y esa misma tarde lo tuvieron que hospitalizar, “no se pudo hacer nada”. Entonces recordé los pocos abrazos que nos dimos y cuantas cosas no nos terminamos de contar. Mi padre aquel que veía tan raramente generoso lo había sido hasta tal punto de no contarme nada de lo que le estaba pasando para ahorrarme el sufrimiento, el mismo que mi madre y mi abuela padecían en silencio. La última vez que estuvimos juntos fue arreglando el viejo coche, un coche que él estuvo guardando para mí, porque como decía en su última nota que me dejó, desde que lo compró, yo sin apenas levantar tres palmos del suelo, todo lo que quería era coger ese volante. Yo era tan pequeña que ni lo recordaba. Por eso sonreía. Hoy día todavía conservo mi viejo coche en un pequeño espacio de mi garaje tapado con una bonita lona para que nada lo deteriore, como si del único atisbo de mi padre quedara en aquel viejo y carcomido coche.


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