TITÁN DEL AUTOMOVILISMO. RUDOLF CARACCIOLA: LA AUTOBIOGRAFÍA. Rudolf Caracciola

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TITÁN DEL AUTOMOVILISMO



TITÁN DEL AUTOMOVILISMO RUDOLF CARACCIOLA L A AU TO B I O G R A F Í A

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Título original: Meine Welt © 1958 Rudolf Caracciola © 1969 Alice Trobeck-Caracciola © 2015 de la versión en español, Antonio García-Gross © 2015 de la presente edición, Macadán Libros Apdo. de Correos 13 - 18200 Granada A la memoria de Rudolf Caracciola, titán del automovilismo Edición al cuidado de Petra Oleo Agradecimientos a Nano Torres y a Daimler AG Diseño de Macadán Libros y Estudio Squembri Imprime Gráficas Alhambra Printed in Spain ISBN: 978-84-941297-6-6 Depósito legal: GR 1412-2015 Los nombres, marcas y modelos que aparecen en la obra son propiedad de sus respectivos dueños y han sido usados con mero carácter identificativo Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente sin el permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados Macadán Libros, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al correo electrónico de la editorial: info@macadan.es De venta en librerías o solicitándolo en www.macadan.es


Índice i, 13 — ii, 21 — iii, 27 — iv, 36 — v, 41 vi, 51 — vii, 59 — viii, 68 — ix, 72 — x, 80 xi, 85 — xii, 91 — xiii, 99 — xiv, 106 — xv, 116 xvi, 124 — xvii, 127 — xviii, 136 — xix, 146 xx, 157 — xxi, 163 — xxii, 174 — xxiii, 186 xxiv, 191 — xxv, 203 — xxvi, 219 — xxvii, 231 xxviii, 235 — xxix, 240 — xxx, 248



El futuro siempre alcanza hasta el próximo suspiro o hasta la próxima carrera. Más allá nada se sabe. —Erich Maria Remarque





I

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oy de los que piensan que todo ser humano puede alcanzar la meta que se proponga. También creo que todo el que ambiciona hacer algo en concreto termina por hacerlo, por muchos rodeos que haya de dar para lograrlo. Desde que cumplí los catorce años mi mayor ilusión era ser piloto de carreras. En el ambiente en que crecí, de clase media, las carreras de coches eran consideradas cosa de gente rica, una excentricidad rara, como caminar por la cuerda floja. La ilusión de mi padre era que yo llegara a la Universidad, pero su plan fracasó cuando se hizo evidente que los libros de texto no encajaban con lo que había en mi cabeza. Abandoné para siempre los estudios tras la secundaria. Poco tiempo después murió mi padre, y mi familia, reunida en pleno, decidió que debía buscarme algún hotel donde, sobre el terreno, me enseñaran el oficio; así, una vez formado, podría trabajar en el hotel establecido por mi padre a orillas del Rin. Los miembros de la familia son empleados poco exigentes. Pero yo quería ser piloto de carreras. Al final llegamos a un acuerdo: entraría como aprendiz en la fábrica de automóviles Fafnir, de Aquisgrán. Quizá esta extraña indulgencia se debiera a la suposición de que el aburrido trabajo en una fábrica me haría perder la afición por los coches, y que, como hijo pródigo, volvería sumiso a integrarme en el decente seno familiar. Pero las cosas se desarrollaron de otro modo. 13


Trabajé en aquella fábrica más de un año, y de no haber sucedido algo inesperado que me hizo dejarla de repente —y en plena noche, además—, seguramente hubiera continuado, ya que aquel trabajo me gustaba. Todos mis compañeros eran gente honrada, íntegra, sin una pizca de falsedad, con los que siempre congenié. Una noche, tres compañeros y la novia de uno de nosotros, Karl Kruppke, fuimos al club Kakadu. La novia de mi amigo quería conocer la vida nocturna de Aquisgrán. El Kakadu estaba a rebosar, había tal ruido que era imposible entenderse. Todo el mundo estaba apretujado y los sudorosos camareros se abrían paso con dificultad entre la gente. Aun así encontramos asientos en un confortable palco. Al final del largo salón estaba la pista de baile donde tocaba la orquesta. Podíamos ver a los músicos, pero rara vez llegaba a nuestros oídos alguna nota del piano o algún lamento del saxofón. Parecía como si la orquesta tocase tras una pared de cristal. Le pedimos al camarero un refresco para la chica y tres whiskys con soda para nosotros, o sea, las consumiciones más baratas. Kruppke fue a bailar con su novia. Era un chico algo gruñón, de piernas arqueadas, casi parecido a un fantasma amigable. Ella, más alta, le sacaba media cabeza. Cuando terminó la canción volvieron con nosotros. La joven se había ruborizado, lo que, unido a su cabello rubio ceniza, la hacía parecer realmente atractiva. Tras nosotros se sentaban tres oficiales de las fuerzas de ocupación. Al empezar el siguiente baile, uno de ellos se acercó a nuestra mesa. Era un teniente belga, alto, flaco, con un bigotillo negro y la cara pálida a excepción de una roja cicatriz en la frente, como la que podría haber causado un sablazo. 14


—Disculpe, señor… —murmuró mientras se inclinaba ante Kruppke. Éste lo miró fijamente, pero no respondió. El oficial se inclinó ante la chica, que dejó sobre la mesa su bolso de charol, se alisó el cabello con la mano y se dispuso a levantarse. Entonces Kruppke, con voz áspera, exclamó: —¡No! —Y otra vez, con voz aún más fuerte—. ¡No! El oficial se volvió hacia él. Kruppke se levantó muy despacio, las manos apoyadas en la mesa. Durante unos instantes se miraron fijamente. —Plait-il? Je ne comprends pas —dijo el belga, algo confundido. La muchacha intervino: —¡Karl, por favor, no te pongas así! Su novio agitó la cabeza. —Vete a casa. Mahler: acompáñala. Su amigo, también mecánico, se levantó de inmediato; lo mismo que la muchacha, que insistió: —¡Pero Karl! Tenía lágrimas en los ojos. La gente de las mesas de al lado había empezado a mirarnos. Otros se pusieron de pie, estirando el cuello para poder ver mejor en qué acababa todo aquello. —Ven, salgamos —dijo Mahler. La cogió del brazo y se la llevó hacia la salida. El belga continuaba de pie. Era obvio que no entendía lo que pasaba. Los clientes del local se aglomeraban alrededor de nuestra mesa. De la de los oficiales se levantó otro, que con un gesto enérgico apartó a la gente y se dirigió a nosotros: —¿Qué está pasando aquí? —soltó en un alemán duro y gutural. Era un hombre maduro, tan alto como el teniente, pero macizo, de espaldas anchas; robusto. El teniente empezó a explicarse. 15


Hablaba tan deprisa que no pude entender nada de lo que decía. —¿Por qué ha hecho irse a la señorita? —preguntó a Kruppke el segundo belga. —Porque no quiero que mi novia baile con un belga. —¿Y por qué no? —Porque ella es demasiado buena para eso. Lo siguiente ocurrió con la rapidez del rayo. El belga levantó el puño para pegarle, pero yo fui más rápido. Dando un salto le golpeé en la cara de abajo arriba. Intenté darle en la barbilla, pero le alcancé en la nariz. El sonido sordo del golpe… y aquel coloso se tambaleó y se estrelló contra el suelo. Alguien gritó, y yo me quedé como atontado. Entonces Kruppke pasó a la acción. Volcó la mesa de una patada, me agarró del brazo y gritó: —¡Vámonos de aquí! Corrimos a lo largo del salón mientras la gente gritaba, cruzamos la puerta de cristal de la entrada y nos sumergimos en la oscuridad de la noche; y seguimos corriendo calle abajo hasta perder el aliento. Estaba oscuro como la boca de un lobo, y tan en silencio que podíamos oír los latidos de nuestros corazones. Nos detuvimos unos instantes para escuchar, pero no pudimos oír a nuestros perseguidores. —Tienes que irte, Rudi, esta misma noche —me dijo mi amigo. Los dos, tranquilamente, nos dirigimos a la catedral, como si fuéramos dos pacíficos ciudadanos que diesen su acostumbrado paseo nocturno. —No pararán hasta encontrarte, y después… —¡Fue en legítima defensa! Kruppke se encogió de hombros. —¡Venga, explícaselo! El otro día arrestaron a un tipo de la mina, Karl Alexander, un viejo camarada. Le había pegado 16


a un cabo que se propasó con su hermana. ¿Pruebas? No hicieron falta. Le tuvieron sólo una noche en el calabozo, pero a la mañana siguiente ni su madre podía reconocerlo. Era cierto. Había oído hablar de historias parecidas, a cada cual más espeluznante. —Y tú, ¿qué harás? —Yo no le toqué. Todo el mundo lo ha visto. En aquel momento una patrulla belga dobló la esquina. Desde lejos habíamos oído cómo resonaban sobre los adoquines las botas claveteadas. Nos refugiamos en un oscuro portal. Eran siete, contando al sargento. No nos vieron. Cuando pasaron por delante, con sus fusiles al hombro, pudimos ver cómo refulgía la luz de la luna en el acero de las bayonetas. Sus pasos se fueron perdiendo en la distancia; entonces abandonamos las sombras y reemprendimos el camino. —Tienes que salir de Aquisgrán —insistió Kruppke—. Es vital que te marches. Al llegar a mi calle vimos luz en el piso donde yo vivía. Nos paramos en seco, como si hubiéramos recibido una orden. —¿Lo ves? ¡Ya están aquí! Dimos media vuelta y corrimos calle abajo. Kruppke vivía con su hermano encima de un garaje situado en un amplio patio interior de la calle Annuntiatenbach. El patio estaba oscuro y desierto; sólo brillaba una débil luz rojiza sobre la persiana metálica que daba acceso al garaje. Mi amigo desapareció y al rato volvió empujando su moto, una NSU de la que yo sabía que se sentía orgulloso. —Ya me la devolverás algún día. Me estrechó la mano, sentí el crujir de unos billetes entre mis dedos. Diez mil marcos, el sueldo de una semana de trabajo. 17


Se me hizo un nudo en la garganta. Bajo la débil luz, su cara parecía macilenta. —No puedo aceptarlo —le dije. —¡Por favor, no es momento para decir sandeces! —respondió casi enfadado. Me acompañó hasta la calle. Nos dimos un abrazo en silencio, y entonces arranqué. Cuando llegué al final de la calle me volví para mirarlo. Aún estaba allí: pequeño, flaco, vencido por el trabajo, y me saludaba con sus grandes manos. Había trabajado con él sólo un año, pero al perderlo me pareció que perdía a un hermano. Lejos de la ciudad, la luz intensa de la luna iluminaba la carretera y un aire frío llegaba de los montes Eifel. Era marzo. Los árboles aún permanecían desnudos. Yo me estaba helando; llevaba puesto el fino traje azul de los domingos con el que escapé del Kakadu. Hacia las siete de la mañana llegué a Remagen. La ciudad aún dormía. Las farolas de gas lucían débilmente, como si estuvieran a punto de apagarse. Las calles estaban desiertas, a excepción de unos pocos obreros que se apresuraban por llegar al trabajo. Bajé por la carretera siguiendo el Rin, hasta que me detuve frente a mi casa. Apoyé la moto en los peldaños, subí las escaleras y tiré de la cuerda de la campanilla. Su sonido claro se oyó a través del silencioso vestíbulo. Al cabo de unos segundos oí unos pasos leves, y una voz sobresaltada preguntó tras la puerta: —¿Quién es? —¡Soy Rudi! La puerta se abrió. Mi hermana estaba allí, en camisón y descalza. —¿Eres tú, Rudi? ¡Por el amor de Dios!, ¿qué te pasa? 18


—Me peleé con un belga —contesté, al tiempo que entraba. Me miró entre extrañada y admirada. Desde arriba llegó la voz de mi madre: —Herta, ¿quién es? Corrí escaleras arriba, de tres en tres peldaños, y enseguida estuvimos uno en los brazos del otro. ¡Qué pequeña era mi madre! ¡Qué frágil! Tenía algunos mechones blancos en el cabello; más tarde vi que los había ocultado cuando se arregló para el día. Tomó mi cara con sus manos y la alejó un poco de la suya. —¿Has hecho alguna locura, hijo? —Nada malo… sólo una pequeña discusión con unos belgas. Pude ver cómo se hacían más profundas las arrugas de alrededor de sus ojos. —Bueno; si es así, ¿por qué no vas a tu habitación y te aseas un poco? En media hora estará el desayuno. Entonces me lo explicarás todo. Poco después, sentados a la mesa, les expliqué lo sucedido. Cuando terminé nadie abrió la boca. Por fin, mi hermano dijo algo: —Parece que no te das cuenta de las consecuencias de tus actos. Desde luego, no puedes quedarte en Remagen. También nosotros estamos en territorio ocupado, y nos puedes traer problemas. Graves problemas. En aquel tiempo mi hermano tenía veintiocho años, o sea, seis más que yo; y desde la muerte de mi padre era él quien tomaba las decisiones en casa. Hablaba con la seguridad de un joven al que el destino hubiese situado, algo prematuramente, en el puente de mando, como un capitán. —Sí, Rudi, tienes que irte —añadió mi madre con tristeza. Entonces ella y mi hermana empezaron a hablar de mi futuro. ¿Podría aprender algo del negocio de los vinos, o llegar a ser panadero, o debería entrar de aprendiz en un hotel? 19


Yo escuchaba sin decir nada. Miré hacia el Rin, que discurría bajo los álamos desnudos. Si todo dependiese de mí, pensaba, dedicaría mi vida entera a conducir coches de carreras. Pero, desgraciadamente, esto no estaba considerado una profesión. Al final, cuando las mujeres se cansaron de hablar, se volvieron hacia mí para saber lo que yo opinaba. —Francamente —les dije—, me gustaría seguir en los asuntos automovilísticos. —¿Y crees que eso hoy día es fácil? —dijo mi hermano. Me limité a encogerme de hombros. —En el tren conocí a un empresario —dijo mi hermana—. Estaba interesadísimo en todo lo relacionado con los automóviles. Espera un momento, te diré cómo se llama ese señor. Corrió escaleras arriba y regresó al instante con su bolso, del que sacó una tarjeta que decía: Siegfried Theodor Rathmann Empresario Dresde —Se ve que debe de ser muy conocido, porque no pone la dirección —añadió orgullosa. Dos días después subí al tren con sesenta mil marcos en el bolsillo y aquella tarjeta como única esperanza de futuro.

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II

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esde la estación me fui directamente a ver a Rathmann. La fábrica estaba situada en el casco viejo de la ciudad de Dresde, y al verla sufrí una gran desilusión: toda la empresa se reducía a tres habitaciones en la parte trasera de un edificio gris. Un hombre, de tupido pelo rubio y ojos azules que pestañeaban tras unas finas gafas, estaba sentado en el despacho. —¿Quién es usted? —preguntó. —Caracciola, de Remagen. Se levantó y vino hacia mí con los brazos abiertos. —¡Su hermana me ha escrito hablándome de usted! Le miré asombrado. —¡Ja! ¡Ya lo ve! Soy yo, en persona, ¡Rathmann! —dijo riendo. De un manotazo apartó unos cuerpos de muñeca que ocupaban una silla y me ofreció asiento. Miré a mi alrededor: era una habitación pequeña y mal iluminada. En el centro había un viejo escritorio y, sobre éste, algunos libros de comercio, los restos de un desayuno y más cuerpos de muñecas repartidos a su suerte. Y en el suelo y en los estantes de las paredes más muñecas de madera que me miraban fijamente con sus estúpidos ojos azules. —Pues sí —empezó, en tono alegre—. Ahora me dedico a la fabricación de muñecas de madera. La semana pasada hacía juegos de bolos. Más adelante ¿qué haré?, ¿tapas de ataúd? 23

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