Antolog a Ficciones y Versos Desde Córdoba

AntologĂ­a

Ficciones y versos desde CĂłrdoba

índice Prólogo

Ficciones desde Córdoba Andruetto, María Teresa Presentada por Jorge Bracamonte Los rastros de lo que era Arlt, Roberto Presentado por Pablo Heredia Ester Primavera Falco, Federico Presentado por Pablo Heredia Flores nuevas Gil, Martín Presentado por Cecilia Corona Martínez Asamblea microscópica

Lamberti, Luciano Presentado por Pablo Heredia Comido por las hormigas Lardone, Lilia Presentada por Bibiana Eguía El olor del cocodrilo López, Fernando Presentado por Jorge Bracamonte El siglo de Catani Lugones, Leopoldo Presentado por Pablo Heredia El escuerzo Moyano, Daniel Presentado por Pablo Heredia Cantata para los hijos de Gracimiano Natale, Pablo Presentado por Andrea Bocco Ejercicio 6: Sin personaje o «la canción de las tazas» Ejercicio 29: con curva climática Ejercicio 33: con boyband

Orgaz, Arturo Presentado por Gabriela Boldini La libertad Smania, Estela Presentada por Jorge Bracamonte Secretos Specchia, Nelson Presentado por Jorge Bracamonte El arcón de Paco Montilla Suez, Perla Presentada por Jorge Bracamonte Siempre la nieve Tejerina, Hernán Presentado por Pablo Heredia El buen ladrón Voloj, David Presentado por Jorge Bracamonte Gente con problemas Wielikosielek, Iván Presentado por Gabriela Boldini Desarmadero de hombres Yudicello, Lucio Presentado por Gabriela Boldini La perdiz

Versos desde Córdoba Anníbali, Elena Presentada por Andrea Bocco Lo mismo digo agua que palabra I X Baldovin, Glauce Presentada por Bibiana Eguía Poema I (Libro de Lucía) Poema IX (Libro de Lucía) Poema XIII (Libro de Lucía) Poema XIV (Libro de Lucía) Poema I (Libro de la soledad) Poema II (Libro de la soledad)

Cabuchi, Susana Presentada por María del Carmen Marengo En este patio El dulce país La carta Mono Payasos Ciego Capdevila, Arturo Presentado por Bibiana Eguía Córdoba azul Córdoba mía

El Serrano Presentado por Andrea Bocco Al cabo me había de llegar la alegría Aviso importantote Filloy, Juan Presentado por Andrea Bocco Karcino (selección de fillogramas) García del Castaño, Laura Presentada por María del Carmen Marengo Hablando del corazón Los demonios del mar En el correo la mujer que vende sobres es ciega En la radio anunciaron cortes parciales de agua Guevara, Osvaldo Presentado por Bibiana Eguía Aquel perro Oda al sapo Pisadas Hererros, Pedro Presentado por Gabriela Boldini Ama a tu prójimo como a ti mismo El Paraíso terrenal La noble igualdada Doctor cordobés La catedral Jaeggi, Hernán Presentado por Pablo Heredia Carta al mar Martínez Howard, Alfredo Presentado por Julio Castellanos Octubre, más allá La casa

Masola, Marcelo Presentado por Julio Castellanos Desde la única palabra que me une Ando buscando algo Eterno como el árbol Únicamente porque el amor es creación Invocaciones 1 Invocaciones 2 Invocaciones 3 Escala violenta Nay, Amaro Presentado por Pablo Heredia Me queda la herencia Nicotra, Alejandro Presentado por Bibiana Eguía A lo caminos que llevan Lugar de reunión Hogueras de San Juan Otras hogueras Córdoba Ressia, Leticia Presentada por Bibiana Eguía Nosotras I Nosotras II Nosotras III Espantapájaros Ribero, Romilio Presentado por María del Carmen Marengo El adolescente de las piedras Libro de los matrimonios Poema libro del derrumbe de las sombras Schilling, Carlos Presentado por María del Carmen Marengo A Marisa Badino, cuántos días Si cada noche vuelven las estrellas Cuando duermo en la cama de mi hija Schmidt, Alejandro Presentado por María del Carmen Marengo El jorobado Esquina del universo La vida mejor Kiosco

Tejeda, Luis de Presentado por Cecilia Corona Martínez El incógnito huésped El nombre y la metáfora milagrosa Romance sobre su vida Tejerina, Lucas Presentado por Bibiana Eguía Cuarteto Bolche Torelli, Marcelo Presentado por Andrea Bocco Entre yo y yo Un animal Réquiem por la tarde Al lector A Paula Torres Roggero, Jorge Presentado por Cecilia Corona Martínez Vuelo Tango Otoño

Pr

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La presente selección de textos y escritores, nacidos o residentes en Córdoba, de diferentes épocas, movimientos y estilos, es una breve muestra de la riqueza de nuestra producción literaria. La iniciativa de elaborar esta antología, destinada sobre todo a docentes y estudiantes de Educación Secundaria y a todo posible lector en general, ha surgido del Equipo del Plan Provincial de Lectura de la Provincia de Córdoba, y la realización ha estado a cargo de las cátedras de Literatura Argentina I, Literatura Argentina II, Literatura Argentina III y el Seminario de Autores de Córdoba de la Escuela de Letras, de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

Como ya dijimos, es una breve muestra ¿Por qué razón? Porque debido a cuestiones de espacio, lo factible de incluir aquí era alrededor de 40 autores y sus textos elegidos. Por ello, como en toda selección de esta naturaleza, de estas características, son tan importantes las presencias como también las posibles ausencias. De allí que lo primero que destacamos, al comenzar esta presentación, es el esfuerzo de seleccionar alrededor de esos 40 escritores de los diferentes periodos de la literatura cordobesa, en un corpus mucho mayor y que además todos los días crece de una manera notable y altamente valiosa, con obras y propuestas artísticas de gran calidad. Lo segundo que cabe remarcar es que en esta antología nos hemos restringido a textos poéticos y cuentos. Decidimos no incluir fragmentos de novelas, y por esta razón no han podido integrar este conjunto narradores realmente notables pero que son sobre todo novelistas, de los más diferentes tiempos de la cultura cordobesa. En esta dirección, están casos como los de Antonio Marimón, Jorge Felippa, Antonio Oviedo, Jorge Barón Biza, Graciela Bialet, Eugenia Almeida, Augusto Porporato, Cristina Bajo, Martín Cristal, Gustavo Gros, Andrea Guiu, Carlos Busqued, por mencionar sólo algunos nombres.

Tampoco ingresan en esta antología otras esferas de la producción literaria cordobesa que ya de por sí implicarían otras extensas selecciones: nos referimos a las producciones teatral y ensayística que se han desarrollado en el pasado y se realizan en la actualidad en el ámbito de la provincia.

Otra cuestión más que cabe subrayar. Cada uno de los profesores universitarios participantes de esta selección, hemos procurado presentar cada texto y su autor de una manera más informal, donde además incluimos lo referente a las percepciones y gustos personales –además del criterio literario- que nos han llevado a elegir cada obra. Hemos tratado así de recuperar la importancia del gusto personal, estético y cultural como criterio de lectura literaria, que por supuesto se complementa con otros más formales e institucionales del saber –por ejemplo el de la relevancia de una obra y autor en la Historia de la Literatura-, pero que nunca debería ser dejado de lado. Es más: rescatamos el gusto personal, estético y cultural como casi el motor decisivo de la percepción, sensibilidad y reflexión inicial de cualquier lectora o lector al acercarse a cualquier texto.

Como ya señalamos, el desarrollo de nuestra literatura cordobesa -en los más diversos y amplios sentidos: porque se refiere, a nivel temático y de lenguaje, a Córdoba, aunque no de manera exclusiva o excluyente; porque es escrita por autores nacidos en esta provincia; porque es escrita por otros autores que habiendo nacido en otros lugares, residen y producen en Córdoba…- es destacado, relevante, con una gran proyección y revalorización no

solamente en el marco de las literaturas de la Argentina sino también en relación a los contextos internacionales de lo literario. Por esto, para concluir este prólogo de la presente antología Ficciones y versos desde Córdoba, brindaremos un panorama enumerativo de escritores cordobeses, en los sentidos ya señalados y de diferentes periodos históricos, que consideramos se deben tener en cuenta como un punto de partida a la hora de pensar y diseñar un mapa de aquel desarrollo de la literatura desde Córdoba. Por supuesto, aún así faltarán nombres, pero queda en nuestros lectores, docentes, estudiantes y público en general, seguir completando de manera personal la presente selección.

Algunos nombres de la narrativa cordobesa a lo largo de la historia literaria hasta el presente: Luis José de Tejeda y Guzmán, Amadeo J. Ceballos, Eugenio Troisi, José María Vélez, Leopoldo Lugones, Martín Gil, Arturo Orgaz, Arturo Capdevila, Saúl Taborda, Juan Filloy, Gustavo Martínez Zuviría, Enrique Anderson Imbert, Manuel Mujica Láinez, Polo Godoy Rojo, Jorge Vocos Lescano, Daniel Moyano, Enrique Luis Revol, Oscar Caeiro, Julio S. Maldonado, Raúl Barón Biza, Efraín Bischoff, Oscar del Barco, Laura Devetach, Héctor Bianciotti, Maximiliano Mariotti, Carlos Cabrera Álvarez, Julio Torres Cabrera, Juan Coletti, Renato Peralta, Miguel Bravo Tedín, Juan Croce, Carlos Dámaso Martínez, César Altamirano, María Lidia Formiga, Graciela Battagliotti, Daniel Salzano, Alejandro González Foerster, Antonio Marimón, Fernando López, José Luis Bigi, Jorge Felippa, Patricia Rennella, Susana Stutz, Antonio Oviedo, Liliana Tozzi, Raúl Dorra, Lucio Yudicello, Daniel Teobaldi, Enrique Llamosas, Enrique Aurora, Pedro Adrián Rivero, Rubén Alonso Ortiz, Tununa Mercado, María Teresa Andruetto, Lilia Lardone, Perla Suez, Estela Smania, Rosalba Campra, Susana Romano-Sued, Liliana Mundani, Eugenia Cabral, Graciela Bialet, Mónica Ferrero, Reyna Carranza, Pablo Granado, José Luis Michelotti, Cristina Bajo, Dante Alberto Olivieri, Jorge Barón Biza, Andrés Dapuez, Andrea Guiu, Hernán Tejerina, Diego Tatián, Marcelo Casarín, Pablo Heredia, Omar Hefling, Gabriel Schapira, Iván Wielikosielek, María del Carmen Marengo, Carlos Schilling, Rogelio Demarchi, Eugenia Almeida, Martín Cristal, Carlos Busqued, Sergio Gaiteri, Hernán Arias, Federico Lavezzo, Federico Falco, Luciano Lamberti, David Voloj, Cuqui, Pablo Natale, Franco Boczkowski, Adrián Savino, Pablo Aguiar Cau, Pablo Dema, Augusto Porporato, Gustavo Gros, Nelson Specchia, entre otros cuentistas y novelistas destacados.

Algunos nombres de la poesía cordobesa a lo largo de la historia literaria hasta el presente: Luis José de Tejeda y Guzmán, “El serrano”, José Rivera Indarte, Hilario Ascasubi, Leopoldo Lugones, Carlos Romagosa, Martín de Goicoechea Menéndez, Arturo Capdevila, Jorge Vocos Lescano, Alfredo Brandán Caraffa, Enrique Luis Revol, Juan Larrea, Alfredo Martínez Howard, Emilio Sosa López, Malvina Rosa Quiroga, Alejandro Nicotra, Alfredo Ottonello Guevara, Osvaldo Guevara, Daniel Vera, Enrique Menoyo, Romilio Ribero, Glauce Baldovin, Edith Vera, Gaspar Pío del Corro, Rodolfo Godino, Marcelo Massola, Alberto Mazzochi, Jorge Vocos Lescano, Francisco Colombo, Jorge Torres Roggero, Niní Bernardello, Osvaldo Pol, Alberto Díaz Bagú, Julio Requena, Lila Perrén, Carlos Garro Aguilar, Hernán Jaeggi, César Vargas, Aldo Parfeniuk, Amaro Nay, Claudio Suárez, Hugo Francisco Rivella, Susana Cabuchi, Lilia Lardone, Julio Castellanos, Esther Ramondelli, Graciela Ferrero, Bernardo Schiavetta, Susana Romano-Sued, Silvia Barei, Adriana Musitano, Lilian Nordio, Susana Arévalo, Eugenia Cabral, Livia Hidalgo, Leonor Mauvecín, Sonia Rabinovich, María Teresa

Andruetto, Irma Elena Marc, Héctor Yánover, Angélica Garay, Arnaldo Bordón, Graciela Di Bussolo, Alejandro Schmidt, Vicente Luy, Gustavo Borga, Pablo Anadón, Alfredo Lemmon, Javier Almeida, Rafael Roldán Auzqui, Antonio Moro, Gonzalo Vaca Narvaja, María Calviño, Marcela Rosales, Carlos Schilling, Silvio Mattoni, Susana Peyloubet, Marcelo Torelli, Leandro Calle, José Di Marco, Elena Berruti, María del Carmen Marengo, Gerardo Pérez Taschetta, Marcelo Dughetti, Iván Ferreyra, Diego Cortés, Iván Wielikosielek, Elisa Molina, Marcelo Faggiano, Ceferino Lisboa, Horacio “Cabezón” Sotelo, Cristian Hertel, Diego Formía, Elena Annibali, Leticia Ressia, Pablo Dema, Yanina Magrini, Carina Sedevich, Alfonsina Clariá, Eugenia Almeida, Lucas Tejerina, Fernando Bellino, Pablo Natale, Marcelo Díaz, Cecilia Romero Messein, Darío Falconi, Alejo Carbonel, Juana Luján, Carlos Surghi, Gabriela Milone, Alexis Comamala, Laura García del Castaño, Mariela Laudecina, Cuqui, Guillermo Bawden, Martín Maigua, Rocío Pochettino, Franco Boczkowski, Javier Martínez Ramaciotti, Laura López Morales, Mauro Césari, Daniel Mariani, Eloísa Oliva, Claudia Santanera, Paula Oyarzabal, Juliana Bonacci, Juan Tardivio, Alejandro Arriaga, en una enumeración seguramente incompleta de la rica y muy diversa producción poética.

De esta manera, esperamos estar haciendo un humilde aporte al mayor conocimiento y difusión de nuestra literatura generada en la provincia, desde este territorio intercultural y en torno al mismo, en los marcos de las literaturas de la Argentina y mundial con los que de modo permanente interactúa. Por ello hemos titulado a esta antología Ficciones y versos desde Córdoba, y ordenamos a los autores desde la contemporaneidad hacia la lejanía en el tiempo. Invitamos a que nuestros lectores sigan completando, perfeccionando la misma desde sus propias experiencias lectoras.

Jorge Bracamonte y María del Carmen Marengo

Coordinación de la Antología Dra. Cecilia Corona Martínez - Dra. Andrea Bocco Lic. Luciana Trocello

Profesores de la Escuela de Letras (Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC) participantes en la Selección

Cátedra de Literatura Argentina I Dra. Cecilia Corona Martínez, Dra. Andrea Bocco, Dra. Gabriela Boldini.

Cátedra de Literatura Argentina II Dr. Pablo Heredia.

Cátedra de Literatura Argentina III Dr. Jorge Bracamonte, Dra. María del Carmen Marengo.

Seminario de Autores de Córdoba Lic. Julio Castellanos, Dra. Bibiana Eguía.

Plan Provincial de Lectura Revisión de textos Lic. Cecilia Malem y Prof. Florencia Fossat Edición y diseño Lic. Andrea Arbez

í

Mar a Teresa Andruetto

El cuento “Los rastros de lo que era”, incluido en Cacería (2012), de María Teresa Andruetto (nacida en 1954 en Arroyo Cabral, provincia de Córdoba), me gusta por varias razones. En primer lugar, como todo lo escrito por María Teresa Andruetto, es un texto de un gran trabajo formal, pero que a la vez tiene una sonora fluidez, como si también hubiera sido escrito para ser leído en voz alta. En segundo lugar, este cuento concentra muy bien una notable cantidad de referencias psicológicas e históricas, diferentes tiempos y espacios, en un tiempo y un espacio acotado. Éste podría resumirse así: Una mujer que ha llegado desde Francia -donde vive hace años- a Córdoba capital, espera en un bar cercano a la terminal de ómnibus que salga su micro al interior provincial, para irse a despedir de su madre que muere.

En ese lugar y momento acotado -lo que dura tomar un café en un bar-, asistimos a los recuerdos traumáticos de esa mujer en la trágica vida pasada argentina -la etapa dictatorial 1976–1983-, que reaparecen al reencontrarse, en ese bar y después de tantos años, con quien fuera su verdugo (¿pero sólo su verdugo?). Ella ahora vive una nueva vida, afectiva y cultural, en Francia, y no obstante parece haber buscado encontrar esta situación, para tratar de cerrar una parte de su pasado que arrastra como una enorme roca. ¿Qué condiciones en una sociedad hacen posible que unas personas puedan disponer a entera voluntad de otras? ¿Qué concepción de los otros seres hacen que alguien haya disfrutado, con extrema perversidad, de disponer, como objeto, de otra persona y ejercido violencia impune sobre ella? ¿Y qué ocurre cuando en condiciones límites de vida, o más bien infravida -como fueron las condiciones de los campos de exterminio en Argentina-, se creó algún lazo afectivo forzado entre alguien que pudo dominar a voluntad y otra que parece haber aceptado la sumisión para sobrevivir? ¿Aquí también pudo crecer algún tipo de amor? En este cuento la intensidad de estos posibles interrogantes se exploran desde esos dos seres que se reencuentran en ese bar, y desde aquí asimismo se puede volver a reflexionar sobre los efectos de lo social traumático en la compleja vida humana e histórica argentina.

María Teresa Andruetto es una reconocida autora de literatura infantil y juvenil, ganadora en 2012 en este campo del premio internacional más importante, el Premio Hans Christian Andersen -al cual se suman otros varios premios obtenidos por la autora-. Escritora de vasta obra, cabe asimismo destacar entre sus novelas Stefano (2001), Veladuras (2005), Tama (2003), La mujer en cuestión (2003), Lengua madre (2010) y Los manchados (2015).

Jorge Bracamonte

Los rastros de lo que era A Lelia Franco Donde hay hielo, hay frescor para dos.

Para dos: por eso te hice venir.

Paul Celan Con el ruido de los ómnibus, le llega desde la calle la transmisión de un partido de fútbol y entonces descubre -antes no lo había notado- que todos los que están en el Savoy son hombres. No sabe por qué se ha metido en ese bar que en otro tiempo frecuentaba, tal vez porque está próximo a la terminal, y porque ahí sobre la cortada, parece un sitio a resguardo.

En otra mesa, borracho, alguien duerme y su baba moja la fórmica; los ventiladores no espantan el calor, tampoco las moscas.

Se ha dicho cien veces que no tiene ni tendrá miedo y, aunque ocho años fuera del país han borrado las direcciones de los amigos que tenía en la ciudad, la invade la impresión de estar esperando a alguien. Todavía en Roissy, cuando despegaban, no pudo detener el impulso de revisar la agenda, pero enseguida comprobó que ninguno de los amigos de aquella época había resistido la poda de los años.

Hasta el momento de subir al avión, Antoine le había pedido que se quedara. Lo había hecho a su modo, con la angustia de quien presiente una catástrofe; incluso le había pedido a sus amigos -los únicos que tenían en Grenoble- que la convencieran. Pero ella no podía dejarse convencer, no esta vez. Por años había deseado volver, con un deseo animal, intenso como el miedo; incluso en alguna ocasión había avanzado hasta Air France -hasta la reserva del vueloy después dado marcha atrás con la ayuda de su marido, que la cuidaba más de lo que se cuidaba ella misma. Antoine era un hombre de una bondad tan extrema que ella no creía que ninguna mujer pudiera dejar de quererlo. Esa fue la impresión que tuvo desde el fin de semana en que lo conoció, cuando Iris era una recién llegada -poco después de todo aquello- y él trabajaba en ese grupo de apoyo. Lo primero que se le ocurrió pensar entonces -cuando se lo contaba reían los dos hasta llorar- fue que parecía un predicador, un Testigo de Jehová de ésos que pasaban por su casa los domingos cuando ella era una niña y a los que su padre echaba de un portazo; o un mormón, porque Antoine era así de rubio y de limpio siempre. Pero con los años había comprendido que sólo se trataba de un hombre bueno y que esa bondad le había devuelto una vida blanca, impecable, como la camisa de un mormón.

Antoine la amaba pero ella no sabía por qué su amor le llegaba a veces como un ahogo; nunca se lo había dicho porque él no hubiera comprendido y ella temía -con un gesto, con una palabra que se le escapara- echarlo todo a perder. Siempre había bastado un pedido suyo para que él estuviera pendiente, dispuesto; así habían hecho aquel viaje por las islas griegas y el otro a Fez con el que Iris había soñado durante años. Para no tener más amigos que ella que los había perdido a todos, Antoine fue abandonando poco a poco a sus amigos franceses y se quedaron sólo con Chela y Michel. Ahora que lo pensaba, ella comprendía que -por amorAntoine le había concedido todo, que estaba siempre dispuesto a satisfacer sus deseos, todos los deseos excepto el de regresar.

Cada vez que Iris hablaba de regresar, Antoine entraba en pánico, tanto que ella llegó a pensar que había algo más que deseos de cuidarla en ese pánico. Iris no sabía qué sentido tenía regresar, sólo comprendía oscuramente que iba a suceder, como había pasado con la fuga, largamente planificada. Las otras veces se había dejado convencer, pero ahora no. Acaso fuera, se dijo, porque tenía a su madre muriéndose, aunque la madre no se enterara de nada porque estaba en una cama, inconsciente desde hacía años, tirada, muerta en vida; cómo explicarle a Antoine que lo mismo quiere verla. Cree que por eso ha regresado, para ver lo

que fue alguna vez el cuerpo de su madre y ahora es esa cosa en una cama; pero no lo sabe con certeza.

Ella necesitaba volver y eso es algo que Antoine nunca entenderá. A veces piensa que la vida es muy sencilla para los que se han trazado un camino sin vueltas, pero qué decir de los que se vieron obligados a buscar atajos, a perderse en callejones oscuros. Antoine no sabe de estas cosas y ella -aunque quisiera- no podría explicarle nada. Sólo con Chela hablaba de su deseo de volver, porque ella era también una extraña en Francia; sin embargo Chela le había dicho que lo pensara bien, que era peligroso.

Desde hacía años, Iris no pensaba en otra cosa. Lo había hecho primero con horror, a espaldas de Antoine, sin confesar a nadie esos sentimientos que habían ido creciendo, ramificándose en cada carta, temida primero y después -no sabía ella por qué razón- esperada.

Los seres humanos nos conocemos poco, le dijo a Antoine una tarde que caminaban por las afueras de Grenoble hablando, como todos entonces, de los asesinatos en serie de un comerciante de Lyon.

En Pajas Blancas compró el diario y lo fue leyendo en el taxi que la llevaba hasta la terminal. En su país, más que en ninguna otra parte, los titulares le parecieron risibles: cientos de hombres respetables no eran más que asesinos y ahora iban a juzgarlos porque habían hecho cosas que impresionaban a la gente; no a ella, claro, pero sí a gente como Antoine. El mozo trae una botella de agua mineral. Ella le ve bajo la axila una aureola y siente asco; también por la rejilla grasienta y la mesa con quemaduras. Después escucha unos pasos y recuerda el ruido de botas que venían por los corredores hace tiempo, y también el sudor helado que le brotaba con sólo oírlo.

Aunque no es más que una palabra lo que ese hombre dice a sus espaldas, Iris lo reconoce: ha seguido oyendo en sueños esa voz y la reconocería donde fuera. Además, Antoine le ha dicho que dormida repite con insistencia un nombre y ella sabe que es ese nombre. Todavía no le ha visto la cara, ni necesita vérsela, cuando siente su contacto -es sólo la presión de unos dedos sobre la espalda- y percibe, como antes, el escalofrío. Después él se sienta y por sobre la mesa extiende una mano y roza la suya.

Sólo más tarde, cuando lo que sucedía dejó de ser el espejismo que era en esa siesta de enero, ella intentó sacar la mano; pero él la retuvo por un dedo, uno solo, el meñique. Iris imaginó que él hacía fuerza hasta arrancarle el dedo y que ella finalmente lograba desasirse y se marchaba con la mano sangrando. Él avanza hacia la palma y luego por el brazo hacia arriba, por la piel desnuda. Iris espanta por inútiles las imágenes que se le cruzan: quisiera borrar sobre todo el deseo que, contra toda lógica, ha sentido, y el día y la hora en que él la vio y la eligió entre todas; pero sabe que suprimir ese momento implicaría suprimir toda la vida y se interna en caminos no recorridos, callejones sin salida que acaban en nada. Él dijo algo, la nombró, pero no por su nombre sino por el modo en que solía llamarla entonces, cuando era suya; violentaba la voz de una forma que los años no habían borrado, con tanta fuerza que los de la mesa de enfrente se volvieron a mirarlo.

Iris mira por la ventana, hacia la avenida: ve pasar los ómnibus, sabe que pronto pasará el suyo. Él sacó los cigarrillos y le ofreció uno, pero ella ya no fuma; después, se abrió el saco para buscar en el bolsillo de adentro el encendedor y ella vio, contra la tela de hilo color crema, un Dupont esmaltado en azul que conoce bien. Él encendió su Marlboro, dio unas pitadas y con el humo avivó la brasa; entonces ella supo lo que iba a venir y se miró el brazo, los pelos oscuros. Sabe que la brasa llegará a la carne -que él lo hace muy bien- y se dispone a soportar lo que viene para no darle con el gusto de que la vea como otras veces; pero él se detuvo antes -un poco antes- y ya no avanzó. Más que el dolor, la paralizan los recuerdos que tiene almacenados y no puede desechar. Si le fuera posible suprimir la memoria, acabarían de un soplo no sólo los horrores pasados sino los que vendrán; pero no puede. Sintió el calor, la brasa chamuscándola, la catinga de los pelos quemándose. Ella ha olido la carne quemada, y

eso no es algo que pueda olvidarse. Sin embargo, no intentó retirar el brazo. Pasaron por su cabeza cuerpos marcados: la habían obligado a mirar esas cosas y ahora ella no podía borrárselas; la obligaron y entonces todo eso no dejó de suceder adentro de ella mientras viajaba a Fez, daba clases de español o hacía el amor con Antoine. También ahora escuchó los gritos -nunca se habían callado esos gritos-, unos sobre otros se mezclaban con sus quejidos.

Se le cruzó otra vez su madre muriéndose y supo que ya no iría a verla. Midió las horas que la separaban del momento en que quedaría para siempre despojada de toda raíz; calculó también la distancia hasta la puerta y hasta el hombre que despachaba tras la barra, imaginó una maniobra y supo que ni un milagro alteraría el ritmo de las cosas. Él nombró el sitio donde la guardaba por aquellos años -el campo donde la chuparon y después la casa- y le recordó lo que ella había hecho a cambio de promesas que la mantuvieron viva. En esa casa, ella se había acostado con él sin olvidar quién era ni lo que hacía, ni tampoco lo que había hecho con ella, ni hasta qué extremo la había sometido. Esto era algo que Antoine no comprendía porque -ahora lo sabe- para su madre, para Antoine, para sus compañeros, para ella misma, era imposible comprender que había dicho que sí, que había estado con él y había hecho aquellas cosas que hizo para seguir viva.

Lo escuchó preguntar si recibía las cartas y los regalos que le mandaba, pero no quiso contestar. Le miró las manos, los dedos largos, el anillo de sello con las iniciales, y después, desde la ventana del bar, vio que por la avenida bajaba su ómnibus. El preguntó nuevamente por las cartas, por las que desde hacía años le mandaba y que -sin que ella supiera cómohabían llegado regularmente a todas las casas de todas las ciudades donde había vivido; apretándole el brazo preguntaba, hasta que Iris asintió.

Tenía los ojos vacíos, la mirada en algún punto lejos, cuando levantó la mano hasta la cara del hombre y con un dedo le dibujó la boca. Después se largó a llorar sin importarle que la viera así, repitiendo que por qué a ella, que por qué la había elegido a ella. Echada sobre la mesa, mojando con sus lágrimas la fórmica como el borracho que dormía un poco más allá, Iris repitió esa frase hasta perder las fuerzas, mientras él le acariciaba el pelo. Bajo la caricia, ella temblaba, empapada en sudor.

Referencia bibliográfica: Andruetto, María Teresa (2012) Cacería, “Los rastros de lo que era”. Buenos Aires, Argentina: Mondadori.

Roberto Arlt

Autobiografía “Filiación: Edad, 31 años, estatura 1,73 m. Cabello castaño. Ojos negros. Sabe leer y escribir.

Signos particulares: algunas faltas de ortografía.

Obra realizada: 3 novelas, 20 volúmenes de impresiones porteñas en el diario El Mundo.

Premio Municipal.

Instrucción: Tercer grado de las escuelas primarias.

Oficios: varios.

Filiación psíquica: Humor cambiante.

Necesidades: reducidísimas.

Ideales: ninguno.

Convicciones: ninguna.

Cosas que le interesan: los hombres cuando tienen historia, las mujeres cuando se dejan leer, los libros cuando están bien escritos.

Defectos: Vanidoso como todos los autores. Susceptible, desconfiado, a veces injusto.

Egoísta.

Virtudes: Sinceridad absoluta. Fe en sí mismo. Aceptación tranquila de todo fracaso y desilusión. Voluntad desarrollada.

Posibilidades: Si trabaja con asiduidad y no se deja marear por el éxito fácil, será un escritor de alcances sociales estimables.

Juicios externos: Según algunos, un cínico, para otros un amargado: y para mí mismo, un individuo en camino a la serenidad interior definitiva.”

Publicado en: José Guillermo Miranda Klix (comp.), Cuentistas argentinos (1921-1928), Buenos Aires, Claridad, 1929.

Roberto Arlt publicó a pedido varias autobiografías, siempre muy breves. Llama la atención que no dejaba constancia del lugar de nacimiento, que de hecho fue Buenos Aires.

Enfermo de tuberculosis pasó un tiempo en el hospital de Santa María (“Santa Mónica” en el cuento) en las sierras de Punilla, en donde se inspiró para escribir “Ester primavera”.

Pablo Heredia

Referencia bibliográfica: Arlt, Roberto (1975) El jorobadito, “Ester primavera”. Buenos Aires, Argentina: Losada.

Federico Falco

“Aunque varios de los relatos tienen a Cabrera como escenario, es poco y nada lo autobiográfico, sostiene Falco. En sus cuentos suele haber una corriente, un transcurrir, y sucesos significativos, más o menos extraordinarios, que sus personajes procuran leer, interpretar, para tratar de entender, para moverse, para engañarse y desengañarse, para dejarse llevar. Gente común en alguna encrucijada…” (…) (Ángel Berlanga) “Hay como un mirar el mundo, entenderlo, que viene presentado desde ahí –cuenta–.

Que todo el mundo pudiera saber quién era uno, ni siquiera por tu nombre sino por tu cara, el hijo de, o el sobrino de... Y está el vínculo muy fuerte con lo natural, con el campo, con la posibilidad de escaparte en bicicleta a la hora de la siesta. De pronto un día llegás y el vecino está carneando chanchos. Un trato cotidiano con los animales, la naturaleza, la producción.

Los días de viento norte sabés que está todo el mundo de mal humor, todo se llena de tierra y hace calor, se marca el ritmo del pueblo. Uno de los programas de mi viejo, cuando yo era chico, era salir a la ruta a ver cómo entraba el sol: subíamos a la camioneta, íbamos a las afueras para poder ver el horizonte y saber si al día siguiente iba a llover, o si iba a haber viento. Por otro lado, en un pueblo uno es siempre una biografía que se puede resumir en dos líneas; vos preguntás ‘¿Quién es ése que pasó?’ y pueden decirte: ‘Es el que se ganó el Prode con doce aciertos y se hizo la casa’; o ‘Es el que se le había muerto la hermana atropellada por tal...’ Y eso tiene una lógica narrativa fuerte. Hay mucho control social, pero a la vez eso hace que aparezcan intrigas todo el tiempo, mitos, el sentido de comunidad es más fuerte y entonces también lo es el sentido del rumor, del chisme. No sé si para vivir ahí, pero las mitologías, que tal persona es yeta, que si cruzás las vías por tal lugar salen unas sombras, que en tal lugar venden droga, son muy fuertes desde lo narrativo.” (Federico Falco) Textos extraídos de “Sentir con los personajes” (entrevista realizada por Ángel Berlanga), en Página 12, 14 de diciembre de 2014.

Pablo Heredia

Flores Nuevas a Lilia Lardone Terminaba el verano. En el aire ya había olor a humo, pero todavía se veía limpio, con mucho sol. Las mujeres barrían las veredas y quemaban las primeras hojas secas en las esquinas. Junto con las clases empezaban los cumpleaños de quince. Yo hacía poco que había visto mi primer cadáver. Tolchi Pereno se tiró abajo del tren porque estaba embarazada. Nos sentábamos en el mismo banco y en la hora de geografía se largó a llorar sin que nadie le dijera nada. Blanquita Calzolari había hecho pasar a Tano Buriolo a dar lección y Tano trataba de explicar la historia de los meridianos y los paralelos.

Se dice que los meridianos son líneas que dividen al mundo por mitades, decía Tano y Blanquita Calzolari asentía.

Se dice que las dos mitades son iguales y la línea que hace la división es una línea finita, finita, que no se puede ver, decía Tano y Blanquita Calzolari asentía.

Se dice que los paralelaos son las mismas líneas pero puestas al revés. Se dice que si se cambia de hemisferio y se pasa arriba de un meridiano o un paralelo a uno le da un escalofrío por la espalda. Blanquita Calzolari levanto la vista, los ojos de pronto atentos. ¿Quién dice eso?, preguntó.

Tano Buriolo replicó enseguida: Los sabios dicen.

No, está mal, sentenció Blanquita Calzolari. Vuelva a su banco. Entonces Tolchi Pereno se largó a llorar. Blanquita la miró y le preguntó qué le pasaba.

No me pasa nada, dijo Tolchi. Tengo nervios internos, eso nada más, dijo y empezó a gritar y me tomó la mano a mí, que estaba a su lado y apoyó mi mano sobre su pecho.

Sentí, sentí, dijo. Sentí cómo se me revuelven los nervios por dentro.

Yo noté el borde del corpiño abajo del pulóver tejido y como termita sobre el corazón de Tolchi. Me puse colorado.

Vaya, tómese un vaso de agua y vuelva para acá, dijo Blanquita Calzolari.

Tolchi me soltó y se quedó hipando en silencio, sentada en su banco. Nosotros la mirábamos. Se levantó y volvió al rato con los ojos rojos y la cara hinchada. A la tardecita se tiró abajo del tren. No pasaban muchos trenes por acá. Tolchi debe de haber esperado agachada al lado de las vías hasta que vino uno y pudo tirarse. El maquinista jura que no la vio. Estaba distraído, si no a los suicidas los espanta siempre con un pitazo de bocina. A veces me pongo a pensar en Tolchi deseando con fuerza que pase el tren, que pase el tren, que pase el tren, ya decidida a matarse. Primero no se supo que era ella. Tocó la sirena de los bomberos, estábamos en el bar de Soda, jugando a los jueguitos. Salimos atrás de la autobomba. Antes de llegar nos frenó el comisario, pero le hicimos caso y seguimos. El padre de los mellizos Tambu, que era bombero, nos contó que juntar a Tolchi había sido, por lejos, lo peor que le tocó hacer en su vida. No se lo deseaba a nadie. Nosotros habremos estado a unos diez metros, no nos dejaban ir más allá, Igual veíamos. Al principio no se sabía quién era pero al raro empezaron a decir que era Tolchi, que se había tirado porque estaba embarazada.

Vinieron y nos preguntaron a nosotros, nosotros les dijimos que no sabíamos nada. Era verdad, no sabíamos nada. Pero no faltó el que contó que esa tarde Tolchi se había largado a llorar mientras Tano Buriolo explicaba los meridianos y paralelos y que me hizo tocarle las tetas. Chismosearon que Tano era el padre o que el padre era yo. Al ía de hoy que lo dicen.

Fue un martes. El miércoles vino Stella Maris de Manccini, vicedirectora en funciones. Nos dio una charla sobre el valor de la vida y la moral y la responsabilidad de estar vivo. Lo escribió con tiza en el pizarrón: la responsabilidad de estar vivo. Mientras hablaba se transpiró debajo de los brazos y se manchó la blusa. No le salían las palabras. La habían mandado del Ministerio, ella no quería tener que explicarnos. Algunos intentaron dar asueto el día del

velorio, pero la Comisión de padres se opuso. Le tenían miedo al efecto contagio, pensaban que si se le daba mucha importancia a lo de Tolchi a nosotros nos iba a parecer lindo suicidarnos. Así que no hubo asueto. Trajeron una psicopedagoga y dio una charla para los padres, en el colegio, de noche y dicen que fue mucha gente. En la misma charla también habló el cura Porto. No supimos muy bien qué les dijeron pero a partir de entonces nos empezaron a tratar con más cuidado. Mi papá volvió de la charla y escondió la escopeta de salir a cazar. La guardaba siempre en el ropero del galponcito y después de la charla desapareció.

Me acuerdo de Matías Besone diciendo que era imposible que la hubieran juntado toda, que al final habían tenido que limpiar las vías con una manguera y que los últimos pedacitos de Tolchi se quedaron entre las piedras de los durmientes y la fueron a lamer los galgos del barrio. Le dijimos que no hablara más y se calló enseguida. La madre de Tolchi mandó a hacer una cruz de madera y la puso a la orilla de las vías, justo en el lugar, Cada mes, para la fecha, le llevaba flores.

Después, Blanquita Calzolari se olvidó de los meridianos y los paralelos y nos hizo hacer un trabajo en grupo sobre los cinco continentes. A mi grupo le tocó África. Teníamos que investigar sobre las tribus y las zonas del planeta donde todavía nunca el hombre había puesto un pie. Fernandito Giraudo estaba suscripto a la Muy interesante, sacamos un montón de cosas de ahí y en otras mentimos. Yo me inventé una tribu de cazadores que una vez al año salían de la selva, caminaban miles de kilómetros, hasta llegar al borde de una ciudad.

Entonces esperaban la noche y al abrigo de las sombras se introducían llevando un niño elegido y lo dejaban como sacrificio en la playa de estacionamiento de un shopping. Me gustaba imaginarme a ese chico ahí, solo en el medio de los grandes edificios de acero y vidrio. Blanquita Calzolari se lo creyó, le interesó mucho el tema y nos puso un Superó los objetivos. Estaba cansada ya, en esa época, Blanquita Calzolari y fue la única, además de Stella Maris Manccini, que habló con nosotros sobre Tolchi. Un día nos explicaba algo y se le despegó la dentadura postiza. No nos dio tiempo ni a reírnos, se sentó en el escritorio, se la sacó, le agregó Corega y se la volvió a poner en un santiamén. Se agarró la cara con las dos manos y se refregó los ojos. Nunca he visto una mujer tan cansada. Tenía edad para jubilarse pero desde la Gobernación no le llegaba la papeleta y le daba lo mismo. Habían pasado quince o veinte días de lo de Tolchi, no nos imaginamos que iba a salir con eso. Blanquita Calzolari se puso a hablar. Al principio parecía que hablaba de cualquier cosa, que estaba ida. Nos contó del tiempo en que ella era una nena. Se levantaba a las cuatro de la mañana para ir al potrero a buscar las vacas del ordeñe. Tenía un hermano más chico, sonámbulo. Lo encontró en la quinta y se asustó, creía que el hermano era un ánima en pena. Del susto, Blanquita dio un grito y despertó al hermano, que quedó trastornado para siempre. Tuvo que cuidarlo ella hasta que el hermano murió joven, de un fallo al corazón. Pero nunca fue una carga. Ella lo quería, era su hermano, cómo iba a ser una carga. Contó de su papá alcohólico que le pegaba a los animales. A ella le habían regalado un perrito, pero el padre le cruzó el lomo con un látigo, el perro lo mordió y se escapó del campo. Se fue a vivir con los perros de un vecino, se hicieron salvajes, atacaban en manada y hubo que matarlos con la carabina. Contó de su casamiento. A los dos meses se dio cuenta de que no estaba enamorada de su esposo, solo se había casado para sacarse de encima a su familia. Contó cómo le hubiera gustado irse, viajar, ver el mundo y entender; pero la plata no le alcanzaba, así que tuvo que conformarse con estudiar para profesora de Historia y Geografía. Que iba de lunes a viernes a Villa María, al terciario y que a la mañana daba clases en la escuela fiscal y que así y todo tuvo tres chicos y

los crió y salieron buenos chicos. Nos contó del frio que hacía en la garita, a la orilla de la ruta, mientras esperaba el colectivo y de cuando se enamoró de un compañero del terciario, se juntaban en un hotel cerca de la Terminal de Villa María, a la salida de clases. Ella seguía con su esposo, era un buen hombre, le daba lástima, pero un día su esposo se murió de una trombosis, porque comía mucho salame y tenía ácido úrico y colesterol malo. Blanquita pensó que Dios era justo y que las cosas se habían arreglado solas, Mientras velaban a su esposo, Blanquita fue a la telefónica, pidió una llamada y habló con su compañero y su compañero le dijo, ahí, así, por teléfono, que él solo la quería para estar con ella en el hotel, frente a la Terminal, pero para otra cosa no. Asñi es la vida, dijo Blanquita Calzolari, y sin embargo ella no se había tirado debajo de ningún tren, de ninguno. En ese momento nos dimos de que hablaba de Tolchi Pereno. Después, aunque todavía faltaba para el recreo, Blanquita Calzolari dijo que nos fuéramos, que la dejáramos sola, nos daba hora libre. Salimos al patio sin decir una palabra y ella se quedó sentada en el escritorio. Yo la vi acomodarse el pelo y con un dedo asegurarse la dentadura en el paladar. *** Enseguida vinieron tiempos lindos. Tolchi nos unió más como grupo. Antes las chicas no nos miraban, andaban con los de cuarto, los de quinto, se hacían asados en la casa de Ezquino y no nos invitaban, iban ellas nomás, con los más grandes. Neto Paladizini se había puesto de novio con Belky Ezquino y el viejo Ezquino le daba plata para que se fuera de locas y que a Belky no se la tocara. Pero a Tolchi Pereno la gente decía que la habíamos embarazo Tano Buriolo o yo. No importaba cuál de los dos, alguno era. Y éramos nosotros los que habíamos ido hasta las vías a ver el cadáver. Los de cuarto y los de quinto no fueron. Y a nosotros nos habló Stella Maris de Manccini y Blanquita Calzolari. Empezaron a mirarnos con otros ojos.

Bichín Peirano todavía perfeccionaba su plan secreto de la hormona de las vacas y de pronto ya no hacía falta. Lo habíamos probado un par de veces. Bichín sabía por el padre, que era veterinario y se la inyectaba a las vacas para que dieran el celo todas juntas. Nosotros le pusimos en el agua del mate a Carinita Plaza, mientras estudiábamos Lengua y Literatura en el verano. No le hizo efecto. Le salió un salpullido pero no se excitó. Bichín pensó que nos quedamos cortos, asaba eso. Agarramos a la Telesita Currido, que estaba vieja y no era linda, pero era medio tonta y cada vez que uno le pedía que nos mostrara las bombachas se abría el batón y nos las mostraba. Le dimos de tomar una botellita pura. La llevamos a una obra en construcción, hicimos un círculo y empezamos a aplaudir. La Telesita nos mostró las bombachas un par de veces y se quedó dormida. Dicen que al día siguiente la encontraron frotándose contra el alambre tejido de un gallinero, nunca supimos si había sido el preparado nuestro o locura nomás. Después de Tolchi la hormona no nos hizo falta. Andábamos con algo trágico encima. Los de cuarto y los de quinto eso no lo tenían. Tano Buriolo se acostó con Noemí Orozco, ellos fueron los primeros, en el playón de gimnasia, atrás del colegio, debajo de las gradas. Pusieron unos cartones y las camperas. Noemí sangró mucho, manchó los cartones, manchó las camperas. Se asustaron pero siguieron. Ese día en el recreo, todos hablamos de la sangre. Las chicas le preguntaban cómo se sentía. Noemí decía que bien, no estaba mareada ni nada. Para sacar la sangre de la campera, usamos agua oxigenada del botiquín de primeros auxilios, se la pedimos al portero. Belkys me invitó un día a su casa y empezamos a probar. Belkys se pensaba que yo conocía cómo hacerlo, que yo había embarazado a Tolchi. Yo no sabía pero no le dije nada, que ella pensara lo que quisiera.

Belkys era ducha, me di cuenta enseguida. Ella me enseñó a mí. Fue la primera que vi, me impresionó tanto pelo. No sabía que podía haber tanto. Ella me dijo que no fuera pavo, cómo me iba impresionar si era suavecito y me mostró. Esa vez yo no duré, me vine enseguida. La próxima vez Belkys me dijo que íbamos bien, ella también estaba por llegar. En ese momento me avisó. Me vengo, me cuchicheó al oído pero yo igual me asusté porque como que se salió

de sí. Se agarraba los hombres y se puso a llorar. Yo pensé que le hacía mal, me quedé quieto.

No pares, no pares, no sos vos, me dijo ella sin dejar de llorar. De a poco se fue calmando, se bajo y se acostó a mi lado. Le pregunté si estaba bien. Ella me dijo que sí. Me contó que cuando era chica la había agarrado un peón del campo y de acordarse lloraba. No era culpa mía, que no me diera preocupación. Belkys. Llora siempre que acaba, porque recuerda al peón. Pobre. A mí me impresionó y por una semana no lo intentamos más. Pero seguimos.

Atrás de las puertas y en el cuartito de los mapas y en el laboratorio. Las pareces del laboratorio estaban forradas de cajas entomológicas y en los armarios y arriba de los armarios había zorros y lechuzas embalsamadas y garzas y un telgopor con un sapo seco abierto y clavado con alfileres y un esqueleto al que le habían robado la quijada y una mano y un feto en formol. Abrimos el frasco, el feto flotaba y la punta de la cabecita sobresalía como un fútbol que se ha caído en una cisterna de agua. La tocamos con el dedo. Aunque parecía blanda como la cabecita de un bebé, estaba dura porque el formol la había resecado.

Al mes, Belkys quedó embarazada. Lo hablamos mucho y me prometió que no iba a tirar abajo del tren. Yo le tenía confianza, pero el resto no, así que la vigilaban y el padre fue y habló con el maquinista y le dijo que nunca más pasara distraído pro el pueblo, porque era un peligro. El maquinista ple prometió que iba a tener cuidado. Stella Maris de Manccini aclaró que no había nada contra la ley pero hablo de ser un mal ejemplo. A Belkys le pusieron amonestaciones y no cedieron las faltas. Al final no la echaron ni se quedó libre. El consejo de padres dijo que había que hacer algo pero no hicieron nada. Nos llevaron a hablar con el cura Porto. Dijo que no dejaba de ser un pecado, pero que mejor conviviéramos porque casarse tan joven era arruinarse la vida. Nos obligó a confesarnos y nos absolvió. En esa época ya había empezado con la campaña de recolección de fondos para construir la iglesia nueva y el padre de Belkys donó mucha plata. Un día vino una grúa y un equipo de ingenieros y dinamitaron el campanario y la parte vieja de la iglesia. Fue una implosión, no una explosión. En la escuela nos explicaron la diferencia. Nosotros fuimos a ver, cada uno por su lado, Belkys con las chicas del curso y yo con mis amigos. Se levantó una nube de polvo y llovió guadal cuatro manzanas a la redonda. De lejos dicen que parecía una bomba atómica pero chiquitita. El polvo se asentaba y de a poco apareció de nuevo el cielo entre los ladrillos y la mezcla reseca.

Entonces empezaron a llover papelitos. Planeaban en el viento, aterrizaban como si fueran hojas cuando a los árboles los agarra el otoño. Pero eran papelitos amarillos, apenas doblados, escritos. Mi papá corrió y manoteó algunos todavía en el aire. Los leyó y se largó a reír. Los amigos de mi papá también cazaban papelitos en el aire. Sea los escombros para alcanzarlos, se los intercambiaban entre ellos. La cara se les ponía gris del talco que caía. Les sobresalían los ojos, al borde los ojos, bien rosa. Los papelitos eran de la época en que se construyó la iglesia, ellos tenían siete u ocho años. A la hora de la siesta los albañiles se dormían y por dañiñada, mi papá y sus amigos se metían a la obra, levantaban los ladrillos frescos y entre el ladrillo y la mezcla escondían mensajitos para Dios, cosas que le pedían. Papá encontró algunos suyos y encontró de otros. Les reconocía las letras, los iba a buscar y les decía: éste debe ser tuyo. Tres o cuatro eran de amigos que ya estaban muertos. Papá los quemó. Yo le pregunté qué decían sus papelitos y no me quiso contar.

A la iglesia de Cabrera hubo que tirarla abajo porque se hundía. Los cimientos estaban mal hechos, no soportaban el peso. Las baldosas se partieron, los zócalos se incrustaban en la tierra y en el techo se hicieron grietas que dejaban ver el cielo. Los rayos del sol entraban por las grietas, e iluminaban adentro. De doce a una del mediodía el sol daba justo sobre el altar y

parecía que bajaba un ángel. No había manera de salvarla. Por eso los del arzobispado decidieron demoler la iglesia y construir una nueva.

El padre de Belkys nos prestó una casita y nos fuimos a vivir juntos. Al tiempo me encontré con mi papá en misa. Me esperó a la salida. Tenemos que hablar, dijo. Salimos a dar vueltas en chata. Papá dijo que yo estaba grande, que venía un hijo en camino, había que darle de comer. Me propuso que a la tarde, después del colegio, fuera al negocio a trabajar con él.

Me iba a dar un sueldo. Yo le dije que no sabía, porque no me gustaba atender a la gente y no querías ser ferretero para siempre.

Pensalo, dijo papá, no tiene que ser ya mismo, todavía falta.

Nos callamos y seguimos dando vueltas. Cada vez que veíamos un autor nuevo papá decía de quién era. Ése es de los Gugliermi, vendieron la cupé Fuego, le cambiaron por un Peugeot. Ése es de los Espina, es importado, cero kilómetro, no se consiguen los repuestos. Se rompe y lo tiene que mandar al fondo, de gallinero. Ése es de la viuda Lamónica, lo compró con lo que le pagaron del seguro.

Papá hablaba y yo, de pronto, caí en la cuenta de que se había hecho viejo. Estaba canoso y el pelo que le asomaba por el cuello de la camisa también era gris. Me acordé de un fin de semana que nos fuimos a las sierras, a Santa Rosa. Estábamos en el río, frenó un auto, bajó alguien de Cabrera y se acercó a mi papá. Le preguntó si ya sabía lo de Mustín Puchino. Papá le dijo que no. El hombre nos contó que a Mustín le había explotado el tanque de solvente, se había quemado el noventa por ciento del cuerpo y estaba en terapia intensiva, esperaban que se muriera. Cargamos las reposeras en la chata, buscamos los bolsos y partimos. Fue la primera vez que lo vi llorar. Papá manejaba y se le caían las lágrimas. Mustín era su mejor amigo. Había sido cajero del banco pero lo echaron y Mustín se puso a hacer experimentos para fabricar aceite de maní. Armó un laboratorio. Lo instalo en el living de la casa. Tres o cuatro tanques pintados de plateado, unidos entre sí por cañerías. En algún momento hizo algo mal. Murió a los dos días. De él eran algunos de los papelitos que mi papá quemó cuando implosionaron la iglesia.

Ahora que ya estoy grande ¿me vas a prestar la chata?, le pregunté entonces a papá.

Ni se mosqueó.

No, ya te había dicho que no. Hasta que no tengas el carnet no te la presto, dijo.

La podríamos necesitar por alguna urgencia. Por Belkys, insistí.

Llamame por teléfono y voy a buscarlos.

Al Tano el padre le presta el auto.

Me importa tres pitos qué hacen los Buriolo, dijo papá y estacionó frente a casa.

Bajé sin saludar.

El año que empecé el secundario me hice amigo de Fata Buriolo, el primo de Tano. Fata era alto, grandote y los chicos decían que era medio pelotudo. Yo lo miraba y tan pelotudo no lo veía. A Fata le iba mal en el colegio, no alcanzó los objetivos en casi todas las evaluaciones. En el curso empezaron a decir que el padre le había tenido que enseñar a hacerse la paja porque de tan retardado, solo no le salía. Yo le fui a preguntar y él me dijo que no era cierto y por probar empezamos a tocarnos y ensayamos cómo era, para estar seguros cuando nos tuviéramos que ver con alguna de las chicas de verdad. Fata tenía un perro que se llama el Flecha y agarró la costumbre de volcar y quedarse con la leche en la mano para llamar al Flecha y dársela de comer. El Flecha la comía entusiasmado. Fata decía que a un perro le dabas una golosina y no le gustaba tanto. Yo intenté darle de comer a otros perros,

pero venían, me olían la mano y se iban. El Flecha nomas tenía esos gustos. Con Fata estuvimos así un tiempo. No le contamos a nadie porque nos dábamos cuenta de que la gente no iba a entender. En la escuela hacíamos como que no éramos tan amigos. Nos veíamos afuera, yo iba a su casa o él venía a la mía. En primer año Fata fue mi mejor amigo. Después repitió de curso y él mismo empezó a decir que era medio pelotudo, que el colegio no estaba hecho para él, que dejaba y se iba a trabajar al campo. Mi mamá me pidió que fuera a hablarle para convencerlo de seguir. A mi mamá se lo había pedido la mamá de él. Fui y Fata me confesó que de chico creía que las palomas del cementerio eran Espíritus Santos y se iba a cazarlas con la gomera, llenaba una bolsa de Espíritus Santos muertos y las tiraba en el patio del cura. Me hizo prometerle que nunca se lo iba a contar a nadie. Iba a ser nuestro secreto.

Yo se lo juré.

Pero no entiendo qué tiene que ver el Espíritu Santo con dejar el secundario, dije.

No ves que siempre fui tonto, me respondió Fata. ¿Cómo voy a pensar que las palomas eran Espíritus Santos? Hay algo mal en mi cabeza, no me da para hacer el secundario.

Fata se fue a trabajar al campo. El padre le compró una máquina cosechadora. Se iban a hacer la campaña al sur, trillaba el día entero, dormía solo en una casilla de cinc en el medio de los porteros y dejamos de vernos. Una tarde, Belkys no estaba y golpearon a la puerta. Fui a abrir, era Fata. Lo hice pasar, lo invité si quería un vino, un vermut, una Gancia. Me aceptó el vino. Se sentó, agarró el vaso con una sola mano y se lo vació. La otra mano le colgaba, se tuvo que ayudar para apoyarla en la mesa. Noté que la tenía mala. Estaba gorda, morada. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que se la había agarrado con una amoladora. Lo salvaron pero le quedó así nomás, mucho no le servía. Entonces me preguntó si estaba solo en la casa.

Yo le dije que sí y él se largó a llorar. Al principio pensé que lloraba por la mano, hablaba y no le entendía las palabras, hasta que lo entendí y me di cuenta de que lloraba por Belkys. Me decía que cómo podía haberle hecho eso, engañarlo con Belkys, que él estaba tan enamorado de mí y que no pasaba ni una noche sin que pensara en mí, solo en su casilla de cinc, en el medio de los potreros. Le pedía disculpas, le serví un poco más de vino, poco porque lo noté medio picado. Cuando se tranquilizó, le dije que se fuera y que no volviera nunca más. *** Belkys estaba triste, me preocupaba. Le salió panza, se le hinchaban los talones, íbamos al médico y el médico le decía que era normal. Se venía su cumpleaños y no quería hacer festejo. Desde que tenía uso de razón, había soñado con eso, el cumpleaños de quince. Nunca se hubiera imaginado que antes de cumplirlos yo la iba a dejar embarazada. Desde los doce que tenía el vestido pensado y la decoración del salón. Me mostró los dibujos que había hecho en un cuaderno. El padre de Belkys iba a pedir prestada la cancha del básquet del Club Belgrano. En lugar de usar los tablones del club iban a alquilar mesas redondas en Villa María, con manteles blancos. A las sillas las iban a cubrir con tela blanca también. Para que no corriera la tela había que atarles una cinta rosa en el respaldar. Belkys pensaba usar los aros de básquet como portamacetas y poner ahí dos helechos grandes, que cayeran y los disimularan. La pista de baile iba a ser el medio, con una bola de espejo alquilada y en las invitaciones se pediría que los varones asistieran de saco y corbata. Primero sería la cena, para los parientes, los amigos del padre y los compromisos. A nosotros, los del curso, nos pensaba invitar después, a la hora del brindis y el baile. En la cena servirían fiambre, con vitel toné, lengua a la vinagreta, salame y ensalada rusa; pollo al champignon de plato principal y, de postre, helado. Bombón suizo o cassata. Para el brindis habría una mesa dulce, con tortas, tartas y bocaditos que iban a cocinar la madre y las tías de Belkys. Apagarían las luces y ella y su papá bailarían el vals en el medio de la pista, solos, iluminados por un reflector. O bien

terminara el vals, sus quince mejores amigas aparecerían por los costados, cada una con una rosa blanca en la mano. El disck jockey pondría entonces el tema quince primaveras tienes que cumplir, quince flores nuevas que te harán feliz, y una por una sus amigas le entregarían las rosas. Belkys me contaba todo eso de noche. Apagábamos la luz y charlábamos. A veces lloraba. A veces se olvidaba de que no lo iba a poder hacer, hablaba como si todavía hubiera que prepararlo, como si faltara un año o más. Pero no faltaba nada. Llegó el día. Belkys no quiso ir a la escuela. Yo la entendí, se quedó en casa, tirada en la cama. A la tarde vinieron las más amigas y la consolaron un poco. De la Cooperativa mandaron un ramo de flores, porque el padre era el presidente de la asamblea. Los varones del curso se pusieron de acuerdo, cada uno colaboró y le compraron de regalo un sombrero de cuero rosa con tul y un par de guantes haciendo juego. Fernandito Giraudo fue el encargado de juntar la plata y comprar el regalo.

Tenía buen gusto y sabía lo que se usaba, porque leía muchas revistas y estaba siempre al tanto. Vino a consultarlo antes conmigo, me dijo: sombrero con guantes, la última moda. Era un regalo conveniente, Belkys lo podía usa embarazada y una vez que naciera el chico, también lo podía usar. A la noche nos tocaron el timbre. Le dieron el regalo envuelto en mucho papel. Belkys agradeció y lo dejó a un costado. Yo los invite a una Gancia con soda.

La tomaron y se fueron enseguida. No estábamos acostumbrados. A los chicos no les salía hablar de cosas de hombres delante de Belkys. ¡Cuándo querés que use sombrero en este pueblo de mierda!, dijo Belkys no bien se fueron.

Guardó el sombrero y los guantes en el placard, nunca más los vi. Yo le compré las botas tejanas. También estaban de moda, sabía que ella las quería. La pusieron contenta ahí, aunque me dijo que no debería haber gastado tanto porque teníamos que ahorrar para el bebé, las usó mucho tiempo para ir a la escuela. Como no quería salir con la panza para no dar que hablar, las usó también de entrecasa.

Cada vez que una chica cumplía quince años pedía misa y llevaba las ofrendas. Después de la misa se sacaba una foto sentada en una lomita de pasto al frente de la iglesia, al lado de la estatua de la Virgen. Para la foto llamaban a Rojito, que era el único fotógrafo y el único comunista del pueblo. También iba la modista, para que el vestido saliera bien, y la peluquera, por si había que retocar el peinado. Hecha la foto, venía la fiesta. Pero el año en que a nosotros nos tocaron los cumpleaños de quince fue el año en que el cura Porto hizo demoler la iglesia. Guardaron la estatua de la Virgen en un depósito, al lado del San Roque y su perro y del Sagrado Corazón, todos tapados con nailon. Las misas se daban en el galpón de la municipalidad. A nadie se le hubiera ocurrido ir a fotografiarse al frente del galpón. Como las chicas no tenían dónde sacarse la foto, la Comisión de padres del colegio se puso de acuerdo y con fondos propios construyó un monumento en la esquina de la plaza. El cura Porto cedió la Virgen y la instalaron ahí. Era el monumento para las fotos de los quince. Solo se usaba para eso. Belkys no había hecho fiesta ni había pedido misa, pero a mí me parecía injusto que se quedara sin foto. Le pedí prestada la cámara a mamá. Esperamos que se hiciera bien de noche y nos fuimos a la plaza. La primera foto la desperdiciamos, me olvidé del flash. La segunda salió bien. Como hacía frío, Belkys se había puesto la campera de invierno y casi no parece embarazada. Tiene una pollera larga, las botas tejanas y está paradita al lado de la Virgen, en el medio del monumento.

Cuando me mudé con Belkys papá agarró la costumbre de pasar por casa a la salida de misa. Tocaba bocina, sin bajarse y me invitaba a tomar un vino a la sociedad italiana. Desde siempre, papá va a misa los domingos a la mañana. Según él, la misa del sábado no vale.

Nunca se sienta. Se queda parado, atrás y cada tanto sale a fumar un cigarrillo. Cuando yo era chico, después de misa papá se iba con su barra de amigos al bar El Moderno. Eran como siete u ocho, discutían, hablaban gansadas. La cosecha, el clima, los precios los autos nuevos y el toro campeón que habían comprado los Aguirrezurreta en la Sociedad Rural y que se quebró no bien lo bajaron del acoplado. Golpeaban la mesa, se reían, le agregaban soda al vaso para estíralo y si se quedaban sin maní le hacían al mozo un gesto para que les trajera más. De a poco, con los años, se fueron raleando. Primero murió Mustín. Lo siguió Enrique Oncalvo, de cáncer de próstata. Michelo Tiempini, cáncer de pulmón, se le fue a los huesos y la última semana gritó como un chancho hasta que el doctor Karakachoff se apiadó de él y le metió morfina. Oscarcito Kunsel, que era cantor, de un infarto mientras dormía. A Coquito Molinero los de la cooperativa lo trasladaron a la planta de Vicuña Mackena. Y Pancho Miranda se quedó ciego por la diabetes, lo cuidaba la esposa y algunos domingos lo dejaba ir al bar pero la mayoría no lo dejaba. Al final en la barra eran tres, Jorgito Piazza, Osvaldo Fava y papá. Al bar El Moderno lo vendieron. Como estaba frente a la ruta pusieron ahí una estación de servicio. La gente empezó a ir al bar de la Terminal o al de la Sociedad Italiana.

Papá también iba, pero menos, cada tanto, A veces, se juntaba con Jorgito y Osvaldo, estacionaban la chata en la estación de servicio y conversaban un rato entre los surtidores. Si no pasaba por casa y me tocaba bocina.

Vamos a tomar un vino, me invitaba desde la ventanilla. Íbamos a la Sociedad Italiana y dábamos unas vueltas por el pueblo. Subíamos y bajábamos por el boulevard, pasábamos al frente de la casa que se estaba construyendo Tuti Ponti. Papá conocía la sereno y lo saludaba. Un día me invito a pasar y ver la obra.

Recorrimos el laberinto de ladrillos y andamios.

Para qué querrá tantas piezas Tuti, si son él y la señora solos, dijo papá.

En algo tiene que gastar la plata, le respondió el sereno.

Nos despedimos, papá le dio arranque a la chata y enfiló como para llevarme. Antes de llegar me preguntó si no la quería invitar a Belkys a almorzar con ellos, mamá había preparado pollo al horno. Como yo no había avisado nada en casa, le dije que ese día no, pero que otro domingo cualquiera íbamos a ir. *** No dormíamos bien. Belkys se quejaba, daba vueltas en la cama, le dolía la columna y no encontraba posición. Llegó la primavera, se vino la segunda gran oleada de cumpleaños de quince. La mayoría de las chicas del curso cumplían en septiembre, no alcanzaban los fines de semana para armar fiestas. Belkys no quería ir y yo me tenía que quedar a acompañarla. Los lunes, en el colegio, los chicos me contaban. La fiesta de Noemí Orozco fue la más grande de todas. El padre era el gerente del banco, venían de afuera, de Rosario, tenían otras costumbres. Noemí era hija única, así que tiraron la casa por la ventana. Alquilaron una carpa, la hicieron armar en la canchita de fútbol. La carpa era blanca y adentro la adornaron con tules rosas y papel crepé lila. Noemí fue a la misa con un vestido más o menos normal, con ese vestido se sacó la foto en el monumento de los cumpleaños de quince. Pero después se cambió. A la fiesta fue con otra ropa, un jean blanco que le transparentaba la bombacha y un corpiño rojo sin nada arriba. Del cuello le colgaba una cadena con una gran llave de hierro. A la hora del vals, Noemí bailó la primera mitad con el padre, hizo parar a música, llamó a Tono Buriolo, que ya era el novio oficial, y bailó con él la otra mitad. No pasaron las quince primaveras, pusieron otra música, de rock, porque a Noemí le gustaba el rock. A las tres de la mañana bajaron las luces y entraron como veinte mozos con espadas de brochettes en alto. En la punta de cada espada había una manzana con alcohol de quemar, prendida fuego. Pusieron las espadas sobre una mesa, apagaron las manzanas y la gente iba y se servía un pedazo de carne directamente de las espadas. A la hora de la torta, formaron un círculo y Noemí y Tano

se besaron en el medio de la pista. Noemí se sacó la cadena con la llave de hierro y la colgó del cuello de Tano. Al día siguiente el pueblo herví de comentarios. Las mujeres se escandalizaron por lo del corpiño. La más de todas era la madre de Tano Buriolo, que le prohibió a su hijo volver a poner un pie en la casa de los Orozco. Rojito había colgado algunas fotos de la fiesta en la vidriera de su negocio. Los chicos salían de la primaria, pasaban al frente y se ponían a mirar el corpiño rojo de Noemí Orozco. No faltó el que le dibujó sobre el vidrio un pito de liquid paper. Rojito lo borró enseguida, pero igual se supo.

Belkys pensaba que Noemí trataba de llamar la atención y sumar puntos para el baile de los quince. Entre navidad y año nuevo, el club Belgrano organiza el baile. Las chicas que han cumplido quince durante el año se presentan con sus mejores vestidos, desfilan del brazo de su papá, se baila el vals y se elige a la reina. La plata de las entradas y la cantina va para el hospital. De paso, se hace beneficio. A la reina la elige un jurado de hombres. Está el intendente y el secretario de obras públicas, el cura Porto, el padre de Belkys, porque es el presidente de la asamblea de la Cooperativa agropecuaria, el peluquero Padilla, el doctor Karakachoff y el padre de Noemí, por ser el gerente del banco. Si la cosecha ha sido buena, se invita a alguna personalidad del espectáculo para que lo presida. Gente de Córdoba, algún locutor de radio. Si no ha sido un buen año, queda como está y el presidente se elige por rotación. La teoría del Belkys era que, con un poco de suerte, Noemí iba a lograr que su papá fuera elegido presidente. El presiente tiene doble voto. Si a eso le sumaba la buena imagen que había causado entre los hombres el corpiño rojo, el reinado sería para ella. Belkys me explicaba estas cosas a la noche, con la luz apagada. Yo a veces me entredormía, ella me daba un codazo y seguía con las confabulaciones y estrategias de Noemí Orozco. Para no aburrirme yo apoyaba la cabeza en la panza de Belkys. Trataba de escuchar los latiditos del bebé, o si daba una patada. Cada vez que me parecía que el bebé se había movido, se lo decía a Belkys. ¡Ahí se movió!, le decía. A veces Belkys me respondía que sí, que se había movido, y a veces me respondía que no, que era ella nomás, que tenía gases. A veces se largaba a llorar porque había quedado embarazada y no iba a poder presentar al baile. *** El padre de Tano Buriolo era mecánico, desde chico le gustaban los fierros. En una época tenía una cupecita, la preparó para correr y le iba bien, pero en una carrera le hicieron trampa, se enojó y no quiso más. Desde los doce que le prestaba el auto a Tano. Más que nada, Tano lo usaba los fines de semana. Íbamos a bailar a Ruinas Disco, en Perdices; o al Rancho, en Deheza. A veces Tano se ponía medio en pedo y a la vuelta alguno manejaba en su lugar.

Otras veces manejaba él. Cada vez que chocaba hacía lo mismo. Frenaba a alguien por la ruta, le pedía que lo llevara a casa, le escribía una nota al padre diciéndole dónde había quedado el auto y desaparecía por un par de días. Se escondía en la casa de algún amigo hasta que al padre se le pasaba la bronca. Después volvía. La vez que íbamos con él y nos dimos vuelta, Tano se fue a la casa de Pamela Caudana, porque ella estaba sola, la familia se había ido de vacaciones. Los del curso sabíamos que estaba ahí y lo íbamos a visitar en secreto. Todavía no entiendo cómo pudimos darnos vuelta. Éramos nueve arriba del Falcon del padre de Tano.

Veníamos despacio. Tano estaba chupado y nosotros le decíamos: despacio, Tano, despacio.

Así y todo nos dimos vuelta en la curva frente al campo de los Cavigliaso. Tonito Mazzuco quedó arriba mío y me aplastaba. ¿Qué hago? ¿qué hago?, gritaba. No podíamos salir porque el auto tenía las puertas trabadas. ¿Rompo la ventanilla?, preguntó Tonito.

Desde adelante se escuchó la voz de Tano:

La rompés y te cago a patadas. Dale con la manija.

Tonito se puso a dar vuelta la manija hasta que el vidrio subió y salimos. Tano paró un auto y nos dijo que lo esperáramos ahí, que él iba a pedir ayuda y ya volvía, pero nosotros sabíamos lo que planeaba. Fue a su casa, le dejó una nota al padre y se escondió en lo de Pamela Caudana. A nosotros nos levantó Oscar Manfioti, que salía a cazar. Llegó el patrullero y no quedaba nadie. Estaba el Falcon solo, con las cuatro ruedas patas para arriba y las ventanillas intactas.

En octubre, Tano tuvo el accidente con el chico de los Insquieta y se vino a esconder a casa. Nos tocó el timbre a la madrugada. Éramos los únicos que vivíamos sin padres y con Belkys nos pareció bien alojarlo por unos días. Le tiramos un colchón en el living y le explicamos cómo usar la canilla del baño, que era mañosa, se trababa. A las diez de la mañana los del curso ya sabían que estaba con nosotros. Pasaban de a poco, con discreción. Tano no nos había contado bien cómo había sido el accidente, pro cuando vinieron y dijeron que el chico de los Insquieta estaba internado en la clínica, lo llevé a la pieza y le pedí que me explicara. Se sentó en la punta en la cama grande. Se agarraba la cabeza con la mano. ¡Para qué lo habré levantado! ¡Para qué lo habré levantado!, decía una y otra vez. El chico de los Insquieta no era amigo nuestro, iba a primero. Tano dice que temprano de bailar y se volvía loco solo porque habían peleado con Noemí y estaba ofendido. Le dio marcha al auto.

Mientras esperaba que calentara, pasó el chico de los Insquieta y le preguntó si iba para Cabrera. Tano le dijo que sí y el chico de los Insquieta le pidió que lo llevara. Después, Tano muy bien no se acordaba. Venían por la ruta, no hablaban porque no tenían confianza. Se debe de haber dormido. Atropelló tres árboles, cerca del basural. Hicieron dos trompos y terminaron en el zanjón, con el auto de costado. Tano se levantó enseguida, no tenía nada, pero el chico de los Insquieta estaba lleno de sangre. Tano lo dejó ahí, paró un auto, se fue a su casa, le escribió una nota al padre y se vino a esconder con Belkys y conmigo, Le pregunté si lo del chico de los Insquieta podía ser grave. Él me dijo que no sabía. Dijo que parecía dormido.

Si no hubiera sido pro la sangre y el tajo en la frente, parecía dormido, dijo.

Vinieron los mellizos Tambu, su papá fue uno de los que sacó al chico de los Insquieta del auto. Contaron que el padre de Tano lo andaba buscando para molerlo a palos, decía que de ésta no zafaba. Los de primer año, los compañero del chico de los Insquieta, se habían juntado frente a la clínica Mayo. Esperaban a ver si el doctor Karakachoff decía algo. Las chicas rezaban el rosario sentadas en el tapialcito de la casa de al lado. Nosotros decidimos que a Tano teníamos que esconderlo bien. Le avisamos a los del curso que ni se les ocurriera poner un pie en casa. No había que llamar la atención. Belkys sacó la reposera a la vereda y se sentó al sol a leer revistas, como si no pasara nada. A Tano lo encerramos en el dormitorio. Si venía alguien podía escaparse por la ventana. Y nos quedamos esperando.

Como a las dos de la tarde llegó Noemí Orozco y se encerró con Tano en la pieza. Salió al rato, tenía la cara llena de lágrimas. Nos contó que el chico de los Insquieta estaba descerebrado. Era cuestión de horas. El viejo Insquieta andaba con un revólver, preguntaba por Tano. Los de primero también lo querían hacer cagar. Belkys le dio un vaso de agua, la tranquilizó y le preguntó qué iba a hacer. Noemí dijo que su lugar estaba junto a Tano. Era el amor de su vida, en las buenas y en las malas. Se volvió al dormitorio y los escuchábamos hablar y llorar. Los pasos de Tano iban de un lado a otro y el elástico de la cama hacía ruidos cada vez que se dejaba caer. Al rato pasó mi papá con la chata, estacionó frente a casa y tocó bocina. Salí rápido, no fuera cuestión de que quisiera entrar. ¿Viste lo que ha hecho ese amigo tuyo?, me dijo. Por eso no hay que darles los autos, son mocosos todavía. Arruinarle la vida a esa gente.

Yo no sabía qué contestar. Me apoyé en la puerta de la chata y no dije nada.

Dicen por ahí, siguió papá, que anda escondido en una casa del pueblo, en la casa de algún amigo. ¿No lo tendrás vos acá, no?

Yo lo miré.

No, papá, cómo se te ocurre, si la casa es chica, dije.

Claro, claro, eso pensaba yo, dónde lo van a tener si la casa es chica. Bueno, te dejo, dijo y le volvió a dar marcha a la chata. Saludos a Belkys.

Chau, papá, chau, respondí yo y me volví para adentro. Noemí estaba asomada a la puerta del dormitorio. Me preguntó qué había dicho papá y yo le dije que nada. No había novedades.

Estuvimos toda la tarde los cuatro encerrados. Tano y Noemí en el dormitorio, Belkys y yo en la cocina. Belkys se puso a hacer una torta. No hablábamos, escuchábamos a Tano y Noemí en la pieza. En un momento se acostaron. Yo puse la radio fuerte, para que tapara.

Se hizo de noche. Tocaron la puerta. Era Fata Buriolo. No lo veía desde la vez que me dijo que estaba enamorado de mí. Le abrí apenas y no lo dejé pasar. ¿Mi primo está acá?, preguntó. Todavía tenía la mano mala y le colgaba a un costado. Yo no le contesté.

Abrí, ya sé que está acá, me dijo él.

Nos sentamos los cinco alrededor de la mesa. Fata a la punta. Parecía más grande que nosotros, más seguro.

El chico de los Insquieta se murió, dijo. Y a Tano lo anda buscando su viejo, los Insquieta y ahora también la policía. En principio para tomarle declaración, pero seguro que va preso como responsable, porque además lo dejó tirado, no le dio ayuda.

Noemí se largó a llorar. Belkys le pasó un pañuelo y le sobo la espalda.

Para ustedes es un peligro tenerlo acá escondido, siguió Fata. Ya le sabe mucha gente, por ahora guardan e secreto pero no creo que pase la noche sin que uno se quiebre. Te están teniendo mucha bronca, Tano. El chico de los Insquieta era buen chico, jugaba bien al fútbol, prometía para astro. El mes que viene lo iban a probar en Córdoba.

Tano agachó la cabeza y reconoció que sí, que el chico de los Insquieta jugaba al fútbol mejor que todos nosotros.

La solución es que te desaparezcas, dijo Fata. Yo tengo la casilla en un campo al sur, cerca del arroyo. Si te parece, en una hora te paso a buscar y te guardas ahí por unos días. Después, capaz que tengas que agarrar para Buenos Aires, cambiarte el nombre, irte donde nadie te conozca.

Tano miraba firme el nerolite de la mesa. Noemí lloraba. Belkys se había olvidado del mate. Los cuatro estuvimos de acuerdo en que la propuesta de Fata era lo mejor. Para mí no era un problema aguantarlo a Tano unos días si lo buscaba el padre o los Insquieta, pero con la policía era otra cosa. Tenía que pensar en mi hijo, en Belkys, no me podía meter en problemas. Fata pasó con la chata bien tarde, como a las dos de la mañana. Le presté a Tano una muda de ropa, para que no se fuera con lo puesto. En la pompa fúnebre ya organizaban el velorio. Al chico de los Insquieta lo habían mandado a Villa María para hacerle la autopsia, pero de un rato a otro estaba por volver. Noemí lloró como una loca antes de que Tano se subiera a la camioneta. Se la tuvimos que sacar de encima. Le agarraba el buzo, se le colgaba de las piernas, no lo dejaba ir. Fata se despidió desde lejos. Tano, antes de irse, me dio un abrazo que todavía me duele. Nunca más lo volví a ver. En el pueblo dicen que de la culpa se tiró debajo de un tren, como Tolchi Pereno, pero es puro chusmerío. Hace poco, Fata me contó que está viviendo en Florencio Varela, que abrió un negocio de autopartes, que, como el padre tiene buena mano para los autos. Le va bien.

*** Belkys llegaba al séptimo mes, ya hacía mucho calor, era pleno noviembre. Nos peleábamos por cualquier cosa. Por el nombre del bebé, por la ropa sucia, por la comida, por la plata. Vivíamos de lo que nos pasaba el padre de Belkys. No era mucho. Yo no quise irme a trabajar con papá a la ferretería. Cada tanto venía la madre de Belkys y nos cambiaba las cosas de lugar, daba vueltas, me retaba por haberle embarazado la hija. Un día pasó por casa Noemí Orozco, quería verla a Belkys y justo Belkys no estaba. Había ido con la madre a comprarse un pantalón nuevo, porque el viejo no le entraba más. La invité con unos mates.

Noemí me dijo que mate no, prefería vino o, si tenía whisky. Yo whisky no tomo, así que no había en casa. Le ofrecí Gancia y prefirió el vino. S tomó dos vasos sin hablar, sentada a la mesa, pasando las hojas de una revista Ser padres hoy que nos había prestado la chica de la farmacia. ¿Quién fue el que la embarazó a Tolchi?, me preguntó Noemí de pronto. ¿Fuiste vos o fue Tano?

Le adiviné la intención, quise cambiar de tema, llevarla para otro lado. Pero insistió. Tuve que decirle que yo no había sido y que calculaba que Tano tampoco.

Capaz que Tano sí fue, me dijo ella. Él nunca quiso decirme, por algo lo habrá ocultado.

Por ahí para que no supieras que éramos tan nabos, me parece que ninguno de los dos tuvo anda que ver.

Yo siempre le preguntaba y Tano me decía que entre Tolchi Pereno y yo se quedaba toda la vida conmigo. ¿Vos qué pensás? ¿Qué soy más linda que Tochi?

Le dije que sí, que claro, pero que por favor no le dijera a Belkys que le había dicho eso, porque se me podía armar lío. Ella me sonrió. Me prometió que no le iba a decir.

Si Tochi no se hubiera tirado abajo del tren, hoy por lo menos habría un hijo de Tano en el pueblo. Yo lo podría ir a ver, lo podría visitar, sería como una tía postiza.

Para mí que no era de él, le contesté. Vaya uno a saber en qué líos estaba metida Tolchi.

Con nosotros mucho trato no tenía.

No es fácil, dijo Noemí. No es fácil estar acá. Se me fue el novio, la gente sabe que me acosté con él, ningún otro me va a querer agarrar. La madre de Tano me da vuelta la cara.

Dice que lo llevé por el mal camino. Lo peor es cruzarme con los Insquieta, no tengo ojos para mirarlos. Si yo esa noche no lo hubiera peleado a Tano, nada de esto habría pasado. ¿Sabés por qué nos peleamos?

Le dije que no, que no sabía y que dejara de pensar en esas cosas, no valía la pena. Ella me miró.

Por una tontería, me dijo y me preguntó si tenía más vino. Le dije que no tenía más, pero sola fue a la heladera, buscó la botella y se sirvió otro vaso.

Ahora o me meto a monja o me hago puta, no queda otra dijo Noemí.

Te podés ir para Rosario. Tenés parientes allá, pedís el pase y terminás el secundario.

Hizo que no con la cabeza. Todavía me parece verla. Estaba apoyada sobre la mesada de la cocina y ponía mala cara porque el vino era fuerte y le picaba en la garganta.

Yo lo que quiero no es irme, dijo. Yo lo que quiero es que vuelva Tano, ser la reina de los quince, casarnos, tener una linda casa, tres hijos, dos varones y una nena. A los varones les íbamos a poner Alfonso y Miguel. A la nena no llegamos a decir si Elisa o María Elisa, o Juliana. A Tano le gustaba Juliana, pero a mí no. ¿A qué hora vuelve Belkys?

Ya debe de estar por llegar, hace rato que salió. Iban hasta la Cooperativa a buscar pantalones y volvían.

Entonces me voy, dijo Noemí y se levantó y se fue sin darme tiempo a nada. Yo la verdad que en ese momento lo pensé. La vi mal y lo pensé. Pero sabía que el maquinista ya estaba avisado para que mirara bien las vías, para que pasara despacio. Igual no fue esa tarde, fue dos días después. Se colgó de un árbol al fondo del patio. La madre había viajado a Río Cuarto

para hacerse unos estudios y el padre estaba en el banco. Noemí hizo como que salía para el colegio, volvió y se ahorcó con el guardapolvo puesto.

A Belkys la afectó mucho. Con Tolchi no había sido lo mismo, porque solamente éramos compañeros. Pero Noemí era su mejor amiga. No quiso ir al velorio ni al entierro, para que la gente no la viera así, hinchada por el embarazo y por el llanto. Yo sí fui. En el colegio volvieron a no dar asueto. Faltamos en grupo y fuimos todos juntos. El cura Porto no dijo discurso ni nada, bendijo el cajón y leyó lo de siempre. En un primer momento decían que los padres se la iban a llevar para enterrarla en Rosario, pero al final la dejaron acá. La Sociedad Italiana les prestó un nicho en su panteón. Cuando volví a casa Belkys me preguntó cómo había estado. Yo le dije que bien, que había estado bien. Ella se largó a llorar y me dijo que era un insensible, que cómo iba a decir que había estado bien. Traté de explicarle que era solo una manera de decir pero no me entendió. Nos fuimos a dormir sin hablar. A las tres de la mañana me despertaron los gritos. Belkys estaba en el baño, tenía contracciones. Todavía faltaba, no estábamos ni siquiera en el octavo mes. No puede ser, le dije, pero ella me dijo que sí, que era nomás. Corrí a la casa de los Astronave, a la vuelta, a pedirles el teléfono y llamé al padre de Belkys. Vinieron enseguida y la llevamos a la clínica. Los Astronave ya le habían avisado a Karakachoff, llegó en cinco minutos. Yo estaba como en un sueño y lo único que decía es no puede ser, todavía falta, no puede ser, todavía falta, no puede ser, todavía falta.

Esperaba en la sala grande, en una de las sillas de cuerina. El padre de Belkys fumaba afuera y la madre estaba en el pasillo, asomada a ver qué pasaba. En el pueblo la gente dormía, lo único que se escuchaba eran los gritos de Belkys. Apareció Karakachoff, se sacó los anteojos y los limpió con pañuelo. Entonces me di cuenta de que se había hecho silencio. Belkys no gritaba más. Karakachoff me llamo adentro. Belkys dormía en una camilla, tapada con una sábana verde. La habían sedado.

Es una nena, me dijo Karakachoff, pero está grave. Puede ser cualquier cosa, tanto como que sí, como que no. Ahora hay que esperar. Ya fue un milagro que naciera.

A las dos horas me dejaron verla. Se parecía al feto en formol del laboratorio del colegio.

Le faltaba algo. Era chiquitita, cabezona. Estaba quieta, tenía los ojos tapados con gasa.

Belkys quiso ponerle Milagros Noemí. Yo estuve de acuerdo. Belkys se pasaba los días al lado de la incubadora. Venía su mamá para reemplazarla, venia mi mamá para reemplazarla, pero ella no se quería ir. Karakachoff cada tanto me llamaba aparte y me iba contando cosas.

Lo más probable era que no fuera una nena normal, algún retraso iba a tener. No se podía saber bien qué. Había que esperar. Todo puede ser, tanto como que sí, como no, me decía Karakachoff. Me daba una palmada en la espalda y se iba. El cura Porto ya había empezado la construcción de la iglesia nueva, así que un día a la siesta, mientras los albañiles dormían, me metí en la obra y le escribí un papelito a Dios. Lo doblé bien, levanté un ladrillo y lo incrusté en la mezcla fresca y me quedé ahí sin saber muy bien qué hacer. Me fui antes de que me viera nadie. Al final Milagros Noemí duró una semana, no más. La enterramos en el panteón de la familia de Belkys. Después del entierro Belkys me dijo que se quería ir a dormir la siesta a la casa de su mamá. A mí me pareció bien. Yo tampoco volví a nuestra casa, me fui a lo de mamá y papá y me quedé a dormir ahí. Ella faltó al colegio una semana entera. El domingo yo embalé las cosas, separé lo que nos había comprado la madre de ella y lo que nos había comprado mi mamá. Fui a devolverle la llave al padre de Belkys. Le pregunté si la podía ver, si podía hablar con ella y él me dijo que mejor no, para qué. No insistí porque estaba de acuerdo. ¿Qué le iba a decir? Después nos veíamos en el colegio y tampoco ahí hablábamos, aunque podría haber sido, en los recreos. *** Mi cumpleaños de quince cayó un día martes. Amaneció lloviznando. Hacía frío, por más que ya estábamos en diciembre. Los varones no hacíamos fiesta de quince. Se usaba organizar

un asado con los amigos. Yo ni dije que era mi fecha. Algunos se acordaron y me felicitaron en la escuela. Ese día pasó como cualquier otro. Lloviznó e hizo frío, fue la única diferencia.

Los de la municipalidad dejaron las luces de la vía blanca prendidas toda la tarde porque con la llovizna no se veía nada. Era una llovizna tan fina que parecía niebla. Pero mojaba. A la mañana, mamá ofreció hacerme una torta. Le dije que no. Papá me sacó a dar vueltas y me dio un sobre. Adentro había plata, bastante.

Comprate lo que quieras, dijo.

Yo le di las gracias. A la noche, tarde, tocaron el timbre. Era Fata Buriolo, lo atendió mi mamá, le conocí la voz. Mamá vino a la pieza para avisarme que me buscaban, pero yo me hice el dormido, no me quise levantar. Fata se fue. No nos habíamos visto desde el velorio de Noemí. En el cementerio me quise arrimar a preguntarle por Tano, pero de lejos me hizo un gesto, como que hablábamos más tarde. No convenía que nos vieran juntos. Cuando terminó el entierro ya no lo pude encontrar. Desapareció entre la gente. La noche de mi cumpleaños mamá entró en mi habitación y me dio una caja forrada en papel de diario.

El chico de los Buriolo te dejó esto, dijo.

Adentro, entre bollos de papel, había dos palomitas de cerámica blanca. Eran un adorno para la mesa del living, yo ya las había visto en la vidriera del bazar de Constanzo. Al lado había una carta doblada en cuatro, escrita a mano. Fata me contaba algunas cosas de Tano. Ya había salido para Buenos Aires. Lo llevó un camionero escondido en un chasis vacío. Tenía un dato para conseguirse un documento nuevo, cambiarse el nombre. Fata le había prestado plata. También había decidido no decirle nada de lo de Noemí y me pedía que, si por las dudas Tano se ponía en contacto conmigo, tampoco se lo dijera. ¿Para qué contarle?, decía Fata, ya demasiadas preocupaciones tiene. Con el tiempo, la letra de Fata había mejorado mucho. Ya no era tan desastrosa, se podía leer. Al final me pedía que quemara la carta, así no quedaban rastros ni pruebas sobre el paradero de Tano. Después me deseaba feliz cumpleaños y me explicaba que las palomitas de cerámica eran un chiste. Para que el Espíritu Santo siempre esté contigo, puso entre comillas. A ver si de tanto en tanto las ves y te acordás de mí.

Yo la carta la quemé, como él me había pedido.

Pensé bastante tiempo qué comprarme con la plata que me regaló papá. Al final me decidí.

Quería un auto. Fui a la concesionaria de Petito, en la curva. Le pedí que me mostraran los usados. El más barato, le dije. Había una Renoleta que era linda. Si uno las cuida, las Renoletas son aguantadoras. Era de color verde. Estaba bien de chasis y de motor. Había que hacerle el tapizado. Y por ahí el cromado de los guardabarros, pero para un principio no hace falta. Pregunté el precio. Me faltaba la mitad.

Pedile a tu papá, mirá si el gringo no va a aflojar, me dijo uno de los Petito, el más chico.

Fui a verla varias tardes. Me subía a la Renoleta, en el fondo del salón y me quedaba ahí.

Los Petito no me decían nada. Mal no le hacía a nadie. Cada tanto me traían un mate, pero si no me dejaban solo. Yo cerraba los ojos y me imaginaba dando vueltas por las calles del pueblo. A mis costados desfilaban los negocios de la 9 de Julio, el club, el banco. Daba una vuelta a la plaza, agarraba por la Santa Fe y pasaba frente al molino viejo. Volvía por el boulevard. Subía a la ruta frente a la florería La Orquídea, iba despacio. Me frenaba el semáforo de la Terminal de Ómnibus. Seguía, bordeaba los pinos del cementerio, cruzaba el puente del desagüe y la nube de humo de las quemazones del basural. Después era pura ruta y yo aceleraba y el pueblo iba quedando atrás. Entonces abría los ojos y estaba de nuevo al fondo del salón de los Petito, entre los autos bien estacionados y pulidos y lo veía al Petito más chico plumerear el Chevy que tenía al frente.

Podría haberle pedido a papá la otra mitad. A lo mejor me lo daba. Pero no quise.

Llegó fin de año. Belkys seguía siendo una quinceañera, no estaba más embarazada, y se había puesto flaca de nuevo así que el padre la anotó en el baile de los quince. Calculo que ella no quería y que la anotaron igual, como para tapar lo del embarazo o para que cambiara un poco de aire, saliera de la casa y terminara de recuperarse. Mi mamá vino un día a contármelo, antes de que yo me levantara. Se sentó en el borde de la cama. Me alcanzó el café con leche. Tenía un repasador en las manos y olor a lavandina.

Ahora te lo puedo decir, me dijo. Esa chica no era para vos. Menos mal, menos mal. Te hubieras arruinado la vida.

Dios sabe lo que hace, dijo mientras se levantaba.

Belkys entró al baile del brazo de su papá. Le habían hecho el vestido que quería. Quedó igual al de la revista de modas que me había mostrado mil veces. La misma tela, el mismo color. Dicen que fue una de las más aplaudidas. Salió reina. El padre era el presidente de la asamblea de la cooperativa, estaba en el jurado, movió los hilos. Hasta el cura Porto votó por ella. Rojito puso las fotos en la vidriera. Belkys sale sentada sobre un trono cubierto con flores de papel. Apenas sonríe. Alza el brazo, saluda. En la mano tiene el cetro dorado y la corona sobre el pelo lacio, largo, con algunos rulos.

Referencia bibliográfica: Falco, Federico (2010) La hora de los monos, “Flores nuevas”. Buenos Aires, Argentina: Emecé.

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MART N GIL

Martín Gil nació en Córdoba en 1868 y murió en Buenos Aires en 1955.

Políticamente, adhirió al Partido Demócrata y ocupó cargos como ministro en la provincia, diputado, senador. Fue uno de los principales meteorólogos argentinos de principios del siglo XX; entre sus intereses se encontraban tanto la meteorología como la astronomía. Escribió textos de divulgación científica y también cuentos recopilados en varios volúmenes.

Como muchos hombres de la época, tenía intereses múltiples. Instaló un telescopio en su casa en el centro de la ciudad de Córdoba, ya que el estudio del cielo era una gran pasión.

Su obra escrita conjuga la inclinación hacia la ciencia con la actividad como escritor de ficciones.

De Agua mansa, extrajimos el cuento “Asamblea microscópica”, donde realiza una crítica en clave de humor hacia el atraso en las instalaciones sanitarias de su ciudad natal.

Podemos ver cómo la crítica por las deficiencias en los servicios públicos no es exclusiva del Siglo XXI. Cecilia Corona Martínez

Asamblea microscópica -¡Ya sabes! Mañana a las tres de la tarde, en las inmediaciones de Palermo, dentro del charco que tú conoces. Habrá asamblea general con asistencia de todos los gremios y corporaciones -dijo Mr. Vírgula, el microbio del cólera, alisándose el bigote con la punta de su cola en garfio.

-Convenido -contestó el microbio del tifus- he visto los carteles en las cañerías de las aguas corrientes, en los depósitos de basura y en los aljibes cerrados. Mañana, a las tres, llueva o truene.

Las tres de la tarde. Día hermoso. El charco y sus contornos hierven de microbios reverberando al sol.

-Señores -dice el presidente, Mr. Vírgula- antes de daros cuenta de los nobles y transcendentales propósitos que han motivado esta imponente reunión, debo pediros que os ubiquéis de acuerdo con vuestras condiciones vitales, pues no a todos les sienta bien la humedad En cuanto a mí y a mi distinguido secretario, el representante del tifus, estamos en nuestro elemento.

El secretario sonrió, inclinando la cabeza en señal de asentimiento.

Cuando la concurrencia se hubo acomodado, el presidente volvió a alisarse los bigotes como disponiéndose a hablar. Entonces oyóse un suave murmullo, como en el templo, cuando el predicador aparece persignándose.

-Señoras bacterias, señores microbios y bacilos. -dijo el presidente- Los tiempos vanse poniendo cada vez más difíciles. En esta gran Capital Federal, el trabajo escasea día a día.

Exceptuando a nuestro distinguido colega el representante de la tuberculosis, quien, felizmente, tiene todavía un vasto y florido campo de acción, los de más pasamos una vida precaria, difícil, casi imposible de soportar. Se nos persigue como a verdaderos criminales, con el fuego, con los ácidos, con los gases cáusticos, con toda esa plaga de productos venenosos inventados por la química moderna.

-¡Abajo la química! -gritaron- ¡Abajo!

-¡Permitidme, señores! -continuó el presidente- es justa vuestra indignación, pero no es tan sólo la química nuestro enemigo; tenemos otro muy superior, gigantesco, imponente, fatal.

Entonces la asamblea en masa rugió como un tigre: -¡Sí, las cloacas, las cloacas! -y hasta el agua turbia del charco se estremeció entera, repitiendo por todos sus pliegues la voz unánime de la asamblea: ¡las cloacas!

-Sí, señores, vosotros lo habéis dicho: las cloacas, esas hijas de la ingeniería sanitaria, son nuestra gran fatalidad.

Antes de ser establecidas, el rinde general de la cosecha fúnebre era el treinta y tantos por mil; y hoy en día no llega al dieciséis. Con el actual rendimiento no se alcanza a sacar ni los gastos. Y como no podemos declaramos en huelga (¡qué más quisieran!) debemos tratar de emigrar. Ahora bien; encontrar el punto hacia donde debemos dirigirnos y sentar nuestros reales, ese es el problema que hoy mismo debe resolver esta ilustrada asamblea (¡Muy bien!).

-Pido la palabra -dijo el microbio de la Escarlatina - En nombre de la Comisión de fiebres eruptivas, a la cual tengo el honor de pertenecer, ruego al señor secretario se digne leer el proyecto que acabo de poner en sus limpias manos. (El secretario leyendo).

“Art. lº -Desde el lº de Enero del año 1904, todos los gremios y representantes de enfermedades infectocontagiosas comenzarán a trasladarse a la ciudad de Córdoba, situada en el corazón de la República a 31º 21´ 15” latitud sur y 64 º 11´ 16” longitud occidental del meridiano de Greenwich. Altura sobre el mar, 410 m.”

“El miembro informante os dará las razones que ha tenido la Comisión para aconsejar esta resolución extrema. Firmados: Viruela, Escarlatina, Sarampión.”

-Bien, señores. -prosiguió la Escarlatina- No tengo para qué repetir lo que nuestro digno

presidente acaba de manifestaros con la elocuencia que lo caracteriza. No hay duda ninguna: aquí nuestra situación se hace insostenible. Pero no os alarméis: estamos salvos. Acabo de llegar de Córdoba, transportado galantemente por uno de tantos convencionales que han venido a dares el lujo de votar por el que les apunten. Allí, en Córdoba, en esa ciudad mediterránea, he pasado una temporada deliciosa. Y puede asegurar a mis distinguidos colegas que aquello es algo incomparable, un verdadero Potosí en sus buenos tiempos; una California, también en sus buenos tiempos, digna de ser estudiada por otro Bret-Harte; un paraíso terrenal, mas no perdido como el de Milton, sino ganado para nuestra noble causa. ¡Qué mal gusto el de Milton ponerse a cantar a una cosa perdida!

-¡Caprichos de un ciego! -replicó el microbio de la oftalmis purulenta.

-Pues, como decía, aquello es un edén. El subsuelo de esa tranquila ciudad resulta encantador, mis queridos colegas Es una pasta sabrosísima, un budín del cielo, un manjar de los dioses. Allí todos nos codeamos, pero no hay miseria; al contrario, si alguna vez morimos, es de hartura. No hay cuestión social. Pero como no todos mis distinguidos colegas pueden vivir y desarrollarse en el subsuelo, me apresuro a manifestarles que el ambiente exterior, es decir, el de las calles, es de primera fuerza. La Municipalidad no puede atacarnos por una razón muy sencilla: porque le falta el dinero y l'argent fait la guerre; y el dinero falta porque no hay administración, y ésta falta porque sobra otra cosa: la política criolla, y…

-Pido la palabra -dijo el microbio de la bubónica- Soy un recién llegado al país, y por lo tanto ignoro el significado de algunos modismos, así que desearía me fuese explicando el alcance de los términos política criolla...

-Podría satisfacerlo el señor representante de la gangrena -dijo el presidente.

-Disculpe el señor presidente: jamás llegué a esas profundidades contestó el aludido.

-Yo le explicaré eso en antesala -dijo el representante de la putrefacción.

-Se lo agradeceré.

-Continúa con la palabra el representante de escarlatina.

-Las calles allí se limpian a puñetazos, señor presidente, o por obra y gracia de los agentes naturales. Esas calles limpias, señor presidente, me recuerdan los rostros de esos niños aficionados al zapallo asado, quienes en el entusiasmo de la ejecución incrustan sus caritas risueñas en la concavidad dorada del sabroso fruto, y al surgir del tibio escondite, acusan contactos y embadurnamientos.

-¡Qué figura tan suculenta! -dijo el microbio de la indigestión- ¡me han hecho el efecto de un aperital!

-Pero señores -prosiguió el orador- con un solo dato los convenceré: basta saber que el rinde de la cosecha es allí en Córdoba, cerca del 50 por mil. (Movimientos en la asamblea, cuchicheos y murmullos). Por lo que veo, mis honorables colegas ponen en duda mi afirmación.

-De ninguna manera -replicó el microbio de la difteria- lo que hay es que tales informes han entusiasmado a la asamblea entera. ¡El 50 por mil! ¡Qué hermosura! ¡Ni en el Asia!

Aunque de mi corazón huyó para siempre la alegría, desde que Roux me salió al encuentro con un suero incontrastable.

-No se aflija, mi estimado colega -dijo la Escarlatina- operemos juntos, de mancomum et insolidum, y algo haremos.

-Mil gracias, pero...

-Voy a molestar al orador con una pregunta -dijo el microbio del tifus, que aunque secretario, por el reglamento podía tomar parte en la discusión.- Desearía saber, y lo mismo todos mis honorables colegas, si en esa ciudad tan magistralmente pintada, no habrá peligro de cloacas (Silencio completo en el recinto).

-La pregunta es realmente muy grave -respondió el orador- pero me atrevo a aseguraros que no existe tal peligro, pues para que eso suceda, tendría que cometerse un crimen horrible,

algo inaudito: figúrense mis distinguidos colegas, que para poder realizar ese proyecto dicen que sería menester fusilar sin sumario a un grupo de personas muy pudientes. Pero, señor presidente, esos crímenes ya no se pueden cometer en pueblos cultos como Córdoba.

-En vista de lo declarado por el orador -dijo el microbio de la fiebre gástrica- no dudo que la asamblea sancionará por aclamación nuestro traslado a Córdoba.

Un solo grito se oyó: -¡A Córdoba! -pero en ese momento dos largas sombras cubrieron parte del charco.

-¡Silencio -dijo el presidente- que se aproximan dos inspectores municipales.

-Este charco huele mal -dijo uno de ellos- mañana mismo es preciso saturarlo de cal viva. ¿Cómo se ha descuidado usted? - y pasaron.

-Ya ven, pues. ¡A desalojar el charco antes que nos ardan! -dijo el presidente a media voz.Los que quisieran marcharse a Córdoba, desde mañana pueden hacerlo.

El sol se había puesto, convirtiendo al charco en un espejo rosa. Más tarde la luna lo plateó, mientras las ranas elogiaban en coro la pureza y tranquilidad de sus aguas.

Octubre de 1903

Referencia bibliográfica: Gil, Martín (1903) Agua mansa, “Asamblea microscópica”. Recuperado el 9/11/2017 de: https://www.educ.ar/recursos/70104/agua-mansa-de-martin-gil

Luciano Lamberti

“Siempre les digo a mis alumnos del taller de escritura que con contar una anécdota no alcanza: hay que transformarla, darle un tratamiento dramático para que se vuelva una historia. Es como la distancia entre un narrador oral y uno que escribe, o como la gente que cree que su vida es “interesante” y por sí sola ya vale una novela. No, no y no. Siempre deformo los elementos biográficos que utilizo porque, en el fondo, ninguna biografía es verdadera. Y en lo que escribo trato de desaparecer, cada vez más, lo otro es puro ego. Mi opinión no es más importante que la de un personaje que piense lo contrario a mí. Y mi vida tampoco es tan interesante como para erigir a su alrededor una obra de esa clase. Obviamente, lo que escribo tiene muchos rasgos de mi vida, pero hay que conocerme para darse cuenta, y no son para nada importantes. Digamos que en vez de ir a terapia me siento a escribir y saco por ahí la basura” (en Los inrockuptibles, 1° de agosto de 2014).

Entre otros libros, Luciano Lamberti (San Francisco, 1978) ha publicado El Asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012). Del primero de ellos, surge el cuento que invitamos a leer, “Comido por las hormigas”, extraído de la edición de Nudista de 2014.

Pablo Heredia

Comido por las hormigas Hay una guerra en mi barrio. Una guerra de blancos contra negros. O mejor dicho: una guerra de gringos contra negros. Mi barrio se llama Buchardo, y mi casa está a dos cuadras del límite de la ciudad. Desde el techo de mi casa se pueden ver los eucaliptus plantados en línea para cortar el viento y los surcos prolijos de finales de noviembre, antes de la siembra.

En los setenta, mis padres vendieron a un precio ridículo las pocas hectáreas que tenían en Morteros y se vinieron para acá. Encontraron gente como ellos, parejas jóvenes con hijos chicos. Descendientes de inmigrantes piamonteses expulsados por la miseria de la Segunda Guerra. Dicen que en esa época era un barrio tranquilo, un buen barrio para criar a tus hijos.

Los gringos vivían como si la guerra no hubiera terminado, trabajando de sol a sol, ahorrando centavo por centavo por si llegaba a suceder una catástrofe, almorzando de parados una lengua a la vinagreta o un mondongo al perejil. A la siesta, los gringos soñaban con sus padres, los antepasados que sobrevivían en las viejas historias y en una lengua muerta, y en el sueño los padres tenían largos bigotes y sombrero, y descansaban luego de una extenuante jornada con la azada bajo el brazo, solos en medio del campo, reyes del vacío infinito.

Y de un día para el otro, el barrio se llenó de negros. Todo cambió entonces.

Había un remisero que se pasaba el día viendo tele y nunca atendía su remís.

Había un taller de motos donde los muchachos se juntaban a comer asados, oír cuarteto al mango, tomar vino en caja y silbarle a las chicas. Había un galpón donde dormía una familia entera que años después empezó a engendrar niños monstruosos, producto de relaciones entre primos, o entre el padre y las hijas, o entre el tío o el padrino y las hijas. Había una vecina a la que el marido no le quería comprar un secarropas y venía todas las tardes a usar nuestro Kohi-noor. Y sus hijos, que eran chicos cuando llegaron, después se tiñeron el pelo y armaron una banda de hardcore. La banda se llamaba Mandala y estaba en la subespecie “hardcore satánico popular”.

Después del ensayo, los miembros fumaban en la vereda y rompían los focos del alumbrado público a cascotazos. Venía el comando radioeléctrico, la luz circular barriendo las persianas cerradas. Los miembros de la banda corrían a esconderse en las vías.

Un día empezaron los robos. Desaparecían bicicletas, equipos de música, ropa colgada de la soga en el patio. Los gringos afirmaban que eran negros que a la noche saltaban los techos y se llevaban lo que vos habías conseguido trabajando honradamente. Se metían en tu casa como animales o sombras y manoseaban tus cosas, tus sábanas, tus toallas, tu ropa interior, la ropa interior de tus hijas, usaban tu cama matrimonial como inodoro y se limpiaban el culo con tu cepillo de dientes, dejando en el aire su olor a negro, olor a pis y vino y reyerta. Y vendían tus cosas en los barrios de negros para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto. Si un chico viene a pedir a tu casa, “¿no tiene algo que me dé?”, seguro que el padre está a dos cuadras oyendo cuarteto o mirando programas de cuarteto en la televisión, y usa la plata que vos ganaste con tu trabajo honrado para comprarse vino, droga, porno, casets de cuarteto.

El caso de Salomone. Un tipo que levanta a la familia de la miseria poniendo un almacén en el garaje de su casa. Durante años, el único gusto que se da es ir al campito a jugar a las bochas. Ahí se juntan los gringos, en grupos cerrados, con las manos a la espalda, como si tuvieran un gravísimo secreto.

Vos ves a Salomone en un extremo, la bocha en la mano, tomando carrera con pasos livianos y largos que te hacen pensar en animales acuáticos, garzas sobre el agua, insectos.

Una noche de invierno, dos negros con una escopeta recortada entran a su almacén. Salomone no se pone nervioso, ya le han robado tres veces ese año. Se deja llevar atrás, donde la familia acaba de cenar y está mirando televisión. Los ladrones ponen a la mujer de Salomone y a los chicos contra la pared, de espaldas, como si estuvieran en penitencia.

Luego le dicen a Salomone que traiga la plata de la venta del auto. “¿De qué auto?”, pregunta Salomone. “No te hagás el pelotudo”, dicen ellos. Salomone no sabe de qué están hablando. El único auto que tienen es un Fiat 600 que han dejado afuera al empezar el almacén, y que con los años se ha vuelto inutilizable por la lluvia, las cagadas de pájaro y las hojas de fresno. Pero los tipos insisten: “La plata del auto, la plata del auto”. Salomone señala una lata de leche en polvo en la alacena. Adentro hay un rollo de billetes sujetos con una gomita elástica. Los billetes tienen olor a leche y suman mil seiscientos pesos y monedas. Los tipos se ríen. “¿Qué es esto?”, le dicen, “buscá la plata del auto”. “No sé de qué están hablando”, dice Salomone. Los tipos lo hacen arrodillar en el piso y le ponen el caño en la nuca. “¡No hay ninguna plata la puta que los parió!”, grita Salomone. Se oye un disparo. Por un momento, todos se quedan sordos. Cuando uno de los chicos se da vuelta, los negros han desaparecido y Salomone está en el piso, con la cabeza en un charco de sangre.

En esa época, papá consigue un revólver. Un 38 corto, usado, sin papeles, de un ex policía al que le dicen El Choclo porque tiene la cara poceada por la viruela. A veces vamos al campo de Suárez, un amigo de papá, ponemos una latita de Coca en el poste del alambrado y le tiramos. El barrio entero cambia en esa época. Se ponen rejas en ventanas y puertas. Se compran perros policías, rotweilers, dogos argentinos. A las ocho, la gente está encerrada en su casa con las persianas bajas. Todo tiembla. Las noticias viajan haciendo temblar los cables eléctricos. Ancianas violadas y asesinadas, niños violados, bebés tirados a la basura. Los abuelos, que hace mucho vinieron del campo, oyen los cables vibrar por las noticias y tiemblan. Miran Crónica, canal 9, TN. Dicen: “Éste es otro mundo”. Dicen: “Esto no es natural”. Se ponen alarmas, se contratan servicios de vigilancia. Las madres escuchan las sirenas de las ambulancias, los silbidos altos y angustiosos, y tiemblan pensando en sus hijos allá afuera, como ovejas en la oscuridad.

Mamá era peronista porque Eva le regaló su primera muñeca de trapo, desde el tren, cuando pasó frente a su pueblo. Papá era peronista porque mi abuelo era peronista. Mi abuelo empezó siendo peronista pero en esta época era menemista, y había sido peronista porque un radical, cuando era joven y vivía en el campo, le pidió prestada un hacha y nunca se la devolvió. Él decía que los negros eran el fin del país. Trabajó hasta los ochenta años en su taller, afilando cuchillos y tijeras que le llevaba la gente del barrio. Yo iba con los tramontinas de casa y me quedaba viendo la rueda giratoria, las chispas que saltaban del metal. Era un viejo loco, con un gran amor por la vida. Después se enfermó de los riñones y lo internaron.

Nunca había dormido en un hospital, y estar ahí lo deprimía mucho. Bajó como veinte kilos en un par de meses. Con mi familia nos turnamos para acompañarlo y yo fui a pasar una noche con él. Llevaba un fajo de revistas Nippur que casi no miré porque había un televisor empotrado en una esquina. Después de cenar apagamos la luz y me puse a dar vueltas en la cama, inquieto, sintiendo crujir al plástico que envolvía el colchón.

Mi abuelo se rascó la mejilla, se acomodó y dijo: “Mirtha. Mirtha, vení para acá te digo”.

Una noche entran a casa. Estoy casi dormido cuando oigo un ruido que me pone los pelos de punta. El ruido de una baldosa floja en el patio, una baldosa que suena como una botella descorchándose. Tengo doce años y voy hasta la pieza grande y sacudo a papá varias veces hasta que se despierta. Se despierta y me mira. Le digo que hay alguien afuera y papá se lleva el dedo a la boca para que haga silencio, saca el calibre 38 de la mesa de luz, abre la recámara y lo carga. “Se quedan quietos”, dice, antes de salir de la pieza con el caño apuntando hacia arriba. Apenas sale y el perro de la vieja Lario, un perro chiquito con la mandíbula torcida, empieza a ladrar desde el patio vecino.

Otros perros en otros patios le responden y de pronto parecería que todos los perros del barrio y de la ciudad y del mundo están ladrando al mismo tiempo.

Espío por la persiana pero no se ve nada y mamá me dice que salga de ahí.

Me siento en la cama. Nos quedamos esperando. Imagino que los ladrones van a entrar en cualquier momento por la puerta de la pieza, van a atarnos las muñecas con alambre y van a violarnos por turno. Entonces se oyen talones corriendo sobre las baldosas, una puteada y un segundo después un tiro.

Mamá se lleva la mano a la boca.

“La puta madre que los parió”, dice papá. “Me parece que le di a uno”. Tiene los pies descalzos llenos de pasto y un costado de la pierna izquierda con un manchón verde. “¿Qué te hiciste?”, le pregunta mamá.

“Me caí por allá, me hice mierda”, dice él.

Después me pide que lo acompañe. Buscamos la linterna y vamos a ver.

Cruzamos el patio de baldosas y salimos al patio de césped. No hay luna y todo está muy oscuro. “Quedate acá”, dice papá. Todavía tiene el revólver en una mano. Va hasta los frutales y barre el piso con la luz de la linterna.

Encuentra al cuerpo enseguida, cerca del árbol de mandarinas. Se acerca, lo toca con el pie.

Después me llama y recogemos las cosas que el tipo se estaba llevando, tiradas en el pasto.

Un par de Adidas blancas de papá, un cinto de cuero, unas pinzas y unos destornilladores de la caja de herramientas.

“Hacerse matar por estas porquerías”, dice papá. Lo repite muchas veces.

Dejamos las cosas adentro y papá me pide ayuda para levantar el cuerpo. Lo agarra de las axilas y yo de los pies y lo entramos cruzando el patio de cemento hasta la galería. Lo dejamos sobre las baldosas, boca arriba, con sumo cuidado, como si pudiera romperse. “Dios querido, Dios querido”, dice mamá. Está en camisón. Nos quedamos mirando al tipo, el corte a la cubana, las zapatillas caras, el tatuaje de la Virgen del Perpetuo Socorro en el brazo.

“Andá a buscar una frazada”, dice papá. Pero no sabemos a quién le habla y por un rato ninguno hace ni dice nada.

A la hora llega la policía. Un tipo grande, canoso, de ojos claros, con saco y corbata, y uno más joven vestido de policía. Papá les ofrece café y el más joven le dice que podría ser un cafecito. Papá prepara el café. El policía canoso dice que los vecinos han oído un disparo y papá responde que también lo oyó y que por eso estamos despiertos. Los policías le preguntan si tiene idea del lugar de dónde provenía el disparo y papá dice que a lo mejor del techo o del campito a la vuelta, que acá siempre se oyen disparos, que él dio una vuelta con la linterna y no vio nada. Los policías le preguntan si pueden pasar al patio. Papá los acompaña. Al rato vuelven. “Muy bien”, dice el canoso. “Cualquier cosa nos llama, eh”. “No hay problema, oficial”, responde papá. Uno de los hijos de Salomone estudió ingeniería en sistemas y tiene su propio negocio de computación. Otro, el que tenía mi edad, se volvió completamente loco.

Era un chico alto, con el pelo rojo como una zanahoria, que usaba pantalones militares, esos pantalones con muchos bolsillos a los costados, y tenía tatuajes en la nuca, la espalda y los brazos. Uno de los tatuajes estaba en chino y nadie sabía lo que significaba. Otro era el dibujo de un puma. El hijo de Salomone estaba todo el tiempo buscando pelea. Nadie podía mirarlo a los ojos y salir ileso. Su lugar preferido era el baile de los Bomberos Voluntarios. En el gigantesco salón tocaban Trulalá, Chébere, La Mona. El hijo de Salomone se emborrachaba y buscaba pelea. Pero no sabía pelear, nunca había peleado, y terminaba en el hospital San Justo con los dedos entablillados, puntos de sutura en alguna parte del cuerpo y la nariz quebrada.

Cuatro veces le quebraron la nariz. La madre le decía: “¿Qué hacés, hijito? ¿Qué buscás?”. El hijo de Salomone miraba por la ventana sin responder. Y el fin de semana siguiente estaba de nuevo en el hospital. Con el tiempo fue aguantando más los golpes, se fue endureciendo, no sé muy bien cómo decirlo, parecía incluso más alto y tardaban mucho más en tumbarlo.

Empezó a ganar peleas, a ganar el respeto de todo el mundo. Después lo agarraron a la salida del baile y le dieron tres tiros en la cabeza.

Cuando el abuelo murió, la abuela se mudó a su habitación (dormían en piezas separadas), descolgó el retrato de Evita que había en la cabecera de la cama y lo tiró en el taller donde el abuelo afilaba los cuchillos. Tiró a la basura sus lociones y sus peines. Envolvió la ropa y los zapatos en bolsas de consorcio para la iglesia. Yo estaba casualmente ahí y le pregunté: “¿Quién es Mirtha?”.

Mi abuela me miró. Siguió doblando la ropa.

“Una negra que andaba con tu abuelo”, me dijo. “La dueña de un bar”.

Después me contó que una vecina había visto el Peugeot 404 gris estacionado todas las tardes frente a la casa de la tal Mirtha. “Tu abuelo se gastó en negras toda la plata. Cuando se enfermó yo tuve que poner de mi propia jubilación. No tenía un centavo. Ahora se murió y dejó de traerme preocupaciones”.

Le pregunté si podía quedarme con una campera del abuelo y me la hizo medir. Nos miramos frente al espejo del ropero.

“Chanta”, me dijo, “tenés el mismo cuerpo”.

Mucho tiempo después, me enteré de que Mirtha apareció en un programa evangelista de la medianoche. Mamá lo encontró haciendo zapping en uno de sus repetidos y desesperantes insomnios. Conocía a Mirtha porque a veces le compraba chorizos secos para armar la picada del bar, incluso se había enterado de lo de ella y el abuelo, y verla ahí, a las dos de la mañana, la impactó. Mirtha estaba bien peinada y maquillada, y parecía tan tranquila y segura de sí misma que mamá pensó un segundo en recurrir a los evangelistas para mejorar un poco nuestras vidas. Pero eran ideas del insomnio que a la luz del día parecían ridículas. Sentado frente a ella había un pastor brasilero.

Mirtha dijo a las cámaras que su esposo estaba lisiado, que su hijo se drogaba, que su hija había quedado embarazada y no sabía quién era el padre. Contó que un domingo había planeado tirar veneno para ratas en la salsa de los ñoquis para matar a toda la familia. Pensaba que sólo así iba a encontrar un poco de paz. El pastor le explicó que en ese momento había estado poseída por un espíritu diabólico. Le dijo que los síntomas de la posesión eran el cansancio, el stress, el insomnio, oír voces o ver figuras en el aire, recibir la visita de animales desconocidos. El pastor tenía un fuerte acento brasilero, como si hubiese bajado del avión el día anterior. Mirtha dijo que había tenido todos y cada uno de los síntomas. Casi al final agregó que en ese momento, cuando tenía el veneno para ratas en la mano, no era propiamente ella.

“No podés decir una palabra de todo esto”, dice papá. “Si se te llega a escapar algo, tu mamá y yo podemos terminar en la cárcel por defender nuestra casa y a vos te va a criar una familia sustituta”.

“No voy a decir nada”, digo yo.

Entonces papá me cuenta que a la otra mañana, mientras yo estaba en el colegio, él sacó el bulto cubierto por la frazada y con varias vueltas de soga plástica que la noche anterior habíamos escondido en el lavadero, bajo un montón de ropa sucia, y lo cargó hasta el baúl del auto. Que sacó el auto y manejó hasta el campo de Suárez. Que junto a Suárez llevaron el bulto hasta la franja de eucaliptus centenarios, a través del campo de tierra arada, y que los teros se levantaban a su paso, y que a la sombra de los altos árboles, con una pala honda y una de hoja ancha, trabajando por turnos, él y Suárez hicieron un pozo. Que tardaron más de dos horas en cavar el pozo con las dimensiones necesarias. Que era un pozo vertical, no horizontal, y que el bulto quedó parado en vez de acostado en el fondo del pozo. Que luego cubrieron el pozo con tierra y se fumaron un cigarrillo. Que volvieron al galpón de Suárez y se lavaron los brazos y que mientras tanto uno de los peones había armado una picada con salame, queso, pan, lengua a la vinagreta, vino y soda. Que comieron de parados.

La leyenda: hubo un tiempo en que se podía dormir con las ventanas abiertas.

Un tiempo de paz. Las cigarras cantaban en los atardeceres de verano. Había luciérnagas sobre el pasto recién cortado, guiando a los viajeros. Mi abuelo era joven y en los meses de sequía tenía que llevar a las vacas a pastar cerca de la Laguna Mar Chiquita. Era un viaje largo, lleno de aventuras y dificultades. Dormían bajo chapas de zinc, comían charqui, armaban balsas para cruzar el río. Una vez, a la altura de Morteros, mi abuelo detuvo el caballo y se bajó para mear. Se metió entre unos pastos altos, se bajó la bragueta y cuando estaba por largar el chorro lo vio. El chorro se le cortó de golpe.

A sus pies, había un hombre sentado. Un hombre con el pellejo seco. Las hormigas le salían por la boca y los ojos. Mi abuelo contaba esa historia y siempre se detenía en el mismo detalle. Decía que las hormigas, hormigas negras y chiquitas y furiosas, le habían devorado la carne, los órganos e incluso la ropa, pero habían dejado intactos los genitales. El pito y los huevos.

Mi abuelo se quedó mirándolo un rato. Después orinó, se volvió a subir al caballo, le pateó las costillas y siguió la marcha. Esa noche iba a dormir a la intemperie, envuelto en una frazada, con las botas detrás de la cabeza, mirando las estrellas cargadas de leche.

Estoy en el patio. Miro los árboles frutales, el pasto, los geranios y las margaritas contra la pared. Me agarro del borde del tapial y subo. Hago equilibrio con los brazos abiertos hasta llegar a la zona donde el techo se une al tapial, y entonces me subo al techo. Miro el patio desde arriba. Después, ayudado por una saliente de cemento, me subo al tanque de agua. Me quedo sentado en el borde del tanque mirando el campo en general y después el campo de Suárez. Los eucaliptus viejos y altos como una mancha imprecisa en el horizonte.

Hace unos años, fuimos al bar de Mirtha con unos amigos. En la única mesa ocupada había un tipo medio dormido mirando una pelea en la televisión y tomando vino con soda. Desde la cocina, cubierta por una cortina de tela floreada, llegaba el olor y la crepitación de milanesas fritas. Una chica gorda que debía ser la hija o la nieta de Mirtha nos vino a atender. Mis amigos pidieron una cerveza y yo un fernet. Tomamos mirando a un puertorriqueño y un norteamericano pelear por cinco rounds. Después, de una sola trompada, el puertorriqueño tumbó al norteamericano y el árbitro vino y le levantó la mano. El puertorriqueño se largó a llorar de la emoción. Cuando terminamos, me acerqué a la barra y la chica gorda llamó con un grito a Mirtha para que viniera a cobrarme. Se corrió la cortina de tela. Vi entrar a Mirtha.

Camisa con hombreras, el pelo blanco, la piel suave de los viejos. Quince pesos, me dijo. Le di un billete de veinte y se quedó mirándome.

Después me dio los cinco pesos del vuelto y desapareció detrás de la cortina.

Referencia bibliográfica: Lamberti, Luciano (2014) El Asesino de chanchos, “Comido por las hormigas”. Córdoba, Argentina: Nudista.

Lilia Lardone

Escrito en Córdoba durante los años difíciles y sombríos que inauguraban el nuevo siglo, “El olor del cocodrilo” es un cuento que sitúa la historia en el Antiguo Egipto de los faraones y describe el viaje de Seneb, quien parte de la ciudad de Punt hacia la deslumbrante Tebas imperial. Allí, aún cuando puede gozar de la compañía buenas compañías, comodidades y exquisiteces, la querencia lo convoca al retorno, porque se da cuenta de que su nostalgia tiene el nombre de su lugar.

Su autora, Lilia Lardone, nació en Hernando, en 1941; y muy joven llega a Córdoba donde realiza la carrera de Letras Modernas. Especializada en Literatura Infantil, integró el comité editorial de la revista "Piedra Libre" y participó del CEDILIJ. Su obra obtuvo muchos reconocimientos, entre ellos, el Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil del Grupo Editor Norma y Fundalectura en 1998. Entre sus libros, algunos traducidos al inglés y al italiano, se destacan: Nunca escupas para arriba (1994), Puertas adentro (1998), Caballero Negro (1999, Premio Latinoamericano Norma/Fundalectura de Colombia), Papiros (2002), Vidas de mentira (2003), La construcción del taller de escritura. En la escuela, la biblioteca, el club... (2003), Pequeña Ofelia, poemas (2003) y Diario del río, poemas (2003) y Esa chica (2006), entre muchos otros títulos.

Bibiana Eguía

El olor del cocodrilo Seneb ha llegado a Tebas después de una penosa travesía.

Seneb viene del país de Punt, la Tierra Feliz del Valle del Nilo, allí donde el gran río es sólo una hebra, dos, muchas hebras de agua que van reuniéndose. El chillido de los monos lo acompañó al principio, también las figuras familiares de los árboles de incienso.

Remontando el Nilo conoció el hambre. A veces tuvo un pie dentro de los sembrados y otro en la arena ardiente, porque la franja verde que bordea el río se angostaba por trechos hasta casi perderse.

Seneb ha oído a los arqueros nubios hablar sobre Tebas.

Tiene cien puertas, dicen.

Tiene un palacio real con una serpiente que escupe fuego, dicen.

Y Seneb soñó, en la Tierra Feliz de Punt, con el momento de su llegada a Tebas: cruzará alguna de las cien puertas y él, el enano Seneb, pertenecerá a ese mundo de dioses y faraones.

Seneb ha viajado solo. El olfato le basta para sospechar el peligro, y su pequeña figura desaparece tras los juncos cuando desea desaparecer.

Sólo lleva una daga con mango de ébano, y una bolsa de lino en la que guarda, además de alimentos, un recipiente de terracota. Seneb sabe, por los arqueros nubios, que en Tebas codician los perfumes de Punt y por eso, antes de partir, llenó esa vasija con ungüento de mirra.

Ha caminado mucho siguiendo el curso del Nilo, convertido ahora en majestuoso río por las lluvias. La creciente aumenta los peligros, Seneb lo sabe. Ha aprendido a evitar el traicionero fango de las orillas, los rinocerontes de embestidas rápidas y demoledoras.

Pero Seneb tiembla ante el olor del cocodrilo. Es imposible adivinar su presencia silenciosa, confundida entre los lotos, cuando Seneb se inclina a buscar agua.

Ha conocido el olor del cocodrilo. Fue un día de sol ardiente, al iniciar su viaje, cuando gozaba del reparo de algunos árboles y la frescura del agua.

De pronto un movimiento, un susurro en el agua quieta, y Seneb vio avanzar hacia él unos ojos amarillos. Encontró una rama de la que se agarró con fuerza, izando su cuerpo liviano mientras el corazón le palpitaba con intensidad. El olor del cocodrilo entraba por su nariz y las fauces se abrían y cerraban, muy cerca de él.

Seneb no olvida el olor del cocodrilo de Punt, ni cómo hizo palpitar su corazón.

Una mañana, Seneb llega a Tebas. Los primeros rayos de sol caen sobre el obelisco y dan vida a las calles. En los suburbios, la gente va y viene por el mercado. A Seneb lo confunde la multitud. Lo deslumbran las interminables filas de mercaderes ofreciendo dátiles, trigo, cebada, higos, cabras, los tejedores mostrando con los brazos en alto paños de lino blanquísimos. Y descubre los panes recién hechos, cuyo olor se mete en su nariz y borra el olor del cocodrilo.

Atrás quedan las noches de vigilia y el acoso de las fieras. También atrás la salvaje selva de Punt, los monos, los hipopótamos.

Seneb ha llegado por fin a Tebas, la de las cien puertas.

Una mujer compra la pulsera en forma de áspid. Con movimientos seguros, la abre y se la pone en el desnudo brazo, bien arriba, cerca del hombro. Al mirar la pulsera sus ojos encuentran a Seneb, los ojos fijos en la cabeza del áspid. Él piensa si será esa la serpiente de fuego de la que hablaban los arqueros nubios.

Pero ella sonríe, y Seneb olvida a los arqueros nubios.

—¿Te gusta? —dice ella, y alza el brazo.

Tiene unos collares de oro que cubren sus pechos firmes, y de la cintura le cuelgan cascabeles. Ella se mueve a un lado y a otro buscando en el tapiz donde el mercader muestra sus joyas, un anillo que haga juego con la pulsera. Cuando lo encuentra, le dice a Seneb:

—¿Se parecen?

Seneb mueve la cabeza, quiere decir sí, que se parecen, pero las palabras no le salen. Busca en su bolsa y saca la vasija de mirra.

—Esto viene de Punt —dice en voz baja, y le alcanza el ungüento.

—¿De Punt? Vendrás a contarme cómo es Punt.

Y Seneb entra a Tebas por la Puerta de los Lirios, detrás de la mujer de la pulsera de áspid.

Camina junto a las criadas, que se ríen de él tapándose las bocas, hasta que todos entran en un palacio de altas columnas pardas.

—Mi nombre es Taya, y quiero tenerte a mi servicio —dice la mujer y las criadas se apresuran a conducirlo a los patios interiores.

Esa noche, Seneb es llamado al jardín. No hay aire bajo el emparrado, donde Taya bebe vino en una alta copa.

—¿Cómo es Punt? —dice Taya.

Una criada le sirve vino a Seneb y él siente que la copa es fría y suave al mismo tiempo. Es la primera vez que bebe ese líquido áspero y el aire caliente aumenta su sed, la lengua empieza a destrabarse.

—Los hombres nacieron en la Tierra Feliz de Punt. Ese fue el primer lugar, porque el agua sale de sus entrañas, los árboles crecen sin cesar bajo la lluvia y los pájaros tienen mil colores.

Así empieza a contar Seneb y continúa, en tanto Taya va adormeciéndose, sudorosa, sobre sus almohadones pintados.

—¿Y la lluvia, Seneb? ¿Cómo es la lluvia?

El murmullo de la voz de Seneb sigue en la noche, recupera los sonidos de la lluvia sobre las grandes hojas, caen las gotas y desaparecen en la tierra, caen sobre hombres morenos y desnudos, sobre el largo cuello de la jirafa y la larga cola de los monos. Llueve en Punt, Seneb lo siente, en ese mismo momento llueve en Punt.

A Seneb le gusta mirar cuando las mujeres preparan a Taya para las fiestas. Lo sorprende saber que no le pertenecen esos cabellos que él admira. La peluca es peinada y vuelta a trenzar, y cada vez hay una forma nueva de sostener el broche de lapislázuli y la tiara de oro pálido.

Pero antes de colocarlos sobre la cabeza de Taya, falta un paso. Las paletas de afeites se disponen una al lado de la otra y las criadas le aplican polvos de alabastro mezclados con sal y miel, para que la cara quede tersa como el agua del estanque. Luego, el trajín es elegir entre empastes de colores, y unas manos hábiles siguen con exactitud la línea de los ojos con la pasta de hollín, ese bistre que transforma las miradas en pozos luminosos.

Es día de fiesta en Tebas, y Taya está lista. Seneb la mira partir, el traje rojo y oro refulgiendo sobre la piel trigueña, la mirada distante, y su corazón golpea como si el cocodrilo estuviera cerca.

Hay otras noches de calor en el jardín, y Taya pregunta por Nubia.

—He conocido Nubia —dice Seneb—. Es la tierra del oro, de las gemas preciosas que los hombres se disputan, de los enormes elefantes cuyos cuernos de marfil encontré aquí, en el mercado de Tebas —dice Seneb.

—En Nubia crece el ébano. Con su madera negra fabriqué esta daga que me acompañó en el viaje.

Y recuerda también la rama de ébano que lo salvó del cocodrilo en Punt, recuerda el olor del cocodrilo y su corazón golpea con más fuerza que nunca.

Seneb mira a Taya, dormida entre almohadones mientras los servidores agitan los abanicos de plumas. Su corazón vuelve a golpear y entonces se da cuenta de que deberá partir.

Al día siguiente acompaña a Taya al mercado y una vez más observa a los vendedores de pájaros pasear con las jaulas entre la gente, a los talladores de marfil que cincelan delicadas figuras sobre los cuernos traídos desde Nubia. Y dice:

—Debo volver a Punt.

—¿Qué te falta? —pregunta Taya y detiene su marcha.

—Punt es Punt —dice Seneb bajando los ojos.

Esa noche, en el jardín, Taya pregunta por última vez: —¿Qué más hay en Punt? Necesito saberlo.

—El olor del cocodrilo que hace galopar el corazón. Eso hay.

Referencia bibliográfica: Lardone, Lilia (2002) Papiro, “El olor del cocodrilo”. Bogotá, Colombia: Grupo Editor Norma.

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Fernando L pez

Las novelas y cuentos de Fernando López (San Francisco, provincia de Córdoba, 1948) suelen ser muy realistas, atentas a los detalles de la vida cotidiana, con una carga de acción dinámica que le da agilidad a cada relato, a cada historia que se cuenta. Además, Fernando López practica ese género literario tan atrapante que es el género policial. Esto desde que inició su carrera de escritor con sus novelas El mejor enemigo (1984) y Arde aún sobre los años (1985) y los cuentos de El ganso parlante (1987), a los que siguieron otras numerosas novelas y cuentos. Quizá por esto me parece un poco extraño este cuento titulado “El siglo de Catani” en la obra de López. Es una narración realista y a la vez no lo es. Y no pertenece al género policial. En este cuento, su protagonista, que anda en una silla de ruedas por su jardín, “siente un rumor profundo de la tierra”, pero éste no es el eco de los desfiles y tareas subterráneas de las hormigas. Así, y secundado por Atanasio Bronxe, inicia una epopeya inesperada, grandiosa, delirante, que dura décadas y décadas. Mezcla de realidad, delirio y algo de divertimento, “El siglo de Catani” pertenece al libro de cuentos Los duendes del alba (Córdoba, Alción Editora, 1995). Ex abogado y funcionario judicial, López reside en la ciudad de Córdoba y todos los años organiza con éxito el encuentro internacional dedicado a la literatura policial llamado Córdoba mata, en el marco de la Feria del Libro de esta ciudad.

Jorge Bracamonte

Referencia bibliográfica: López, Fernando (1995) Los duendes del alba, “El siglo de Catani”. Córdoba, Argentina: Alción Editora

Leopoldo Lugones

Villa María del Río Seco (1874); Buenos Aires (1938).

Polígrafo, su vasta obra transcurre por diversos géneros, particularmente la poesía, a través de cual su figura perdura al margen de las vicisitudes de sus posicionamientos políticos.

De joven cercano al anarquismo en la ciudad de Córdoba, a cofundador del partido socialista en Buenos Aires; liberal cercano a los poderes de turno en las primeras décadas del siglo XX, a escriba del golpe militar de 1930; y finalmente el ostracismo entreverado con el desencanto y las controversias personales.

Su poesía decantó el modernismo finisecular en la Argentina y se instaló como un precursor de la literatura posterior, aunque su reconocimiento se estancara en la generación vanguardista.

Publicó Las fuerzas extrañas (1906) recopilando una serie de cuentos que en su mayoría habían aparecido en revistas y periódicos desde fines del siglo XIX. Su incursión por el relato fantástico significó un nuevo aire en la literatura argentina, consecuencia de una renovación de sus tramas, particularmente a través de la incorporación de un arco de saberes heterogéneos (científicos, míticos, folklóricos) que produjo una nueva recepción en el campo popular de los lectores.

Pablo Heredia

El escuerzo UN DÍA DE TANTOS, JUGANDO en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.

–¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con muestras de la mayor alegría–. En este mismo instante vamos a quemarlo.

–Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está muerto...

–¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi interlocutora– y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. ¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado!

Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.

–¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? –interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años.

–De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió.

–No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...

–Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo le pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, le vieja criada hilvanó su narración que es como sigue: Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.

La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharlo, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal.

–Has de saber –le dijo– que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.

El buen muchacho rio grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja de que aquello era una paparruchada buena para asustar chicos molestos, pero indigna de

preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal.

Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse a acompañarla.

No era tan distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.

–¿No te lo dije? –exclamó ella echándose a llorar–; ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!

–Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa.

Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron.

Después de un registro minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí.

La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir, con aquel calor, dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas!

Pero tales fueron las súplicas de la anciana que, como el muchacho la quería tanto, decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro.

Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia.

Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente.

Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.

Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos.

La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta

recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas.

Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo.

Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.

Referencia bibliográfica: Lugones, Leopoldo (1993) La fuerzas extrañas, “El escuerzo”. Buenos Aires, Argentina: Losada.

Daniel Moyano

“Yo nací en un país precario que en 1930, año de mi nacimiento, comienza su descenso, su caída. Una caída estrepitosa hasta la situación actual. He vivido, me he criado en un país provisional”. Daniel Moyano nació en Buenos Aires y en la década del ´60 se trasladó a Córdoba, donde comenzó a publicar sus cuentos y novelas. Músico violinista luego se mudó a La Rioja para tocar en una banda provincial. En 1976 los militares lo llevaron preso y poco después se exilió en España; muere en Madrid en 1992.

“Yo escribo para explicarme el mundo; no me lo explicaba, no me lo explico. Cada vez que me pongo a escribir es un poco para entender todo esto. Las palabras se convierten en un elemento mágico que permiten, aunque sea sólo en este plano, controlar el vivir y la realidad que te rodea. Buscar el tiempo perdido en el caso de Proust. A mí me ha tocado una vida bastante complicada, en un país complicado, lleno de violencia. Escribo un poco para tratar de explicármelo”.

Esta explicación de un mundo ajeno para muchos latinoamericanos se desplaza por el universo de la Argentina profunda, región del hambre y también de la resistencia cultural.

Moyano habitó en la escritura para entenderse con ese pueblo que en cada palabra hay un signo de identidad y una música que lo proyecta a la trascendencia. Sus novelas El trino del diablo y El vuelo del tigre son obras maestras de estas “explicaciones”.

Pablo Heredia

Cantata para los hijos de Gracimiano El hombre y la mujer despertaron con los huesos fríos, como dos arañas inútiles expuestas al sol. Estaban tendidos en la expresión donde los había dejado el deseo, fatigado en una interminable reiteración mecánica de un impulso iniciado hacía tiempo. Lo único visible del hombre era un largo brazo caído hacia el piso de tierra, y de la mujer un mechón negro de cabellos. El resto era una construcción topográfica de huesos puntiagudos debajo de la frazada, que latía en su fragilidad impulsada por cuatro pulmones. Últimamente cada acto de amor les sabía a duelo, pero lo ocultaban ante el temor de que fuese verdad. Estaban ambos boca arriba, casi juntos. Pensaban.

El problema que tenían era cómo decirles a por lo menos dos de los nueve hijos, los mayores, que ese día los entregarían a otras familias que pudiesen alimentarlos. Para los siete restantes, menores y sin entendimiento, era un simple problema de combinar palabras, que para ellos, más que significados, serían simplemente sonidos.

Los hijos, desparramados en el suelo, tendidos sobre prendas caballares, dormían en desorden al pie del catre de Gracimiano. El viento de la mañana se filtraba por las paredes vegetales. El menor tenía un fin de sonrisa en la cara aceitunosa. Los demás mostraban sus manos sin el temblor cotidiano de los últimos tiempos, finalmente vencido por el sueño, que también era un alimento, pero aturdidas a veces por visiones internas que jugueteaban en las cabecitas desordenadas. De un modo o de otro, salvo quizás el menor, sabían que ese era el día de la separación.

Los hijos de Gracimiano habían roto las cáscaras de los nueve huevos primordiales eludiendo la cifra cien que se le resta a cada mil niños que nacen en esta tierra del cacto, y pasando por el territorio de las vacunas y de la leche en polvo lograron inscribirse valientemente en el censo del último año, para gloria eterna de la patria. En adelante sólo tendrían que afrontar lo que afronta cualquier hombre, contando entre ellos al Gracimiano y a la Gracimiana.

El Gracimiano padre y la Gracimiana madre no les habían dicho nada todavía sobre el destino que pudiera tener cada uno de ellos a partir de ese día en las casas de quienes pudiesen alimentarlos. Tampoco ellos habían hablado sobre eso. Lo pensaban separadamente. O quizás no lo habían pensado todavía, pero el hecho de la separación estaba en el aire, era la consecuencia de los pequeños actos que se sucedían día tras día, aparentemente inconexos entre ellos, destinados a unirse, sin embargo, para formar un desgarramiento, o nueve desgarramientos, como lo estaba intuyendo ella en ese momento: «Nosotros no lo pensamos nunca. Fue don Pedro cuando dijo al verlos temblar que esto no podía seguir así. En los pueblos de abajo hay todavía familias que pueden alimentarlos. Y usted señora no lo provoque más a su marido. No se acuesten juntos durante un tiempo.

Ustedes mismos están quedando puro hueso. Pronto comenzarán a temblar como ellos». Pero lo que más les preocupaba, a medias, porque pensaba con mitades de palabras, era la cronología de las separaciones. Primero uno, después el otro, y así hasta nueve. Porque además no era justo dar algunos solamente y condenar a los otros. El bien probable debía repartirse equitativamente, como aquella vez que con un hilo dividió un huevo en nueve partes exactamente iguales. El hombre se había opuesto a la división del huevo. Había que dárselo al menor para que no temblara como los otros. «Lo único que has logrado con esa geometría es dejar con hambre a los nueve».

Gracimiano eludía las cronologías inevitables y trataba de reducir las nueve separaciones a una sola. «Después de todo, los hijos no son de uno sino de quienes les dan la leche. Iremos en la carreta, ello bajarán por atrás y entrarán en las casas de quienes sean». Después él y Gracimiana seguirían hacia adelante, lo único que había que hacer entonces era no mirar para atrás, y sobre todo no decir nada cuando los niños fuesen bajando porque eso sería repetir

nueve veces un montón de palabras inútiles, y a uno le quedaba siempre la posibilidad de dar un grito, un solo grito que incluyese a los nueve. En eso oyó más o menos claramente el ruido de las patas del caballo de don Pedro, el encargado de la Sala de Primeros Auxilios, y enseguida el ruido metálico del tarro de leche en polvo que el hombre dejaba caer al suelo sin bajarse del caballo. Esperó unos instantes el ruido del otro tarro, «pero nunca más volverá a repetirse, una sola vez me dejó dos tarros, después fue siempre uno solo», y con eso debía estar más que agradecido a don Pedro, porque en realidad no le correspondía ningún tarro de esa leche que repartía el Gobierno para niños menores de dos años y madres en situación.

Después abrió los ojos y vio que afuera no había ni tarros ni caballos y que los ruidos estaban en su memoria.

El hombre sabía que la mujer tampoco dormía, que estaba pensando mientras esperaba que amaneciese, pero se levantó muy despacio no tanto como para no despertarla sino para que no advirtiera lo que iba a hacer. Al bajar del catre tanteó con un pie la cabeza de Anita (sabía que era ella por lo suave del pelo), y luego, levantando los pies como un gato mientras caminaba entre los niños, alzó con cuidado el tarro de leche que estaba sobre la mesita y salió al campo.

Allá vio que quedaba polvo como para hacer medio litro, encendió fuego, sacó agua del cántaro, preparó un poco de leche y en cuatro patas volvió hasta el lugar que ocupaba el menor en la cama común y se la dio. «Tómela sin hacer ruido, no vaya a ser que se despierten los otros». Hecho esto se acostó nuevamente. Quizás amaneciese enseguida.

Conocí a Gracimiano cuando él era soltero. Un buen tipo, fuerte, el mejor hachero del departamento. Sus padres eran de Ilisca, pero él no se acordaba nunca del pueblo. Las cosas comenzaron a andar mal para él cuando se fue a Chepes y se enredó con la Gracimiana. No era una mujer para él: demasiado hermosa. Desde el mismo día que la conoció no pararon de acostarse juntos y de echar hijos al mundo. Ella lo fue secando poco a poco. Por ese tiempo vivían cerca de Ñoqueve y el gobierno acababa de prohibir la tala de los montes. En los obrajes no había trabajo y las cosas se pusieron feas para todos. Yo era comisario entonces en Ñoqueve y me ordenaron detenerlo porque le había robado una cabra a un vecino. Cuando llegué ya se la habían comido y vi como los cuatro hijos que tenía entonces se reían junto al horno tratando de reconstruir la cabra con los huesos que habían quedado de ella. Me entregó el cuero y dijo que podía devolverla con trabajo. Como los dueños, que siempre fueron buenos patrones, aceptaron la propuesta, no fue necesario detenerlo ni remitirlo a la Capital, y Gracimiano, en un par de semanas, no solo hachó todo lo que había que hachar en el campo de los Pastrana, sino que arregló y dejó como nuevos los techos y las paredes de las viviendas de la peonada. Ahora ha vuelto a Ilisca, dicen, y sigue tumbando árboles, aunque ya está un poco viejo para eso.

Gracimiana caminó en puntas de pie entre los niños para no despertarlos. Vio que en el tarro había apenas un resto de leche y después de vacilar un instante la arrojó al suelo. «No quiero que haya peleas además de tristeza», hubiera pensado, pero su pensamiento había sido la acción misma. Cuando tiró la leche sintió una larga mirada de Gracimiano, que a poca distancia ataba la mula para el viaje. Estuvo por decirle «no alcanzaba ni para uno solo», pero advirtió que el hombre comprendía. En los últimos tiempos podían vivir sin palabras.

Como obedeciendo a los pensamientos de Gracimiano, ella le dijo al primer niño que despertó: «vaya subiendo a la carreta», y ellos iban subiendo a medida que despertaban, y se quedaban allá arriba, mientras Gracimiano ataba todavía algunas correas al animal para sujetarlo a las varas del carro. Algunos volvían a dormirse, apoyándose entre ellos, otros miraban sin asombro un gran sol que subía ya por el cielo como un gigantesco y lejano padre, haciendo dar a cada jarilla, a cada musgo del desierto, su pequeña cuota de sombra, incluso a los cabellos de Anita, que proyectaban una sombra idéntica sobre sus propias mejillas paspadas.

Yo conocí a Gracimiana cuando ella todavía era una niña. Tenía la piel tan suave que se le paspaba con cualquier brisa. Vivía en el campo y vino a Chepes para ir a la escuela, aunque ya era un poco grande para eso. La admití lo mismo y le tomé cariño. Aprendió rápidamente y si no hubiera sido porque era linda, habría pasado desapercibida. No hablaba casi nunca y se movía como una sombra. Los obrajeros y los turcos más ricos de la zona querían casarse con ella. Su desgracia fue Gracimiano. Todavía iba a la escuela cuando lo conoció. Gracimiana envejeció a los treinta años, gastada por él y por los hijos. Después la perdimos de vista, pero quien tuvo la suerte de conocer a Anita, su hija, podía ver otra vez a Gracimiana con las mejillas paspadas por el aire.

El último en subir fue el perro, que calentaba a la vez las piernas del menor, los brazos de José el mayor y una parte de las costillas de la otra mujercita, que dormía todavía. Las frazadas recogidas por Gracimiana cubrían a casi todos los niños y parte del perro. Los que iban despertando se despojaban de su parte de frazada, porque ya el sol calentaba bastante fuerte. Cuando pasaron frente al primer paraje el hombre y la mujer se miraron un instante como para considerar la posibilidad de la primera entrega, aunque quizá no se miraron para eso sino para probarse, porque no hubo ninguna vacilación en las manos de Gracimiano al sostener las riendas; en ningún momento sus músculos se alteraron para trasmitirle a la mula una orden de detención. Lo que sí pudo vacilar, en vez de las manos, fue el pensamiento de Gracimiano, antes de mirar a la mujer. El pensamiento o el deseo de ejecutar lo que había pensado señalaban que allí había un posible lugar para uno de los hijos, pero enseguida la posibilidad desapareció porque el pensamiento ahora claro del hombre, corporizado casi en una media sonrisa, le decía que en vez de pedir ayuda podían darla, podían ofrecerle al habitante de esa casa un lugar en la carreta para que intentase una posibilidad similar a la de ellos en otros lugares. Las riendas siguieron flojas, entregando el destino de la gente al instinto de la mula, que buscaría los únicos parajes posibles en ese costado del desierto.

Y justamente cuando el sol estuvo bien caliente y el sueño desapareció, los niños comenzaron a temblar, más o menos en el mismo orden con que habían subido a la carreta. El primero en temblar fue José. «Usted es grandecito ya y puede aguantar más», dijo Gracimiana con una voz no apta para decir eso. «Dentro de esta bolsita hay algo para matar eso, pero hay que compartirlo». Salvo el menor, que aunque despierto permanecía normal, los otros ocho temblaban manos y caras con un ritmo de hambre gesticulada. José le pidió que abriera la bolsa, pero ella ensayó bien su voz diciendo que había que tener todavía un poquito de paciencia, acaso dividiendo mentalmente el tiempo del día con las provisiones que tenía.

Después observó con pausas a cada uno, y envolviendo al menor en una larga mirada de sospecha, le dijo, con otra voz, a Gracimiano: «Había más leche en el tarro; lo que pasa es que se la diste a él solo». Había ira en su voz cambiada, como si la voz de ahora estuviese mordida por algo. Gracimiano asintió con uno de sus silencios y ella sacó la manzana de la bolsa y dijo con la voz de un tercer personaje desconocido: «Ahora no tendré un trabajo difícil, no habrá necesidad de dividirla en nueve partes iguales. Cualquiera sabe cortar una manzana en ocho partes». La rabia, como un viento contenido, le había encendido las mejillas, que parecían paspadas. «Usted no come», recitó después mirando al menor y entregando una octava parte de la manzana a cada uno de los otros.

Para los niños, los sucesivos desgarramientos fueron apenas un poco de sueño interrumpido con un descenso por la parte trasera de la carreta. El primero correspondió a José, con un principio de adultez en sus pantalones todavía cortos y las palabras tranquilas de su padre: «Bueno amigo, usted se queda acá. El compadre Britos se hará cargo de usted hasta que pueda valerse por sus propias manos. Las cosas no fueron tan malas hasta ahora, más o menos pudimos vivir juntos, pero eso ahora ya no es posible y hay que ser hombre y aguantarse todo lo que venga. Demé la mano en señal de que ha comprendido».

José se quedó parado mirando alejarse la carreta. Ninguno de sus hermanos volvió la cabeza, ni sus padres. El perro estuvo ladrándolo un rato y él oyó ese ladrido hasta que el sonido desapareció, y también la carreta, después que el ladrido, y sintió una gruesa mano de Britos que le acariciaba la cabeza y lo felicitaba porque no lloraba. Más allá, en la carreta, Gracimiana había aprendido a usar bien su voz y decía con seguridad las cosas que había que decir en esos momentos.

Durante el resto del día la mula los guió sabiamente por distintos parajes, y en todos los lugares a que los llevó, salvo en uno, nadie rechazó hacerse cargo de un niño. Anita y su hermana menor pudieron quedarse juntas en la misma casa. «Y cuando sean grandes les buscaremos novios», se dijo. En la radio que había en esa casa, una gran orquesta llenaba todo el espacio con su música. Millares de instrumentos desconocidos, y otros conocidos o percibidos, desparramaban una música extraña y total en lo que quedaba del día. La música venía a través del aire desde ciudades ricas y distantes, desde una Capital no entrevista pero poderosamente existente, donde habían vivido personajes históricos, el Creador de la Bandera, el Libertador de América y también Carlos Gardel. La música que salía de la radio era extraña y abundante, parecía adaptarse a las circunstancias, era larga y no cesaba. Y no cesaba porque cuando partieron, ya solamente con el menor de los hijos, y el alcance de la radio se perdió, la música siguió todavía resonando en ellos, en Gracimiano y Gracimiana, y eso fue bueno porque sustituyó los pensamientos y todo lo demás.

Cuando lo dejaron en la más segura de las casas que habían visto, el menor había comenzado a temblar, y Gracimiano, al verlo así, se puso a disminuirse y empequeñecerse y tender a desaparecer, pero el dueño de casa, viendo su deliberado empequeñecimiento, le dijo que no tuviera miedo, que el niño se recuperaría en seguida y que dentro de poco se lo podría ver en los corrales domando potros y reventando toros. Y aunque ni Gracimiano ni Gracimiana creyeran esas afirmaciones, no podían pensar lo contrario porque ahora la música oída en la radio los acompañaba.

El perro no quiso quedarse en ninguna parte, por su afición a Gracimiano, y hubo que degollarlo. Se entregó solo al puñal, como si hubiese comprendido la congruencia que había en su brillo. Cuando todo estuvo más o menos muerto, el hombre y la mujer sintieron que el carro iba liviano de equipaje. También la mula, que al no sentir ninguna carga importante inició una carrera enloquecida hacia algún posible final de la geografía, donde la provincia termina en unas salinas que son su horizonte.

Durante la carrera de la mula ellos reconstruyeron sus desgarramientos y lo único que había más allá de ellos era el deseo de que el animal no parase más y los llevase siempre hacia alguna parte. La mula se paró dudando ante un barranco que separaba a esa llanura de otra, más vasta y más blanca, como si fuese toda de sal, dobló el cuello hacia atrás y los miró como preguntando, los vio juntos sentados en una tabla que atravesaba el carro. Gracimiano, que había soltado las riendas hacía mucho, se tomó las rodillas y miró hacia el sur. Gracimiana, apoyando su espalda contra la del hombre, lloraba y miraba hacia el norte. Lo que ella lloraba y pensaba le llegaba a él por los músculos de la espalda y las cavernas de las costillas, en sucesivos zumbidos, en resonancias que le envolvían las vísceras bajas y luego pasaban al corazón llenándolo de un incomprensible dolor.

-Es mejor que se calle; todavía falta saber qué haremos con nosotros. Algo tendremos que hacer, en alguna parte tendremos que parar.

-Yo no quiero parar ni seguir. Que la mula haga lo que quiera.

-A la mula hay que matarla también. No quiero que quede nada de todo esto.

-Sin la mula estaremos perdidos porque no sabremos qué hacer.

-Lo que usted debe hacer -susurró él con la boca, y ella sintió que el zumbido de sus palabras le atravesaba a ella también la espalda, le corría hasta la nuca y desde allí le velaba los ojos por dentro-, lo que usted debe hacer es dejar de llorar.

La mujer separó su espalda de la de él, lo miró de frente, impaciente, y gritó: -Le diste toda la leche a él; los otros ocho temblaban, pero se la diste a él.

La mula, impaciente ante ese diálogo que interrumpía sus impulsos, cerró los ojos y se arrojó hacia abajo en un salto que pretendía ser el encuentro con alguna realidad que no fuese la de ese momento y de todos los momentos que durante el día precedieron a ese. Uno de los propios hijos de Gracimiano, desde lejos, vio volar a la mula y cerró los ojos para no ver dónde caía. Los músculos del animal mantuvieron al carruaje y su carga en conjunción con la caída, de modo que por ese equilibrio llegaron abajo sin deshacerse, y con pocos vestigios del carro. El hombre y la mujer se miraron un momento, como borrándose mutuamente, y aunque no lo necesitaban parece que quisieron hablar para que cada uno después, en el tiempo, usase esas palabras como mejor le pareciese. Pero no pudieron y entonces ella le preguntó con un gesto que podían hacer.

Gracimiano acercó la mula hacia ellos, ató las correas sueltas desprendidas de la carreta y tomo la mano de Gracimiana para ayudarla a montar el animal.

-Usted se va para allá, yo para ese otro lado -le dijo.

Ella asintió cubriéndose las mejillas ante el viento de la noche vecina.

La mula inició un trote rápido hacia el sur y se perdió en la sombra creciente, tanto que Gracimiano, si se hubiera dado vuelta para mirarla, no habría podido. Metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar despacio, hacia el norte, hacia Ilisca, donde sin duda quedaban muchos árboles para tumbar.

Y desde los primeros pasos no pudo pensar ni sentir nada, porque la cabeza se le llenó de música, de la misma música de la radio de la casa donde había dejado a sus hijas. Extraños instrumentos expresaban cada frase musical y adormecían sus sentidos, incluido el que pudiera recordarle la voz nunca aprendida de Gracimiana.

Y del destino ulterior de sus hijos lo salvaba el tiempo porque José el mayor fue destruido por una bala policial en una ciudad populosa adonde lo había llevado la interrogación y la desesperación de la violencia. Otros quedaron ciegos en el norte, sin poder vencer un hambre primordial. La hermana menor de Anita se salvó de la prostitución gracias a un viajante de comercio, pero no pudo hacer nada para rescatar a su hermana de un burdel del oeste, donde terminó sus días y sus noches con las mejillas insensibles.

De los demás hijos nada se sabe, pero de cualquier modo sus historias no hubieran tenido importancia para Gracimiano, que cayó antes que ellos, como uno de sus árboles, pero con dos remordimientos: no poder recordar la voz de Gracimiana y no haber compartido con todos los hijos la última leche que quedaba en el tarro el día de la separación.

Referencia bibliográfica: Moyano, Daniel (1974) El estuche del cocodrilo, “Cantata para los hijos de Gracimiano”, Buenos Aires, Argentina: Ediciones del Sol.

Pablo Natale

Música, videojuegos, cine, literatura, infancia, fotografía, básquet, periodismo son las ocupaciones, las pasiones, las obsesiones y los temas que recorren la literatura de Pablo Natale.

Como le gusta presentarse, “nacido en la ruta interestatal Córdoba-Rosario en la década de los ochenta”, integra la banda Bosques de Groenlandia y lleva publicados varios libros: Un oso polar (2008, cuentos), Vida en Común (poemas, 2011) Los Centeno (nouvelle, 2013), Berenice y las ocho historias del pálido fantasma (infantil, 2012) y una interesante propuesta que cruza la fotografía y el relato, Las siete maravillosas antologías contemporáneas (2017, junto a Gabriel Orge), entre otros.

Su participación como colaborador en varios medios gráficos y su trabajo vinculado a los talleres de escritura lo ha llevado a producir cuentos que juegan a ser ejercicios narrativos.

Al leerlos, encontramos allí claves de escritura, una trama incipiente, ideas creativas que se están empollando para luego explotar. Pero también hay en ellos una sutil historia que nos atrapa.

Tal vez al leerlos, les den ganas de poner manos a la obra y expandir estos cuentos/bocetos que Natale comparte en la revista digital penúltiMa. Andrea Bocco

Ejercicio 6: Sin personaje o “la canción de las tazas” Hay una taza en el mantel. Una taza semivacía: un poco de té, el sobre colgado, seco, sobre el costado interior. Las paredes de la casa están recién pintadas, como si acabara de suceder una mudanza. La taza va a parar a un recipiente mayor, y de ese recipiente a un tacho de basura, y de allí al camión, al basural. Le cargan gas al camión de basura. Lo estacionan. El camión va y vuelve, como las manecillas del reloj. Una noche pasa por la casa. La puerta está semiabierta. Donde estaba la mesa ahora hay otra mesa, donde estaba el mantel ahora no hay mantel. Pero sí, una taza: llena de café cargado, en el fondo, dos cucharadas de azúcar. Esta taza tiene el dibujo (repetido) de un gato corriendo por un pastizal: al hacerla girar, el gato corre, parece vivo. El café se enfría, el olor entra y sale de la casa. Hay manchas de humedad: fue un año de mucha lluvia. Se descascara la pared. Un poco de polvillo entra y cae sobre la taza de café, que está vacía y medio despintada. Un jarro de café con hongos va a parar a la basura, la basura a su propio contenedor. Pasa el camión de la basura, se rompe el dibujo del gato, se quiebra, pierde su séptima vida de porcelana. Uno de esos días el camión frena en la vereda, delante de la casa. De las paredes brotan ramas. Adentro hay un balde donde antes estaban la mesa y la taza. Adentro del balde, lija y un pincel. Han pasado muchísimos años, o quizás demasiado pocos, quién quisiera saberlo. Hace calor. Mañana soplará el viento: si hubiese una taza, rebotaría ahí dentro, sería como una caracola, un mensaje en una botella.

Ejercicio 29: con curva climática En 1996 estaba en cuarto año. Por entonces di mi primer beso con lengua. Fue un poco tarde, me tomé demasiados años en intentarlo. Supongo que era tímido, o inseguro, o más bien feucho o feucho y las otras dos. Por esa época dimos una clase de ecología sobre el agujero de ozono, debe haber sido la cuarta vez que dábamos una clase similar y siempre el mensaje de la profesora era el mismo: alarma, cuiden el planeta, si no lo cuidan ustedes, quién entonces.

En 1998, cuando en el gráfico se nota un pico en la temperatura un tanto inusual, me acosté por primera vez con una chica: fue algo rápido, bastante precoz y bruto, y no hubo demasiadas palabras luego, ni al día siguiente ni después, aunque igual probé llamarla y una noche pasé por la casa y me quedé sentado en la vereda pero ella nunca salió (o nunca llegó) y me sentía como si estuviese en una escena de película donde el amante espera bajo la lluvia (pero no caía lluvia). Por esa época estaba leyendo sobre las expediciones polares, no se decía nada en esos libros (Edición Salvat) sobre las grietas en los polos, ni sobre el derretimiento de los glaciares: solo se hablaba de grandes conquistas que hombres solitarios y desquiciados emprendían en medio de la nieve, lejos de la civilización y del amor.

Luego, en el gráfico, hay un pico de crecimiento abrupto en 2002. En 2002 tuve mi primera relación duradera: la conocí en un boliche aunque jamás salía a boliches y puede que haya sido la desesperación que sentía lo que la acercó a mí: yo estaba tan perdido y angustiado como nunca antes y debo haber sido como un imán. Ella me dejó a los ocho meses porque se sentía agobiada, porque, más precisamente, “la estaba asfixiando”. La vi todos y cada uno de los días de esos ocho meses y creo que sentí amor, sobre todo la vez que subimos a la montaña y estaba tan transpirado que miré la ciudad y me di cuenta que era una ciudad minúscula y que algún día me iría de ahí. Ese año se incendió el lago: fue algo milagroso y horripilante y recién años después se encontró la explicación (químicos lanzados al agua mezclados en la sequía).

Después de eso la curva climática crece progresivamente y está claro que no se la puede detener salvo modificaciones improbables. Durante ese periodo de crecimiento de la curva conocí a otras mujeres, tuve dos o tres parejas estables más y llegué a consolidar una relación de años: coincidimos en cuidarnos uno al otro, en no dañar al mundo y en no traer hijos.

Nunca pensamos en volvernos salvajes, en dejar la ciudad: sólo tratamos de ser una pareja saludable, que a nuestro alrededor se respirara un buen aire, que estuviésemos, como se dice, ajenos de “toxicidad”.

En 2016, el año de mayor altura en la curva y donde los científicos coinciden en que empieza a marcarse un punto de no retorno y de daño permanente al planeta tierra, nos mudamos juntos: fue un mal año, decididamente, de hecho lo único bueno de ese año fueron las tardes que íbamos a hacer compras y el gato que adoptamos, un gato blanco y peludo que sufría horriblemente el calor y al que había que pasarle un trapo mojado para que no colapsara. Por suerte ese año no murió el gato, aunque si murió algo entre nosotros y decidimos no vivir más juntos. Yo creo que no saldré con nadie más por un tiempo: por un lado, creo que la amo; por el otro, hace demasiado calor; finalmente, no queda mucho tiempo de la vieja vida civilizada y consumidora en estas tierras. Además debo dar clases: me paso la mitad del día dando clases y la otra mitad imaginando las clases que doy para poder pagar la vida que vivo. Me acuerdo, a veces, cuando en la primaria la maestra nos hacía abrir el cuaderno, poner el día y la fecha (como si eso fuese un ancla) y luego mirar el gráfico que se dibujaba en el cielo. “Hoy es un día soleado”, poníamos, invariablemente, después.

Ejercicio 33: con boyband La biografía (incompleta) de un grupo de cuatro jóvenes millenials que durante el 2016, motivados por el auge del Apocalipsis político, forman una banda llamada “Ansiedad por la catástrofe”.

Es una boy band atípica: el primer disco tiene dieciséis temas. Cada uno de los cuatro millenial es la voz dominante en tres de los temas del disco: es decir, los primeros tres temas la voz principal es de X, los segundos tres temas de Y, y así hasta llegar a los doce temas. Las cuatro canciones restantes son temas “ocultos” en el disco, al que pueden acceder solo los atentos, pero que rápidamente se difunden en la red: un tema recurre a ritmos africanos, otro a la ópera, otro es un tema instrumental con ruidos lluviosos de fondo y el cuarto recurre a un coro gospel que cita fragmentos del Apocalipsis. En ese tema pueden distinguirse las cuatro voces de “Ansiedad por la catástrofe” pero también una quinta voz, grave, rasposa y semi femenina. Alguien señala que esa última canción echa luz sobre el resto de las canciones, que parecen canciones de amor, pero que son baladas románticas a favor del caos y la catástrofe, por ejemplo la letra del tema siete “contá conmigo”, que dice: “Podrás hacer un hueco de luz para llegar a casa / esconderte del sol / para lo que me necesites, contá conmigo”; o el estribillo, semi siniestro, del tema trece: “si se cae todo a pedazos / estaremos ahí / susurrándote el mensaje secreto”, o el solo de guitarra del meloso tema nueve, que cita sinfónicamente a “The End” de los Doors.

La banda tendrá dos discos sumamente exitosos pero se disolverá por motivos políticos durante 2020: el apoyo de uno de los miembros a los partidarios de la desaparición de Oceanía, la conversión al ultracatolicismo del cuarto miembro, nada menos que la primera travesti en la historia de las boysband y quien abogaba, años antes, por la destrucción del humanismo empresarial.

En 2026, el año más caluroso en la historia de la faz de la tierra, cuando los miembros de “Ansiedad por la catástrofe” parecen olvidados, comidos por la marea de la época y del caos,

aparecerá un tercer disco: en la tapa son ocho miembros, en las notas periodísticas confiesan que todos tenían gemelos. El disco es doble. Una parte se llama “La construcción”, el otro “Antes de que se acabe el fin”. Uno de los dos discos es lamentable. El otro solo es un disco más. Los pocos shows donde toca la banda completa son a la vez épicos, monstruosos y deprimentes: cada miembro y su gemelo cantan distinto, y no hay armonía, y ni siquiera música, y se toquetean uno con el otro como si realmente, esta vez, estuvieran queriendo decir algo.

Referencias bibliográficas: Natale, Pablo (S/D) revista digital penúltima: “Ejercicio 6: Sin personaje o «la canción de las tazas»”. Recuperado el 9/11/2017 de: http://revistapenultima.com/ejercicio-6-sin-personaje-la-cancion-las-tazas-relato-ineditopablo-natale “Ejercicio 29: con curva climática”. Recuperado el 9/11/2017 de: http://revistapenultima.com/ejercicio-29-con-curva-climatica-pablo-natale “Ejercicio 33: con boyband”. Recuperado el 9/11/2017 de: http://revistapenultima.com/ejercicio-33-con-boyband-relato-inedito-de-pablo-natale

Arturo Orgaz

Arturo Orgaz fue un renombrado escritor y ensayista cordobés. Nació en Córdoba en 1890 y falleció en 1955. Abogado de profesión, desempeñó una importante labor intelectual, cultural y pedagógica no sólo en Córdoba, sino también a nivel nacional. Su producción literaria, poco leída, se inicia en 1912 con un poemario titulado: Las barcas del ensueño.

Incursiona también en la narrativa con los siguientes títulos: De buen humor (cuentos, 1913), Cosas del amor y la fe (novela de costumbres, 1916) y La huelga de las ideas (1928). Tuvo una importante militancia dentro del Socialismo cordobés y fue un referente indiscutido de la Reforma Universitaria, en 1918.

Como ocurre con otros escritores reformistas, su obra literaria ha sido poco trabajada por la crítica y ha ocupado una posición marginal dentro de su proyecto intelectual, si se compara con su abultada producción periodística, política y jurídica.

Sin embargo, su obra literaria reactualiza desde otras perspectivas, las ideas y valores fundamentales del discurso liberal reformista, y lo hace particularmente, apelando al humor y a la alegoría. Desde un posicionamiento político heterodoxo y progresista, sus relatos discuten prácticas y valores de la sociedad burguesa, apelando a diversos recursos de comicidad: la construcción del ridículo, lo grotesco, la burla, la parodia, la sátira e ironía. El humor se instrumenta como recurso para generar rupturas con respecto a lo establecido y desplegar un pensamiento reformista.

“La libertad”, título del relato que hemos seleccionado, está incluido en la antología La huelga de las ideas, ya mencionada, y reproduce desde un discurso alegórico, la tensión entre la opresión y la libertad. La representación de una situación concreta de la vida cotidiana, en este caso, la explosión de un neumático como consecuencia de la opresión que experimenta la masa de aire en su interior, postula en términos simbólicos las luchas colectivas por la libertad, y ratifica de este modo, la identidad liberal, progresista y democrática del pensamiento reformista. La alegoría, además, responde a un fin pedagógico ya que permite la materialización de valores e ideas abstractas que procuran ser aprehendidos por el pueblo.

Gabriela Boldini

La libertad En un taller de reparaciones automovilísticas, estaba internado un viejo y maltrecho automóvil que conocía desde el deleite del vértigo hasta la repentina impotencia de su alma deficiente. Era el mayor de los coches allí depositados y parecía presidir una asamblea de monstruos catalépticos.

Era alta noche y, de seguro, duendes risueños hacían rechinar los hierros y hasta resonar tímidamente la bocina acatarrada. Por una de las vidrieras del salón, penetraba un rayo de luna que iba a besar el parabrisas, lo que al automóvil no lo conmovía en manera alguna. En derredor había agitación extraña, movimientos súbitos, ruidos misteriosos... Y el caso era, por cierto, bien singular. La rueda delantera de la derecha, concentraba la atención del resto del coche y de las piezas de los demás automóviles inmediatos. Se libraba un duelo dialéctico entre el neumático y la masa de aire contenida por él. Era un espectáculo edificante y patético, digno de aquel ambiente rígido, fuerte y mecánico. Se trataba, precisamente, de la mecánica de la libertad, problema al alcance de los automóviles y de los demagogos.

— Ya te he dicho, — exclamó iracunda la masa de aire — que no puedo tolerar tu opresión: soy aire, soy naturalmente libre y expansivo, soy naturalmente morador de alturas, soy la libertad misma...

— El hombre me ha hecho para contenerte — repuso sin molestia aparente el neumático.

— ¡Me torturas, me ahogas, me humillas! — insistió el aire.

— Díselo a nuestro amo, el hombre; él te liberará si se apiada, aunque tengo para mí que hay muchos hombres que se quejan como tú, de ser oprimidos, y nadie los escucha. Dentro de mí te sientes a tí mismo; libre, serías difuso; vago; no puedes negar que te doy forma y personalidad...

— Prefiero ser libre... ¿No conoces ese dicho: “libre como el aire”?

— Sí, es una tontería que dicen los hombres para hacer comprender que la libertad no es cosa de ellos... En realidad podría cambiarse la expresión por ésta: “libre como un neumático”. Así me place.

—Tú estás hecho para la esclavitud, eres un artificio; yo soy naturaleza pura, soy soplo del infinito, soy aliento de dioses...

—Lo que me parece — dijo socarrón el neumático—es que antes de ahora debes haber vivido en los pulmones de algún poeta suburbano... Bien — continuó — hablemos en serio; no afirmes tanto tu libertad; hay muchas cosas naturalmente libres que desde antiguo se tienen aprisionadas. Y en cuanto a mí, comprende que vivo precisamente por llevarte dentro. Tu libertad sería mi muerte...

—Tu vida es mi muerte, asimismo… Hazte un cuerpo de goma, pero déjame...

—Resígnate, resígnate — aconsejó el neumático.

— ¡Jamás! — rugió el aire — ¡Te haré estallar!... Hubo un estremecimiento de curiosidad en los hierros y una dilatación de ansiedad en los neumáticos circundantes.

Comenzó la masa de aire a ejercitar su fuerza expansiva, y el neumático a presionar implacablemente. A cada desesperado esfuerzo de aquélla se sucedía un formidable ímpetu de éste. Parecía increíble que en aquel estrecho campo, en aquella pequeñísima esfera, pudiera reproducirse la tragedia de los hombres opresores frente a los hombres oprimidos, la tragedia de los conservadores frente a los revolucionarios, la tragedia de la vida liberticida frente a la vida libertaria.

— Eres implacable — gimió el aire sin abandonar su intento—pero te venceré; te espera el destino fatal de los tiranos...

— ¡Te aniquilaré, te estrangularé! — vociferó a su turno el neumático, congestionado.

Prosiguió la porfía, desesperada, mortal. Comenzaba a insinuarse el alba, cuando de improviso estalló en el silencio un alarmante ruido.

Acudió el dueño del taller, encogido y somnoliento, munido de una linterna eléctrica. E1 neumático estaba flácido, herido por un agujero... La masa de aire, presurosa, escapaba por la chimenea como una invisible legión de la libertad triunfante.

El dueño del taller, hombre incomprensivo, hombre mecanizado por el contagio férreo, regresó a su alcoba. La mujer, azorada, iba a interrogarlo.

— Nada; un neumático; — dijo aquél con acento fatigado — pensé en ladrones...

He ahí cómo las cosas habían producido un acontecimiento profundamente humano, en tanto que un hombre había actuado con la pasividad de una cosa. Ese hombre era capaz de comprender su ansia personal de libertad, pero era totalmente extraño a la expresión cósmica de la libertad, fuente eterna de luchas más bellas que nuestras mezquinas luchas de hambres y lujurias, groseras y criminales.

Referencia bibliográfica: Orgaz, Arturo (1928) La huelga de las ideas, “La libertad”, Córdoba, Argentina: Imprenta Argentina.

Estela Smania

El lenguaje de los cuentos de Estela Smania es el de la intimidad y la sutileza, y este cuento lo confirma línea a línea. Y la intimidad aquí se constituye desde el recuerdo. Aquí narra una mujer, que recuerda su infancia a partir de una llamada telefónica de una tía, Roberta, quien le cuenta que otra tía, Kela, ha fallecido. Y entonces, a partir de que la narradora, sobrina, no ha visto a Kela desde el año 1955, cuando se produjo aquel golpe de estado que derrocó al peronismo, leemos y casi oímos como se reconstruyen, fragmentariamente, las reuniones familiares de su infancia y distintas escenas de su niñez, cuando Kela de a poco, por una gran pena, se va volviendo un fantasma en la gran casa de familia. Me gusta este cuento por la forma elegante de contar esta historia íntima y de parientes y porque a partir de esos recuerdos, situaciones históricas y culturales son percibidas, sentidas casi, desde otro lado: la muerte de Eva Perón que hace renacer la tensión en un encuentro familiar, o cómo el imaginario del cine –en particular de Hollywood- de los ´50 modelaba el deseo de muchos y muchas (“Yo deseaba con toda mi alma que el hombre a quien la tía Kela amaba, fuera hermoso como Clarke Gable, valiente como Errol Flynn, recio como Humphrey Bogart…”). Pero como ustedes, queridos lectores, posiblemente imaginen, aquí no se agota la cosa, porque si no: ¿Por qué titularse “Secretos”? Un título siempre aporta claves, y en general el título de un buen cuento también forma parte de la intriga y de lo que sugiere la historia que leemos. ¿Ha sido David Finkelberg aquel amor imposible de Kela? ¿Finalmente huyó con él y esto hizo que no se hablara más de ella en la casa? Estela Smania, narradora y poeta nacida en Entre Ríos pero residente en Córdoba capital, ha publicado una vasta obra dedicada a niños y jóvenes (Día de visitas, Cambalache, La noche de los ruidos, Pido gancho I y II, Historia de un girasol inquieto). “Secretos” forma parte de su libro Triste Eros (Córdoba, Alción Editora, 2003).

Jorge Bracamonte

Referencia bibliográfica: Smania, Estela (2003) Triste Eros, “Secretos”. Córdoba, Argentina: Alción Editora.

Nelson Specchia

Cuando yo era chico, solía ir a visitar a mi abuela materna y parte de mis parientes, quienes vivían en un modesto campo entre la zona de Deán Funes y la zona de Tulumba, en el norte de nuestra provincia de Córdoba. Pero yendo más allá en el tiempo, nací en Deán Funes y viví los tres primeros años de mi vida allí cerca. Cerros, lomas, montes entre verdes y amarillos donde suele abundar el espinillo, un paisaje agreste por pedregoso con rincones de cierta belleza, con campos a veces buenos para la siembra y a veces para el pastoreo de animales. Un par de localidades de esa zona del norte cordobés se llaman Las Peñas y Macha.

Leer este cuento de Nelson Specchia –“El arcón de Paco Montilla”, con una historia localizada en parte en Macha y donde asimismo se menciona Las Peñas-, no deja de traerme resonancias de aquellos recuerdos del norte cordobés de mi infancia. Sin dudas que, en parte, esto influye en que el relato me guste. Es muy lindo que un texto también nos traiga alguna resonancia, algún eco muy personal. Pero, por supuesto, esto no basta para explicar por qué este cuento me resulta interesante. Sobre todo me gusta por la extraña historia que se cuenta, por incluir tantos elementos sorprendentes, insólitos, en muy pocas páginas. Aquí se cuenta la historia de un bisabuelo, español murciano criado iniciática y extrañamente por gitanos. Se alude a la emigración de su familia a Argentina, tras la Guerra Civil Española. Se refiere a extraños conocimientos, pero igualmente se alude al fatídico año 1976 en el país, a un padre que ya no está para recibir a un hijo que va a nacer y cómo la sombra de aquel Brujo vuelve desde el fondo del tiempo. Todo esto en muy pocas páginas. Nelson Specchia (1964) es politólogo, escritor y periodista, residente en Córdoba, y este cuento pertenece a su libro La cena de Electra (Buenos Aires, Edhasa, 2016).

Jorge Bracamonte

Referencia bibliográfica: Specchia, Nelson (2016) La cena de Electra, “El arcón de Paco Montilla”. Buenos Aires, Argentina: Edhasa.

Perla Suez

“Siempre, la nieve”, de Perla Suez, con ilustraciones de Pablo Larsen, es la primera parte de una novela breve -Un golpe de buena suerte (2005)- de la autora, pero que quizá también se podría leer de manera independiente ya que a la vez sugiere, desde su sencilla fábula, algunas de las líneas del complejo mundo literario de Suez y además cuenta una historia en sí misma.

Aquí aparece Aczel, tanto como niño y como joven, que ha nacido en una aldea cerca de Odessa, en el Mar Negro, en Rusia. Aczel ha aprendido y continuado el oficio de su padre: el trabajo de pescador. En este contexto de modo de vida y oficio de gente de pueblo, de gente humilde, donde el relato se centra sobre todo en el protagonista y sus relaciones afectivas del entorno, la habilidad de la narradora a la vez acerca noticias de las condiciones históricas: “En épocas de zares las penurias aumentaban, pero el pescador se defendía pescando arenques y vendiéndolos en el mercado”. O también: “El zar había reprimido a los obreros del puerto de Odessa; muchos amigos de su padre murieron y la tristeza embargaba a todos”. Y luego ya vendrán las peripecias de un Aczel joven; peripecias que debe realizar por diferentes ciudades europeas tras una frustración matrimonial.

Como ya dije, “Siempre, la nieve” es la primera parte de una novela breve -la segunda parte se titula “Un golpe de buena suerte”, como el título general del libro-, narración destinada sobre todo a un público infantil y juvenil, pero que asimismo puede ser leída en relación a la denominada -si queremos- “literatura para adultos” de Suez (con lo pertinentes y a la vez relativas que son aquellas clasificaciones a la hora de leer). En “Siempre, la nieve” aparece la cultura judía, en un marco intercultural e histórico que se sugiere complejo, matizado, atractivo y que está atravesado por varios conflictos. Y está la perspectiva de contar los sucesos desde las ópticas y vivencias de niños o jóvenes, algo recurrente y muy logrado en los más diversos relatos de la escritora. Por supuesto, tal como queda el final de esta narración que he elegido, podría invitar a que los lectores busquen su continuación, su segunda parte, y/o imaginen como podría seguir la historia.

La escritura de Perla Suez se ha vuelto una referencia insoslayable de la literatura cordobesa en el marco de las más diversas literaturas y a nivel internacional, tanto en lo referente a Literatura infantil y juvenil como en relación a narrativa en general. Aquí he optado por incluir este relato, ya que su producción predominante en la denominada “literatura para adultos” es novelística. Entre otras varias distinciones, recibió el Premio Nacional -categoría novela- y fue finalista del Premio Internacional Rómulo Gallegos. Entre sus títulos cabe mencionar: Dimitri en la tormenta, Memorias de Vladimir, Los tres pajaritos, El hombrecito de polvo, Letargo, El arresto, Complot, La pasajera, Humo rojo, El país del diablo.

Jorge Bracamonte

Referencia bibliográfica: Suez, Perla (2005) Un golpe de buena suerte , “Siempre la nieve”. Buenos Aires, Argentina: e.d.b.

Hern

Án Tejerina

El escritor Hernán Tejerina (Corrientes, 1972) vivió parte de su niñez en Bell Ville y luego se trasladó a la ciudad de Córdoba. El cuento que presentamos aquí forma parte del volumen El aparecido (2008, Córdoba, Emcor) que obtuvo el Premio Municipal Luis de Tejeda en 2007.

“Con una prosa evanescente, Tejerina construye cuentos que escarban en la médula de ciertas palabras: violencia, acción, desentendimiento. Da la sensación de que el autor cerró a tiempo cada relato (breves todos ellos) y decidió terminarlo en la disyuntiva planteada en casi todos: la confrontación de la acción con la teoría, la organización buscada y el azar, los destinos inmensos pero no registrados.” (Nicolás Jozami, extraído de “Una lupa incómoda”, en El lince miope, blog, 22 de noviembre de 2011) Ha publicado además La lengua de los gorilas y Gramática y homicidio.

Pablo Heredia

Referencia bibliográfica: Tejerina, Hernán (2008) El aparecido, “El buen ladrón”. Córdoba, Argentina: Emcor.

David Voloj

Gran parte de las historias que en literatura se cuentan tratan de vidas de familia. A veces nos pueden resultar como espejos que reflejan en parte cosas similares que nos han ocurrido en nuestra propia vida familiar, pero en otras ocasiones son historias muy poco parecidas a las nuestras y a las de nuestra parentela. Y sin embargo algo en ellas nos atrae. A veces son fábulas de familias aparentemente tranquilas, armónicas, pero donde de repente sucede algo inesperado que puede ser asimismo amenazante. En otras ocasiones, como en este cuento “Gente con problemas” de David Voloj (Córdoba, 1980) la vida familiar que aparece desde el principio es problemática, conflictiva, pero porque algunos de sus miembros están enfermos y esto, por supuesto, afecta a todos. “En mi familia se hablaba poco, no porque hubiese tabúes ni nada parecido sino porque papá era autista y ese desorden no favorecía el diálogo”. Y así, después de este comienzo y con mucha agilidad y un tono para nada dramático que nos envuelve, se nos cuenta qué ocurre con su esposa, su hijo, el abuelo y ese perro, Capitán, protagonista tan importante como los otros. Además este relato es un cuento de Navidad. ¿Y a quién no le gusta leer un cuento navideño pero que sea algo extraño y por eso mismo novedoso? Licenciado en Letras, David Voloj vive en Córdoba. Ha publicado Letras modernas (2008) y Asuntos internos (2011), que incluye este cuento “Gente con problemas”.

Jorge Bracamonte

Gente con problemas 1 En mi familia se hablaba poco, no porque hubiese tabúes ni nada parecido sino porque papá era autista y ese desorden no favorecía el diálogo.

A mí me costaba entender la situación y aceptar que de un momento a otro se le apagara el cerebro. Pero era así. Papá partía de viaje a la dimensión desconocida sin avisarnos. Nos dejaba su cuerpo en consignación, inerte, la mirada fija en un punto incierto del horizonte, la mano extendida a media asta, la boca abierta. Él no tenía la culpa, el problema lo excedía y, como rechazaba el tratamiento, cada avance era en realidad un retroceso. El equipo médico hablaba de varias enfermedades: autismo, síndrome de Asperger, depresión melancólica, demencia. Como les costaba dar en la tecla, nos sugirieron llevarlo a una clínica especializada en trastornos para continuar con la terapia, pero mamá se negó a firmar los papeles de la internación. Dijo que ella iba a cuidarlo, que ella misma iba a hacerse responsable de su integridad física y mental porque cualquier drama se podía solucionar con un poco de afecto.

Papá pasaba la mayor parte del día en el patio de invierno. Antes de enfermarse había trabajado en un vivero y ahora se entretenía removiendo la tierra. Le gustaba lustrar las hojas de las plantas, rociar las flores con fertilizante, quitar los pétalos ajados, matar hormigas, vaquitas de San Antonio, pulgones. Con las hormigas negras se ensañaba particularmente; las seguía con la mirada desde que aparecían por la boca del hormiguero, después les cercaba el camino con la palma de la mano y las partía al medio con una uña. Era un espectáculo bastante triste de contemplar; los bichitos se retorcían, giraban con la ayuda de las antenitas y trataban de encontrar la parte mutilada, su otra mitad.

A mamá tanto silencio le resultaba insoportable. Como apenas salía de la casa y las amigas nunca iban de visita, hablaba sola. Tenía mucha vida interior; hablaba y hablaba y nunca se aburría. Yo la veía mover los labios mientras baldeaba los pisos o planchaba la ropa. Debía ingeniárselas para entretenerse, así que encendía el televisor desde la siesta hasta el anochecer. Hacía zapping y luego comentaba las novelas, analizaba las novedades de la farándula, comparaba las ventajas de los productos de limpieza que aparecían en las publicidades. Tenía una envidiable capacidad de saltar de un asunto a otro. En sus interminables monólogos podía darse la razón, contradecirse, enojarse consigo misma.

Mamá disfrutaba de la rutina. Siempre usaba su viejo delantal de cocina bordado al crochet, el pañuelo de gasa atado al pelo, unos guantes de goma amarillos con olor a menudos de pollo.

Los días pasaban y pasaban y ella hacía las mismas tareas de la casa sin cuestionarse el porqué de las cosas. Cuando yo regresaba de clases me preguntaba cómo me había ido en la escuela, si me gustaba alguna chica. Pero antes de que pudiera responderle me interrumpía diciendo qué lindo o mirá vos y me mandaba a hacer las compras.

—Volvé rapidito —insistía al darme la lista de cosas que debía traer, lo cual limitaba mis posibilidades de diálogo con el almacenero. Apenas si nos dábamos el saludo y las gracias.

A mí en la escuela me tenían por callado. Y con razón. El Normal estaba lleno de chicos crueles que se reían de los defectos ajenos. Decían que papá necesitaba un cambio de pilas, que mamá no jugaba con todos los jugadores. Con esa clase de gente resultaba imposible hablar; además, los profesores nunca ponían límites y hasta festejaban los chistes.

Por eso, de chico, mi única compañía era Capitán. Él me escuchaba, me entendía, me acompañaba. Capitán era un dogo corpulento que un buen día apareció en el baldío, al lado de casa y, desde cachorrito, ocupaba la vacante de hermano menor. Se portaba bien. Si me veía medio triste empezaba a saltar, me lamía la cara, me arrastraba del pantalón para jugar. Yo sabía cuándo necesitaba ir de paseo, por qué rompía las sábanas colgadas, dónde enterraba los gatos que descuartizaba por la noche. Si papá quería darle de comer y, como de costumbre, se

tildaba, Capitán empezaba a llorar. Un perrazo. Jamás le tiró un tarascón, aunque papá tuviese un jugoso pedazo de carne en la mano.

2 En casa podía fallar la comunicación, pero existían otras cosas para divertirse. Nos gustaban las fiestas, por ejemplo. Cualquier fecha, desde los cumpleaños hasta el aniversario de un diente caído, era motivo de celebración. Mamá tenía especial devoción por la Navidad.

A principios de noviembre sacaba las cajas con los adornos y decoraba el living con guirnaldas rojas, verdes, láminas con la imagen de Papá Noel, campanitas bañadas con nieve artificial. A mí me tocaban el arbolito y el pesebre. Con témpera y acuarelas pintaba las manchas de humedad de las bolas, pegaba las alas rotas de los angelitos con engrudo.

Papá nos miraba trabajar sin decir una palabra.

Cada tanto, mamá nos sacaba fotos con la Polaroid. A ella le gustaba que la gente saliera natural, espontánea. Si al revelar una foto notaba que alguien había sonreído o posado, la rompía; detestaba cuando las personas fingían para el flash. De allí que en los retratos yo aparezca con una mirada entre seria y amargada, y papá con la cabeza cortada o mirando para otro lado.

Quien la pasaba mal en las vísperas de Navidad era Capitán. Los petardos y las bombas de estruendo lo enloquecían. Nadie podía acercársele a menos de dos metros. Debe haber tenido los oídos sensibles porque ladraba y ladraba, se golpeaba la cabeza contra la pared, se sacudía para todas partes y después volvía a ladrar. Temíamos que le diera un ataque al corazón, aunque más miedo nos daba que cortara la cadena y se escapara.

Una Navidad cenamos con el abuelo. Al terminar salimos a la calle y miramos el cielo, pero los fuegos artificiales se hacían esperar. Después de un rato nos cansamos de tener la cabeza levantada para nada y volvimos adentro.

Como en casa se acostumbraba cenar a las ocho en punto, aún faltaba bastante para los regalos. Nos reunimos a esperar la medianoche alrededor del pesebre. El abuelo me regaló unas monedas para la alcancía y amagó con marcharse, pero mamá puso mala cara y lo obligó a quedarse con nosotros. Yo me moría de los nervios. Estaba ansioso por el magnífico monopatín cromado que había pedido. Tanto esfuerzo para conseguir los excelentes de la libreta me aseguraba el regalo.

En la radio pasaban villancicos. El locutor simulaba una entrevista con Papá Noel. Mamá se frotaba las manos, me miraba como si yo aún no supiese que Papá Noel son los padres.

—¡Qué año este! —dijo después.

—Sí —respondió el abuelo.

—Sí, ¿no? ¡Qué año!

—Sí. —Y sí… ¡Qué se le va a hacer!

—¡Qué se le va a hacer!

Papá comía pasas de uva. Estaba recostado en el piso, con la cabeza apoyada en uno de los almohadones. Llevaba puestos una camiseta sin mangas, pantalones de vestir y un par de chinelas remendadas con alambre. Miraba las lamparitas del árbol que se prendían y se apagaban y se volvían a prender. Después de un rato, cambiaba de posición. Cuando roncaba, yo chasqueaba los dedos para despertarlo; entonces se desperezaba y volvía a concentrarse en las luces. En determinado momento, abrió la boca y levantó una mano. Se hizo un silencio.

Todos lo miramos, a la expectativa. Pero no dijo nada; tuvo un acceso de tos y escupió en el pañuelo.

—¿Qué hora es? —preguntó el abuelo.

—Las diez y cinco —dijo mamá.

—Faltan dos horas.

—Cómo se pasa el tiempo...

—Sí, cómo se pasa...

—Rápido...

—Sí...

—¡Qué cosa!

Yo fui a la cocina a buscar una botella de ananá fizz. Escondía las manos en los bolsillos para no mirar el reloj. Por la calle, las motos hacían picadas, levantaban tierra. Si hubiese tenido mi monopatín cromado, el monopatín que salía en las publicidades de la Billiken, también habría salido a hacer picadas, güilis, y hasta me hubiese animado a andar con una sola mano.

—Tranquilo —me dije al abrir la puerta del congelador—. Falta menos.

3 Mis recuerdos se parecen a las matrioshkas, a las mamuschkas, esas muñecas rusas que traen otras adentro. Mamá tenía un juego en la cómoda. Al principio, las muñecas parecen lindas y nada indica que las siguientes vayan a ser muy distintas que digamos. Pero si uno las observa bien, reparando en los detalles, puede notar que la más pequeña tiene algo intimidante: las pinceladas se tornan imperfectas, los ojos se hacen bizcos, un rictus diabólico aparece en la sonrisa. Como mis recuerdos.

Aquella Navidad, el locutor anunció la medianoche a los gritos. Nadie se animó a confesar que nos habíamos quedado dormidos. Después de brindar, comimos turrón con maní. Mamá había gastado todo el papel fotográfico de la Polaroid, pero igualmente hacía destellos para recrear el ambiente.

Al pie del árbol estaban los regalos. El paquete con mi nombre resultó tener poco de monopatín cromado y mucho de pulóver escote en V, tejido a dos agujas. Me quedaba holgado, pero mamá dijo que justamente lo había hecho hacer así para que pudiera usarlo en invierno. Papá recibió su saco de paño gris dentro de la bolsa de la tintorería, el abuelo se quedó sin nada porque ya estaba grande y mamá, al abrir el suyo, trastabilló de la emoción.

Cayó encima del pesebre.

El angelito de yeso perdió un ala.

—¡La falta que me hacía! —gritó mamá desde el suelo, agitando la bolsita de hilos, agujas y dedales—. Si hasta trae el enhebrador, como en la propaganda. ¡Es practiquísimo!

Papá casi sonríe.

Luego brindamos. Por primera vez, me dejaron tomar ananá fizz.

Algo decepcionado por mi regalo, salí al patio. Capitán le ladraba a cuanta bengala volaba por el cielo, exasperado por el ruido y las luces.

El abuelo debe haber pensado que el perro saltaba para jugar. Fue una lástima porque se le acercó y, cuando estuvo a media distancia, Capitán le saltó a una pierna. Un par de tarascones le bastaron para dejarle el huesito de la tibia colgando de un tendón.

Al escuchar los gritos del abuelo, mamá vino a socorrerlo.

4 En Navidad, las operadoras de taxis descuelgan los teléfonos, no pasa un ómnibus por la calle y tampoco funcionan los servicios de emergencia. La gente que necesita trasladarse, es gente con problemas.

Así, cuando la ambulancia se dignó a llegar, el abuelo había perdido mucha sangre y estaba inconsciente. Mamá lo acompañó al hospital mientras el oficial que se quedó a averiguar qué había pasado le gritaba a papá.

—¡¿Cómo te llamás?! —le preguntaba—. ¿Me vas a decir tu nombre, qué pasó con el perro? ¿O querés pasar la noche en la comisaría?

El policía carecía de paciencia. A la novena vez que le pidió el nombre y las explicaciones del hecho, me acerqué a explicarle que papá era autista. Como desconfiaba, le mostré la historia clínica donde se detallaban sus problemas de salud.

—Bueno, nene. Perdoná —se disculpó mientras ojeaba la carpeta.

—Está bien…

—¿Y tu papá se volvió autista de grande?

—Eh… —dije.

—Una vez vi un programa, en el Discovery. Decían que esto empieza cuando son chicos.

—Ajá…

—¿Y qué piensan del perro? —me preguntó.

—Y... —dije.

—Es un peligro.

—Mmm… —Deberían sacrificarlo.

—Eh...

Aunque a mí jamás se me hubiese ocurrido matar a Capitán, me gustó conversar con el oficial.

Cuando el patrullero se retiró, cerré con llave y acomodé un poco el desorden. Después me lavé los dientes, prendí la tele, la apagué porque no había nada interesante y me fui a acostar.

Entonces, como si fuese un sueño o parte de un sueño, papá entró a mi habitación. Se acercó despacio, tratando de no hacer ruido, esquivando los soldaditos de plástico atrincherados alrededor de mi cama. Yo aún estaba despierto, de modo que mis ilusiones se renovaron. En un abrir y cerrar de ojos, creí ver una rueda y hasta el manubrio cromado de mi monopatín.

Pero lo que pasó fue más extraño.

—Felicidades —susurró.

Después, papá me dio un beso en la frente, me cubrió con las sábanas y salió de la pieza sonriendo, como si algo importante hubiese sucedido, como si desde ese momento las cosas fueran a cambiar.

Referencia bibliográfica: Voloj, David (2011) Asuntos internos, “Gente con problemas”. Córdoba, Argentina: Raíz de Dos.

Iv

Án Wielikosielek

Iván Wielikosielek nació en Ballesteros, provincia de Córdoba, en 1971. Actualmente, reside en la ciudad de Villa María. Escribe cuentos y poemas. Entre sus títulos más importantes se destacan: Almas mediterráneas (relatos, 1995), Desarmadero de Hombres (relatos, 1997), Ex (aguafuertes, 2001), Peste del Sur (poemas, 1996), Gatos de Nínive (poemas, 2014), entre otros.

Sus relatos centran la atención en la construcción del espacio urbano y la marginalidad.

Podrían ser calificados como "aguafuertes", al estilo artliano, en los que se representa la imagen de una ciudad bizarra, donde desfilan “hombres orilla”: prostitutas, maricas, travestís, escritores bohemios, sujetos desterrados, entre otros. Dicho espacio se configura como un ámbito "babilónico" y laberíntico, de extravío existencial, en donde los personajes desterrados deambulan en soledad, buscando un centro para sus vidas. Daniel Moyano, junto con Roberto Arlt y Charles Bukowsky, parecen ser los referentes de la totalidad de su obra, en donde el desencanto, la espera, la postergación, el desarraigo, la marginalidad, la orfandad y el sentimiento de fracaso inevitable, configuran los ejes centrales de su temática.

Los textos de Iván Wielikosielek indagan en las problemáticas existenciales del hombre moderno y postulan una mirada crítica de la modernidad, fundamentalmente a través de la representación de un espacio urbano abyecto que aliena al ser humano. La ciudad va desarmando, destrozando poco a poco a quienes creen encontrar en ella una salvación.

“Desarmadero de hombres”, el relato que hemos seleccionado, está incluido en la Antología que lleva el mismo nombre. La ciudad se representa en un sentido alegórico como una gran maquinaria que “tritura” al ser humano y los despoja de identidad. Además, desde un sentido político, el texto cuestiona la cultura neoliberal, globalizada y mercantilizada de la década del 90 que ha conducido a la pobreza, la exclusión social, la negación de la historia y las tradiciones.

Iván Wielikosielek desarrolla un proyecto creador en el que la escritura se asume como una práctica vital, compulsiva y catártica, que se alimenta solamente del pulso vital. Desde un posicionamiento anti-intelectualista que lo liga una vez más con Roberto Arlt, interpreta que todo escritor debe obrar, vivir, ser sincero y recordar que en los libros no encontrará ningún tipo de respuesta para comprender la vida. Este escritor “flaneur” parece referirnos con su obra que es preciso mirar la vida sin prejuicios, desde otras orillas y con sensibilidad social.

Gabriela Boldini

Desarmadero de hombres "tan sólo viviremos con estos hombres" de un poema de Alberto E. Mazzocchi poeta cordobés (1937-1960) Quizás suceda que envejecí demasiado rápido; o quizás algo más triste aún; que me he estancado espiritualmente desde hace años. De todos modos, siento cómo en todo este tiempo de chatura algo profundamente religioso se ha ido muriendo día a día en mí hasta convertirme en una criatura insensible, quebrada, perdida; una de las tantas almas que se mueven sin rumbo ni destino por esta ciudad.

Camino por la ciudad. Tengo ansias de morir en un callejón oscuro, un gusto a podrido en la boca. Transpiro como un perro y mis ojos no dejan de perderse en la inmensidad cuando miro la ciudad hundida en un pozo desde lo alto de la Avenida Sabattini, acodado en la baranda delata anaranjada de un viejo puente bajo el cual pasaba el tren. ¿Cuándo empezó todo esto?... ¡¡¡¿Cuánto hace que me he convertido en un vagabundo que anda desesperado por la ciudad?!!! ...¿Acaso tres, cuatro, cinco años?... No sé, no me he visto caminar ni he contado el tiempo. ¿Sirve acaso de algo contar el tiempo? La vida no es más que un mismo y único día, infame e interminable. Bien que a eso lo sabemos todos. Y sin embargo no me explico por qué tengo el corazón hinchado de odio como un escuerzo, por qué este gusto a podrido en la boca, por qué estas ansias de morir en algún callejón oscuro y si fuera posible, vomitando.

En el fondo, 1o que quiero no es morir, tan sólo podrirme en esta pieza de club, no estar ahí... ¡no estar ahí!... ¿A dónde quiero estar?... Sólo cinco kilómetros me separan de "casa" y del centro de la ciudad, y siempre voy por Avenida Sabattini, plagada de colectivos ochenta que transportan de la periferia al centro y del centro a la periferia a toda esa multitud de hombres amargados, de gente pobre de los barrios del Este en donde vivo.

Todo lo demás es niebla, el espectáculo cordobés por excelencia; las avenidas aceitosas, los caños de escape llenando de humo las encajonadas calles, la gente desesperada que no sabe qué hacer con sus vidas mientras en el centro, en el absurdo teatro y en esa universidad de mampostería, la gente que vive en una cápsula de cristal sale y entra a cursos, aulas y salones perfumados los cabellos y los cuerpos, y dicen que la ciudad es hermosa cuando hablan a los demás o cuando les escriben a sus papis que les alquilan un departamento en Nueva Córdoba. Este es "nuestro estilo”. Ningún cordobés se enorgullece de esto. Acá la gente que pierde está aplacada. ¿De dónde me viene entonces esta furia? Por lo demás, sé que va a durarme poco. ¿Será quizás resentimiento de perder ante un rival tan mediocre como lo es esta sociedad hecha de delincuentes, empresarios burgueses y cagatintas?

Camino por la ciudad y tengo ansias, nada más que ansias. Pero esto dura muy poco, mientras estoy lúcido y tengo energías. Lo demás es el mismo día alargado y yo, uno más que vuelve cansado; uno más de esos hombres de ojos vacíos que mira, que desea con apaleada desesperación, que no tiene fuerzas, mientras su cuerpo se desliza dentro de un colectivo infame rumbo a su piojera.

Y yo… ¿qué mierda tenía en el sentimiento que hasta ahora me estuve pudriendo acá? Y la ciudad… ¿a quién le dio algo esta ciudad? ¿Por qué todos esos tipos en la medianoche desarmando sus cuerpos, desarmando sus almas, desarmando sus partes?

Acá está, es la noche la que ha bajado una vez más hasta nosotros. Nunca tuvimos demasiado. Esta ciudad que hasta hace veinte años era una tranquila urbe provinciana de "pujanza y de progreso" (cosa horrorosa), hoy es un hormiguero en donde hierve la violencia y la putrefacción de las familias. Hoy es una buena Chacarita de tipos tirados; un shopping asqueroso en donde se puede comprar empaquetada la carne descuartizada de a pedazos, de acuerdo a la ley de la oferta y la demanda que todo lo rige; donde se puede comprar el ano de

más de cien travestis cada noche, o la pequeña vagina de una muchacha de quince años en más de cien esquinas cada noche; en donde se puede caer de boca, vomitando en los bordes de la ciudad y en donde la desesperación humana no descansa acostada en un mullido sillón. Acá está la ciudad, para que vengan los nenitos bien de afuera a forjarse un porvenir y luego vuelvan a sus ciudades y a sus pueblos o sigan viviendo aquí a expensas de lo que siempre se vivió: del trabajo en bruto, de los empleados de Cliva que recogen la basura que ellos tiran, de los vendedores de diario que los informan y conectan con el mundo con frío o con lluvia pudriéndose a la intemperie o en el interior de los kioscos de latas, como conservadoras.

Todo, mientras dos o tres licenciaditos redactan las noticias en el diario pequeño burgués de la ciudad para que otros pequeños burgueses bien acolchados y acicalados como morsas lean lo de siempre: "en esta ciudad no pasa nada”. Para que varios capitalistas vengan aquí a instalar sus Unicenters o sus Hipermercados y a prosperar a costilla de lo que siempre se prosperó. A costilla de varios empleados con un sueldo de 300 pesos mensuales sin aguinaldo ni vacaciones, trabajando de diez a doce horas por día con un franco semanal los días lunes; a costilla de los kiosquitos de algún pobre tipo que tiene que cerrar porque no puede competir con los precios de estos nuevos mercados humanos. Acá está, esta es la gran ciudad a la que todos pueden venir si quieren. ¿Quieren saber qué ocurre aquí mientras tanto? Porque en estos tiempos modernos siempre se deja al "mientras tanto" esperando sentado. Y ese "mientras tanto" es la vida del ochenta por ciento de la ciudad; es el alma que no se puede desarrollar; son las condiciones infrahumanas de vida en las que ese ochenta por ciento de la ciudad vive; el ochenta por ciento de esta ciudad cuyas almas aún esperan sentadas. Y ese "mientras tanto" también son las faltas de posibilidades, la prostitución adolescente y la violencia infantil, los chicos aspirando pegamento en bolsas por San Juan Oeste las 24 horas; es el ochenta por ciento de esta ciudad que espera el momento de empezar a vivir como hombres enteros y no como pedazos desarmados; que espera la nueva promesa renovada acorde a los nuevos terrores y a la nueva violencia. El evangelio posmoderno que aún no fue escrito. De nada sirve ahora aquel libro viejo con palabras viejas para conjurar los viejos temores superados y no tan superados. Una nueva piel para la vieja ceremonia del terror humano.

La ciudad. Esta ciudad cambió la cara, pero no es sólo un estiramiento de piel. También cambió el alma. ¡¡¡Cuidado!!!... Cuidado si ven demasiado más de la cuenta, cuidado si cruzan el Puente Tablada a una hora no aconsejable, o si se internan demasiado en la zona de los prostíbulos a buscar algo liviano, sano esparcimiento sensorial para la carne. Cuidado si ven por casualidad a La Mujer de las Curitas que les pide plata. Cuidado si ven a los borrachos que se destruyen cada noche en las plazas sin que esto despierte en el alma la compasión y el terror. Y especialmente, si ven a uno de cara cuadrada y ojos violentos, a quien vi agonizando un día en la Plaza del Fundador porque tomaba alcohol puro.

Cuidado al entrar a esta ciudad. Los que entran y salen sin remordimientos, son los que no la vieron o los que no la quisieron ver. Centenares de adolescentes prostituyéndose a medianoche o caminando como desesperados de angustia y desolación, como lo hice yo mismo durante tantos años cuando todavía era adolescente y cuando después fui joven; como lo haré seguramente hasta terminar mis días aquí. Acá nadie se engaña. Cientos de chicos aspirando pegamento en bolsas de nailon mientras la niñez le apunta derecho al cementerio.

San Juan y Cañada. Pleno centro de la ciudad. Visitas guiadas a La Catedral, visitas por las iglesias, por la anquilosada vuelta histórica. La rueda turística. Pero esta no es una ciudad con historia humana escrita. Es una ciudad con una estúpida historia oficial de conquistadores españoles. Córdoba acaba de nacer. Córdoba no tiene 423 años. Córdoba, esta Córdoba, viola luz el día en que mataron los primeros adolescentes, el día en que violaron los primeros niños en las villas, el día en que unos cuantos periodistas de cuarta escribieronque aquí no pasaba nada, y los letrados de octava, organizaban una encuesta de escritores jóvenes preguntándoles

si creían necesaria una tradición literaria para escribir. Esta ciudad viola luz el día en que la impunidad regó la tierra de sangre inocente y al otro día, la ciudad siguió como si nada. El día en que unos policías hirieron en una pierna a Alberto E. Mazzocchi, muchacho de 22 años, poeta de la luz, que luego se descerrajó inmediatamente la tapa de los sesos, de asco quizás, porque era imposible que la luz viviera entre tantas almas en tinieblas. Y nunca nadie en esta ciudad -ni los gobernantes, ni los cómplices directos o indirectos- pidieron perdón por ese crimen. Tal vez porque hayan sabido de antemano que no había, que no podía haber perdón posible por ese, ni por ningún otro crimen o atentado contra la luz Esta es la ciudad. ¡¡¡Cuidado!!!. No es posible hacer turismo entre el desarmadero de hombres, o es en todo caso un brutal lujo romano, como comer trufas confitadas en las plateas, mientras en las gradas los leones están desangrando a un hombre. No es posible juntar plata mientras otros juntan latas. No es posible venir acá para hacerte un nombre cuando nadie sabe quién mata cada noche un pedazo más de carne humana en los niños; cuando nadie es el que saquea a los que trabajan doce horas por día. No es posible venir a forjarse un futuro aquí, cuando tantos hombres no tienen un presente. No es posible venir a labrar día a día en la universidad la placa de bronce que clavarás en la puerta de tu casa lleno de orgullo estúpido, futuro doctor o licenciado, cuando mueren tantos tipos que ni siquiera tienen una placa con sus nombres en el cementerio y son arrojados en la fosa común. No es posible oír con felicidad a los "cordobesitos" que tienen tan divertida tonada cuando con esa misma voz los "tortuguitas" que viven en las cloacas de la Cañada, con esa misma vocecita se amenazan de muerte, se juran odio y le dicen a sus noviecitas de diez años: "Y si no vení ahora che rrrreculiadasssaéta'noche te la güá'ponépo'el culo..."

No más y un poco más. No más y un poco más. Estas palabras aprenderás a decir y te dirá la ciudad cada día. No más y un poco más. Aplastando la carne humana, no podes venir a armar tu integridad en una chacharita humana. La consciencia es algo denso. No me refiero al invento mediocre de la iglesia, sino al modo en el que vas a vivir en esta ciudad, en armonía con tus semejantes. La moral de la ciudad no es la moral de la iglesia: es la moral de Cristo.

Mejor es que pensés más en esto que te digo, vos, pibe de 18 años que se viene a estudiar a Córdoba, vos, profesional recibido que viene a hacer dinero porque "Córdoba es una buena plaza" o vos, empresario, que viene a instalar su pulpo inmundo para vivir como una sanguijuela.

Cada día esta ciudad da más comechingones desesperados al mundo. Ellos siempre son los que terminan poniendo el lomo y el alma. Ellos son también los que terminan poniendo la felicidad y la angustia. Y si ustedes me necesitan, muchachos, aquí me tienen. Si lo que necesitan es un escritor tan desarmado como ustedes, acá me tienen. No es mucho lo que quizás pueda hacer por ustedes en estas condiciones de vida, no es mucho lo que quizás pueda protegerlos o defenderlos. Yo mismo estoy partido. Yo mismo estoy confundido. Aunque con la garganta rota y la sangre en el sentimiento.

Desarmadero de hombres tras la medianoche ¡¡¡¡DESARMADERO DE HOMBRES TRAS LA MEDIANOCHE!!!!

Esta ciudad cruel acaba de nacer al mundo. Córdoba es un monstruo que aún no tiene nombre, que no puede seguir llamándose Córdoba, como aquella vieja ciudad de los conquistadores. Córdoba es la bestia de las escrituras en forma de un nomenclador cartográfico, lleno de calles, manzanas y ochavas que funcionan como una máquina de picar la carne del corazón.

Cientos de sanavirones del siglo 20 y 21 nacen día a día en las casas cunas de la ciudad.

Ellos terminan haciendo una alfombra roja con su piel, tapizando el asfalto y llorando en los desfiladeros mucho más atrás de los viejos puentes de latón anaranjado de la periferia. Las mujeres que colapsan y le pegan a los niños. "Yo nunca vi en el mundo una ciudad en donde se maltratara así a los niños”, me dijo una vez un checoslovaco que conocí de casualidad. Yo

tampoco nunca vi -pensé- pero porque tampoco hasta entonces, me había interesado ver otra ciudad. Yo nunca vi que dos chicas caminen sonriendo y que mi amigo me diga: "la que te gusta a vos tiene sida" y se eche a reír.

Y esta es Córdoba, ciudad turística. Córdoba La Docta. Ciudad de mis amores, antigua y religiosa. No hay religión posible aquí y lo único antiguo son los monumentos y catedrales que huelen al sótano estancado de las almas conservadoras que dirigen los destinos de esta urbe. Córdoba de las Campanas no es un buen nombre para este nuevo monstruo que devora a sus propios hijos. Esta ciudad, esta puñetera ciudad que amo, no puede llamarse Córdoba.

Córdoba es un nombre demasiado viejo, demasiado español y lejano, demasiado hermoso para tanta angustiosa tristeza de carne masacrada que sangra moderadamente en idioma indio y de a borbotones en un lenguaje lleno de blasfemias.

No más y un poco más, te dirá nuevamente la ciudad.

“Iessssicarrrrepapudasssa la concha'e tu madre vení acá!!!!”. Esta será la maternidad de mi ciudad y no la madre que peina a la hija frente al espejo.

Desarmadero de hombres tras la medianoche. Aún no encontré un nuevo nombre para este nuevo monstruo. Y hace rato que todos aquí estamos sangrando. …………………………………………………………………………………………

Esto que va no es exactamente un hombre como tampoco lo son, las diversas formas de lo humano que van pasando ante mis ojos por el camino.

Subo por San Martín atestada de gente a las siete de la tarde rumbo a Bulevar Sarmiento.

Los puestos de mercadería en la calle. El mercado persa del tercer mundo. ¡Qué lejos se está aquí de la ciudad de las posibilidades intelectuales..!. Caminantes buscando las ofertas.

Vendedores callejeros lucrando como negros. Ventas infames de láminas. Puestos de baratijas descartables.

-“¡¡A lo ióre a lo ióre!!” - grita una mujer bastante joven y achacada ya por el trajín.

Vientre bombé inflándole el pantalón vaquero. Otra mujer de calzas flúor apretando el celulítico jamón de sus dos grandes piernas a punto de reventar la tela, pregona medias y corpiños.

Estos que están, que se aparecen ante mí, estos tampoco son hombres.

Y cuando llego a la esquina de Sarmiento, la veo a La Tetuda: una mujer retrasada que tiene seis hijos que andan tras ella todo el día, como un coro de sapitos en torno a la gran diosa de la fertilidad. Y yo siento que su leche está enferma y que los contagiará a todos sus vástagos de idiotismo. Ella tampoco es una mujer. Ella se sienta en los zócalos de las tiendas con un tarrito de leche nido y pide "una'iuda", mientras les grita a sus hijos como condenados, con un grito que me hace acordar al grito atroz de mi madre en los momentos de crisis nerviosa. Los chicos semidesnudos y con las piernas sucias miran alrededor con ojos sin estímulos cuando están quietos, pero cuando se mueven y gritan y corren, sus ojos adquieren el tinte enloquecido de los que se marean de tanto dar vueltas en círculos. Pero no son nunca ojos vivaces. Y no sé cuál de todos ellos zafará algún día, si es que lo hace. Cuál de todos ellos irá al entierro de su madre hecho un hombrecito, al entierro de la pobre Tetuda. Y yo me imagino a uno de esos niños dentro de quince años; por ejemplo al mayor, un débil y larguirucho armazón de huesos y cartílagos diciéndole a su noviecita.

-Sí... y yo... yo era el hijo de La Tetuda, de La Tetuda Piojosa como le llamaban algunas almas insensibles y pérfidas, de esa mujer sucia y deficiente que nos arruinó la vida y no nos atendía ni se molestaba por nosotros y que fumaba mientras los autos nos pasaban a medio centímetro del cuerpo, pero que de algún modo nos sostuvo... que estaba ahí, con los ojos enrojecidos por el idiotismo progresivo mientras la angustia nos atravesaba el alma como una espina. Sí, éramos yo y varios chiquitos más, mis hermanos. Dos se volvieron locos, las chicas se hicieron prostitutas y cobran 5 pesos el simple en sus casas de cartón y chapas de

una villa, y el otro, el que yo más quería, anoche le metieron un puntazo en la garganta y ya no creo que salga de esta... Y sí, yo era el hijo de La Tetuda, de esa mujer que humillándose, nos humilló a todos...

Y su primera noviecita lo mirará con espanto al muchacho, aunque quizás también conmovida. Y si lo deja o no a él, ya no le importará; a él, que ya está hecho un hombre.

Y doblar por Sarmiento es ver a un hombre de 50 años que va con una cartera rotosa y desvencijada bajo la camisa hecha un agua de la transpiración de la siesta y de las horas, buscando alguna casa de repuestos más barata; es ver a toda esa gente atestada esperando los 10 y los 90 en esas paradas infames con la avenida repleta de un humo grasiento. También en el Mercado pueden verse mujeres acomodando verduras 12 horas por día. O en el bar, a un hombre de bigotes con expresión cínica tomando una cerveza con una mujer. Al atardecer, las puertas anónimas se transformarán en las espantosas bocas ciegas de los lenocinios en donde los pobres y los muchachos de plata -estos últimos en los cabarets de 5 estrellas- pagarán su diario jornal de felicidad "echándose un polvo para que la vida valga la pena un poco más”.

Ese es el barrio en donde viven estos seres, en donde camino rumbo a mi nueva jaula que de por sí durará poco.

Algún día sé que nos veremos en otra parte y sé que le podré decir, por ejemplo, a esa chica que siempre espera clientes parada en una asquerosa puerta, sobre el puente Maipú: "¿Así que vos eras la que esperabas siempre ahí, y movías las piernas nerviosa y atraías clientes? Pero yo vi también que tenías los ojos sin vida, ni tristes ni contentos, y que eran los ojos de un animalito asustado que se gana el sustento y no los ojos de una mujer. “¿Así que vos eras esa que también vivías como yo, sólo por inercia y con las esperanzas destruidas y sin pedir más nada?”. Y ella me dirá a mí, en actitud de reconocimiento: "¿Y vos eras ese muchacho tímido que pasaba siempre con una caja, caminando nervioso o silbando destruido? ¿Ese que andaba siempre despeinado y con ropa anónima de mala marca y barba descuidada? ¿Ese que parecía medio loco si se lo miraba fijo?” ¿Y qué hemos hecho de nuestra vida allá abajo? ¿Es que acaso alguien nos condenó a lo que vivimos? O era así nomás la vida, o no éramos exactamente hombres ni mujeres, sino materia tortuosa y atormentada, materia desarmada caminando rumbo al burdel o a la cueva, viendo en el camino cómo se desgranaban muchas otrasformas de lo humano en la ciudad que estaba de este lado del río, mientras que del otro lado -en el centro con sus oficinas- lucían secretarias de esplendentes uniformes azulados, o yacían empresarios de medio pelo, vestidos de traje y corbata, que tomaban su café con edulcorante en los bares de nivel.

Pero de este lado algo se caía, toda una muchedumbre humana como un muro en demolición. Y cada uno de nosotros era un ladrillo barato, usado, que sólo servía para apoyar estantes, pero no para construir una pared de unión.

Nena, eras vos esa chica, esa chica que a veces yo deseaba, a pesar de que tu pena estaba por encima de tu sensualidad; esa mujer por la cual no obstante algunas noches me masturbaba como un buey y otras, te compadecía como un santo. Y era esa mezcla de buey masturbado y de santo con pedazos de alma humana injertadas en los músculos y en las venas y en el sentimiento, la que alguna vez trató de escribir algo por vos una noche, algo que quizás no valga demasiado la pena. ¿Y qué fue lo que hicimos de nuestra vida allá abajo? ¿Y qué hicimos de nuestra niñez?

Cuando éramos niños no había una carga; cuando éramos niños, los lenocinios no estaban abiertos a nuestros cuerpos, como ahora. Y tampoco caminaba yo como un demente por la ciudad escupiendo de rabia contra los mosaicos lustrados en las veredas de lujosas casas.

Y ese hombre que va, que se arrastra con un palo de escoba como bastón, y ese otro que espera el colectivo a quien le falta una pierna y que pide una moneda con una lata de arvejas...? ¿a quién sostiene? ¿Cuándo les darán el mazazo final para su demolición? Y este que escribe, que llega frenético a un sucucho del cual pronto lo van a desalojar porque no

puede pagar el alquiler; este que cae, que se levanta para luego volver a caer y que desea a una prostituta triste o que se asoma a su ventanal para mirar las cuatro esquinas de este barrio desolado de almas humanas; este mismo que está aquí y que a veces rasga de pena una guitarra por demás destruida; este… nunca fue exactamente un hombre. Tan sólo una integridad desarmada de antemano, un pedazo más en esta chacarita humana, uno que no se salva a sí mismo, ni salva a los demás, ni le alumbra un camino en la oscuridad a nadie. Uno que sigue viviendo sólo para escribir algo medianamente intenso y totalmente sincero. Pero que mientras tanto, anda desesperado por las calles, pegándole a las teclas de su máquina de escribir de 60 años con una violencia proporcional a la de la vida, para ver después resultados desalentadores.

Este no es un hombre, ni tampoco un escritor. Este es el que vuelve a caer una vez más, exhausto y sin vida en sus ojos, como todos los que afuera sufren. Este, que vuelve a caer una vez más por las noches.

Referencia Bibliográfica: Wielikosielek, Iván (1997) Desarmadero de Hombres, “Desarmadero de hombres”, Córdoba, Argentina: Editorial Alfa.

Lucio Yudicello

Lucio Yudicello nació en Córdoba en 1950. Exiliado durante la última dictadura militar, ha publicado numerosos cuentos y ensayos en periódicos de Argentina y revistas especializadas de España, en donde ejerció también la crítica literaria. Posee una obra literaria muy prolífica. En 1985, editó El derrumbe, y en 1991, Las Voces, dos novelas que pueden ser leídas como una unidad. También ha publicado cuatro libros de cuentos que llevan como título: La guerra invisible (1994), Los nombres de la Furia (1994), Un camino sin rumbo y con destino: antología personal (1997) y Barrio plateado (2009). Participó además, del proyecto “Decamerón Cordobés” entre los años 2006 y 2008, con la colaboración de diez cuentos. En los últimos años, publicó las novelas: El Sangrador (2006) y Judas no siempre se ahorca (2011). En cuanto a su labor ensayística y crítica, edita en 1999 un ensayo que recorre la obra literaria de Ernesto Sábato y que tiene como título: Ernesto Sábato, el revés de la utopía. Por su parte, en el año 2012, elabora una semblanza histórica del sacerdote Gabriel Brochero, en su obra: Brochero, el hombre.

La obra literaria de Lucio Yudicello está atravesada por la memoria histórica e indaga en problemáticas humanistas, en las que se reconoce la impronta existencialista de la literatura de Ernesto Sábato. Sus textos configuran al ser humano desde una perspectiva trágica: sujetos escindidos, náufragos, ciegos, abrumados por sus propias culpas y fantasmas, en un país y una sociedad esquizofrénica (la del ser y el parecer) que día a día se agrieta a través del horror, las muertes impunes, la violencia y el autoritarismo. Desde el registro de la memoria, los textos intentan hilvanar los retazos sueltos, incoherentes e inconexos de nuestra historia nacional más reciente, a fin de reconstruir una identidad individual y colectiva, dislocadas por la experiencia traumática de la última dictadura militar. También se configuran como como discursos de resistencia que denuncian y desenmascaran las "mentiras” de la historia oficial y las políticas de desmemoria.

“La perdiz”, el relato que hemos seleccionado, forma parte de la antología Los nombres de la furia. Desde la perspectiva del victimario, y mediante el recurso narrativo del monólogo interior, el cuento reconstruye la persecución policial hacia los militantes “subversivos” y establece una analogía entre dicho hostigamiento con la cacería de una perdiz. Es particularmente significativo el modo en que se construye la alteridad, desde un lugar que complejiza y problematiza posicionamientos ideológicos maniqueos. En este sentido, el protagonista se configura alternativamente como víctima y victimario, como "cazador" y como "ave cazada" por el otro, que lo interpela desde el lugar de la conciencia y la piedad.

Gabriela Boldini

La perdiz —¡Mátenlos, que no se escape ni uno! —había dicho el teniente (cara cortada a cuchillo, ojos helados en medio de la noche), porque ahora dependían de ellos, del ejército; ahora se había terminado el trabajo monótono de las seccionales: los sumarios hechos con dos dedos, las bromas con las putas de la Cañada y el robo de las arcaicas Puma o las modernas Honda, los quilombos conyugales y la pérdida de documentos o el placer de agarrar in fraganti a las parejitas en el parque. Mejor dicho, no se había acabado, pero tampoco se le daba bola. Ya no salían, salvo en estos casos; estaban casi siempre adentro, con las celdas llenas de sospechosos. Armados hasta los dientes, haciendo bromas obscenas, intentaban pasar las horas hablando del próximo mundial de fútbol, la distensión muscular de Pasarella, las excentricidades de Menotti, el estado inmejorable de Kempes, el gran Kempes. Por supuesto, los gritos de los presos no eran nada lindos -los conocían de toda la vida, pero ahora era distinto-: no se trataba del elemental submarino o la bolsita de polietileno, un par de sopapos y a otra cosa. Ahora era en serio, con médico y todo. Él decía basta y había que parar. Claro que decía basta cuando el tipo estaba casi del otro lado. Basta, y se quedaba flotando una especie de estertor, entre los comentarios del inminente Mundial. Basta, y Ardiles se le moría a uno en la punta de los labios. Peor todavía. A veces había que hacer las cosas; entonces no se pensaba en Ardiles, en Kempes o en Fillol; se pensaba, en todo caso, en ese bicho hociqueante, que ya no parecía un ser humano; en ese animalito indefenso y aterrorizado. Y también se soñaba por las noches -se tenían enormes pesadillas-, si no estábamos de guardia, se entiende. Pero, fuera de eso, salir poco; solamente en estas ocasiones, cuando un tenientito (No tendrá más de veintiséis años, pendejo prepotente) nos venía a buscar con sus perros fíeles, sus resonantes borceguíes y su orgullo. Salir como ahora, en que todo ha ocurrido tan rápido y en mí suenan y resuenan esas palabras: Que no se escape ni uno, mátenlos. Y luego: Cácenlos, que no se escapen. Y, por si fuera poco: Mátenlos como a ratas. Pero yo nunca cacé ratas. He cazado perdices, eso sí, o por lo menos una perdiz: cuando el viejo me regaló la carabina veintidós de caño largo.

El animalito picoteaba entre los surcos del choclo. Escarbaba despacio, buscando un maíz; levantaba la cabecita y miraba ansioso alrededor. Luego volvía a hundir el pico en la tierra, concentrando su atención en un minúsculo desplazamiento; miraba a los costados, y vuelta a escarbar. Era como si intuyera el peligro; como si lo intuyera a él, que estaba deseando estrenar la carabina veintidós. O no: también pensó -se acordaba bien- que esas aves vivían como si algo las acechara permanentemente; como si el mundo estuviera contra ellas, o como si el mundo sólo fuera posible si ellas se mantenían atentas. Alzaba el cerote grueso, sensible, las plumas mínimas que se agitaban con la brisa, la cabecita vivaz. Después buscaba mimetizarse entre los surcos. Quizá ya lo había sospechado, y hasta había sospechado la carabina veintidós; quizá estaba sabiendo de su presencia por el olor o por un ruido imperceptible para oídos humanos: un palito seco que crujía bajo sus pies, el roce de las alpargatas bigotudas. Con una emoción mucho mayor que cuando perseguía a los quintové, a los zorzales o a las torcazas, él apuntó, tratando de que el arma no oscilara y de que el movimiento del pulso no fuera a ocultarle el ave; con el mosquito de la mira encajado justo en el medio, apuntó. Y, casi sin darse cuenta, apretó el gatillo.

Pero ahora no se trata de perdices ni de ratas; se trata de otra cosa. Mátenlos, cácenlos, estalla en mi cerebro, ya preparado por el alcohol; porque eso sí, ahora no nos joden con el tema de la ginebra, la sangría, el vino blanco. Es como si nos dijeran: —Chupen lo que se les dé lagaña, pero maten —. Y nosotros chupamos y chupamos, hablando del Mundial; y, a veces, también matamos. La broma es cuando uno vuelvea casa agotado y con las pupilas llenas de sangre, los músculos acalambrados por el esfuerzo y el horror; cuando uno vuelve a casa y la mujer pregunta, entre sueños: —¿Pasó algo? —. Y uno dice: —No, che, lo de

siempre —. Y ella se lo cree, pobrecita, porque jamás podría adivinar lo que hago: jamás podría suponer de mí otra cosa que sumarios, pesca de parejitas en el parque, pesquisas de robos, franeleo a las putas de la Cañada (eso no lo sabe, pero lo intuye). Jamás podría suponer lo que supone la Marita, que sí se las trae. —Papá, ¿por qué volvés tan cansado últimamente?—. —Papá, ¿a vos te gusta tu trabajo? —. ¡Reputamadre, para qué la habré mandado a la Universidad! Esa sí se las trae. Y tan inocente. Cácenlos como a perdices, me vuelve a sonar en el cerebro, aunque sé que el tenientito no habló de perdices. Y yo corro y corro con el arma, buscando la perdiz, la rata, el subversivo que se metió en el descampado.

El no vio el trayecto de la bala; sintió el estampido: fuerte, seco, como si explotara adentro de sus oídos. No vio el trayecto de la bala, pero vio algunas plumas leves que saltaban empujadas por la brisa. Vio la perdiz, quieta en medio de los surcos, aturdida. Un ligero soplo de plumas, un saltito del ave (¿existió realmente?); luego el silencio del campo -los muchos ruidos susurrados del campo- doblegando mansamente los ecos del estampido. Y la perdiz quieta: la cabecita vivaz mirando a su alrededor. Un saltito fallido (¿Existió realmente?) y la culata lisa, resbalosa, dulce al tacto, reposando bajo su axila. El silencio del campo y una tensa expectativa. Era muy probable que ni él ni la perdiz supieran qué hacer. Ella miró alrededor, con su cabecita vibrátil y con su cuello grueso y sensible, con todo el cuerpo alarmado pero indócil; miró como si no supiera qué mirar, dónde mirar. O miró como si no supiera paraqué iba a mirar. Y él avanzó resueltamente, con un entusiasmo que no sentí a cuando se iba por ahí con la gomera: cuando apuntaba a los tordos o a las urracas, a las palomitas de la virgen. La perdiz dio un saltito, de costado, como si no pudiera; como si la extrañeza todavía dominara su pequeño cuerpo y sus patas frágiles, las alas veteadas que él tanto apreciaba. Otro saltito, y otro. Entonces, él corrió como si en eso se le fuera la vida: saltando terrones, ramas secas y arbustos, buscando la orilla del campo; corrió con los ojos afiebrados y la veintidós caliente debajo de la axila. Fue hacia la alambrada y esquivó las púas; atravesó la acequia barrosa. La perdiz ya no estaba. Se quedó inmóvil, expectante, los ojos alucinados y los oídos alertas. Después se fue acercando de a poco, cautelosamente, hacia el lugar donde creía verla; donde creía distinguir el plumaje marrón, veteado y terso, que a él le causaba estremecimiento, un estremecimiento mucho mayor que cuando hondeaba las palomas y los pájaros carpintero.

Cácenlos, cácenlos, dice la voz de mi cerebro, y yo, en plena carrera, creo ver un bulto que se mueve, un movimiento más que un bulto. Cácenlos, disparo más al movimiento que al bulto, a esa sombra, que tal vez no sea más que un reflejo de la luna, el suave ondular de los hinojos y las malezas del descampado. Cácenlos, tiro sin ver la trayectoria de la bala, pero sintiendo el estampido: fuerte, seco, como si explotara en mis oídos. Luego se produce un silencio, como un vuelo de plumas en el aire, una extraña inmovilidad. —Di en el blanco — me digo; y corro, con la emoción de otra época: la vieja emoción de cuando cazaba torcazas y zorzales, benteveos y palomitas. Corro hacia donde supongo que ha caído la rata, la perdiz, el maldito subversivo; atropello yuyos y escombros, hinojos (corro con el olor fresco de los hinojos en la nariz). Es la misma fiebre, la misma locura. Tengo una carabina veintidós en mi axila derecha el arma de papá; por eso corro y corro. Es el mismo arrebato, la misma emoción. Cácenlos, y yo corro en busca de mi presa hasta descubrir un bulto inmóvil, tembloroso, un bulto quieto pero palpitante en medio de los yuyos.

Allí estaba, quieta: la cabeza escondida como las avestruces, pobrecita. Pobrecito ñandú pensó-, pobrecito: se cree que no lo voy a ver porque esconda la cabeza. Pobrecito ñandú; pobrecita perdiz. El plumaje suave, veteado, los tonos ocres difuminándose en el cuello y esas pintas marrones tiñéndole el lomo encogido. Una bolita de trapo, pensó; una pelota de plumas, como una almohada, un lugar blando y calientedonde poner la cabeza y quedarse dormido para soñar y soñar; soñar con cosas lindas, como era tener una veintidós y una ristra de pájaros colgados al cuello; pasear por la calle principal con un sombrero de cazador y una

bolsa llena de animales muertos, una escopeta enorme en el hombro, el paso firme y erguido, la mirada admirativa de las chicas. —¿No te da pena? —dirían. —¿Pena? —replicaría él con mal disimulada impaciencia. —Bah, pena hay que tener de los que tienen pena—. Y seguiría caminando con paso altivo. Pero esos eran ensueños; la perdiz, mientras tanto, continuaba inmóvil bajo una piedra: la cabeza escondida, el cuerpecito lleno de plumas apretadas. Y él la veía sin saber qué hacer, temblando de emoción, la carabina bajo las axilas, el pecho agitándose por tanta aventura. —Catorce años —se dijo en voz alta, y la pipa que el abuelo se trajo de Calabria. Catorce años, y el viejo le había regalado la carabina veintidós y el abuelo una pipa calabresa. ¡Ah, macho!, se le inflamó algo muy adentro: macho. Y un fuerte impulso lo hizo agacharse, hasta tocar el plumaje de la perdiz. El animal no se movió. Entonces avanzó hacia su panza; la envolvió en una mano acariciante, tierna. Pensó: Si no está malherida, la crío en una jaula, le doy mijo, maíz, pan mojado. Y la mano recorrió ese pequeño vientre palpitante.

Yo me acerco con cautela a la perdiz, al subversivo o a la rata, que tiembla en el olor a hinojos. Cácenlos, me aúlla el cerebro: mátenlos. Me acerco con cautela y con emoción. ¡Pobrecita la perdiz!: bajo una luna redonda y blanca, el cuerpo parece salírsele del cuerpo, le tiemblan las plumas, el pelo, esas piernas encogidas y esos brazos que se aprietan así mismos: le tiembla todo a la perdiz, a la rata, al subversivo éste. Todo le tiembla bajo la luna blanca.

Le doy maíz, lechuga, pan mojado –pensó él, mientras su mano le acariciaba el vientre tembloroso, y la iba retirando despacito de debajo de la piedra. Lechuga y pan mojado, mientras la hacía girar buscando la herida, el plumaje apretado en torno a la perforación, ese hueco por donde el ave desfallecía. Y sintió su mano húmeda, pegajosa. Al retirarla, pudo ver, con repugnancia, una mancha como de iodo; una mancha informe, a la que se adherían algunas plumitas, pelusa suave pegada a sus dedos. Un ala estaba casi cortadas y el agujero era el mismo que aparecía sobre el lomo: más pelusa oxidada, más viscosidad, más repugnancia. La perdiz palpitaba levemente en sus manos; pelusa suave y oxidada, indefensa, maíz y pan mojado: una liviandad que se fugaba de la vida y era apenas un reflejo, desmayado, insoportable. Entonces sintió una repentina piedad, una repentina vergüenza, una furia súbita y bestial, la necesidad apremiante de destrozar al ave y de destrozar ese sentimiento de piedad y esa vergüenza que le hacía arder la cara; sintió el odio y la desesperación, pelusa y pan mojado, las ganas de arrancarle el pescuezo para que se fuera la vergüenza; despedazar al ave, que palpitaba suavemente, al subversivo éste (para colmo era mujer), a esta subversiva que palpitaba suavemente -encogida, las manos bajo su pecho, las piernas plegadas y el hombro izquierdo ocultándole su cara; -las ganas de despedazarla y de arrancarle a ella toda la vergüenza y el asco de sí mismo, como muchos años atrás había hecho con esa insignificante perdiz. Pero de pronto, parándose en seco (mátenlos, le martilló el cerebro), pensó en voz alta, como siempre en situaciones extremas; pensó, inexplicable y estúpidamente: —¿Estará Marita en casa?— y, sin poderlo evitar, apuntó y disparó hacia otra parte, porque al final de cuentas, él no era ningún cazador de perdices y porque, después de aquella única vez, le cambió a su primo Juan la carabina veintidós por una bicicleta de media carrera.

Referencia bibliográfica: Yudicello, Lucio (1984) Los nombres de la furia, “La perdiz”. Córdoba, Argentina: Op Oloop ediciones.

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Elena Ann bali

La poesía siempre ha encontrado cultores en Córdoba; ha tenido momentos inaugurales y ha forjado tradiciones. Por ejemplo, el Modernismo en Argentina halla un punto naciente en nuestra ciudad con el joven Lugones, acompañado de las primeras referencias críticas de Carlos Romagosa.

Esos caminos, sinuosos a veces, fructíferos otras, pero persistentes siempre, hacen que hoy podamos contar con una joven generación de poetas que exploran y construyen poéticas personales y dialogan, desde sus versos, dentro de un mapa literario más federal. Una de esas voces es la de Elena Anníbali (1978). Procedente de Oncativo, actualmente vive en la ciudad de Córdoba, donde se graduó de Licenciada en Letras Modernas. Su obra cuenta con las siguientes publicaciones: Las madres remotas (poesía, 2007, Ed. Cartografías, Río Cuarto), tabaco mariposa (2009, poesía, Caballo Negro, Córdoba), El tigre (relato, 2010, EDUVIM, Villa María); La casa de la niebla (poesía, 2015, Ediciones del Dock, Bs. As.), Curva de remanso (poesía, 2017, Caballo Negro, Córdoba).

La poesía de Elena construye un yo lírico asentado en lo femenino y su mundo.

Cuando la leemos nos invaden distintas sensaciones: la melancolía, la tibia risa, la interrogación, el reclamo a lo sagrado. Ella dice sobre su escritura: “quiero ver detrás del ojo de la cerradura, quiero saber, pero no desde la palabra, quiero saber con todo el cuerpo” 1; experiencia vital y acción creadora se hermanan.

Tomemos las palabras de Anníbali como un desafío, como una propuesta y miremos desde su poesía por el ojo de la cerradura para descubrir, indagar, el mundo más allá de las palabras.

Andrea Bocco

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Entrevista a Elena Anníbali, publicada en la revista digital op. cit. http://www.opcitpoesia.com/?p=2221

lo mismo digo agua que palabra frente a la casa, antes que construyeran los edificios ostentosos las oficinas asépticas de la calle belgrano los negocios de chucherías hubo un baldío y en el centro un malacate íbamos con mauro lesjtch algunas siestas, a jugar que éramos caballos ciegos y dábamos vueltas alrededor del pozo seco mauro es un hombre ahora ha hecho dinero, hijos, sólo persisten en él los ojos oscuros con pestañas de muñeca yo sigo atada al hábito de esas tardes caminando el círculo del pozo jugando al animal ciego ahora la sed es real De tabaco mariposa

I señor, vos le diste a mi hermano un ford falcon rojo para llegar a la casa de la niebla y después qué le dijiste? le explicaste que el camino estaba cortado? ¿que el motor estaba roto? ¿que todo estaba roto? ¿que no había vuelta? ¿qué hiciste, cómo para convencerlo?

para que te diera la mano se sentara en la sillita de mentira dejara que la oscura hostia de tu nombre le llegara a la boca ¿o le metiste una piedra? o una moneda, un gancho, un papelito de dónde lo enmudeciste, lo hiciste olvidar olvidarnos qué señas le habrás hecho para que en vez de volver a casa apagara el motor del falcon se escurriera de la sedosa perfección del cuero de la música en la radio del ronroneo cachondo del auto y se bajara con vos para ir adónde ¿a cazar pajaritos? ¿a ver el dorado pasto extinguirse tras el fuego del invierno? ¿a romper el cristal del agua para que beban las crías? o era verano, quizá por entonces y le diste el agua peligrosa de tu cielo entradora, el agüita, sí clarita, el agua, bueno pero detrás de eso vos sabés que un agua así da más sed uno se entierra más en el pozo y más hasta echarse tierra en el lomo y ni el ángel constante y poderoso de los molinos de viento puede salvarte no ¿sabías que mi hermano iba a decir sí? cuando viste el polvito que levantaba el falcon rojo en el camino no pensaste dejarlo ir? aunque sea, señor, porque él era toda belleza a esa edad, toda alegría toda razón de ser De La casa de la niebla

X ya no soy una mujer silenciada, puedo hacer lo que quiera ya no puedo echarle la culpa a un hombre al trabajo a la falta de tiempo o dinero ¿querés escribir? —me dije— vas a escribir, entonces, sin quejarte sin victimizarte y cuando puedas donde puedas es así que entre las 7.30 y las 9.00 de los domingos, antes de entrar a mi segundo trabajo me siento en el bar y lo hago: un ejercicio solitario y un poco clandestino por una hora y media mi cuerpo es una casa que arde el caleuche la casa de los locos las ventanas dan al infierno el patio, el corredor con geranios dan al infierno después me pongo el uniforme y la que fui por un rato me saluda por las ventanas el muñón, la cabeza ardida y soy otra y soy otra De La casa de la niebla

Referencias bibliográficas:  Anníbali, Elena (2009) tabaco mariposa, “lo mismo digo agua que palabra”, Córdoba; Argentina: Caballo Negro.  Anníbali, Elena (2015) La casa de la niebla, “I”, “X”. Buenos Aires, Argentina: Ediciones del Dock.

Glauce baldov

íN

Esta poeta presenta una obra variada que descubre con diferentes tonos, matices y motivos, una realidad única: la de ser madre de Sergio González, un hijo desaparecido por razones políticas. A partir de allí, su escritura de mujer, recupera con tanta sencillez como profundidad, las complejidades del dolor de la experiencia. Los textos presentados remiten a dos de sus obras: el “Libro de Lucía” (de Poemas, 1987) y Libro de la Soledad (1988). En el primero, la autora propone narrar sobre Lucía Bertello, una tía abuela suya, hija de inmigrantes italianos, de fortuna adversa, con quien compartió la desventura de la muerte del hijo. En el caso del segundo, la circunstancia histórica remite a los momentos posteriores al allanamiento de su casa por acción de la Triple A, y plantea la ficción de una mujer que se recluye en su hogar y transforma el sentimiento de la soledad, en el personaje que la acompaña.

Glauce había nacido en Río IV en 1928. Muy joven llega a la ciudad de Córdoba donde se instala. Fue integrante del Consejo de Redacción de la revista “Mediterránea”, publicada entre 1952 y 1958; codirectora de la revista “Vertical” (1951-1957). Dirigió talleres literarios. Su padre fue fundador del Partido Comunista en Córdoba, partido en el que ella militó, pero del que se desafilió por motivos personales, aún cuando no renunciara al compromiso ideológico. Su obra, de la que quedan algunos títulos sin conocer, se publica hacia el final de su vida. Muere en 1997. Entre sus títulos se destacan: Poemas (1987) Libro de la soledad/Nuestra casa en el tercer mundo (1989), De los poetas (1991), Libro de Isidro / Libro de María (1997), Poemas crueles (1996), Libro del amor (1993), Yo, Seclaud (2001), Con el rostro en la mano (2006) Promesa postergada/Huésped en su laberinto (2009) y la Provincia de Córdoba en 1911 realiza un reconocimiento a su tarea con la edición de su Poesía inédita reunida, que integra once poemarios.

Bibiana Eguía

I Lucía.

Con mi nombre hay una flor azul que llora y su lágrima larga y pesada me cae en las manos.

Lucía.

Con mi nombre hay una canción napolitana hay santas heroínas aldeas; pero Lucía Bertello solo soy yo.

Con el pañuelo negro siempre a la cabeza con todo lo callado con todo lo sufrido con el hijo muerto con el marido muerto con el pan escaso Amarga, amarga.

Referencias bibliográficas:  Baldovin, Glauce (1987) Poemas, Libro de Lucía, “Poema I”, “Poema IX, “Poema XIII”,“Poema XIV”, “Poema XXV”. Córdoba, Argentina: Alción.  Baldovin, Glauce (1987) Libro de la soledad/Nuestra casa en el Tercer Mundo,“Poema I”,“Poema II”. Córdoba, Argentina: Argos.

Susana Cabuchi

Susana Cabuchi nació en Jesús María (Córdoba) en 1948. Ha publicado: El corazón de las manzanas (1978), Patio Solo (1986), Álbum Familiar (2000), El Dulce País y otros poemas (2004), Detrás de las Máscaras (2008), Poética 1965–2010 (2010) y Álbum de famille - Livre CD (Paris, Francia, 2015). Integra numerosas antologías argentinas, americanas y europeas. Fue traducida al francés, italiano, portugués y árabe. Obtuvo por su escritura distinciones nacionales e internacionales. Organizó Ferias del Libro, Semanas de Cultura, Concursos Literarios, Ciclos de Lectura, Debates. Actualmente colabora en revistas especializadas y coordina Talleres de Escritura.

Su poesía se caracteriza por su indagación en lo emocional con un lenguaje sencillo y muy preciso, en verso libre. En los poemas de El corazón de las manzanas seleccionados aquí aparecen de manera recurrente las figuras de la infancia, como los padres, la casa, el patio con el parral, los amigos de aquel tiempo. A través de recursos poéticos usados de manera muy contundente logra una apelación a lo emotivo y nostálgico. El poema “La carta”, de Patio solo, trabaja con el misterio de lo no dicho (¿qué dirá esa carta? ¿quién la envía?) y crea una asociación entre el temblor de los vidrios y el impacto emocional de su lectura. Detrás de las máscaras es un libro dedicado al tema del carnaval de pueblo. Los poemas se suceden como un desfile en que aparecen los disfrazados y asistentes pero, en lugar de mostrar una fiesta alegre, dan cuenta de las tristezas ocultas y lo absurdo de la representación.

María del Carmen Marengo

En este patio En este patio han jugado los niños.

Eran un coro alegre que rompía la siesta.

La madre alguna noche contaba cuentos bajo la luna, mientras su delantal se ahuecaba entre las piernas por el verdoso peso de las arvejas.

El verano maduraba en las uvas su jugo dulce.

A veces las vecinas venían contando alguna muerte, y parecía mentira la muerte, bajo aquellos parrales.

Cómo entender la pena ahora, con estos mismos gatos cruzando los tejados ya sin nada de infancia en este patio.

El dulce país Entonces, tus ojos eran caramelos de miel y hablabas de las bicicletas que regalaba el Niño Dios a los que no podíamos comprarlas.

El río se callaba para que tú contaras figuritas.

Yo era alegre, y eran alegres los nísperos del patio.

Y tú eras otro, no el hombre de hoy lejano como todos.

Cada domingo era una sorpresa de ciruelas, de plaza con hamacas.

Tu padre cantaba en el taller mientras tu madre lavaba mamelucos de amor y aceite.

El mío no había partido todavía y llegaba al hogar con dulces y regalos.

Yo oía con asombro tus mentiras y creía en gigantes voladores

y en ángeles guardianes que cuidaban tu ropa y mis zapatos.

Por cada diente el ratón nos compraba mandarinas.

La abuela, abría el gran ropero y sacaba turrones envueltos en papeles crocantes.

Si vuelves, como entonces, con sombrero de piel y las manos con barro verás, que guardo aún el corazón de las manzanas.

De El Corazón de las Manzanas

La carta Ha llegado la carta.

Está sobre la mesa, al lado de las flores.

La miro largamente.

Conozco la letra.

Pero la leeré a la medianoche, cuando los trenes que pasan hacia el norte hagan temblar los vidrios de la casa.

De Patio solo

Mono Deslucido y marchito ejemplar de una etapa que no definió Darwin, usa un traje heredado por abuelos y nietos.

Dónde la selva, los caudalosos ríos abismales, los altos árboles entregados al zumbido del mundo para este remedo taciturno, humillado

por el áspero trabajo de la herrería en la que forja todas las prisiones.

Payasos Transitan gesticulando aparatosamente, exagerado el carmín de sus bocas, las gruesas figuras con prendas desiguales a rayas, a lunares, a jirones, como saludando a la Patrona de los Bufos.

Bajo la gran sonrisa de pintura —artificio que solo ellos develan— la tristeza de todos los payasos.

Saltan, reverencian las máscaras, sueltan globos que recibe la Noche: tu madre, Momo.

Ciego Imposible explicarlo, me dice.

Sabores y texturas habitan la fiesta.

Nadie advierte el perfume de las calles resecas, el olor áspero de la tierra.

Hay un temblor de pájaros entre las palmeras, un rumor de alas golpeando sobre las anchas hojas.

Zumban los insectos en cada esquina, alrededor de los focos de luz.

El paso de mis vecinos —los vigorosos, los débiles— produce un diferente movimiento del aire, un ritmo único.

Es carnaval —insiste— y me saludan todos.

Saben que mis quemados ojos se entienden mejor con la fatiga del dios.

De Detrás de las máscaras

Referencias bibliográficas:  Cabuchi, Susana (1978) El Corazón de las Manzanas, “En este patio”,“El dulce país”, Córdoba, Argentina: E. y G. López Editores.  Cabuchi, Susana (1986) Patio solo, “La carta”, Córdoba, Argentina: Editorial.  Cabuchi, Susana (2008) Detrás de las Máscaras, “Mono”, “Payasos”, “Ciego”. Córdoba, Argentina: Ed. Del Copista.

Arturo Capdevila

En una selección de textos con autores de Córdoba, Arturo Capdevila debe estar presente porque es él quien “crea”, quien construye por primera vez la leyenda de la “Córdoba azul”, una ciudad y su territorio, madre guardiana de sus habitantes, que recibe el abrazo de sus sierras. La composición (con forma de romance) se instala en la mirada de un niño soñador que recuerda con afecto y gozo, una aventura de duendes infantiles que lo convocan a andar. El escritor había nacido en la ciudad en 1889 y vive en ella hasta los 22 años, cuando marcha a Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte en 1967. Abogado, realiza una gran carrera como camarista y juez. Fue un pensador de muchos intereses: La Literatura y la Lengua castellana, el Derecho, la Historia (española y argentina) y la Medicina. En su inquietud, fue el primero en abrir un “Consultorio gramatical de urgencia”. Publicó más cincuenta títulos, entre los cuales, como cordobeses se destacan: Córdoba del recuerdo (1922), Tierra mía. La tierra y su alma (1934) y Alma de Córdoba (1965). Otras obras destacadas –de diversos géneros literarios–, en las que siempre se presentaba como ciudadano cordobés, fueron Jardines Solos (1911), Melpómene (1912), El poema a Nenúfar (1915), La dulce patria (1917), La fiesta del mundo (1921), Las vísperas de Caseros (1922), Tierras nobles (1925), El tiempo que se fue (1926), Antaño (1936), Romances argentinos (1938), Consumación de Sigmund Freud (1946), Tiempo santo (1959), El César contra el hombre (1947), El amor de Scherezada (1922), El apocalipsis de San Lenin (1929) y Dios otra vez (1965), entre otras.

Bibiana Eguía

Córdoba azul Érase allá un niño bueno, y de ojos tan asombrados que nunca Córdoba vió niño que soñara tanto.

En una calle vivía que va del Este al Ocaso en dirección de las quintas que salen al camposanto.

El niño que voy diciendo, de los ojos asombrados, en el umbral de su casa se estaba siempre mirando aquella azul serranía del poniente solitario: horizonte siempre azul, todo de color de engaño.

Y un día tanto soñó el niño del viejo barrio, que se fue -verdad o sueñode la ciudad a los campos, allá por las verdes quintas que salen al camposanto.

-Voy a las sierras azules, decía el niño cantando, donde la vida es azul, azul de tanto milagro.

Y anduvo, la luna y al sol, Hasta ese linde quebrado, Donde, al empezar la sierra, Se vuelven breñas los prados.

-¿Adónde vas, niño bueno, del semblante alucinado?, le preguntaban los hombres, y las hadas, y los hados.

-Voy a las sierras azules, donde un castillo he soñado, donde la vida es azul, y cuidan huertos los santos.

Así respondía el niño, cuestas y montes pasando: y en medio de aquel ensueño seguía tan engañado, que andaba en las sierras ya y las seguía buscando.

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Salí niño, llegué a mozo; después pasaron los años.

Si aquel yo soy por ventura, jamás sabré si he llegado.

Pasé por ellas tal vez pidiendo no más que engaño, y si la verdad me daban decía que era engañado.

Ahora, traspuestos ya tantos montes, tantos llanos, la vista hacia atrás volviendo, torno a mirar lo pasado.

Y otra vez azules veo los altos montes lejanos, y una ciudad muy hermosa, con torres y campanarios en que unas claras campanas están para mí cantando.

Como quien volver quisiera por hallar lo nunca hallado, toda mi Córdoba miro, toda mi Córdoba canto. ¡Córdoba azul de la vida, allá en lo azul de los años!

Córdoba mía No sé qué dice mientras voy pasando por estas calles de la plaza vieja el canto que oigo, con su voz de queja en que yo mismo estoy resucitando.

No sé qué dice con su toque blando esa campana. Acaso me aconseja.

O bien un salmo de piedad me deja con qué seguir por el camino andando.

No sé qué dice suspirando el agua del río que cruzaba en su piragua el indio aquel que le llamó Suquía.

No sé qué dicen tus perennes voces, pero adivino que me reconoces y me haces mucho bien, Córdoba mía.

Referencia bibliográfica: Capdevila, Arturo (1951) Córdoba Azul, en Primera Antología de mis versos, “Córdoba azul”, “Córdoba mía”. Buenos Aires, Argentina: Espasa Calpe.

El Serrano

La década de 1830 produce, en diversas provincias argentinas, numerosos periódicos gauchescos que en verso narran la guerra civil que vive nuestro país. Así, las luchas entre unitarios y federales serán el eje vertebral de estos, que se presentarán como un arma más de cada una de las facciones en pugna. De hecho, un periódico nace para responderle a otro.

Dentro de esta lógica de contrapunto que se dará en el discurso literario-periodístico de la época, debemos mencionar los periódicos creados por Luis Pérez, poeta federal que en Buenos Aires imprime El Gaucho (1830-1831), El Torito de los Muchachos (1830), El Toro de Once (1830-1831), La Gaucha (1831), De cada cosa un poquito (1831), La Negrita (1833).

Cada uno de estos periódicos se traba en polémicas con otros, producidos por escritores unitarios que van a debatir con Pérez. Por ejemplo, en Córdoba, El Serrano (1830-1831) va a disputar los sentidos de “patriota” y la legitimidad de un proyecto político con el gacetero que firma los textos en El Gaucho: Pancho Lugares Contreras, la figura del periodista gauchesco ficcionalizada en el periódico. Recordemos que en ese momento, Juan Manuel de Rosas (federal) gobierna la provincia de Buenos Aires y José María Paz (unitario) está a cargo de Córdoba.

A continuación, encontrarán algunas publicaciones de El Serrano. Este periódico consignaba como sitio de procedencia Sancalá en la actualidad San Carlos Minas en el interior de la provincia. Sin embargo, esto no responde al lugar exacto donde se editaba puesto que la única posibilidad de imprimir que existía por esa época en la provincia estaba en la ciudad de Córdoba.

El periódico tiene como responsable a un gacetero gaucho ficcionalizado que firma como “El serrano”. Decimos “ficcionalizado” porque no se corresponde con el autor histórico que redacta e imprime el periódico, sino que funciona como un personaje con un nombre, una historia y una red de relaciones sociales, todo “inventado” por el autor. Algunos estudiosos, como Antonio Zinny y Agustín Pacheco, afirman que el fraile mercedario Juan Pablo Moyano fue el editor responsable de esta publicación cordobesa.

Los poemas gauchescos que aquí compartimos fueron recopilados de la colección del Instituto Bibliográfico Antonio Zinny.

Andrea Bocco

Al cabo me había de llegar la alegría desde que corrimos a Quiroga en la Tablada y Oncativo reventaba por escrebir y los hombres más leidos de mi pago me lo quitaban de la cabeza y me decían: Dónde diablos has visto escribidores gauchos Pero cuando han visto al de Buenos Aires Ira de Dios Todititos me han venido a rogar que haga lucir los talentos Y salga mi pingo en letra de molde Por esos nombres de Dios Hacer ver que los gauchos de Córdoba Y los serranos Son hombres para todo por mar y por tierra Allá voy Ño Pancho Lugares Contreras Y a todos mis paisanos los convido a una minga después de misa todos los domingos Y para que de una vez sepan que de todo entendimos por acá Daré principio cantando las coplitas Que compuse anoche con mi vieja Pidiendo perdón de las faltas P/D: Mientras tiemplo la vigüela Declaro a los que me leyan que soy cordobés rancio Y por todos lados Y convido a mis paisanos campesinos y Puebleros me ayuden en esta obra cada uno como pueda con remitidos en verso o como les dé la gana Para que vea Ño Pancho Lugares Contreras En lo que se ha metido alborotando el avispero Y si algún tribuno se mete a político guerrero Iremos sobre él todos juntos Con la lanza y el tintero.

Aviso importantote Amigo verá muy raro avisos en mis papeles porque aquí pocos ocurren que importen a los ranqueles Pero ahora el 16 ha habido un asunto tal que le importa al unitario y también al federal.

Es el caso que una minga ha habido tan grandotaza que no cabía la gente en la iglesia y en la plaza.

Yo que en el pueblo me hallaba oyendo los cañonazos me jui corriendo y oí un bando de mil bolazos Eran muchachos soldados lanzas, fusiles, cañones, con tres hombres muy lucidos en sus lindos mancarrones Después que estuvo formada la gente en esta función se mandó presentar armas y ya comenzó el pregón.

Elegido y confirmado por supremo militar para las nuevas provincias el Señor General Paz Esto dicho entre otras cosas por última conclusión para seguir adelante daba su luz del cañón El sábado 16 se hizo este preparativo para la minga grandota del 17 domingo Estos sí que jueron fritos y locro con grosería y porque nada faltase hasta manjar blanco había Hacía mucho calor y me dijo un aparcero -Vamos a nuestro cuartel a refrescar compañero.

Luego que estuvimos dentro me hizo dar un vaso de agua con una cosa tan blanca que ni el papel lo igualaba

Mi dijo que lo mojara y al mojarlo un corto rato se me desisió tuito como la sal en el plato Entonces me dijo el mozo el otro lado de la mesa -Ansí se le ay deshaser a Lugares la guapeza Cuando él sepa de la minga que ahora asimos nosotros se le’ay morir el potrillo y tal vez se muera el potro Pero que muera o no muera mi asunto a otra cosa pasa contarles que era lo que hubo en la iglesia y en la plaza.

Como a las nueve del día el concurso militar ocupó toda la plaza con un cuadro el más cabal.

Dos cuerpos de infantería con simetría y destreza le hacían calle a Supremo dende su casa a la iglesia Le hacían guardia de honor fuera de los ya sobrados unos con gorras muy grandes y con su bandera al lado Un airoso militar en un famosos caballo daba las voces de mando que se oían como el rayo Allá cuando era muy cerca o el punto del mediodía campanas, cajas, cañones formaron su boyería.

Entonces salió el Supremo con sus ministros a su lado y media cuadra ocupaban sus muchos acompañados.

Allí fue donde yo vi a todos los diplomeros porque iban muy enseguida a los tres que iban primero.

Entonces dije a mi cumpa ¿Qué es esto de diplomeros?

Son agentes de los pueblos me respondió mi aparcero.

Esto son, me dijo amigo, los que esta minga han dispuesto debemos darles las gracias todos juntos, por supuesto.

También a los mismos pueblos de quienes agentes son porque de ellos ha venido toda la confirmación.

Luego juimos a una iglesia y hallamos la purrería que con distintos vestidos a Dios gracias ofrecía Comenzaron a cantar eso que llaman tedellos pero amigo se me hacía me alzaban de los cabellos Daba miedo el mujerío y la gente tan compuesta como apisón se atracaba dende el altar a la puerta Allí no se via un pocho ni para medio capote porque todo este concurso era de gente macote.

Se miraban unos a otros y sin nunca haberse hablado se sonreian al verse en jubilo arrebatados.

Ansí acabó la función en lo que toca a la iglesia Volvimos con el Supremo Amalaya otra cabeza

Que de cosas hoy allí en discursos bien ligeros que decían al Supremo toitos los diplomeros También el Supremo dijo una relación cortita Amalaya la supiera para chantarla todita.

Con esto se concluyó este aviso verdadero Hagan las paces o tiemblen Toitos los ranqueleros.

Otras mil cosas omito por no parecer molesto y porque son tan comunes que se ven sin nada de esto

Referencia bibliográfica:  Al cabo me había de llegar la alegría (22 de agosto de 1830), El Serrano, Nº 1.  Aviso importantote (24 de octubre de 1830), El Serrano, Nº 10.

Juan Filloy

Un 1 de agosto de 1894 nace en el barrio General Paz, en una familia de inmigrantes, el escritor Juan Filloy. A lo largo de sus ciento cinco años de vida, se convirtió en testigo de hechos importantes de nuestro país: participó de la Reforma Universitaria de 1918; sufrió las dictaduras militares; vivió las transformaciones sociales, culturales y políticas de nuestra sociedad a través, prácticamente, de tres siglos. Su paso por el colegio Monserrat lo apegó a los clásicos y le aportó erudición, que se evidencia en su obra. Se recibió de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba y desarrolló su carrera profesional como juez en Río Cuarto, donde se asentó durante gran parte de su larga existencia. Pero, además, fue periodista, caricaturista, árbitro de boxeo, socio fundador del Club Atlético Talleres y de la Biblioteca Popular Vélez Sarsfield.

Hasta su muerte, el 15 de julio de 2000, publicó novelas, libros de poesía y cuentos, teatro, ensayos, cuyos títulos siempre fueron palabras de siete letras: Periplo, Caterva, Estafen!, La Potra, Op Oloop, entre otros. En este sentido, para Filloy el lenguaje es siempre un elemento a explorar para jugar, experimentar, provocar, pensar, inventar.

Así, en 1988 aparece Karcino. Se trata de un libro extraño porque publica una gran cantidad de palíndromos: palabras o frases que se leen igual hacia adelante que hacia atrás. La creación de estos términos capicúas le produce orgullo y placer al autor: “Soy el primer palindromista del mundo”. Estos karcinogramas, como los llamaban los griegos por su parecido con el andar de los cangrejos (cangrejo/karcino), son presentados agrupados en frases/fillogramas que van incrementando el número de palabras: de 2 a 17.

Compartimos algunos de ellos con el deseo de que se animen, como lo hizo ese maestro del juego que fue Juan Filloy, a hacer los propios.

Andrea Bocco

Karcino. Tratado de palindromía1 Fillogramas de 2 palabras ASOMA FAMOSA ASNA, GANSA Fillogramas de 3 palabras ANULA LA LUNA SÉ LOGRAR GOLES Fillogramas de 4 palabras ACASO HUBO BUHOS ACA OPÍPARA PAPA PARA PIPO Fillogramas de 5 palabras REMARCAN ACA MI MACANA CRAMER A TAL “PELADO” DALE PLATA Fillogramas de 6 palabras AGITA FALSOS ULISES ILUSOS LA FATIGA OÍ, CARO: HOY ÉL LEYÓ HORACIO Fillogramas de 7 palabras SI LE CAE CARBÓN NO BRACEA CELIS SIN LÍOS, AGRADECE DAR GAS OIL NIS Fillogramas de 8 palabras ATE LA TAPA DEMO… O ME DA PATALETA EN LA MANGA ME TRAE “ARTE MAGNA”, MALNE Fillogramas de 9 palabras NO, RUBITA, RABIÉ AL RAYAR LA “EIBAR” A “TIBURÓN”…

EUFORIA CLARÍSIMA DE LEDA: MI SIR AL CAIRO FUE. Fillogramas de 10 palabras ¡AY “SAPO SECO”! – DECÍ MATEU QUE TAMICE DOCE SOPAS YA SONAIS A CUAC Y SONAIS A CRIC, CIRCACIANOS Y CAUCASIANOS Fillogramas de 11 palabras A MI SOCIO OYÓ PAUSADO NINO. –DA SU APOYO, OÍ CÓSIMA ¡SAS! A POSE NO LE PAGÓ RIU QUIROGA PELONES O PASAS

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La primera edición de Karcino. Tratado de palindromía se publicó en los Talleres Gráficos Blanco y Barchiesi de la ciudad de Río Cuarto, en 1988. De esa edición se han extraído los fillogramas que aquí se presentan.

Fillogramas de 12 palabras ALLÍ PACA LE DARÁ LA LUZ AZUL AL ARA DE LA CAPILLA YO SOY OREJA, NO SONAJERO; YO SOY OREJA, NO SONAJERO; YO SOY… Fillogramas de 13 palabras LE DA RABIA A DALÍ TAL “OVOIDE MONO MEDIO VOLÁTIL”, ADA AIBAR ADEL A DOS PARA SU MAL ESE PERÍODO TODO. IRÉ, PESE LA MUSA RAPSODA Fillogramas de 14 palabras A MÍ NO. NADA DE SER LO MÁS LEAL A ELSA MOLRES, EDAD ANÓNIMA… ALLÍ VA A INAUGURAR OLLAS A MEDÁN. ADEMÁS, A LLORAR, U. GUANI A AVILA Fillogramas de 15 palabras SÍ, ES ÉL: DICE DOCE A DOCE SECUACES (ESE CAUCE SECO DA ECO. DECIDLE: SEIS…) AH, CORRE DE MÁS AMOTINADA, ANA, LA GREY AYER GALANA. (ADA NI TOMASA ME DERROCHA) Fillogramas de 16 palabras ADÁN, ADONAI NO MERECE CEREMONIA. A TU ACOSO CAUTA SELAI NO MERECE CEREMONIA: NO DA NADA A ESE LAGE, LISA DILE PER SECULA SECULORUM: ESE MURO LUCES A LUCES REPETIDAS, ILEGALES. ¡EA! Fillogramas de 17 palabras ¿RARO O IDOLATRADO? PONIS AÍDO NO CON AFÁN O CON ODIO… SI NO PODAR TAL ODIO: ORAR

Referencia bibliográfica: Filloy, Juan (1988) Karcino. Tratado de palindromía, Río Cuarto, Córdoba, Argentina: Talleres Gráficos Blanco y Barchiesi.

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Laura Garc a del Casta

Nació en Córdoba en 1979. Publicó los libros El grito (2004), La vida en que sueñas (2012), El animal no domesticado (2014), El sueño de Sara Singer (2014) y Los demonios del mar (2015). Participa del café literario La Bandada. Tiene un blog: www.lapalabrasembrada.blogspot.com Su poesía trabaja con un estilo coloquial, un lenguaje que sugiere que el yo lírico estuviera conversando con un interlocutor imaginario, que se equilibra poéticamente con digresiones inesperadas e imágenes fuertes. Una característica de su estilo son las expresiones recurrentes en las que asocia elementos disímiles y que, al repetirse, reaparecen transformadas. Ejemplo de esto puede apreciarse en el poema “hablando del corazón”, que comienza refiriendo a la oveja de Soay, que resiste como un guerrero, y finaliza con el guerrero, que resiste, parado en su corazón, como la oveja de Soay.

María del Carmen Marengo

hablando del corazón En la isla de San Kilda la oveja de Soay resiste hace cuatro mil años como un guerrero El frío volcánico, la bruma sobre su piel que no se esquila Un puñado de tierra de esa isla me habla del volcán, del vómito peligroso de las aves marinas, y de la huella de su animal, firme como un guerrero La tierra de cada isla habla de su corazón El corazón de cada hombre habla de su tierra de sus lluvias profundas y sus sequías volcánicas de la bruma que extiende sobre los demás y del guerrero que resiste parado en su corazón como la oveja de Soay.

los demonios del mar cada día que asistí a la defunción de un hombre o de un atleta cada noche que arrojó mi vida al fuego o al ensayo la desilusión que me arrastró en su oleaje los fuegos que estallaron en China para ahuyentar a los demonios del mar tan semejantes a la detonación de una mujer cercana el picaporte gastado por un antiguo instinto de huir el chofer que anunció los cinco minutos finales Chopin, que me acompañó en cada viaje las hileras de árboles que advertí sólo de regreso las tardes que pasé a los seis años cuidando esos cachorros o las horas que paso aquí centinela de lo perdido han sido por desandar por no ser domesticada delirar un salmo leer en voz alta algún pronóstico el mate que mi padre dejó cargado esa mañana su amigo ferroviario en el trencito del parque Las Heras la desolación que pude ver en sus ojos ha sido desandar ayudar a no rendirse subir al podio que no premia

nadar tras los demonios del mar encandilar a los cachorros de la desolación los minutos finales de un viaje y los nocturnos la hilera de árboles que advertí sólo de regreso el tren más inofensivo de una vida en el verano del 86 el ferroviario que miraba sin llegar más lejos su esperanza huyendo por esas vías cruciales el picaporte que alguien gastó por desandar y no ser domesticado todo ha sido desandar y no ser domesticado asisto a la defunción de un hombre o de un atleta ensayo la detonación de una mujer cercana predico un nuevo gran pronóstico hago estallar los fuegos del mar para ahuyentar a los demonios del amor De Los demonios del mar

En el correo la mujer que vende sobres es ciega sus ojos son pisadas de un animal que huyó hace tiempo Me reconoce cada vez que llego Esta mañana me dijo vos sos la chica que escribe poemas a quién le enviás hoy?

Me dio un sobre pequeño donde calza justo un libro aunque en su mirada no calce una sola visión Sus ojos son blancos como la espalda de un dios íntimo con ella que se rehúsa a mirarnos de ellos no cae agua nieve caen esquirlas de un volcán que trama en las profundidades Estos son tus poemas? preguntó tomó el libro pero no como un libro sino como si tomara un cráneo, un ramo, una espada algo frágil y feroz, distante a nosotros Abrió en la página treinta y con sus dedos recorrió los versos de derecha a izquierda como si desandara un viaje Se frenó en la palabra ciervo

la acarició una y otra vez como si hubiese decidido domesticarla Su índice se superpuso a la palabra que ya no se vio como si el ciervo hubiera entrado en ella como si nunca se hubiese ido como si sus patas firmes en un nuevo territorio hubiesen borrado por un instante las anteriores pisadas. *** Rezak Motanic observa incrédulo lo que parece un cráter lunar Agencia AP, 27/11/2013.

En la radio anunciaron cortes parciales de agua mientras una laguna desaparece en Bosnia y aquí, el perro bebe de un pozo que ha cavado él mismo Justo allí está el desagüe que viene del fondo de la sala cuando se baldea el patio Algo escapa con el agua y el perro bebe incansablemente En el reflejo del charco parecen dos animales saludándose desde mundos paralelos a través del cráter que ha dejado el paso de un gigante.

De El animal no domesticado

Referencias bibliográficas:  García del Castaño, Laura (2015) Los demonios del mar, “Hablando del corazón”, “Los demonios del mar” Buenos Aires, Argentina: Ediciones del Dock.  García del Castaño, Laura (2014) El animal no domesticado, “En el correo la mujer que vende sobres es ciega”, “En la radio anunciaron cortes parciales de agua” Córdoba, Argentina: Pan Comido Ediciones.

Osvaldo Guevara

Para la selección de los textos debo reconocer que he partido simplemente del gusto personal por estos poemas, en los que reconozco a un autor de exquisita sensibilidad y dominio técnico. El lector apenas iniciado el itinerario de los versos, advierte sus ritmos internos y la versificación, el tono lírico, el lenguaje poético y sus metáforas. Así, la selección atiende a dos textos de su poemario inicial. “Aquel perro…” es un soneto alejandrino que alude a la profunda soledad del hombre en la ciudad; el otro poema es la “Oda al sapo” donde en la figura del batracio, canta al vínculo bondadoso entre la naturaleza y sus pobladores. El tercero, de tono amoroso, y de verso blanco aunque con un ritmo interno muy marcado, es del libro de 1975. Este gran poeta nació en Río IV el 9 de diciembre de 1931, residió en Córdoba, donde estudió Abogacía (carrera que abandonó para dedicarse de lleno a la literatura) y vive en Villa Dolores desde 1976. Fue integrante del Grupo "Laurel" a fines de la década del 50 y comienzos de los 60, y durante su Segunda Época, a fines de los 70. Colaboró en la revista “Cristalomancia” y “Soco Soco”. Profundamente querido en su ciudad y por sus pares, ejerció la docencia secundaria y terciaria, y también se desempeñó como funcionario de la Secretaría de Cultura y como periodista de radio y televisión. La Universidad de Río Cuarto lo reconoció con la edición de Poemas en verso y prosa. Inventario de una obra completa inconclusa (1997). Como ensayista publicó un trabajo muy interesante en 2007: El soneto, ese indeseable deseado, que es un tratado sobre esa forma poética de tradición literaria tan importante, forma que el mismo autor cultiva con maestría.

Entre sus publicaciones destacamos: Oda al sapo y cuatro sonetos (1960), La sangre en armas (1962), Garganta en verde claro (1964), Los zapatos de asfalto (1967), Niña Carmen (1988), Diario de invierno (1975), Sin pena en la palabra (2007). La Universidad de Río Cuarto lo reconoció con la edición de Poemas en verso y prosa. Inventario de una obra completa inconclusa (1997).

Bibiana Eguía

Aquel perro…

Te sorprendí en la esquina giratoria de viento.

Me miraste sin prisa como a un hueso roído.

Y avanzaste en la punta turbia de mi silbido hasta mi ropa fría de vagabundo hambriento.

Y como a un vagabundo me tuteaste un momento con tu hocico ambulante, preguntón y aterido.

Yo olía a traje nuevo. Te apartaste, cohibido.

Ah! no era de los tuyos. Y te marchabas, lento.

Pero estaba tan solo! Te chisté, suavemente.

Comprendiste mis ojos de ladrón confidente.

Si hasta el viento en mi espalda era como un cuchillo.

Mi espera... aquella espera dura y desorientada.

Nos fuimos juntos. Te iba pensando un nombre (¿Nada?).

Y distraídamente te alargué un cigarrillo.

Oda al sapo Ha estrujado la lluvia delantales de aldeana sobre la sudorosa lasitud del crepúsculo.

Tiembla el verano en gotas sobre la tierra humilde.

Fósforos de luciérnagas ponen el aire oscuro.

Bailan medrosos pájaros entre las ramas curvas.

Pardas gargantas húmedas ríen entre los surcos.

Y entonces siento yo que he de cantarte, sapo, con una verde voz de terrón y vacuno.

Porque admiro tu pura lengua de hilo sencillo.

Tu bondad de ángel torpe. Tu nostalgia de búho.

Tu evangélico rostro de sacerdote feo.

Tu paladar lacustre de hojas castas y yuyos.

Y ese canto mojado que te sale del pecho cuando la hermana lluvia se retira del mundo.

Tú eres sabio. Profético. Tú devuelves en líquidas serpentinas de vidrio los remotos impulsos.

Tú conversas la piedra. La boñiga. La nube.

La saltarina gárgara de los grillos jocundos.

Tú despiertas los charcos con el crótalo fresco de tu alegría insomne salpicando nocturnos.

Quiero tocar vocablos dulces como tu vientre para nombrarte en notas. Para decirte en jugos.

Zueco desenterrado que extravió una llovizna.

Soñolienta pedrada. Breve cántaro acústico.

Gleba de azul y aceite. Muñón de árbol golpeado.

Densa abeja del barro. Piedra tejida. Puño.

Rumoroso bostezo de violín bajo el agua.

Paletada de hierba. Campanada de musgo.

Ah, qué más, leve amigo! Con qué tacto subirte hasta mi corazón de guijarro infecundo.

Hasta mi tosca entraña de cascote insumiso.

Ven a lamerme, sapo, este costado impuro.

Ven hasta la ciudad, donde muero despacio como un león de zoológico, desdentado y abúlico.

Ven hasta las paredes que sofocan mis furias.

Hasta el horario ardiente de mi cansancio público.

Lame mi piel forrada. Lava estas ciegas manos de burgués que ha quedado sin esquila y sin humo.

Ven a enseñarle al hombre la campesina gracia de tu ternura anfibia. Tú que ignoras los números, puedes obrar milagros. Ah, la vida sin vómitos.

Ah, las tardes serranas olfateando murmullos.

Ah, la muchacha acuática, táctil, fina, pastosa, como tu hembra descalza de vegetales muslos.

Ah, las horas fluviales memorizando estrellas.

Y los bueyes soplando sus cachimbas de luto.

No estos planos de asfalto desmoronando fiebre.

No estos letreros pálidos. No estos zaguanes lúbricos.

Ni el ojeroso tango. Ni el jazz afrodisíaco.

Ni estos pintados parques con follajes al duco.

Quiero un vientre de piedra para mis sueños fuertes.

La cintura del agua para mis secos pulsos.

La mejilla del pasto contra mi frente al rojo.

Las enaguas del aire sobre mis labios duros.

La piedad de la hierba. La sílaba del grano.

La emoción de las hojas. Y el borbotón del fruto.

Y tu sonido, sapo, tu abecedario verde, tu dulzura ondulándose como un chorro desnudo.

Yo nada niego, amigo. Yo comprendo la máquina.

La estatura del hombre superponiendo cubos.

El automóvil lánguido de refinado estrépito.

Las bocanadas negras del ritual gasoducto.

Pero pido un espacio donde los calendarios caigan hacia el olvido como párpados mustios.

Pido un hombre cantando con la cal en los dedos.

Una aurora en el cráneo masticado de números.

Quiero limpios domingos sin gerentes mordiendo su presupuesto amargo como un habano turbio.

Ah, los sentidos diáfanos como el diente en la uva!

Ah, el aldabón celeste de los sueños intrusos!

Ahora regreso, sapo, pero sorbo tu nombre.

Volveré a la ciudad con tu labio en los músculos.

Llevo tu imagen dentro de esta empapada piedra que como a un seno estéril con las manos educo.

Y enseñaré a los hombres tu rumor hierbatero.

Tengo incendiada el alma de burbujas y jugos.

Trisca en mi piel tu aliento. Tu cascabel me sangra.

Soy un llovido sapo, cardinal y profundo.

Soy raíz. Piedra. Chorro. Miel salvaje y pezuña.

Me visitan tus alas de tubérculo músico.

Lámeme este costado con la sed con que lamen la piedra ardida en sal los ganados nocturnos.

Mi corazón de sapo cruza mi ser gritando.

Zumbo un fervor de sapo. Soy horrible. Soy único.

Pisadas Camina despacio cerca de mis heridas amor.

Aunque te deslices con blandura tus pisadas me aturden.

Siempre suenan como si comenzaras a alejarte.

Referencias bibliográficas:  Guevara, Osvaldo (1975) Antología poética. Años y perjuicios, “Aquel perro”, “Oda al sapo” Dirección municipal de Río Cuarto, Córdoba , Argentina: Librería Superior Editora.  Guevara, Osvaldo (1990) Diario de Invierno, “Pisadas”, Villa Dolores, Córdoba, Argentina: Ed. Del autor.

Pedro Herreros

El escritor Pedro Herreros nace en Arnedo (España), en 1890 y muere en 1937.

Emigra a nuestro país en 1908 y reside en Buenos Aires durante varios años. Desde un posicionamiento marginal, se vincula con el campo literario porteño de principios del siglo XX y se profesionaliza como escritor a través de su labor periodística. Colabora en diarios y revistas como: La Nación, El Hogar, Caras y Caretas, Mundo Argentino, Plus Ultra, Nativa, Proa, entre otras. En 1917, publica su primer libro de poemas llamado: Desenfados. En 1922, edita Buenos Aires grotesco y otros motivos, conformado por una serie de relatos y poemas costumbristas porteños. Se radica en Córdoba desde 1934, a causa de una larga enfermedad.

Allí funda La Gaceta serrana, primer periódico unquillense, en el que colabora Saúl Taborda (también, unquillense) y La Risa, revista con costumbres y anécdotas de la vida cordobesa. En 1936, aparece Córdoba bajo mi ojo, poemario burlesco y costumbrista en el que incluye una serie de diatribas destinadas a distintas personalidades y sectores de la sociedad cordobesa.

Herreros se configura como un escritor marginal por su condición de extranjero, por la singularidad de su proyecto literario, por su reclusión provinciana, pero fundamentalmente, por haber tematizado el margen desde un posicionamiento crítico y heterodoxo. Los poemas seleccionados forman parte de la antología Córdoba bajo mi ojo, en la que el poeta realiza una importante crítica política y social desde un registro humorístico. Cuestiona, básicamente, la ignorancia y el hambre del pueblo; la inequidad social; la usura, mediocridad y corrupción política de los doctores que fabrica la Universidad, como así también, la moral e hipocresía religiosa que justifica despotismos y desigualdades sociales. Los textos también permiten reconstruir el contexto de crisis (política, social, económica y existencial) de la década del 30, la llamada “Década infame”.

El poeta denuncia con ojo crítico los males de su pueblo y desmitifica la tradicional representación de la Córdoba “doctoral”: denuncia la ignorancia del pueblo, cuestiona vanidades intelectuales y describe a los “doctores cordobeses” como sujetos incompetentes: zorros, cuervos, usureros y picapleitos que poco o nada hacen para garantizar el bienestar de su pueblo. También los califica burlonamente como burros grasientos e ignorantes que explotan su apellido, presencia y elocuencia para imponer tesis vergonzantes que sólo respaldan sus intereses y acrecientan su fortuna.

Los textos propician una reforma de valores y estructuras sociales vigentes. El humor, en tal sentido, se emplea como herramienta política y de concientización social que permite diagnosticar los males sociales de la época; promover la reflexión e instalar la necesidad de un cambio.

Gabriela Boldini

Ama a tu prójimo como a ti mismo Mientras vosotros vais en automóvil a la Oriental, y al Plaza o al Teatro, aquí el Hambre y la Muerte se dedican a visitar a los desarrapados.

Oh, vosotros los ricos tan decentes, tan justos, tan humanos; y ¡oh!, vosotros, políticos patriotas, que estáis, de amor al prójimo inflamados, nunca vi vuestra acción social y humana en favor de los pobres, condenados a morir como bestias sin patrón, de hambre por los ranchos.

El Paraíso terrenal Aquí da gusto vivir; ¡Qué bella es aquí la vida! aquí se puede morir sin que nadie te lo impida.

Aquí entre tanta riqueza, y entre tan cristianas gentes, vivimos bajo los puentes los que no tenemos pieza.

Vivir así, la verdad no es digno de humanos seres.

Mas no pagar alquileres es una felicidad.

Aquí el despojo es real.

La justicia es negativa.

El hambre es tradicional, y la muerte, colectiva.

La tierra está acaparada por unos cuantos señores, que dicen que son doctores y dicen que es gente honrada.

Y deben de ser honrados pues todo el campo que mercan lo amojonan y lo cercan con terribles alambrados.

Aquí la vida es así.

Para eso existe el Derecho.

Por eso no da provecho la tierra aquí para mí…

Si no hay donde trabajar ¡No importe! Y no los jorobes…

Y sobre todo, no robes, porque es muy feo robar.

Aunque el trance ha de ser duro, la muerte, aquí, es muy barata.

Aquí, el hambriento se mata con un poco de cianuro.

Que no tienes que comer… ¡Muérete! Sobran esclavos. ¡Total por cinco centavos te matas tú y tu mujer!

La noble igualdad Ese sinvergüenza es dueño de mil hectáreas de campo y anda libre por la calle bien vestido y respetado.

En cambio, ese es Juan sin Tierra, que, hambriento, robó un tomate.

Todos le gritan “ladrón” y lo llevan a la cárcel.

Doctor cordobés Este doctor cordobés cara de bulldog con lentes, es el César de la Trampa y el rajá del Expediente.

Como es gran ordeñador de los pleitos y las leyes, tiene casas, tiene campos, tiene chofer y sirvientes.

De todo tiene el doctor, vergüenza es lo que no tiene.

La catedral En esta clara mañana otoñal y dominguera yo veo la catedral por afuera.

De la tierra hacia la altura se yergue firme, estupenda.

Parece por lo magnífica la rosa de las iglesias.

Hay un Cristo, hay una cruz.

Hay, debajo, una leyenda.

Leyenda que no se lee porque está lejos la letra.

Hay dos torres semejantes.

En una, en la de la izquierda, hay un reloj cordobés parado en las doce y media.

Los ricos llegan en auto.

Les abre el chofer la puerta.

Descienden pomposamente, dan al pobre una moneda…

Y así se quedan tranquilos. ¡Han lavado su conciencia ante los ojos de Cristo que aguanta… porque es de piedra!

Referencia bibliográfica: Hererros, Pedro (1936) Córdoba bajo mi ojo, “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, “El Paraíso terrenal”, “La noble igualdada”, “Doctor cordobés”, “La catedral”. Córdoba, Argentina: Edición de autor.

Án Jaeggi

Hern

“El hombre debe tener interés y pasión por edificar algo mejor en el universo donde vive. Es poeta, por lo tanto, un usuario de la palabra. Crea algo con sus poemas, algo útil, un afecto por los otros hombres. Sabemos que la organización política y económica que rige nuestras vidas es a veces cualquier cosa menos lo que deseamos. Es tarea del poeta hacer una sociedad mejor que la que ve, y sólo puede hacerlo si siente que vale la pena y es, por lo tanto, “un optimista desesperado”. Cree en su mundo, cree en su gente y esa es la razón por la que es poeta. Por eso intenta hacerse visible a los ojos del público con los materiales de su arte, busca con sus poemas cambiar en algo la manera de mirar la realidad. El poeta sabe que en esta sociedad sostenida por la imagen lo que no se ve, no existe.” (Hernán Jaeggi, extraído de Centro de Documentación Juan Carlos Garat, blog) Entre otros libros se destaca La sombra de la pipa, Carnaval y la obra de teatro José Gaspar. La soledad del poder.

Hernán Jaeggi nació en Villa General Belgrano en 1953. El poema que compartimos a continuación fue extraído de El mar en el poema, Córdoba, Babel, 2016.

Pablo Heredia

Carta al mar Dios se cansó de la soledad de no estar en ningún lugar y de hablar con su propia barba.

Escribe una carta y la arroja a las aguas que rodean su vida como una isla.

La carta se aleja en su barca tanteando en la niebla marina.

En una orilla distante el poeta la encuentra y le responde: estás en todas partes, mar.

Referencia bibliográfica: Jaeggi, Hernán (2016) El mar en el poema, “Carta al mar”, Córdoba, Argentina: Babel.

í

Alfredo Mart nez Howard

Nació en Paraná, Provincia de Entre Ríos en Septiembre de 1910. Se recibió de Escribano en la Universidad del Litoral, aunque no ejerció esta actividad. Hacia mediados del siglo XX se instaló en La Serranita, sierras de Córdoba, población cercana a Alta Gracia, lugar desde donde ejerció un verdadero magisterio sobre la lírica argentina.

Fue uno de los poetas más representativos de la llamada Generación Poética del 40, quizás el momento de mayor significación en el desarrollo de la poesía nacional.

Publicó Adolescencia (1928), Cuaderno de estudiante (1930), Aire de gracia (1941), Presencia por el aire (1944), La Heredad (1958) y Libro de ausencias y de adioses (1963), su obra más trascendente, reeditada en 2009 por Ediciones Letras y Bibliotecas de Córdoba. Tras su muerte, la Fundación Argentina para la Poesía editó Antología (1968) con prólogo de su coterráneo Carlos Mastronardi. Tradujo Doce sonetos de Shakespeare. Falleció en Córdoba en 1968.

Carlos Mastronardi escribe, de Martínez Howard: “Lírico puro, es decir exento de contaminaciones, M. H. sabe unir la gracia leve a cierto poder de convicción que es uno de los dones menos frecuentes. Lleva consumada una obra más densa que cuantiosa, pero ella basta para ubicarlo entre los poetas que proyectan honor sobre nuestras letras. Por ventura, el oscuro furor del tiempo lo dejará ileso”.

Este juicio, por tantos compartido, debiera ser considerado suficiente para destacarlo como una voz descollante de la poesía argentina del siglo XX. Los textos seleccionados corresponden a Libro de ausencias y de adioses.

Julio Castellanos

Octubre, más allá I Oh rubia!: Dónde está tu remado de sombra Porque eres el diamante que se esconde, lo mismo que un arlequín. Señalas lo puro de tu abismo y aún te pregunto dónde. Pero nada lo nombra.

Dices aquí. Lo busco por el infierno. Nada.

Dices allí, más alto, y el cielo no contesta.

Todo lo atroz y el ángel sin respuesta.

Y tu en tu pelo siempre iluminada!

Dime, si te exigiera la locura Y me dijeras: todo lo murmura, Todo es mi claridad, y no adivinas, me quedaría con el pecho abierto y todo me diría que no es cierto, y un águila de luz sobre mis ruinas.

II He sido el compañero de tu altura, -tú que mirabas siempre lo lejano!me evadí de mi humilde vuelo vano para medir, adentro, tu estatura.

Hoy se multiplica tu hermosura.

No tu naturaleza, el cielo, el llano transitar por los días. Lo lejano sí, lo que acariciabas en tu hondura.

Sentí que te llenaba la distancia, que contemplabas invisibles dioses (las transparencias, esa fiel constancia De tus queridos días asombrados).

Y amanecí entre lágrimas y dioses.

Los brazos yertos y crucificados

III ¿Dónde cantabas, dime (dónde, rama, cantaba, dónde, en qué latido, dónde del misterioso pulso? No responde nada, pero la sangre, llama y llama).

¿Dónde cantabas? Todo se me esconde, todo es mi sombra y todo te reclama.

Suave pasa este verso, tigre y gama como la voz que a tu unidad responde.

Venías del infierno y la armonía nada pudo entre lágrima y madura dicha, la dicha que te sostenía.

Pero sé que cantabas no sé dónde.

Pregunto al cielo pero no responde.

Morena voz en tanta sombra mía.

IV Llego a buscarte. Nada me sostiene sino la oscura vena de tu canto.

En mis penumbras he buscado tanto Que al final sólo tu sombra me conviene.

Soñé la luz y sólo sé que tiene tu azogue, tu revés, el mundo encanto de poblar infinitos mi quebranto, mi espejo roto, por saber si viene lenta, como una joya, la espesura de tu bosque de sombra y hermosura con el anillo y halo de tu ausencia.

Voy a buscarte en esta noche oscura y estás siempre detrás de tu presencia.

Y una voz te confunde y transfigura.

V ¿Y cuál fantasma inquiero, o a qué historia o a qué no ser del alma, o todavía a qué profunda sombra, que porfía por ser oro en mi sangre y mi memoria? ¿Vuelve alguna ventura transitoria o es que se muere una tristeza mía?

Aquel fulgor de ayer ya no existía y ha caído mi tarde con su gloria. ¿Por quién pregunto? Hiéreme lo arcano, me duele, de rodillas, este vano

mirar la luz que ciega y no responde.

Dime, eres tú que acudes, alma hermosa, Tú, la que busco sin decirme dónde Y estás en mí dormida y misteriosa?

La casa Esta, mi casa, es la entrega que hago al amigo, aquí este calor, el ámbito que se parece a un vaho de plantas.

(No adjetivo mucho porque estoy apurado y quiero permanecer más en los nombres) Esta, mi casa, cada día tiene el color que le adjudico y la sensibilidad de mi infancia y del bosque, de todos los bosques del mundo atesorados por la música y los rumores lejanos. Mo calor, la esencia de mi vino y este regalo de madreselva que me invade desde la pala del sembrador que bendecía la raíz.

Rezo, me inclino, apuro su costado celeste y una recién nacida flor se asemeja a la dicha.

La veo en torno iluminada por las noches y pienso en mis nietos y en las fragantes hijas de mis nietos, en el sagrado corazón de los amigos que tiemblan.

Adoro este secreto corazón de la tierra.

Yo he nacido para caer aquí, a la sombría claridad de mis árboles.

Con el ladrido de los perros nocturnos (amarillos a veces como aquel que seguía los pasos de Corbiére) y el sueño siempre estremecido de las alimañas, de las brujas que tejen en la noche como desveladas abuelas y del ensueño oriental de mis gatos.

Sueño en mi casa como un rey y del desierto y la soledad los perfumes anticipan una llegada, una boda, un esplendor, un fuego. Sí, lo que se comunica y asciende como el fuego.

He conducido muchas quimeras.

Siento en el borde de mi jarra la comba, la preñez del deseo.

Siento mi corazón como un pájaro inmóvil.

Y los legados de otros pechos y la ausencia de alguien en mi silla con los brazos abiertos como una esperanza.

Mis cartas custodiadas, mis libros dialogando hasta lo eterno, el trazo del pintor, los dedos que iluminan la arcilla, el vaso que se rompe por el latido de una voz lejana, la lámpara secreta cuya luz es mi padre, siento la serenidad como a esa luz y veo que la vida rodea y que su entraña es mágica y que si me invade el otoño y una hoja amarilla se acerca a mis umbrales todo es nada más que mi corazón que atiende sabiamente aquí, en mi casa.

Referencia bibliográfica: Martínez Howard, Alfredo (2009) Libro de ausencias y de adioses, “Octubre, más allá”, “La casa”. Córdoba, Argentina: Letras y Bibliotecas de Córdoba.

Marcelo Masola

Marcelo Masola nació en Córdoba, en 1915. Fue un enorme lector y un profundo conocedor de la literatura contemporánea y en particular de la poesía alemana, francesa y norteamericana, sin descuidar la producción de poetas locales.

De obra exigua y muy cuidada gozó de un enorme prestigio en los círculos intelectuales de su época. Guió, rigurosa y generosamente, la creación de muchos jóvenes poetas de Córdoba.

Publicó Noche y día (1950), luego reeditado en 2013 por Ediciones Letras y Bibliotecas de Córdoba y El Huésped (1983). Con posterioridad a su muerte se editaron Zodiacal y otros poemas (1993) y Antología de la poesía de Córdoba (1997).

Tradujo el Diario florentino de Rainer M. Rilke y los poemas Destierros, Lluvias y Nieves del Premio Nobel Saint-John Perse.

Murió en Córdoba, en enero de 1984.

En “Notas para una lectura de Noche y Día de Marcelo Masola” comenté: Un logro ponderable de su estética está basado en la organización articulada de la frase elocutiva…

Fue Masola un escritor ajeno a la facilidad de la fusión emotiva. El yo pronominal, tan cercano a los labios de los poetas, aparece en una virtualidad expresiva; se ubica como enunciante ficticio, imaginario. Desde ese yo de la comprensión ante el cual juega el tú como atributo (y destinatario) de un nombre, el autor desarrolla sus textos, los transcurre por una temporalidad… ¿Quién es el ocupante en los textos de Masola?. Más que el yo es el enunciado del yo, articulado reflexivamente…

Fue Marcelo Masola, seguramente, el primer y mayor exponente de la maduración de la poesía de Córdoba. Sin su obra, las voces que le sucedieron acaso no hubieran sido posibles.

Los textos que componen esta muestra pertenecen a los dos poemarios publicados en vida del autor.

Julio Castellanos

Desde la única palabra Desde la única palabra que me une a la transparente y pura, por el lejano camino del canto me llega este pulso sazonado y florecido corazón creciendo.

Desde aquel sitio permanente elegido por la raíz de mi presencia y celebrado por la voz de mi recuerdo, desde aquella distancia de mi cuarto me llega esta demorada figura de marea y polvorienta estampa.

Desde allí me llega esa muerte decretada por una edad desconocida en el pecho: lo poco, vertiginosa madera ardiendo; lo mucho, confuso designio derramado. ¡Cuánta flor perdida a la mirada y pájaro ciego atropellando ramas!

Llegaba mi voz hasta la espina y como ella se quebraba.

Entonces era mi sangre errante, era mi corona oscura, era mi profecía antigua.

Y, solitario, llegué a mi cuerpo caído de rodillas.

De todo aquello sólo queda ahora un triste viento último en mi estatura de tiempo desvelado, en mi vivo círculo de asombro.

Una edad de campana a la redonda y otra de altos signos encendidos me trajeron una nueva vestidura y un prestigio de hombre que retorna.

Para invocar el alba con el canto, para decir la palabra que me ata, he reunido el mundo a mi destino, he resuelto vivir en la esperanza.

Ando buscando algo que se parezca al amor o al odio.

Ando buscando algo que no encuentro: algo que salga del viento y me toque, algo que salga del sueño y me nombre.

Ando buscando algo que se parezca a la vida o a la muerte.

Ando llamando mi destino y corro y clamo: aquí arde la noche, se detiene el aire, el silencio crece.

Busco todo en mi garganta: algo más hondo que el llanto, algo más alto que el grito.

Eterno como el árbol mi destino son dos ramas: aquí mi cuerpo descansa, allá mi alma divaga.

Y más arriba y más adentro, el comienzo, el movimiento y la presencia.

Eternos como el árbol mis deseos son dos ramas: así el aire que me engaña y en el tiempo revelado.

Así me espera el mundo: como el viento espera la veleta, como el agua espera la garganta.

Así me llegó el amor: como llega la música al oído, como llega la voz a la palabra.

Eternos como el árbol

mis sueños son dos ramas: así el goce en mis entrañas y en el verso realizado.

Y más arriba y más adentro, todo lo que gime, lo que calla y lo que siente.

Eterna como el árbol mi vida son dos ramas: aquí mi corteza estéril, allá mi fecunda savia.

Así eterno como el árbol, el verde en mí florece.

Únicamente porque el amor es creación Siempre me dije: Ahora y aquí.

No mañana.

No nunca.

Muérdame tu amor, tus dientes sin paz, labios del bien o del mal, cólera o ternura, besémonos o recémonos. ¡Ahora y siempre Echémonos del paraíso!

Invocaciones 1.VOZ, escúchame Canto, persígueme Alcánzame , grito Silencia, suéltame Tómame, sonrisa Cúbreme, tacto Desnudez, ahógame Ahora, desampárame, cuerpo y tú, polvo, engéndrame.

2.VEJEZ, condúceme Soledad, agótame

Sáciame, semejante Madurez, prodígame Reúneme, recuerdo Dispérsame, olvido Infancia, regrésame Ahora, agonízame, vida y tú, muerte, alúmbrame.

3.REALIDAD, niégame Destino, libérame Profáname, amor Tiempo, hiéreme Fuérzame, fatalidad Revélame, enigma Devenir, precédeme Ahora, aniquílame, todo y tú, nada, concíbeme.

Escala violenta IZAMIENTO de la noche postración del día ráfaga de la sombra fulgor del viento alivio de la inocencia gravedad de la tolerancia inercia de la seguridad tamiz de la lejanía peldaño del esfuerzo muro de la confusión vientre del riesgo parto de lo anónimo ámbito de la sustancia cavidad de lo eterno anunciación del trono epifanía de lo imprevisto oficio del discurso opacidad del lenguaje fiebre de la lucidez densidad del éxtasis sustracción del otro adición de lo efímero exceso del dogma estertor de la esperanza nostalgia del antepasado posteridad del fin.

Referencias bibliográficas:  Masola, Marcelo (2013) Noche y día, “Desde la única palabra que me une”, “Ando buscando algo”, “Eterno como el árbol”, “Únicamente porque el amor es creación”.

Córdoba, Argentina: Letras y Bibliotecas de Córdoba.  Masola, Marcelo (1983) El Huésped , “Invocaciones 1”, “Invocaciones 2”, “Invocaciones 3,“Escala violenta”. Córdoba, Argentina: Alción.

Amaro Nay

“Los poemas de Amaro Nay, desde Dalterius hasta Riquil-dá, se habían caracterizado, casi como sello escritural, por una opción por un naturalismo preferentemente marino y de referentes cósmicos -entre la fertilidad de la madre, la tierra, el amor, el mar, las olas, el viento, lluvia, sol, cielo, luna, estrellas, flores, peces, pájaros-, como un marco en el que los hombres ocupan un centro arquetípico, en el que los fenómenos y las fuerzas naturales son confrontados con los hechos y la labor cotidiana, descarnada y sufrible, ante la lucha por la permanencia, por la subsistencia y por la creación.” (Rafael Ojeda, extraído de “La poesía como revelación y exilio. Un análisis de la obra del poeta Amaro Nay”, en Cementerio y palabras, blog) Amaro Nay nació en Perú y desde muy joven se radicó en la ciudad de Córdoba, donde produjo la totalidad de su obra poética, entre las que se destacan Dalterius, Al pie del hombre con palabras de papel y Nubedil.

Pablo Heredia

Me queda la herencia del hambre me dejan las cenizas de la noche subo las gradas del tiempo en nombre de la patria con las manos Remedadas me quedo entre Las jaulas de mis huesos pienso en mi país desahuciado con los días despojados

Referencia bibliográfica: Nay, Amaro (1994) Nubedi, “Me queda la herencia”. Córdoba, Argentina: OpOloop.

Alejandro Nicotra

A modo de muestrario de una obra que deslumbra a lectores, se han seleccionado cuatro textos que corresponden a distintos momentos de creación: Los dos primeros textos, de Cuaderno de Córdoba, dan cuenta del tiempo de estudiante, cuando residía en la capital, y se deslumbra con los poemas de Antonio Machado, autor cuya impronta no abandona. El tercer poema “Lugar de reunión”, del libro homónimo, alude a la circunstancia de la muerte de su maestro de escritura, el poeta Antonio Esteban Agüero, por lo cual, el poema se hace puente para sostener un vínculo siempre vigente. Los siguientes poemas, “Hogueras de San Juan” y “Otras Hogueras” pertenecen al libro de 1993, cuando el autor se descubre voz, la más profunda, de su paisaje natural. Por último, el poema “Córdoba”, de De una palabra a otra, que refiere sobre la dinámica de una creación lírica en estado de apertura.

El autor nació en Sampacho el 25 de marzo de 1931. Su infancia y adolescencia transcurrieron en el noroeste provincial, luego, en su juventud, se traslada a Córdoba donde egresa de la carrera de Letras Modernas (Fac. Filosofía y Humanidades, UNC). Participó como co-fundador y miembro del consejo de la revista del grupo "Laurel" en sus dos épocas (1957-1960 y 1979-1980). Ejerció la docencia a nivel secundario en Villa Dolores, la ciudad donde ha residido la mayor parte de su vida y donde se dedica de lleno a su vocación poética.

Es uno de los autores de Córdoba de mayor repercusión en todos los niveles por sus aquilatados méritos literarios y la coherencia y la jerarquía de su trayectoria, y sus poemas han sido traducidos a otras lenguas. Entre sus poemarios se destacan: Puertas apagadas (1976), Lugar de reunión (1981), El pan de las abejas y otros poemas (1985), Hogueras de San Juan (1993), Cuaderno abierto (2001), El círculo de plata (2003) y De una palabra a otra (2008).

Bibiana Eguía

Caminos ¡Ah los caminos que llevan donde supimos amar, y que llevan donde nunca la vida nos llevará!...

Caminos, frente a mis ojos, andados y sin andar, en esta mañana clara, sobre colinas de paz, bajo las nubes que pasan con melodioso pasar…

XXVII. Lugar de reunión El hombre que ahora escribe, con mano que se cierne mortal, escribe para los ojos de su muerte.

Busca un lugar de reunión. Árboles desaparecidos y futuros, las fuentes que no cesan, circulares, tus ojos y su boca: ....................................¿hay una plaza sin nombre, a donde dan todos los días?

Busca un lugar de reunión, escribe para los ojos de su muerte.

Hogueras de san juan Parecido al invierno, el hombre vuelve a reunir sus palabras al pie de la noche: caído amor, que arderá en fuego inútil; y sin embargo, ahí quisiera convocar a la danza: su mano en otras manos, y la más vasta ronda de árboles y cumbres, girando en torno al corazón que muere…

Como otra vez —la ceremonia es circular, incesante—,

su vida se confirma y se deshace en un cuerpo de humo.

Otras hogueras … Tal vez, sólo en ese lugar del invierno, pudiéramos vestir de otras hogueras las cumbres y los árboles de la estación.

Y quizá, tú danzaras ahí.

Entonces, caminaríamos hacia aquellos montes; si bien hay leyes arduas, aunque piadosas -“no volver los ojos”-.

Y un difícil regreso.

XXXIV. Córdoba a Rodolfo Godino Es verdad: otra vez se ha abierto el día.

Y allí están, es un don, la grata cumbre azul y la ciudad querida.

Córdoba -que balbuce, otra vez, en su mañana el poema posible.

Referencias bibliográficas:  Nicotra, Alejandro (1957) Cuaderno de Córdoba, “!A lo caminos que llevan”. Santa Fe, Argentina: Castellví ediciones.  Nicotra, Alejandro (1981) Lugar de reunión, “Lugar de reunión”. Córdoba, Argentina: Domingo Taladriz.

 Nicotra, Alejandro (1993) Hogueras de San Juan,“Hogueras de San Juan”, “Otras hogueras” Buenos Aires, Argentina: El imaginero.  Nicotra, Alejandro (2009) De una palabra a otra, “Córdoba”. Córdoba, Argentina: Ediciones El copista.

Leticia Ressia

Los textos de Leticia son especiales, contundentes: tientan y repelen en su recta lucidez. Un lenguaje sencillo, a veces irónico hasta el sarcasmo, descubre una voz de mujer lanzada a la existencia. La palabra se presenta inquieta, molesta, confusa… y así se instala en un anhelo de encontrar el cierre que responda a aquello que inquietó, molestó y confundió. El siempre presente Yo, está en la encrucijada entre la decepción o la cólera, haciendo aparecer lo que no se creía que estaba. Los poemas elegidos, tomados del libro del 2012, remiten a preguntas de un pasado infantil de dolor; y un futuro que adviene sin poder resolverlo, pese a la necesidad de superarlo.

La escritora nació en Pellegrini, provincia de Buenos Aires, en 1979 y vive en Córdoba, donde cursó la carrera de Letras Modernas (Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC). Sus textos están en varias antologías, entre las que destacamos Dora narra (2010) y Quince mujeres poetas de Córdoba (2011). Entre sus publicaciones se destacan Día de los inocentes (2001), La selva oscura (2012) y El hielo de la guerra (2014).

Bibiana Eguía

Nosotras I Qué bueno hermanas nos han llamado como el río, nuestros nombres se han ido con el cause pero qué hemos hecho con madre y padre.

Nuestras aguas son tan profundas que van hacia el mar.

No alcanza el barro.

Nada nacerá en nuestras costas con la pequeñez y el tiempo los hemos devorado.

II Era preciso desaparecer un poco esclarecer la turba encontrar memorable el infierno ¿Dónde caen las miradas dirigidas al cielo?

Nadie mira a las mujeres solas El loro de la abuela repite palabras aprendidas.

Nosotras sabemos lo que dice: “¡Oh! Abandonadas”.

III Esta fue nuestra selva la llanura pero hemos sido arrojadas nos han vomitado los pastos llorones y las vacas gordas.

Caídas del cielo

a otro cielo

Espantapájaros No temblarás no te devolverán el viaje las carrozas enfermas.

Mirar otros nidos no reconstruirá tu casa pero alguien te acariciará un poco para compensar y otra vez el monte será verde en las mejillas.

Sin embargo, escribir estas cosas querida, no alejará suficiente los cuervos.

Referencia bibliográfica: Ressia, Leticia (2012) La selva oscura. “Nosotras I”, “Nosotras II”, “Nosotras III”, “Espantapájaros”. Córdoba, Argentina: Editorial gráfica 29 de mayo.

Romilio Ribero

Romilio Ribero nació en 1933 en Capilla del Monte (Córdoba) en plena montaña. Hijo de una mujer a la que él reconocía con orgullo como “india” y que oficiaba como curandera, al igual que la madre de ella (es decir, la abuela de Romilio), se crió en contacto con la naturaleza y las hechicerías ancestrales que conocían las mujeres de su casa. Es por esto, tal vez, que en su poesía construye un mundo maravilloso y enigmático, pleno de fantasmagorías donde aparecen permanentemente la magia, las mujeres en carácter de hechiceras o de seres arcaicos y una naturaleza poblada de combinaciones extrañas e inesperadas. Romilio fue un artista autodidacta, que se dedicó tanto a la poesía como a la pintura. Vivió un tiempo en Buenos Aires, donde se relacionó con artistas y escritores importantes, pero no pudo adaptarse a la gran ciudad y regresó a Córdoba. Murió en 1974, dejando una gran cantidad de libros inéditos. En vida solo publicó dos, Tema del deslindado, en 1961 y Libro de bodas, plantas y amuletos, en 1963. Años después de su muerte, la editorial cordobesa Alción, con ayuda de la esposa de Romilio, Susana Sommer, comienza a publicar el material que había quedado inédito. Otros libro suyos son Libro de viaje de los varones prudentes (1997), Las mujeres, las magias (1997), Las otras mujeres (1997), Propiedades de la magia (1999), Imago Mundi (1999), Presentación de mi familia (1999), Familiares y Sortilegios (2000), Libro de oscuras dinastías (2000), El paraíso destronado (2002), Libro de las hechiceras y los matrimonios (2003), Todo fénix es la mirada (2003), El mágico señor de lo oscuro (2004), Libro de las estirpes (2004), Libro de los desamparados (2004), Libro de las expresiones (2004).

María del Carmen Marengo

El adolescente de las piedras HAY UN PÁLIDO OLOR A PÁJARO en las cavernas de Altamira hay una tierra en cada párpado y un crepúsculo en cada uva.

Hay un niño que escribe cantando con los bisontes de las aguas y una mujer que se duerme en el liquen como se duerme la azucena entre las fétidas cornadas.

Hay en fin un guerrero muerto atravesado por tres astros que gobiernan a la Hilandera la que teje cuerpos de flores y corta con sus dedos la tiniebla.

Hay no sé cuántas cosas raras cuando el mundo de terciopelo abre sus toros de fragantes dientes y los cuerpos ansiosos de deseo ofrecen sus cinturas a las muertas magnolias.

De tal manera entiendo lo que el monarca ordena con las pestes que siempre estará un cuerpo ardentísimo eterno melancólico dormido entre las sábanas del fuego.

De Libro de oscuras dinastías

Libro de los matrimonios (Fragmento) Las hechiceras hablan de ese Libro, como de algo signado por sus encantamientos.

El que leyó sus fórmulas desciende hacia el abismo de los mares y trae redes de celestes perlas.

Puede volar en el viento sin ser visto, como el doliente músico que ha nacido del alba con su rosa.

Amigo mío, amigo mío.

Tú me preguntarás dónde encontrarlo, en cuál región del mundo o de la niebla.

El corazón que tengo no es de azufre azotado por rayos.

La memoria que me habla ya no tiene el ardiente entendimiento.

Vi como escribían el Libro misterioso, en un país indescifrable, con tintas del azufre y palabras oscuras de miraza.

Vi llegar a los sabios y alquimistas, a los padres astrónomos y a las parteras madres, las altas hechiceras, los médicos de tribus, las danzantes. Vi también los ocultos hechiceros que se cubren con cueros de las cabras y los relatadores navegantes; de las montañas mías descendieron antiguas tejedoras, hiladoras y madres oficiantes: algunas con sus niños, en los carros de bodas y de otoños, entre palmas y ruidos de animales, mujeres comedoras de langostas, de urracas, de víboras del agua y de lagartos; mujeres con olores a magnolias, a sales de las piedras, a hierbas de los ríos; los vi llegar hacia los cementerios de las encenizadas arenas del ocaso, dejar allí tributos de los muertos, danzar sobre las tumbas de los niños con lámparas y tules misteriosos, y alejarse después bajo los astros.

Muchos de ellos vinieron a decirme quien escribió este Libro.

Pero yo no entendía su lenguaje.

Mi aldea entre montañas es demasiado pobre de perfumes. Soporta en su quietud los nublados de agosto, mientras en los veranos se suceden las muertes con balanzas de flores y ciencias del amor.

De Libro de las hechiceras y de los matrimonios (1964)

Poema libro del derrumbe de la sombra Agua ciega y derrumbe de mi sombra en sanguinarias flores de mi estirpe.

Estoy solo mi amor. ¡Ay, elevado fuego de mi alucinamiento!, ¡ay, rama de mis láminas de lágrimas!

Estoy solo mi amor.

Aunque en la sombra fría lo pregonan consumadas personas que presentan ramos del alma, arenas con tu nombre estoy solo mi amor.

De Todo fénix es la mirada

Referencias bibliográficas:  Ribero, Romilio (2000) Libro de oscuras dinastías, “El adolescente de las piedras”.

Córdoba, Argentina: Alción.  Ribero, Romilio (1964) Libro de las hechiceras y de los matrimonios, “Libro de los matrimonios”. Córdoba, Argentina: Alción.  Ribero, Romilio (2003) Todo fénix es la mirada, “Poema libro del derrumbe de las sombras”. Córdoba, Argentina: Alción.

Carlos Schilling

Nació en Sunchales en 1964 y se radicó en Córdoba en la década del 80. Publicó los libros de poemas Mudo (2001), Formas de ver el mar (2006), por el que recibió el Premio Accesit en el certamen “Jaime Gil de Biedma”, en España y Confesiones impersonales (2010), y de novela y cuento Diana y Nadia (1999), Mujeres que nunca me amaron (2007), Experimentos con seres humanos (2013) y Disfrazado de novia (2016). Es Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y trabaja como periodista cultural en el diario La Voz del Interior.

En la poesía de Schilling tiene gran importancia la parte formal de los textos, es decir la rima, la métrica y el ritmo, que se utilizan de forma novedosa. En el primer poema aquí seleccionado, el yo poético se dirige a una muchacha de la que ha estado enamorado en su adolescencia luego de conocer la noticia de su muerte. Es interesante observar cómo en el texto se introducen otros tipos de discursos que no tienen relación con el lenguaje sentimental.

El segundo poema trabaja con la idea de la posibilidad del eterno retorno y los mundos paralelos. Finalmente, el último plantea la inquietud ante la posibilidad de lo siniestro en el propio hogar, es decir, que lo conocido e inocente se vuelva amenazador y terrorífico.

María del Carmen Marengo

A Marisa Badino, cuántos días después de nunca más... Ninguna cuenta regresiva es posible cuando el sol gira en sentido opuesto al espiral de tus pasos (¿terrestres o celestes?) y cifrar con palabras todo el tiempo no vivido parece la medida justa del desconsuelo. Pero digo, Marisa, que tu nombre de tan fácil rima rechaza por igual la brisa caliente del verano entre los pinos del cementerio público en Sunchales como la breve risa del borracho que levanta su copa sin saber cómo se llama la difunta... Sos una difunta, ¿viste?, sos la vieja que no llegaste a ser, porque los muertos siempre resultan anticuados, turbios y pasados de moda en sus posturas de muñecos de cera. Yo prefiero no haber estado en tu velorio y gracias le doy a quien no creo por vivir tan lejos de tu fosa que me siento libre de refutar la corrupción de tu cuerpo, tachar con una cruz de tinta cada bicho o cada yuyo que brote de tus huesos, y encarnarte de nuevo en mis deseos no cumplidos, para cambiar los años que no fui nadie en tu vida por un siglo juntos o una tarde. Que conste en actas: nombre: Sra. Marisa Badino de Schilling; domicilio legal: este poema. *** Si cada noche vuelven las estrellas y vuelve el viento y vuelven a fundirse los amantes y el mar en mi memoria, si hay más vasos, más sed y más botellas y brindar equivale a despedirse, ¿es el fin el principio de otra historia?, ¿es la respuesta siempre otra pregunta?

Miren ahora donde el dedo apunta, ¿qué ven?, ¿fantasmas, hombres o mujeres?

Tal vez existen demasiados seres en cada ser y demasiados mundos en cada mundo y nunca se terminan, no, pasan pero nunca se terminan las horas y minutos y segundos

que faltan para ver el fin de todo y su principio y cuál sería el modo de conocer que en la A ya está la Z y que las sobras son la obra completa, cuál, cuál sería el modo de volver a romper este vaso en otra vida y contar cada vidrio y suponer que la suma es la forma y la medida de un acto para siempre reversible.

Tiene que ser, sí, debe ser posible; más que posible, justo; más que justo necesario, sentir el mismo gusto de este vino en las bocas no besadas todavía, en las lenguas descarnadas de quienes nunca fueron mis amantes y abrazarme a sus cuerpos palpitantes para que mi memoria sea el mar mismo y el viento y vuelvan a brillar otra vez, cada noche, las estrellas... *** Cuando duermo en la cama de mi hija, no quiero que me miren sus muñecas con esos ojos de retinas secas, abiertos día y noche, como pozos donde siempre parecen flotar trozos de un mundo sumergido en otro mundo, y no quiero saber si es más profundo mi sueño que sus sueños de criaturas extrañas a la vida, con figuras que evocan a personas recordadas a medias y a lejanos seres, hadas, brujas y elfos, venidos de una tierra que en sí misma subsiste y se encierra y late sola bajo un sol negado a todos; no, no quiero ser el lado visible de esas formas invisibles, cuando duermo en la cama de mi hija, y noto que las dudas son posibles, que crecen y se nutren de mis huesos como una enfermedad que ni los besos de un ángel curarían: ¿por qué vivo, y por qué vive en mí un fugitivo, un hombre que no puede ser el padre de nadie?; no, no quiero que me ladre el perro de peluche, ni que el oso de plástico me empuje hacia ese foso de las últimas cosas, donde siento que termina otra vez el mismo cuento,

y ninguna visión, ninguna cara viene a llenar el hueco de mi cara, porque todo es neblina, todo es grumo, todo se desvanece como el humo, cuando duermo en la cama de mi hija.

De Confesiones impersonales

Referencia bibliográfica: Schilling, Carlos (2010) Confesiones impersonales, “A Marisa Badino, cuántos días”, “Si cada noche vuelven las estrellas”, “Cuando duermo en la cama de mi hija”. Córdoba, Argentina: Alción.

Alejandro Schmidt

Nació en Villa María en 1955. Publicó los libros Serie Americana (1988), Dormida, muerta o hechizada (1991), El Diablo entre las Rosas (1996), En un puño oscuro (1998), Como una palabra que pudiste decir (1998), El patronato (2000), Silencio al fondo (2000), Esquina del universo (2002), Oscuras ramas (2003), La vida milagrosa (2005), Llegado así (2005), Casa en la arena (2006), Mamá (2007), Videla (2009), Átomos (2009), Árbol viudo (2011), Verdad de lo evidente (2011), Tú (2011), Nace tu lámpara (2012), Mi metafísica (2012), Romper la vida - Antología Existencial (2013), La impropiedad (2013), Una sombra llena de perros (2015), Otros rayos (2016), Visita del fantasma (2017). Dirigió la revista El Gran dragón rojo y la mujer vestida de sol, la Editorial Radamanto entre 1990 y 2007 (en la cual se editaron plaquetas, folletos y libros dedicados a la poesía argentina) y la colección Alguien Llama. Carpetas de poesía argentina. Fragmentos de su obra fueron traducidos al inglés, alemán, italiano, francés, portugués, catalán y rumano. Dos de sus libros fueron transcriptos al sistema Braille.

Su poesía se caracteriza por un estilo coloquial, aparentemente sencillo y despojado, junto con una profunda preocupación existencial y ética. En sus poemas se presenta la interrogación acerca de la posibilidad de un mundo oculto tras las apariencias de lo cotidiano, un mundo mágico, sobrenatural tal vez.

María del Carmen Marengo

´

El jorobado en la madrugada por el vidrio roto de la escarcha alguien llama a su perro silba insiste llama a su perro si una vez una sola vez hubieran llamado así a mi corazón no llevaría esta joroba cuando sale el sol.

De El diablo entre las rosas

Esquina del universo para plantar un fresno hicieron un pozo en la esquina donde está mi casa pasaron las nubes del verano los rastros de mayo y el pozo fue cubriéndose de sustancias innobles plástico, grandes huesos un poco de cemento , latas estas noches en que no duermo oigo murmullos terribles silencio, insectos salir del pozo hacia otra negritud quizás esta sea la esquina del universo y el hueco llegue hasta el ojo de fuego de la Tierra acaso los muchachos regresando del baile

la vecina y sus bolsas los obreros en su veloz agobio arrojen también allí un azar de reconcentrada materia espiritual y permanezca yo insomne todavía entre una calle y otra del universo oyendo secretos ruidos y los rápidos pasos del amanecer.

La vida mejor los amigos se quejan nuevamente describen el desastre cotidiano pero ¿no fue siempre así? me aburro me harto su casa es tan pobre como la mía tiene una ventana que da a una plaza sola de tierra y arbustos algunas viviendas y al fondo en el espejo llano de este mundo una chica con shorts va hacia allá quién sabe dónde dos caballos vuelven al sur esos cuerpos que parecen moverse por primera vez mucho más lejos que la distancia entre una boca amarga y el silencio deben ser la vida mejor y después de mates lavados cigarrillos fumados al otro

con pudor subimos a la bici volvemos rápido corriendo la noche rogando ser eternos frescos respirar alguna vez la vida mejor.

Las estrellas de lata los camiones, se abalanzan mi hijo sueña que va en moto en moto en moto y vos querida con tu pelo negro y tu enterito de huesos ¿qué pensás? soportamos juntos siempre será así ¿no fue siempre así para nosotros? una vida mejor una vida mejor no es necesaria.

De Esquina del universo

Kiosco yo quiero tener un kiosco lo quiero de día y lo quiero de noche abierto seré el señor del kiosco el gordo kiosco el dueño del kiosco en la esquina con un toldo a rayas brillará mi kiosco llenaré la maleta del gato Félix el tesoro de Rusia

la boca de mamá seré feliz cuando tenga el kiosco y escriba Pessoa mi poema la insignificancia de Occidente derramará sus cajas de noche un televisor pequeño explicará los mundos la luz de la ciudad irá mezclando astros seré el necesario dios de la vereda.

De Oscuras ramas

Referencias bibliográficas:  Schmidt, Alejandro (1996) El diablo entre las rosas, “El jorobado”. Buenos Aires, Argentina: Libros del Empedrado.  Schmidt, Alejandro (2002) Esquina del universo, “Esquina del universo”, “La vida mejor” S/D.  Schmidt, Alejandro (2003) Oscuras ramas, “Kiosco”, Villa María, Córdoba, Argentina: Ediciones Radamanto.

LUIS DE TEJEDA Y GUZM

ÁN

Luis José de Tejeda y Guzmán (1604-1680) nació en Córdoba del Tucumán, y fue el primer poeta argentino del que se tengan noticias. Pertenecía a una familia distinguida, descendiente de conquistadores y fundadores de la ciudad.

También integró el primer grupo de estudiantes que egresaron del Colegio Máximo de los jesuitas (actual Universidad Nacional de Córdoba). Fue militar y político; pasó sus últimos años como en el convento de Santo Domingo, de la ciudad de Córdoba (sin profesar el sacerdocio).

De su obra se conserva un texto único, llamado Libro de varios tratados y noticias, que permaneció prácticamente desconocido hasta principios del siglo XX. Este libro incluye prosa y verso, textos religiosos y autobiográficos; sin mucha cohesión aparente. De él hemos extraído dos relatos (modernizados por el estudioso Oscar Caeiro) y el comienzo del relato de su vida en verso.

Las narraciones cuentan de manera ficcional dos episodios de su vida, cuando perseguido por la justicia debió refugiarse en los campos de su propiedad, en un Saldán que en ese momento era monte desolado, casi sin habitantes; una región inhóspita y lejana.

Cecilia Corona Martínez

El incógnito huésped Los ejemplos frescos y recientes son más eficaces para incitar a la virtud que los antiguos, cuyas repetidas noticias, por grandes que sean, suelen entibiar la admiración; por eso referiré el que se sigue de la devoción a las cinco letras del nombre de María.

Tres leguas de Córdoba por las faldas de sus cercanas sierras se extienden las campiñas de Saldán, fértiles y amenas, con dos arroyos cristalinos que las riegan hasta hacerse tributarios el undoso1 río que de las sierras se precipita a esta ciudad. Este delicioso pago componen granjas y haciendas de algunos dueños. Y el de una de ellas labró una devota capilla que dedicó a Nuestra Señora del Carmen, de quien él y su virtuosa mujer eran devotísimos: cantaban en ella con sus hijos todas las noches la salve, y rezábanle el rosario y las cinco avemarías a las cinco letras de su nombre.

Llegó a sus manos un oficio breve de esta devoción, dispuesta en dulces metros y coplas castellanas. Desearon mucho hallar un diestro músico que lo pusiese en varios tonos, según los versos cortos y largos e que constaba, para que le cantasen sus hijos en la capilla: no pudieron en muchos días conseguirlo, consolábanse con decirle rezado.

Una noche muy tempestuosa de viento, relámpagos y truenos, aguardaba en padres e hijos, para ir a la capilla a cumplir su ordinaria devoción, que calmase algún tanto la tempestad, y en lo más recio de ella, llamaron por defuera2 con grandes golpes a sus puertas. Prevínose el dueño de la casa, por estar en el campo, y abrió las puertas, y vio entrar por ellas un hombre que más parecía salvaje; porque, aunque el talle y la disposición edad eran de un mancebo briosos y bizarro, la crecida y desgreñada melena y barba y el arreo de su persona mostraban que venía de habita los montes; su lenguaje feo, rústico y placentero daba a entender que alguna mala fortuna le tenía en aquel estado; dijo que caminando hacia la ciudad y entendiendo que la cabalgadura en que iba le llevaba a ella, no sabía cómo había retrocedido, y se hallaba en aquel paraje, cuya población le habían mostrado los muchos relámpagos.

Quiétose el viento; y entrándose la devota familia a la capilla, diciéndole al incógnito huésped que esperase allí, apenas se empezó a cantar la salve cuando él también entró a oírla, y se puso de rodillas hasta el fin de ella y de las demás devociones. Y luego que se acabaron, sacó de debajo del brazo un discantillo al talle de lo demás y le templó, y al son de él cantó una letra en alabanza de la virgen y otros muchos romances al mismo asunto, con una admirable voy y no poca destreza.

Fuéronse de allí a cenar; agasajáronle; y sobre mesa refirió que había años que no venía a la ciudad por haber habitado en unas montañas que están más de treinta leguas de ella, entre unos indios bárbaros, donde, aunque su vida también lo era, había permanecido en la devoción de nuestra Señora a quien, entre otras, tenía devoción de cantar siempre al son de aquel discantillo aquellas otras muchas letras que sabía. Parecióle a los dueños aquel caso milagroso, por los deseos con que estaban; y confirmáronlo cuando, en dos días que para ello le detuvieron, puso e diferentes tonos de los muchos que cantaba todo el oficio, y los supo cantar toda aquella familia. Con que, agradecido del agasajo y socorro que halló en ella, prosiguió su camino a la ciudad.

Pagóle la Virgen aquella su pequeña devoción y afecto luego que llegó a la ciudad: haciéndole religioso lego; y librándole, por este medio, de la muerte que la justicia real le prevenía por muchos y graves delitos; y librándole de cometeré otros tantos, aunque no muriera, con el estado religioso en que hoy vive con ejemplar escarmiento.

1 2

Ondoso: que forma ondas al moverse. Epítiteto frecuente en el lenguaje poético de la época.

Por la parte exterior.

El nombre y la metáfora milagrosa Otro caso referiré que le sucedió a un hijo de esta devota familia algunos años más adelante.

Diose una gran herida, traveseando con un hacha bien afilada, sobre las cuerdas que caen sobre el talón del pie izquierdo; conformaron3 todos los que la vieron en que se las había cortado, y en el peligro que corría, cuando no la vida, la pierna, y más cuando, puesto en las manos de médicos y cirujanos, en tres largos meses ni se estancaba la sangre, ni cerraba la herida, divida con dos gruesos y enconados labios que descubrían su profunda boca. Volvióse el desconsolado padre con su hijo a su capilla de Saldán, entendiendo que con hierbas y raíces que conocía le iría mejor que con las recetas de las boticas 4. Y teniéndolas ya preparadas y a punto, en el mismo día y hora en que había de empezar la cura, llegó a su casa un pasajero muy acaso, que contándole su trabajo5, le dijo que eran mejores una flores y hojas que él conocía por la experiencia de que sanó con ellas –de que tenía la señal en la frente–, que la flor se llamaba mirasol y su hoja de Santa María, y que sería muy posible hallarlas allí. Y saliendo a buscarlas las halló. Y muchas alrededor de la capilla, y se las trajo.

Inclinóse luego el afligido padre a hacer la cura de su hijo con ellas, como lo hizo, arrojando a las demás que él conocía, llevado más del afecto y devoción del nombre y haberlas hallado donde las halló, que de la relación del pasajero. Y apenas lo puso en ejecución cuando, a la primera cura, empezó a desenconarse la antigua llaga, y a deshincharse aquellos cárdenos labios, y a ir mostrándose por la profunda boca la carne crecida fresca y colorada, quedando, a pocas curas más, cerrada del todo la herida del pie, y la pierna sin lesión alguna. Dieron el padre y el hijo infinitas gracias a Dios que -con una flor y hoja inanimadas, que solamente tenían la denominación extrínseca de María, y la traslación metafórica de que siempre miró y siguió los pasos del sol de justicia Cristo- remedió su no esperada salud y su desconsuelo.

Materia bastante dan a la consideración esa flor y hoja, para discutir qué efectos causara este soberano nombre en las almas donde verdaderamente estuviesen impresas sus cinco letras, como en láminas incorruptibles con el buril de la devoción.

Romance sobre su vida La ciudad de Babilonia aquella confusa Patria, encanto de mis sentidos, laberinto de mi alma; aquella que fue mi cuna al tiempo que el sol pisaba la cola del escorpión y él le miraba con rabia.

Mientras canto y mientras lloro y entre memorias pasadas refiero agravios presentes, me escuche desde su alcázar.

Para cantarlas me siento 3

Conformaron. Convinieron, fueron del mismo parecer.

Boticas. Farmacias.

5 Trabajo. Las penalidades que padecía la familia a causa del hijo lesionado.

4

sobre la arenosa falda de este humilde y pobre río que murmura a sus espaldas.

No para cantar como él que entre dientes siempre habla porque jamás desengaños piden, verdades más claras.

Ya esta será la postrera vez que busque consonancia mi voz al soplado viento de aquesta mi antigua flauta.

Porque de aquel sauce verde después de cantar colgada no ha de ser ya mi instrumento mas el viento, sino el agua.

Referencias bibliográficas:  Tejeda, Luis de (1994) Casos y Ejemplos. “El incógnito huésped”, “El nombre y la metáfora milagrosa”. Estudio crítico y notas por Oscar Caeiro. Córdoba, Argentina: Alción.  Tejeda, Luis de (S/D) “Romance sobre su vida”. Recuperado el 9/11/2017 de: https://archive.org/stream/elperegrinoenbab00tejeuoft/elperegrinoenbab00tejeuoft_djvu.txt

Lucas Tejerina

Lucas Tejerina (Bell Ville, Córdoba, 1974) reside en Córdoba, ciudad en donde realiza la apuesta de una escritura poética que reta a la tradición: la tradición de lo que es la poesía, y también de lo que puede serlo, al mirar lo más cotidiano, lo más intrascendente para integrarlo al poema, y donde lo cordobés queda guardado en los temas, los modos y las modas de las que el autor participa aún desde la negación. Así se explica su “Cuarteto bolche” (del libro homónimo), un poema integrado por una serie de imágenes yuxtapuestas con el orden del propio capricho del Yo, quien se instala como organizador de un lenguaje, de un discurso que cuestiona, interroga, reflexiona y contagia al lector su compromiso con la pregunta respecto de un mundo, de una existencia, que se protagoniza desde la intemperie.

El escritor diferencia los libros auto-publicados: Provincia Tristeza (2002); Escritos Cuarteteros (2006); Árbol de Nísperos (2007); Campo (2008); El Ciclista (2013); Un Viaje (2014); El Perdido (2015) y El Error De La Vida (2016); de los publicados, es decir, editados formalmente, se encuentran: Automotrices (2005); Vuelve (2009); Historia De Amor (2010) y Cuarteto Bolche (2016), del que se ha extraído este poema.

Bibiana Eguía

Cuarteto Bolche Paso las tardes tirando los boomerang del sustento en un baldío cercano a la cama donde duermo.

Ahora duermo, duermo y duermo, practico el futuro, desbarranco proyectos, me acostumbro a la muerte.

Estoy enamorado de todo lo que se mantiene a perfecta distancia haciendo equilibrio entre el Bien y el Mal. De todo lo intocable.

Para volverme un intocado.

Estoy enamorado de todo lo que me vuelve, me ronda, me convierte en un tipo peligroso.

Enamorado de la página 98 del libro "Escritos de un Salvaje" de Paul Gauguin.

Escuchando a Chébere, en el R-18, asumiendo lo extraordinario, el sacrifico, la maravilla, sabiendo que sólo ante lo extraordinario, el sacrifico, la maravilla, tendré paz, daré amor, seré pleno, atravesando barrios hasta llegar a la Colón, manejo llorando un R – 18, - voy a devolverle el auto a mi hermano -.

Voy cantando el tema “Velocidad”, le invento letra, le agrego data: “cuando llovizna de noche y cuando añoro sus ojos tan tiernos su frágil pecho pegado a mi cuerpo acelerando el 18 en silencio voy por las calles y recuerdo…* Los estoy esperando, pausado pero no remoto, tranquilo pero no evacuado, con un mañana repleto de tajos, solo, enamorado, volando arcaico sobre mis propios huesos, mal iluminado, algo enfebrecido, elevado a la décima potencia de mis ancestros, evaluando el tamaño de la cobardía de mis contemporáneos, asumiendo una estatura,

una extensión, un diámetro de huella, una intensidad en el grito, - orgulloso del amor que te prodigo que no forzaste ni me impuse -, esperando, no el milagro, sino la ratificación del camino tomado más allá de la duda de si fue el elegido, enmierdado, sí, de barro y yuyo y odio mineral, proto - criminal, cuasi - analfabeto, algo suicida, advertido y advirtiente, la corriente de sangre creadora de luz y de mar, la cometa de semen dadora de amor y de espanto, - soy lo que aún no soy, pero lo soy porque me sé capaz de serlo -, el inter-oceánico parado en la esquina de los talones de la que se fue, volvió y volvió a irse sin volver y ahora: ¿volverá? ¿será millones?, ¿tendré paz, daré amor, seré pleno?, el cordón perpetuo que atraviesa y enhebra a la niña en mujer, en fin: flaca, lo que necesites, en el lenguaje que sea, a la hora que sea.

Los estoy esperando… y no llegan, carajo!, a estas alturas del año salir a buscarlos…

Dichoso porque los aventajo en mi falta de propósito, de título, reinado, maquinaria y esperanza.

Dichoso porque tengo delante de mí el perfecto reflejo de las cosas que dejo: una mujer devenida en sombras con la que no pudimos dejar de querernos, la hija de mi hermano que me tiende sus brazos, y un par de escritos que esperan

un final de rencor o de felicidad.

Dichoso porque nada dejo.

Ya soy genial.

Ya vienen a mí, por mí, alegres demonios.

Hasta la próxima alegría, entonces.

Já!.

La dicha sea conmigo.

Referencia bibliográfica: Tejerina, Lucas (2016) Cuarteto Bolche, “Cuarteto Bolche”. Córdoba, Argentina: UMAS. Recuperado el 9/11/2017 de: http://unaballenapodridaenlaplaya.blogspot.com.ar/2010/11/lucas-tejerina-cuarteto-bolchepaso-las.html

Marcelo Torelli

La poesía de Córdoba cuenta entre sus nombres a alguien que produjo poco pero intensamente: Marcelo Torelli (1964-1988). Para él, la literatura era “una forma de expresión, de comunicación y sobre todo de conocimiento. Escribir es una tarea muy difícil, que lleva toda la vida”1. Y, efectivamente, en sus apenas veinticuatro años de existencia la escritura fue su faro.

En su casa antigua sobre la calle Sarmiento, Marcelo se internaba en los libros, en la música, en el cine y creaba. Comenzó a estudiar Abogacía, pero la carrera de Letras lo atrajo y allí estrechó vínculos afectivos, de igual modo que lo hizo con los poetas contemporáneos de la Córdoba de los 80, entre quienes ganó -además- reconocimiento.

Los dos libros de su autoría son de publicación póstuma: El mago y otros poemas (1989) y Bitácora del sueño (2000). Estos poemarios muestran una búsqueda estética atravesada por sus experiencias vitales e intelectuales. El seudónimo con el que firma sus producciones -con las que ganó varios premios de cuento y poesía- es “Enrique Agrippa”, un filósofo, alquimista y cabalista de fines del siglo XV y principios del XVI (Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim). Ese nombre otro detrás del que se esconde su identidad nos da pistas sobre las cosas que le interesaban y que introduce en su obra.

La conciencia de la enfermedad que lo llevará a la muerte se trasforma en sus versos en fuerza inspiradora. La muerte misma es una presencia en su poesía que asedia y desgarra; que duele pero que se conjura; con la que se convive y de la que se trata de huir desde la palabra misma.

Los textos que vamos a compartir a continuación integran El mago y otros poemas, publicados por Ediciones Mediterráneas, en la ciudad de Córdoba, a un año de su desaparición física. La edición estuvo a cargo de otra gran poeta, Eugenia Cabral, quien como en una ceremonia ritual tomó los manuscritos de Marcelo Torelli para que no se pierdan, para que no se pudran, para que sigan hablando para siempre.

Andrea Bocco

1

Cfr. AA.VV. (1985). Veinte jóvenes cuentista argentinos, Colihue, Bs. As., pág. 148.

El mago y otros poemas2

Entre yo y yo El enemigo

Un animal hecho de palabras se arrastra por la hierba ¡No podrá la peste!!

Réquiem por la tarde Por un rostro olvidado.

Caminé al vértice, a la ignominia de olvidar un rostro desdibujado en la tarde serena.

Dónde quedará mi posición de solitario, emblema del recuerdo dónde aparecerá la forma de la infancia.

Un epílogo de patios me devuelven la inocencia de la hoja, del crepúsculo, la mano tibia, el rumor de la hojarasca.

Acaso ignore la sed o el cuerpo de la fruta la lluvia del otoño la palabra evitada.

Al lector Tinieblas y oro.

Una esfera en el sueño y una espada en el agua.

Acaso yazgo en lo increado.

Acaso no he nacido.

No sé lo que me espera, no sé si es hombre, monstruo o infinito.

Somos la oscuridad: Somos dos desconocidos.

Aquí bien a parar todo lo que muere, al pasar la página me apago, me voy como la bruma.

2

Los dos primeros poemas que aquí reproducimos no tienen título.

Siempre estuviste solo, está haciéndose una rosa encima de tu cráneo.

Tú, venablo en la tormenta.

Tú, anillo en el mar.

En el silencio retorno a la invisible.

A Paula Te doy mis más oscuros animales y me arranco la lengua para que se hagan las palabras, y cavo y ardo, y hundo y penetro en el dulce paraíso de lo húmedo.

Uno dentro del otro, caemos como un fruto que se desprende y cae y se desgaja vértebra por vértebra hasta el alma.

Abierta para el polen, agonizo al alba de tu vientre y tu voz es una débil pieza de marfil en el aire.

Te doy lo devastado, lo que quede.

Ahora devoro la hierba de la desesperación Ahora el corazón traspasa la metáfora.

Ahora las palabras sangran.

Referencia bibliográfica: Torelli, Marcelo (1989) El mago y otros poemas, “Entre yo y yo”, “Un animal”, “Réquiem por la tarde”, “Al lector”, “A Paula”. Córdoba, Argentina: Ediciones Mediterráneas.

Jorge Torres Roggero

Jorge Torres Roggero nació el 23 de junio de 1938 en Córdoba, Argentina. Es Doctor en Literaturas Modernas y fue Profesor Titular de Lit. Argentina I y II en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. En 1976 es dejado cesante por la dictadura militar. En el transcurso de su exilio universitario, siempre tras los hilos de una poética de la cultura popular, publica La cara oculta de Lugones (1979); escribe para una posterior publicación: Jauretche, profeta de la esperanza (1984) y Discépolo Vivo (1985). En 1985 es reincorporado a la Facultad.

Su obra ensayística comprende numerosos títulos, además de los ya mencionados.

Entre los más relevantes: La Donosa Barbarie, El combatiente de la aurora, Elogio del Pensamiento Plebeyo, Dones del canto, Confusa Patria.

Como poeta, forma parte de la generación del 60. A partir de Las circunstancias (1962), publicó varios volúmenes de poesía, de los cuales mencionamos Cualquier cosa que uno dé (1973), Córdoba en tres miradas y un vistazo (1983), Eucalipto y otros poemas (1991). De Un país de sonrisas (Diálogos de amor) (1996), se han seleccionado los poemas que aquí incluimos. A partir del diálogo entre marido y mujer, se expresa no solo el amor mutuo sino la relación entre la pareja y el mundo que la rodea.

Cecilia Corona Martínez

Vuelo Esposo Todo es rastrero, oh esposa, y parece que la condición humana consiste en reptar entre latas vacías lamiendo desechos ácidos.

Rasguñamos paredones de espanto y nuestras rodillas rebotan, sangrando.

La sabiduría del tango afirma, oh chirusa de mi alma, que se cuidan los zapatos andando de rodillas.

Esposa El vuelo, oh esposo, no es ajeno a nuestro peso. Tú eres el cielo de mi vuelo. Estás cansado, pero sonríes; te dieron con un hacha, pero cantas; has trabajado a destajo, no alcanza, pero esperas; miramos el suelo, contamos las baldosas, naufragamos en esos cuadriláteros de nada, pero sabemos que estás firme como un mástil, ¡tan débil, esposo, tu fortaleza!

Déjame, compadre de mis madrugadas, estar entre tus brazos, déjame escuchar el canto de tu corazón, déjame que sueñe: ¡Soy una golondrina! Voy y vengo entre dos primaveras.

Cuando despierte, seré una rosa de los vientos en la punta de un refucilo.

Tango Esposo El bandoneón de Troilo, oh esposa, se queja esta medianoche y las estrellas danzan, lentas, en la pista vacía de la ventana.

La lentitud del vértigo, la unidad y la armonía de la terrible multiplicidad, el modo argentino de dar un paso en el infinito.

Esposa Los violines del tango, oh esposo, nos elevan entre torbellinos en un baile sin tasa, mientras me cuentas que Arolas no entendía las señas de amor de X.X. La Popular porque su preocupación, según Cadícamo, “era el misterio dramático de su bandoneón…”

La mujer, me recuerdas, solía quedar como dormida en el hombro enhiesto de su varón.

Déjame, oh esposo, soñar mi sueño en tu pecho lleno de remolinos, sobre el fuelle armonioso de tu respiración.

Otoño Esposo Vamos al trabajo, oh esposa, y te embelesas con el oro rojo de los plátanos y los frenos. ¿Es tan bella la muerte? ¿Nos seduce la melancolía serena del tiempo cumplido? ¿Qué secreta promesa proclaman al viento las hojas que caen balanceándose como cunas?

Esposa Leopoldo Lugones, oh esposo, ya alabó el otoño de la vida, las horas doradas, y nadie, tampoco tú, podrá ya proferirlo.

A nosotros, el peso de los años nos inclina como a una hoja hacia las honduras.

Pero nos resistimos, nos balanceamos y esperamos en convertirnos en ángeles antes de que las suelas de los mortales huellen nuestros sueños.

Referencia bibliográfica: Torres Roggero, Jorge (1996) Un país de sonrisas (Diálogos de amor) “Vuelo”, “Tango”, “Otoño”. Córdoba, Argentina: Cuadernos de la Cuesta del Agua. Edición del Autor