Alfredo Hernández García. Residencia de quemados

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Amor y didáctica de Ruta y Amadis

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escuchaba las palabras que su amor le escribiera, en la carta más sabia y exquisita que de ese desmelenado instante guardaba: «el roce sólo hace el cariño; la didáctica le peina una trenza a los cabellos del amor, una trenza que crecerá por su cuenta». Desatendió unos minutos al último recuerdo y a sus invasoras voces. Le dejó —como suele decirse— con la palabra en la boca, y en ese asiento de atrás, arrebujada la reflexionante Clara, distraída entre su profundidad, y el ornato de las melodías de la misma guisa que el conductor seguía interpretando, se abandonó a lo que era propensionada: tejer teorías de lo particular a lo general y regreso, o lo que es lo mismo, de lo más crujiente —por proximidad al alma nuestra—, al celofán de una teoría empaquetada, y vuelta. Con los ojos dirigidos a una estampa de San Cristóbal y a un adhesivo de «no corras papá», calentó su cabeza con pensamientos más elevados de lo que su ánimo precisaba: «¿Cuál es el hogar del recuerdo? —se preguntaba, como si entre sus ganglios viviera otro dispuesto a responder—: no tiene casa propia. Es un reinquilino que habita, como un parásito, en el único lugar del que no puede ser desahuciado: en la casa del presente vive, pues el recuerdo, pese a ser del pretérito, no será aceptado (cual cuñado indigente), en ningún otro espacio, que «el ahora» no delimite. En el domicilio del presente descansa el recuerdo, en un armario lujosísimo a recaudo, del que ansioso por salir, siempre dispuesto, escapa diligente cuando el presente, ansioso por mirar historias inacabadas, le convoca: la mirada que se fija boba en un reloj, en una foto, en el último regalo, en la grajea de un pastillero. Y tan rejuvenecido el recuerdo como maquillado, por el bruñidor presente que le ventiló, vuelve a su armario y se empercha, actualizado, a la espera. Se lava, se plancha, o se arruga el recuerdo... se resucita en el presente, y este, a su vez, también come de esta nostalgia. Sólo la muerte hace pedazos esta contratante manera de espiarse ambos; por eso, ante una muerte torturada por largos dolores, o por un violento camión que nos mete en su trampa, los apresurados segundos osando vivir un poco más, abren la puerta del armario en un último intento, y obligan a los recuerdos a derramarse por el suelo, al tuntún... todos los recuerdos que meticulosos ordenaban el patrimonio de la existencia. Conclusión: el presente (el atolondrado artista que pinta los lienzos del futuro con los colorines y sucias brochas del pasado), es el único mereciente de


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