Alfredo Hernández García. Residencia de quemados

Page 203

La escuela de la piel y Tres imperios de apartamiento

no insultarte a ti mismo; o lo que es parecido, porque amasaste en un solo torto toda la aversión contra quien haga temblar las osadas chucherías de tu despensa. Odiamos lo que se nos resiste, aunque para ello achiquemos con una rebaja la aspiración de nuestra alma. Tú pegaste el sablazo tempranero, en los primeros magreos a tu chupete, en la escuela de la piel, instante en el que, de un ramalazo, te vino la inteligencia del mondongo. Madura, arcanita... si quieres conocer mundo, mírate a ti mismo al quitarte los calzones; el mundo no se deja conocer por verlo, sino por hundirse en él con la actitud de la conciencia activa, allá donde respires. Arrea a tu jamelgo y busca un mundo donde mascar el chupete que te hizo tan de menos. Bien, le dije, y durante un segundo, igual que el árbol nos engaña hasta que le identificamos por un hijo suyo, por una hoja que le podó el invierno y que reposa en el suelo cual almohada, como digo, creí haber abierto una seña en su corazón, pero acto seguido se abalanzaron a la arena, dueña de todo, y empezaron lo consabido, «Ruta, dividiva, acepta nuestra humilde pleitesía». Yo me dirigí a mis guías de trashumar:

—Señores, ¿continuamos el destierro? Aquí nada hay más que ver. Yo, conforme nos alejábamos de dicho episodio, giraba la cabeza cada poco para ver a mis conciudadanos panza abajo, contagiada de sufrimiento por tamaño aprendizaje para los niños. Una vez desaparecieron por ocultamiento de una duna me dispuse a mis dolores. A los pocos días mis carceleros comenzaron a chillar, como si hubieran visto a Arcano desesconderse de su maldita nube. Habíamos arribado al final. Yo lo agradecí por tanto ayuno sufrido. Al desierto se le abría la grieta más grande que jamás imaginara; era una montaña boca abajo, La Sima de los Bestiarios, y por mi honor que vais a alucinar de todo lo que os cuente. Al atardecer, en el mismo borde de la montaña que la tierra había tragado, me ataron despatarrada de pies y manos a una roca redonda, veinte veces más grande que yo. Aprecié el derramamiento de nuevos sudores del lacayo del corcel. Por lo entendido, este ganapán patizambo, aunque apuesto y truhán, escondía en su sudor la orden explícita de mi padre de hacerme un arcanita a la altura de mi sangre, más que a la de mi talante, que hubiera sido lo natural. —«Por las buenas o las malas», me recalcó tu padre —reconvenido y resoluto, dijo el sudoroso criado, motejado por los otros Expectoracio de tantísimo como hacía eso.

203


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.