Alfredo Hernández García. Residencia de quemados

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Residencia de quemados / capítulo vii

Habéis pagado con vuestros impuestos mi educación en la Aldea de la Razón, y como veis, orgullosos poneos de lo aprendido, que no hice mal rendimiento del tiempo. En dicha correría exploré el saber, amé y perdí mi corazón, pero volví para desencastillaros, mas es el odio la primera gota de la catarata que liberará la presa para emancipación arcanopeda, y ahí abajo no veo sino devoción a la miseria, fascinación por Sorna Negra y despojados humanitas. ¡Arcanitas todos!... de no ser por lo múltiples que sois, y porque hacéis merecimiento unánime, os daría una hostia por cabeza; a cada cual según su dormidera y corpulencia». La chusma, que estuvo embelesada de abundante subversivo como dije, no hizo servicio en decepcionarme, y abastardó con interminables aplausos y «¡hurra, alteza Ruta!» el amotinamiento que mi discurso proponía, y todo lo que en transparente planteé, surgiera del hidrófono por el que yo hablara. ¿Os parece, pacientísimos escuchantes, que mi mensaje contenía ambigüedad? ¿A que no?... pues caso omiso hicieron del recado de mi sermón, y cual si fueran criaturas todas sordas, se abellacaron todavía más hacia el régimen, si ello cabía, para mayor sorna de mi presente padre, el cual de muy feliz y condescendiente, susurraba y repetía a sus consejeros mamones el recidivo: «aguantad un poco que la chica es todavía muy joven». Pues así mi toma de contacto con Arcano. Sentía, a causa del cansancio, una profunda debilidad de enjuiciamiento, y unas ganas terribles de destripar mangantes como se hacía otrora, más si cabe que atender a mi ofuscada y arrogante pretensión de construir un relato salvífico para cándidos, que nunca pasara de moda. Una semana entera me di por reposo, para sanar las magulladuras y maltratamiento del preclaro recibir que me hicieron. Paseaba por el castillo recordando infancia en cada rincón corrido y jugado. No eran paseos ensimismados y apacibles propiamente dichos, pues, ya de paso, por adelantar faena, azotaba mandobles y alguna patada de tacón a los lugareños, que apostaban sus rodillas y alabanzas en las aceras de los edificios. De paso, visitaba a Espartaca que aún sufría sus arañamientos y el escozor en sus cascos, desherrados por mí, para mayor descanso de tantos huesos como hubo de fracturar. Me esperaba siempre echada y escuchaba mis ánimos en tono de amiganza: el oído equino mal oye el contenido de la palabra, no así la inspiración tonal del recado que le da su ama.


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