Eugenio Torrecilla. Las estrellas muertas

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eugenio torrecilla

los alambiques experimentales. Primero artículos y opúsculos, y luego tesis, hasta llegar a los complejos tratados de la especialidad que se impusieron como textos sagrados en las facultades, fueron sedimentando con los años —¡demasiados años!— en los matraces que me rodeaban. Me comporté como si dispusiera de una reserva de siglos. Gota a gota, bien afianzada en el trabajo diario y exenta de palabrería, fluía la ciencia firmada con mi nombre, difundido enseguida por las revistas internacionales más serias y pronunciado por los visitantes extranjeros que llegaban a la Universidad con la corrección fonética de quien lo deletreó respetuosamente encabezando textos magistrales. Era un orgullo para el rector acompañar a esas delegaciones; salía yo a recibirles al borde de mis dominios con la sonrisa justa de quien cuida las formas y reserva mayores expansiones para la foto del cercano Nobel. ¡El Premio! Las distinciones menores, los galardones académicos o los doctorados honoríficos habían ido perdiendo para mí su anterior atractivo. Y ni siquiera ya, en la ansiosa espera de una noticia que nunca llegaba, esa consagración que viene de Estocolmo satisfacía mi ambición por entero. En su lista, nutrida por los años durante casi un siglo, el oro de la gloria se desgastaba por el roce de tantos apellidos que se iban confundiendo unos con otros; últimamente lo hacían hasta en grupo. Yo quería que mi nombre brillase aparte, que no marcara un año sino una época con un descubrimiento trascendente, de esos que modifican el destino de la humanidad, algo que detuviese hasta el curso del tiempo. ¿Y qué hallazgo mejor que el completo control del mecanismo de la supervivencia corporal, ese gran tema que yo estudiaba y que, de concretarse en una fórmula, podría atenuar la tendencia a la ruina que pesa sobre todos los seres? Pero mi tesis se demoraba tanto al dispersarse en múltiples sentidos, se complicaba tan irritantemente en los detalles de cada fase de la investigación, que, al levantar la vista detenida en un punto del intrincado esquema que cubría mi mesa, en vez de sorprender el rostro de la inmortalidad inclinado hacia mí, veía irse acercando con las manos vacías al jubilado ilustre que yo iba a ser. Un movimiento brusco de mi pie pisaba


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