Los arrebatos de mi abuela eran de los que se tiñen con algodones de azúcar, esas nubes plastificadas con que tanto se demoraba en la Alameda. Su luz, aunque inmarcesible, era de las que se diluyen en las lentejuelas de los aparadores; de las que se embelesan con galanterías de chaqué y flor en el ojal.