Libro hudson a caballo

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LUIS FRANCO

HUDSON A CABALLO

EDITORIAL LA PLEYADE BUENOS AIRES


Queda hecho ci depósito que previene la ley 11.723 © by EDITORIAL LA PLÉYADE - Sarandí 748 - Buenos Aires Impreso en la Argentina - Printed in Argentina


A ENRIQUE BANCHS

el quizรก mรกs claro poeta del castellano moderno, su lejano amigo


LA CUNA EN LA HIERBA Los días más felices de mi vida fueron aquellos que pasó en las pampas, esas pampas que constituyen mi hogar espiritual. CUNNINGHAME GILAITAM

Cuando desembarcaron en nuestras costas el vanki Daniel Hudson y su mujer, Carolina Kimble, el pabellón color hemorragia de nuestro buen don Juan Manuel flameaba sobre todo el país. ¿Qué traía a tan impensados inmigrantes por aquí? Tal vez venían sólo buscando salud, o vida menos fragosamente aventurera que la ofrecida por las tierras aún no ocupadas u ocupables de su patria. Tal vez el varón, que tenía sus gotas de sangre irlandesa en las venas, quería poner una distancia oceánica entre su creencia o descreencia y el adivinable rigorismo cuáquero de la familia de su esposa. Venían de Massachussets, sobre el Atlántico, desde las tierras que cruza el Labrador con el escalofrío verdeoscuro de sus ondas, hasta la boca del río color de león, el río más bocón del mundo. A los pocos años de su arribo, Daniel, hijo de cerveceros, y que, sin duda, no venía con los bolsillos vacíos, pudo comprar a Tristón Valdez, casado con una hermana del Restaurador, un fundo atravesado por el camino a Chascomús, de once cuadras de frente por sesenta de fondo. Aquella estanzuela —hermana liliputiense de las verdaderas estancias de la Pampa, tamañas algunas como Holanda o Bél9


gica—, estaba situada en Quilmes, al sur del arroyo Conchitas, que con sus peinados juncos y sus despeinados sauces iba a perderse en el Plata, dos leguas más allá, como un pájaro se pierde en el cielo. Llamábase la finca "Los Veinticinco Ombúes", y el nombre y a parece obrar como una predestinación, y no sólo porque a raíz de esta circunstancia llamaríase un día "El Ombú" uno de los más bellos cuentos del mundo. El que hubiera tal número de ombúes en grupo —o fila india, dicho con precisión—, ya era como un conato de bosque, es decir, casi un milagro en tan porfiada llanura — stoneless and Íreeless dictrict— , como dice Gladys Dougall. Sí, la Pampa, que no puede criar árbol alguno sin la ayuda del hombre, no tiene más hazaña propia que la del ombú, que no es árbol porque es. . ., sólo una hierba sansona (cuyas hojas malignas como las del laurel rosa rechazan a hombres y bestias), que no sirve al carpintero ni siquiera al leñador, porque su madera antes de secarse se pudre. Su fruto no merece tal nombre, y sobre eso carga con la sospecha de ser portadora de fatalidad para la casa que cobija bajo sus ramas. ¿Planta de perdición, pues? La verdad es todo lo contrario. En el imperio horizontal de la Pampa, el ombú, con su verde y gigantesca silueta vertical, quiebra no sólo la monotonía ambiente, sino, vuelta a vuelta, la desolación y el desespero. Cuando en las jornadas del verano el sol se acuesta sobre el jinete y su cabalgadura amenazando aplastarlos, la sombra remota del ombú es la única esperanza de alivio y la única ayuda. Allí está él, perfecto de equilibrio entre su majestuosa alzada y la gracia redonda de su copa que no deja filtrar un rayo de sol ni caer una hojuela. Porque ni el hielo ni el fuego le hacen mella, y en lo acérrimo de una sequía ofrece, como un zaguán amigo, el redondel de frescor de su sombra. Sus desaforadas raíces se quedaron a medio hundirse para servir de peaña al árbol y de asiento a los hombres. Árbol único. El nómade se detuvo y fijó allí su casa, inducido por él. Sus hojas acerbas pueden clarificar la sangre del hombre. El pampero y los insectos lo respetan. Árbol sagrado. Nadie ha visto un ombú adolescente o seco. Él está donde está, al parecer, desde siempre y para siempre. "Los Veinticinco Ombúes". El inmigrante Hudson se estable'o


ció allí como criador. En 1841, el Juez de Quihnes, un tal Manuel Gervasio López, en su relación sobre los ganaderos de la zona, informa sobre el norteamericano "Daniel Uson", "haber en sociedad como 300 cabesas bacunas, ovejas 250. . No pertenecía, sin duda, "don Daniel", como le decían los paisanos de Quilmes, a la clase pionera que desbravó toda el área de su patria desde el Atlántico al Pacífico. No era tampoco el inmigrante más o menos desnudo de alfabeto y de escrúpulos, con una mano atrás y otra adelante, que venia de su tierra a "hacer la América", sin hurtarle al cuerpo y el alma a ninguna clase de esfuerzos o expedientes.. . No, sin duda. Era gente que traía algún dinero, lo suficiente, al menos, para comprar un millar de hectáreas de tierra y algunos cientos de cabezas de ganado. También (cosa rarísima en habitantes del campo, criollos o no) el libro figuraba entre sus artículos de consumo. Contrariamente a la tradición de la gente inglesa, de creerse y portarse orgullosa o despiadadamente como miembros de un pueblo o una raza elegidos (su origen inmediato, según Toynbee, está en la hegemonía de Inglaterra en los días modernos y en su frecuentación del Viejo Testamento donde tanto se desprecia a cananeos y filisteos) los Hudson saben moverse holgadamente sin herir el amor propio de nadie. Del alcance de la bondad derechera del jefe de la familia habla con suficiencia la historia de Zango, el viejo caballo de guerra cuya suerte su dueño le confía a él como al hombre que más merecía su confianza entre todos. "Doña Carolina", cuya delicadeza de espíritu y de carácter impresiona aun a los más rudos, despierta la simnatía cariñosa y el respeto de todos los que, por este o aquel motivo, llegan a su casa. Hay a manos llenas, PI-tes, en este hogar, lo que escasea siempre: dulzura humana. En contraste con las costumbres de la época, aquí y en cualquier parte, estos padres anglopampeanos no castigan a sus hijos. Sólo la más bárbara de las supersticiones —la que concibe la cultura como negación de la Naturaleza—, puede ignorar qué privilegio divino es el de la infancia en el campo, es decir, en la cuna natural del hombre. Sólo que el privilegio de los hijos de los Hudson es mayor: el hogar, con los libros y la noble pedagogía viva del padre y de la madre, significa el bien de la cultura, mientras, golpeando los umbrales mismos, está la Naturaleza con 11


su vigor 'y su dulzura, con su ostensible salvajez y su escondida sabiduría. No es este un edén más o menos legendario o rococó, pero sí lo es como el que pudiera desear para ver la luz y levantarse sobre la tierra el destinado a ser el quizá más profundo poeta de la Naturaleza. Guillermo Enrique, el cuarto de los hijos de Daniel Hudson, ha traído como don de su hada madrina el hábito de sonreír a todas las cosas que ve y a todas las personas que se le acercan. Como la Pampa (la llanura de fisonomía y perfil marítimos y donde el viento encuentra la libertad del mar), es el traspatio o jardín delantero de la casa, el niño, desde los más tempranos días, tiene la sensación de los grandes espacios abiertos como formando parte de su noción del mundo y del alma. La Pampa es parte del hogar o el hogar mismo, como la selva para el hijo del bosquimano o el mar para el hijo del isleño: lo envuelve al niño, lo penetra por la límpida y ávida vía de los cinco sentidos, y lo hace parte de sí misma, como si lo pariera de nuevo. La Pampa está, también ella, llena de infancia y maravilla. El gran azul curvado sobre el verde acostado infinitamente. Los delgados o espesos perfumes invasores. Arriba, el incisivo triángulo de la bandada de patos o la ondulante cinta rosa de los flamencos. De día los relinchos, como si arbolaran el cielo. Los ladridos acuchillando la entrada de la noche. Un día llegan nubes y nubes de libélulas y tanto que el sol se eclipsa. Detrás viene un viento de tan descoyuntada violencia y potencia que trata a los grandes ornbúes como si fueran hierbas. Después de porfiadas semanas de ardiente y cegadora brillazón, las nubes aguadoras vienen a abrevar a la Pampa agonizante de sed hasta dejarla azulenca de remansos, Guillermito se deja ganar por los balidos de los corderos con su trémula dulcedumbre, y por el olor almizclado del redil viniendo de lejos, y por la gloriosa ternura de las yeguas ante los primeros esbozos de galope de sus potrillos, torpe e irresistiblemente hechiceros. Misteriosamente siente el canto de los grillos que comienza a la entrada de la noche, y continúa sin que él lo sepa hasta que se apagan las últimas estrellas y se encienden las primeras gotas de rocío. Canto monocorde, a tono con la unanimidad de la sombra 12


y (le la Pampa. Nana de las nanas, universal canto de cuna de la tierra. No menos lo impresiona el gallo, con su canto que de mañana parece aumentar la profundidad del día y de noche es un grito de invicta confianza en el sol. Nada, sin embargo, como la aurora, y su celestial alboroto de pájaros. El alba que viene a inaugurar cada día al mundo y purificar en cada criatura el deseo de ser, de persistir. Ese primer momento del alba cuando la luz es tan blanca y dulce como una leche de luz. Ante los pájaros comienza a sentir que su alma quiere aletear y gorjear como ellos. (La profunda y aérea poesía de los pájaros es va su musa, sin que él lo sepa, y lo será hasta el día final de su vida.) Pero hay otras y otras cosas más, innumerables y hechizantes como las gotas del rocío al amanecer. Están, ante todo, su madre, su padre, sus hermanos, los allegados, los vecinos. Y más llamativos que ellos, las gentes que llegan a la casa para quedarse un día o años. En puntillo de hospitalidad, su casa no cede al más leal y cordial rancho criollo. No se niega hospedaje a nadie, sea quien sea. ¿Despedir a alguien desde el palenque? ¡Todo, menos esa vergüenza! Y todo a la manera gaucha, digo, sin averiguar al forastero quién es, de dónde y a qué viene, que a él le corresponde decirlo, si es su gusto. Con la fervorosa curiosidad de sus cuatro o cinco años, Enriquito ve entrar altos hombres de color cetrino, con negra melena hasta los hombros, tan abultada, que el copudo sombrero parece asaz chico. Ni el chiripá ni el poncho, ni el desmesurado cuchillo cruzado a la cintura o las blancas medias calzas de cuero crudo, nada impresiona al niño tanto como aquellas espuelas que lloran en la marcha y mucho más en el suelo, que el gaucho recién apeado levanta en alto para no arar descomedidamente el patio ajeno con sus rodajas de a jeme, o se las saca del todo al pasar a la cocina. La cocina es eso, y además —en invierno, y en todo tiempo si hay lluvia— comedor, sala, dormitorio como en los días de los vedas. Qué de cosas no ha oído el niño en aquella cocina, escuchando o atisbando con mayor ahínco, sin duda, que los chicos 13


de su edad, comprendiendo bien o a medias, o no conlj)rendiendo en modo alguno. Del último malón en la frontera sur. De la reciente pelea en la pulpería de los aledaños. De los bisoños descaminados por las brillazones que tomaron por lagunas. De un tigre merendador de caballos, muerto a cuchillo, en duelo singular, en los pagos del norte. De los aprontes para una carrera entre dos fletes famosos en Chascomús. Y tantas cosas más. Al visitante, señor de muchas leguas de tierra, o gaucho sin más haber que la que pisa su caballo, rara vez deja de serle presentada la guitarra. Y allí ocurre que entre aquellas rudas manos, lo que parecía un objeto cualquiera, se muestra como lo que es, sin duda: un alma encantada que cuenta cosas que nadie logra entender cabalmente, sin duda, pero que maravillan y conmueven a todos, a veces hasta las lágrimas. Pero la curiosidad del niño es insaciable y mira con parejo interés hasta las cosas más menudas. La tabaquera de buche de ñandú del fumador y su yesquero de cola de peludo, lo mismo que el paisano que reinicia su viaje con un breve y autoritario silbido a la madrina, y el partir del montado con la tropilla por delante, y el mezclado eco del cencerro y el galope, perdiéndose a la distancia. No menos maravilla o más le producen los cuentos o sucedidos escuchados a personas adultas, cuando no a simples niños mayores que él. Los de animales podría escucharlos de noche sin sentir llegar el sueño. Sólo de uno está casi seguro de poder repetirlo. Es el que cuenta la martingala del zorro para librarse de las pulgas. El gran pícaro, con una vedija de lana entre la punta de los dientes, se entra en una represa o remanso por la parte más playa, muy despaciosamente, de modo que las pulgas de las patas vayan subiéndose a los flancos o el lomo; luego se acuesta de modo que todo el cuerpo, comenzando por la cola, vaya sumergiéndose poco a poco, a fin de que las pulgas, refugiadas en el lomo, huyendo de la invasión, ganen después a la cabeza, y cuando ésta también termina por hundirse. dejando a flor de agua sólo la punta del hocico, las intrusas se vean obligadas a buscar salvación en la vedija, que el zorro se apresura a soltar y escapar... Una escena ha impresionado al chico, entre todas. desde 1 primeros días. En el inmenso corral de palo a piqile. donde arahai de encerrar la caballada de la c:-


llaman el domador, tras de lo cual algún comedido cierra la tranquera. Haciendo girar el lazo sobre su cabeza el gaucho sigue al sesgo el movimiento de los caballos que comienzan a galopar a la redonda, lo arroja al fin sobre el potro cimarrón previamente elegido, de modo que la cuerda le trabe las patas delanteras, lo echa al suelo, da vueltas en tomo suyo hasta unirle las patas de atrás a una mano, se le sienta en el cogote, le ata un ronzal a la quijada inferior, asegurándolo con varias vueltas de tiento que ciñen la lengua y la mandíbula, lo manea con una lonja de nudo corredizo, le afloja del todo el lazo, y el animal, entre quejidos y bufidos se incorpora tembloroso: tirándolo del ronzal, su amo lo saca afuera, y allí, con la ayuda de otro o de nadie, y con asombroso gasto de baquía y audacia, le pone matras, silla y cincha, lo monta casi de un salto, tocando apenas el estribo, le suelta el nudo corredizo, y parten caballo y jinete campo afuera, vertiginosamente, entre grito y galope, entre corcovo y lorijazo, y el sangriento lloro de las rodajas. El bagual va entre las piernas del hombre como un vendaval estrechado en un callejón. Pero hay algo más importante que todo esto y es que la casa en que viven está encantada. La casa estuvo habitada por gentes que tenían esclavos. Uno de ellos, un joven amable de aspecto y modales convirtióse en el favorito de la patrona. El pobre negro, turbado hasta la ceguera por el diablo y la belleza de la señora, arriesgóse un día, en ausencia del señor, a hablarle de su amor a ella, que se apresuró a denunciarlo no bien regresó su esposo, y e1 infeliz fue colgado de un gajo del árbol de la casa —la gran acacia negra que aún sobrevive— y ultimado a azotes; después, su cuerpo fue enterrado al pie del último de los ombúes. Ahora bien: el alma en pena del finado suele visitar algunas noches la casa. Es una especie de niebla leve y casi luminosa, en forma humana, que levantándose de la sepultura, se dirige hacia la casa, paseando debajo de los ombúes, sentándose a veces en algunos de sus destapados raigones a meditar, con aire infinitamente triste. Enriquito nunca logró verla. Claro es que hay detalles o incidentes risueños con qué disipar semejante pesadilla. Está, por ejemplo, el de un amigo de la familia, tan desbordadamente gordo como un abad, aunque se trate de un capitán, que viene tal cual vez de la ciudad con su escopeta y su caña de pescar. Gran fiesta para los niños, en primer 15


término, porque el visitante llega con los grandes bolsillos llenos de una maravilla desconocida en el campo —golosinas de confitería— y después porque pueden ir con él hasta la orilla del arroyo donde él pesca. Gran fiesta, en efecto, porque desde la distancia los tres sauces colorados de la orilla, chocando con la unanimidad del sol de la planicie, quemante o agobiante a veces, ofrece la mecida y verde frescura de su sombra. Y allí, a más del inacabable encanto del agua en desliz y de toda la rampante flora y la fauna volátil que congrega, está, para el olfato cerval de los niños, el olor de la tierra húmeda, que los embriaga como vino añejo: el olor nupcial de la tierra y el agua, más almo que todas las emanaciones de las corolas. Mas en razón de la misma insobornable llaneza de la Pampa el árbol constituye aquí una presencia doblemente relevante y dichosa. Los rumores del árbol son tan misteriosos como su sombra y su silencio. El árbol sólo es tan profundo como el bosque. La convivencia de los niños de Hudson con él es íntima, y habiendo elegido para "casa de juegos" al más practicable y amigable de aquellos veinticinco ombúes de la finca, lo han convertido, mediante tablones y tientos, en un hogar de frescura y felicidad aéreas para la hora de la canícula. ¿Qué mucho que el único árbol de la casa propiamente dicha, signifique para todos los niños, y más para Enriquito, casi un portento o un sacramento? Se trata de un churqui blanco que defiende con espinas, al modo del rosal, el regalo de su gran copa de un verdeoscuro permanente como el corazón del bosque, y en primavera el de sus flores de un amarillo divinamente pálido como si fuese el revés del sol. Su fragancia es más balsámica que una Pascua Florida, y como en la Pampa las brisas no tienen quien les estorbe el paso, la llevan a leguas de distancia, y tanto que las gentes del ancho contorno se dan ganosas un galope en procura de un ramo de aquella fronda para poetizar hondamente sus ranchos. Conocen muchas maravillas más. La de los chajaes, por ejemplo, que tienen el grito y el vuelo más alto de la Pampa. Los niños han descubierto igualmente que nuestro corazón, como los herbívoros, se apacienta también con el verde de las praderas. Y la Pampa es sobre todo eso: el antiquísimo frescor de la hierba, su infancia infinita. 16


Enriquito y sus hermanos se han criado o se van criando sin conocer eso que los niños de las ciudades o pueblos llaman un juguete, o mejor, como los niños de las viejas edades, sólo juegan con juguetes Vivos: huevos (los del timamú o la martineta, como el arcoiris, arrancan un grito de gozo), pájaros, caracoles del arroyo, cachorros, y también animales adultos como el petiso de los mandados. Y ya vimos que el árbol y el arroyo también eran juguetes. Pero los juguetes vivos son algo más que eso: son amigos. Y el mejor de todos Pichicho, ya veremos. Una tarde de verano. En tanto entre polvareda y sudor, a gritos y galopes, el puestero se empeña en arrear la majada de las ovejas hacia el redil casero, aparece como brotado del suelo o llovido de las nubes, un misterioso perro sin orejas, sin cola y con una pata de menos.. Tiene una cabeza llamativa y excesiva, como ciertos enanos. Su vida debe haber sido tan dura y aporreada como la de muchos gauchos, mas ya puede verse que también se parece a ellos por su baquía y su aguante a las fajinas y al destino. En efecto, corriendo en tres patas —con una de las traseras en el aire— secunda al hombre en el arreo de las ovejas. Y se queda sin otra ceremonia en la casa, como un arrimado de tantos. Pero además de la inteligencia, el perro tiene la bondad. En este mundo, donde no faltan hombres que miran con ojos de lobo o de fósil, sobran perros que miran con ojos de profunda amistad humana o sobrehumana. Éste es de esos. Como a la acacia de la casa se la llama el árbol, a secas, los niños designan al perro paria con la voz que se usa para llamar a cualquiera y a todos: Pichicho. En pago de la hospitalidad concedida, Pichicho se convierte en el mejor ayo y camarada de juego 1e los niños. No sólo poniendo en ello toda su paciencia y su advertencia, sino también un cariño que no gastan todos los padres o las madres: una ternura manantial, incontenible y visible en el claror castaño de sus ojos y en la sonrisa de su bocaza entreabierta. Sólo que el día en que Enrique, de cuatro años de edad, hace en su lomo su primer ensayo de jinete, el animal, obedeciendo a un imprudente llamado de los otros niños, parte a todo escape y da con su caballero en tierra fracturándole un hueso. Fiel a su destino de nómade, un día Pichicho desaparece tan inopinadamente como ha venido, sin rastros en la hierba, aunque dejándolos imborrables en la memoria y el corazón de los niños. 17


Pero volvamos a lo ya insinuado. Desde sus más tiernos afios, la afinidad más profunda del Cuarto hijo de Daniel Hudson, en su alma y sus sentidos, es la que muestra tener con los pájaros, desde el gallo casero en cuyo canto clarea y rojea el fuego de la vida, como la sangre en su cresta, y desde el hornero, que construye su ranchito de barro en el umbral del cielo, hasta los pájarostodos que inventaron des nuevos cielos: el del vuelo y el de la música. Por ellos y a través de ellos, principalmente, el pequeño Enrique, en la profundidad de la semiconciencia, va ensayando el alfabeto de una ciencia más temprana y fresca que la del entendimiento: la de la belleza. No está descubriendo el un ' : n inventando de nuevo, según veremos más adelantv.

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EL VERDE PISO DEL MUNDO La poesía del aire libre es mucho más ejecutiva que con/em plativa. HORACIO QUIROGA

"El verde piso del mundo en que yo nací". Así designaría un criollo pampeano a su tierra, oponiéndola sin duda en su magín a la meseta de Pamir, "el techo del mundo". Frase aquélla que por cierto quiere ponderar certeramente una grandeza y originalidad sin par: la infinita de la Pampa, oleaje de praderas. No es la primera vez que un poeta enmienda la plana a un filósofo. Uno de los más grandes, en efecto —aludo a Hegel— se dejó decir esta niñería envidiable: "América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. . . La inferioridad de los individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura. . . En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres". Por lo visto, Hegel se ha olvidado de los Andes y su cóndor, del Amazonas y su selva y su anaconda, del Polo austral y sus montañas navegantes llamadas rorcuales e icebergs. . ., y ya se ve, de la Pampa y su pampero. De individuos hablaremos otra vez. A los hombres venidos de ultramar, recién apeados y trasuntando en su andar algo del balanceo del barco, la Pampa les dio desde el comienzo una impresión y una emoción marítimas. Yacente como el mar. Inacabable como él, pues se ande lo que se ande en las singladuras de la Pampa, ésta persiste uniforme y unánime. Perfecto como el nivel de las millas azules es éste de 19


la tierra, y su redondo horizonte el mismo. No menos que en el océano, el cielo se abre de par en par. También la ondulación del herbazal o del pajonal bajo el viento es la del oleaje dentro del anillo de bruma azulenca del horizonte. Innumerables y móviles como los del mar son sus caminos. Un inglés dice que el encuentro de dos viajeros en la gran llanura, reducido a saludarse casi siempre sin parar el caballo, perdiéndose ambos al poco rato en lontananza, es igual al encuentro de dos barcos en altamar. Cierto, la Pampa, que rechaza los adjetivos, es el campo en sí, el campo que colirida con... el campo. Es un puro campo afuera. Y tanto, que es también un acostado abismo, como el otro. A ratos, también el color, el simple color, es lo único que la separa del cielo. El pampero impuso su ilimitada voluntad horizontal y no dejó criar árboles. Pero tampoco hay piedras, porque todas se juntaron y se amotinaron en los Andes, para la más alta empresa de la tierra. ¿Es maravilla, pues, que el río que está a su lado haya hecho naufragar sus orillas, es decir, sea una Pampa de agua, y adopte el color de los pajonales, pese a tener mareas como el Océano? Y he aquí que tampoco falta la apretura de la selva o el vértigo de los desfiladeros. Porque si bien su cuerpo se nos va evadiendo como las culebras, su alma se evade mucho más. Y así, a pesar de ser tan abierta, siempre nos deja en el umbral. (Tierra tan infinitamente abierta que apenas si puede contenerla el cielo.) Tierra en que los dos extremos del arcoiris se asientan sobre la hierba. A veces su silencio es de iglesia abandonada. Mas a ratos, ante nuestro redondo asombro, comienza a zumbar como una abeja al borde de un vaso. Y ocurre que pese a su plaga de cantos y vuelos en determinadas épocas, y a sus remansos que plagian con descaro el cielo, y a que aquí y allá en primavera las flores esconden el herbazal, la Pampa es baguala de suyo: la égloga, tierna y rizada como un borrego, no trisca aquí. Las contradicciones más tirantes son el placer de su genio. De las heladas filosas del invierno se llega a la insolación de algunos veranos, capaz de agredir al pajonal, incendiándolo. La cancha mayor del galope, se ve atacada a ojos vista por los cardales y alevosamente por las 20


vizcacheras. Después de lloviznas tan ubicuas y cargosas que no dejan una brizna seca para sollamar un trozo de carne, suele venir la sequía. Sol a plomo y viento norte que sale al encuentro de cualquier amenaza de tormenta para conjurarla. Desaparecen las aguadas. Aquí y allá limpiones que parecen canchas de taba y donde las víboras si se ven obligadas a cruzarlos, quedan socarradas. Recuas aisladas de ganado, escasas de aliento, se quedan inmóviles, pese al solazo o la sabandija, escondiendo cada cual su testuz debajo de la barriga de los otros. Las ovejas, sin lanas y sin carnes, trotan disputando al viento los restos de los últimos cardos. En los cañadones y lagunas, apenas si queda algo más que barro y osamentas. Humillados por la sequía, el carpincho se larga campo adentro y la vizcacha se amansa hasta llegar a los ranchos con aire pedigüeño. La cosa, por cierto, llega al escándalo si el año es "año de cardos", en los cuales los tallos crecen tan gruesos como cabo de lanza y tan juntos como los soldados de un piquete. Y ellos, que se secan solos, son ahora yesca, buscando de pretexto la menor chispa de fuego —una colilla de cigarro, o menos, el sol caldeando un culo de botella—, para declarar el incendio: leguas de llama avanzando al paso o al galope según las órdenes del viento, sin que valga a veces el cruce de un arroyo para detenerle el paso. Puede atajárselo a veces, si el aire se aquieta, rameando ovejas para aplastar los cardos o dando contrafuego. Si no, sólo cabe -nlvar lo que pueda salvarse de las casas y disparar a uña de caballo. Mas eso sólo ocurre muy de largo en largo, gracias a que hay con frecuencia quien alargue la cuarta en ese pantano. Es ci viento que envían las Cordilleras, desde el sudoeste hacia el Trópico, diagonalmente, a través (le la Pampa, el pampero, que ]lcga convelocidad de chasque, con arrojo de malón. En la lejanía, hacia el sudoeste, un nubarrón gris oscuro como un cóndor va omando cuerpo. Las hojas de los ombúes y las hierbas tal vez se han estremecido un poco. Después una racha unta el escalofrío también a los hombres. Todo el cielo se ensombrece como una caverna, ahora. Y precedido por su vanguardia de libélulas y aves prófugas, el pampero llega, repentino como una mala noticia, y como si acabara de romper los barrotes de un calabozo donde 21


hubiera estado años ahorrando iracundia y violencia día a día. ¿Qué extraño que no todos los ranchos y los caldenes queden en pie, si los mismos médanos son trastornados como simple hojarasca? Pero hay que perdonarle todo eso, y su telón de polvaredas, y sus alaridos de indio y sus chiflidos de demonio, no sólo porque avienta todos los cardos y su amago de incendio, dejando colchones de semilla para ganados y aves, sino porque casi infaliblemente trae a remolque la tormenta salvadora. En efecto, estalla de repente un trueno desmedido, es decir, hecho a medida para la Pampa. Y las primeras gotas de lluvia comienzan a caer, oscuras y lerdas, porque son de barro. Imposible olvidar que el tiempo de sequía tiene un detalle perverso entre todos. En la llanura pareja y planchada de sol, el aire se vuelve llamas y las llamas lagunas. . . La ilusión es perfecta porque la brisa parece estar rizando su haz. El ganado que pasta a la distancia se muestra hundido hasta la barriga en las liquidas ondas o reflejado cabeza abajo. En realidad no hay una Pampa, si no dos y asaz desparecidas, como ciertos hermanos, entre sí. La verde pampa cristiana, que pese a sus lomadas y cañadones es, en línea general, lisa como un retobo de boleadoras y tirante como el lazo que enlaza. Es la patria del trebolar y el pajonal, del ombú y el venado. Y de arroyos o riachos cachacientos como una rumia. La Pampa siempre dándose cancha a sí misma, tan pareja siempre, que las carretas que la atraviesan. zancarrudas como aves de pantano, constituyen. con los enanos promontorios de las vizcachas, su único sistema orográfico. La otra es la Pampa mediterránea del lejano oeste, que linda con la Cordillera, la misteriosa Tierra Adentro, secarrona, seca reseca también: un desierto más o menos grisáceo o pardusco, arrugado de lomas, dunas, cerrilladas y bosques, sin un solo arroyo y sin un solo ombú. Es la Pampa india que comienza dondi el verde es derrotado por la sed, acérrima de pastos duros y arena-. tanto que su presencia ataja un poco el aliento como la de unu fiera. Es la Pampa vomitadora de malones. En contraste con ella. ha y en la otra, en la de los gauchos, por los años lluviosos, retazos como los campos de Ajá, atorados 22


de agua, griterío de rallas Y fachinales y aire sofocador como un vaho, y otro vaho peor: el de los mosquitos y tábanos. Esta tierra tiene también sus minucias truculentas. Está el cangrejal, pantano azulenco y más pegajoso que cola, que en los bajos de la orilla la marca y los cangrejos inventan a medias. Durante la bajamar se pasean ellos, atacándose unos a otros, incapaces de soportar su propia vecindad. A la siesta hierven en los bancos, avanzando y retrocediendo, plagiando al mar. Su voracidad también se parece al mar porque no tiene fondo. ¿Huellas? Sólo pueden leerse allí las de la gaviota o de los pájaros del espartillal. A veces el pantano se disfraza de simple bañado con isletas de esparto. Pero el animal ducho no se deja engañar con ello: y no hay látigo ni espuela capaz de persuadirlo a entrar por esa puerta que ha de cerrarse detras de él para siempre. Hacia la costa norte, el cangrejal cambia de nombre —guadal— y de color —su barro es casi blanco—, pero no de hipocresía siniestra. Por suerte no faltan maravillas para olvidar estas lástimas. Basta recordar la de la aurora, que suele iniciarse con una bandada de flamencos cruzando el aire como anunciando el inminente rosicler. El hombre venido de Europa, ciertamente, intentó civilizar a la Pampa. La empresa le quedaba grande, pero hizo lo que pudo. Introdujo ganado y árboles, y sus hortalizas y sus usos. La Pampa comenzó cediendo, y tanto que bajo la influencia del ganado intruso cambió, en buena parte de su extensión, su flora desértica por el mantillo estabular de alfilerillo y trébol, y por los cardos, con sus hojas que encartuchan un trago de agua de rocío y sus flores que vuelcan el don millonario de sus semillas para aves y ganados. Se le reveló así, de entrada, el destino que traía de tantos siglos sin saberlo: de ser el Paraíso del pasto y el galope, la Cariaán de la leche, la lana y la carne. Pero eso no fue sin desquite. La Pampa ensilveció o aindió a la tercera generación, a los bestias y gentes venidos de ultramar. Los perros domésticos, librados a su suerte, como resultas de las guerras entre puros cristianos, o entre cristianos e indios, recuperaron su autonomía de los días arcaicos, pasándose en gran parte al bando de los enemigos del hombre: la sobra de pastos, es decir, de carne herbívora y su desperdicio, y la facilidad de hallar o 23


excavar cuevas, habilitaron el tránsito. Por cierto que el perro cimarrón se viste otra vez como en su edad de oro: su arropado ropaje, sus orejas en guardia, su perfilado hocico son de lobo. También el poder de sus piernas, sus bofes y su olfato. Y el de su astucia. Caza en banda, con estrategia y tácticas lobunas, adelantando batidores, avanzando sobre la pieza elegida en media luna para cerrarse en bolsa. Del gato montés o del puma, ha aprendido a rampar sigilosamente antes de cargar sobre la presa. También sabe pescar o al menos aprovechar el pescado que la resaca deja en los desplayados. Tal vez un cuarto del multiplicio de los ganados cae en sus fauces. Para el hombre apeado en pleno desierto por la fractura o fuga de su caballo, la jauría cimarrona es peligro apenas inferior al del jaguar, el indio o la sed. En el fondo de la Pampa o en las costas patagónicas, los aullidos nocturnos resucitan un pavor ausente hace milenios. Como la mayor parte del ganado vacuno dejara de ver gente o poco menos, fue recuperando el vigor elástico y el humor arrojadizo del búfalo antecesor. O tal vez, por mera imitación, se ha vuelto aquí tan astuto y rebotador como el venado y ha copiado su genio al yaguareté a quien alguna vez logra izar en la punta de sus cuernos. En cuanto al caballo de las grandes cimarronadas, parece haber vuelto a los días terciarios. Las praderas del sur acogieron, sin duda, al caballo como al prometido de hacía siglos. El caballo a su vez —más que en la otra Mesopotamia o el Irán o Arabia— halló aquí su paraíso: en esta tierra en que el horizonte se apea sobre el herbazal y el herbazal es tan ambicioso como el Océano. Clima tutelar, pastaje y pista sin orillas, y de fieras sólo indisperisable para mantener el equilibrio entre el verde y sus devoradores. Así, pues, no son sorpresas aquí manadas de diez o veinte mil caballos. Avanzan con su poncho de crines hasta el codillo y su cola peinando el pajonal, entre su nube de polvo y su trueno de tropel y de relinchos: espectáculo no inferior a los mayores de la Naturaleza: ciclones, arcoiris, mareas. Eso sí, llevándolo de calores que suelen hacer sudar hasta los cascos a fríos que llegan a socarrar los abrojos, de la redundancia de pastos y aguadas a los ayunos penitenciales de la seca, tentándolo sin tregua al galope y obligándolo a esquivar el salto del puma, sesgo e imprevisto como el rayo o el peal de vizcacheras 24


y boleadoras, la Pampa ha modificado al caballo por fuera y por dentro, hasta hacerlo hijo suyo: lo ha parido de nuevo. Forzado a vivir peligrosamente en la libertad desaforada del desierto, el caballo pampa ha reasumido plenamente la responsabilidad y perspicacia de los que deben conducirse a si mismos. No es mucho, pues, que cruzando la travesía, los hombres se vean obligados a afrontar un peligro inédito: el alud de caballos libertos cayendo sobre sus hermanos serviles, propiciándoselos "con bajos relinchos de afecto" hasta sumarlos a la milenaria columna y ganárselos del todo para la vida sin lazos y sin frenos. Por cierto que rodeado y jaqueado por el desierto verde, el hombre de Europa se batió en retirada sin saberlo y retrocedió él también. Adoptó el poncho, el chiripá y las boleadoras del indio. Ha hecho su casa de barro como el hornero y su techo de juncos como cualquier ave lagunera. (A veces forra de cuero crudo ese techo para que deje correr la bola ardiendo de charamasca que lanza el salvaje.) Agrandando el tamaño de su cuchillo, de sus espuelas y de su audacia, y el número de sus perros, se amoldó al ambiente. I-Ia hecho del cuchillo su herramienta única y suficiente —hasta para cortarse el pelo— y del cuero su materia prima universal: puertas, baúles, camas, cangilones, artesas, palanganas, trojes, alfombras, mantas, todo es de cuero. Por caramaola y vaso, un cuerno de toro. Por silla, una calavera de buey o de caballo. Los primeros ocupantes de la Pampa, venidos del mar, y sus descendientes inmediatos, plantaron árboles de sombra y de fruta, cultivaron hortalizas y granos. Después todo eso fue a menos hasta ser totalmente relevado por la ganadería. Más propiamente aún: como la Pampa no tiene límites ni hay con qué improvisar cercas, y el ganado había aumentado fabulosamente en número y en arisquez, el ex-huertano, más que en ganadero o pastor, se trocó en cazador. El cristiano de la Pampa, como el indio mismo, vive casi exclusivamente de carne. Y de carne de salvajina, cada vez que es preciso. De vegetales apenas si conoce algo más que la yerba mate. Ahora nadie planta un árbol. El gaucho, jinete desde los cinco años, no baja del caballo sino para dormir, cuando no duerme con los pies en los estribos 25


No es calumnia decir que no da tres pasos si no va montado, porque en la Pampa tres pasos significan cuadras o leguas. Paralelamente al caballo traído de Europa, el hombre debió exigirse el máximo a sí mismo para sortear con éxito los innmerabies riesgos del desierto y ganarse el derecho a su libertad cimarrona. Que aquí no puede encenderse fuego de día para evitar la delación del humo y de noche sólo en cuevas para evitar la de los reflejos, y que sea más que conveniente desensillar al entrarse eJ sol para marcar con la cabecera del lecho el rumbo que seguir, son sólo un par de detalles, entre muchos de lo que aquí importa vigilar sobre sí mismo, aún en el sueño. La Pampa tiene buche de ñandú y puede tragarlo todo. Ella, pues, envolvente e inconsútil como la atmósfera, sin rasgones de reja, sin hilvanes de alambrado, sin ángulos en su redonda soberanía. El gaucho lee su Pampa de corrido hasta sabérsela de memoria, y lo que no sabe lo adivina. No por puro amor al conocimiento y al arte sino por necesidad de vida o muerte. Todo ello sin desconocer que la gran llanura, pese a todo, está llena de gracia y encanto para su hijo como un jardín para un pájaro. Bastará como muestra el caso de la boleada del ñandú, llamado "alegría del desierto" tal vez el más escultórico y elástico de los juegos inventados por el hombre.

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APRENDIZAJE DEL EDfN En la Naturaleza más salvaje no sólo existe el material de la vida más cultivada, y una especie de anticipación del último resultado, sino, incluso, un refinamiento mayor que el que puede alcanzar el hombre.

THORU

Al salir el sol de una limpia mañana de invierno, Daniel Hudson y los suyos, embarcados en una volanta pampa, parren hacia los campos del sur. Cruzando con alguna dificultad y con sobra de vocería y látigo el arroyo que corre al pie del declive en cuyo remate está la casa que dejan, y salvadas las primeras ondulaciones, la Pampa contrarresta lo porfiado de su lisura con su triple encanto de verde, agua y sol. Ninguno de los viajeros escapa a él, sin duda, ni siquiera Enriquito, que tiene cinco años. Entre galope y tranco, viajan todo el día. Como ocurre siem pre en los inviernos lluviosos, la llanura está llena de manchas de luz, es decir, de espejos de agua. Las aves nadadoras denuncian su paso con entrevero y alboroto de indiada. O es un tero, que avanza con su trote menudito y veloz, deteniéndose de golpe para saludar, inclinando su delgado copete. cuando no es la bandada entera que se alza revoloteando aquí y allá, girando y gritoneando en torno a las cabezas de caballos y jinetes. No hay flores en esta época, pero lo parecen, a la distancia, los pintorescos rodeos de ganado. Llega a ratos el ancho mugido de la vacada, como paralelo a la tierra, o labra el aire el trémulo balido de las ovejas. 27


El pajonal mecido por la canción del viento. Y la redondeada llanura, casi a nivel del agua de los remansos como un huevo de tero. De cuando en cuando, casi azulados por la lejanía y la bruma, se distingue o adivina un piquete de árboles, denunciando la casa de una estancia. También de tarde en tarde, los caballos del carruaje esbozan espantadas o se espantan de veras en las osamentas que jalonan el camino. De pronto, un espectáculo mayor. Una columna de caballos cimarrones cruza a la distancia o dispara a un costado o se viene en diagonal deteniéndose de golpe a cosa de un tiro de boleadoras para curiosear intensamente aquella novedad de la volanta: crines hasta el codillo, colas hasta el suelo, jopos bordados de rosetas y abrojos tapándoles las caras y obligándoles a sacudirlas para despejar los ojos, redoblando así su arisquez. El viaje termina junto con el día. Las cosas no han ido bien del todo para Daniel Hudson en Los V einticinco Ombúes. A los pocos años de comprar la finca, su dueño ha debido enajenar la mayor parte de ella. Ahora acaba de abandonar su propiedad para tomar en arriendo la finca llamada Las A cacias, en Chascornús. En realidad, don Daniel quiere probar suerte ahora cii un oficio que apenas conoce de vista: iI de pulpero. El negocio de pulpería comprende todo cuanto los paisanos pueden vender o comprar —plumas de ñandú, cueros de ganados y fieras, quesos, arreos de ensillar, yerba, tabaco, vino, quincalla. mercería, abalorios, remedios sin olvidar los simples de la terapéutica pampeana. Sólo que la pulpería es mucho más que eso: es la Meca ( gaucho de varias leguas a la redonda, club social, círculo de arm y arte, feria, todo en uno. Allí se ven unas a otras las caras c U: las leguas mantienen emboscadas. Allí se dan y se toman lenglU sobre todo lo que puede interesar en la Pampa: desde los ras t del tigre a la rastrillada del malón o la última perrería del juez. Y sobre todo se habla fervorosa e inacabablemente de cabal dibujando con mimo erudito sus marcas en el suelo, o concertaiih: carreras, mientras se prueba o se bebe dejadamente el vaso di vino. Y últimamente, allí tieiic nlHr r'Inrri.


el payador, que poetiza los tenias Y sueños mayores (le la vida gaucha. Por lo demás, la de don Daniel —"el boliche de Huson"está estratégicamente situada para el alto u hospedaje de los yentes y vinientes entre Buenos Aires y los pagos del sur. Las habitaciones principales de la casa lucen paredes y pisos de ladrillo, lujo que no llega al techo, que es de totora. A cierta distancia álzanse la cocina, el horno y el tambo, y los galpones para cobijar "frutos del país" y leña de. . . cardos, tan esponjada como el plumaje del chajá. Como la casa está semi ocupada por ratas y ratones y se trabaja en refeccionarla, los chicos viven casi todo el día afuera. Guillermo y sus hermanos han hecho el descubrimiento de algo que en la Pampa equivale a las Pirámides de Egipto: aquel gran feudo, rodeado feudalmente de un foso —zancadilla armada a los caballos del malón— encierra una quinta o monte de centenares de árboles de fruta custodiados por millares de álamos. En pleno invierno tales árboles, todos de hoja caediza, sólo muestran entre sus ramas desnudas dos cosas: cielo y nidos vacíos. Eso basta a la dicha de los niños, sobre todo cuando su olfato de sabueso descubre entre las cortezas húmedas y taraceadas de musgo, el sabor y el olor anticipado de la primavera. Hasta que un día, fojeando un ancho manto de verdura al pie de los álamos, los -niños descubren, con alborozo de pájaros al picotear la primera fruta, la flor que la primavera envía con tiempo para dar fe de su venida inminente: la violeta. Sin ser gente de gran cultura, Carolina y Daniel Hudson tienen el sentido profundo de que los dos ma yores estorbos de la criatura humana en su camino por superar la barbarie y la servidumbre son la coerción sistemática del espíritu y el castigo animal del cuerpo, cosas ambas que manchan por igual el alma del hombre. Sus niños gozan de la mayor autonomía posible. Corno entre los estancieros de la Pampa, los ingleses ocupan lugar apenas inferior en número al de los criollos, y la escuela pública prácticamente no existe en el campo, ciertos emigrantes, un poco a la deriva, que hablan el idioma de Shakespeare, ofrecen servicios de pedagogos a sus connacionales. Así ha llegado Mr. Trigg a casa de los Hudson. Sus discípulos lo reciben con cierta desconfianza, pues adivinan sin duda las 29


restricciones que la pedagogía va a imponer a su libertad más o menos discrecional. No es mentor carecido de aptitudes y prendas Mr. Trigg. Los chicos no tienen ni siquiera ocasión de aburrirse, pues no sólo se expresa muy bien y lee mejor, sino que, por la noche, al amor de la lumbre, sus lecturas de Dickens son tan vivas que reemplazan al teatro que no existe. César, el gran Perro viejo, caporal de la perrada de la casa, está llegando al límite extremo de la edad canina. Mas como en el hogar de los Hudson no se practica la crueldad piadosa, se deja que el perro se entienda solo con su destino. Cuando muere, al fin, los niños, profundamente conmovidos, lo entierran con cierta solemnidad en la quinta y Mr. Trigg pronuncia la oración fúnebre. Es breve, y dice, en resumen, que el hombre y el perro viven y mueren paralelamente y que ambos cosechan un mismísimo final: unas paladas de tierra. Tan simples y manidas palabras caen en el alma del menor de sus discípulos como en los ranchos una víbora cae alguna vez del techo sobre la cama de un niño. Un frio retorcimiento de horror y de duda. ¿Es sólo una burla de aquel hombre que los tortura con su policialismo pedagógico y que oculta mal, a ratos, sus pujos de castigarlos corporalmente? No se atreve a creerlo. Hay, sin duda, hombres malos —los asesinos, los ladrones, los mentirosos— y seguramente ellos deben morir, pero, ¿morirán también los buenos, su madre, los suyos, vamos al caso? ¿Y él, sobre todo, que siente insondablemente que estará siempre en el mundo viendo cada (lía cosas nuevas y maravillosas con gozo infatigable, él que está literalmente en el paraíso? Sea lo que fuere, las palabras del pagano profesor si guen trabajando sombríamente la mente del niño, hasta volvérsele algo como una tortura física de su alma, intolerable. Cuando se refugia al fin en su madre, como hu y endo del más truculento de los cucos, le faltan las palabras porque teme que las de ella corroboren las del profesor. Luchando con las lágrimas logra hablar al fin, para escuchar de su madre, alma profunda y diáfanamente evangélica, un consuelo que no estaba seguro de encontrar: sobre el destino de los animales no hay opinión consagrada; unos creen que ellos gozan también de otra vida , los más piensan que su vida concluye en este niniido. ¿Cómo saberlo a ciencia cierta? Lo 30


único revelado por Dios en su libro —la Biblia— es que nuestra alma no muere porque estamos reservados después de esta vida pasajera para otra sin fin. Guillermo consiguió disipar su temor y su angustia del todo, sin duda. Lo creyó así, al menos. Pero la madre, con su pizca de alarma, resuelve vigilar más la educación religiosa de su hijo, con el principal resultado de que éste sólo alcanza a representarse a Dios como una columna azul en la noche. Su temor al aniquilamiento sigue latente en su entraña y aflora vivamente un día frente a la muerte pasajera de un ahogado, y otro frente a la muerte real de Margarita, niña muy querida de todos los niños de la casa. Y sobre todo ante el espectáculo reiterado de la matanza de vacunos para el suministro casero de carne: la bestia enlazada de los cuernos, desjarretada luego, apuñaleada después en la olla hasta el corazón, cabalgada al fin por el matador entre cintarazos y gritos de burla y júbilo y el baladro de agonía de la víctima, vaciando con un torrente de sangre su vida en la nada. Felizmente semejantes espantos pasan a la larga a segundo plano o se olvidan casi del todo ante las incontables visiones y sensaciones de vida y hermosura, menudas o inmensas, que lo asedian o invaden día tras día. Ahí está la inocencia dichosa del aire, es decir, el misterio volviéndose azul y transparente, haciéndose cielo. Los panales de frescura del alba. La hierba que tiñe de verde el huevo del tinamí y hasta el galope de los caballos. ¡Cómo parten vibrando hacia lo alto, enalteciendo también nuestro corazón, los relinchos! y el mugido del toro, ¿no es como si en su fondo mugiese la tierra? Y el olor del alfalfar florido y el de la tierra bajo las primeras gotas de lluvia, le producen el mismo retozo de ánimo y la misma necesidad de movimiento físico que a los perros y los potros. Los árboles en esta tierra tan desnuda, aunque velluda de hierbas —tierra sin amparo contra el abuso de relumbre o de calor del sol— son un verde recuerdo del edén, son el edén mismo. En la finca de los Hudson los árboles de fruta o madera o sólo de sombra —forasteros o indígenas— perales, ciruelos, cerezos, durazneros, membrillares, moreras, acacias, paraísos, ailantos, y el faunesco caííaveral de las siringas, todo encerrado entre un murallón de millares de álamos, cada uno de los cuales es 31


como un vertical arroyo de temblor, de rumor y de frescor— son un país de hadas, o mejor, de esos hijos suyos que son los pájaros. Apartado de la gran arboleda crece un sauce colorado, buen gigante de tronco cobrizo como un indio y de gran cabellera empapada de cielo, algo tan tiránicamente hermoso, que en ciertos días de verano el niño se pasa las horas contemplándolo tal como un mendigo la vidriera de un negocio de lujo. En duro contraste con él, están los churquis blancos con sus ramas tan agresivas o dolorosamente armadas de púas que impresionan casi como la Corona de espinas. El árbol, tal hijo del suelo y apegado a él como el que más, tiene una incontenible ambición de cielo y se halla en él como palo en el agua. ¿Y es sólo una pura casualidad que su ruido en el aire sea el mismo de las aguas grandes o chicas sobre la tierra? Sin duda, los árboles tienen tanta sensibilidad y receptividad como los hombres, o mucho más, quizás, aunque sean de estilo diferente, y en ciertos días los mensajes que les vienen de la tierra, del aire, del sol y las nubes les producen un contento tan hermoso que no pueden guardárselo para sí mismos y precisan comunicarlo de algún modo: por eso se hinchan en yemas, se abren en hojas y revientan en flores. El espectáculo de los durazneros en flor, solo, es tal milagro, que de por sí basta para dar a la tierra la vida, el color, la frescura y la alegría de la aurora. Pero se trata de algo más que de un sentimiento estético, como en la admirativa delectación y el comienzo de ensueño que despierta una mujer de honda belleza. A medida que crece, ciertas particularidades de Guillermito se acusan claramente. Prefiere con frecuencia el aislamiento, ya vagando a caballo por la llanura, o andando sin ruido entre los árboles o quedándose por horas tirado entre los pastos. Temiendo que esos puedan ser síntomas de desequilibrio nervioso, Carolina lo ha seguido y observado cautelosamente más de una vez, sin ser vista, por cierto, hasta tranquilizarse al fin: sólo se trata de que aquel hijo, cuya rareza no mira como tal porque ha advertido que su sensibilidad es muy semejante a la suya, encuentra su mejor entretenimiento en contemplar o atisbar los varios aspectos de lo vi32


vi i e ak nicilo do un aiio iibrc un juguete de lujo, y en libar su dulzura como un picaflor una corola. En ciertas noches, la misteriosa belleza de los árboles bajo la luna (las acacias blancas, en primer término, con no sé qué de garzas adormecidas de pie sobre una pata) lo turba tanto, llegando a un comienzo de miedo, que su presencia se le torna insufrible y siente la necesidad de recobrarse a la luz y la compañía del hogar. Es una impresión indiscernible —algo poderoso y vago a un tiempo— de que el árbol también es una criatura pulsante y respirante, que allá en lo más hondo y antiguo del ser, hay algo de común y vivo entre el árbol y el hombre. Alguna mañana de fines de julio, de pie sobre el terraplén que bordea el foso, Guillermo parece estar escuchando más que mirando algo. En efecto, el corazón tan ansioso corno el que cruzando el océano espera el arribo a tierra, el niño está sintiendo llegar los ruidos de seda y de cristal de la primavera. Y sobre todo el vuelo lentísimo e intenso de los primeros aromas. El olor de los brotes del álamo temblón despierta en él tal simpatía que no se conforma con absorberlo difuso en el aire, lo aplasto y refriega entre sus manos y contra su cara buscando que su fragancia de vida y ensueño se haga parte de sí mismo, por un tiempo al menos. Llevado por el mismo impulso llega a masticar los brotes del hinojo. La Pampa, madre de todas las hierbas. La manzanilla, el quenopodio, el chamico, el yuyo colorado, la mostaza silvestre, el cardo ajonjero; el hinojo, aislado pero contagiado su olor de anís; la hierbabuena, digna de perfumar el baño de una reina, la menta, fresca y ardiente como un beso; los campanillas azules colgadas de lo alto como ofreciéndose para algún rito de los cielos. Con su fresco y agudo olfato de niño —aunque llevado en él a un grado de penetración comparable al de ciertos animales y de ciertos baqueanos— Guillermo es. por cierto, un gran catador de flores, idoneidad y pasión que comparte con su madre. Eso sí, prefiere las flores indias del desierto a las sativas o semisativas del jardín casero. Día a día en primavera galopa en su petiso alejándose media legua de su casa, hasta dar con un bajo siempre húmedo y evitado por las vizcachas debido a su propensión a inundarse. En primavera, aquéllo es una Pampa minúscula de jardinería. So33


bre el verde del fondo tan vívido como el verde del huevo de la perdiz copetona, álzanse a diversa altura las más donosas flores indígenas, desde el puro lirio llamado "lágrimas de la Virgen" por los nativos, hasta una flor de tal delicadeza que sus pétalos se caen al breve rato de ser cortada. Se vuelve con un gran ramo para su madre, obsequio apreciado por ella más que cualquier otro, pues, ya lo dijimos, ella prefiere a las rosas y los claveles de los jardines las flores cimarronas de la Pampa —su madre, de quien le viene por herencia y contagio, en parte al menos, d amor a la Naturaleza y el fanatismo de todo lo hermoso. A la orilla de los dos arroyos que corren a pocos galopes de su casa, es una morosa fiesta para sus ojos y su olfato el herbazal florido que allí crece. Dilectas, entre todas, son las corolas del macachin, las primeras flores de la primavera del desierto, del puro amarillo del pecho del benteveo y tan brillantes, palpitantes y gayas como él. O el blanco, el escarlata o el morado de las berbenas sobrenadando en el oleaje del verde. ¿Es que hay algo más parecido a sueños del paraíso que la embriaguez de la fecundación en agosto o septiembre, cuando las flores, condenadas al silencio, expresan con la voluptuosidad aérea de sus cuerpos, con el delirio de sus colores y fragancias, los sueños de amor que las poseen? Oscuramente el niño siente que las cosas más minúsculas están cargadas de infinito, y que a ratos el misterio parece volverse azul y transparente como el cielo. Y después de las flores, las frutas. Las frutas, para nuestro apetito cegatón, no pasan de vulgares productos comestibles. Pero son algo más. En todo caso no se parecen a ningún otro alimento, siendo el alimento noble por excelencia. No sólo por su digestibilidad perfecta y la exquisitez de su sabor: en efecto, tienen un aroma tan dichoso como el de las flores y tampoco les ceden en la limpia belleza de sus colores y sus formas. Son el más jugoso recuerdo del paraíso. Pero uno de los hechizos de los árboles, y no el menor, es el de ser la casa grande del pájaro. Guillermo, con la simpatía de su ser abierta de par en par como la Pampa a todas las formas y manifestaciones de lo viviente, tiene tal vez sus predilectos, aunque él, sin duda, prefiere no elegir. Son los pájaros, criaturas al parecer privilegiadas entre 34


todas, con la celeste andadura de su vuelo, el don de su canto, y sobre todo, la inalcanzable intensidad de su vida y su alegría de Vivir. ¿Para qué hablar de su inocencia y su gracia, y de la belleza, casi excesiva a veces, de sus líneas y colores? Aquí sí que él no excluye a ninguno, porque empieza a sentirse, sin saberlo, una especie de padre universal de todos estos niños del aire, y cuando alguno parece menos favorecido que los otros, Guillermo se preocupa más minuciosa y profundamente por él hasta encontrarle méritos que lo emparejan a cualquiera, ¡Cómo elegir, de veras! Las golondrinas. más del cielo que de la tierra; el cabecita negra, con su maravillosa cabeza de negro esplendor como la noche; el benteveo, con su pecho y su alegría solares; el pirincho, con la belleza patria de sus huevos azules crispidos de blanco; la minúscula tijereta, agigantada por el amor y el coraje hasta poner en fuga al carancho; el churrinche, de alas y cola de carbón y cabeza y pecho de atizado fuego; los loros llevando el color del bosque a las cimas del aire. Guillermo ha observado que en los largos días de lluvia, impedidos de buscar su pitanza, los coros de tordos y de mistos para capear el hambre cantan sin tregua. Y ese aguacero de música, opuesto al otro, es algo tan ilimitado de gozo y de belleza como el arco iris. Por lo demás, los pájaros son, entre las criaturas del mundo, lo más industriosos y perspicaces constructores de la casa propia. Y en cuanto a amor propio de artista, dígase estilo, dejemos constar que no hay dos especies que fabriquen su nido de la i:usma manera. Guillermo siente que la emoción del nido no es inferior en un ápice a la emoción del canto, del plumaje o del vuelo. Es capaz de pasarse horas y horas bajo los árboles o entre altos yuyos, observando las idas y vueltas sin número de un par de papamoscas colorados construyendo su nido de liquen en la rama de un ciruelo De los engendros de esta creación sagrada del ingenio y el amor que es el misterio del nido, ninguno más subidamente hermoso que el del hornero, quien sin llana ni plomada, inventó la albañilería y la bóveda millones de años antes que el hombre —repitiendo con barro sobre el piso del firmamento la forma del ey


firmamento sobre el piso de la Pampa ... (Jan anidado en u alma lo tiene y lo tendrá Guillermo, que cincuenta años después de no oír su canto lo recordará con fidelidad fonográfica.) Un día, cediendo a la larga tentación de raptar los huevos de una pareja de caranchos, trepa por las ramas de un gran duraznero, hasta los bordes del gigantesco nido hecho de palitroques, cerdas, huesos de oveja, manojos de pasto, tallos de cardo, tiras de cuero crudo, cuando ante la aspérrima alarma de los dueños aparecidos inopinadamente, se suelta ramas abajo, llevándose uno de los mejores porrazos y sustos de su vida. Otro día, en los comienzos de su vida en Chascomús, cuando sólo tenía seis años, fue con sus hermanos, a caballo por cierto, evitando cardales, pajonales y vacadas, hasta el arro yo próximo, que hallaron desbordado a consecuencia de las últimas lluvias. No era un arroyuelo de égloga, claro de ondas y murmurio, sino, al contrario, de aguas turbias y cenagosas, y tan pachorrientas como el tranco o la rumia del buey. En desquite estaban cubiertas de una rica variedad y cantidad de aves —ibises, cisnes de cuello negro, garzas, patos picazos, barcinos, cucharas: cosa admirable de ver y oír. Pero había algo superior a todo eso: eran tres aves de color blanco y rosa, tan altas como doncellas, vadeando el arro yo con paso de lentitud ritual. De pronto el ave delantera se detuvo, irguió la cabeza, enarcó un poco hacia atrás el larguísimo cuello y abrió las alas de fuego. Algo tan deslumbradoramente encantador como una aurora revelada de golpe. Guillermo se dijo que aquellas aves eran sin duda lo más cercano a los ángeles que podría haber sobre la tierra. Desde entonces la imagen de los flamencos será una de las favoritas de su mente: de pie, es decir, duplicando en el agua el mágico cuerpo como en el alma ci rostro del ser amado, mientras el cuello es como el abrazo de un hada que abriese el cielo con su llave; volando, como si el rosado amanecer se hiciera pájaro para quedarse todo el día entre el cielo y la tierra. También ocupan y preocupan al avidísimo niño las voces o gritos de las aves en la noche. Así, el canto cronométrico de los gallos en la oscuridad, ese saludo al sol desde la entraña de las sombras, canto solar, ciertamente, por su rotundidad y alacridad, por su clara confianza en lo que aún no es, pero será mañana. Y las aves migradoras que transitan los cielos nocturnos, gritan36


do o habIendo de FOL) (U reL). (i:1Ida lo \Oz como Lueed os avenzadas en la scmiiiniebla para no perder el rumbo y mantenerse unidas. Por lo aterciopelado de su gracia y la mansedumbre melancólica de su voz y el oasis de belleza de sus ojos, las palomas son como criaturas aparte entre las otras aves. Sobre eso en la Pampa o en la América de la niñez de Guillermo, donde el cazador con armas de fuego es rara avis y donde muchas aves prácticamente desconocen la persecución, la paloma salvaje es animal de extremosa mansedumbre. Tanto es así, que la primera vez que Guillermo se encontró con grandes bandadas de torcacitas. comiendo tranquilamente en el suelo, tan poco caso hicieron de él que creyó fácil cogerlas a mano. Habiendo contado a un viejo gaucho su fracaso, recibió, para remediarlo, el consejo de echarles sal en la cola. Lo puso en práctica con porfía, hasta cerciorarse (le que había sido objeto de una broma. Los Hudson tienen junto a la casa un palomar en forma de gran torre blanca donde anidan varios centenares de palomas que no cuestan nada a sus dueños porque se alimentan Y se cuidan solas en la despejada llanura. Guillermo no sólo tiene una admiración contemplativa por el gran sauce colorado que crece un poco aparte de los otros árboles de la quinta, lejos de la casa, sino que suele usarlo de belvedere. Apenas aprendió a escalar el tronco de un árbol —en busca de frutas o de nidos— una de los mejores aplicaciones de ese arte es la de treparse a la copa del gran sauce solitario. y buscando una rama firme y cómoda, quedarse allí por una hora o dos contemplando el desaforado redondel verde o tostado de la llanura, los remotos arbolados de las estancias, las majadas de ovejas, las recuas yeguarizas o vacunas, pastando a veces con ñandúes interpolados entre ellas, o bandadas de aves vadeando el cielo. Siente allí, en ocasiones, sin decírselo, tal vez sin saberlo, que el corazón humano, no menos que los ganados, también se apacienta con leguas de verde. Otras veces es algo mu y distinto y más extraño; un poco la altura, pero más la ilimitada abertura del espacio entre el verde y el azul, le insufla tentadoramente el deseo de flotar o volar como los chajaes o los vilanos del cardo. ¿No ocurre, acaso, que de algún modo cada cosa es parte de las 37


otras? ¿No está en la vibración (le Un insecto la vibración de, lo creado? Un día descubre que el gran árbol aislado es también el refugio favorito — en ciertas épocas del año— de otro aficionado a la soledad como él, aunque por razones distintas. Es el Halcón peregrino. Y ha presenciado muchas veces, con admiración y sin odio, como un naturalista o un poeta, ya, el espectáculo de sus cuatrerías, aunque se realizan en perjuicio propio y de los suyos, es decir, de las palomas de su casa. En la mañana o después de dormitar su siesta, el halcón-rey se remonta describiendo aparatosos círculos de modo que la innumerable bandada que picotea el suelo pueda notarlo y, aturdida de espanto, alzar el vuelo ciegamente. Es lo que él busca. Dejándose venir como un aerolito, el asaltante cae sobre la presa elegida al azar, sin fallar sino por milagro. El padre de Guillermo también suele presenciar el emocionante espectáculo, sin entusiasmo quizá, aunque a la vez sin procurarle remedio. Obra en su actitud, quizá, la idea de que la pérdida de unas cuantas palomas entre cientos no es un perjuicio. Pero sin duda hay algo más que un noble desinterés en ella: un sentido de ecuanimidad o de justiciera comprensión: el halcón, hijo de Dios o de la Naturaleza, también necesita vivir y también es digno de vivir. Porque es visible en don Daniel ese equilibrio de espíritu. No es un sentimental o no lo es al punto de que un pichón asado no constituya uno de sus platos favoritos o no mirar con filosofía los atracos del halcón. Pero él, con una sola excepción (la de un lechuzón dañino) jamás mató un pájaro, y Guillermo jamás lo vio más enojado que el día en que un huésped asesinó una golondrina con un disparo de escopeta. Incapaz de agredir o provocar a alguien, muestra una oronda indiferencia ante los peligros más agudos. Sólo que su desinterés genial y su absoluta falta de desconfianza en los demás lo llevarán un día a la extrema pobreza y la desposesión. Algo de eso o todo eso ha heredado su hijo. Como todo chico, además, Guillermo ha heredado de nuestros más remotos antecesores el amor a la caza. Y no bien ha podido disponer de una escopeta se ha convertido en entusiasta destructor de patos y perdices. Lo que es más, llevado por su prematura vocación de naturalista, muchas veces mata sin beneficio práctico 38


alguno, sin la justificación que la cocina ofrece, sólo llevado por un prurito inquisitivo, es decir, el espíritu de conocimiento preluciendo en la curiosidad novelera del niño. ¿Cómo puede conjugarse esta manía destructora con su admiración y adoración de las más hermosas y fervientes formas de vida? La contradicción existe en el fondo de todos nosotros. Sólo que Guillermo, a medida que ella va haciéndose más patente en su conciencia, la combatirá más resueltamente hasta superarla del todo. Cuando llegue a su total nitidez la revelación de la santidad y belleza de lo viviente, el ex-colecccionista de pájaros para museo verá en el pájaro enjaulado o embalsamado una de las mayores abominaciones humanas. Mientras tanto Guillermo, más que un cazador o trampeador de pájaros como tantos, es un gran coleccionista de huevos. ¡Oh, el breve misterio infinito del nido, la ternura y la herniosura, la tibieza y la delicadeza de los huevos! Los huevos blancos jaspeados de lacre del carancho, tamaños como los de la pavona; los puntiagudos de color crema salpicados de chocolate del benteveo; las dos largas perlas del picaflor; los marmóreos de la lechuza; los cinco huevecillos de la tijereta, amarillentos y con pintitas rubias en el polo mayor; los dos huevos de blanco crema crisj)idos de castaño de la viudita o del jilguero; los del pecho colorado, de un blanco azulino con pintas negras en la base; los del jacana, de un color arcilla chispeados de cobre; los huevos grises o azulejos con lunares lilas del tordo.. Su madre le ha dicho que si quiere huevos de pájaro no debe sacar nunca de cada nido más que uno; sólo tratándose de especies dañinas o de huevos aprovechables la regla no rige. Huevos aprovechables los hay a rodo en la Pampa, desde los de chorlo y terutero pasando por todas las variedades de patos salvajes, hasta los de tinamú y perdiz, hasta el del ñandú, capaz de empachar a un gigante tragón y que en la casa de los Hudson se come preparado en forma de tortilla, pero que los gauchos prefieren asado al rescoldo atravesándolo previamente con una varilla de fierro calentada al rojo. ¡Qué de búsquedas de apasionada porfía desde el comienzo al fin de la primavera entre la maciega que festonea los arroyos o los remanses o entre los cardales o pajales de la abierta llanura! Una mañana de primavera, después del desayuno —Guillermo tiene va trece años— monta en su petiso y parte al galope campo afuera. Regresa a mediodía, 39


al tranquilo, y prec tisvamei1te conio si vi iiera enfcno. Pero su rostro está radiante. Trae más de cinco docenas de huevos de tero. ¡Oh, está seguro que nunca podrá olvidar, por mucho que viva, la escena reciente del bañado! Ha sido en una de las lagunas del contorno, sita a más de dos leguas de la casa: penetrando profundamente en ella a caballo, a través de juncales y pajonales y camalotes, entre el vocinglero espanto de alas y de picos ((le chajáes, bandurrias, garzas, mirasoles. becasinas, chorlos, íbises de fuego y espátulas de rosa) se dio con una colonia de pechos colorados, pájaros tan nobles de pluma como de canto; es decir, con un bosque de palmeras minúsculas formado de duraznillos, con nidos a centenares colgados de sus troncos y centenares de revoloteos purpúreos enguirnaldando fronda y cielo y duplicándose en el agua. Sí, ya lo vemos, Guillermo es un niño fervorosamente volcado sobre la naturaleza salvaje y semisalvaje que lo rodea. Sólo que él no se deja absorber por ella totalmente. Una parte de su alma se vuelve amorosa o curiosamente hacia el mundo humano de que forma parte: su familia, los otros niños y las otras gentes. Sus padres, por índole, o contagiados por la religión argentina de la hospitalidad, parecen sentir verdadero agrado en alojar en su casa a toda clase de gentes, ingleses o criollos, ricos o pobres. Si el huésped es gentil y de sustanciosa charla, mejor que mejor. Se intercambian visitas con algunos vecinos ingleses y algunos criollos. A los de don Daniel Hudson —al revés de lo que pasa con los otros ingleses— no les está prohibido ni tasado el contacto con los niños y muchachos del paisanaje circunvecino. Ni la diferencia de religión es estorbo para ello, dado el envanescente catolicismo de los criollos y la tolerancia y bondad de los Hudson. Guillermo viene criándose en desprejuiciada camaradería con los hijos de los nativos, participando de sus juegos, consistentes principalmente en simulacros de cacerías o combates, y aguirriéndose en las artes gauchas. No menos vulnerable se siente el niño de Chascomús a las maravillas tan remotas y cercanas de la noche. La Vía Láctea o Río de los Quichuas; las Tres Marías cristianas o boleadoras celestes de los araucanos; la Cruz del Sur, la estrella de cuatro puntas como un poncho pampa, y ese lucero del alba, como nacido 40


de un trnniulo beso entre el día y la noche, o entre la hermosura y la felicidad. Y no es pobre el campo humano de observación que se ofrece a sus ojos. Desde los colonos ingleses con su casi infalible sentimiento de tajante superioridad de raza o de nación, y en su mayor parte entregados de alma a la lucha por la conquista de la riqueza, no pocos buscando en el alcohol consuelo a su nostalgia insular, y desde los más o menos agauchados estancieros con sus millares de hectáreas de tierra y de cabezas de ganado, hasta los gauchos de verdad sin más bienes casi siempre que su caballo y su cuchillo, pues hasta el rancho que habitan suele ser prestado. Y también la ancha indolencia de la vida pampeana. interrumpida de cuando en cuando por actividades de empuje bárbaro, pues aquí la agricultura apenas existe y la ganadería es mucho menos eso que un prehistórico deporte de cazadores y pastores. Qué relatos más parecidos a leyendas los que se cuentan de esos hombres de la otra Pampa, la que se abre más al poniente hasta las faldas de los Andes, esos rojos salvajes que irrumpen más punitivarnente que cualquier plaga de la Naturaleza, los indios comedores y bebedores de yeguas y con ojos y olor de puma! Y apenas si despiertan menos el interés y la fantasía esos hombres intonsos de barbas y melenas, con tal señorío sobre el campo que puede, uno solo, capturar un toro cimarrón en el desierto y sacrificarlo, y con tal sensibilidad, pese a su mutismo, para la música y el verso, que los ha visto pasarse las horas y las horas en la pulpería de su padre, probando apenas el vaso de carlón, suspensos de la narración de algún payador de mentas, secundado por la voz de la guitarra, tan mujeriega y varona a un tiempo. También los ha visto alterarse por un tris —con frecuencia sólo por afición a la fama—, brincar puerta afuera con el cuchillo en el puño, combatir, herirse, apaciguarse, volver a tomar juntos un vaso de vino. Pero ha visto algo más. Que mientras los gauchos viven a caballo, sus mujeres apenas dejan la cocina. Y que a los niños se les ahorra toda demostración de ternura —no se los besa nunca, tratándoselos a veces como a adultos. La imagen de una niña se le ha quedado y se le quedará para siempre en la mente y en el corazón. Es la de Angelita, sobrina de un cuchillero y payador de 41


fama: niñita de ocho a nueve años, a horcajadas sobre un caballo en pelo todo el día, trayendo las vacas o las ovejas de la casa, arreando una tropilla de caballos, siempre al galope, sin zapatos, y sin sonrisa, con su carita misteriosa de blancura y hermosura, alternativamente oculta o descubierta por su retinta melena al viento. Pero Guillermo termina por dar la espalda a todo eso. Descansando está a media tarde bajo la sombra de aquel grande ombú, tan viejo, que sus ramas parecen moverse al ritmo de los siglos. Monta de nuevo y parte al tranquito de su caballo hacia el monte. Anda, como siempre, con la cabeza literalmente llena de pájaros. Ayer ha visto pasar volando por encima de él, un tordo, con su esplendoroso traje oscuro, pero con una inesperada mancha castaña debajo del ala. ¿Se trata de una especie nueva? Quiere ansiosamente averiguarlo. De pronto detiene su caballo y mira hacia arriba. El cielo está tan hermoso que parece esperar la venida inminente de un ángel.

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LA HEHMANA BESTIA • su antipatía por los naturalistas de laboratorio que sólo conocen los animales embalsamados o encerrados en jaulas r las plantas secas de los herbarios o culti vadas en jardines. ÁNGEL CABRERA

Amamos poco a los animales porque no los conocernos o los conocemos someramente. Muchas gentes no saben ni siquiera que la elefanta tiene mamas pectorales y que su compañero lleva ocultos los compañones —que el perezoso, que duerme diecinueve horas diarias, deja criar musgo entre su pelambre—, que el perro ladra y bebe a lengüetazos, mientras su hermano el lobo sólo aúlla y bebe el agua aspirándola —que la jirafa es un animal de cuello. . corto, pues éste no le permite que acerque su belfo al agua del río o remanso sino a costa de abrir desmesuradamente las patas.. Por otra parte, la mera ciencia del zoólogo suele dejarnos en el umbral de la vida cierta del animal y de su alma. En cuanto al amor de Francisco de Asís por las bestias, fue como el que tenía por el pordiosero cuyas llagas besaba por amor a Dios. Era un alma cristiana la suya, es decir, prófuga de este valle de lágrimas al yerto jardín celestial adonde no llegan ni los pájaros, pues los animales, según la sacra sabiduría, no tienen alma. Pero Hudson es ya el apóstol de la sacra belleza de lo que vive, de la tierra como un paraíso suficiente. Su virtud como animalista va a consistir en no dar nunca la noción abstracta. sino 43


vitaLzad or l rmoción y ui belleza. (Artista por encima de todo, aunque él es alguien que llegará a polemizar un día con Darwin sobre pájaros argentinos.) Para el hijo de Quilrnes el conocimiento del animal no es ni será nunca ciencia espec i alizada y autónoma. Él no es el anatomista o el fisiólogo trabajando sobre el cadáver o el cobayo, o el observador fiscalizando al animal doméstico o cautivo. No, su actividad integral y unánime, se ocupa de la criatura en pura libertad y naturaleza. pues no puede concebirlo desintegrado de su medio natural, como que éste es parte de su alma misma. No concibe al animal sin plena soltura y sin vital armonía con su ambiente —¡sin su belleza!—, pues ninguna forma animada se da en esas condiciones. El animal de Hudson no es, pues, una presa o una pieza de cazador o de zoólogo, sino una persona — /una personalidad!— y a la vez un órgano de ese organismo total que es la Naturaleza. De ahí su novelesca atracción. ¿Es que la magia de Hudson para captar los secretos de la vida animal no está relacionada con la eficaz aptitud zoológica de los gauchos ya advertida por Azara? ¿Y es que en última instancia la baquía gaucha de la tierra (que ultrapasa la experiencia sensorial y en el baquiano y el rastreador logra visos de preciencia bruja) no es la misma que él va a llevar a la ciencia y el arte? Sin duda. Y ocurre algo no menos memorable. Y es que, todo sin que Hudson lo sepa, mientras él huronea el haz de la Pampa, otro argentino hijo de inmigrante, comienza a excavar sus cimientos y un día dará testimonio de las criaturas con que topó en su profunda aventura. La Pampa arcaica de Ameghino, la creación sumergida en las tinieblas recobrada por el fiat de su ciencia! ¿La fauna del cuaternario y del terciario? Vizcachas de cuerpo de buey. Caballitos que galoparon sobre un piso que se hundió con ellos. Perros que aullaron husmeando sus rastros recientes. El architigre que Muñiz encontró en su senda, dormido ya desde millares de centurias. Rapaces corredoras de la Pampa —las más grandes aves que existieron nunca— cuyo representante prócer es el fororaco, con su cabeza mayor que la de un bagual encorvada en pico de águila. Los gliptodontes, o rniodillos de entonces, cuya concha sirvió probahh'mente de 44


caverna suba6rca al hombre de su tienipo. Porque fuera de los misteriosos e inquietantes homúnculos del eoceno superior, Ameghino comprobó la existencia de los primeros "hombres" que habitaron la Pampa (y tal vez la tierra) y hasta escarbó las cenizas de sus fogones. No puede afirmarse a cierra ojos que el animal sea inferior al hombre. Se acerca uno más a la verdad diciendo que la inteligencia grande de la Naturaleza se reparte en los seres animados bajo la forma de instinto y bajo la forma de razón, y que si el hombre es siempre más racionalmente inteligente, el animal es más genialmente instintivo. También es cierto que su entrega más o menos incondicional y creciente a la razón y a los instrumentos que elabora con ella y sus manos, ha ido amenguando en el hombre los dones del instinto y la capacidad sensorial, hasta casi anularlos a veces. Más aún: en los seres de la creación animal obran muchos más sentidos que los cinco tradicionales: el del equilibrio, el muscular, el atmosférico, el telepático, el de orientación... Ahora bien, enfrentar el olfato del hombre al de la mayoría de los mamíferos, es cotejar el rescoldo a la llama viva. (El perro individualiza sin falla a cada hombre por su olor, como nosotros por su voz o su fisonomía.) En cuanto al sentido de la orientación, tan hondo y seguro en casi todos los animales, desde el pez y el pájaro al caballo, duerme en el hombre el sueño de los justos para no despertar sino por un azar maravilloso. El instinto y la razón no son, pues, esencialmente distintos (hay sólo diferencia de grado y modo) y existe una sabiduría zoológica quizá y sin quizá no inferior a la humana. Eso es algo de lo mucho que Guillermo Enrique l-Iudson ha madurado en sus largas vagancias por "el verde piso del mundo", como él llama a su llanura nativa. Hudson ha ido advirtiendo, cada vez más nítidamente, que el animal está muy cerca del hombre, no sólo por su aprehensión de las cosas del mundo, según estilo propio, sino también por su larga capacidad de paciencia, de arrojo, de ternura. No menos que el hombre, el animal ha recibido en don su parte de misterio, de belleza y de gracia del universo. Hudson no coincide con los zoólogos en general respecto a la función del lenguaje de los animales, desde los insectos a los 45


mamíferos. Él no cree que éste tenga fines exclusivos ni preponderantemente sexuales, o que sirva sólo para aliviarse de la carga emocional. Sugiere, en efecto, que se trata de una conversación que usa la mímica y la voz como instrumentos, de un sistema de correlaciones psíquicas que todos los seres de la creación practican, quieras que no, sin duda, para escapar al horror de la soledad. Su primera gran experiencia —intensa entre todas— la ha tenido con una víbora, en Chascomús, muy niño todavía. Con ella comenzó su conocimiento de esos animales que "tienen algo más poderoso que los pájaros, los mamíferos y cualquier otro animal" y que concretan en sí, como nada ni nadie "la irresistible atracción que el hombre experimenta por lo horripilante". Un día, en la doble hondura de la soledad y el silencio campestre, en un terreno lleno de malezas, sintió apenas un débil ruido crujiente, cuando vio deslizarse como en sueños, ahí cerquita, una larguísima serpiente negra. Quedó redondamente maravillado, pero se guardó el secreto para que no le prohibieran volver a aquel lugar. Más aún: se juró no volver.. ., pero volvió. Decíase: no bien la vea, dispararé. Mas en la próxima ocasión sintió, "helado de horror", el paso de la rampante, pero no se movió. Y el terror mezclado de encanto lo poseyó en tal forma que "no podía soportar la idea de verla por última vez". Acechábala horas enteras, estremeciéndose de susto y de placer al menor ruido de una hoja o un insecto. Llevó su prurito al extremo de abrirse paso hasta la cueva de la larga bestia, y su aguda pasión hizo crisis cuando, con el corazón en vilo, sintió deslizarse sobre su pie de niño, en una infinidad de tiempo, los dos metros de frialdad y horror interminables de aquel monstruo tan hechicero como un arcángel. Ese misterio de la serpiente, sugerido por la sombría serpiente pampeana, se ha convertido en una de las incógnitas que lo trabajarán para siempre, llevándolo a esforzarse hasta la muerte por despejarla. Naturalmente en éste, como en tantos otros terrenos, le saldrían al paso matusalériicas mentiras con aureola religiosa o científica, que él va a denunciar sin pena ni asco, pues, acaso, no hay honradez ni coraje en toda la Pampa comparables a los que él pondrá siempre en salvaguardia de la verdad. No todo, ciertamente, ni siquiera lo más interesante —110 más vivo!— de la vida animal está averiguado y señalado por los 46


zoólogos de gabinete que conocen con fastuosa minuciosidad la anatomía del animal muerto o la fisiología y los hábitos del animal cautivo, pero ignoran más o menos orgullosamente el medio natural en que el animal nace, vive y muere, su relación entrañable y armoniosa con las demás formas vivas y con el cosmos vivo, los movimientos más sutiles y geniales de su cuerpo y de su psique. Hudson averiguará que el miedo es la más zoológica de las emociones; que el temor a determinada cosa es adquirido por enseñanza o por herencia: Así, en el temor a la sierpe, hay un elemento racional y otro fantástico. Los antiguos creían que su lengua bífida es venenosa; los modernos que es un órgano táctil. No hay tal cosa. El movimiento proyectivo de la lengua —como su silbido o el revibrar del cascabel en el crótalo—, implica visiblemente una prevención. La culebra venenosa, pesada y consciente de que sus ahilados colmillos y su interminable espinazo son tan frágiles como una copa de cristal.. ., evita todo combate innecesario. Ataca al cazar, y fuera de eso, sólo cuando cree amenazada su vida. El secreto de su lengua debe ser otro. La serpiente precisa acercarse estrechamente a su presa; para ello debe hacerlo de tal modo que parezca no moverse y a ello le a yuda la propulsión y vibración intermitentes de su lengua. Por mirar el movimiento de esa lengua de dos puntas, la víctima no ve el movimiento del cuerpo que viene detrás! Ya se ve que esa táctica es más ardua y sutil, que la del gato o la araña.pues la sierpe no tiene el salto terminal de estos dos. No cabe duda que la lengua viperina es un elemento de fascinación, en que también colaboran, a buen seguro, su larguísimo cuerpo, la ondulación de su marcha, sus escamas de esplendor excesivo, casi siempre, su cabeza aplastada y aguda como punta de flecha, sus ojos sin párpados, su boca sin labios: un todo de prodigiosa rareza para criaturas de sangre e imaginación calientes. Sea como fuere, la serpiente es criatura sutil y silenciosa, dotada tal vez de sentidos que desconocemos, resuelta y prudente a un tiempo, que prefiere infinitamente más la fuga que el ataque. Reúne en sí la ingenuidad y el misterio, la belleza y el terror, como la vida misma. No hay náyade ni sílfide de cintura más cimbreante. Es una de las más hermosas joyas vivas de la Natura47


leza, sexniocLll[a entre los pliegues de su vestido estival. La religián la ha calumniado inmortalmente, convirtiéndola en celestina del mismo demonio (sin duda el temor a la muerte súbita y sin confesión fue la causa real de tal infundio), pero ella es también una hija de los dioses y no es más dañina ni más arrastrada que muchos racionales. Él y la gente conocen de oídas algunas increíbles noticias de los animales del Viejo Mundo: leones que se apegan perrunamente a un amo; tigres franciscanos que conviven con un cordero en su jaula; elefantes que se sientan a una mesa servida; focas que rasguean una guitarra; un chimpancé que prueba todas las llaves de un llavero hasta abrir la puerta de su jaula. La salvaje América no ofrece aún ninguna de esas suntuosas flores de estufa; pero las suyas, del puro desierto, no son maravillas menos profundas.

Guillermo es un observador sin compromisos ni tradiciones, es decir, no dispuesto a recibir nada sin beneficio de inventario. Así, muchacho todavía, logra descubrir algo que se da de coces con ideas indiscutidas: y es que todos los animales tienen o pueden tener una individualidad saliente, y aún personalidad, sin excluir al más rebañego de todos: la oveja. (Con el tiempo advertirá que "aunque hay un abismo entre nosotros y los animales inferiores, en cuanto a las más altas facultades mentales, fuera de esto el abismo no existe: son, como se ha señalado, nuestros parientes pobres, y están siempre dispuestos a recordarnos nuestro humilde origen"). En su casa de las Pampas han criado una oveja huaciza que, con el tiempo, no sólo ha ido dando claras muestras de astucia e inteligencia, sino de más travieso humor. Sus tentaciones mayores son los libros o papeles y el tabaco. Se apodera de ellos donde los halla y escapa a campo traviesa. Pero no es sólo eso. Observa desde lejos, con ladino disimulo, la casa, esperando el momento en que las habitaciones parezcan hallarse solas, y entonces llega sigilosamente, se incauta en un verbo de alguna de sus presas favoritas, y huye a toda máquina, exactamente como un ladrón, con el cuerpo del delito. Alejándose el espacio suficiente, detiénese, pone una pata delantera o las dos sobre el libro, y comienza a comerlo con el mayor apuro, hasta que, perseguida, huye una vez 48


mis para ganar distancia y detenerse de nuevo a proseguir su merienda. Libby, un corderito huérfano, criado por la hermanita menor entre mimos y adornos, ha preferido a la de su amita y los suyos, la compañía de los ocho perros de la casa. Integrando la jauría como un chucho más, vive y duerme con ella, tomando parte hasta en sus partidas de caza, aunque sea a deshora, contra vizcachas y demás bichos de campo. Hudson sabe que es más fácil engañar a un hombre que a un perro o un mono, y que muchos perros conocen tal vez la maldad o la bondad de un hombre con sólo olerlo, y que la telepatía, no probada bien entre hombre y hombre, ha sido probada muchas veces entre hombre y perro, y que en todo el Viejo y el Nuevo Testamento no hay una palabra de amor o de defensa para los animales. Hudson sabe mejor que nadie que los animales están mucho más cerca del hombre de lo que los teólogos creen. Lo que ha recogido en sus andanzas por tierras patagónicas, le ha enseñado que el humor del guanaco puede llegar a la diablería. Naturalmente el hombre emplea la palabra guanaco como sinónima de huranía salvaje o de aturdimiento rústico. Pero ci guanaco-jefe que huye por camino opuesto al de sus hembras e hijos, ostensiblemente, para extraviar al cazador, o reducido a domesticidad, ataca a manotón o tarascón limpio al intruso o majadero, o le envía un certero escupitajo al ojo, se ríe de los engreídos y tontos prejuicios del hombre. Entre tantos casos sobre animales, Hudson recuerda con predilección uno en que la inflexible y sacramental elegancia británica es puesta en solfa por un guanaco. Un amigo anglopatagón está invitado a una fiesta en una rica estancia próxima. Ha criado desde chico, en la casa, un guanaco a quien le está terminantemente prohibida la entrada en las habitaciones, porque su diversión preferida, o mejor, su plato preferido es.. . la ropa del patrón. Al salir del baño, el gentleman patagónico alcanza a ver que el guanaco huye con su camisa de plancha, la única que tiene disponible en la ocasión. Da un grito perforante; olvidando su pudor luterano se envuelve a medias con la toalla de baño y salta sobre su caballo, dispuesto a todo. Ay!, pero el guanaco tiene remos más veloces que el caballo, y aprovechando la ventajosa distancia que gana, se detiene a devorar aquella cosa que parece de nieve y 49


suena como llama al viento. . Cuando el perseguidor se acerca, el guanaco suspende la merienda y retorna la fuga, con la inmaculada camisa de plancha a medio comer entre sus burlescos dientes. Es claro que al fin los perros le clan alcance, pero como es un viejo amigo suyo y creen que se trata de una libérrima chacota, se reducen a saltar ladrando alegremente en torno al divertido compañero. • Pero éste era un guanaco doméstico, aunque no tm sumiso servidor, ya se ve. Ahora bien: Hudson, criado y observando a toda hora los animales en la desenfrenada libertad de la Pampa, sabe como nadie que entre la libre criatura de la Naturaleza y la bestia tiranizada por el hombre, hay un casi insalvable trecho. No sólo que aquélla deja apagar el brillo de sus ojos y su pelo y amenguarse la vivacidad tajante de sus reacciones, sino que cambia gran parte de su alma al perder su coordinación viviente con la Naturaleza. La bestia domesticada es una ex-bestia; el ex-toro indómito se llama buey; el león de circo es la contrafigura del formidable compadre de la selva. "El poder, la belleza y la gracia del animal silvestre, su perfecta armonía con la Naturaleza, la exquisita correspondencia entre el organismo, la forma, las facultades y el ambiente con la plasticidad e inteligencia para el reajuste de la maquinaria vital, diaria, horaria y momentánea, para satisfacer los cambios en las condiciones, todas las contingencias, y de esa manera, en medio de perpetuas mutaciones y conflictos con las fuerzas hostiles, mantener una forma, un tipo, una especie, durante miles y millones de años —todo eso estaba presente en mi mente; no obstante esto sólo era un mínimo elemento en el sentimiento completo. La maravillosa naturaleza y el eterno misterio de la vida eran lo principal; la energía generadora y animante —la llama que arde Y brilla a través del suceso y del hábito, que muere al encender otra, y que, no obstante, muriendo persevera sin fin, ir también el conceuto de que esta llama de la vida era una y a la vez mi vínculo con ella, en todas las apariencias, en todas las formas orgánicas tan diferentes de lo humano—. Sin embargo, el solo hecho de que las formas no fueran humanas, aumentaba mi interés: flor, caballo, ballena, nautilus, mariposa, pájaro". Hudson, hombre, es un aristócrata que se ha pasado jacobinamente a las filas del populacho animal. Plantado central y armoniosamente 50


en medio de las formas vivientes de lo creado, no elige por no despreciar injustamente. Todas las criaturas son dignas de conocimiento, y en la medida que se las conoce se muestran más dignas de nuestro interés. Como cada una es parte de un todo cuya esencia es la armonía, ninguna deja de ser bella a su modo. ("Los animales —dijo da Vine¡— son el ejemplo de la vida universal".) Un día se detuvo a mirar un sapo, con su mirada iluminada debidamente por el amor y la comprensión. "Sentado en el césped, rodeado de bellas flores multicolores, parecía casi hermoso con su color oscuro casi negro y sus relucientes ojos amarillos". Lo alzó sobre una de sus rodillas y le acarició el lomo. "El sapo perdió su irritación o su miedo y comenzó a cazar moscas". Ni el murciélago mismo con su fama tenebrosa y su legendaria fealdad, escapa a su atención, digo, a su apasionado interés. "El murciélago, hijo degenerado del degenerado lemur", pera tan lleno de maravilla que es "una de las obras maestras de la Naturaleza". En la clara Pampa, donde no hay cavernas, el murciélago se ha olvidado un poco de las tinieblas y vive en los árboles. Hudson ha hecho varios experimentos con ellos para averiguar la peculiaridad de sus sentidos, cerrándoles los ojos con tirillas adhesivas que ellos se sacan con los garfios que poseen debajo de las alas. Sólo ha logrado poner en claro que sus órganos sensoriales se parecen a los de los insectos. "Sus desmesuradas orejas, su nariz en herradura, las bandas de sus alas, nos parecen órganos sensoriales, pero no lo sabemos". "El murciélago es un misterio desconcertante". Sólo que es asaz probable que eso que algunos llaman su sexto sentido, su enigmático sexto sentido, no sea más que una ampliación del tacto. Por cierto que no han podido escapar al ojo y al corazón de Hudson el misterio y la maravilla de los insectos "que podrían tener siete o diecisiete sentidos, puesto que parecen ser afectados por vibraciones que a nosotros se nos escapan". De los insectos de la Pampa le han impresionado, por encima de todo, la potencia, magnificencia y variedad de las avispas: "Dañinas y tiránicas, pero hermosas, su colorido puede rivalizar en relumbre con ci de las mariposas y escarabajos". Las más abundantes, de un pardo dorado uniforme, otras "que parecen salir de un baño de esplendor azul metálico". Hay una que es un lancero rojo, no inferior en terribilidad a un indio, y otra de 51


cuerpo sombrío y alas escarlata capaz de matar, Como San Jorge al dragón —y todavía alzarlas en vilo a cualquier altura— a arañas de cinco y diez veces más tamaño y peso. En la Pampa también ha aprendido a amar al zorro no sólo por su ingenio y su picardía tan homéricamente ponderados como los de Ulises, sino también por su belleza, más aristocrática que la del perro, y sobre todo, por su insobornable espíritu de independencia. Aumentó ciertamente su dilección por él el haber llegado a sospechar que su oído y su alma no son sordos al celeste llamado de la música. Un amigo suyo, que vive en la frontera pampeana del oeste, le ha contado algo que no puede olvidar: Una noche de invierno, solito en su rancho, se entretenía según hábito suyo en tocar la flauta al amor de la lumbre. Una o varias veces le pareció que alguien se apoyaba en la puerta desde afuera. Levantóse, cambió la flauta por la escopeta y abrió: "a sus pies cayó un zorro que estaba escuchando la música, alzado sobre las patas traseras, con las manos en la puerta, la oreja junto al ojo de la cerradura". Pero de todos los mamíferos, sus predilectos son, sin duda, las dos criaturas más polarmente opuestas entre sí: la vaca ("mi bestia favorita"), por la vinculación con la védica Pampa de su niñez y su serena y maternal dulzura; y la ardilla, por su perpetuo alarde de gracia y movilidad vital, es decir, por "su mav ir parecido con los pájaros". Insistimos en que, por encima de todo, Guillermo Hudson no es sólo un veedor y un pensador de gran calado, sino también un hombre de honradez combatiente, dispuesto a ver con ojin propios y a declarar su propia visión sin atenuarla o deformarla aunque ella contradiga la de millones de hombres y cáfila (le siglos. Apoyando en una fábula popular de los gauchos —en que la presunta víctima quiebra con su astucia la fuerza y las zarpas del yaguareté— sus propias observaciones, Hudson reivindica la fama de la más difamada y tiranizada de las criaturas: el burro. No se trata de una compasión santurrona sino de una verdad luciferina. Hudson no ha oído, sin duda, la noticia que Concolorcorvo recogiera muchos años antes en la Pampa: que el garañón de yeguas, en vez de huir ante el jaguar, lo deja que trepe en su lomo para tirarse después panza arriba en una pestañada, adivi52


nando que el overo es tau delicado de espinazo como una víbora —ni pudo tener mentas de lo que Tschiffely presenciara más tarde en el Altiplano: que agredido por el puma, o a punto de serlo, el burro se vuelca sobre el lomo para defenderse triunfalmente a manotadas y coces—. A Hudson le han bastado su propia penetración y su confianza en la de los gauchos para saber a qué atenerse, esto es, advertir que el burro, tenido proverbialmente por simple y torpe, es, por el contrario, un animal sagaz, por lo menos más que el caballo y otros señores de prestigio. Sus grandes ojos de veedor y observador, sus magnas orejas de auditor profundo de todos los rumores del día y de la noche, su sobriedad y su pausa filosóficas, ya deponen en su favor. Mucho más, todavía, su valerosa serenidad de ánimo ante peligros en que el caballo y otros suelen perder la cabeza y... la vida, y su espíritu de justicia o sentido de equilibrio que lo lleva a devolver golpe por golpe. No es, pues, conmiseración lo que Hudson exige para él sino admiración y afición: "yo lo miro con afecto de pariente y amigo". Y eso no es todo. Hudson, que desde joven se ha hecho a no dejarse sojuzgar por convencionalismos literarios, teológicos y caseros, aunque tengan diadema de siglos, Hudson, que ha contemplado tantas veces en la Pampa al burro en su desmesurada y torrencial libertad de onagro, ha descubierto en él otro don: el de su canto. "En este sentido sólo puedo agregar que, a mi modo de ver, la ejecución musical más elevada en el orden de los mamíferos cs el rebuzno del burro. Éste no es un mero llamado o un grito 'cnio el agudo relincho del caballo o los coléricos gruñidos y prolorigados y francos mugidos del toro: aquél es lanzado por el ancual por su propio gusto cuando está de humor, sr, por ende. c un verdadero canto como el líquido gorjeo de la calandria o el Iroito de pan sin queso del carpintero. Canto desarrollado, sin duda, a través de los diversos gritos y llamadas equinas primordiales, resonante toque de corneta seguido por mesurados rebuznos, acabando en una serie de prolongados estertores y sonidos sibilantes que van debilitándose hasta morir. Escuchado en su propio ambiente, como me ha sucedido a mí, proferido por animales semisalvajes o salvajes del todo en una región prácticamente desierta, a distancia de media milla más o menos, resulta una 53


notable ejecución, que asusta y fascma por su salvajez y extraiieza "El efecto del sonido aumenta si usted ve al animal (le pie y ocioso en grupo, gris entre los altos p enachos grisverdosos de las cortaderas, con las grandes orejas dirigidas hacia arriba o adelante, la alarma pintada en su cara, un noble animal, con la figura del caballo, pero con una distinción suya propia, un elemento de singularidad en su belleza". "Es un ser con cualidades que lo colocan por encima de todos los demás animales domésticos, es la encarnación del valor perseverante, no de la paciencia sin esperanza del esclavo. . . Y aunque Ira debido soportar una pesada carga durante mil generaciones, no ha perdido el sentido de la injusticia de su suerte, ni el poder ni el espíritu de devolver golpe por golpe a su natrón y tirano cada vez que la ocasión se ofrece". Por cierto que la vizcacha, que conspira subterráneamente contra los galopes y cuyos montículos de tierra suelta suelen ofrecerse como una burla pampeana de la orografía ausente. es, quizá, el primer mamífero que ha obligado la atención y la admiración de I-Iudson. La inteligencia no es lo secundario en ella ni el valor de su camaradería, y pocas cosas del mundo animal de la gran llanura han impresionado mejor al precoz naturalista que las visitas y las interminables conversaciones que las vizcachas practican entre sí no menos que el salvataje que las vizcachas de una colonia llevan a cabo respecto a las de otra inhumadas por el hombre. No obstante, quizá el rasgo más definidor de la vizcacha es su cleptomanía. En efecto: tiene el consuetudinario vicio de llevar al umbral de su mansión cuanto objeto transportable encuentra en sus andanzas: boleadoras, chifles, rebenques, cuchillos. ¿Tendencia a la acumulación o a la burlería? Nada de eso. Se trata simplemente de reforzar el parapeto defensivo de su madriguera. Hudson, pampeano nato, esto es, gran catador de la soledad y el silencio, no ha podido menos que dar con otra sorpresa. "Por cierto llama la atención que un roedor con grandes ojos que se alimenta de vegetales haya sido forzado a vivir bajo tierra, en igual forma que el topo que se nutre de gusanos, pero resulta más gracioso todavía que pueda llegar a ser un cantor. Esta bestezuela 54


siente un gran gozo al ejercilar su voz en una ejecución, lo mismo que cualquier cantor emplumado, aunque ella carezca de toda virtud musical". Se refiere, naturalmente, al tuco-tuco, inquilino invisible de casi todo el subsuelo argentino: especie de tamborilero soterraño, o de cabiro, mejor, que hace sentir a cada rato el rítmico golpeteo de su mazo o piqueta en sus talleres de allá abajo. Hudson es de los que creen que sólo gracias a su gran cerebro servido por sus plásticas manos, el hombre ha logrado el cetro del arte musical en el mundo. Nada expresa mejor que este logro, la magnificencia y el menoscabo del hombre. La música comenzó en el mundo por los insectos y las aves, cuando el hombre no existía aún, o se debatía entre el grañido y el alarido. El invento y el perfeccionamiento paulatino de los instrumentos músicos, permitió que un día aparecieran los Palestrina y los Beethoven, los ruiseñores pensantes: es decir, ese paraíso canoro, esa maravilla de la música humana, tal vez no inferior a ninguna creación natural. Sólo que en parte esa creación es ajena al creador; la música es tan suya como el instrumento forastero. En cambio, en el pájaro cantor, su cuerpo con sus pulmones y sus nervios, es su propia arpa; la cigarra tiene en su cuerpo seco y vibrante, un puro instrumento músico. El hombre, frente a los animales, aparece siempre con su grandeza y su mengua. Con el incremento de su cerebro y con la violenta posición del ex cuadrumano en su estación bípeda, el sentido muscular y el de equilibrio han perdido terreno. Ganando en magnitud y potencia, el cerebro ha perdido algo de su coordinación perfecta con el resto del organismo. Doblemente separado con los siglos del paraíso de la Naturaleza, por la ropa y las paredes; confiando cada vez más en su cerebro vertical y en sus manos inventoras de instrumentos, el hombre ha dejado decaer sus sentidos, algunos hasta la inercia de lo muerto —aunque sólo estén dormidos—. El hombre salvaje, no atrofiado ni disminuíclo en su riqueza orgánica. , está más cerca de los animales y de su sabiduría sensorial que del hombre de la civilización. Para aludir sólo a dos casos, el hombre municipal ha perdido más o menos totalmente el sentido de la orientación, tan maravilloso en los insectos, los peces, los pájaros, los 55


nianiíferos, y su nariz nariz es casi analfabeta comparada con la de tantas especies para quienes el olfato es la puerta magna de la sabiduría. ¿Qué es la nuestra comparada con la gerualidad olfatoria del perro capaz de distinguir cada persona por su olor único ('orno nosotros por la voz y el rostro? Indudablemente los oídos del hombre arcaico eran cuantiosamente sutiles e inteligentes, con sus orejas móviles capaces de captar al mismo tiempo dos ruidos de procedencia contraria. También su vista, sin llegar a la genial de los pájaros era, sin duda, muchísimo más educada que la nuestra. Los instintos de los animales estén saturados de inteligencia Y de iniciativa. "Una larga intimidad con los animales —se confiesa Hudson— me ha libertado de la creencia de que ellos sean autómatas con un ligero toque de inteligencia". "Reconozco en los animales una vida espiritual semejante a la nuestra, aunque de graduación más baja". Hudson, en coincidencia con un contemporáneo suyo, llegará poco a poco al convencimiento de que pese a su humilde posición en el mundo del olfato, el hombre percibe determinados olores sin saberlo, esto es, sin intromisión de la conciencia, aunque ellos sirvan para guiar su mente y su conducta. La repugnancia inmotivada que nos inspiran ciertas personas puede deberse únicamente al olor suyo que nos llega por vía inconsciente. Nada tendría de extraño, pues, que el perro, tan superior al hombre en este detalle, pueda conocer a fondo una persona por a gencia del olfato, tal vez oler su carácter. En cuanto a los al parecer fabulosos casos relatados por viajeros y naturalistas referentes a algunas fieras —lobos, osos, tigres, leones—, que llegan a portarse con los niños como si estos fuesen cachorros su y os, podrían tener su explicación en el olfato, es decir, en la analogía entre el olor de los niños y el de los cachorros de ciertas fieras. El olfato inconsciente en el hombre o en el animal podría ser o es la causa de muchas anticipaciones milagrosas, de la adivinación de presencias remotas o invisibles. Así el cazador en largo acecho, sabe de pronto, sin ver ni oír nada, que el felino está ahí cerca, quizá acechándolo a su vez. Es también, sin duda, la causa de esos misteriosos repentinos pánicos a que es tan propenso el animal, sobre todo el animal salvaje. 56


Muchos milagros pueden ser o son simples casos de telepatía, es decir, de comunicación (más emocional que mental) a través de una gran distancia entre dos personas como entre una persona y un animal. El hombre es superior e inferior al animal, pues. Si en proporción a su masa, el hombre tuviera la fuerza de la hormiga, podría arrastrar un elefante; si dispusiera de la potencia vocal (le la cigarra, derribaría los muros de cualquier Jericó. Es en cierto modo, piensa Hudson, el hijo enfermizo, el enclenque de la Naturaleza. En todo caso es el único incapaz de gozar con inocencia y fervor plenos del presente celestial del cielo despejado, de la verde alegría inmortal de la tierra. No olvidemos que el espíritu existe desde mucho antes de la aparición del hombre, y que las veladas, insondables maravillas de la mente existen desde el hombre hasta los insectos. Y que e1 glorioso instinto de belleza nos es común hasta con los animales ínfimos. Al humillar a los animales (castigándolos, abrumándolos de trabajo, enseñándoles monerías) el hombre se humilla a sí mismo. No puede con su genio, empeñado en contagiarles su bufonería y su servilismo, enseñándoles a hacer venias, a arrodillarse, a juntar las patas sobre un taburete, a saltar por un aro, desfigurando y ridiculizando la majestad del león o del elefante, la terribilidad del tigre, la comprensión enternecedora del mono, la nobleza prócer del caballo, el misterio de inteligencia y dulzura de la foca o el )erro. No quiere ver que los animales no son muñecos autónomos ni esbozos o caricaturas del hombre. Que son, para sus necesidades y fines, tan dignos y sabios como él. Que sus instintos están saturados de inteligencia, de sustancia pensante, y lo que es más, que siente y piensan con todo el cuerpo. ¿Acaso no está aclarado ya que lo que enferma y mata a las bestias tropicales en los jardines de Europa no es el frío del Septentrión, sino el frío de las rejas, es decir, la esclavitud? Ellos no fabrican máquinas o instrumentos prodigiosos, beHas obras de arte: son ellos mismos el prodigio y la belleza. No inventan poemas y esculturas para suplantar u olvidar la vida: viven poética y esculturalmente. ¿Qué es la brújula junto a su 57


instinto de orientación, secreto e infalible? ¿Qué nuestras máquinas volantes junto al vuelo vivo y la libertad con alas? Todo lo que precede está dicho sólo para que se mire con menos asombro la existencia de un hombre a quien la vida de los animales le importa tanto, por lo menos, como la de sus propios semejantes. Digamos ahora —pues se trata de él— si era posible que a un tan porfiado y profundo mirón como Guillermo Hudson no lo cautivara una criatura de tan señera personalidad corno el zorrino. No, por cierto. Con satisfacción visible comprueba cómo la cualidad definidora de ese monarca del mal olor condiciona su psicología y sus hábitos. Ese olor, para el que todo adjetivo es débil, y tan digno de respeto en la Pampa como la insolación, el jaguar o los indios —es un arma ofensiva y defensiva sin cotejo, y su dueño lo sabe: nadie cruza la tierra más seguro de sí que el zorrino... y, sin embargo, nadie menos agresivo que él. Vive, en efecto, Puramente a la defensiva. Su imperial cola en alto, en apronte para castigar asoladoramente cualquier ataque a su dignidad, es su pabellón de guerra y... de paz. No menos enamorado está del venado pampa, que, como lo ha visto tantas veces, enarbola entre las pajas su tocado arborescente, desaforados de atención, vichando el peligro, sus grandes ojos y sus grandes orejas: y que "previo el traqueteo en que parece cojear a compás de una mano y una pata", comienza a hilvanar, superándolos endiabladamente, esos brincos del yeguarizo maneado, hasta unimismarse en el pajonal o el fachinal. ¿Ligereza de galgo y elásticos rebotes de balón? No es menor la maestría de sus tendidas laterales o de sus paradas en seco. Para no mentar que, venido el caso, nada tan bien como el carpincho. Cuando pueden ponerlo a tiro, los gauchos le arrojan sus boleadoras livianas, no a las patas traseras, sino al cuello, como al ñandú, o a la cornamenta de seis candiles, pues que, atajándole la respiración, el prófugo se detiene, fuera de que alguna bola colgante ya se encargará de tundirle el cuerpo o las canillas. Los gauchos suelen usar una lonja de su piel para poner debajo de la cama en el desierto, pues entienden que su olor, in fluyente hasta el vahido, descamina a las víboras. Y Guillermo, que no ha conocido en su casa y en los ranchos otras perchas que las de su cornamenta, nunca podrá olvidar lo que presenciara un día, muy niño, cruzando la llanura: los restos de dos venados 58


muertos en combare singular, no de sus heridas, sino a raíz de no haber podido desenredar sus astas de seis candiles trabadas entre sí para siempre. Mas entre los acertijos e incógnitas de la vida de la Pampa, uno lo intriga por sobre todos: es el misterio del puma: vale decir, el hecho de que una de las fieras más intensas y pudientes (puede enfriar una vaca o un potro en el tiempo que refucila un relámpago) y más sanguinaria también (cuarenta o cincuenta ovejas degolladas en menos de una hora, sólo para apagar la sed sin probar su carne) sea al mismo tiempo tan inagotablemente juguetón como un mono o una ardilla, y lo que es más, se resista a ver en el hombre un enemigo. Los gauchos, que saben a qué atenerse, lo llaman "el amigo del cristiano". Porque, en efecto, no se trata sólo de que el puma no ataque al hombre ni aún para defenderse de él, sino que parece sentirse ingenuamente y generosamente su amigo. Entre docenas de anécdotas confirmatorias de tan inverosímil verdad, Hudson prefiere la que oyera a un comandante del Saladillo: "Un día un grupo de paisanos había cruzado la frontera con las tierras indias a objeto de formar un cerco para cazar ñandúes y demás bichos. Los cazadores, una treintena, formando un gran circulo, comenzaron a avanzar hacia el centro, arreando las piezas de caza. En el curso de las tareas siguientes, mientras todos estaban abocados a evitar que, volviendo cara, ciervos, ñandúes, etc., escapasen, nadie advirtió que uno de los hombres había desaparecido. Como esa tarde misma su caballo regresara solo, a la mañana siguiente se echaron a la busca del perdido. Terminaron por hallarlo, tendido sobre el suelo. con una pierna rota, en el sitio en que su caballo lo derribara al comienzo de la batida. Conté que, como una hora después de entrarse el sol, un puma vino a sentarse junto a él, sin importársele, al parecer, de su presencia. Al cabo de un rato, la fiera dio muestras de inquietud, alejándose y retornando una vez y otra, pero finalmente se ausentó por largo rato que creyó que lo había abandonado del todo. A eso de la media noche, sintió el rugido profundo de un jaguar y se creyó perdido. Enderezándose sobre el codo, pudo distinguir al puma aplastado sobre el suelo junto a él, con las fauces vueltas a un costado como en acecho de alguien sobre el que preparábase a saltar. De pronto lo perdió de vista, luego sintió 59


gruñidos y la aguda voz del puma, y dedujo que las dos fieras se habían trabado en combate. Antes de amanecer, vio varias veces al jaguar, pero en cada ocasión el puma renovaba el duelo, hasta que, con la llegada del día, dejó de ver y escuchar a los combatientes". "Por inverosímil que se ofrezca esta historia no me pareció tal cuando oí narrarla, pues ya conocía muchas anécdotas similares en distintas partes del país, algunas de ellas más interesantes que la de referencia, pero que no me llegaron de primera mano, por lo cual no podría atestiguar su verdad. Todo lo oído con anterioridad me obligaba a creer que el puma posee realmente un instinto sin igual de amistad para el hombre, cuyo origen, como el de muchos otros instintos animales, será siempre un misterio". Ni decir que Hudson ha aprendido a querer a los animales con sus ojos y su corazón antes que con su abstracta inteligencia. No es un mero interés de naturalista o coleccionista lo que lo acerca de ellos, sino también, por sobre todo, amor y admiración sin tasa por su belleza y su gracia y sabiduría de la vida. Y comprendió algo más: que el camino mejor para la inteligencia pasa por el corazón: "Absteniéndome de matar, llegué a ser mejor observador y un ser más inteligente a causa del nuevo y diferente sentimiento que ello engendra". Es claro que la mente mecanizada del hombre de hoy no llega ni a imaginar siquiera que la más maravillosa de las máquinas no podrá jamás igualar a la belleza y maravilla vivientes, no ya de la bestia o el pájaro, sino del mismo árbol. No se extrañe, pues, que con el tiempo Hudson llegara a contemplar con amargura y desprecio casi infinitos la destrucción sistemática, universal, de casi todas las formas animales —jprefiriendo las más raras y hermosas!— no sólo por deportistas dominicales o cotidianos sino también por los proveedores de museos, de jardines zoológicos, de comercios y de jaulas privadas, sino también y sobre todo, por el prurito civilizante de reemplazar por millones de carneros y- gallinas las más cuantiosas y hermosas variedades de la fauna del mundo, "esas inmortales flores venidas hasta nosotros sobre el océano de las edades". "¡Qué de lamentos si una destrucción súbita se abatiera sobre los tesoros artísticos apilados en la National Gailery, sobre los mármoles del British Museum y la papelería de la Biblioteca Real!. . . ". Pero 60


nadie abre la boca para rezongar siquiera ante la imbecilidad y la angurria épica del hombre destruyendo esas formas de la Naturaleza doblemente sagradas por la hermosura y el espíritu de vida que esplenden en ellas, formas sobrevivientes por más aptas a todas las destrucciones y venidas hasta nosotros sobre el oleaje de los tiempos. desde días en que ni el hombre existía siquiera, y destinadas tal vez a vivir más que él, y en todo caso a gloriar los ojos y darla más bella compañía al alma de los hombres futuros. ¿O se cree que las obras de arte del hombre son enteramente distintas de muñecos de cera que el porvenir podrá, acaso, producir mejor, y que su inmortalidad convencional y polvorosa puede resistir el parangón con las obras maestras de la Naturaleza, tan vívidas y hechizantes como el arco iris, tan poderosas como el océano? "Puede apenas suponerse o esperar que la posteridad ha de satisfacerse con nuestras monografías de las especies desaparecidas o con un puñado de friables osamentas y de plumas descoloridas que sobrevivirán quizá una media docena de siglos en algún museo ventajosamente emplazado". Hudson —ya se verá—, no es un mero zoólogo ni un mero artista. Es las dos cosas en una, con una resultante distinta. Los pájaros o animales embalsamados exhibidos por mujeres o vitrinas de museo es una prueba irrefutable de la barbarie moderna. Este apego a colgajos y colorinches es herencia troglodita que tal vez sólo los griegos talladores de cándidos mármoles desnudos superaron. Pecado de lesa naturaleza y de lesa belleza: es decir, muestras absurdas y horribles como las divinidades de palo o de yeso de los fetichismos de antes y de hoy. El cadáver que sigue descomponiéndose y preparándose para abonar la tierra, está vivo, en cierto modo, y trabaja para lo vivo. Pero los fantoches están más muertos que la muerte. Qué mucho! La civilización se empeña también en meter la vida en una vitrina. El conocimiento hudsónico de los animales no es el de la pura ciencia. No es un anatomista trabajando sobre el cadáver, ni el fisiólogo trabajando sobre el más triste de los cautivos, el conejito de indias. No; la su ya es una actividad circular y total: intelectiva, afectiva, psicológica y estética, que no desconecta a 61


la criatura (le su medio ilativo Y SU libertad natural porque son SU alma misma. No concibe al animal sin vida espontánea y sin hermosura, porque no se da sin ellas ninguna forma animada de la Naturaleza. Así, pues, el animal en él y por él, no como lo presentan habitualmente los zoólogos, sino como lo que es: un órgano vivo de la totalidad viviente del Cosmos. ¿Es su amor —como llegará a creerse después— algo equivalente al de Francisco de Asís por la hermana golondrina o el hermano sol? No. ciertamente. Este del santo es un amor como el que la mística medieval tuvo por el pordiosero cuyas llagas se llega a besar "por amor a Dios". Por lo demás se trata de un alma prófuga de la tierra viviente hacia la otra patria: el paraíso inmodificable e inmarcesible de ultratumba. J-Iudson es, sin duda, todo lo contrario: uno de los más ígneos apóstoles que se verá nunca de la belleza viviente del mundo, del espíritu de la tierra. Tampoco —por más que se diga— espíritu como el de Axel Munthe pueden estar a su lado. La del sueco es alma doliente y cristiana. Su amor a los animales es compasión ante todo. Su sonrisa de resignación esperanzada, nada tiene que ver con el quilmeño, que está más cerca de Epicuro y Lucrecio, aunque ni ellos lograron tan claro su don de alegría matinal. No es extraño, pues, que Hudson sea o parezca único cuando hable de criaturas no con el mero interés intelectual y técnico del naturalista, ni sólo con el virtuosismo estético del poeta, sino con la pasión y el maravillamienio de UIi habitante de Marte, que se diera de manos a boca con tan insospechados milagros. ¿Qué son Las Mil y Una Noches con sus riadas de gemas y perlas y sus milagrerías de lo imposible junto a las maravillas ciertas y respirantes que Hudson irá revelando a los hombres sólo COfl limpiarles las pupilas opacas con su colirio mágico? El caballo y el hombre, suyo tiene más imán que El caballo mágico del libro árabe; su Picaflor es más asombroso que el ave Rock: su Calandria (fc ¿res (Olas nliíS que El (irbol que canta.

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LOS ÁNGELES DE PICO Nunca olvidaba el canto de un pájaro aun cuando pasaron treinta años sin oírlo, y podía identificar a la mayoría por un trino o una llamada. W . B1cH Tnorts

Casi medio siglo después de haber dejado su orilla nativa, Guillermo Hudson se mostrará capaz de recordar con fidelidad perfecta el canto del hornero. Conservará también, hasta los últimos días, una acuarela con la figura del pájaro sin par, pues, sin duda, nada ni nadie como él es capaz de evocar tan genialmente el paraíso perdido de su infancia. El pájaro que necesita cielos libres para su hogar y su vida; que camina grave y airosamente sobre el suelo, erguido el pecho y echada hacia atrás la cabeza, alzando a cada rato su patita, "suspendiéndola en el aire unos instantes antes de posarla de nuevo con firmeza"; que denuncia intensamente a sus congéneres y a cuantos les interese la presencia furtiva de la comadreja o del gato; que celebra reiteradas veces en el día, cantando a dúo, con alacridad armoniosa y vibrante, el encuentro con su pareja; que es fiel a ella más que los Romeos a sus Julietas; que prefiere la vecindad de los ranchos o del camino para construir su casita con la entrada vuelta hacia ellos, ese horno que, dado el tamaño del constructor y sus recursos técnicos implica una hazaña arquitectónica mayor que la de las Pirámides o de la iglesia de San Pedro. ¿No repite con barro sobre el nivel del cielo la forma del cielo sobre el nivel de la Pampa? Pues nadie más pampeano y más pájaro que el hornero! 63


Sin embargo. hudson 110 SO di'evea elegirlo por favorito por'que las madres no tienen hijos predilectos. Guillermo Hudson no había cumplido aún los ocho años cuando, con ocasión de venir flor una temporada con su madre a Buenos Aires, le ocurrió una de las aventuras señeras de su vida. La casa en que eran huéspedes estaba —novedad de novedades— llena de jaulas de pájaros, conocidos y desconocidos, entre los cuales un cardenal de encendida hermosura arrebató el corazón del niño. Eso pareció todo. Pero al año siguiente, de regreso de su anual visita a la misma ciudad, la madre, al repartir el presente de juguetes y golosinas entre sus chicos, entregó a Guillermo un objeto voluminoso envuelto en un chal. Era la jaula, con el memorable cardenal, regalo de su dueño que se ausentaba a Europa! Ni decir que el maravillamiento y la felicidad del pequeño orni tófilo fueron paradisíacos. Los del pájaro no parecieron menores, al comienzo, por lo menos. Colgada la jaula bajo una parra, al aire libre, el prisionero pareció descubrir de golpe el inacabable milagro del azul y del verde, ebrio, y cuando hubo de dar respuesta al llamado de los pájaros libres, la suya no fue esa nota única de sus días opacos, sino un chorro de melodía tan preclaro como el sol. Pero nada es eterno y menos la dicha. El pájaro comprendió, sin duda, que estaba en el dintel del paraíso, y quiso entrar en él. Con esfuerzo de cíclope logró torcer un alambre de la jaula, y escapar, y entrar loco de vuelo y canto en el reino de los libres. Su dueño sufrió hasta el desespero y cuando al cabo de los días encontró a su pájaro, como en los días en que siguió reencontrándole, el cardenal daba muestras de amistoso regocijo y aún llegaba a separarse de sus compañeros para enviarle a él un clarísimo saludo, y escapar de nuevo, y cuando ocurrió que en una ocasión, empujado p or el hambre, entró en la jaula alfombrada de comida y quedó prisionero, fue para evadirse una vez más. Pero al cabo, el cardenal criado en la ciega e inerme iguorancia de la jaula no sabe defenderse aguerridamente del invierno como los otros, y al buscar refugio en una cueva cae en la boca de una rata. Cuando el niño genial encuentra los restos de su amigo, comprende con la mente y con el corazón la lección que los hombres tardan todavía en aprender: que también para el pájaro es hermoso el mundo, y la libertad, el bien de los bienes. 64


De veras, para él inés que para nadie. nadie puede disfrutar en el mismo grado que él la belleza y la libertad del mundo. Y llegó, venciendo su pena, a gloriarse de otra revelación no menos iluminadora: que esas breves semanas de libertad habían valido más para el liberto, como vida y gozo, que sus inacabables años de jaula. Fue aquel su primer y último pájaro enjaulado. Desde sus más tempranos días, aquel profundo niño de Chascomús ha entrevisto una de las más resplandecientes verdades de la tierra: que el pájaro no es sólo la más hermosa y vívida de las formas animadas, sino que es el mejor intérprete de la alegría sagrada de la creación, la criatura feliz y dispensadora de felicidad, por excelencia. Y más aún: que la armonía de su canto y la libertad de su vuelo son un desafío y un índice para las posibilidades más delicadas del hombre. El pájaro es, por cierto, el hijo predilecto del alba, la criatura matinal por definición (parece pervivir en ella todo el gozo de la primera mañana del mundo) y por eso la que más consuena con nuestra infancia. ¿Qué mucho que, ya en adultos y aún en viejos, sintamos que algo de nuestra niñez resucita al latido o al golpe de sus alas, al alerta de su pico? Cuántas veces, aun sin que lo advirtamos, el pájaro deja, con su secreta imagen en nuestra mente, una secreta alegría en nuestro corazón. Porque hay algo más profundo y hermoso que su plumaje y sus alas y aún que su música: es su fervor de vida, y su alegría, la más cristalina del mundo, y esa indomable ansia de libertad que las mueve sin tregua, esa bravura de espíritu que los hombres se empeñan religiosamente en sofrenar en sí mismos. ¿Y qué es sin libertad la vida sino muerte demorada? La historia registra los nombres de muchos amantes célebres de mujeres, o de niños, de filántropos, naturalistas o coleccionistas ardientes, pero no parece haber nacido todavía un enamorado mayor de todas las cosas vivientes de la tierra y de la Naturaleza toda, que el misterioso hijo de Quilmes. Y de todo lo vivo, lo que tiene más espíritu, digo, más energía y hermosura, es el pájaro. La razón para amarlo casi hasta el éxtasis es, pues, doble y absoluta. Si no ocurre así con todos los hombres débese a que sus cerebros y sus corazones se han vuelto más o menos opacos: en las ciudades, porque se vive de espaldas al jardín de la creación; 65


en los campos, porque se vive con el cuerpo y el alma agachada sobre la tierra. Hudson, que un día, viejo y enfermo, llegaría a sentir que sólo la tan ansiada visión de los pájaros en plena libertad puede restablecerlo, y aún llegaría a confesarse que la vida sin pójaros no es vida; Hudson, en la Pampa, niño, muchacho u hombre,

siente sencillamente que los pájaros son los ángeles de nuestro cielo, o mejor, los mensajeros del espíritu santo de la Naturaleza. Eso sí: su amor no sólo toma la forma de veneración o idolatría, sino también de conocimiento, hasta hacer del suyo el más adentrado e iluminado que hombre alguno haya tenido de las criaturas de pluma. Ningún detalle o aspecto de lo creado (y a la luz del ojo esclarecido por el espíritu es bello todo lo que vive) escapa a su atención tan apasionada como límpida, porque en él la emoción, la imaginación o el éxtasis no enturbian la insobornable lucidez de su pupila incidiendo sobre lo real. No ha y fervor ni tozudez de deportista entregado a su deporte, de jugador o de borracho entregado a su vicio, comparable al de Guillermo Hudson sumido en la observación o auscultación de los pájaros: horas y días, años y años, sin cansarse jamás. Así está, sentado o de pie bajo los árboles, tranqueando a pie o a cabailo entre los pastos, escondido entre los juncales y cañaverales, echado de espaldas o de bruces sobre la hierba, mirando o escuchando con infinita e imperturbable avidez, feliz hasta lo celeste con la contagiosa felicidad de los pájaros. América del Sur, llegará a saberlo Hudson, es sin duda el fragmento del globo más concurrido de alas. La Pampa, que no es precisamente abundante en pájaros terrestres, contiene la más populosa avifauna de agua, bien que, como es natural, buena parte de ella sea sólo veraneante o invernante. Ya dijimos que la adhesión de sangre y espíritu de Hudson a los Dájaros comenzó cori la admiración por sus huevos y nidos, no menos que por su canto y su vuelo. Mañanas primaverales íntegras, ha renunciado a los galopes de su Moro (éste su caballo predilecto durante diez años, que asume en la carrera el arrebato glorioso del viento, mas al cual basta una insinuación de la mano o la voz para pararlo en seco o hacerlo bailar sobre sí mismo como un trompo) por horas y 66


horas de curiosidad y embeleso asistiendo a la construcción de un ranchito de barro en un arrabal del cielo: a la albañilería divina de un par de horneros, pájaros por quienes su devoción, lo confiesa, "llega a lo superticioso". Pero el nido es cosa, al fin; algo más que eso es el misterio y maravilla del huevo, esa vida encerrada en el claustro adorable de gracia pronto a abrirse a la libertad y la luz. El huevo marrón púrpura de la perdiz, el huevo verdísimo de la martineta, le arrancan . poderlo remediar, un "grito de júbilo". Sí, una de sus delicias dilectas es la búsqueda de nidos en los juncales, sobre todo el de ese pequeño y curioso alcaraván, una plataforma de hojas amarillas de enea, a un pie o dos sobre el agua, con tres huevos no mayores que los de la paloma, de un verde tan suave y brillante que su vista lo hace estremecer como si se tratase de un esplendor sobrenatural o de una melodía de los cielos. Alas es claro que la clave mayor del hechizo del pájaro está en la libertad y alborozo de su vuelo, en la sobreanimal y sobrehumana intensidad de su vivir, patentizadas con perfección de símbolo en el más pequeño de todos: el colibrí. El insondable y lúcido amador de lo viviente que es Hudson, sabe corno nadie qué zurdos instrumentos son la palabra y el pincel, que sólo logran dar el perfil o la sombra de las cosas animnadas. Quien no ha visto un pájaro cualquiera, volando o cantando en su mecho natural, no sabe lo que es un pájaro. Tratándose del picaflor, la verdad es más severa, cuando queriendo dar su imagen dan la de su cadáver. ¿Cómo trasladar al papel un pájaro que sólo vive en el aire (pues no llega al suelo nunca, y a los árboles sólo para hacer pie un instante o dormir) y cuya profundidad de vuelo es comparable a la de un dardo indio o un Planeta: un pájaro que no es un pájaro sino muchos pájaros a la vez, pues según el momento de su vuelo y la incidencia de la luz sobre él son su forma y su color? Un pájaro que no es sólo bellísimo, sino completamente mágico. Como el esplendor del pájaro vivo es inestable, o sea, caleidoscópicamente cambiante, cuando lo matan o arrestan, se convierte en un pura joya: es decir, en la cosa polarmente opuesta a la criatura más brillante y viviente del mundo. Su misma quietud frente a la flora mientras liba, haciendo pie en el aire, esto 67


es, sostenido sólo el vertiginoso batir vertical de sus aias, es el ápice de su intensidad. Su vuelo, se sabe, es la voltaria aureola de las flores que liba; vale decir, su vida es una perpetua danza aérea. Se trata de un pájaro completamente aparte, de algo que sólo se parece a sí mismo. La intensidad y variabilidad de su vuelo, no menos que el esplendor casi irresistible de su plumaje le confieren ese algo sobrenatural que nos tiene siempre con el oh! en la boca. Frente al vórtice de su vuelo somos como ciegos que recobrasen la vista para perderla otra vez y recobrarla de nuevo. A ratos parece que estuviéramos asistiendo al delirio de la materia para transformarse en luz. . . Adivinamos, sin darnos cuenta, que esa sobreabundancia de colores y brillos y giros es sólo sobreabundancia de vida: tal vez la más pura intensidad de la vida. Y he aquí que, pese a la pompa más que salomónica de su traje, esa velocidad y esa inestabilidad de su vuelo lo poneii fuera del radio de acción de los corsarios del aire. Tampoco en la busca diaria de pitanza halla competidores. No tiene, pues, enemigos. Es el feliz de los felices, algo como la corporización de la dicha. Sólo que esta vida de paraíso gratuito, esta ausencia de lucha por la vida han debilitado su cerebro como sucede también con los príncipes implumes de la tierra... Eso va pensando Hudson. El picaflor ha quedado un poco al margen de la inteligencia evolutiva de la Naturaleza, que desde el estúpido pájaro arcaico de cabeza de reptil, ha llegado hasta el genio arquitectónico del hornero o la inspiración chopiniana del ruiseñor. "La especie más racional de placer que experimenta el ornitólogo al estudiar los hábitos y costumbres proviene, sin duda, en gran parte del hecho de que las criaturas emplumadas no carecen de inteligencia". "Y después de todo, la inteligencia es, en la mayoría de los casos, el principio director de la vida". Y he aquí que la inteligencia del picaflor se ha detenido tal vez a a altura de la del abejorro o de la libélula. Acaso un demonio muy secreto le ha susurrado a Hudson, que él lo advierta al urincipio, que las cualidades supremas el mundo no van casi nunca juntas y tal vez no necesitan ir jiintas. ¿Para qué precisa traje áulico la alondra? ¿Para qué campanillas musicales el faisán o el picaflor? Contraste polar con el del mínimo y solitario picaflor forin:n


ngresos de a es que Huésini n ño o mi IChaCiu pO10 grml(iesco senCia en la Pampa sin fatigar su deleite ni su asombro. Sí, el o es la más bella de las formas vivientes, pero sólo en la pájar soledad y la libertad salvajes pueden mostrar a ratos esa cualidad feérica que sólo él posee. Y sólo en las conjunciones multitudinarias de las grandes especies —garzas, ibises, gansos, cisnes, flamencos, chajaes—, el espectáculo pajaril cambia largamente en magnitud y poderío para el oído y el ojo, asciende de lo hermoso a lo sublime como un hilo de agua montañés trocado en torrente. El clamar de batalla de las voces, el rumor de viento entre árboles de las alas, la visión de bandadas y bandadas alfombrando el cielo como una primavera o nublando el sol como una tempestad, todo eso produce una de las emociones más inocentes y gloriosas que pueden purificar al hombre. ¿Qué son al lado de esto las utópicas falanjes angélicas de Dante o Milton? Ese espectáculo, salvajísimo y angélico a la vez de la libertad alada en su plenitud, cobra un sentido nuevo que constituye talvez el más salubre respiro para la sangre y el alma del más viejo de los animales domesticados que es el hombre. Y patos de tantas clases como para perder la cuenta y en tal muchedumbre como para nublar todas las lagunas. Cinco clases de cercetas, comenzando por la de marrón oscuro con motas negras y terminando por la de alas azules; y el pato barcino, de gris tenue manchado, barreado de pardo y negro; y el marrón rojizo; y el de pecho color salmón y color azabache; y el portugués, de marrón aceitunado y terciopelo negro, con pico y patas rojas; y el pato zambullidor, y el gargantilla, y el maicero, y las dos especies de silbón patilargo, y el pato real, y el picazo, y el cuchara de cuerpo bermejo, cabeza gris y alas azules. Es en las aves también donde uno de los mayores misterios de los seres vivientes: el sentido de orientación y el de migración (Hudson entiende que son dos sentidos diferentes y coincidentes) alcanza su evidencia más diáfana. Hudson cree que el sentido de la orientación (acaso la muestra más fehaciente de la inteligencia del instinto) es común a todos o casi todos los animales, desde la hormiga a la ballena, y si en el hombre de las civilizaciones parece no existir es porque está más o menos anublado por el ejercicio progresivo de la razón. El instinto migratorio, a su vez, debe ser tan poderoso que 69


termina por triunfar sobre otro que apenas lo es menos —el apego al medio nativo y al nido o la cueva— y acaso obedece a una atracción mayor que el impulso del frío o del hambre: tal vez la de los polos. De cualquier modo, apenas hay nada en la Naturaleza, nada que pueda parecerse en misterio y maravilla al paso de estas procesiones —tal vez las únicas procesiones religiosas— de aves traspasando con su vuelo los climas y los cielos más distintos, de un extremo a otro de la tierra. (Muchos de esos minúsculos cantores han pasado, como si fuera un seto, montañas, desiertos, bosques, océanos, tormentas equinocciales). En cada otoño de la pampa, Hudson ve llegar, huyendo de los punitivos inviernos de las tierras magallánicas, numerosas especies de patos, algunas ocas, y el cisne albo de cuello nocturno, y el blanco de pico rojo como una aurora despuntando en la nieve, y con rumbo opuesto, en agosto o septiembre, los chorlos y becadas y demás turistas norteamericanos, algunos criollos de los suburbios del Polo Ártico, donde han empollado y criado sus hijos: especies de los pagos y hábitos más diferentes, de tierras bajas o altas, mediterráneas o litorales, llegan solos o en parejas, en pequeñas bandadas o en enjambres, "silbando las ilotas salvajes que el groenlandés ha escuchado en junio, que escucha hoy el gaucho cii las verdes llanuras del Plata, que escuchará mañana el indio en su aldea remota, y poco después el cazador de guanacos en las soledades patagónicas". Las especies que del Sur vienen a invernar en las pampas probablemente veranean y empollan, no en la Patagonia meridional, sino en ese desaforado continente antártico, escondido por la neblina y el misterio, seiscientas millas más allá de la Tierra del Fuego, es verdad, pero cuyo clima es menos asesino que el de su antípoda. Como los gauchos, Hudson ha creído durante un tiempo que los cisnes de cuello negro aparecen siempre después de la lluvia, pero no ha tardado en aventar esa creencia: no hay tal, en efecto, sino que, al irse recobrando el cielo, los cuerpos blanquísimos, denunciados por el sol, se destacan como espejos sobre la lobreguez de las nubes. En realidad, se dice Hudson, el desfile de cisnes y otras grandes aves, debe pasar del todo inadvertido en días enteramente nublados o enteramente despejados. 70


También ha visto aparecer —atraídos no por la estación sino por el anoticiamiento misterioso de alguna gran pitanza fuera de norma— , ejércitos de majestuosas cigüeñas blancas caminando a ojos vistas sobre la llanura en todas direcciones. Pero algo más hondo que el espectáculo de las migraciones es el de su invisible paso en las altas carreteras del aire de la noche, denunciando sólo por las voces que sirven para conjurar la dispersión de cada bandada. Toda la noche el cielo latiendo de alas como un iluminado corazón aéreo, el cielo hablando un lenguaje cifrado con voz de bruja o de ángel. Noches hay en que Guillermo no pega los ojos por escucharlo. ¿Cuál es el pájaro preferido por Guillermo Hudson? Un padre puede tener mayor afecto por un hijo o mayor afinidad simpática con él, pero Hudson es como la Naturaleza misma: todos los pájaros son sus preferidos. Al que no lo quiere o estima o reverencia por la suntuosidad o rareza de su plumaje, por la elegancia o gracia de su forma, por la largura o elasticidad de su vuelo, por la velocidad de su traslado, por la dulzura, la riqueza o la potencia de su canto, lo admira por su inteligencia o su sensibilidad colindante con la humana. Si la Pampa es sin par entre las llanuras del globo por el número y parejura de sus leguas, entonces el ñandú, tan antiguo como ella, y rey de la movilidad entre los peatones, es, sin duda, su criatura más representativa. Hudson lo siente así. Igual o más que la prontitud y aguante de su tren lo sorprende el sapientisimo manejo de su cuerpo en pleno escape, sólo comparable al de la golondrina en su vuelo. Deduce, pues, que en su remoto antaño debió tener enemigos mucho más pudientes que los del día —puma, zorro o perro cimarrón. Y el solo hecho de haber cruzado indemne hasta hoy tantos millares de siglos cuando tantos contemporáneos suyos son meros recuerdos fósiles da fe de su envidiable heroica aptitud para la lucha darwiniana. "El más gaucho de los animales", lo definen los gauchos. ¿Hay algo más? Sí, su voz, más bovina o cervuna que pajaril, es decir, ese zumbo mugiente que viene de todas partes y de cualquier distancia y que parece el acento del viento hablando en secreto al oído de la tierra. En cualquier caso, el ñandú que huye vorticoso de celeridad 71


y esguinces, y ci gaucho y su parejero que procuran mantenerlo a tiro, y las boleadoras que al fin se disparan sobre él como un halcón garcero, constituyen sin duda el más escultural y arrojado espectáculo deportivo del mundo. ¡Pero cuántos motivos de ponderación y admiración no encuentra Hudson en otra ave no menos heráldica de los herbazales y cielos de la Pampa, su gallo salvaje que canta las horas: el chajá! Su linaje espantosamente arcaico, tal vez sin parientes entre las aves de hoy, y que lo emparenta más bien con los reptiles —los dos espolones de pelea que lleva debajo de cada ala—, la virtud pneumática de su piel toda, que, corroborando la de sus plumas, lo llevan a un remonte igual al del águila —el estruendo de su júbilo cantante, no inferior al del mar o las tormentas—, y si algo falta, "su talla, su fuerza y su porte majestuoso que unidos a la pasmosa docilidad e inteligencia de que da pruebas en estado doméstico, le confieren entre las aves un carácter análogo al del elefante entre los mamíferos". Lo que define por sobre todas las cosas al chajá es el ser un cantor y un gran cantor de las más altas puertas del cielo. En parejas o en bandadas tan numerosas como los rebaños de la Pampa, alza su voz a cualquier hora del día, para medir después la noche en tres etapas, cantando cuando las sombras se cierran del todo, a media noche, y en el umbral del alba. El verdadero gallo de la Pampa, pues. En sus andanzas con los gauchos, Guillermo Hudson y sus compañeros sintieron cierta vez en la callada oscuridad un clamor legionario. Era un millar o dos millares de chajaes señalando el meridiano de la noche y la vecindad del agua con voz tan magna en altura y volumen que los escuchas sintieron temblar los pastos, las crines de los caballos y sus propias barbas y melenas. Otra vez llegando a la laguna Kake], a la caída del sol, la encontró rodeada de chajaes corridos por la sequía de los campos circundantes: un ejército integrado por varias falanjes de más o menos quinientas almas cada una. De pronto se oyó elevarse inmensamente el canto conocido, pero lanzado sólo por una falanje, mientras las otras callaban esperando su turno, con disciplina tan admirable como el eco de aquella catarata aérea. Pero la verdadera diniensjc'i del cn o del píjaro sil f)ar le T2


ha sido revelada en forma asaz distinta. En efecto, hahas vcces ha visto una bandada de chajaes elevarse en vertical tan ambiciosa que se absorbe en el azul, mientras su himno de gozo desciende a tierra maravillosamente esclarecido por la distancia (todo esto hecho por pura exultación, no como el águila o el cóndor que se encumbran en lo celeste sólo para otear su presa). También los ha visto o los ve alzarse hacia el cielo borrascoso, pasar más allá del rayo y del granizo y lanzar desde el techo de la tormenta, bajo un cielo sin mancha y por encima del trueno, su canto de alacridad y serenidad extraterrestres. Por lo demás a Hudson puede bastarle un solo detalle para sonsacar el secreto de maravilla que cada ser lleva en sí. Así ocurre con los ojos de un gran buho patagónico, cuya "risa diabólica" de cazador implacable en las lindes de la noche, de "tirano feudal de ese desierto lejano" había escuchado en porfiadas ocasiones. Después de un disparo certero de su escopeta, consiguió abrirse camino a duras penas a través de la maraña selvosa de una isla fluvial. "Encontré a mi víctima trasportada de furor y lista para el supremo y último esfuerzo. Aún en reposo es un gran pájaro comparable a un águila; ahora su aspecto se había modificado del todo, y en la luz vaga e incierta parecía desmesurado —un monstruo de forma extraña y de terrible aspecto. Cada una de sus plumas se erizaba sobre su cuerpo. su cola leonada y barreada desplegábase en abanico, sus alas inmensas, color de tigre, abríanse rígidas de manera que a medida que el pájaro, que había empuñado la híerba con sus grandes zarpas emplumadas, balanceaba lentamente su cuerpo de un lado a otro— exactamente como una víbora presta para el golpe balancea la cabeza, o como un gato encolerizado y sobre el quien vive remueve la cola—, primero la punta de un ala, después la punta de la otra, tocaba en el suelo. Los cuernos negros alzábanse derechos, en tanto que en el centro de la cabeza en forma de rueda, el pico cloqueaba sin cesar con el ruido semejante al de una máquina de coser. Ello formaba un estuche perfecto al par de ojos magníficos y furiosos, que yo contemplaba con una especie de fascinación no desprovista de miedo, pues bien recordaba la agonía de dolor que me habían causado hacía poco sus garras cortantes y ganchudas hundidas en mi carne hasta los huesos. Los iris erande un vivo color naranja, pero cada vez que y o intentaba aproximarme, inflamábanse como 73


dos grandes globos de fuego amarillo tiritante, las pupilas negras rodeadas de una centelleante luz carmesí que lanzaba en el aire minúsculas chispas amarillas. Cuando me apartaba, este efecto, como el de un fuego sobrenatural, desaparecía al instante. "Los ojos de dragón de este buho magallánico me persiguen todavía, y cuando yo me los recuerdo, el pájaro muerto me pesa en la conciencia; sin embargo, al matarlo, yo le he discernido esa polvorosa inmortalidad que es la suerte de los ejemplares empajados en un museo". Pero volviendo al reino del sonido, cabe la sospecha que Hudson tenga oídos de murciélago y que no escribirá sólo en broma: "el silencio, el claro de luna y las lágrimas son audibles'. Ha descubierto que los pájaros, reyes de la música vocal, llegan también, en ciertas especies, a la instrumental, como muchos insectos. "El picamaderos usa el pico como un palillo para golpear la madera, y ese tamborileo resulta una ejecución maravillosa. escuchable a no menos de un cuarto de milla. Tiene también el poder de modificar el sonido y emplearlo para expresar diferentes estados de ánimo y emociones, su reclamo sirve para informar a su compañero en qué lugar está; posee otro de amor; igualniente uno de desafío para el rival o intruso que pretenda penetrar íu su domicilio, y en ocasiones da rienda suelta a su golpeteo Únicamente para su propio placer —por el placer que le proporcion el sonido. . Pero casi toda la música no vocal de los pájaros es "músi de alas". La ha escuchado mil veces en las becasinas. las marecas. los halcones, las palomas. "Es también probable que en todos aquellos cantores como la cachirla, que tienen el hábito de elevarse muy alto en el aire, para dejarse caer como un paracaídas con las alas apretadas sobre los costados y las plumas remeras sacadas en ángulo agudo, sea la música de alas, mientras hacen su descanso cantando, una parte esencial de la ejecución". Si la admiración y pasión de Hudson por los distintos rostros con que la belleza asoma al mundo pueden ser igualadas, lo son por las que despiertan en él la inteligencia y la ternura: en la naturaleza y en el hombre. Tanto es así, que su sed de belleza parece absorberse a ratos en su sed de conocimiento nunca saciada, pues siendo él más el gran moderno que el gran primitivo, siente que la fe nació del 74


temor del hombre infantil de los orígenes a la oscuridad, y que el hombre de hoy y del futuro debe abdicar esa herencia, y que su honor heroico, es decir, el de su razón, está en luchar sin tregua contra el misterio, pese a la deficiencia de sus armas. Pero junto a la razón chica del hombre existe la anterior y mayor de la Naturaleza. Nada regocija tanto su espíritu como poner en evidencia alguna de las muchas pruebas de ese milagro sin aureola, y más aún si se trata de aves: "lo que vale infinitamente más que el bello plumaje: la inteligencia". Así la treta común a muchas aves anidadas en el suelo de simularse enfermas o heridas, revoloteando y cayendo y levantándose para desviar al presunto victimario de sus pichones o sus huevos. O la de apostar un centinela en algún belvedere para velar por la seguridad de la bandada mientras come, o la hazaña de tantos pájaros, aún entre los más pequeños, de recorrer medio mundo para venir a anidar en el mismo árbol del año anterior, o la precaución del pájaro sorprendido con una oruga en el pico para sus pichones, de no regresar a su nido mientras el intruso sospechoso no desaparece. ¿Y qué diremos de los juegos, hurtos, chacotas y burlas de muchos de los pájaros más conocidos que no sólo revelan su genio muchachil sino un ingenio de niños precoces? ¿Y qué del talento creador denunciado en el arte de la construcción que el hombre imitó tardíamente, o en el de inventar y perfeccionar su propia trova? Hudson cree que en el pájaro hay más vuelo del que vemos: "su pequeña mente volátil", "los veloces espíritus alados de sus alados cuerpos". Ha advertido que como en los mamíferos mejor dotados, obra a veces en ciertos pájaros algo más que el instinto infalible, pero encarcelado, o la inteligencia titubeante en los momentos de apuro: "diré que es la intuición, es decir, que no sé lo que es". ¿Y la riqueza, no menos varia que la de su plumaje, del corazón de los pájaros? Todos sabemos que no hay padres más esclavos del amor a sus hijos que cualquier pareja alada con crías, y que la galantería de los machos de ciertas especies en pleno invierno, cuando la pitanza escasea más que el sol, llega al punto de alimentar a la compañera como si fuera un pichón, olvidando el hambre propia. Hudson enriquece todos los días su alma con ejemplos inolvidables. 75


Un annu suyo baleé cierta vez una cercela en (1 ala, y prendado o compadecido de ella la trajo a su casa. Atendida con celo, el animalito sanó, si bien olvidando el uso de sus alas, y aunque cuidada y mimada por toda la familia, reservó su cariño para la primera persona con quien entró en contacto, y tanto que, poco antes de la hora en que ésta acostumbraba regresar de Buenos Aires, ya estaba la cerceta en la puerta de calle, esperándola, con el pico vuelto hacia el rumbo de arribada. Otro día, deteniendo su caballo en medio de la llanura para contemplar el hechicero avance de una bandada de churrinches —los de atrás siempre ganando la delantera al vuelo por encima de los otros, los pechos escarlata siempre vueltos hacia el mismo lado— Hudson advirtió que tres pájaros quedaban muy atrás del resto de la columna. Picado de curiosidad, pudo averiguar al cabo que se trataba de un churrinche con la pata rota flanqueado por dos compañeros que no querían dejarlo solo en su retraso, obedeciendo al sentimiento de ayuda mutua o tal vez de verdadera amistad. Una mañana de agosto, uno de sus hermanos, que vive en un solitario rancho de la frontera sur de Buenos Aires, advierte a buena distancia delante de su caballo una pareja de gansos cuya actitud intriga su atención. (Es la época en que las aves de paso que invernan en la Pampa comienzan a retirarse hacia las tierras magallánicas.) La hembra camina decididamente sobre el suelo en dirección al sur, mientras el macho, muy excitado y llamando a toda voz de tanto en tanto, marcha adelante, a cierta dis[ancia, dándose vuelta constantemente para mirar y llamar a su compañera, y a cortos intervalos alza el vuelo avanzando algunos centenares de metros, tras de lo cual, advirtiendo que no es seguido, retorna, desciende a distancia como de veinte o treinta pasos delante de la rezagada, tranqueando como al comienzo. La hembra tiene un ala quebrada. También ha podido observar que en los pájaros como en los animales superiores, el compañerismo suele nacer menos de la simpatía mutua que de un coincidente horror a la soledad, como igualmente que el grito de hambre de un pichón abandonado suele hallar respuesta paternal en un pájaro adulto que a veces no es siquiera de la misma especie. Ya puede sospecharse que para Hudson, como para cualquier 76


buen entendedor. Darwin es uno de los mayores reveladores y libertadores del mundo moderno. Pero Hudson, espíritu libérrimo, es la antibeateria misma. Es decir, su admiración no le cierra los ojos para los errores presuntos o evidentes de su héroe. Contra Darwin, pues, ha llegado él a la conclusión de que el miedo de los pájaros al hombre no es instintivo. Dos temores mandan en el animal salvaje: el temor certero a lo peligroso, enseñado por los padres y el temor preventivo a lo incógnito, que se hereda. El pájaro educa al pichón desde el huevo. Cuando el pequeño prisionero golpea desde adentro, suplicando por la luz, "basta el grito de alarma del padre para que calle." Siempre hay una razón subterránea, profunda, hasta en la más ilógica de las cosas naturales. El ñandú, por ejemplo, perseguido por las boleadoras que se disparan desde el caballo, hu ye del jinete, aun lejano, pero se cuida poco del peatón. Los flamencos, que no conocen aun armas de fuego, dejan que un hombre se les aproxime más de lo prudente siempre que haya agua de por medio. También ha podido observar una irreprochable adecuación de la alarma de los pájaros perseguidos a la magnitud real del peligro: desde el que representa el apocado chimango hasta el encarnado en el más intenso de los halcones: "Cuando el Peregrino aparece filando en línea recta a gran altura, todos los pájaros, hasta donde uno puede advertirlo, se sumergen en la más profunda angustia". Y sin embargo en los bajíos de la Pampa hay quien le mata el punto. Es el Halcón de los pantanos —nombre que le aplica por su cuenta—, de un gris oscuro uniforme, parecido de perfil aunque menor de volumen que el Peregrino, pero compensando esa mengua, si lo es, con una celeridad aún más rayana. A juzgar por el verdadero delirio de terror que infunde es aun más catastrófico que su pariente. Volando a grande altura se deja caer de repente en vertical de bólido "con un ruido de cuerno de caza, talvez producido adrede". "Preciso es creer que desprecia la potencia de vuelo de sus víctimas". Observándolo infinidad de veces, Hudson ha llegado a pensar que, como los conculcadores de voz articulada, éste "saca una voluptuosidad tiránica del espectáculo de consternación que siembra". 77


¿Por qué no? ¿Qué es el hombre, para lo mejor y lo peor, sino un simple corolario de la Naturaleza? Espectáculo inolvidable aquel, por cierto. Cuando "la muerte de alas de hoz" aparece suspensa en el cielo como un corneta, todo ser volante, desde la golondriria hasta el pato, busca refugio, y cuando desciende amenazando dispararse con hambre de flecha india sobre la presa elegida, que puede ser cualquiera, una plegaria de angustia, que suele subir hasta el clamor contagioso como un viento de peste, escapa de toda la población alada. En otro detalle señero tampoco ha logrado coincidir con elel pionero Darwin. A lo largo de sus muchas andanzas y sus muchas contemplaciones en la Pampa, Hudson ha podido observar directamente como pocos la conducta de los animales salvajes en libertad, y ha comprobado que lo verdadero no tiene necesidad de ser verosímil. Ha terminado por ver, casi sin asombro, las profundas fantasías de lo real. El darwinismo supone que la selección sexual o elección voluntaria del esposo por la hembra "es la causa determinadora de todas las representaciones musicales y coreográficas igual que de las coloraciones prestigiosas y armoniosas y de los ornamentos que generalmente ostentan los machos". De sus desprejuiciadas observaciones propias Hudson llega a esta conclusión: mamíferos y aves tienen el hábito de entregarse a diversiones más o menos regulares o regladas: en unos groseras o simplemente detonantes, en otros más o menos delicadas y armoniosas. A la más vibrante vitalidad de las aves responde una mayor capacidad de expansión y de juego, que va desde el grito plebeyo del ganso y la danza terrera del pavón a la melodía danzante de la calandria o el fIauteo egipánico del zorzal. En cuanto a los innumerables alardes de coloración, esplendor y adorno, son también signos de vida desbordada. No obra, pues, en ello una finalidad determinada —ni el alimento ni el amor—: simplemente dar salida a la euforia que los posee. ¿Danzas? Sí; pasos, saltos y giros con la cola y las alas desplegadas, en el suelo, o rítmicas y acrobáticas evoluciones en el aire, individual o colectivamente, con música o sin ella. El oscilador se eleva verticalmente a cierta altura, vuela después a distancia de doce a quince brazadas, describiendo una curva 78


perfecta, después de lo cual repasa siempre volando sobre la línea imaginaria como un péndulo colgado del cielo. Y está el ibis patagónico de cara negra y su danza ascendente y descendente acompañada de gritos que tienen algo de tañido de yunque. Y los patos salvajes y sus simulacros de combate sobre las aguas. Y los patos silbadores del Plata con su remonte hasta volverse invisibles, para girar después, apartándose y acercándose entre si hasta chocar sus alas con ruido de aplausos. Y el concierto de los pecahas sobre el césped, entre saltos y ademanes delirantes, con gritos traductores del "maximum de frenesí de desesperación y de terror". Algo de humano y más allá de lo humano y lo te. rrestre. Y el baile que durante el día o en las noches de luna celebran los teros —siempre una pareja y un visitante: parada y marcha-rítmica al son de una especie de tamborileo, todo terminado en una zalema de los huéspedes, bajando la voz y el pico hasta el suelo, mientras el visitante lanzando grandes gritos permanece erguido y tieso. Y el dúo armonioso de la pareja de horneros tan halagüeño al oído como lo es a la vista la construcción de su casa. Y el coro de cachalotes, a voces, que tienen algo de risas de locos o relinchos de potrillos, escuchables a casi una legua. Y el boyero "que comienza esponjándose con un hondo canto íntimo seguido de notas de clara resonancia, y vuela después a ras de tierra para terminar al fin remolineando en torno de su dama como una falena en torno de la luz cercándola de melodía". "Muchos cantores de familias muy diferentes tienen el hábito de elevarse y descender alternativamente cantando —y en ciertos casos todas las posturas y todos los movimientos aéreos, el descenso rápido o lento, vertical, a menudo acompañado de oscilaciones, o en espiral y a veces con una serie de desvíos regulares y oblicuos, parecen tener una correspondencia con la voz que cambia y baja, pues la melodía y el movimiento están unidos de manera más íntima y bella que en las formas más perfectas y poéticas de la danza humana". Ahora bien, Hudson piensa que todas estas manifestaciones equivalentes a la música y a la danza del hombre no son hechas por y para el amor (si bien coinciden con él frecuentemente) sinc que son como el amor mismo exteriorizaciones de la energía, la gloria y el misterio de vivir. La primavera es la musa inspiradora del amor y del arte. 79


Un ejemplo convncdnte en [re 11111chos lo (la el mis/o, ese mínimo pájaro amarillo de la Pampa que canta en coro de millares de voces sin confundir éstas, tal como las gotas de lluvia que rayan el espacio en un día calmo. El misto alcanza su ejecución musical más inspirada y más pura cuando el apareamiento y la nidificación han terminado. "Mientras corteja a su hembra y no obstante lo gracioso y adorable de su mímica, el macho sólo tiene una música débil y rudimentaria". Hudson ha llegado, pues, a la certidumbre de que la daTe:-o y el canto de los pájaros, la maravilla de su plumaje, su vuelo y su música son meras muestras de esa alegría sagrada de la creación que se expresa lo mismo en el rapto de cabriolas, relinchos, galopes y coces de una manada de caballos salvajes que en la danza y la sinfonía celestes de la calandria de tres colas. Ya puede suponerse que para un tan numénico y pánico veedor y auditor de pájaros como Hudson, uno de sus torcedores desde la niñez vino siendo el destino nefando de los pájaros bajo la hegemonía del hombre. Lo que a Hudson aflige no son los rezagos bestiales del hombre sino sus gustos de bestia enferma, sus tendencias y hábitos de criatura mutilada y mutiladora. Que destruya como las otras bestias se comprende; que destruya más de lo que necesita para su subsistencia, se comprende mucho menos. Lo que uno no puede entender de ningún modo es su consuetudinaria borrachera de sangre, su hábito de matar y arrasar por pasatiempo, alegrando su alma, con la más perfecta ceguera para el dolor de las otras criaturas, para la expansión y libertad de lo que vive, y la gracia y armonía del mundo. ¿Que los hombres son refractarios al hechizo del pájaro? No precisamente eso: lo sienten, pero sólo en función de su egocentrismo y de sus deliquios anárquicos. Talvez los pueblos latinos, los de más rancio abolengo cultural, sean los más deshumanizados en este terreno. "Para representar a los seres que adoran no tienen más símbolo que ci pájaro. Los cuadros, estampas y templos están llenos por dentro y por fuera de figuras de ibises, grullas, palomas, gaviotas, modificadas de tal modo que parecen figuras humanas, y así representan a los ángeles, los santos y la tercera persona de la Trinidad". "Sin embargo esta gente, desde los papas, cardenales, príncipes y nobles hasta el más humilde paisano, tienen un verdadero delirio por devorar toda criatura (011 plumas" sin ;mSO


portárseles siquiera que esas criaturas estén empollando o criando, ni de que se llamen ruiseñores o alondras. Y aún ocurre a veces que ni siquiera se mata para comer, sino simplemente por matar, como en esa espuma de imbecilidad elegante llamado "tiro a la paloma". "La idea de que los pájaros hermosos son hechos para cazarlos" revela como nada el poso de necrofilia que subyase aun en el hombre que se cree más evolucionado y culto. ¿Cómo puede carecer de imaginación un hombre a punto de deleitar sus tripas con aquello mismo que ha deleitado su alma? Y si hay algo que deja atrás a los devoradores de pájaros (sin exceptuar al faisán, digno del dintel del paraíso. ni a la alondra, trovadora de los cielos) es "el horrible ejército de mujeres" llevando en sus sombreros pájaros embalsamados para que el esplendor de sus plumas haga juego "con sus bonitos espíritus". Ellas son pues las que sabiéndolo o sin saberlo, incitan a la mayor parte de los Herodes degolladores de inocentes.., pájaros. Hudson oirá un día hablar de la actividad de los tratantes de plumas, en cuyos almacenes se amontonan pieles de pájaros en pilas del alto de un hombre, "espectáculo capaz de hacer llorar a los ángeles". El crimen no lo es menos porque sea hecho por un sabio naturalista en nombre de la ciencia y beneficio de los museos, esos cementerios sin lápida. Porque si hay algo que constituya la negación y la burla macabra del pájaro volante y cantante, es el pájaro-momia de las vitrinas. ¿Cabe imaginar algo peor que todo eso? Si cabe, porque siempre hay un más allá en lo monstruoso, De ejemplares de uno de los más altos pájaros cantores, Hudson se confesará un día: "prefiero verlos en una fuente listos para ser ingeridos y no encerrados en una jaula". Sí, de todos los inventos del hombre, sin duda el más tenebroso es esa emboscada contra los privilegios del vuelo, la jaula, féretro insepulto sucursal helada del infierno. Hudson, nacido y criado en la tierra más desaforadamente abierta y más abundante de cielo que se conozca —hecho de niño al galope como a su paso natural—, señor de una inteligencia libérrima por propensión nativa y esfuerzo consecuente—, Hudson, no puede soportar ni la idea de la jaula: esto es, que la criatura más suelta y vívida del mundo, y más paisana del cielo que de la tierra, y como nacida para vivir de pura libertad y sólo de eso, sea condenada por el hombre en nombre del amor y la belleza a 81


agonizar entre dos o tres jemes de alambre tejido . (Por cierto que tamaño encierro es largamente más repugnante que el de hombres y fieras que cuentan con la posibilidad, por remota que sea, de ajusticiar alguna vez a sus torturadores.) Oh, talvez no es posible concebir nada más espeluznante que la mera evocación del vendedor y criador de pájaros que cauteriza con una aguja los ojos de algún cantor predilecto, para mimarlo después toda la vida y llorarlo a lágrima viva cuando muere.. . ¿No hay una leyenda griega según la cual un pastor acegador de pájaros fue condenado a muerte por los ancianos del pueblo? La crueldad e idiocía que implica el pájaro enjaulado, piensa Hudson, supera fácilmente a las usadas con cualquier otra bestia. El pájaro está hecho a la infinita variedad de sabores —insectos, gusanos, hierbas, semillas, frutas— que le ofrece la Naturaleza; está hecho a gozar, en medida que no conoce el hombre, de la luz y de los irisados esplendores que emparentan a las flores con el cielo, y sobre todo, es el mensajero terrestre y celeste de la libertad, ese indispensable cielo de toda dicha. ¿Jaulas para pájaros? Oh, el hombre jubilará algún día hasta las jaulas que constru ye para sí mismo. Y no se piense que es ésta una mera cuestión de moralismo o sentimentalismo. Se trata de que con la merma creciente de los más puros hijos de la belleza, de los mejores conductores de la alegría de vivir, los insectos pueden llegar a arrasar todo el verde del mundo. Y sobre todo se trata de la más indispensable decencia humana, de ese decoro que el goce o el mero anhelo de la libertad confiere a los brutos. Hudson está recordando que una de las razones de su simpatía por los gauchos en general —muchos de ellos bandidos o asesinos— está en que ellos nunca matan a "los pajaritos de Dios" y desprecian al extranjero que lo hace. Y asimismo que él capturó muchos pájaros en su niñez, mas que no fue tanto por el gusta de sentirlos latir entre sus manos o de acercarlos a dos jemes de sus ojos, cuando por la gloria de libertarlos de nuevo, de endiosarse con la felicidad del liberto. . "A mi juicio todos los sonidos naturales ejercen en cierta medida un efecto estimulante y no puedo librarme de la idea de que ese es el efecto que debería producirnos a todos". Por cierto, si todos los hombres gozaran de la salud intacta que la Natura confiere a sus hijos. Desde el alarido del huracán al bisbiseo del


agua entre la hierba, desde el canto del grillo al reliuc]io dri caballo, todo sonido viviente debe golpear dichosamente en nuestro oído y ser bienvenido en nuestra alma. (Aun muchos de los que escalofrían nuestra médula, como la voz del trueno o la del león, están inevitablemente llenos de majestad.) Si no sucede siempre así, es sólo por culpa nuestra. ¿No hay sensibilidades tan averiadas o quebradizas que llegan a abominar aún el mismo canto del gallo? El gallo que canta y se duerme dos veces en la noche para despertar cantando en el dintel del alba. Canto en la sombra, profetizando el sol —y lleno de sol ya— que expresa mejor que nada la tónica del amanecer y está lleno de la sabiduría de la aurora y de su numen iluminador y ascendente. También es canto diurno y terrenal, es decir, lanzado a pie firme desde el suelo directamente al sol y sin embargo lleno de euforia aérea como el mismo canto de la calandria. En todo caso, su voz es quizá la más mágicamente afirmativa y alerteante de la Naturaleza, la más tirtéica, y la del clarín es hueca a su lado. Así lo siente Hudson. ¿Qué mucho, pues que el canto de los pájaros músicos, que tiene tanto cielo en su melodía, le parezca capaz de remozar el alma de un viejo, y rescatar la de un agonizante? Uno de los primeros descubrimientos de Hudson respecto a los pájaros es que si su vocación de canto es nativa, el canto en sí mismo es un aprendizaje. Los hijos aprenden el canto de sus padres. Y como no hay dos pájaros iguales, ocurre que ni los pájaros de una misma especie cantan nunca lo mismo. Y aun ocurre que hay pájaros —la calandria es un ejemplo— que modifican según su propia inspiración lo aprendido de sus padres, es decir, inventan su propio canto. Finalmente, ¿por qué no ha de aparecer alguna vez en las especies cantoras tal cual individuo de genio: una calandria —Mozart, un ruiseñor— Chopin? No menos importante —piensa Hudson— es advertir que en el canto del pájaro hay una cualidad aérea que lo diferencia de cualquier otro sonido, privilegio explicable por el gran desarrollo del órgano vocal, por sus plumas y huesos penetrados de aire, por el aire que traga al cantar y que influye sobre la voz, finalmente porque el pájaro, si no canta volando, lo hace en lo más subido 83


y despejado del árbol, bien erguido sobre sus gráciles patas y con el pico imantado por el cielo. Ahora bien, Hudson que es sin duda, con su capacidad adámica de emoción y asombro y con la receptividad y memoria prodigiosa de su oído, el más profundo escucha de pájaros del mundo, es el primero en confesarse que, si es cosa fácil describir el canto de un pájaro, es del todo imposible comunicar a otros la impresión que nos produce. Por lo demás, la música del pájaro es algo más que música, pues no se trata sólo de su dulzura auditiva, sino también de su misterio de sugestión y belleza íntima. (Nunca escuchará Hudson mejor traducción de su alma que las palabras de aquella mujer que un día llega a confesarle infantilmente que el canto de los pájaros es para ella "el más dulce sonido de la tierra"). El ambiente es, por cierto, uno de los ingredientes de la magia del canto alado. No es lo mismo escuchar un pájaro enjaulado desde un sillón entre opacas y sordas paredes, que escucharlo en el seno del bosque o a su vera, tirado en la hojarasca o el césped, oyendo el silencio vivo como un alma primero, el secreto blandísimo de las hojas después, y al fin aquel canto que desciende de lo alto clarificando el misterio unimismado del bosque y del cielo, Sí, es el infinito de azul y de verde que parece destilarse en su canto, y todas las reminiscencias infantiles que despierta en nosotros, y esa su alegría de pájaro libre, la más transparente y manantial de la tierra. Por eso es que no se trata sólo de una recreación auditiva, sino también de un claro estímulo mental y todavía de una especie de refrescamiento matinal del ser. (El canto del pájaro es asimismo la más honda patria, pues por él resucita el paisaje y la inocencia y la risa sin arrugas de los días infantiles.) Desde el garrir de la golondrina, semejante a la risa escondida de un hada, a la llovizna musical del coro de mistos que empapo el alma, desde el flauteo casi humano de melancolía y dulzoro del tinamú, con que la soledad pampa intenta medir su hondura, al triángulo de plata del cardenal, o a los acentos del chorlo, casi divinos en el desvelo de la noche, o a la calandria que depura y sinfoniza en su voz las voces de docenas de cantore ciiver Hud son ha recogido y guarda en su alma, para sieni rc, 1 musical de su Pampa y su Pataginio IiIo. Hl


No ha podido, ¡)L[CS, leer con paciencia la afirmación (le Darwin sobre la pobreza de la música alada en Sudamérica. Conicnzará recordando en apo yo suyo un párrafo del viejo azara: "Si el coro de cantores del Viejo Mundo se cotejara con otro de igual número reunido en el Paraguay, no sé cuál de ellos obtendría el triunfo". Y no olvidará otra más redonda de Orbigny sobre el reyezuelo —uno de esos auténticos pájaros-flautas o pájaros-órganos de la América tropical—, que oyó cantar sobre una rama suspensa sobre un torrente: "su voz no es comparable a ninguna voz de Europa; sobrepasa a la del ruiseñor en expresión y volumen." Oh!, no vengan los turistas, por importantes que sean, a enseñarle a él los secretos de su tierra! Hay algo más que ignora el mundo: Sudamérica es, por la abundancia, variedad y riqueza de sus cantos y sus plumas, "el continente de los pájaros". Paisaje nativo! Él lleva dentro de sí, para siempre, esa su laguna de Chascomús y demás remansos circunstantes, lleva ese su azul de ciertos días y horas: "un tinte indescriptible, que no se parece al azul de un lago ni al del mar profundo, ni tampoco a ninguna flor o mineral azul, pero que es quizás más hermoso que todos ellos.": esa cosa como celestial caída en tierra con su orla de juncos y espadañas, su haz sonriente de brisa o con una nube viajera en su hondura visible. Y el paso del viento en los juncales "grave y misterioso sonido que es la más fascinante de las múltiples voces del viento." Ese es el edén del averío acuático de la Pampa, y su propio edén, ciertamente. ¡Oh visiones, oh sonidos! Los cisnes de nieve que el sol enciende, pero no derrite; las negras gallaretas que rovan (le blanco el agua con la espuma de su estela; los chajaes alzándose en viaje a las nubes, tan leves y pausados como mongolfieras con alas; las nubes de chorlos lloviendo las gotas clarísimas de sus cantos; las becasinas, de vuelos zigzagueantes como si fueran borrachas; los patos "argentinos", embanderando el cielo patrio con sus alas blanquiazules; y las gaviotas empeñadas en ahogar todas las otras voces en el escándalo de las suyas —y, visión más indeleble aún, el vuelo de los flamencos, como un repetido mensaje cruzado entre la aurora y el ocaso. . . (Y ni siquiera falta la inevitable gota amarga de toda dicha en ci presentimiento de que tanta hermosura y tanta vida, casi tan viejas como la tierra 85


nacida del océano hace millones de años, estarán quizá destinadas a desaparecer un día, poco menos que de golpe, bajo el fierro y el humo de la civilización mecánica.) ¿Paisaje nativo? Pero él es un puro hijo de Pan, tal vez Pan mismo, y para él las fronteras y los mapas no cuentan, y mucho menos si de escuchar a un pájaro músico se trata: de pasear con alma de infancia y maravilla por la celeste mañana de su canto.

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EL DIOS CABALLO A EMIU0 SOLANET estoy seguro de que se pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro igual, y también le protesto a usted de buena fe, que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo todo el valor que contiene la República A rgentina. Carta de FACUNDO al DR. ANCHORENA La diferencia que hay entre un pingo criollo y un caballo de lujo es la misma que existe entre un chasque aymará del A ltiplano y un corredor olímpico de cien metros. A. TSCHIFFELY

Dicho está por alguien que, entre los espectáculos mayores de la naturaleza en la América de Colón —los Andes, las selvas o las tormentas del Trópico, el Plata o el Amazonas, el arco iris en la Patagonia gris—, estaba el de una piara de diez o treinta mil caballos salvajes avanzando en marejada sobre la Pampa. No había sentido la tierra antes ni sintió después sonar su pecho tan a hueco. Eso fue en los desmesurados días de un pasado reciente. En los de Hudson, sólo la dimensión ha mermado un poco. Todavía las cimarronadas no han desaparecido. Allí vienen con su trueno de tierra, sus ojos y ollares de boca de naranjero, sus crines hasta el encuentro y sus colas pisadas por las patas en los despavoridos reculones. Ni siquieran han perdido del todo su costumbre de 87


venirse alguna N ez sobre las caballadas de los viajel'c)s, rodearlas, convidarlas con bajos relinchos de camaradería, y perderse con ellas en el fondo del desierto. O es el mismo caballo doméstico el que arranca su estaca o roe su cabestro, pues siente criarse su alma al reclamo de los galopes y relinchos sin freno. Sabido es que, tanto como la pólvora o la temeridad española, los caballos andaluces conquistaron América. También parece cosa innegable que, al revés de los peruanos, los indios de la Pampa no se dejaron alebronar por los relinchos. Al menos espantaron y ahuyentaron a los fundadores de Buenos Aires, caballos y todo. De estos últimos prófugos, y antes de finalizar el siglo, casi toda la Pampa resonaba de galopes y relinchos. Y el indio, ilevantahie peatón en todas las mesetas de América, se trocó aquí en caballero y, puesto ya sobre un mismo nivel que los intrusos y su prole, pudo aclimatar el talión: ojo por ojo y diente por diente. Tuvo siervos bautizados y esclavas zarcas El caballo árabe-berberisco del sur de España, que sin duda nunca logró amoldarse del todo a los valles y vegas (le la Pennsula, recobró en la Pampa la gigantesca amplitud del habitat originario. Y mucho más aún: recaudó la autonomía de las más remotas mañanas. Esto es, devuelto a la libertad abolenga, reasumida toda su responsabilidad, monta otra vez guardia perpetua sobre sí mismo, tomándose genialmente profundo: de mucho más fondo que perfil, digo, mayor en sabiduría y aguante. (El zootécnico francés Losson le habría un día llamado la atención a Bumeister sobre un detalle: que mientras el caballo persa, el tártaro y el árabe tienen seis vértebras lumbares, el caballo pampeano tiene cinco, como el de Berbería. Y como la mula. ¿No traiciona, en efecto, algo de mula, con su poca alzada y su mucha cabeza, su resistencia tozuda a las fajinas, los achaques y el hambre, para no mentar su sensibilidad y su profundidad nativa?') Sin los excesos punitivos de las zonas heladas, que convierten al caballo en un paria del frío y del hambre, o sin los del trópico, con su vaho de baño turco que prohíbe el galope, sus pastos de poca ley, sus anguilas que le electrocutan las patas en el paso de los ríos, sus rescoldos de arena que le descalzan los vasos, sus vampiros que le roban la sangre. En la Pampa, sólo el trato de los climas congeniales del ca88


bailo, que lo somete a los rigores del frío y dci calor, de las, y vizcacheras y al peligro de fieras, serpientes y sequías como a una gimnasia indispensable. ¡Qué compensación, empero, la del galope a contentillo en una llanura sin atajos inundada de pastos y de cielo! Pero el desierto verde de América no ha potenciado sólo la elástica resistencia del potro afro-andaluz; la obligación de observar, pensar y querer por cuenta propia ha adelgazado sus nervios Y ensanchado su cráneo, es decir. ha jerarquizado su inteligencia y su voluntad. Nunca se ha visto caballo de personalidad más completa. Siempre alerta, aun cuando dormita, o cuando agacha la cabeza para pastar o beber, levantándola de pronto con la nariz anchamente dilatada o fragorosa, temblantes las orejas como plumilla al viento, volcados sobre el horizonte los ojos de fogoso lucero. Sondea a olfato el vado en el río peligroso o el pantanal traicionero; no se deja engañar por el mío-mío, pasto enherholado; adivina los huracos en lo oscuro; sabe esquivar, con un esguince maestro, el salto del puma, el más acróbata de los felinos; alejado de su querencia. la recobra en marcha rectilínea, aunque esté a medio centenar de leguas; cuando hay que nadar, nada como un pato; con frecuencia no se deja montar sino por su amo; huele al indio a una jornada de malón; hace del chajá o el tero su guardia avanzada. Es mucho caballo, tanto por fuera como por dentro. Cabez;i de base ancha y vértice fino, es decir, de mucho cráneo y p-' cara; frente abierta y perfil medio acarnerado, las más veces: ojos laterales y oblicuos, de esos que ven casi todo sin mirar casi nada; orejas chuecas, por lo común, para encartuchar mejor hasta las briznas de un ruido; cuello ni de toro ni de llama, sino de proporción sin reproche, el borde de abajo derecho, el de las crines tirando a corvo; más que fortacho de caja y cuerpo, con cuerdas y entrenudos a prueba de guerra; paleta medio oblicua y recargada, anca llovida; pierna y brazuelo repujados y seguros; garrón potente; cañas bien a plomo; las cuartillas, más bien largas, denunciando la suavidad de su andar, y las patas cortas y reciamente articuladas, su firmeza. Sedosa como su crin, su cola es baja y medio hundida entre las nalgas; el casco, redondo como el horizonte de la tierra que pisa, desprecia la herradura. Su 89


uluecto es como de fierro; la fornidez de sus maseteros habla de su estómago de guanaco. La gran llanura puede estar contenta de su último hijo. No es mucho, pues, que un día Emilio Solanet, gran entendedor del asunto, sospechara que "el viejo caballo criollo" no había tenido rival, y que para recuperarlo descendiera hasta el Chubut a solicitar a un cacique tehuelche sus yeguas pura sangre baguala... Y que de allí salieran Mancha y Gato. Ainié Tschiffely, el suizo agauchado que se propone cabalgar de Buenos Aires a Nueva York, consulta a Solanet sobre caballos capaces de tal hazaña. Solanet contesta: "e A Nueva York? Creo que sí, y tal vez hasta el polo." Y le envía los dos parejeros en que Tschiffely realiza la más larga y alta hazaña hípica de la historia: 4.900 leguas de recorrido; cruce de alturas hasta de 5.900 metros, de desiertos de 32 leguas de arena, en que los cascos se hunden hasta quince pulgadas, y 52 grados de calor a la sombra . . . que no la hay, y ni una gota de agua (ese arenal de Matacaballos que es preciso cruzar al galope disparando de la muerte); de ríos con ímpetu de avalancha y peces asesinos, de bosques más espesos de pantanos y fiebres que de frondas, de vampiros y mosquitos delirantes de sed de sangre, de puentes colgantes sobre el abismo. . . ¿a qué seguir? Y si algo admira tanto como la dureza y guapeza de semejantes caballos, es su entendimiento. Hay tal compenetración con el jinete y tal sentido de su fuerza protectora, y tal malicia de la truculencia de las tierras incógnitas, que de noche duermen sueltos, pues el apego a su amo es el mejor cabestro. Dice él: ¿Qué hay?, y ellos enderezan las orejas y otean el contorno. Dice: Tigre, y olfatean el aire, Chuc-chuc, y esperan su ración de comida, Bueno, y se paran en seco. Gato da un salto sobre un precipicio con perfecta indiferencia o se sabe de memoria los pantanos invadeables; Mancha, que cruza los ríos más intensos como un surubí y sólo bebe agua si se la sirve en su sombrero Tschiffely, ha descubierto que nadie sino éste es digno de subir a su lomo. Por sus ojos ha desfilado toda la variedad de paisajes, climas, alturas, pisos y floras de la tierra antes de llegar a la meta con los vasos limados por el suelo de veinte países. Aunque el caballo del indio y el del gaucho lleva la misma sangre, no son estrictamente el mismo. La patria del primero 90


abunda en quiebras, arenales y bosques (speros y ralos como barbas araucanas y es mísero de agua y pastos. Dicho está que ni reses vacunas ni yeguarizas sobran. El caballo del indio es su única herramienta de trabajo, es decir, su único aparato de guerra. Sin él no es nada. Por eso lo educa con paciencia erudita, lo cuida como a la niña de su ojo, jamás lo azota y sólo lo castiga con el hambre. Lo alimenta menos con pasto que con algarroba. Si su oficio de guerra es el malón, su oficio de paz es galopar el caballo: sobre médanos y pantanos, por entre el bosque, boleado o trabado, o cargado con dos jinetes. Después lo baña, lo ata al palenque y lo olvida del todo. No hay caballo más absorbedor de fatiga, de calor, de sed, de hambre. No hay otro que se entienda con su amo hasta dar realidad al monstruo de cuatro patas, dos manos y una sola cabeza. Galopa horas con su jinete cosido al costillar, o gira como un trompo sobre un cuero de vaca sin ofender el suelo, o se detiene en pleno galope a dos dedos del guadal o la zanja, o hace peaña de su lomo para que su amo en dos pies revise el horizonte, o arremete como una luz, o en pleno desierto la mera rienda volcada le sirve de poste, o muchas veces no precisa más rienda ni espuela que la voz de mando. Y, claro está, nunca se deja montar por el cristiano. Es el caballo más intenso de la tierra. Cierta vez —allá por 1830— un jefe de la guardia del Tandil, sospechoso de que los caciques amigos Cañuante y Calfiao intentaban sublevarse, cayó sobre ellos sin darles la noticia. En la semioscuridad del alba Callfiao consiguió escapar gracias a un zaino pangaré tan renombrado como la Cruz del Sur. Los gauchos de más agallas y mejor montados —entre los cuales Pancho el Ñato y Zelarrayán, nada menos— se le echaron a la zaga. Cuando el pangaré sintió un par de boleadoras en sus patas, apenas se dio por aludido y siguió galopando lo mismo —a saltos ahora, a lo venado— pese a que su lomo padecía también el peso del hijo del cacique, mocetón de bozo. De Coouquelú a la Tinta la persecución duró tres leguas justas. Cuando los caballos cristianos se agotaron, el pangaré dejó el galope y siguió con aire de paseo. Tres días después, Corneli, oficial del gobierno, pudo verlo de cerca. "Era de buena alzada; oreja redonda y parada; ojo grande y vivo; nariz dilatada; fino de hocico y pescuezo; poca cerda; corvejón y garrón muy abultados; canilla delgada; mus91


culatuca poderosa. Estaba pelechando y en cl se le dibujaban como sobre un mapa las diferentes ramificaciones de venas y arterias exteriores inyectadas de sangre. Cuando lo vi estaba cabeceando . . La hazaña había sido anticipada en ocho años por el capitán Lara, fundador del Azul, quien, siniestramente herido a chuza en un combate con el cacique Negro, pudo escapar a uña de su caballo pampa, pese a que a éste le liaron dos pares (le bolea doras indias en las patas. La doma gaucha —contrastando con la paciente y medulosa doma india— es un truculento alarde de fuerza y guapeza. Dos motivos se conjugan: la casi agresiva abundancia caballuna y la vocación de baquía del gaucho. Un certero pial tumbando al potro coitra el suelo; una infamante cerdeada después, la embozalada y el bocado de guesca ciñendo la boca y tironeando hasta obligarlo a besarse el pecho; gritos y látigo ahora para ponerlo en pie, trabadas ya las manos por el maneador: y mientras el a yudante se le cuelga de las orejas, el domador va ensillando con cautela aguda para sortear los desmanes del reo. Si el bagual. al sentir la cincha, se tira limpio a tierra, no queda más remedio que jinetearlo en pelo. ¿Alardes de circo? A veces. Un gaucho con grandes espuelas y sólo un nesado rebenque colgado de la muñeca está balanceándose en el travesaño superior de la tranquera, mientras alguien abre del todo la puerta del corral y azuza a la cimarronada presa en él. El gaucho se deja caer sobre el lomo del bagual elegido, que lanzando un irreconocible relincho de espanto y entre embestidas ciegas y saltos de vida o muerte so pierde en el cam}o con la cabeza entre las manos, mientras el jinete usa el reben1lle por toda brida. Con todo, la equitación gaucha no es circense por dos razones: una la indolencia del gaucho, o mejor, su sentido de la modida, que lo lleva a afrontar cualquier riesgo siempre que lo repute conveniente, pero no más; otra, el sentido de la elegancia. que rehuye lo demasiado llamativo. Su mayor hazaña (le equitador, la de caer de pie, empuñando el cabestro cuando el caballo se tumba, es habilidad decretada indispensable por las vizcacheras y demás zancadillas de la Pampa, donde quedar a pie equivale al naufragio. Igual alcance tiene el uso de las boleadoras a la ea


cintura el poder arrojarlas a tiempo sobre el rodador qae se iiicorpora y dispara. La parejura e inmensidad del terreno y la falta de sombras, más que la abundancia torrencial de caballos, determinan igualmente el rasgo más firme de la equitación pampeana, esto es, que el único aire de marcha sea el galope. Aquí ni el más pobre viaja en caballo sino en caballos o tropilla: es decir, en cinco o veinte lomos equinos de repuesto. Eso y la incansable llaneza de la tierra explican que un solo jinete pueda derrotar treinta y cuarenta leguas en una jornada. Como el medio físico de Méjico o Chile tienen algún parecido con el de España, el charro y el roto siguen pagando tributo a la filiación española. Pero nada tiene España ni el mundo igual a la Pampa. El parecido del gaucho con cualquier congénere palidece ante su desemejanza. La equitación pampeana se asemeja a muchas y se diferencia de todas. Los elementos tomados de moros y berberiscos a través de España también se acriollan. Se conserva el prejuicio sobre la mengua de montar en yegua; también, tal cual, el fiador, que es árabe o persa y que suele llevar de adorno en plata católica una media luna musulmana. Las nazarenas mismas, pese a su nombre, tal vez son de origen moro. El freno criollo o de candado (piernas cortas, puente alto, pontezuela fija, cuatro argollas y barbada circular) es el freno a la jineta o marroquí, sólo que "mucho más fuerte y capaz de sujetar un toro". El genio horizontal de la Pampa impone su canon en el lomillo, montura pampa de borrenes tan bajos como las lomadas circunstantes cuando las hay; la estribada es larga como los galopes que aquí se usan, y tanto, que la apostura del jinete, desde la cabeza al pie, está casi dentro de la vertical. El instinto estético del gaucho es agudo y no se extrañe que alguien lo considere el más apuesto de los jinetes "sin excluir al árabe". Recorta apenas o no recorta la cola de su caballo, o prefiere atársela con su propia cerda al cruzar los barrizales. El indio o el patrón rico —como los jinetes de otras partes— gastan lujo de plata y aún de oro en sus monturas; él prefiere la elegancia de las líneas. Su lujo mayor es que, como por cuenta propia, el caballo muestre cuello arqueado en la marcha o "boca de seda" en los giros. Nadie menos aparatoso o rígido y sin ajus93


te visible en la silla que él, tocando apenas los estribos, flotante la rienda, como en vaga relación con la boca del caballo. El jinete de Europa busca su seguridad en las riendas tensas y en el ancho apoyo del estribo. El gaucho la confía a su elástica capacidad de equilibrio. Su desempeño sobre el caballo es mucho menos dictadura que colaboración, concediéndole a su compañero la mayor libertad y espontaneidad posible. A la menor insinuación de la rienda, del pie o la voz, el caballo obra como adivinando al amo, cuya veraz elegancia está (lo observó Darwin) en realizar las hazañas más intensas sin demostrar esfuerzos: así cuando bolea un ñandú o enlaza un toro, o levanta las boleadoras del suelo en plena carrera, o aguanta los tironeos del juego del pato o los más rebotantes corcovos en la doma, o salta desde su caballo manso al lomo del arisco que derribó a su jinete, o en la rodada del montado cae en pie, con las riendas en el puño. Desde sus primeros pasos, Guillermito Fludson ha sentido el suelo estremecido de galopes, el aire sacudido de crines y relinchos. La conversación favorita en la cocina o en la pulpería recae sobre caballos y el arte de perfilar con el dedo o la punta del cuchillo en el suelo tal o cual marca de yeguarizo, reemplaza en la Pampa al dibujo y la escritura. No es mucho, pues. que a los cinco años pueda galopar en su petiso, y que con ello, poco a poco, su atadura al hogar, como la de un gauchito cualquiera, fuera lo menos estrecha posible. Una tarde, a los ocho años de edad, habiendo sido enviado a buscar las ovejas de la casa, las encontró a muchas cuadras más allá del rancho del puestero, dispersas entre los cardos, en compañía de varios yeguarizos. Casi al llegar junto a ellas advirtió que había otra familia en la reunión. En efecto, varios ñandúes pastaban pacíficamente. El joven pastor se arrimó al más próximo, un macho, soberbio bajo su real manto de plumas, el cual, corno si lo advirtiera apenas, dio algunos pasos al sesgo, y siguió picoteando otra mata de trébol. El jinete enderezó su cabalgadura y arremetió de nuevo, al trote esta vez. El ñandú inició una especie de trote danzante, y cuando el caballero sujetó su petiso y buscó su blanco, lo advirtió como a quince varas detrás de sí, picoteando sin apuro otra planta de trébol. De la clase de relación que se establece entre el jinete y su caballo en la soledad y la amenaza del desierto, apenas se tiene 94


noticia en los lugares poblados. Y si el hombre vive por el caballo y para el caballo —cosacos, árabes, gauchos— ese vínculo es de tal naturaleza que se parece a una identificación, en que la admiración, la gratitud y el cariño se mezclan. Nada significan contra ello el que sea poco dulce en su trato con el caballo el hombre que no peca de blando consigo mismo. Su ternura vale precisamente porque es la de un hombre duro. Qué ha de importar la vida de un hombre si hay tantos hermosos caballos que se mueren. Nada expresa mejor que este pensamiento gaucho su verdadera actitud ante el caballo y la vida. En sus andanzas de adulto, Guillermo Enrique oirá decir a un gaucho: "Puedo decir sin miedo a que me desmientan que en este caballo estoy montado y no a pie." Y a otro: "Véndame su caballo, amigo, porque me he enamorao de él y mi corazón está enfermo de ganas de tenerlo". A los trece años él mismo pasa por un trance idéntico. Ver un caballo y quedar prendado fue todo uno. Es una bestia de aspecto indómito, que revuelve turbulentamente sus ojos bajo una negra nube de crin que le tapa la cara. Consigue dinero para comprarlo -y, lo que es más, logra que su dueño se lo venda. Y con él le ocurre una aventura detonante. Sobre su lomo presencia un día los lucidos y belicosos afanes de la hierra. Entrando en el rodeo como en un cañaveral bravo, los jinetes apartan un ternero o un novillo y lo arrean entre dos llevándolo encallejonado para impedir que vuelva sobre el rastro. La cosa demanda baquía aguda a fin de llevar los pingos como acollarados por un pelo, pues si uno de los dos se adelanta, el despunte puede convertirse en tropiezo y revolcón para el otro. No es el único peligro, por cierto; con un ganado medio salvaje o salvaje del todo, puede ocurrir cualquier cosa. De pronto un toro, más listo o más rebelde que otros, burla a los guardianes del rodeo y se echa a campo traviesa como si lo cabalgara el diablo. Dos o tres jinetes se le echan a la cola preparando o revoleando sus lazos. Cuando la bestia pasa frente a Guillermo, a diez pasos de distancia, su crinudo caballo, sin intervención del jinete, sale disparado como un golpe de viento hasta asestar su encuentro en el flanco del toro que rueda sobre su lomo, mientras el joven jinete, que apenas se da cuenta de lo que ha ocurrido, escucha el aplauso de los gauchos. 95


¡Colores de los caballos de la Pampa, innumerables como los rastros de una huella! Los tobianos parecidos a dados, los doradillos lucidos como una onza de oro; los oscuros como noche de tormenta, los tordillos como noche estrellada; los gateados con algo de cebra o de jaguar; los blancos y (le hocico rosado, como hijos del alba; los colorados o alazanes, como hijos del fuego ¡Cuántos colores y matices! La caractereología gaucha del caballo se guía por ellos. El tordo nunca es bueno salvo si es de cola V crin negras y ojos colorados; el blanco, flojo para el solazo, es buen nadador; el ruano es lerdo, pero de aguante; el manchado es caballo y medio para cualquier trabajo; el de anillo blanco alrededor de la cerneja, es de mal agüero; el calzado de una mano tiene que ser ligero; el calzado de dos o tres, ni venderlo ni darlo el calzado de cuatro, venderlo caro o barato; el zaino claro de cola y crines no es de fiar; el gateado, antes muerto que cansado. ¡Caballos galopando en la Pampa, con las orejas y los ollares de brújula, emboscados bajo la crin el cogote potente y la frente espaciada, fulgorosos de brío y de inteligencia los Ojos, redondos como la Pampa los cascos vírgenes de fierro. flotantes en el aire las colas que hacen un poco de timón en los giros mús intensos! Todo entre bruscas paradas o arranques inminentes que hacen saltar en pellas la tierra tajeada por el borde de los vasos, o el retumbo de los cascos traseros tundiendo la hoqueclad de lagar de los flancos, o una descarga de huracanados resoplidos, o el relincho perforante de celo y pujanza del padrillo, que apoyado en las delanteras, con el jopo sobre la grania, cocea ciespreciativaniente el cielo entre un par de cuescos. pocas cosas hay tan dignas de verse, sin duda, como una gran caballada cruzando un gran río: las cabezas a ras del agua y las colas a flote, los lomos dejando sendas rayas en la corriente, nadan con los ojos y los ollares apuntados a la orilla de enfrente, un poco al sesgo, esto es, cediendo lo menos para ganar lo mss: se sacuden después el agua como un perro oastor, se revuelcan, se ponen a pastar. ¿Y qué hay más horrible y espléndidamente salvaje y más veloz difundidor de pánico que una caballada mansa aventada por él? Todo está tan tranquilo y confiado como un niño que mama. De pronto, sin razón visible ni previsión posible —no 96


hay poeta nns fan[aioso q 1c un nbaiIi -- - Uji j aLo bula asia, ado, da un salto de fuga, y todo el cuantioso resto arranca despavorido como si un volcán hubiera reventado a sus pies, y apenas es posible adivinar a los guardianes galopando en medio, detrás o a los flancos, sobre un viento con cascos y crines, locos de terror y coraje, arrojando gritos inhumanos. Desde su niñez Guillermo Hudson ha oído historias de caballos como para igualar a Las Mil y Una Noches. De hombres que apeados por una rodada, perecieron en el desierto, por no haber caído en forma sacramental, digo, de pie. De soldados que, encerrados en el corralón de un fortín en los campos del sur, fueron masacrados por los caballos súbita y misteriosamente enloquecidos por. . el olor de los indios invasores escondidos aún detrás del horizonte. De tal cual gaucho solitario que, rodeado por la indiada, pudo salvarse emboscándose en el pajonal próximo -y emponchándole la cabeza al montado para ahogarle la tentación del relincho. De algún matrero que, habiéndose fracturado el caballo, pudo hacerse de otro tirándose de espaldas al suelo, alzando el sombrero en la punta del pie en alto para acuciar la curiosidad de una manada de cimarrones y darse maña de disparar a tiempo y con certería un tiro de boleadoras. Él mismo conoce el caso de Cristiano. Llámase así el hermoso caballo favorito de un gaucho amigo suyo, de pelaje cervuno oscuro y de crin y cola retintas, y zarco de un solo ojo. mas cuya particularidad detonante es otra. Mientras atados al palenque de la pulpería o al posterío de algún rancho los demás caballos descansan generalmente, con las cabezas bajas y un jarrete encogido, coleando para ahuyentar las moscas, o coscojeando cuando más — Cristiano no conoce el reposo: ahí está, mudando de postura, sacudiendo las crines, bajando o parando las orejas, piafando esculturalmente, lanzando un fragoroso rebufo, y siempre con su mirada bicolor clavada azoradamente en la lejanía. ¿Es un animal ingobernable? No, Cristiano es un caballo manso. Su secreto está en otro lado. Cuando potrillo ha pertenecido a una manada de caballos salvajes de la costa del mar —la Pampa más difícil—, es decir, de los que para no perder su libertad deben vivir sin tregua con un ojo en el pasto y otro en el horizonte... 97


Con todo, la más honda historia de caballos nativos es la de Santa Ana, personaje que él llegó a conocer siendo niño. Se sabe que en esos tiempos el delito de hurtar el bulto a la leva o al ejército—, es decir. d infierno vitalicio--- era corregido con la muerte. El gaucho Santa Ana, que no quiere ser enrolado y sometido a una servidumbre de hierro para toda la vida y trocado desde el comienzo en asesino profesional, ni tampoco quiere pasarse a los indios como tantos y trocarse en indio por fuera y por dentro, se resuelve a vivir a salto de mata en la soledad verde, contando con el seguro de su caballo, pero no sólo con la elasticidad y aguante de su galope, sino con una ayuda íntima hasta lo emocionante, algo casi humano (le camaradería avizora, Santa Ana puede dormir a campo raso y pierna suelta, que su caballo monta guardia, y a la primera sospecha o amago de peligro, despertará a su compañero, tirándole de la ropa con los dientes. Siete años resisten así, en destierro cimarrón, siempre sobre el ¿quién vive?, hasta que un día la fatalidad se deja sobornar, y amo y caballo pueden restituirse a la comunidad perdida r tan largamente aflorada. Finalmente Guillermo Enrique ha inventado algo sin par en el mundo, de fijo, pues sólo nodía ocurrírsele a un jinete contemplativo como él y en una llanura como la Pampa. Andando a caballo de noche suele él gozarse de viajar echado de espaldas sobre el lomo del caballo, con los pies sobre el cuello. "Y en esta posición, que la práctica puede hacer a la vez cómoda y segura, miraba yo el cielo estrellado. Para gozar plenamente de esta manera de cabalgar, es necesario un caballo de patas firmes y que tenga perfecta confianza cii el que lo monta; y se lo debe dirigir ligera y mansamente nor un terreno que sea parejo y de buen pasto. Llenadas estas condiciones, la sensación es positivamente deliciosa. Nada de lo terreno queda visible, sólo el vasto círculo del firmamento brillando con innumerables estrellas; el apagado sonido de los cascos sobre la hierba suave se convierte para nuestra fantasía en el ruido de las alas de Pegaso, mientras la encantadora ilusión de recorrer el espacio se apodera de nuestra mente". Se es viajero aéreo en la noche, digamos, con la frase de Mardrús para los cuentos orientales, o con la de Tschiffely, el jinete de las botas de siete leguas. Cuando se marcha a caballo en 98


la noche se tiene la scnsacumn de estar a mucha altura sobre la tierra.

Sí, esa clase de equitación deslizable, tan serena y horizontal como un planear de alas, sólo pudo inventarla la Pampa, que inventó a Tschiffelv, el mayor cabalgador de la tierra, y a Cuniiinghame Graham, el más perfecto jinete de su tiempo, y también al propio Hudson. el más profundo jinete de la literatura. (Cuando vengan los años de cuarteles de invierno de Inglaterra será nostalgia de águila cautiva esa insondable nostalgia suya de jinete nato apeado para siempre.) ¿Jinete contemplativo? Sí, pero jinete ante todo. Y tanta, (jHC ha descubierto no sólo que su placer más agudo lo encuentra en cabalgar contra el viento, sino que el aire hecho viento constitiiye su más intensa fuente de inspiración siempre que acompañe su galope. El solo hecho de cabalgar produce lo que alguien advirtió limpiamente: "Levanta al hombre sobre sí mismo". Pero cuando el jinete es un gaucho que ha hecho del cabalgar algo cotidiano y constante como otros el tranquear sobre el suelo, ese cabalgar deviene algo casi tan automático como el circular de la sangre y deja el pensamiento en asueto. "Indudablemente —reflexiona Guillermo Enrique— que al galope entra más aire en los pulmones que cuando andamos a pie, y la oxigenación de la sangre es, por consiguiente, más rápida, pero el intenso alborozo así producido se experimenta lo mismo con viento o sin él." (Por lo demás, dicho está, que aquí las distancias, cortas o largas, se miden a rigor de galope —o sea que Hudson, como cualquier gaucho, vive siempre con un pie en el estribo y otro en el viento ... Entonces, por el alto nivel en que el jinete se halla, por ese movimiento sin par, a la vez intensísimo y sin fatiga alguna, el fenómeno se parece al vuelo —algo y mucho de la alta embriaguez del gavilán o la golondrina. En todo caso —se dice él— la acción del viento "obra como si al soplar dentro de mí destapara alguna obstrucción, algún obstáculo a una perfecta libertad de la inteligencia, o como si las dos mentes que tenemos, la consciente, lenta y laboriosa, y la que trabaja fácil y rápidamente en la oscuridad, y que sólo de tiempo en tiempo nos ofrece una conclusión, un resplandor fugaz de sus actividades clandestinas, se hubieran 99


n fundido en una, los pensamien tos van y vienen tau plilos son como el vuelo de un pájaro, que en cada golpe de sus alas produjera una idea. . La doble incitación del galope y del viento trocada, pues, en uno de los más álacres númenes del espíritu. El viento convertido en alas pegásicas del caballo que lleva nuestro hierro en su boca y en sus cascos que tocan y no tocan el suelo, pues viaja por un camino que está en la tierra y el cielo a la vez. Ahora bien: con treinta años de jinete, digo de galopador cotidiano en la Pampa, y su idoneidad sin par para intervenir en el alma de los animales. Hudson está en condiciones de hacer lo que hará por fin: no sólo la alabanza más certera del caballo conocida hasta hoy, sino el himno ecuestre más hermoso de las literaturas. En efecto, ni Job, ni Mahoma. ni Píndaro revelaron de tal modo el secreto de maravilla que para la dilatación del alma del hombre puede constituir la alianza del caballo. "No hay manera más deliciosa de hacer camino que andar a caballo. Caminar, remar, andar en bicicleta, son, a su unodo, ejercicios agradables, pero el movimiento muscular y la constante ocupación espiritual que exigen, ocupan la mente, casi con exclusión de toda otra cosa. Andando a caballo no sentimos el ejercicio: la aguda observación y el cuidadoso discernimiento necesarios para cruzar cirtos terrenos con rapidez y seguridad, quedan a cargo del fiel servidor que nos lleva.. . En el andar a caballo hay siempre un movimiento regocijante; pero si el paisaje a la vista es encantador, uno parece estar sentado sin moverse, mientras el paisaje, a la manera de un río fluye hacia ir detrás de nosotros, dando lugar a frescas visiones de belleza. Sobre todo, el espíritu queda libre.. Pero eso no es todo; Hudson ha advertido algo más allá do esa inmunidad del entendimiento a la sujeción obligada en otros deportes; "en el movimiento rítmico como un vuelo, dice, hay algo que actúa como estímulo sobre el cerebro. Resulta incomprensible que haya personas que piensen mejor estando quietas. sentadas o a pie, que andando a caballo". Pero aún no es todo; el encomio no podía estar completo si faltara lo más hudsoniano, una referencia al milagro de lo vital: "los placeres del andar a caballo, dice, no resultan sólo de las gratas sensaciones de un movimiento parecido al vuelo; ha y tam100


bi'u la iocüi, dulce en sí misma, de que no sólo nos SesÍiene una mera nióquina ingeniosamente acomodada. como el ficticio caballo de bronce sobre el que montó el rey de los Tártaros, sino algo que tiene vida y movimiento como nosotros que siente como nosotros sentimos, que comprende y participa profundamente de nuestros placeres". Más de un lector dirá si esto no parece la apología de la vida centáurea hecha por el propio Quirón, el sabio y piafante maestro de Aquiles.

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EL G0131FRNO DE LOS ESTANCIEROS

Todo lo que pasa es obra de Dios que que nos quiere mucho.

está visto

ROSAS

Desde su nacimiento hasta los once años el niño Guillermo Hudson se ha criado bajo una de las más inimitables tiranías de todos los tiempos. Tres factores se dieron mano para que él apenas lo advirtiése: su menoría, su hogar rosista a fuer de anglosajón, y, finalmente, su encierro en la torre de verdor y nubes de 1a Naturaleza. En su casa, como en toda casa pampeana en que se hable inglés, el lugar de ma yor veneración y honra lo ocupan los retratos del Restaurador y su consorte; el de ella con su rostro sin gracia y su mirar sin sexo, y el de él con sus ojos y patillas de coloración nórdica que provocan el engreimiento adulón de llamarle "el inglés". Quieren decir el anglófilo. En efecto, mientras a los nativos no les toca más papel que el de obedecer frenéticamente, y los forasteros (gallegos o franceses o italianos) son sometidos al servicio militar o al degüello, los ingleses son tratados como .. . ingleses, esto es, como hijos de una nación que no sólo tiene una escuadra capaz de hacerse respetar hasta en la más remota orilla del mundo, sino que compra los cueros de los propietarios de estancias apropiados ahora del gobierno mismo. "Ser inglés, ¡qué picliincha!" —dirá más tarde refiriéndose a esos días el general Mansilla, sobrino del Gran A mericano— . Naturalmente la presencia de un par de buques de la armada iniglesa en el Plata viene de perlas para disfrazar la cosa. En el fondo el gobierno de Su Majestad Británica y el de su majestad pampeana se entienden a maravilla. Casi todo el comercio de la 103


plaza está en poder de firmas insulares. Los sucesivos ministros de Saint James destacados aquí compiten en tener contento a don Juan Manuel y en cumplimentar gomosamente a su hija. Los más llevan su cortesía hasta enamorarse de ella. El ministro Southern acompaña a Manuelita en sus cabalgatas, de gran poncho y recado criollo. La última vez que Guillermo visita al Buenos Aires de la dictadura, ésta se halla ya con el pie al estribo y él es un niño de once años. Lo ve todo con ojos más o menos infantiles, y principalísimamente según su tiránica pasión de catador de pájaros, de modo que apenas entrevé la tragedia colectiva. Muy angelicalmente la figura del tirano se graba en su imaginación por un detalle ostensiblemente fabuloso: el de haber concedido la libertad a un condenado a muerte sólo en gracia de haber rimado la historia del pájaro llamado benteveo. No, la cerrazón de espíritu de don Juan Manuel no se abre nunca —ni una sola vez— por bagatelas de sentimiento o de arte, tan ajenas a su olfato como el olor de las flores al del aguará. Hombre ya, Hudson señalará algo que nadie viera claro hasta entonces: que los gauchos apoyaron políticamente a Rosas creyéndolo uno de los suyos, para desengañarse demasiado tarde. Pero errará largamente cuando crea ver en la crueldad rosina un mero caso de peculiaridad sardónica, "de algo así como un primitivo sentido del humour que atraía poderosamente a los hombres de la llanura". Rosas ha hecho del degüello un pabellón nacional. No, la crueldad y sevicia de los dictadores obedece mucho menos a tendencias psicológicas que a motivos políticos. Por otra parte, casi todos los que vieron de cerca al gaucho dan testimonio coincidente: él, tan dado a la esgrima del facón, la siente principalmente como un arte, peleando ante todo para mostrar su coraje y su baquía, más para marcar al enemigo que para matarlo. Lo cual no veda reconocer que el hombre hecho cotidianamente al degüello de reses y a la guerra a muerte con el indio, y que da tan poca importancia a su vida, no puede darle mucho a la ajena. ¿Rosas gaucho? No, sino la encarnación más eminente de lo que es su polo contrario: el estanciero. Cierto, si se exceptúa su virtuosidad circense de equitador, Rosas es el antigaucho mismo: el hombre con "sentido Yanqui de los negocios del mundo" corlo lo advertirá el yanqui v1. Frank, acopiador incansable de tierras 104


y vacas, de cereales y chirolas, que no aiim el haic ni el Ca11O, que nunca ha sentido una guitarra gemir sobre su pecho, ni visto junto a él la punta de un cuchillo.. . El gaucho es siempre, o casi siempre, por obligación, un despreciador del peligro: Rosas es el hombre de más amor propio... a su cuero. El gaucho saca estas cuentas: Qué importan la pobreza del tipo más primario, la reducción de necesidades al mínimum, la carencia casi total de comodidades, la mugre y las penurias, si pese a todo eso madura aquí el zumo de la verdadera hombría que es la libertad. Rosas, en cambio, tiene el fervor más ignaciano y filipino por los grilletes. Más que al otro le viene de cajón la frase de Champunetz: "Hace calabozos en el aire". Es que hay un secreto a voces: Don Juan Manuel es un brote americano del espíritu más arcaico de España. Su "restauración" es la del último Fernando, el del ¡vivan las cadenas! Rosas, por lo general, es siempre la negación de su efigie oficial. En épocas de obligadas peleas patrióticas, mientras los demás las hacen, él está coleccionando leguas, cueros y patacones. Generalísimo, nunca vio una batalla de cerca, pues en el momento preciso, o se enferma de dolor de muelas, o se entretiene en enlazar caballos detrás de la retaguardia, o mira el espectáculo parapetado detrás de su largavista. Eso sí, su verdadero estado mayor son los jiferos de la Mazorca, y su manía terrorista le sirve, ante todo, para sacarse el terror que lo posee. Sí, un genio tan amable como la meningitis. Pero eso no es todo. Él es una especie de panoplia de empinadas bajezas, aunque la adulación y el miedo hayan ido tomando sus diabluras de enano por hazañas de gigante. Se llama el Héroe del desierto tal vez porque ha poblado los cementerios, las cárceles y las playas fronterizas. Se llama el Gran A mericano —1é1, más godo que Felipe II!— porque es el mejor servidor de la libra esterlina en América. Su Legislatura, obsecuente como un espejo, sólo legisla homenajes y amenes. Sus ministros, de sumisión lamerona y con olor a perro mojado, tienen menos significación que sus bufones, y tanto que el mayor aporte del general Guido fue descubrir que al fin su amo había encontrado su ladero en el buen tontón de Mackau: "¡Jamás he visto juntos dos hombres más buenos mozos!" Con la mejor muestra de su guarangueria sádica: ¡Mueran los salvajes, inmundos uni tarios!, ha llenado los oídos de media América.

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Celoso de todos y de todo, su esparcimiento de espíritu predilecto es basurear a los mejores, que lo ofenden sin querer con el brillo de sus hazañas, o de sus luces, o con el aseo de su conciencia. En su narcisismo rural, y mirándose tan fotogénico como Apolo o Jesucristo, manda adorar religiosamente su retrato. ( y , E. López). ¿Que la leche de su nodriza india le infiltró el odio a la civilización? Calumnia de pacotilla. Él que se rodea sacramentalmente de ejércitos de línea (el fundador de nuestra burocracia militar), y de festivales religiosos, de diplomáticos versallescos, escritores de alquiler y policía inquisitorial, que comienza la grande obra que sus enemigos completarán un día —el reparto de la tierra pública a los próceres del dinero—, que hace pasear a su hermana Agustina en uno de los coches de Luis Felipe, y más tarde en Inglaterra aspirará áulicamente a la amistad de Lord Palmerston, es un bárbaro que toma y maneja con rampante astucia los elementos dañinos de la civilización, todo lo que sirve a satisfacer su pasión carcelaria y sus ensueños de momificador. Fanático del pasado, tiene una desconfianza preventiva de cuanto se mueve, un odio personal al futuro. Si hay algo capaz de sacarlo de quicio, hasta el berrinche, son las innovaciones rivadavianas: inmigración europea, importación de ganados y semillas de clase y de gringos sabios, ley de olvido, ampliación de calles y de espíritus, libertad de la palabra impresa, difusión del alfabeto. "¡Revoltosos! ¡Libertinos!" Él sólo comprende su propia concepción de la paz, que es la del pantano colonial, y del orden, que es el do los féretros en el cementerio. Para lograrlos necesita absolutamente de la Suma del Poder Público, es decir, sustituir a la Providencia. Para uniformar a la gente por dentro, decreta el uniforme exterior, desde el uso bautismal de la divisa punzó hasta el corte de pelo y del bigote. De hecho, todo Buenos Aires viste de luto rojo: militares, sirvientes, damas, caballeros, caballos, puertas, cortinajes, postes, la vajilla de los ministros y generales, el coche tirado por mulas del Obispo Medrano... Cierto, toda la ciudad parece una res recién desollada. Espíritu esencialmente inesencial, concibe y maneja a los hombres como dados o fichas. La variedad implacable de los perfiles humanos, la hondura oceánica que hay o puede haber en un 106


hombre, eso no lo imagina ni en sueños ... Es decir, ellos SOfl SU pesadilla, pues el ideal de su apostolado es ahogar hasta la sombra de un pensamiento o un ademán ajeno. Todo averiguado, visado, prescripto. —¡hasta el corte del bigote!— para hacer del ciudadano un pupilo de reformatorio o un indio de misión jesuítica. El Buenos Aires que Rivadavia y los suyos —derrotados por las acangrejadas fuerzas de la colonia— se empeñaron en transformar, por fuera y por dentro, en una ciudad moderna, sigue siendo sólo una aldea con humos virreinales. Bajo la restauración rosista, está de vuelta el pasado con todos los agravantes de la recidiva. ahora. Calles estrechísimas, es decir, pantanos, que a veces se alargan varias cuadras, ocupan las calzadas, para rematar a poco flanqueadas por cercos de pitas o tunas o de calaveras de buey. Las rejas voladas de las calles elegantes reducen las aceras a senderos de cabras. Por cierto que tamañas vías no conocen escoba y el barrido debe quedar a cargo de las lluvias y crecidas. Hay una excepción para Florida, "la calle del empedrado". La Plaza Mayor de Garay se convirtió en plaza de la Victoria, desde la obtenida en 1807 sobre los luteranos de Inglaterra. Y están la plazoleta del Fuerte y la plaza 25 de Mayo, con su pirámide de ladrillos al centro, todo sin un árbol, una flor ni un pájaro, según el inevitable patrón iberocriollo. La Casa de Gobierno, o Fuerte, aislada de todo el resto por foso y puente levadizo — /sálvese quién pueda!— apesta a Medievo hispánico. Tan próxima al río, que los días de crecida el gobernador puede entretenerse mirando el salto de los bagres. La cárcel para mujeres y hombres, sucia e inhumana antes de Rosas, supera ahora ambos adjetivos. Sólo que a fin de que los presos no se aburran, se los ocupa de cuando en cuando en cazar y ajusticiar perros a lazo y garrote por las calles —perrería que el extranjero que la ve una vez no la olvida nunca. A la plaza o hueco de Lorca llegan a son de trompa y látigo las carretas que vienen del Norte y el Oeste, cargadas con lana, corambre, sebo o trigo. También llegan los indios con sal y con las galas de su industria cimarrona; de boleadoras a quillapiós. Por la calle de los Mendocinos desfilan mulas cuyanas, con sus cargas de vino o frutas secas detrás de cencerros que vienen lloriqueando desde el pie de los Andes. 107


Entre la ciudad y el caudal normal del río, se ahondo el Bojo, poblado de gaviotas, peces muertos y pulperías; sólo que cuando quiere, el Plata alza su baba hasta la calle 25 de Mayo. ¿Puerto? Ya se sabe que es menos afanoso y peligroso cruzar el océano que llegar desde la ciudad a un barco o viceversa. Dieciocho cuadras río adentro se detienen los buques de ultramar. No importa, que existen lanchas de abordaje y carretillas tiradas a la cincha por caballejos anfibios para facilitar el embarque y desembarque. También la zaina y corpulenta agua del río llega a las casas arrastrada por bueyes, pues los aljibes son tan escasos como los libros. La estufa es mirada con desconfianza o inquina, por pura tradición y pura devoción al infecto brasero. Vacas y caballos y campos valen poco o nada, pero el pan, la leche y la verdura y los huevos son tan escasos o costosos como si vinieran de ultramar. En Lima cuesta cuatro mil patacones un caballo; aquí menos que una gallina. Pasan amazonas de poncho y sombreros de hombres: las lecheras. Pasan también a caballo mendigos con espuelas y rebenques de todo respeto. Pasa el mazamorrero que cuenta con el trote de su caballo para dar la calidad requerida a la mercadería que vende. La mantequilla viene en vejigas de buey. Pasa algún gaucho en su redomón de ojos de centella, con su camilucha en ancas. Desde su parrilla, aquí y allá, sobre el umbral, el olor de los chorizos, ataja al viandante. Cigarros de hoja los fuman hasta las mujeres del pueblo y... las otras también. Apenas se conoce la pajuela, pues campea por sus cabales el yesquero de plata o de oro o de asta boyuna. La orilla del río más ancho del globo se ve casi siempre blanca de gaviotas, de espuma de jabón y de las risas de las negras que lavan de rodillas y a garrote, charlando sin pausa ni turno, la ropa de la ciudad, interrumpidas a veces por alguna africana indecencia de los jóvenes decentes. El cuchillo de pelea —es el mismo con que se come— se uso con más facilidad que la lengua o los dedos. Rivadavia prohibid su portación, pero hoy, en poder de la Mazorca y sus discípulos. se ha elevado a la categoría de espada de arcángel justiciero. Cuatro veces en la noche los seiuius de la cjudud. al anir lOd


la hora v el (Stodo del tiempo, lolUatJl dl /UUd: al hin/ir flCSi(Iy el ¡muera! a sus deslustrados opositores. ¿Bailes? El minuet, el minuet montonero, llamado federal ahora y la contradanza, el cielito o el rigodón. Como todo pueblo que tiene un borroso sentimiento de la justicia y la fraternidad, el porteño mantiene una devoción española por la liturgia: rezos antes y después de comer y al dormirse y al despertarse: santiguada al bostezar, al salir a la calle, al franquear una iglesia: invocación de la Trinidad o de los Santos al llegar a una casa, al topar o dejar al prójimo, al sentir un trueno o un estornudo. Las imágenes de los tutores celestes están apostadas en el lugar más llamativo hasta en las boticas. Los templos y los conventos acaparan todos los ocios que en otros tiempos y lugares ocupan los teatros, conservatorios, saloiies de arte, parlamentos o circos. Sólo que el apostolado federal se confunde ahora con el de la iglesia o lo deja zaguero. Y naturalmente con los ¿os teatros de la ciudad —el de la Comedia y el de la V ictoria— se han convertido en púlpitos de la propaganda escarlata. "La esclavitud en Buenos Aires y Montevideo —testimonió un viajero de antaño— es verdadera libertad comparada con la de otras naciones". (Argumento contra la dictadura como producto espontáneo del suelo, tal vez.) En todo caso, los negros son largamente explotados, y artesanos o fámulos de todo servicio deben trabajar a destajo para que sus amos descansen sin tregua. Infimamente vestidos de bayeta o con grotescas prendas de desecho, calzados con pedazos de cuero crudo mal amoldados a los pies, o l descalzos, muchos llevan una auténtica vida de perros. No pocos saltaron de la esclavitud a la guerra contra el rey, trocados en libertadores, muriendo en la demanda; lo mejor del gran resto lo está consumiendo Rosas en las lijadas federales; los viejos, niños y mujeres son alquilones del gobierno, va como sirvientes-espias, o costureras del ejército, ya como guardia negra del suburbio, los barrios del tambor, donde se agrupan por nacionalidades: Congos, Mozambiques, Minas, Bariguelas. Cada nación tiene su reina de opereta. Su reina de verdad es la hija del Restaurador, que se digna asistir a sus candombes, naturalmente en ovejuna obediencia a órdenes de su tatita. A la caída de la tarde o en las noches de los días festivos, la acoquinada Buenos Aires de la Santa Federarador

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ci611 siente

a la distancia, rodíandola cuino un foso, la voz del África, niós ronca y salvaje que nunca en su función de sacrificadora en el altar de un antropólogo dios blanco. Cruza a veces las calles del centro, con sus setenta y tantos años corno si fueran veinte, doña María Dernetrja Escalada de Soler, ex esclava del general San Martín, con quien cruzó los Ancles. El gobierno de don Juan Manuel va perdurando casi un cuarto de siglo. (Para muchos, eso es el comienzo de la eternidad). Él no tuvo apuro para llegar, y menos lo tiene para irse, pese a sus insaciables renuncias. No es su culpa si hasta hoy, no ha podido gobernar en paz, en esa paz de campo santo que es la única que él concibe, pues la gente todavía no comprende bien que sólo la Providencia ha podido llevarlo a dar, en su práctica de gran estanciero, con la idea mesiánica capaz de salvar a un pueblo caído impíamente en la revuelta y la anarquía desde la Revolución de Ma yo: esto es, aplicarle la misma técnica que le ha permitido domeñar y manejar con éxito infalible decenas de millares de reses cimarronas en la Pampa —rodeo, marca de fuego, señal de sangre. capadura, degüello, etc.—, como va se lo había dicho en una amistosa cartita al bravucón e inocentón de Facundo Quiroga mientras inspiraba tutelarmente a sus asesinos. Naturalmente, su escalofriante ineptitud para el verdadero gobierno está compensada en él por virtudes ostensibles: es una especie de San Pablo de la demagogia, de Aristófanes de la farsa política. Él, que si representa políticamente a alguien —amén de sí mismo— o algo, son los intereses de los terratenientes-comerciantes de Buenos Aires, se ha dado trazas para aparecer como el apóstol amado de gauchos e indios, de negros y mestizos orilleros. La mayoría se ha ido resignando, y los opositores se han guarecido en el silencio y la penumbra, o en la cárcel o debajo de tierra. Los más responsables —y con ellos la inteligencia y la honra del país—, los que han luchado, pese a sus errores, por acriollar algo de modernidad y de libertad en las márgenes del Plata, se han asilado en la expatriación: su jefe y amigo, Martín Rodríguez, Rivadavia. Agüero, los dos Varela, Las Heras, Lavalle. Echeverría, Paz, Alberdi, Lamas, Cané, Rivera Indarte, Mármol, Lafuente, Tejedor, Godoy Cruz, Alsina, Larnadrid, Domingo de 110


Oro, Fijas. Villafañe, López (hijo de "mi señor don Vceiite"), Sarmiento, Mitre. . . El primero fue Luis Dorrego, que se OPUSO a las "extraordinarias''. Para explicarse ante el mundo, Rosas se ha visto obligado a alquilar la pluma de De Arigelis, el más feo, inteligente y adulón de todos los napolitanos del mundo. De que ni el destierro es una garantía suficiente para sus enemigos, lo ha probado hace poco la muerte de Florencio Varela, a quien un puñal en la espalda, recetado por carta desde Palermo— lo obligó a soltar para siempre la pluma iluminadora y acusadora. Pese a la diluvial propaganda, al espionaje patentado en la inquisición española y al fervor de los beneficiados, el rosismo no ha podido aclimatarse del todo: así lo dicen la sublevación de los estancieros y gauchos del Sur, la conspiración de Maza, la insurrección de casi todas las provincias cuando la Liga del Norte, la resistencia macabea de Corrientes. . . Si todo fracasó, dehióse no al prestigio y al talento estratégico del estadista-general de Palermo, sino a la anquilosis del terror y sobre todo a la desavenencia e inepcia de sus adversarios. Cuando en 1840 Lavalle llegó a cinco leguas de Buenos Aires, el Gran A mericano lo dio todo por perdido —incluso el color de su rosada tez— y se aprestó, como lo haría una docena de años más tarde, a cobijarse bajo el ala de sus aparceros comerciales, los ingleses. Pero Lavalle se volvió sobre sus pasos, como boomerang que marró el blanco, Lavalle, "valiente como el que más, (palabras de San Martín a Varela), pero sin cabeza para dirigir cosa alguna". Y mientras el país sigue hundiéndose en el guadal como una vaca de la pampa ribereña, y gauchos, negros y orilleros van desapareciendo consumidos por las guerras santas de la Federación, y de sus enemigos, el que no está bajo llave o bajo tierra, cosecha en la expatriación todos los gajes de la miseria, o se deja consumir por la tisis del alma o nostalgia irredimible, o por la del cuerpo, como Echeverría o Varela, el monarca de poncho está recluido en su quinta de Palermo como el otro en su convento de Yuste, paladeando mates amargos o limas dulces, corrigiendo las letras erra das o volcadas del último número de su Gaceta, gastando un Potosi en plantar naranjitos y sauces sobre pantanos cerrados en falso. Allí pueden verle los privilegiados con su sombrero de mucha ala,

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su cha 1 uein azul y su chaleco Color hemoptisis, gordinflón ahora, rubicundo y arcliirrosado siempre, y siempre con una caña en la mano, rodeado medievalmente de bufones, cuya abyección grotesca le sirve de rasero para nivelar la de cuantos se le acercan, necesitado de esa lúgubre alegría al par que de la sangre, pues, como todos los ahítos de poder, debe acudir al color de la vida ajena para colorear la lividez de su alma.. . Cuantos padecen su cercanía, saben que en tamaño hombre, lo gigantesco es su chatura, lo extraordinario su ordinariez. No importa. El hombre invisible de Palermo ha logrado acaparar todas las conversaciones como la aparición de un cometa. Muchos, tonsurados o legos, simulan creerlo o lo creen, infalible, providencial e imperecedero. El doctor Torres, diputado y dueño de la lengua más lamerona de la Confederación, ha dicho, medio ahogado por los aplausos. "1É1 es la patria!" Cuando muere su mujer, se la asciende a Capitán General del ejército y se enluta todo ci mundo. Mientras, él sigue firmando órdenes de prisión o de muerte con la tranquilidad y mimo con que un paisano dibuja una marca de ganado en el suelo. Muchos puñales se mueven para obedecerle, gustosos o no, pues los mismos instrumentos del terror están ganados por éste. Rivadavia nombró a Cuitiño capitán de milicias; el doctor López a Rosas comandante de campaña. Pero él no tiene comandantes de campaña. Pancho el Ñato, el Indio Molina, Zelarrayán, todos cuantos en los campos del Sur promovieron su ascenso político, han muerto bajo la justicia federal. Los asesinos del general Quiroga, que le han prestado el más benemérito de los servicios, han muerto bajo su justicia. El doctor Maza, su más viejo y mejor amigo, presidente de su Legislatura y de su Tribunal y que legalizó esa tramoya, cae en la sala de las leyes. Alsina, su yerno, recibirá más tarde, de manos del doctor Lahitte, el papel de la renuncia en que Gaetán limpió su puñal ensangrentado: Gaetán, cae a su vez, sin tiempo para disfrutar del premio de su hazaña. (Rivera As tengo). Difuso en el aire está el miedo, algo tan sutil como el polvo de los insectos que trabajan en la tumba. (Las diarreas de sangre proclaman en secreto el unicato federal.) Muy prudentemente, como el gran Sanhedrim, la policía veda el llanto y el luto por los reos del gobierno, pues implican una propaganda subversiva. 112


Con [ra el opLinusflio iluso de los bragazas, la dictadura, al acercarse a su fin, se enrojece más sombríamente como sol en su ocaso. Asumiendo de pronto augustamente el papel de vengador del pudor público ofendido (él, capaz de ruborizar a un proxeneta con sus chistes irrepetibles, él que vive amancebado con su pupila Eugenia bajo el mismo techo de Manuelia), ordena el fusila miento de Camila O'Gorman y de su hijo nonato. (Por el descanso de su alma rezan las mismas matronas federales a puertas cerradas, ante la imagen de la Virgen.) Todo esto, mientras el país yace sin caminos, sin correos, sin hospitales, sin escuelas —y las ciudades ven morir sus pequeñas industrias—, y los campos se despueblan de ganados y hombres, y niños de trece años son enrolados en el ejército, y los goberna dores de provincia, entre carreras de parejeros y riñas de gallos, no tienen más misión oficial que la de marcar el paso, según el compás dado por el que se queda con todas las rentas de la aduana. De todo esto poco sabe y menos ha visto Guillermo Hudson, niño o mozo. Il ha estado y está volcado siempre sobre los pájaros, los árboles, las bestias, las flores, las lluvias, los vientos, las auroras: sobre el misterio y el esplendor viviente de la Naturaleza. Pero el hombre es también naturaleza; también es parte integrante del cuerpo y el soplo pánicos. Y Hudson, pese a sus inhibiciones, es, a fuer de artista de verdad, un hombre de dimensión profunda, es decir, singularmente idóneo para la comunicación con sus semejantes. No es que queramos soslayar aquí la gran laguna que hay en su mente y en su corazón: su incuria gauchesca para el aspecto político del problema humano. Pese a ello la tragedia social de los hombres no ha podido escapársele del todo aquí, en su mocedad, como no se le escapará en sus años maduros en Inglaterra. En una ocasión, en una pulpería, un payador de largas barbas y de largas mentas comienza su trova roncamente: En el año mil ochocientos cuarenta Cuando citaron a todos los enrolados...

"No pasó a más cuando el guitarrista, palmeando con rabia las cuerdas, se puso de pie gritando: "¡No, no, nada de eso!¡Qué, me viene usted a cantar del año cuarenta, ese año maldito! ¡No lo 113


acompaño más! Ni lo escucho, ni consiento que nadie cante de ese año y sus cosas en mi presencia." "Por cierto todos quedamos sorprendidos, y lo primero quepensamos fue: ¿Qué pasará ahora? De juro iba a correr sangre, y yo estaba allí para verlo —y cómo me envidiarán mis hermanos mayores!" "Borboza se levantó ceñudo y echando mano a su facón, exclamó: "Quién es éste que quiere prohibirme a mí, Basilio Borboza, que cante del año cuarenta?" —¡Yo se lo prohibe!— gritó el forastero con rabia, golpeándose el pecho! ¿Sabe usted lo que significa para mí esa fecha, ese año fatal? Es como una puñalada. Yo era un muchacho ese año, y cuando terminaron los quince años de mi esclavitud ya no me quedaba techo donde abrigarme, ni padre, ni madre, ni un pedazo de tierra, ni una res!" "Todos comprendieron al punto el caso de este pobre hombre, semienloquecido por el súbito recuerdo de su vida fracasada y perdida, y no pareció justo a nadie que derramara su sangre y tal vez su vida por tamaña causa. De repente se precipitaron todos interponiéndose entre él y su contrincante, apartándolo varios metros. Entonces, uno del grupo, hombre ya viejo, exclamó: ¿Creeusted, amigo, que es el único de esta reunión que perdió su libertad y todo lo que poseía en la tierra en ese año fatal? Yo no he sufrido menos que usted". —"Y yo! ¡Y yo! —gritaron otros". Bien claro pudo ver el niño Hudson —y no lo olvidaría después de sesenta años— qué recuerdo sísmico había dejado en los gauchos ese año de la dictadura en que la vendimia de sangre pudo colmar lagares. "Pues si uno no se acostumbra a derramar sangre, dice un gaucho, la vida sería un suplicio". Parece una bromita del diablo en persona, pero no hay tal. La traducción, sin retórica ni sofística, es ésta: el gaucho atrapado por la leva de los caudillos —los patrones estancieros— está obligada a hacerse al degüello, a mitridatizar su corazón contra los sufrimientos y espantos ajenos come único medio de aguantar los propios. Otra vez ha presenciado una escena no menos candente. Su compañero favorito de juegos es Medardo, el hijo de la mujer del capataz, muchachuelo de catorce años tal vez, aunque representa menos, Un día llegan a su casa Nata y su hijo Medai'do, acompa_ 114


ñados del vieja alcalde del distrdo y de ciiaro gauchos mis. Se trata de que la pobre mujer confía que la intercesión de don Daniel, su patrón, podrá salvar a su hijo de ser arrastrado al ejército. El alcalde declara que él riada puede hacer, pues tiene al respecto órdenes terminantes e intransgredibles, de lo que nadie duda. La madre, sin dejarlo terminar, avanza de golpe y cae de rodillas ante los padres de Guillermo., implorando compasión y ayuda. "Qué va a ser de él, un niño de tan pocos años, arrebatado de su casa, del cuidado de su madre y arrojado entre una cáfila de viejos insensibles y de infernales asesinos, ladrones y criminales de toda clase, sacados todos de las cárceles del país para servir en el ejército? Esa madre arrodillada y desmelenada, que se retuerce las manos, convulsa de sollozos, implorando con gritos tan selváticamente agudos como aullidos, con algo de loba defendiendo sus crías, en su desesperado e inútil afán de salvar a su hijo, es escena que funde hasta las lágrimas a todos, sin excluir a los mismos gauchos. La madre de Guillermo jamás ha padecido tanto. Pero, ¿han logrado darse cuenta madre e hijo, de que es Rosas, invisible en el remoto fondo, el animador de tal escena, el Gran A mericano que arrastra al dolor y el desastre a los argentinos hijos de gauchos o negros, mientras deja intactos a los argentinos hijos de ingleses?. Hudson sabe que la opinión de los pobladores ingleses es la que ha oído a su padre: "que todos los crímenes y crueldades practicados por Rosas no podían ser equiparados a los delitos de una persona privada, sino que, al contrario, fueron realizados en bien del país, dando por resultado, un largo período de paz y prosperidad. . El ostentoso adelanto material y cultural del país desde la caída del tirano adelante, da la respuesta justa al filorrosismo inglés. Poco después, Guillermo viene a la ciudad. De la pobre Buenos Aires bajo los últimos años de la tiranía lo ha impresionado, entre todo, un espectáculo que expresa como ninguno lo rojo y negro de la ignominia ubicua. Él y otros niños juegan en el patio de una casa, cuando alguien grita: —¡Don Eusebio!— Los chicos 115


lo abandonan todo para volar a la puerta de calle. Y el azorado Guillermo puede ver una escolta de doce soldados de uniforme rojo y sables desenvainados custodiando a un solemne personaje uniformado de rojo y con espada al flanco, tocado con un gran tricornio de brigadier napole贸nico. empenachado de plumas escarlata... Es el "general" Eusebio, uno de los bufones de Rosas. La gracia de semejante humorada est谩 en que nadie puede tomarla a risa ni menear la cabeza, so pena de perderla.

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LA PAMPA CONTRA EL SINA1 No me entierren en sagrado, entiérrenme en campo verde donde me pise el ganado. Copla pampeana

A la edad de quince años, como alguna que otra vez en la infancia, Guillermo está pasando algunas semanas invernales en la capital. Atraído por la abundancia y variedad de pájaros en venta en el Mercado del Sur, visita con preferencia ese costado de la ciudad, pese a que no sólo es el menos amable, sino que cuenta en su haber con un detalle apocalíptico. Ya se sabe que el Buenos Aires de estos días, que no deja prelucir ni en un solo detalle su gigantismo modernista de mañana, se conforma con el privilegio de ser, como en la recién cerrada hégira del Restaurador, "la ciudad más sucia del mundo", u, dicho esté, la menos fragante. También se sabe que del agua que se bebe, la del río lleva copiosa arcilla a remolque y la de los aljibes está tripulada por larvas de mosquitos. Pero eso es bien poco junto a la presencia y acción de los mataderos y saladeros del sur: una costra de sangre de una cuarta de alto y de algunas millas de extensión adornada a porrillo de bazofias, carroñas y excrementos y de esos mínimos ángeles negros de Satanás que son las moscas, todo ello desprendiendo un tufo que gangrena el aire y puede derrotar a una legua de distancia al ñato más aguerrido. (Tal vez Sodoma y Gomorra olieron así el día de su perdición, y de haberlo conocido el Dante, tamaño olor hubiera entrado entre los castigos de más rango de su Infierno.) 117


¿Céno resiste la gente? Por la misma razón que el calman resiste el fango del trópico: por tradición y hábito. En cualquier caso, Guillermito Hudson, con sus pulmones hechos a respirar paraísos aéreos, cae atacado de tifus a poco de volver a su Chascomús. Tres semanas dura la fiebre aciaga, y cuando consigue vencerla, gracias al tenaz y sagaz amor de su madre, el muchacho que se levanta, esqueletoso y sin poder decir mu, es como la penumbra de sí mismo. Pero su naturaleza es sustancialmente absorbedora y trasmisora de vida. Cuando deja por primera vez el encierro de la casa, su estremecimiento y su deslumbramiento, externos e íntimos, son los de una resurrección. La tierra, bajo sus pies, parece palpitar u hormiguear corno no la sintió antes; el aire entra por sus pulmones "como en bocanadas de vida eterna" y el olor de la tierra (perceptible aún bajo el aroma de las corolas) y las melodías pánicas de los pájaros, y el verde edénico del pasto recién brotado, y el nimbo azul del cielo en todo, son en conjunto el vino de los dioses. . . Desde el fondo de su alma y su sangre siente escapársele este grito hasta el corazón del sol: "Oh, qué inenarrable e inconmensurable delicia es estar vivo y no muerto!" La recuperación, comenzando por la del lenguaje, se opera lenta, profunda y misteriosa como el crecimiento de un feto. Y en el cumplimiento de los quince años, se ha inicado también el despertar de la conciencia obligando a averiguaciones imprevistas: ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué deseo? Hasta entonces ha vivido adánicamente, con los sentidos ebrios y con el pensamiento saturado de emoción. Su acercamiento a la muerte, en la enfermedad, ha sido como la amenaza de un fantasma, desaparecido al fin. Pero ahora lo asedia, tozuda y turbadora, la idea de que no puede continuar siendo un muchacho. La perspectiva, sin amargarlo o espantarlo propiamente, no deja de producirle cierto escalofrío sutil semejante al desliz de una víbora, como que se trata de cambiar una álacre sucesión de sensaciones y emociones, tan ligeras y profundas como la música, "por la dura y pequeña satisfacción que los hombres tienen en sus tareas, en el diario intercambio con los otros hombres, en el comer, en el beber y en el dormir." El interrogatorio persiste: "Qué deseo, pues? ¿Qué quiero?" 118


La pregunta no obtiene respuesta. mas no por eso es menos resueltamente dada por su alma: "Sólo quiero conservar lo que poseo." "Levantarme cada mañana y mirar el cielo y la herbosa tierra mojada por el rocío, día a cija y año tras año. Acechar en cada junio y cada julio el regreso de la primavera para sentir la misma vieja dulce sorpresa y delicia a la aparición de cada flor "familiar, de cada insecto recién nacido, de cada pájaro regresando una vez más del norte. Escuchar en éxtasis las salvajes notas del chorlo dorado, arribando de nuevo a la gran llanura, volando, volando hacia el sur, bandada tras bandada, todo el santo día. " Oh, esos salvajes y hermosos gritos del chorlo!. . "Trepar a los árboles y poner mi mano en el profundo nido del benteveo, y sentir sus huevos tibios, los cinco huevos de color crema, largos, agudos en un extremo, con pintas y manchas de color chocolate en el otro. Tenderme en la hermosa orilla con el agua azul entre los colchones de altos juncos y yo, escuchando los misteriosos sones del viento y de las gallinetas, gallaretas y batitúes agazapados, charlando entre sí con acentos "como humanos. Posar mi mirada hasta la saciedad en las flores "del camalote entre la masa flotante de sus hojas húmedas de vívido verdor, la gran flor semejante a la alamanda, del más puro, divino amarillo, que, al ser cortada, derrama sus adorables pétalos, dejando sólo un verde tallo en la mano. Cabalgar al mediodía en los días más calurosos, cuando la tierra toda espejea de aguas ilusorias, y mirar las vacadas y caballadas innumera bles, cubriendo las aguadas; visitar las guaridas de las aves mayores, en esa hora de cálido sosiego, y ver cigüeñas, bandurrias, garzas moras, garzas blancas hasta el deslumbramiento, espátulas y flamencos rosa, de pie, en las aguas playas que duplican sus siluetas inmobles; yacer de espaldas en el tostado pasto de enero, contemplando el abierto y claro cielo azul y blanco, poblado de millares y millones de resplandecientes vilanos de cardo flotando siempre y siempre: contemplar aún hasta que ellos devengan, para mí, algo viviente, y yo, en éxtasis, flotar con ellos, en ese inmenso y luminoso vacío." Ciertamente, el niño de Chascomús no se resuelve a despedirse de su niñez. Que no ocurra eso, sirio lo contrario, con los otros niños, sobre todo en la ciudad, se explica de suyo. Se crían casi siempre rodeados de cosas muertas o mecánicas, y bajo coerciones 119


y restricciones externas y del epírilu, más mecánicas todavía: la adultez, claro está, se les presenta como una liberación. Pero es igualmente explicable que aquel muchachuelo de Chascomús, tan desenvainado, desnudo gozador de las nupcias de la tierra con su ser corporal y espiritual, no se resigne a abandonar su Arcadia salvaje. Se da cuenta de que con ninguno de sus hermanos pasa eso. No. El mayor, por lo pronto, ha dado la espalda de golpe, y sin esfuerzo penoso al parecer, a todos los libres esfuerzos o pasatiempos rústicos, para dedicarse seria y disciplinadamente al estudio, a una carrera, a un porvenir brillante o seguro, como dicen las gacetas y las suegras. Pero Guillermo Enrique siente casi con un comienzo de vergüenza su desmayada afición al encierro, la quietud y el estudio, sobre todo el estudio serio. Sólo que, por el lado opuesto, no se trata meramente de un apego a cabalgatas y vagabundeos, sino de un amor arrebatador y entrañable a todos los rostros y gestos de la Naturaleza viviente, y no se trata tampoco de una mentalidad escasa o débil —todo lo contrario—, sino de una vitalidad torrencial que arrastra todo lo vivo al desbordarse. No es extraño que las hojas de los libros le suenen un poco a hojas secas. (Podría él también decir como Zaratustra: "aborrezco a todos los ociosos que leen".) Ni siquiera hay que su amor a la Naturaleza sea puramente hedónico —por el placer que la belleza del sol, el viento, la tierra, la lluvia, o la total libertad de movimiento le arrancan— sino que está también seducido por lo que hay más allá, por su corazón y su espíritu, como el más profundo enamorado. Termina por transar. No abandonará su caballo de jinete errante, ni su catalejo de veedor de lo que vive, pero se dedicará a los libros y al estudio serio: novelas, cuentos, libros de historia, tratados de historia natural, de moral, de teología. De pronto, el infortunio cae sobre toda la familia. Como consecuencia de una causa tal vez única —su ingenua y noble confianza en los demás— su padre está arruinado, y la estanzuela de Chascomús, que pudo ser suya, es entregada a los acreedores, y toda la familia debe regresar a la muy mermada finca de Los Veinticinco Ombú es, en Quilmes, único haber que les queda. Guillermo, "siempre preocupado y atareado en los asuntos del universo, visibles y ocultos", apenas nota 1a diferencia del 123


cambio de posición, pero no es chica. Ahora las comodidades son escasas o no existen, y el trabajo es oneroso o exigente hasta para las mujeres. Guillermo debe permanecer la mayor parte del tiempo a campo abierto, sobre los estribos, cuidando el ganado. Eso sign fica un gran descuento a su antigua libertad, pero él no está mayormente desconforme. Su salud, por otra parte, está recobrándose del todo. Así lo cree él, al menos, cuando un nuevo golpe viene a hundirlo física y espiritualmente en la más jadeante miseria. Un arreo de ganado desde un punto lejano hasta su casa en un día de invierno desde el alba hasta después de anochecer, espoleado sin tregua por el frío y la lluvia, da por resultado una alevosa fiebre reumática que deja al largo muchachote con el corazón colgado de un hilo y el cilicio de los más filosos dolores vuelta a vuelta. Los médicos no ocultan lo que creen la verdad: que Guillermo Enrique tiene los días contados. . . y aunque su destino se los Contará hasta los ochenta y un años, él no puede adivinarlo, y comienza desde ahora para él la agonía del condenado a muerte que espera el minuto de su ascenso al patíbulo. Y todo esto ocurre en esa hora única de la vida del hombre, cuando la mente recién despierta del todo se cree capaz de devorar el cielo y la tierra, y el carácter se perfila con poderosa decisión, como cachorro que sale a cazar por su cuenta propia. ¿Que tenga que decir adiós a sus ambiciones o sueños de carrera, de éxito, de renombre, de porvenir mundano? Eso, en realidad, le importa poco o nada. Sólo le importa la abdicación, al parecer inminente, de su maravillosa carrera de hijo de la tierra, de su ilimitado porvenir de vida... Esa condena de mirarla irisada, caliente y palpitante vida terrestre como a través de un cristal irrompible, y andar con el adiós de los adioses en cada mirada, en cada latido. Una profunda batalla, como la de Jacob y el ángel, se libra en la noche de su miseria. Él ha sido criado en la fe religiosa de su madre, él sabe que la muerte física apenas importa, pues que la vida de verdad y para siempre comienza después de ella. Sí. él cree saber eso, porque se lo han dicho, pero el temor al aniquilamiento está en la sima de su carne, y en la médula de su alma, y lo tortura como las tinieblas o el coco al niño solitario. Insoporta121


blemente sieii1e que la tierra, y el sol, y Li luna y los millones de estrellas, que existen desde millones de años, todo eso se desvanecerá como telaraña al viento, desde el instante mismo en que la muerte apague su conciencia. Contra tamaño demonio pide ayuda al Dios de su madre, "rezando mañana, tarde y noche. . ." Pero lodo es inútil. Acude entonces a los concesionarios de la única sabiduría de verdad; los autores de teología, sermones y meditaciones sagradas. Pero los argumentos que estos varones de fe blindada ponen en boca del hereje para rebatirlos victoriosamente dan nuevas armas a la duda del rebelde incipiente. Sin embargo, su voluntad de lucha y su voluntad de fe son heroicas y triunfan por fin. El mártir se ve liberado de sus cadenas, alzado por encima de sus zozobras y angustias, a una altura celeste, a la más dulce serenidad espiritual. . . ¡A y, que eso no dura, y dudas más corrosivas lo asedian de nuevo! Llega fácilmente a razonamientos satánicos; por ejemplo, a decirse que el Salvador, al dar la vida por la humanidad, no perpetró la hazaña sublime encarecida durante dieciocho siglos, pues, ¿qué eran unas horas o un día de torturas y amarguras, con la amargura total de la muerte, para quien estaba seguro de su resurrección pasado mañana y de su bienaventuranza inmortal? Con frecuencia otra consideración no menos sacrílega le sale al cruce: la de que el infierno de las religiones no puede ser peor que el de la tierra, o más aún: el único infierno verdadero es la Nada. "Si un ángel, o un resucitado, pudiera venir a asegurarme que la vida no termina con la muerte, que los mortales estamos destinados a vivir para siempre, pero que para mí no podría haber felicidad en la vida futura por mi falta de fe y porque amaba o adoraba a la Naturaleza más bien que al Autor de mi ser, sería no un mensaje de desesperación, sino de consuelo; pues en el terrible lugar a donde me enviaran, estaría vivo y no muerto y guardaría mis recuerdos de la Tierra y acaso hallaría allí y me comunicaría con otras criaturas de igual temperamento y de recuerdos idénticos o afines a los míos." ¿Qué tamañas ideas son, según los teólogos, puras sugestiones del diablo? El tozudo mozalbete prefiere creer que hay aquí sólo un tramposo juego de palabras por el que se da el nombre de Diablo o Lucifer al propio pensamiento iluminador. 122


A propósito, le vuelve COfi insistencia el S('VfliÓfl que meses antes le oyera a un gaucho ateo. Se trataba de un fuerte viejo que se pasaba la mitad del día a caballo pastoreando el poco ganado que era su haber: es decir, de un cumplido gaucho por su aspecto y su índole y sus costumbres. Un día, sentándose a cierta distancia de donde Guillermo estaba, lo llamó amistosamente. El viejo quedó un largo rato contemplando el humo de su cigarrillo, cuando dijo al fin: "Mira, eres sólo un muchacho, pero puedes decirme algo que yo ignoro. Tus padres leen libros, tú oyes su conversación y te instruyes. Nosotros somos católicos romanos y ustedes son protestantes. Nosotros los llamarnos herejes y decimos que para los herejes no existe salvación. Quiero que me expliques ahora qué diferencia hay entre mi religión y la tuya." El muchacho no perdió la ocasión de hacer algún despliegue de erudición sagrada para llegar a la conclusión de que su religión era el cristianismo auténtico y la católica un fraudulento simibr... El viejo escuchó el final como quien oye llover, siempre en silencio y con la mirada enredada en el humo de su cigarro. Habló al fin: "Y a comprendo. Quise conocer las diferencias que has señalado, aunque nada me significan ni vale la pena tenerlas en cuenta, pues y o no dudo que todas las religiones son falsas." Al chico, aquéllo le sonó como un tiro de trabuco a boca de jarro.. . ¿Qué quería decir? ¿Cómo lo sabía? Y el viejo gaucho, como un Lucrecio de poncho, explicó que no podía haber ni había diferencia esencial entre nosotros y el resto de los seres vivientes, los cuales también tenían ojos para ver y cerebro para recordar y pensar y, sin embargo, al morir, todo acababa para ellos. ¿Por qué sólo el hombre había de tener un alma sin muerte y contar con un jardín sin otoño para él? Se trataba de sueños o ilusiones de niño y nada más. Con la más hirsuta sorpresa oyó el muchacho salir tamaña abominación de boca de "aquel anciano a quien todos respetaban por su dignidad y su bondad". Trató de contrarreplicar tan insoportables asertos, mas como su adversario continuase mudo y fumando en perfecta calma, Guillermo. con algo de miedo y no poco de angustia, le gritó en las barbas: "Cómo sabe? ¿Por qué afirma que sabe?" 123


El viejo habló al fin, con pausa llena de nielancolía. para contar a su joven amigo cómo, cuando tenía su misma edad, había perdido a su madre, por quien su amor llegaba a la idolatría , quedando enteramente solo en su casa y en el mundo. Medio ebrio de dolor y desesperación la había llamado entre sollozos, seguro de que siendo infinitamente buena y dulce y sabiendo en qué pozo de horror y desesperanza se hallaba su único hijo, no podía menos que volver a la tierra a hacerle compañía. Por noches y por noches, en la más devorante y angustiosa espera, confió en la sigilosa visita de su alma. Pero nada, nada ocurrió, ni la más leve señal siquiera, hasta que él supo para siempre, con horrible seguridad, que ningún contrabando humano logra cruzar la frontera de la muerte. ¿Era tal vez que detrás de sus cuantas fórmulas sacramentales los gauchos, en su mayoría, no creían en nada? Tal vez no era tan innocua como él había supuesto la copla que muchas veces les oyera: No me entierren en sagrado, enhiórrenme en campo verde donde me pise el ganado.

Y he aquí que entre los libros que lee estudiosamente ahora acaba de dar con uno cuyas conclusiones coinciden, en cierto modo, con las de aquel teósofo analfabeto de Chascomús. El sabio pensador se empeña en demostrar que el deseo de inmortalidad (que Guillermo ha supuesto análogo al instinto (le migración de las aves: "un impulso de retorno a la comarca nativa") es un deseo por contagio o de adquisición artificial, como el del borracho por el vino, y que no todos los hombres, ni mucho menos, experimentan. (Más tarde sabría, por la gigantesca investigación folklórica de Frazer, que millares de pueblos, a través de millares de años, no sintieron ese celestial apetito.) Por la frecuencia y truculencia de los ataques de su enfermedad, cada uno de los cuales amenazaba ser el comienzo del fin, el original muchacho ha llegado a comprobar este hecho: que en nuestros más entrañables pensamientos o emociones estamos solos; que así en el más crucial de todos los momentos estamos y debemos de estar solos. (Con su madre ha hablado siempre de sus sufrimientos corporales, pero nunca (le las agonías de su alma. 124


Procederá siempre así, incomunicable corno un gaucho auténtic para su ma yor intimidad, y eso será lo que sus allegados llamarán su "misterio"), Justamente por estos días, y después de una ausencia de años retorna su hermano mayor, el descreído, hecho ya todo un hombre. Este sí que pudo jactarse desde su temprana adolescencia de haberse librado del fetichismo religioso y en general de las supersticiones canonizadas de la gente, fueran ellas tonsuradas o intonsas. A Guillermo no se le escapa del todo la preclara ventaja de su hermano: es relativamente fácil jubilar creencias de herencia milenaria engendradas por la alucinación y el miedo y cultivadas en ellos, cuando se goza de colmada salud ya que "en esa condición la idea de la muerte no pasa por el pensamiento; la mente rehusa admitir tal idea, y tan remota es en ese estado, que nos consideramos prácticamente inmortales." La salud es la libertad y la inocencia. ¿Por qué se habría él extraviado en caminos agoniosos en busca de fe si su salud se hubiese mantenido inmaculada y con un solo deseo: la vida y nada más que ella?

A los dieciséis años. Guillermo Hudson calando en sí mismo cree ver alguna vislumbre en el misterio de su amor a la Naturaleza. Empieza a maliciar que tal sentimiento no es privativo de la infancia como creía, puesto que en él, lejos de amenguar, crece con la adolescencia. Y de qué modo! A veces es tan vehemente y enigmático que llega a temerlo como a una enfermedad (le la carne o del espíritu. A la hora del ocaso, sentado sobre la hierba, con una rodilla entre las manos, contempla exaltado y olvidado de sí mismo aquella sagrada orgía muda de colores y esplendores. como esperando que lo arrebate y preguntándose al cabo: ¿qué significa esto? Gracias a su nuevo hábito —la compañía de los libros— ha podido averiguar, si no qué facultad recóndita de su ser es la que produce semejantes "explosiones de emoción", por lo menos que esa facultad es común a muchos otros, y dura toda la vida y constituye para quien la posee un "manantial secreto de felicidad". Eso puede bastar para la suya. pero sólo contribuye a ahondar su miseria y su dolor ya que la muerte está montando 125


guardia en su puerta y puede entrar sin anunciarse de un momento a otro. Pero pasan los días y los meses. Y también los años. Y el aguerrido mal que trabaja su corazón, como el buitre el hígado de Prometeo, con terebrantes punzadas y desenfrenadas palpitaciones de horas y horas, viene concediendo tregua cada vez más largas. Nota con el mismo ensayo de alivio y esperanza, que sus caminatas y vagancias y sobre todo las de a caballo —oh, el galope!— no agravan su dolencia, y lo que es más, contribu yen a granjearle eso que es el más impagable don de los dioses, el olvido de sí mismo. ¿Quién echará luz algún día sobre la ley de armonía profunda que rige las contradicciones aparentes del misterioso cuerpo del hombre, la misteriosa alma del hombre? Lo cierto es que la condena mortal que pesa sobre el adolescente se trueca en estímulo agudo y espléndido como una espada: el mirar la vida como una fruta vedada, el estar despidiéndose de ella, a toda hora, la ha vuelto tan hermosamente irresistible como la voz de las sirenas. Mientras tanto, su hermano mayor, el descreído, se empeña en indagar su espíritu. No le oculta su desdeñoso asombro de encontrario aún amarrado a la vieja fe, a las consejas y milagrerías sacramentales. Protectoramente se empeña en sacarlo de tiempos abolidos y ponerlo al día. Y pone en sus manos lo que al volver de Inglaterra se traía en el bolsillo, una novedad mayor que la de Enrique VIII derrotando y aniquilando a sus esposas o de Nelson mandando a pique a sus enemigos en Trafalgar: la de Darwin derrotando a la Biblia. Guillermo lee El origen de las especies, discutiendo con su autor porfiadamente, y declara al fin que no lo ha afectado en lo mínimo. Su hermano le advierte que debe leerlo dejando a un lado las anteojeras religiosas o laicas. El muchacho relee el libro de renombre tan ruidoso como el océano, ese Evangelio según Carlos, pero resuelve que más sentido tiene para él seguir galopando por la Pampa u observar por cuenta propia lo que bulle en torno suyo. En efecto, vuelve con amor a sus deportes favoritos, la caza, la pesca. abandonando por días o semanas su hogar, hospedándose en casa de antiguos vecinos o en ranchos gauchos, amigos o desco126


nccidos. participando en sus trabajos o diversiones, absorbiéndolo todo, con los sentidos o con el espíritu. Detiene su caballo en pleno desierto o en la vecindad de las estancias, cada vez que quiere observar algo, cuando no se apea y se echa boca abajo o de espaldas observando la vida mínima y profunda de un insecto o el planear de un pájaro que vivifica en el día la belleza del cielo como las estrellas en la noche. Sí, aquí está este verde orbe pampeano: el misterio casi abismal del desierto o la presencia y fragancia arcádicas del alfalfar en flor, el arroyo tan pachorriento como la vacada que rumia a sus orillas o el horizonte dibujado por los penachos de las cortaderas a la altura de su estribo. Y también esta humanidad pampeana con su escasez de idilio y su exceso de épica, con su predominio de lo acérrimo de los valores de la virilidad contra el resto, con ese desborde de la temeridad individual contra los resguardos de la comunidad. Pero de nuevo se vuelve con preferencia hacia esta tierra abierta de par en par ante el cielo, desplegada como una bandera ante él —el cielo estorbado nor pastos, cornamentas y crines— que es la Pampa. A propósito está esforzándose por tomar conciencia de la más jocunda de las maravillas. Cree advertir, en efecto, que el hombre tiene capacidad de comulgar con el misterio eólico, tiene un sentido del viento — wind serise— . El viento invisible y visible, impregnado y ebrio de todas las fragancias térreas y etéreas, con su suavidad y su violencia, es decir, tan femenino y masculino, con su estatura y su profundidad elásticas, con ese poder —distinto al de la simple atmósfera— casi mágico sobre el hombre: de revitalización exultante, de inspiración alada. Es realmente ese dios de nombre antiguo: Eolo. El viento revela el secreto de la comunión más abierta e intensa a la vez del cuerpo y del alma del hombre con la Naturaleza: es toda la atmósfera hecha numen. Galopar de cara al viento sobre la Pampa tan inconsutil y sin fin como la misma atmósfera, es casi la libertad con alas, es decir, algo equivalente a viajar sobre los lomos de Pegaso. (La evocación de esos remotos galopes pampeanos, con el poncho y el alma henchidos como velas marinas será la nostalgia más asediante y torturante de Hudson en su medio siglo de destierro). 127


i'vlienti'as tanto puede darse cuenta de que Darwin viaja n él y está con él; que su libro no ha quedado en casa sino que 1 baja su cerebro y su corazón, o asiste de testigo mudo á todas contemplaciones y meditaciones. Sí, cada forma viviente no algo aislado sino un eslabón, y eslabón a eslabón se forma la cadena infinita llevándonos a un origen único. ¿Cómo ha tardado tanto en revelarse semejante verdad, cuando hace siglos que, pese a los datos contrarios de nuestros sentidos, se advirtió que la tierra es redonda y da vueltas alrededor del sol? Y no es tanto, como quiere su autor, que el principio de la selección natural baste a explicar totalmente la evolución de li seres, ni de que Darwin no sea corregible en uno o cien detal}e. Pero la verdad central está ahí, más importante, sin duda, (jw la estelar del siglo xvi, más importante que todos los inventos y descubrimientos, porque ella tiene que ver más que ninguna con la carne y el espíritu del hombre. (Claro es que será más resistida que ninguna, no sólo porque contraría frontalmente la adoración de lo viejo y el terror a lo nuevo, sino porque su luz denuncia todos los intereses profanos agazapados en la penumbra sagrada.) Sólo mucho más tarde sabrá que ya Darwin estaba en Lamark —para no recordar a los pensadores de Jonia— Y que su Filosofía Zoológica, sumida 50 años en el olvido, fue una estocada directa al corazón de las teologías y de las filosofías teologales. El hombre.

pues, emparentado en sangre y espíritu con todos los seres res piTantes y todas las fuerzas vivientes de la creación. El Hombre nacido en la tierra para caminar erguido sobre ella, no para renegarla, inmovilizándose de rodillas en la penitencia, a la espera de un par de alas extraterrestres.

Aquella doctrina ha sido, pues, una ayuda decisiva —la cuaita en el pantano, como dicen los gauchos—, en momentos en que el espíritu del muchacho de Quilmes y las maravillosas corrientes vitales luchaban con los credos de ilusión y fuga bebidos desde 1 cuna y tal vez con las herencias de miedo refugiadas en su células. No precisamos decir que sustraerse a una "verdad" que ha sido sembrada en nosotros en la más blanda niñez por nuestn madre, y que está en casi todos los libros, y es compartida pur cuantos nos rodean, y ha sido profesada durante 18 siglos por generaciones y generaciones, sin excluir a los hombres más cól12


10 proplÍl con5010 1- rop [o a 111. bre. sus aeise a 1Od(> ciencia, no es moco de pavo. Ahora su inteligencia y su sensibilidad han llegado a una armoniosa concordia, su cuerpo y su alma van de la mano. Ahora siente con más iluminadora certidumbre el insondable prodigio material y espiritual de la Naturaleza y sabe que cuanto marcha de acuerdo con ella o se yergue sobre ella, como el injerto en el patrón, es bueno y cuanto la niega es malo. Y que todo intento de angelización termina en bestialización, como lo leerá más tarde en el gran Montaigne. Y sobre todo, siente que la vida y el gozo de la vida son una maravilla sagrada y suficiente. Todo lo que aprenderá con los largos años de experiencia y de vida que tiene por delante será apenas una ampliación o una clarificación de esta esencial sabiduría cosechada en plena muchachez galopando en su terruño sin límites. El panteísmo de Hudson, su ingenua y sabia adoración a la Naturaleza, su insumo de la belleza tan vívido como el de conservación, su inocencia y alegría matinales, su inagotable capacidad de novedad y gozo, todo eso tiene sus raíces en las casi vírgenes llanuras del sur. "Cuando oigo de personas que dicen no haber encontrado el mundo y la vida tan gratos e interesantes como para haberse enamorado de ellos, y que ven sin angustia la aproximación de la muerte, entiendo que nunca vivieron verdaderamente. . Repitámoslo una vez más: lo que caracterizará un día, por sobre todas las cosas, el espíritu y la obra de Guillermo Enrique Hudson, su paganía, ha nacido en la Pampa. Ciertamente, de hoy en adelante, no volverá a sentir en su alma una sola alusión a pecados, remordimientos o plegarias y cuando diga Dios, estará hablando de la totalidad divina. La actitud de su espíritu coincidirá hasta el asombro con la de otro contemporáneo gran sentidor del mundo que sólo puede pensar caminando o trepando montañas: "Tal como se nos educa ahora —dirá el hombre de Sus María— adquirimos una segunda iaturaleza y la poseemos cuando el mundo dice que hemos llegado a la madurez, que nos hemos emancipado, que somos hombres útiles. Sólo muy pocos son bastante serpientes, para poder mudar esa piel un día, cuando debajo de ella la primera natura-

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leza ha llegado a la madurez. En la mayoría de los lionibres, el germen de la primera queda ahogado". En pensamiento, sensibilidad y conducta, Hudson será el hombre serpiente por excelencia. La segunda naturaleza, dirá, la formada por las costumbres y las convenciones del ambiente civilizado, no mata, sino que sólo adormece a la primera, la salvaje, la original. "El encanto del niño que penetra en un bosque es muy vivo, en el hombre disminu ye, pero no desaparece nunca." "Es verdad que la tierra, el bosque, el río y la colina, la bruma azul y el horizonte lejano, la sombra de las nubes pasando sobre la faz del paisaje lleno de sol, que la visión de todo eso es como un retorno a nuestra casa, una casa más nuestra que todas las moradas que conocemos. El grito del pájaro salvaje nos trasiasa el corazón, no habíamos sentido antes ese grito, y él nos es más conocido que la voz de nuestra madre." Lo que Hudson siente como primera naturaleza es nuestra raíz humana y vital, la que nos injerta en el resto de la Naturaleza, la que nos permite comulgar con su totalidad viviente y vivificadora. Atrapados y deslumbrados por la utilería (le la civilización y por los credos que POPOflCfl un destino ultramundano, esto es, que instigan a la criatura humana a la evasión de su propio yo y del mundo; los hombres, en general, han dejado amustiarse Y secarse esa sagrada raíz que los une a la hierba, al arroyo y al sol. a la tibieza de los nidos y a la frescura de los bosques, al ritmo de las estaciones y de las mareas, al galope del relámpago y de las bestias, a la armonía de la noche estrellada y a la alegría matinal del pájaro y al espíritu que coordina y mueve todo eso. Lo que planteará Hudson vigorosamente para resolverlo por integración, no por exclusión, viene a ser la milenaria antinomia entre la razón y el instinto. Las civilizaciones, en general, y los filósofos con sangre teológica en las venas; han condenado más o menos decididamente los instintos en nombre de la razón. Inteligencia bien nutrida e instintos débiles o nulos, parece ser la consabida voz de orden. Pero la humanidad ha pagado demasiado cara la obediencia más o menos incondicional a tales mandamientos. Demasiado bien sabemos ya que el debilitamiento de los instintos es tan trágico para el hombre como la degeneración de su inteligencia. Y que sin la integración de ambos en una armonía superior, no hay hombre completo y viviente y su destino fracasa 130


en la servidumbre y la desdicha. Como los espíritus más audaces y libres de otras épocas, cuyo padre fue, sin duda, el viejo Epicuro, -S r como los mejores de los modernos. Hudson viene a hablar de la santidad de los instintos (sin renegar por ello de la mente), es decir, de la necesidad cardinal de no perder contacto con nuestra naturaleza primitiva y con el cosmos. "El retorno a un espíritu instintivo y primitivo va acompafiado de una sensación de esparcimiento que en los seres jóvenes alcanza a una dicha intensa, una locura de alegría como la del animal que acaba de escaparse de la jaula." Claramente, pues, establece Hudson que la vida civilizada es una represión sistemática, que la civilización tiene mucho de jaula y de cárcel, y la liberación está no en un par de alas angélicas, sino en el contacto con nuestra naturaleza originaria en la comunión con el alma insondable del mundo. O de modo aún más hermoso e intenso: Hudson sentenciará un día que la Naturaleza forma parte del alma humana: "lo que realmente ha penetrado en nuestra alma, lo que ha devenido psíquico es nuestro ambiente, esta salvaje Naturaleza en que y por la cual hemos nacido en una época inconcebiblemente lejana y que nos ha hecho lo que somos". Como todo camino que pretenda llevar al hombre nuevo, al de modernidad más interior que exterior, debe pasar por la Naturaleza, Hudson el gran primitivo, es también, en gran parte al menos, el gran moderno. La sabiduría que Hudson comenzó a cosechar en plena juventud en la Pampa, es tan poderosamente Joven y libre como ella. Nos olvidamos casi siempre de que toda actividad humana, desde la industria a la metafísica, no se propone ni puede proocncrse más que la felicidad del hombre. Felicidad del hombre como tal, y no aquella inhumana a que los hombres, apóstatas de sí mismos, aspiran con frecuencia: la de la mariposa, la del hipopótamo o la de la momia. Si el mundo no hubiera sido creado para el disfrute y el gozo, ¿por qué habría de ser tan irresistiblemente hermoso y tentador? ¿Y por qué nuestros deseos, a la vez, habrían de ser tan profundos e inquietos? Las distintas formas de fakirismo, o abdicación del inocente y venerando gozo de vivir, el pesimismo o percepción de la vida como carga o prueba, son la enfermedad humana por excelencia: no la conocen las otras cria131


turas de la tierra ... Qué iranspareilte misterio el del gozo de la vida, qué sentido más lúcido el de la alegría sagrada de la belleza, si la fealdad y la deformidad se ofrecen a nuestros sentidos y a nuestra alma como una repugnancia y un sufrimiento! Sí, la finalidad de la vida está en sí misma, lo más importante (le la vida es ella misma. Vivir nuestra vida bella, libre y noblemente: he aquí el leal destino del hombre. Sólo en años futuros sabrá que en lugar de las metamorfosis místicas de Ovidio, un poeta moderno, inspirado por la ciencia (y también por una primaveral florista) había escrito una maravillosa Metamorfosis de las p!antas para expresar su certera sospecha de que éstas se crearon a sí mismas partiendo de la mónada vegetal o protoplanta. Era aquel padre de Fausto que no tuvo inconveniente de confesar: "soy un hombre muy terrestre", Y aún se atrevió a decir: "El fin de la vida es la vida misma". Y otro día gritó a los enamorados de lo póstumo: "Jamás me haréis odiar la vida!" Más tarde sabrá que otro Zoroastro, aún más claro catador de luz que el persa, estaba aconsejando a los hombres: "No dejéis a vuestra virtud volar lejos de las cosas terrestres y aletear contra muros eternos". "Traed de nuevo a la virtud extraviada.., hacia la carne y hacia la vida." Es el credo opuesto a la necrofilia de los que ponen su fe fuera del mundo y condenan la alegría como un pecado. El mal humor y la tristeza son una conciencia y una expresión de inferioridad y de miedo. La real salud de la criatura es una concordancia consigo mismo y con el ambiente natural humano y se expresa por la alegría. El tedio implica la rebaja del tono vital al mínimo, con la agravante de que quien está fastidiado fastidia a los demás. Y los hombres han llegado a hacer de esto una virtud, porque tienen más valor para morir que P vivir. ¿Temor a vivir? Sí, eso. Unos calumnian la realidad presente de este mu en nombre de la esperada realidad celeste; los otros porque aqui. no existe. Tertuliano y Agustín por un lado y Schopenhaue Leopardi por el otro, pueden sentarse a la misma mesa redon ¿Que la vida no es eterna? Razón de más para amarla c fervor. 132


IiwLc 1 lid Cuii(i(O Cd: . i Id lidit. 1 (sdd() O (,:z flldS cerca de ella que nadie. Pero su sustancio humana es tan generosa y tan profundo su acuerdo con las fuerzas vivientes del mundo, que no se dejó arrastrar hasta esa orilla en que todos los débiles l)LisCafl partir hacia otra orilla celestial o hundirse en la nada. El debió morir —y cualquier otro que él hubiera muerto— en el umbral de la mocedad, pero resolvió quedarse por amor a la vida, por insondable fidelidad a ella. ¿Que el dolor existe y es preciso aceptarlo y aún amarlo como una prueba necesaria? Sea, pero no para procurarnos una recomnensa póstuma, sino para descubrir el más íntimo sabor de la vida, para purificarnos y volvernos más capaces del gozo carnal y espiritual de la tierra. Nunca perderá él esa alegría interior, esa serenidad de ánimo y de mente que no es ninguna gracia concedida por lo alto sino lograda por el hombre que llega a sentir su armonía con la Naturaleza y con los hombres corno una música, (En Inglaterra, en sus últimos años, tendrá una de sus más puras satisfacciones el día en que por instigación su ya una joven novicia, enfermera suya en un hospital católico, rompe con Cristo Y vuelve a la vida y al amor humanos. Pajarito librado de manos del pajarero antes de caer en la jaula —dice Hudson.) Es difícil que la Pampa, con su exceso de verdor y luz, suscite credos de miedo tenebroso y de evasión al trasmundo. Los gauchos son descreídos y paganos, pese al A ve María Purísima de su saludo. Como su paisano y coetáneo Aineghino, Hudson es un panteísta: un creyente en la unidad y santidad de la vida y en los latidos inmortales del cosmos. Ambos se vuelven libertadoramente contra los dogmas de terror e ilusión de los devotos ancestros. Ambos van a encarar en sus personas y obra la más alta vida espiritual. Lo que Leopoldo Lugones reconocerá en el uno será válido para el otro: "Ningún templo contuvo más verdad y ningún capitolio más respeto." ¿Y olvidaremos que la antitcológica teoría de Darwin ha sido también concebida en la Pampa? Nunca se insistirá bastante, pues, que si alguna obligación sagrada tiene el hombre es amar, es decir, comprender a los otros hombres y venerar el mundo, esa creación que está sin tregua bajo el fiat. 1

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Al ir contra la realidad viva del hombre, los credos y p'ticas trascendentes terminan por sacarlo fuera de sí, por deshumanizarlo. No es casual que el más grande de los poemas sagrados, el de Dante, se ofrezca como una apoteosis de la opresión y la crueldad, una especie de tratado teórico-práctico para aprendices de verdugo. (Qué influencia inspiradora tuvo él sobre el prurito supliciario de los siglos que vinieron?) Tampoco es fortuito que en el otro gran poema del mismo rango —el de Milton— el único personaje de real grandeza sea aquel ángel rebelde que muestra de rechazo la sordidez del espíritu de pura obediencia y servidumbre aunque lleve alas. Cierto, sólo la ignorancia de lo que es y de lo que lleva en sí y el heredado miedo supersticioso a lo que lo rodea, es lo que explica en el hombre su propensión a desertar idealmente de su mundo, a buscar patrias y patrones en el más allá, o a poblar de cocos la tiniebla. "La magia, la religión y la ciencia son meras teorías del conocimiento" dice Frazer, pero hasta hoy esta última, pese a sus limitaciones ha p robado por la exactitud de sus resultados, lo válido de sus métodos. (Si las otras dos sobreviven aún se debe sólo al insondable poder de inercia y conservación que manda en el hombre.) Después de tantos siglos de vagar a oscuras, el hombre, con la llave de la ciencia y sólo con ella, viene abriendo muchas cerraduras de la Naturaleza y de sí mismo. Todo ello sin negar la posibilidad de encontrar mañana un camino hacia la luz superior al de la ciencia. Se ha advertido ya que el hombre no es criatura predow ilnantemente intelectual, y por eso el arte, que apela sólo indirectn mente a su mente a través de su sensibilidad y su emotividad, e mayor virtud educadora que la razón pura. Es la catharsis es'! tica, la exaltación y purificación del ser humano por el mila del arte. Puede creerse que en la sociedad humana del futuro, ci mo en la Grecia antigua, el líder religioso no será el sacerdj. sino el poeta, o, para decirlo con palabras de Whitman: "El cerdote se va, el literatus sagrado llega." Mas ocurre, a su vez, que el modo de reaccionar contra niñerías trascendentales de los viejos días, suele ser tan infantil como ellas: aludimos a esa ceguera para la mística profundidad sin fin de la materia, a esa certeza de que el cosmos constelado de 134


misterios es algo igual al material que el relojero o el albañil emplean en sus obras. Cierto, el naturalista, el físico, el hombre de ciencia en general, que confían que con su sola inteligencia auxiliada por bibliotecas e instrumentos ultrapoderosos pueden lograr cabalmente el conocimiento y dominio de la Naturaleza son tan ingenuos como el niño que soñara cruzar el lago en un barquito de papel. La Naturaleza será por siempre, en su transfondo último, el misterio que en todo tiempo los hombres temieron y adoraron bajo las diversas formas. Y no porque el hombre audaz y tenaz haya sonsacado algunos de sus secretos menores, dejará de ser lo que ella es: la Esfinge. No sólo es admisible, sino altamente loable, que el hombre vay a hasta donde su hambre de conocimiento y su valor lo lleven. Es su derecho y su deber humanizar este mundo en que vive, revelarlo para revelarse. O como dice Leonardo: "La Natura piena d'infinite ragioni che non furono mal in isperienza". Mas quizá es igualmente necesaria que comprenda que llega un momento en que debe dejar descansar sus silogismos, sus retortas, sus telescopios y microscopios, sus tablas de logaritmos, sus observaciones y comparaciones e hipótesis, para reducirse a la intuición y el presentimiento puros, y adivinar que detrás de cada detalle que él estudia se abre el infinito, y que por dentro de lo que él llama lo orgánico y lo inorgánico, está un alma inenarrable animándolo y ordenándole todo. Y es bueno acordarse de cuando en cuando que el universo no se hizo de encargo para el hombre, y que el hombre es en él un mero accidente. Y para peor, el único que se empeña en disonar con el armonioso e infinito resto. Todo lo cual debe servir para traerlo a la serena conformidad, no al desencanto de los Eclesiastés. Y no olvidemos que el ¿;anitus i'anitaLurn no es de Salomón únicamente: es la sabiduría final de toda el alma antigua (con excepción de los griegos de la gran época) intimidada hasta el extravío por la caducidad de las cosas, el incontenible sucederse y cambiar de las formas de la existencia. Y que fue preciso que apareciese la más auténtica encarnación del hombre moderno o faústico, para intuir las necesidades y leyes (le lo permanente 135


seaúii aprensiones que "no sean abolidas sino más confirmadas por la contemplación de lo efímero". La criatura humana, pues, tendrá que enfrentarse siempre a la eternidad y el infinito, pero no anularse ante ellos. Venerará siempre religiosamente el misterio y la maravilla sagrada, pero sintiendo que ningún más allá cae fuera del universo o del hombre. La suprema dignidad del individuo humano —y su liberación definitiva— está en realizar lo más hermoso y heroico por satisfacción propia y medro del alma no por temor a castigos de cualquier índole ni por el aliciente de recompensas profanas o celestes. Mientras no logre jubilar a sus dioses y sus demonios no podrá jubilar a sus amos. Sólo entonces llegará a ser él mismo, como en el magno saludo de Swinburne: The great god Man, which is God

Apenas si creemos haber aludido a algunas de las sospechas o certidumbres mayores del alma de Hudson, que se abrió y se expandió entre la hierba y el cielo de la Pampa, cuando nadie, ni sus propios hermanos, sabían nada de él, pero cuando ya los Dioses habían determinado que debía guarecerse en la isla de Shakespeare sólo para madurar y destilar sus experiencias de maravillosa libertad, de maravillosa intensidad y de maravillosa alegría recogidas en la genial llanura del Sur,

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LOS II IOMBIWS ROJOS — Ustedes roban --les dije— porque las vacas, los caballos, las yeguas, las ovejas que se traen no son de ustedes. — Y ustedes los cristianos — me contestaron— nos quitan la tierra. Lucio V .

MANSILLA

Uno de los episodios más profundos de la conquista de América es el ascenso a jinete del indio peatón secular de la Pampa. En los valles y mesetas no ocurrió eso, no sólo porque allí la difusión del caballo fue mediocre, sino porque éste quedó siempre en poder del blanco y del mestizo que sustituyeron a los dominadores autóctonos, cuyo sistema de servidumbre agravaron cristianamente. Con los años los descendientes de las trece yeguas y los tres cojudos que don Pedro de Mendoza, acuciado por la sífilis y los indios, dejó escapar antes de regresar a la tierra de María Santísima, cundieron como peste, llegando hasta la Patagonia y los Andes. El indio pampa, enhorquetado sobre el caballo, se identificó con él tal vez más que el gaucho mismo, es decir, que cualquier jinete del mundo. Fuera de la dificultad que ofrecía el sojuzgamiento de los Pampas, tan agresivos como fugaces, los invasores no tomaron tampoco mayor interés en lograrlo, vista la redonda ineptitud del salvaje para la servidumbre fructuosa. Enhorquetado después sobre el caballo en tierras que eran la Tierra Prometida del galope, el indio sintió de súbito dilatarse desaforadamente no sólo el horizonte visible sino el de su alma. 137


Ya está dicho que el paso humano es una triste pesantez, pero el galope es una felicidad aérea: la de la liberación misma. Y el relincho calienta la sangre más que los clarines. Más aún: el indio advirtió desde el comienzo que el caballo podía ser lo que resultaría al final: una ayuda decisiva en la inevitable puja para equilibrar los platillos de la balanza o ladearla en su favor. Por haber cedido en mal momento al prestigio de la voz (le la pólvora y de los caballos, la raza de cobre vio desaparecer en América a la mitad de sus hijos y el resto descender al nivel de las reses y más bajo aún. El África se y ació a medias con los negros que vinieron al calvario de las zafras, los cafetales y los algodonales de ambas Américas. Pero eii las enrarecidas alturas donde estaba el Santo Sepulcro de los metales que el cruzado español perseguía, los negros morían de entrada como moscas. Allí fue el largo agonizar de los nativos. El español acostumbraba llegar a lomo de indio a visitar sus minas, en los lugares cimeros del continente. Ya se sabe que las sublevaciones de Antequera, Tupac-Aman'¡ Y José Antonio Galán, fracasadas, sólo sirvieron para ceñir mejoI las cojundas al yugo en las nucas de los indios. San Martín, Pnlívar e Hidalgo tampoco las rompieron, ni pensaron en ello. Todavía en pleno siglo xx en el Ecuador y otras zonas cuando el terreno es asaz empinado o la carga asaz pesada para la muja, la transporta el indio. No importa que su corazón y sus pulmones estallen: sobran unidades de repuesto. En el Perú y Bolivia cuando un indio llega a hablar con un blanco —a veces no pasa de mestizo— "se quita el sombrerote, se arrastra sobre las rodillas y a veces le besa los pies", según lo vio Tschiffely en 1925. La fuente de la raza pampeana está al otro lado de la infinita muralla de piedra, es decir, en aquel Arauco que opuso la más inacabea resistencia a la angurria española. En realidad, pese a haber hecho su pago de esa parada y aspérrima inmensidad que es la Pampa no cristiana, siguen siendo en parte gente andina. Cuando después de sus asoladores paseos por las llanuras de oriente, y al fin de su retorno a sus recónditas querencias, los guerreros lanzan un alarido de júbilo que el palmoteo de las bocas vuelve más prehistórico y algún cristiano tránsfuga se sorprende, el auca dice: "Huinca ser zonzo". 138


En efecto, su grito es su saludo, brotado (le lo más antiguo (le su alma, a la montaña tutora y tal vez creadora de su estirpe. Por lo demás, los Pampas no han perdido contacto con sus hermanos transandinos, que hace rato depusieron sus lanzas de coligüe, pero que no saludan al cristiano o lo hacen con un duro man-man. Hay todavía yentes y vinientes indios a través de aquella cordillera austral, donde la tierra se alza hasta más allá de las nubes y cuyos rasgos más de familia son la Cruz del Sur y la Sombra de Magallanes. (Los cautivos y ganados de la Pampa verde logran muy buen precio en los feudos chilenos y de allá viene la chafalonía araucana tenida en tan golosa estima por gauchos y agauchados.) Patria dura y filosa, sedienta y polvorienta la de los lanceros del desierto. Algo ha quedado en ellos de lo acérrimo y erguido de las tribus de cardones, guerreras por su actitud y su coraza de púas y su escueta sombra de lanzas. A muchas leguas todavía de sus tierras, en los días límpidos, puede columbrarse el perfil de la comarca donde el invierno tiene su residencia fija, los picos de la Cordillera, con su caperucita de nieve y sus vómitos de volcanes. Tierra de cañadas y médanos, de pedregales y guadales. agravados aquí y allá por el salitre, esa nieve acre, pero donde no faltan los bosques de algarrobos y caldenes, y donde las lagunas y los ojos de agua dulce r los manzanares hacen de Canaanes y Arcadias. Como el indio no es verdugo ni carcelero de aves, son familiares de su cielo los flamencos, agraciados con todos los matices del rojo, y los cisnes requeteblancos y los collinegros, y los chorlos y las avutardas y tantos pájaros más, pasando en legiones como dirigiéndose a una gran batalla de plumas. En los bajíos, los tero-teros publican su nombre contra algún intruso: desde su umbral terrero o desde una mata, la lechuza chista largamente al pasajero o le habla con voz de vieja. A poco más de una jornada de Bahía Blanca hacia el sur, existe un árbol tal vez milenario de retorsión y nudos, calvado sobre un promontorio de rocas: Es un mojón de fama larga en toda la Pampa sur, desde Tandil a Patagones, y el mismo Darwin, pasa por allí, acampó junto como tanto pagano O cristiano que el espíritu malo de los infieles, Á rbol del Gualicho, .a él. Es el 139


1(Iflido

luto de que nindún indio pea Cerco si]] colgar en sus ramas su ofrenda de plumas de ñandú o astas de venados, puntas de flechas, estribos o chifles. (Para agradecer un malón afortunado, se cuel g a algo mejor: una cabeza o una mano de huinca, una rubia cabellera de mujer.) Los indios creen también en Dios, Cuchauendrú (el hombre grande), aunque muy tibiamente. De todos modos confían en la resurrección, por lo menos los más aviados, sobre todos los caciques, que aspiran a poder seguir galopando y boleando avestruces Y guanacos en la Pampa del Más Allá, en perfecta felicidad araucana. Hombres que no conocen la risa ni el beso, de alma retráctil Y bilis arrojadiza. Fornidos, retacos y de largos músculos, de piernas en paréntesis de jinetes natos, de caras chatas, bigote ralos Y ojos oblicuos, a lo puma —la piel cobriza bajo la negra cabellera larga y áspera como crin de bagual—, dientes que no harían mal papel cii una quijada de lobo: he aquí los infieles de la Pampa. Diz que cuando caminan en lo liso bolean siempre la pierna como si anduvieran entre altos yuyos, y que descalzos marcan entera la planta del pie donde pisan. Poseen leyendas y ritos tan viejos como las montañas de la tierra abolenga. El corte más o menos cuadrado del primer vestido del hombre —imitado de la piel de la fiera— perpetuado en la túnica antigua y en la casulla actual, es el del poncho indio que el gaucho ha heredado. A su vez el indio imita cada vez más el vestuario del gaucho olvidando lentamente la desnudez y el pintarrajeo precolombinos. Aunque el indio no disimula su admiración por el gaucho considerado individualmente, es él mismo lector muy erudito del libro de la Naturaleza. y si cede en algunos detalles, en otros se adelanta al más ducho. Por lo pronto, su teoría y práctica del caballo es la más previsora y prudente, y la más humana a la vez. Lo (loma y educa a fuerza (le paciencia y persistencia. Su pedagogía, algo más que espartana, evita, no obstante, el castigo o no usa otro que el ayuno. De todos modos, el caballo indio resulta de fondo y aguante más o menos difícil (le igualar. Soporta el hambre tan bien como los santos del calendario y la sed y las fatigas como demonio; salva al galope los puntanos y los médanos; galopa boleado do las patas, o con el jinete volcado sobre su costillar, o con dos jinetes sobre el V \ellYTado, O 1

Ci

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lomo; se queda de plantón donde le vuelcan la rienda, y no se deja montar por quien no huele a iridio. Desde lo alto de una loma, el bombero o espía indio otea el contorno de pie sobre el lomo de su caballo, tan fijo como un pedestal. Todavía, tendido largo a largo y cosido sobre un flanco, sujeto con una mano del cogote y con un pie del lomo puede avanzar, emboscado en el cerdamen de su propio caballo. (Ya se sabe que cualquier polvareda del sur o suroeste puede convertirse en tacuaras.) Al modo de los gauchos, los indios también suelen matar las horas hablando de algún rey de guadales y médanos, algún pangaré tan inatajable como el pampero o el zonda. Clavando la lanza en el suelo, puede escuchar en ella el eco de los galopes o ladridos inoíbles. Esa lanza de coligüé traída del antiguo País de las manzanas, en la remota patria lacustre, lleva pompón de pluma de garza o de crin de yegua y su largo oscila entre los cuatro y seis metros, según el largo del empuje y de la fantasía del lancero. El salvaje es recio y sutil a la Vez: tiene la sabiduría y la casi infinita paciencia de las fieras cazadoras. Son suyas también la desconfianza y la vigilancia, hadas madrinas del mundo primitivo. Como el animal salvaje, vela aún durmiendo. Su ojo controla hasta los menores pliegues de la llanura como el ojo del cóndor todas las arrugas de la montaña. Se empavona el cuerpo de grasa de ñandú o de potra para la guerra, despidiendo un tufo apenas inferior al de la mofeta, pero en los días de paz, para rubor de la roiia devota de Europa o América, baña su cuerpo en el arroyo cada mañana. Como saldo de algún vago y heredado contacto con la civilización quichua, sabe labrar la plata y sembrar tal cual puñado de maíz o zapallo, aunque como alimento prefiere la carne de yegua unís o menos cruda o sollamada, y sobre todo la sangre de la res recién degollada, en fraternal coincidencia con el puma. Y es capaz de hacer fuego con el peor tiempo —nevada, lluvia o viento—, con lefía húmeda o hueso o guano. Temperamento de luchador nato, halla su mayor felicidad en la acción intensa y el peligro. Su indiferencia para la vida y la muerte es la misma del gaucho. El indio de la Pampa tiene un aguante zoológico para las inclemencias de la Naturaleza y Iris dolores del cuerpo. 141


A los doce o trece años es todo un hombre en resistencia, baquía y arrojo. En la guerra que hace contra el infiel —el indio largo de crines, de lanza y de alarido!— el cristiano lleva todas las de perder, por más de un motivo: la del indio no es guerra sino salteo en grande, es decir, algo que estriba en dar un golpe imprevisto y veloz como el halcón y huir como él. Por otra parte el indio tiene siempre la iniciativa. Y sobre todo, conoce mejor el terreno y se mueve mejor en él que su enemigo; puede, con los ojos vendados, marcar la ubicación exacta de aguadas, arroyos, vados, portezuelos, pastizales o sendas, y su caballo, ya lo sabemos, puede galopar a brincos sobre los médanos, o culebreando entre árboles. Todo ello sin contar que él mismo tiene un aguante de guanaco rara el hambre y la sed, y que para vitualla en el malón le basta un poco de charqui de león o de venado, silo carga, ya que su alimento galopa delante de él en forma de yegua Por otra parte, pese a su orgullo, el indio no rehusa adoptar algún uso de su enemigo que repute provechoso: el aguardiente o el clarín, por ejemplo. (A un francés cautivo que le explica ciertos recursos e inventos de la civilización, los pampas le dicen, condescendientes: ¡No son, entonces, tan tontos los cristianos!)

Tehuelches.pampas, ranqueles —esas sonlas principales tribus indias. Durante medio siglo, por lo menos, los ranqueles constituyen el gran coco de los campos de San Luis, Mendoza, noroeste de Buenos Aires y sur de Córdoba: en esta sola provincia, en los años 1862 sus malones llegan a doscientos treinta. El imperio ranquelino, que tiene su metrópoli en Leubucó. llega a ser tan extenso como el de Moctezuma. Sus guerreros operan sobre puntos sitos a cincuenta, sesenta o noventa leguas de sus toldos. Tan difícil es prevenir sus meteóricos golpes como devolvérselos en el fondo de sus erizadas selvas de caldenes y chañares. A lo largo de más de medio siglo sus caciques mayores son Yanquetruz, Painé, Mariano Rosas. Más al sud y sudoeste, más allá y más aquí de Río Negro, campean los pampas y tehuelches, algunos de cuyos caciques —Catriel. Coliqueo— se establecen junto a los pueblos y viven en paz oficial con la civilización . . . No obstante, su cacique máximo, de fama tan estruendosa como un río de Cordillera, ha sido el 142


demonio con pezuñas. astas y cola para los cristianos: Calfiicur (Piedra A zul, de una piedra de forma humana hallada por totem a que se atribuye sus éxitos). Calfucurá, de ancha frente sin arrugas y ojos taladrantes; de paso lento y un poco cargado de espaldas. pero que aún pasada la sesentena conserva su melena sin una cana, sigue siendo o creyéndose el primero en la lanza y tan rajante en el caballo como el mejor mocetón, y es esposo de treintaidós mujeres que gobierna tan sabiamente como Mahoma las suyas; Calfucurá, el señor de Salinas Grandes, que está a veces a partir de un confite con el gobierno, sin perjuicio de entenderse bajo el poncho con las tacuaras de la retaguardia y tener agentes pagados en el frente cristiano; Calfucurá guerrero, diplomático, gran parlamentario (es decir, ducho en esa oratoria araucana tan infatigablemente campanuda y machacona como la literatura de Don Juan Manuel); Calfucurui, especie de Tamerán pampa, admirado y venerado por los indios, no es va un puro salvaje, pues según el francés Guinard, cautivo suyo. "posee instintos generosos" y "no es enemigo de la civilización". Dos vías de penetración tiene el infiel en la provincia de Buenos Aires: por el gran despoblado que pasa junto a Tapalqué y por ese encumbrado portillo llamado Sierra de la V entana. (En el Tandil está a modo de milagroso dios Término, separando de la otra la tierra india, esa Piedra Movediza tan famosa aquí como la Caaba en Arabia, oscilando siempre, con la lenta infalibilidad del mar entre dos mares.) Que invade de noche y con luna es lo único que el indio deja ver. Él está en todas partes, presente e invisible como el aire mismo. Y aparece tan de repente como el pampero: con su misma polvareda y su misma convulsa y mugidora intensidad. Es el pampero con chuzas. Cuando casual o convenidamente, pampas y tehuelches invaden a una, la cosa se pone fea como un eclipse. Entonces se ve claro que la deseslabonada cadena de fortines puede atajar a los indios como un harnero ataja la arena. Cada guerrero trae su caballo de remuda acostumbrado a galopar a la par. Cabalgan en pelo o en cuero de carnero o en recado; el jefe, varios pasos adelante, casi siempre en su negro, nevado de plata. Por armas, las inacabables tacuaras, empuñadas casi de la punta y arrastrando el resto, y dos o tres pares de boleadoras liadas a la cintura y el cuchillo colgado de la misma. 143


1 11 ii1fl 110 (((0 fIl 1 )01( 1 110 í! 111lI!0 Cf\'(11(I0 dO He nlIíi oil un verbo sobre su caballo, apoyado en la lanza. Los jinetes indios no galopan, pero sus caballos, con sus ollares de boca dci trabuco y sus jarretes del mejor acero, pueden trotar leguas a rocio, descansando apenas, como alentados por ese viento desganado o ganoso que siempre parece estar brotando de la punta de los pastos pampas. El terror los precede como una vanguardia inatajable: y el olor rancio de manteca de potro y óleo de ñandú con que enguantan el cuerpo para olvidarse mejor del hambre y la sed: y "el campo en marcha", es decir, la fuga desorbitada de ñandúes, cimarrones, venados, zorros y demás salvajina. Y llega al fin al cristiano su alud de alaridos. Quien oye la voz del malón una sola vez no lo olvidará jamás. (Se explica, pues, que las solas mentas del infiel creen el terror herbívoro.) El presente que el infiel trae y deja al cristiano demasiado conocido es: los campos barridos de caballos y vacas, y los ranchos o pueblos, de mujeres jóvenes y niños; y el degüello para hombres, viejas, perros y matungos. Y como testimonio y memoria del triunfo, SU pabellón Araucano: el incendio. (El colono Cunninghame Graham y su capataz, el payador Angel Cabrera, atestiguaron cierta vez en la frontera sur, cuando Hudson vagaba un poco más al norte, un malón que se tragó cien mil cabezas mugientes y dejó veinte leguas de llamas.) Visto está que el caballo indio es el de Atila: seca de raíz la hierba donde pone el casco. ¿Cómo se explica tamaña hegemonía salvaje? Desde luego, por la desdeñosa incuria y el individualismo de los gauchos que a aquella masa sólo saben oponer, en lucha aislada, fuera de su puñal, algún trabuco viejo, o un par de pistolas de chispa. Pero sobre lodo por la inepcia y la invalidez tradicional de los gobiernos, siempre ocupados en otra cosa, es decir, las camorras entre sí. Circunstancialmente Panchito Solano López, en su demanda de realizar sus pesadillas jesuítico-guaraníes, de Napoleón de Sudamérica, prestó la máxima a yuda a los indios al atraer hacia sí toda la atención y acción de sus rivales. Infieles y cristianos han llegado a tratar entre sí de potencia a potencia, con la más zaina mala fe de ambas partes. A las tribus que hacen las paces con el gobierno sólo las mueve el interés del 144


alboroque: azúcar, yerba, aguardiente, tabaco y ganado con astas o crines, Y el gobierno lo sabe, y se resigna a la conciliación sólo en espera de la hora que le permita devolver diez golpes por uno y quedarse con todas las tierras sin bautismo y trocar en esclavos a sus dueños en nombre de Jesucristo. Y los indios también lo saben. Por eso los unos son para los otros, como humo en los ojos y arena en los dientes, No hacen mucho los cristianos por poner bajo seguro siquiera la propiedad que uno supone más querida a su alma: sus esposas, sus hijas y sus niños. Si recordamos que los indios ven en sus mujeres sólo bestias de carga obligadas a absorber todo castigo, dicho está que es inútil buscar cotejo para el calvario de las cautivas: el amancebamiento con el amo repugnado a veces hasta el vómito —o el descarne de los pies haciendo de grillos— o el satanismo inquisitorial de las chinas celosas. Excepciones, claro está, no faltan: tal cautiva que se deja tatuar el cuerpo por el cuchillo y el látigo de su propietario sin ceder, o tal otra que rueda por la pendiente opuesta, como aquella que hace de madame Pompadour del cacique Painó, aunque éste es lo menos Luis XV posible. Como no carece de sentido estético ni tiene prejuicios raciales, el indio orefiere la hembra cristiana a la suya. (Es más goloso de mujer blanca que de carne y sangre de yegua.) Y alguna vez, privando en él el criador sobre el esposo, ni siquiera ve COfl malos ojos que se arrime a su mujer algún cautivo rubio de lindos ojos y mejor estampa. Diz que en el siglo xviii el venusto capitán don León Rosas dejó fervientes recuerdos de admiración entre las hijas de sus cautivadores. Naturalmente no siempre los indios salen con la suya ni mucho menos. Con frecuencia vienen por lana y vuelven trasquilados.. . cuero y todo. El cristiano piensa: el indio es alevoso como un tremedal. El indio piensa exactamente lo mismo del cristiano, y ninguno de los dos se equivoca. Desde sus primeros años y durante su adolescencia, la vida de Guillermo Hudson ha estado conectada de algún modo con la prodigiosa de los hombres de tez rojiza como la sombra del incendio. Él no ha vivido en las zonas de mayor peligro, pero durante su década de residencia en Chascomús y durante sus casi dos de 145


vagahundaje por la Pampa, sin olvidar sus meses de soldado argentino en la Guardia Nacional. Hudson ha tenido ocasiones sobradas de conocer, directa o indirectamente, el estilo de alma y de vida de los hijos del desierto. Es decir, ocurre ello casualmente en la época final y de más agudo auge de las lanzas emplumadas, cuando el color del miedo se confunde con el de la espuma de los torrentosos caballos indios. En la adolescencia apenas, asistió desde lejos. como tantos, a la conversión del cacique Calfucurá en una especie de emperador con botas de potro a raíz de una victoria napoleónica (la de Tapalqué, contra el fogoso general Hornos) con tal poder de engallar al vencedor, que éste lanza un desafío al gobierno, dándole una semana de plazo para llevarle la repuesta a su cuartel de Sierras Bayas, donde cuida los semovientes del triunfo: sesenta mil cabezas vacunas. El coronel Mitre, jefe de las fuerzas que impondrán el escarmiento, lanza a su vez un juramento romano: "Respondo de la última cola de vaca de la campaña". Atacó a Catriel en Sierra Chica y a pesar de tratarse de tropas veteranas y de un jefe que sabía matemáticas, historia y latín, se vieron envueltos en tal forma por las melenas, los alaridos y las chuzas sin bautismo que "Mitre, dice un historiador, debió darse por muy contento con poderse retirar maltrecho. . .", a tiempo de hurtarse a las chuzas de Calfucurá. Cuando tres años más tarde, en 1859, Calfucurá invade el pueblo de 25 de Mayo, un cura párroco lo obliga a retirarse mediante la palabra evangélica corroborada por algunas carretas con barriles de caña. Pero noco después se da el gusto de trotar por las calles de Bahía Blanca al son de su corneta tehuelche, si bien tiene que salir al galope tendido sin despedirse. Hudson ha oído hablar también del tenebroso Indio Blanco, que pertenece de alma a la patria ranquelina, aunque él es un cristiano tránsfuga y varios cristianos están bajo su mando, y de cómo una noche del año 72 ataca con doscientas lanzas el Fuerte Sarmiento, y el mayor Báez, manco de ambas manos, sorprendido en cama, dirige en calzoncillos la defensa y se excede en el triunfo, baleando de muerte al jefe atacante, que tiene el alevoso sigilo y la sangrienta sed del puma. De mil cosas como éstas, o parecidas, están llenos los oídos y la memoria de Guillermo Hudson. Entre las últimas, la de un 146


boy escocés y su compañero, a quienes el cacique Catriel les escamotea en Napostá, en un tris, el puiado de miles de vacas que constituye su capital mugiente, escapando ellos por un pelo y en pelo gracias a la oscuridad y a los jarretes de guanaco de sus redomones, que no aflojaron hasta la ranchería llamada Mar del Plata. (Ese muchacho. destinado a ser su quizás más fervoroso amigo y uno de los señores auténticos de la literatura inglesa, tendrá UT1 (lía en su poder las botas de potro del cacique Pincén caído en cautividad al fin, pese a su erudición de ñandú en escabullir el bulto.) Pocas cosas le han impresionado más, sin embargo, que las mentas de una batalla ganada por los salvajes sólo con ese su olor que eriza de pavura las crines de los caballos de la civilización. La inverosímil anécdota se le ha grabado doblemente porque el jefe cristiano estuvo alojado tres horas en su casa antes de ir a su pérdida. Se trata de un coronel que al frente de doscientos soldados y llevando quinientos caballos de remonta para otros contingentes se interna en los desiertos de la frontera sur. "Antes de llegar a su destino hizo alto en una estancia abandonada, en la que había un gran corral de palo a pique. Detúvose allí para que sus soldados cambiaran de caballos y comieran un asado, pues era mediodía. Un poco más tarde, los exploradores que enviara antes para recorrer el camino, volvieron inesperadamente a todo escape porque habían dado con una ponderable partida de indios que venían hacia ellos. De inmediato el coronel dispuso que sus soldados condujeran los caballos al corral, hecho lo cual ordenó que también entraran ellos y se colocaran alrededor del cerco, siguiendo la línea de postes, para abrir el fuego tan pronto como la indiada se pusiese a tiro. Al poco rato se dejaron ver los salvajes echados sobre sus caballos y profiriendo sus gritos de costumbre. Los caballos, enloquecidos de terror, se atropellaban, lanzándose contra los postes del corral, golpeando y pisoteando a los hombres hasta que, desde el comandante hasta el último soldado, no quedó uno solo en pie. Fueron hollados y ahogados, llegando hasta el desastre, bajo las patas de los caballos, mientras los indios gritaban y olían.. Sin prejuicios de sangre, de confesión o de clase, Hudson es un testigo ecuánime y catador sagaz y veraz. Catador y admirador de la Naturaleza ante todo, a trasmano de la beatería que vocea 147


las ventajas de la civilización in Lo/o, Guillermo Enrique ve cii el salvaje de los campos del sur sólo o principalmente un soberbio hijo de la Naturaleza elemental, con sus virtudes y menguas, tan indesmentibles, unas y otras, como las manchas amarillas y negras del yaguareté. Desde luego que no hay cómo ocultar que su crueldad es manirrota hasta la inocencia. Su roja sed nunca saciada de potadores de sangre! En Carnaval se divierten usando de pomos corazones recién extraídos, que pueden ser de reses o de cristianos. Si hay buen humor, el prisionero, atado de pies y manos, es entregado a mujeres y chicos para que se diviertan hasta despanzurrar el juguete. (Don Francisco P. Moreno, director del Museo de La Plata, ya listo para hacer el papel pasivo de una fiesta de esa laya, en la tribu de Shayuequé, fue salvado por changüí.) ¡Cosas de infieles, es decir, de largados de la mano de Dios! Pero es que don Juan Manuel de Rosas, y don Justo José de Urquiza y muchos cristianos tan ortodoxos como ellos, ¿tienen algo que envidiar al indio? No, pese a todas las menguas del pagano e hirsuto hombre de cobre, la moral del piadoso blanco no tiene autoridad como para adoctrinarlo y edificarlo. 'Y las razones, digo sus propias menguas, son obvias: guerras, asesinatos, explotación, parasitismo, rapacidad, doblez, lujuria, juego, borrachera. En la repulsa del cristiano al indio hay. sin duda, no poco de temor y admiración mezclado al odio y al desprecio. Como los católicos de España con los difamados moros, los nuestros hacen vuelta a vuelta alianza con la infiel contra otros fieles. Urquiza encarga a su amigo Calfucuró hostigar a las tropas de Mitre en vísperas de Cepeda. Calfucuró, Namuncurá, tuvieron y tendrán aliados o espías no sólo en tal cual pulpero de los pueblos fronterizos, sino entre los próceres de la capital, y las medidas que el gobierno piensa tomar contra ellos las conocen antes de ser aprobadas por el Congreso. Los caudillos Saá, apo yados en el clero y en los ranqueles promueven en 1866 una revolución contra el presidente Mitre, y la mayoría de sus jefes derrotados se guarecen en las tolderías del cacique Mariano; pero Mitre en 1874, en su alzamiento a estilo Saó, contra el gobierno constituido, llevará de aliado al cacique Catriel. 148


Por cierto que I-ludson no es de los que creen en la superioridad de un pueblo o una raza sobre otros. (O es circunstancial, o no existe.) Bien sabe él de qué ciénaga de vanidad y de interés nace esa ilusión perversa. Ni los romanos fueron mejores que los cartagineses ni mucho menos los turcos que los griegos, ni los españoles que los moros o los incaicos de su tiempo, y no obstante los chafaron o enyugaron. Tampoco cree en la ventaja absoluta de la civilización, que se arrima siempre al salvaje con sus muestras más típicas: las armas de fuego, el alcohol, las barajas y el robo con antifaz llamado comercio. Por lo demás ni la más gloriosa civilización puede compensar a un pueblo o a un hombre de la pérdida de su libertad. Últimamente, ¿se cree que Calfucurá o Catriel eran más bárbaros que Aquiles, el masacrador y vejador del cadáver de Héctor, o que Agamenón, el verdugo de su propia hija por adulación servil a los dioses, o que el profeta Elías, degollador de cuatrocientos profetas de Baal? Sólo que a Guillermo Hudson, mucho más volcado sobre la Naturaleza en su totalidad que sobre el detalle hombre, verá menos o no verá el aspecto decisivo del pleito que su amigo Graham sabrá calar a fondo. La bandera del barco pirata llamado Civilización sirve para disimular su mercadería infernal: la guerra de exterminio contra el indio lleva por objeto quedarse con el total de sus tierras, mas no en beneficio de los vencedores, sino de la mínima clase poseedora y explotadora, que va se encargará cuando llegue el caso de aplicar devotamente a sus siervos blancos o mestizos el mismo tratamiento aplicado al infiel. Las horcas alzadas en Chicago y las leyes de vagancia y residencia entre nosotros son una mcra muestra. "Soy uno de aquellos. .. que no logra ver tal diferencia entre el indio sentado junto al fuego masticando un trozo de venado y un sastre del East End sentado durante dieciséis horas en su antro alumbrado a gas para ganarse un puñado de chelines por semana". Eso vió el ojo sin lagañas defensivas de Cunninghame. La confiscación y reparto de las tierras de los indios, desde 149


el Chaco a la Tierra del Fuego comenzó con Hernandarias y terminó en 1903: toda la tierra argentina puesta en manos de una tribu sagrada constituída por cien familias, para que los millones de pobladores profanos no tengan que preocuparse por más propiedad terrena que la reservada a sus féretros. Esto es tan sobrado de luz como la Pampa.

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UN GAUCHO ENTRE GAUCHOS El gaucho es un caballero, siendo talvez un asesino. El guaso, preferible quizá bajo ciertos aspectos, no es más que un hombre ordinario y vulgar. Los gauchos son muy superiores al hombre de la ciudad.

Dwin

Difícilmente se habrá dado nunca con un malentendido más insumergible que el recaído sobre la figura real del gaucho. La cantidad de candor disponible es tal, que hasta hoy la gente se empeña en seguir llamando gaucho a cualquier barrigudo y uñudo patrón demagógica o pintorescamente agauchado, o a cualquier buen peón de estancia, de bombacha y pañuelo al cuello, que podrá ser muy jinete y muy matón sin que eso corrija su espinazo de siervo. Si algo puede competir con la fantasía y miopía de los panegiristas del gaucho son las de los detractores. Ninguno de ambos gremios llegará a comprender jamás que del gaucho puede decirse que fue vago, inadaptable a las leyes, ladrón, cuchillero, antipatriota, enemigo de las ciudades —y tampoco se mentirá ponderando su coraje, su destreza innumerable, su estoicismo, su desinterés, su cortesía caballeresca y su pundonor libertario—. La incongruencia que esto parece comportar no existe, siempre que se renuncie a los lugares comunes sacramentados. No es fácil en la biografía de los pueblos dar con uno que haya tenido con su habitat o medio físico una vinculación tan 151


honda V lúcida Corno la del g ('110 con el suyo. La idoneidad para la comprensión intuitiva del desierto , el manejo sapiente de los mil recursos que él posee o propone, le vienen al gaucho sin duda, en parte al menos, del padre indio y del abuelo árabe. Por lo pronto la Pampa, que a los ojos del lego es casi tan pareja y lisa como culo de taba, para el gaucho está amojonada de lomas, portezuelos, bajos, cañadones, aguadas, senderos, rasgos todos que él individualiza y distingue como un montañés sus quebradas y picos. Esa maestría gaucha de la tierra es sólo una respuesta adecuada a exigencias perentorias. Lo que narecen puras habilidades deportivas o circenses son cualidades innatas o adquiridas sin las cuales es más o menos imposible sobrevivir — sobrenadar-- en el piélago de hierbas. Jineteando desde la infancia, uracticando los truculentos ejercicios del cazador desde la primera mocedad, enfrentándose después con el desierto, cruzándolo innumerables veces en todas direcciones y en las más variadas circunstancias, aguantando sus punitivos rigores y sus peligros de muerte, solo siempre o casi siempre —es decir, con la ma y or tensión y exigencia de sí mismo— el gaucho llega a una especie de identificación con su medio y a una certería como bruja en el manejo de sus recursos. Guiarse en la oscuridad por las estrellas o por el olor del viento o sólo por la brújula que lleva adentro, adivinar la mayor o menor proximidad del agua por el sabor de los pastos o por el canto o grito de las aves—, distinguir millares de caballos o tropillas por el timbre del relincho o del cencerro—, cazar perdices con el rebenque galopando previamente a la redonda en torno suyo hasta hipnotizarlas—, echar el caballo sobre el ñandú con tal repente que puede boleárselo "bajo el freno", capear la amenaza mortal de la sed con tal cual raíz recóndita o con el trago de agua encartuchada en las hojas del cardo—, archivar en la memoria, sin confundirlos nunca, millares de pelajes o pisadas de yeguarizo o vacuno, millares de sendas, aguadas y vados—, adivinar por el temblor de las hojas de un árbol, cuando no se mueve el aire ni el suelo, un terremoto lejano —caer de pie en una rodada, con el cabestro en el puño o con tiempo para bolear al montado que huye—, bolear o enlazar un puma —ejecutar un tigre a facón limpio, sin más ayuda que la de echarle un pellón o un poncho a la cara en el 152


momento del salto—, fijar poi el vuelo de los caranchos el nunto donde está cazando el león, —verificar el avance invisible de un caballo montado o suelto, solo o en tropilla, por el latir de su galope en el suelo o por la forma o espesor de la polvareda—, atacar a bolas y cuchillo a un indio para armarse con su lanza, —en zonas donde no crece un árbol ni un arbusto en leguas, atar la cabalgadura en poste soterrado, esto es, en un hueso o el cabo del rebenque hundido en el suelo—, bailar el malambo con espuelas más pesadas que grilletes sin trabarse ni equivocar sus veinticinco mudanzas—, hurtarse a un peligro inminente, echando el caballo al río, con la cabeza emponchada, desde lo alto de una barraca—, gobernar con tal arte el cuchillo que puede herir sin gravedad donde y cuando quiera, tornando casi en simple juego lo que puede ser lance de muerte—, medir sin saberlo el grado de humedad, presión o calor de la atmósfera y presentir los cambios de tiempo con la ágil seguridad del chajá—. Estas y cien hazañas más son posibles porque tanto como frutos de un largo aprendizaje y de una intensa gimnasia, lo son de una idoneidad nativa. El estado mental del gaucho es muy parecido al de la bestia salvaje. Como el gato montés o el pájaro, vela de algún modo aun estando dormido. Está en su casa —al home— en la Naturaleza, y ella apenas parece esconderle sus secretos .Cuando el riesgo repentino se le viene encima como una avalancha, él está casi siempre sobre aviso. Hasta el indio tiene que ponderar la rapidez de su comprensión y ejecución, la exactitud perfecta de su manejo. Con una como estética del vigor, ni el despliegue más profundo o riesgoso parece costarle esfuerzo alguno. La crianza del niño del gaucho es como la del aguilucho. Su cuna, un cuero colgado del techo. Gatea desnudo. Apenas camina, ensaya las boleadoras o el lazo en gallinas o cuzcos. A los cuatro años está sobre el caballo. Algo del instinto ambulatorio o migratorio común a casi todos los animales trabaja al gaucho, aumentado aún por la voluntad centrífuga de la gran llanura. Si el ambiente de pujanza y salud aboca a la acción, la Pampa, que es la tierra hecha camino y tiene, con sus pastos, siempre entregados a la brisa, la sugestión del oleaje, está convidando sin tregua al movimiento. 153


Corno en su marcha el peligro puede venir tanto del huraco improvisador de rodadas corno del horizonte que en un verbo puede humear de polvaredas, el gaucho está hecho a mirar en grande sin descuidar por eso las minucias. Si afuera no hay quiebras ni frondas para la emboscada, dentro de los pechos la irreprochable llanura se expresa en un coraje abierto y sin trampas. La libertad de las fuerzas naturales se traduce en una holgada libertad de ademanes. Es el desprecio de cualquier convención o atadura. Como la tierra, el hombre apenas cree en las fronteras. La necesidad de ir siempre discutiendo con el horizonte lo obliga al espinazo erguido y la mirada alta y eso se refleja en el espíritu. Sobrio en todo, lo que parece amor al lujo en el equipo suyo y de su caballo —plata del puñal, del cinto, las espuelas, el recado y el rendaje—, no es tal sino la necesidad, en el nómade, de llevar todo su poco haber encima. Su salud y sobriedad, su sentido de la medida, no menos que la penetración de su mirada y de su espíritu, explican su ironía, tan sutil a veces, que en los momentos graves precisamente, no se sabe si habla en serio o está burlándose. La finura de su espíritu y su sensibilidad significan, por cierto, profundidad estética. La poesía y la música son para este analfabeto, no lujos, sino necesidades fundamentales del vivir, exactamente igual que para el pájaro. En el rancho, donde faltan tantos utensilios, comenzando por la mesa y el catre, no falta nunca la guitarra. Es preferida al vino que se bebe con prudencia, y al pan que se come ralamente: tiene algo de Biblia y aún de Arca. Como entre los más claros pueblos antiguos —griegos o árabes de la barbarie—, el payador o cantor, traficante de belleza y agente de sociabilidad (es decir, de cultura) es siempre bienvenido en toda reunión paisana y el puesto de preferencia es suyo. Por los días en que nació Guillermo Hudson, Esteban Echeverría, vuelto de París, estuvo algunos meses en la Pampa, y cuando algún gaucho, confundiéndolo con un cajetilla de tantos —un maniquí de la ciudad— alistábase para la pulla, cambiaba de actitud diametralmente apenas oía susurrar. ¡Es poeta El culto gauchesco del coraje puede parecer una exageración deportiva de desocupados o un vicio profesional de cuchillero, 154


pero no hay tal Sino la necesidad de no estar en falta ante los peligros innumerables de la vida pampeana, que hacen de la temeridad la única prudencia aconsejable. El pelear por puntillo de honor o por amor a la fama, no implica propiamente una exaltación del instinto sanguinario, y tanto, que la esgrima gaucha no desemboca con preferencia en la muerte sino en la marca o herida leve, pues se trata ante todo de lucir la baquía y el valor. Los de afuera difícilmente pueden entender eso. Guillermo Hudson y sus hermanos han tenido o tienen relación cori un mozo inglés recién venido llamado Jack, quien, no siendo capaz de soportar las pullas contra el gringo, ha aprendido, para campear por sus respetos, la esgrima gaucha, aunque torciéndola lastimosamente, eso sí, pues no sabe detenerse sino cuando el adversario se acuesta para morir. Nada tiene que ver tampoco con lo ya consignado, lo que se vería más tarde: que bajo la coerción de los patrones-caudillos o bajo la presión desfigurante de la tiranía, el coraje gaucho abortaría en lo peor de lo peor: en crueldad maníaca y alguilona. El recién llegado Cunninghame Graham, habiendo caído en las garras de la gente de López Jordán mientras echaba sus primeros galopes por la Mesopotamia indígena, ha tenido ocasión de ver con sus ojos y sentir en su cuero con qué espontaneidad nace el prestigio de los caudillos, cómo se suscita el fervor partidario de los recién incorporados a la montonera: poniéndoles el facón al gaznate al primer amago de negativa, y obligándolos a degollar al vencido para mostrarse dignos de la causa justiciera y libertaria. En su niiez y en su mocedad el mismo Guillermo ha tenido harta ocasión de comprobar a qué lejana prehumanidad, a qué consuetudinaria borrachera de sangre, ha llevado a sus hombres —mazorqueros o soldados— la pedagogía rosista: añoran plañideramente, en efecto, aquellos tiempos en que podían tener bajo sus rodillas y su facón una víctima joven y delicada y de piel blanca que agoniza, ya agotada toda la infinitud del ruego: "¡Ay, amigo —contestaba el felinizado sicario—, tus palabras me traspasan el corazón— Yo te perdonaría, pero. . . ¿cómo privarme del gusto de sajar una garganta así. . . ?" El alma del joven Hudson se apartaba de tales ex-hombres "como de una carroña". 155


Tardan en venir ya los reparos más inevitables 'e menos calumniosos: su incuria, su vagabundez, su individualismo anárquico. Ya veremos adelante que de tales fatalidades son mucho menos responsables estos descamisados pastores que la herencia y la Naturaleza circunstante y sobre lodo los intereses de los estancieros, nombrados por Dios y la Ley concesionarios de la Pampa con sus vacas, sus caballos Y. . . hasta sus mulitas. Después, hay que en este pleito nunca ha sido oído el abogado del diablo. Digamos en su nombre que no está probado, ni mucho menos, que las civilizaciones, tales como las conocemos hasta hoy, constituyan in tolo un ideal venerando para el hombre, y que impliquen, sin más, una ventaja absoluta y entera sobre los otros estadios anteriores del hombre histórico. La civilización, tal como etimológicamente está sugerido, encierra al hombre en ciudades, o sea, en Paredes 'e ropas y máquinas, que tienden a separarlo de la Naturaleza, es decir, del ritmo creador de las estaciones, del frescor del rocío y del árbol, del latido de las estrellas y de los nidos, de la resurrección cotidiana del alba, y de esa musa que inspira la sangre y el espíritu de lo que vive, la atmósfera sin mancha de los campos. El hombre municipal! "Es, a pesar de todo el tiempo pasado en su compañía —dirá Hudson en Londres— la única criatura de la tierra que no me interesa mayormente. Algún planeta superpoblado de nuestro sistema halló la manera de aliviarse descargando sobre nuestro globo, los millones que le sobraban, y así tenemos esa gente pálida de pies apresurados y mentes ansiosas, perennemente inquietas, que viven secuestradas en monstruosos campamentos donde se hacinan, como hormigas leonadas que no salieran a buscar afuera su alimento, ¡seis millones de gentes amontonadas en uno solo de tales campamentos! Yo he vivido en semejantes colonias durante años sin llegar a perder nunca la sensación de cautividad, de Cxi ho; consciente siempre del peso de mi carga, sin preocuparme en los actos de la innumerable multitud, sus cuantiosos intereses, ideales y filosofía, artes y satisfacciones". La civilización descansa sobre un pacto de ayuda mutua colectiva y una casi infinita división del trabajo, por los cuales el individuo humano, dedicándose a una sola tarea de modo intensivo, se desobliga de todo el resto de la plural actividad humana, 156


que queda a cargo de los otros. En lo que se refiere a nuestro oficio, podemos todavía obrar como hombres, es decir, con algo de conciencia y dignidad creadoras: en el gran resto somos orondos parásitos. Por el contrario, el hijo y crío de la Naturaleza, más o menos carente del servicio de la colectividad o siendo el tal asaz rudimentario, se ve forzado al ejercicio más o menos circular de las aptitudes humanas. Es el hermano de Robinson Crusoe, el hombre que puede vivir semanas o años solitario en un islote desierto, poblándolo con su actividad innumerable como enteramente capaz probándose capaz de bastarse a si mismo. Y eso, naturalmente, implica el desarrollo más o menos completo de la personalidad. El poder ser el todo para sí mismo, el ser él mismo su amo y servidor (sin la mengua del esclavo ni la del explotador de esclavos) le da una independencia de espíritu y una libertad de ademanes que son, sin duda, lo más en la obligación espléndida de ser un hombre. Tanto o más que cualquier otro hijo directo de la Naturaleza, el gaucho puede ser un modelo del género. Domador, cazador, pastor, esgrimista, topógrafo, curandero, cocinero, fitógrafo, zoólogo, talabartero, veterinario, meteorólogo, poeta, músico: un artesano universal, ya se ve, y a su modo, un sabio profundo. En Europa y Asia, y desde épocas remotas, el campesino fue convertido en tributario o siervo más o menos encadenado al señor del feudo o al terrateniente de la ciudad. El proletario de la Pampa fue también totalmente desposeído del suelo, mas gracias a la genialidad de una tierra infinitamente abierta de par en par y a sicopla millonaria de caballos y vacas, pudo hurtarse casi del todo • la ley de los amos y vivir su propia vida. Es casi siempre, pese • sus menguas, un señorial dueño de sí, es decir, un hombre libre. ¿Qué mucho que su porte sea el que le corresponde? "El gaucho más humilde —testimonia Seymour, que no le ahorra reproches—, ofrece una increíble superioridad sobre el labrador inglés más respetable en lo que hace a gracia y desenvoltura. . . y comenzará su conversación como el más culto caballero, usando frases que un campesino de mi país ni soñaría en utilizar". ¿Falta algo? "Los gauchos toman a chanza todo lo relacionado con la religión". Cierto, como consecuencia de lo consignado más arriba, la iglesia tampoco lo alcanzó. El gaucho fue prácticamente un des157


creído, es decir, no se dejó encandilar por la superstición trascendente y muy POCO con las otras. "En los campos —le dijo un gaucho al naturalista Muñiz— naides ha visto mágicas ni luces malas"— Todo sin perjuicio de señalar al mismo tiempo, el peligro que para la evolución del espíritu humano comportan la soledad y la brutalidad del puro campo: "atrae al hombre, lo encanta y lo aquerencia, pero al fin se lo come". Que pese a ser un puro hijo del desierto, el gaucho siente como pocos el vacío inhumano de la soledad sin orillas, Hudson lo sabe mejor que nadie. "Cierta ocasión asistí a un baile en casa de un gaucho y al entrar en una pieza contigua a la del baile encontré una docena de gauchos enzarzados en una acalorada discusión sobre qué vida era mejor para un hombre, si la de la frontera y el desierto, o la de los poblados donde se está a salvo y en compañía humana. Algunos sostenían que la vida de aventuras y peligros era la mejor, pues enseñaba al hombre a contar en todo consigo mismo y a desplegar todo el Poder y la astucia que en sí esconde. Volvíalo más listo para advertir el peligro. para hurtarse a tiempo o golpear antes de ser golpeado: para estar sobreaviso frente a cualquier emergencia, y sobre todo, para cuidar mejor sus caballos. Tal vida hacíalo un hombre, un gaucho —orgulloso de su baquía y su pujanza— y tenía un sabor superior a cualquier otra". "A esto siguió el discurso de la parte opuesta —que tanto me impresionó de un conocido mío, llamado Bruno López. Era un hombre de mediana edad, jugador, peliador y bastante bellaco; pero había algo en él que atraía a la gente, y cuando no estaba de humor agresivo, era muy afable y se ganaba el corazón de cualquiera. "Dijo que nadie conocía mejor que él lo que era la vida de la frontera y del desierto, y a que había pasado años como fronterizo, y también como prófugo de la justicia en el desierto, a causa de percances o desgracias que le ocurrieran. Mas nunca fue feliz. Se sentía contento mientras cabalgaba desde la mañana hasta la noche, o tenía algo que hacer; también él podía soportar el frío y el hambre y la sed y la fatiga al igual de cualquiera. Pero cuando su jornada activa terminaba, cuando vejase solo en el desierto bajo el cielo, o en un rancho en la llanura, sin un alma a su lado, de amigo, mujer, ni hijo, (níonces sentía la soledad. Y la 18


sentía más aún cuando el sol se perdía y las sombras bajaban sobre la tierra; cuando mirando a un lado y a otro tan lejos como podía alcanzar la vista todo era una inmensidad de altos pastizales sin un solo techo ni una humareda de fogón siquiera; y en ese momento justo en que el sol se hundía la perdiz grande llamaba desde el pasto, y otra le contestaba y otra más, hasta que los sones de las llamadas venían de toda la llanura. ¿Qué había en la voz de esa ave que le oprimía el corazón hasta el punto de que a veces tenía ganas de tirarse de bruces contra el suelo y llorar como una mujer? ¿Era que la voz le decía que estaba solo en el mundo?" Por la llaneza y generosidad geniales de la Pampa, pues, añadidas a la colaboración alada del caballo, el gaucho, al revés de los engrillados campesinos de Europa u otras partes y pese a sus menguas, es por encima de todo, eso que constituye lo primero y lo último a que puede aspirarse: un hombre libre, es decir, un hombre. ¿Libertad aislada y salvaje? Claro que sí, y ése es su menoscabo. Como no sabría defenderse coordinadamente, es decir, socialmente, poco a poco se vería acorralado y al fin destruido. Entretanto, el solo goce de esa libertad cimarrona le ha conferido ese señorío suyo que todos advierten desde Darwin a Cmininghame Graham. Como no está trabajado por el fardo llamado obediencia, que encorva el espíritu, ni menos por el interés y el lucro, que le resultan incomprensibles, su rancho y su simpatía están abiertos siempre, como la Pampa. al primero que llegue: "la virtud de poder congeniar con aquellos con que uno se encuentra, se vistan de seda o con pellones. . ", es decir, de "otorgar la dádiva más preciada que un hombre puede hacer a otro, la de su simpatía", dirá un gaucho. Desde sus tiernos días. Guillermo Hudson y sus hermanos han estado en contacto con la gente paisana de la llanura. De ninguno de sus padres puede venirle por herencia o contagio esa superstición que casi todo inglés ha recibido de su frecuentación del Libro del Pueblo elegido y de la sugestión de la Escuadra que aprisiona los mares: la engreída conciencia de gente superior y aparte. Al igual que los criollos, la familia Hudson se gloria de recibir en su casa, como a hijo pródigo, al primer pasante que pida albergue en su casa. 159


Más aún: su niadre llegó a amamantar por un tiempo al recién nacido de una vecina pobre. Guillermo y sus hermanos (con excepción de uno de ellos que padece el olimpismo insular) se han mezclado libremente en sus juegos, aventuras y quehaceres con los gauchitos de los alrededores. El largo muchachote de Quilmes está saliendo de la adolescencia y la convalescencia. No hay duda de que el terrible morbo que le hundió el corazón y la idea de la muerte a plazo corto le han hecho considerar la vida corno un fruto prohibido, es decir han trocado en arrebato su tentación por ella. Está viviendo peligrosamente al día, y por eso su amor es intenso como una despedida. La creencia en el destino ultraterreno es para él ya sólo ]a supervivencia de una superstición cavernaria. Su decisión integral por la afirmativa en la encrucijada hamletiana del lo be or not lo be definen de una vez la fisonomía irreligiosa y pagana de su espíritu. Cree, en efecto, y con toda el alma, sólo en el paraíso terrenal, visible y palpable, es decir, en la gloria de libar la vida (le esta tierra como un picaflor una corola. Por ahora sólo puede dedicarse a prudentes andanzas y ávidas contemplaciones. Algún día en que se halla tirado por ahí a la bartola, en la hierba, absorbiendo la belleza de lo que vive o empefiado en sonsacarle algún secreto, pasa no lejos de él una pareja de paisanos y uno de ellos dice al otro: —¡Pero qué vago es este hijo de Hudson! (¿Cómo podía adivinar un pobre paisano lo que casi siempre escapa a cualquier bien educado filisteo, esto es, que se puede vagar sin tregua o quedarse inmóvil y estar trabajando fructuosamente con la mente y los sentidos?) Pero su salud mejora con la mocedad, y Guillermo comienza a recorrer la Pampa de un lado para otro, en ocasiones durmiendo una noche en cada rancho o estancia, se convierte en contertulio diario de fogones y pulperías, toma parte en todas las faenas v diversiones, como un mero gaucho entre gauchos. A una más ex trañable identificación contribuye no sólo su genialidad de primitivo y lo que absorbió en su voraz infancia, sirio también —y no es poco— su fundamental pobreza o desposesión, sin la cual no hay gaucho de verdad, sino de similor. 160


Gnillcuno hudson viajo o caballo, llevando otro de tiro. Desde su pañuelo de cuello, su poncho y sus espuelas, hasta su recado y su lazo, su atavío es de simple gaucho. Eso sí, lleva revólver ("que en alguna ocasión contuvo el ataque del indio, en encuentro frente a frente"), catalejo y una libreta para consignar sus implacables observaciones. Fuma en pipa. Viaja casi siempre al galope, porque caballo y terreno se entienden para ello, y porque así viajan los demás aquí, y porque así puede beber mejor el aire puro "a bocanadas, como una aspiración de vida eterna", pero sobre todo, porque el galope es para él una especie de numen familiar que atiza sus pensamientos y su alma misma. Pero no lleva apuro. En efecto, detiene su caballo cada vez que precisa para captar a fondo el espectáculo de un venado en azoro sobre una loma estampando contra el cielo el único ramaje que se mira a veces en leguas y leguas de una tierra horra de árboles, o el de la puesta de sol en la frontera oeste en que parece estar cuajándose toda la sangre derramada por tacuaras y facones, o el de un cortaderal en flor, semejante a un paisaje de nubes bajo el plenilunio, y la mar de cosas por el estilo. Otras veces sus ojos se demoran en un rodeo de criollos (no hay otros) con sus palas como de guanaco, y sus astas excesivas como el pico del tucán, y su índole de víbora —más vistoso de colores que naipe desparramado en la carpeta: desde el bayo, el pajizo o el blanco de cuajada al barroso, al hosco o al negro de hollín; desde el negro overo, el castaño overo o el colorado de palo Brasil al chorreado a lo tigre o lunareaclo a lo jaguar. Alguna vez pudo presenciar lo que más se teme en esta tierra, fuera de un zafarrancho de indios— un ataque de toro cimarrón: a dos dedos del suelo los cachos que proyectan sombra de lanza, la cola acariciando un flanco y otro, mientras muge con sus entrañas hilando una hebra de baba con la trompa y el chucho del berrinche le hace tiritar los brazuelos, o escarba la tierra espolvoreándose el lomo en arco, retrocede, resopla y se lanza tan inatajable como el viento zonda. Otras veces, al pasar junto a un remanso o al cruzar un río lo atarea el espectáculo de una manada bebiendo: tiesas de abrojos las crines y la cola, tiritantes de desconfianza los flancos, resaltando el ojo, listos los tendones y ollares al rebufe y la ten161


dida ante una hoja que ho y a o la sombra de un vuelo, mientras alguno manotea tozudamente el agua como cavando en ella un hoyo antes de echarse. Infinitas noches australes han atravesado su huella. Y cuántas veces ha sofrenado o detenido su caballo adrede para contemplar en la noche parejita de estrellas ese blasón del Nuevo Mundo, esa Cruz del Sur millones de años más vieja que la cruz cristiana y las innumerables cruces precristianas. Si hay necesidad descabalga, y maneando el caballo Se echa de bruces para observar con inacabable paciencia un reptil o un insecto en el pasto o se queda de espaldas contemplando horas el vuelo de un halcón o una golondrina, o escuchando el canto de un pájaro, y cuando la noche se acerca, busca llegar a la estancia o el rancho que le queda más a mano, luchando, entre los brincos y ladridos de los lobunos perros, por hacer oír el sacramental A ve María Purísima del saludo. Cuando escucha el Sin pecado concebida, espera que el dueño de casa espante a gritos y lonjazos a la perrada y lo invite a bajarse. Momentos más tarde, y va acomodados y asegurados sus caballos, está en la rue-. da del gran fogón de la cocina, sentado sobre un cráneo vacuno o caballuno, platicando con la gente de la casa, suministrando tal cual noticia o informe, o participando de la cena: puchero de cordero o asado de vaca que se corta con el cuchillo que se trae a la cintura y se lleva a la boca con los dedos. Cuando termina la velada que puede durar un rato o estirarse hasta el alba, el pasajero tiende su cama en el piso con las prendas de su montura y su poncho. Al otro día seguirá viaje o se quedará semanas a yudando en los quehaceres del rodeo, de la hierra o la esquila. Nadie sabrá quién es, de dónde viene, a dónde va y cuándo, si él no lo dice. Alguna vez llega a una pulpería: almacén-taberna-fonda club. Colgando de ganchos se ven estribos, frenos, ponchos, chiripaes, todo del más puro estilo pampa... fabricado en Inglaterra. El pulpero atrincherado detrás de su mostrador con reja. En el palenque los caballos mansos aguantando el solazo y las horas con la cabeza colgada y encogiendo un jarrete. Los redomones manoteando el suelo y sacudiendo las crines, o rebufando a ratos, o clavando ojos y orejas en la lejanía horizontal. El viajero entra, saluda tocando el ala de su sombrero, pide una 162


lata de sardinas y un litro de vino, invitando a servirse en su compañía a los presentes más próximos. Se despide al fin y monta de nuevo. En el camino se encuentra con tres o cuatro gauchos, agitando sus taleros o sus lazos y sus largas melenas con gritos enteramente indios, detrás de una recua de potros semisalvajes que avanzan sacudiendo sus crines y colas, entre bufidos y relinchos, sobre el trueno de los cascos, bajo la nube de la polvareda. Después nada más que pajonales altos como un venado o humildes yuyos soberbios de fragancia. Más de una vez asistió a bailes. Las mujeres sentadas en fila, dignas y calladas. Los hombres de pie. Algunos o varios van formando parejas. El baile es lento y de grave gentileza, pero no sin gracia, entre el floreo de pañuelos y castañetas. (La diferencia mayor entre el indio y el gaucho es que en éste la cortesía con la mujer es fácil como la del gallo.) Afuera, en torno al fogón, atienden los asados, o discuten de carreras o riñas. Sobre la voz varona o mujeril a la vez, de la guitarra, se alza la voz del cantor, una quejumbre aguda, venida acaso de los arenales del África a través de Andalucía. En rueda de fogón o en apartes de ganado, arreos, hierras, bailes o carreras cuadreras, el mozo Hudson, cuyo nombre muchos gauchos deforman o no retienen, llama siempre la atención con sus casi nueve palmos de estatura, sus anchos hombros y sus largos brazos, sus ojos de auténtica mirada de halcón, pese a su suavidad, su nariz recortándose aguileña sobre el rostro semiper(liclo en la sombrosa maraña de la barba, todo bajo el fiero desgaire de la pelambre castaña oscura. Todo traiciona en él una personalidad de intenso y casi in;undable poder, desde la subyugante estampa al aura del misterio de sus ademanes y su conversación íntima y vívida a la vez. Gaucho come todos, aguerrido por y para la soledad y el diálogo consigo mismo, tiene por lapsos aguda necesidad de mantenerlo con el prójimo. Su charla fluye entonces con espontaneidad y empuje de agua que reinicia su curso, con gracia rubricada por el tono, por la mirada, por el gesto. No repite nunca una expresión. Cuando calla, su silencio es tan cautivante como su palabra. En efecto, es su sola presencia la que atrae en redondo las miradas, como la de un hombre que viniera de una tierra de misterio y 163


fl1cavilla que nadie pisá nunca. Cuino i Inibieron es lcdo esperándolo desde años. Atrae también porque él se interesa par los hombres, las mujeres y los niños casi tanto como por los pájaros, y eso no es poco decir. En cualquier caso, su presencia es tónica como un amanecer o como un viento con olor a tierra llovida. De su madre, de origen irlandés, ha heredado quizá la violencia emocional del celta; de su padre la poderosa reserva sajona. Lo demás lo han hecho su nacimiento y su crianza en una tierra anchamente ingenua, poética y brutal. Tiene, sin duda, las mejores cualidades del gaucho. Parco hasta lo estoico, está libre de vanidad, codicia e interés hasta donde un hombre puede estarlo, y es tal su generosidad nativa que ni las peores perrerías de la suerte lograrán enturbiar en (',l la inmaculada voluntad y alegría de vivir. Celosísimo de su independencia, eso sí, a lo gaucho, su cortesía y comedimiento son un respeto por la ajena, y su filosofía aguanta todo menos el que le ostenten superioridad o autoridad. Y desde luego tiene, como sus hermanos de crianza, la misma sed de espacio abierto de los caballos cimarrones y de las aves de paso. (En cuanto a su curiosidad de mundo, es en cualquier momento, azorada y derramada como la de un hombre que ve de golpe, y por primera vez, el mar.) En alguna ocasión el joven Hudson ha presenciado una (le esas boleadas en que los cazadores —cada uno en su mejor caballo, su crédito— se desparraman en todas direcciones, para formar después un desmesurado redondel que se cierra progresivamente sobre un centro indicado, entra de todo: ñandúes, gamas, yeguarizos y vacunos más o menos cimarrones, alguna vez un puma y aún un jaguar. Cuando el cerco se estrecha como un brete gigante, cada cazador carga sobre la pieza elegida, alto sobre los estribos, con el remolino de piedra sobre su cabeza, asustando el aire con su grito araucano: ¡Hu! ¡Huí ¡Huí. , ., más salvaje que el ladrido de los galgos. Cuando las bolas se disparan con zumbido de gran vuelo apuntando a cien varas de distancia a veces, el avestruz o el venado rueda a tierra, sin tiempo de padecer casi, pues ya está sobre él, con un brinco de gato, el cazador con su cuchillo, si no ha llegado primero el perro con sus dientes. Si alguna vez el 164


bieador yerra el iirr, dáljinse sobrr un c& taco la'c ja ,,1 suelo. 1a alzar las boleadoras con la mano o el cabo del rebenque, sin mermar el galope. El acabo del sol marca el de aquella jornada y el apronte para el regreso entre los más cruzados comentarios de las peripecias del día, de aquellos fantásticos cazadores, de fisonomías comidas a medias por la barba y el embozo del pañuelo, de cabelleras caídas sobre los hombros, empequeñeciendo con su porra los sombreros de pajilla o los gorros de manga. De las botas de potro, ceñidas por ligas indias de coloreadas borlas, sobresalen unos dedos que engarfian el estribo del botón como las uñas de un ave de presa. Los afanes de la reciente operación se denuncian en los chiripaes rotosos y en los calzoncillos zainos de barro y de sudor caballuno. Comienzan el desparramo a los cuatro vientos, cada cual con su tropilla por delante y sus cargueros cabestreando a la zaga, si las pieles de pelo o de pluma no van cruzadas sobre el recado. Escoltados por la perrada, los pingos, chorreados de sudor y pincelados de sangre, marchan al trote corto, al son del lloro de cencerros y espuelas. (Algunos llevan de pretal una ristra de alones de ñandú.) En ocasiones se trata de algo mucho menos grato. Un calor pesado y pegajoso hasta el asco trae aplastado al caballo y su jinete. De cuando en cuando algún pantallazo de viento, y el polvo aquí y allá subiendo en caracol. Bandadas de aves pasan a todo escape. De pronto un viento más desbocado que un alud, sacudiendo a locas poncho, pasto y crines, obliga a bajarse. También bajan las tinieblas aunque aún no es mediodía. La lluvia ahora, derrumbándose tan densa y sofocante como una duna, entre relámpagos que latiguean los ojos y truenos con su rimbombo de leguas. La mar de veces, y desde chico, Hudson ha presenciado las carreras de caballos de la llanura, con sus discusiones y alharacas, con sus corredores semidesnudos y de vincha y montados en pelo, cotejando sus parejeros en inacabables y mañosas partidas, y tolerándose uno a otro todas las cucañas: patear el pecho del caballo enemigo, sacarlo de la ruta. tratar de apear al otro jinete empujándolo con un pie metido debajo de su talón.. Guillermo Hudson ha conocido y conoce muchos poetas gauchos. Más de una vez ha visto llegar a la pulpería, o a la hierra 165


o al baile, al trotecito, (un la guitarra terciada a la espalda, nunca cansados de recorrer pulperías y estancias para entretener a la gente y ver cosas y caras nuevas, y siempre recibidos con la consideración que merecen, a más de un pa y ador famoso. A veces se trata de hombres de paz y de trabajo, o de nobles rebeldes forzosos que han puesto en solfa a los tigreros de la partida con alguna vistosísima proeza de esgrima o de caballo. A veces son meros cuchilleros, más o menos temibles cuando no despreciables. Ha conocido también, claro está, en el sur, a alguno de esos rastreadores arribeños de largas mentas, pasmado en silencio de su ciencia misteriosa, Lo ha visto llegar sin apuro, apearse, caminar un rato, agachándose de cuando en cuando en torno a las huellas más intrincadas y confusas que un sueño, en pausa y silencio de misa, echando de tarde en tarde una bocanada de hume, mientras los demás esperan. De pronto dice: "A caballo. Son tan tos montados, tantos sueltos o de tiro y una madrina con cría de Un año. Han pasado anteayer al alba". A nadie se le ocurre poner en duda el dictado. No importa que la rastrillada se borre en un arenal, o un pedregal, o en el lecho de un arroyo; que hayan pasado sobre ella la lluvia, el viento, los días, los meses Él la leerá lo mismo. Como de lo anterior se desprende y como corresponde a un buen paisano del sur, Hudson no se deja estar largo tiempo en un mismo punto. Las libretas en que consigna muchas de sus observaciones son ya copiosas. Uno de los mejores cuentos del mundo figura ya en esbozo en ellas desde el año de la gran polvareda, como dicen los gauchos —1868— cuando "la lluvia cayó en forma de barro líquido". Poco después se halla por la bahía de Barragán haciendo de apuntador, es decir, llevando la cuenta de los millares de ovejas que hace embarcar para el Uruguay un amigo su yo con peones gauchos y un portugués tuerto cuya facha y algunos de cuyos cuentos recordará siempre. Un día se embarca con rumbo al Río Negro. Regresa después de algunos meses. Está va en correspondencia con la Sociedad Zoológica de Londres, a la cual, por intermedio de la de Wáshington, le ha llegado su colección de pieles de pájaros. Dos de éstos, no registrados por Azara, Darwin ni Burmeister, llevarán su nom166


bre: el tirurirú del campo (Cranioleuca Hudsoni) y una variedad de la viudita (Cnpolegus Hudsoni).

Otro día se embarca para el Uruguay, cabalga algún tiempo a través del idílico y dramático país, y vuelve de allí trayendo en su alma el germen de su mejor novela y la música de sus pájaros (ano significa Uruguay "río de los pájaros"?) y la fresca y cálida visión de sus criollas, y la de sus emponchados montoneros vadeando un río como fantásticos pajarracos de laguna. De allí traerá también, ya madura, su filosofía enteramente gaucha de que la civilización encarcela y desnaturaliza al hombre y el que sólo puede lograrse como tal en marital convivencia con la Naturaleza libre y volviendo la espalda a los mecanismos y convenciones de la cultura cristiano-capitalista: "que el tizón de nuestra superior civilización jamás toque tus flores campestres, ni caiga el yugo de nuestro progreso sobre los hombros de tus pastores —despreocupados airosos y amantes de la música como los pájaros— para transformarlos en los abyectos campesinos del Viejo Mundo." Hay un hombre de afuera —tal vez caso único— que conoce y siente al gaucho y se ha identificado con él tanto quizá como el propio Hudson, y que, mucho más mundano que éste, podrá un día formular comparaciones terminantes. Es su futuro fundamental amigo Roberto Cunninghame Graham, la más intensa y avanzada personalidad inglesa de los últimos tiempos. ¿Los gauchos maestros de Graham, hombre de áurea fortuna y sangre de reyes y de las más cuantiosa erudición en paisajes, hombres y libros? Sí, aunque mucho menor por llevar un cinturón pampa bajo el traje de dandy o por ser el más profundo jinete de su tiempo (jineteará en África una cebra en pelo y en Londres, a los setenta y tres años, un potro salvaje), o un impecable cuchillero a espada, o un fanático de la abierta libre vida de la Naturaleza, que por su insobornable espíritu de independencia y su generosidad y magnimidad combatientes que le nermitirán un cija ("adelantándose a su siglo im medio siglo o más". según Conrad), decir a los bienaventurados de la Libra EsLerlina y a sus servidores en la Cámara o en el Púlpito, las más vivas y corrosivas verdades que oyeran jamás, revelando de paso el secreto del genticman, ese modelo de la humanidad de Occidente: "conducirse siempre como si fuera una mezcla de buldog y de mariposa'. 167


Este hombre verá más lúcidamente que I-Iudson. el sentido moderno de "la vida llamada civilizada ("fundada a mi ver en el barro, la sangre y las bayonetas") con toda su indiferencia, sus diarios llenos de nonadas, sus sórdidos anhelos bajo nombres altisonantes, su odiosa riqueza y su pobreza vil. . ." Y un secreto más filoso aún: "El proletariado no tiene patria: todas le son urja misma prisión". Graham, pues, dijo de los campesinos brasileños que él conoció, criados entre la superstición santurrona y la tara esclavista: "los seres más desagradables, ladrones y embusteros". De los tejanos: "la gente más repugnante y mezquina que conocí". De los mejicanos: "espléndidos jinetes, pero no tienen ni el aire indómito, ni el garbo, ni los modales francos y agradables de mis amigos de la Pampa". "Los mejicanos son más bien fanáticos y pérfidos". No alude, cierto es, a las causas de las ventajas del gaucho que están, a buen seguro, un poco en que el habitat de la Pampa, con su infinitud de cielos, pastos y ganados se desasemeja más del de España que los de Méjico y Tejas, y relacionado a su modo con ello, en la carencia o escasez de gravitación patronal y clerical. Don Roberto consignará aún: "Nunca olvidaré el aspecto de los picos que emergían del castañar. Eran como la visión de Río de Janeiro o de ciertos lugares del Paraguay. Sin embargo, creo como Darwin que la Pampa posee más encanto que cualquier otra cosa". La definición que Hudson dará un día de su amigo es la del gaucho: "unión de dos cualidades raras: individualidad intensa y desprendimiento que le permite identificarse con aquellos que más difieren de nosotros". Cuando otro día Conrad, Garnett, Galsworth y, hablen del misterio de Hudson, de ese quid inaveriguable que lo separa de todos sus altos pares de la literatura inglesa, sólo Cunninghame Graham podrá revelar el secreto: "su extraordinaria fascinación, a más de su estilo, su apacible humor, su sarcasmo y su espíritu panteísta, se deben a que fue en su corazón un viejo gaucho de las llanuras". Cierto, en sus treinta años de crianza y andanzas por la Panipa, Guillermo Hudson no sólo ha galopado días enteros con los gauchos, y ha dormido a su lado en el desierto en (5 montura 163


que es tnmbin cuiia y casa, y ha charlado innumc1al)lc noches con ellos, en torno al fogón, contemplando las brasas de bosta de oveja y huesos, sentado en un cráneo de buey "igual a los que se ven en las metopas griegas", o en cuclillas, mateando, fumando, hablando de tigres, caballos o mujeres, de payadas o puñaladas, de avestruces o revoluciones, bajo las frescas estrellas australes, sino que se ha empapado, como los pastos de sereno del alba, del espíritu de los nativos, nativo él también: su lenguaje, sus usos y modales, sus creencias, su fantasía y su ironía, sus sentimientos y filosofía de la vida, en fin. ¿Filosofía analfabeta? Si, pero que expresa el fondo y el p"rfil del espíritu gaucho: su valor, su humor y su desinterés, su claridad pagana, su aceptación altiva del destino, su dura pasión de igualdad e independencia. Hudson lleva en su memoria y en su corazón gran parte del texto de esa sabiduría como cosa propia. — Un buen caballo es mejor que oraciones de santos. — Entre soldados y prostitutas no se estilan cumplidos. — Mis dientes me están más allegados que mi paren te'a. — No gastes finuras diciéndolas a un sordo. — Hasta la hacienda baguala cae al jagüel con la seca. — El zorro que sale de día de su cueva sale para que lo maten. — Nunca llegues a pedir albergue a donde veas perros flacos. — Recula corno la mula la mujer para olvidar. — Es zonzo el hombre cuando uno lo ve de cerca. — En su ley está el de arriba si hace lo que le aproveche. — El que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda. _cTierras? No han de ser cosas de gran valor si Dios les ha dado tantas a los ñandúes. — Somos de los que no cortan aunque los acollaren con un pelo. — En la vida cada uno hace lo que le pide el cuerpo. — A todos nos cabe el lazo y todos clavamos las astas cuando nos llega la hora. — A l tigre es cosa de ganarle el tirón porque es atrevido, pero flojo. — No hay como un buen galope para ventilar las bajeras y i'Cr caras nuevas.

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— Todito no es mugre en el corazón del cristiano. — La justicia que anda a tientas como un ciego que busca algo fuera del tiesto. — La bebida, cuarta de los flojos. — Las campanas dan, dan, dan dando siempre para el cura. nunca para el sacristán. — No hay para engreír a un flojo como el que otro se le achique. — A unque es pobre no es buen hombre. — Nada hiede peor que la pobreza y de ahí que todos se tapen las narices y le huyan como a la peste. — Todos somos carne. Es cierto que algunos somos sólo carne de perro, buena para nada, pero a todos nos duele el latigazo y donde cae brota la sangre. — Y qué tiene un hombre más que otro para que se ponga en lugar de la Providencia?

Guillermo Hudson se denuncia como lo que es —un puro criollo de las llanuras que tutela la Cruz del Sur, hasta en la fachada. Alta y enjuta talla de ave de presa; cráneo de la edad de bronce ("a true Beakerman", dirá el antropólogo Keith), cabellera y barba no rubias, sino oscuras y ariscas; ojos castaños, no azules, y con brillo magnético; orejas anchas y separadas de escuchador pampeano. . . Ya se ve: la Pinta de un gaucho entre muchos. También en el acento y la mesura de su parla, en la sobria cortesía de sus gestos y ademanes, en su poderosa vocación Y su poderosa gracia de narrador de aventuras: y en el aura de misterio que rodea su persona toda. Si penetramos más adentro, ya lo sabemos, el parecido persiste y se aviva. Prefiere el trago con los humildes, porque en ellos el hombre está menos averiado por las convenciones, y porque él ha sido siempre pobre y vive a lo pobre, mas puede alternar con el magnate sin cambiar de actitud interior ni exterior. Su carencia de prisa es grande — slowly! slowly!— , pero su desestima del dinero es mayor. Esto último y su rebeldía y falta de flexibilidad le invalidan para el medro. Su fondo es de esencial bondad, pero bajo "su seria sonrisa" suele esconderse la ironía y el sarcasmo. 170


No cree en Dios y "profesa una franca prevención a todos los clérigos sin distinción de cultos" (Casares), pero cree en lo sobrenatural, como los gauchos en luces malas. Acepta la miseria con estoicismo perfecto, conservando, eso sí, en todo momento, su afición cimarrona a la libertad. De los gobiernos, todos le parecen . peores. Es andariego por vocación y hábito. Un solitario nato, claro es, que como un viejo guanaco, desearía morir solo, mas a pesar de eso, o por eso mismo, lleva, y muy a fondo, el culto de la amistad, aunque defendiendo sus secretos como una fiera su guarida. Su conversación preferida, aún en el destierro, no recaerá sobre literatura, psicología u otros pasatiempos de la contemplación, sirio sobre hechos serios: la Pampa, los gauchos, los malones, y sobre todo, los caballos. Cuando se vaya a Inglaterra, llevará su poncho como un amuleto que conservará toda su vida. Un gaucho, pues, aunque no use chiripá ni cargue boleadoras. Tampoco pulsa la guitarra, pero son esas mismas cosas que los payadores narran o intentan narrar cadenciosamente al son de las cuerdas las que Hudson narrará sin más música que la de su alma. Su arte logrará fijar un día para , siempre las imágenes más vívidas de la Pampa y sus criaturas con la delicadeza y pasión y fruición con que un trenzador autóctono dibuja y borda con fino pellejo de potrillo una boleada de ñandúes en una ancha cincha de cuero. (Sí, es un profundo baqueano y rastreador entre los otros, con un conocimiento más o menos mágico de la tierra y de lo que se mueve en ella, pasado con armas y bagajes a la literatura.) Los últimos seis años de Hudson en su país nativo han trans•currido bajo el gobierno de Sarmiento, es decir, del tal vez más profundo de los americanos del sur. Pese a eso, Hudson no parece saber nada de él; en cualquier caso, no escribirá siquiera su nombre. No es poca lástima. Los literatos de nuestro país dirán que el narrador de Facundo es el antípoda espiritual del evocador de A llá lejos y hace tiempo.

Sarmiento, enemigo del desierto y del estilo de vida que allí se da, de la travesía y el aislamiento del ganado puro patas y cuernos y el nomadismo estéril, del analfabetismo y la roña, viene moviéndose heroicamente para superar todo eso. La impresión ligera es la de que se trata de un reverso de Hudson. Pero eso 171


es 111U(Jo decir, Uu-1 s ms hea es el Casa de chs hombres de un hondo parentesco espiritual, pero que por razones diversas miran la misma cosa desde ángulos casi opuestos. Sarmiento parece ser algo que todavía se mantiene en parte fuera del alcance de sus panegiristas, no digamos ya del optimismo de sus denigradores. Desde luego, asistido profundamente de ese sentido histórico de que carece Hudson, es decir, darwinista de la historia, sabe lo que Hudson se empeña en ignorar: que el Partenón y el drama de Shakespeare y el paraíso canoro de Beethoven sólo han podido darse porque hace sesenta siglos, o más, hombres capaces de una épica mayor que la de Ptamayanas e Ilíadas lucharon a muerte con su cerebro y sus manos por trocar los infiernos fangosos del Nilo en oasis humanos. Y finalmente que el hombre nace cuando supera la zoología inventando herramientas y que éstas son a la raíz de la civilización. Sarmiento sabe también que en el camino del hombre histórico lo que se detiene se fosiliza o se disgrega, y que por eso el salvajismo y la barbarie de la Pampa no pueden ser conservados sine dies. Por eso y porque pese a sus galopes sin traba su horizonte es el de la servidumbre. Sarmiento quiere transformar la Pampa en nombre de la vida y belleza cósmica y también en el de la belleza y la libertad humanas. Que el camino elegido no es el mejor, que los obstáculos serán más profundos que su visión y su voluntad, es otra cosa. Oponer el sí al no del malón y la sequía; despertar alegremente a la Pampa de su sueño horizontal con la erección de árboles y de molinos aguadores; relevar la enjuta vaca criolla con otra de ubre ubérrima; multiplicar los panes en predios y los peces en lagunas; abreviar con el ferrocarril la distancia que el indio y el gaucho abrevian con el galope; acriollar en el Delta el melocotón de Persia y la naranja de Arabia . . . Ya se ve: todo un programa de vida y también de hermosura, claro que sí. (Acaso la de las Dolores y Cletas, y la de los durazneros florecidos. y la de los humeantes caballos, que I-Iudson amó tanto, ¿no vinieron de afuera traídos por la civilización?) ¿Que ni Sarmiento ni Hudson advierten que la servidumbre radica menos en la barbarie chúcara o mecaniza-la que en el escamoteo de la tierra y de la riqueza de Lodos Gr uaas ea;intas manos fenicias? Eso también eÇ cierto. 1172


oanl Por lo dencís, Sarmiento, ¿udes y depués (le pensador bre de acción, es poeta, y el mayor, sin duda, cia la América mestiza. ¿Cómo no iba a vibrar hasta la médula ante la Naturaleza americana y su hombre? ¿La Pampa? Desde luego, y la poesía de la palma real de Cuba, y de las bocas del Amazonas, y de las islas en pleno segundo día del Génesis de nuestro Delta. ¿Amor a nuestra fauna? Es su lúcido y apasionado protector, se sabe, y ha escrito un ditirambo hudsónico de la fuga del ñandú, y propondrá la adopción del boleo de ñandúes de a caballo —el mejor deporte del mundo, según Hudson— como el más auténtico deporte nuestro, y, con rasgo aún más suyo, la adscripción del oso hormiguero al servicio policial de nuestros parques y jardines. ¿Si es sensible a la poesía de los pájaros? Con toda el alma. pajaritos" y otros mensajes alados son los de un Hudson que se levantó antes del alba, mientras todos dormían. Pero olvidamos lo primero: el gaucho está vivito Y galopando en las páginas del jinete cuyano mucho antes que en las del jinete de Quilmes, y El indio Juan Chipaco es el pc'ndant de El ombú. Sarmiento, temperamento archivital, ni si q uiera es ajeno a ese estado que Hudson está indagando y ponderando como nadie: el regreso al puro mundo de lo zoológico en que los sentidos, suspenso el pensamiento, se abren íntegros y voraces al vívido fluir de la Naturaleza. En una (le las páginas más inmarcesibles del castellano, Sarmiento celebra, en efecto, esa gloria prehumana —jy tan raigalmente humana!— del hombre capaz de sacudirse "las muecas y musarañas de la civilización" y entrañarse en lo cósmico hasta "sentirse divinamente bruto". Todo Hudson está ya ahí como el nogal en la nuez. No es que olvidemos que, por boca de Larnb, Hudson voceará más de una verdad de a puño: que las pasiones del hombre no son vicios, corno creen los teólogos, sino cualidades, como piensa Spirioza, que el orden fosilizado de los Incas y el orden podrido del Brasil imperial son peores que cualquier anarquía—. que toda cultura no es tal si no sirve al individuo "que siente que su albedrío es una divinidad obrando en él", que el campesino europeo es un ex hombre frente a su amo. Pero agregará: "aquí el señor de muchas tierras e innumerables rebaños se sienta a platicar con el asalariado pastor, pobre y descalzo . . . sin que los separe ningún 173


sentimiento de clase'". Es decir, el buen I-Iudson comparte una ilusión filistea y un infundio infinitamente farisaico. En Inglaterra conocerá en carne y alma la miseria como pocos, pero se resignará estoicamente (mero gaucho, en esto también) sin insertar su dolor en el de las clases oprimidas. Se apartará pudorosamente del evangelio cristiano-industrial, pero igualmente del espíritu de liberación que se vuelve contra aquél. Tendrá oído para La alondra y El viento oeste de Shelley, pero no para su Prometeo libertado, quizá el más alto poema del siglo. No nos asombremos de tamaña limitación, pues que hasta los más grandes hombres las padecen, y peores. Y Hudson tendrá como descuento la exposición de agravios y doloresque recogerá de boca de los pastores ingleses y que consignará en páginas purpúreas de indignación y coraje justicieros. Mañana, cuando el cosmos social haya ganado su batalla contra la servidumbre material y política, el hombre tendrá más tiempo para acordarse de su alma y también de su cuerpo, es decir de la Naturaleza, que es su hada nutricia e inspiradora.

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MUJERES DE LA LLANURA ¿Qué pañuelo de luto me echas al cuello con las ¿os trenzas negras de tu cabello? Copla de pueblo

A fuer de buen gaucho, el quilmeño Hudson es ya, y será siempre, de una insobornable reserva en todo lo que al amor atinja. Nadie, ni sus propios hermanos, saben ni sabrán nada de él a este respecto. (Y ni los más largos años mellarán esaarista: en Inglaterra, su amigo más asiduo y tenaz, sólo le oirá hablar de mujeres en tres ocasiones —ni una más— en el transcurso de cuarenta años.) Sin duda, el mozo Hudson tiene en el amor las limitaciones que le vienen del ambiente gauchesco y del de su familia puritana. Quizá en el último escondrijo de su espíritu considera a la mujer una criatura irresistiblemente deseable y adorable, pero inferior, incapaz de entender o compartir ninguna cosa realmente seria. Quizá la teme y la temerá siempre un poco puritanamente. Si es cierto que en su niñez y aún en su mocedad, su madre se le ofreció como un vaso colmado de belleza y de nobleza humanas, impresión que los años esclarecerán más —parecida actitud asumirá más tarde su corazón, desinteresadamente, ante alguna otra muestra de excelencia femenina—, también es cierta que sus más profundos amigos ingleses lo considerarán incapaz de la pasión amorosa, si bien con la sospecha de que su pasado podía esconder la explicación y el desmentido. 175


La miseria y soledad punitivas de sus primeros años de destierro inglés, no serán ajenos, sin duda, a su frustración amatoria. Se casará con una mujer otoñal —quince años mayor que él— a buen seguro menos por amor que por hambre de compañía, aunque eso no excluirá un real y persistente afecto. Habrá algo más aún: Cuando la vejez se pronuncie, y el instinto sexual decline o desaparezca, Hudson se enamorará con lo más genuino y fragante de su corazón, de niñas de tres a ocho años. No será, por cierto, amor de hombre a mujer; tampoco ternura de padre o abuelo. Quizá su pizca de ambas cosas, pero obrará en él, sin duda, un elemento aún más extraño: junto con el encanto que tendrá siempre para él todo lo que denuncie cristalinamente la pura y álacre espontaneidad de la naturaleza —como el que engendró su glorioso amor a los pájaros— estará visible en su corazón su codicia de ternura y hechizo femeninos, no anulada sino depurada por algún probable fracaso. Tanto como el precoz instinto maternal, Hudson adivinará en las niñas el no menos precoz instinto (le coquetería. Eso, unido a la gracid. la inocencia y la manantial espontaneidad, bastará para endiosar el misterioso corazón del desterrado. Sólo que esos "amores", apenas durarán lo que el rocío en la hierba matinal. Millicent, Mab, la niña de Crower, la niña perdida, Rosa y Pecosa . . Tez con los matices de las más paradisíacas flores o frutas; aureolas de bucles, más hermosas que las de los santos; vocecitas cu ya dulzura es más para el corazón que para el oído; ojos más para el cielo que para la tierra. "Pasar de las niñas a los niños es entrar en otro reino distinto, inferior y más tosco. Sin duda existen niños maravillosos, pero esa maravilla consiste en una inteligencia precoz. Querer comparar el genio de las niñas al de los niños es como buscar la gracia aérea de la alondra en el gorrión vulgar". (Es el inimitable encanto femenino, pues, descogiendo sus primeros pétalos en el alba lo que embriagará un día de rocío y de luz la vieja alma de Hudson.) Ya vimos a tiempo que Angelina, la gauchita de ocho añn de la estancia de "Los Álamos", en Chascomús, con su blancura sin una peca, su rostro misteriosamete hermoso y sin sonrisa y galopando con el caballo al viento la ma yor parte del día, impre176


sionó tan irremediablenienie al niño Hudson como la chiquilla de Florencia a Dante niño. Con tal propensión y vocación por lo femenino es indudable (1U C el Hudson adolescente o mozo de la Pampa no ha podido escapar a él. No es mucho adivinar que es admirado por las mujeres y que él las admira más y mejor. ¿Cuáles han sido o son las amistades idílicas o los amores entre las mozas color de trigo y a veces color de miel de los ranchos y el joven viajero que se apea en ellos por una noche o por largos días con el prestigio que se desprende de su estatura prócer, de la cortesía secreta de sus modales, de la intensidad de sus ojos castaños y de su charla en el fogón no parecida a ninguna otra? Nada se sabe ni se sabrá, pero han existido o existen fuera de toda duda. Sí, en quince años de vagahundaje pampeano, Guillermo Enrique ha tenido tiempo de anoticiarse bien de la gracia y el corazón de las hijas (le la llanura. No ha podido ser ni es ajeno al influjo de los ojos solares y de la nioreriez de canela y luna de Arabias y Andalucías acriollados bajo la Cruz del Sur. Regando, con la larga y ordeante trenza a la espalda, el cantero o la maceta del clavel, intenso como la pasión, y de la albahaca, que perfuma aún en el recuerdo, o dando de comer a la pollada con el grano o el afrecho en el delantal recogido, o regresando del jagüel, con el cántaro en la cabeza sin ser sostenido por mano alguna, y no sólo sin estorbar sino acentuando el engreído resalto de los pechos y la cadencia turbadora del andar. Así las ha visto v ve. Y en el baile, donde su poder sobre los deseos y sueños de los hombres crece peligrosamente al embrujo de la voz de la guitarra, tan varona e íntima que parece reir y sollozar a un tiempo. El viajero lleva grabadas en su mente las imágenes de docenas y docenas de mozas, unas acercándose con el jarro de agua o el mate cimarrón o dulce, los ojos bajos que no excluyen, por secreta, la insidia traviesa o aviesa del sexo. Miradas claras como el más lindo sí, coqueto balanceo de cabeza como de flor en el aire estremecido, rubor de florecer de duraznero anticip.ido por el zonda, mohín de desdén o burlería, frufrú de la enagua almidonada como de acequia con espuma. Eso y cien quisicosas más que el coplero publica: 177


Si me hubieras avisado cuando te ibas a bañar, yo te hubiera hecho un pocito llenllo de agua de azahar.

Pero también ha visto palideces y crispamientos de Odio o despecho, y algún Pañuelo metido en la boca para ahogar los sollozos, sin que falte de la lista el homenaje de púrpura rendido a alguna hembra de avería por dos puñales celosos. ¿Quién, con sangre y alma mozas, puede escapar más o menos indemne a las insinuaciones e intrigas amorosas de la Pampa, en primavera, por ejemplo, en el nacimiento infinito del herbazal, cuando toda ella es una euforia verdísima, o, por leguas y leguas, un nupcial lecho de flores, y el misterio de lo que vive parece tornarse azul y transparente, es decir, hacerse firmamento, y los vuelos y cantos de los pájaros atan epitalámicamente la tierra al cielo? Menos que nadie el joven Hudson, con sus ojos de veedor implacable y el insondable alcance de su sensibilidad y su imaginación, Hudson que sabe ya, tal vez como nadie, que el gozo de vivir es el numen celeste de la tierra, su justificación suficiente, y adivina sin esfuerzo que el gozo del amor es la cima sagrada del gozo humano. ¿No es un viviente símbolo esa pareja de horneros construyendo su nido con barro y cielo a la vez, entre gorjeos y aleteos de ingobernable júbilo? ¿No parece esconderse el amor en todos los rincones hermosos para chistar al pasajero? ¿Es que pese a las limitaciones heredadas o absorbidas, Hudson ha podido sentir que el odio o miedo al sexo de las morales de sacristía es el odio o miedo a la Naturaleza misma? Por agencia del héroe de La tierra purpúrea, Hudson confesará no su amor, sino su hechizada pasión por todas, todas las bellas cosas de la tierra, desde la verbena al arco iris. "Pero cuando la belleza se manifiesta en el cuerpo humano, agrega, las vence a todas. Posee un poder magnético que atrae mi corazón, un algo que no es amor, pues. ¿cómo podría un hombre casado tener semejante sentimiento hacia cualquiera que no sea su mujer? No; no es amor, sino una etérea y sagrada especie de afecto, que sólo se parece al amor como la fragancia de las violetas se parece al sabor de la miel y del panal". Puede sospecharse que el demonio de la tradición y de la 178


licrencia (tradición interna) le jugará en Inglaterra una mala pasada a Hudson. Descendiente de ingleses es, vale decir, de ese pueblo que también se sintió pueblo elegido como el otro y tuvo durante siglos por libro de cabecera la Biblia donde el terror al sexo y a la mujer no son un secreto. ¿No llega el Talmud a enseñar que "la cabellera de la mujer es una desnudez" y el Evangelio de Mateo (XIX, 12) que el eunuquismo puede iniciar el camino del cielo? El grande hombre. sólo por serlo, es más libre que los otros, pero nadie logra la libertad integral. La inhibición de Hudson aquí parece indudable. Él, que ama en las cosas, como pocos, la unidad de lo viviente, la indisoluble síntesis de lo corporal y espiritual, parece pensar y quizá sentir un día que en el amor de hombre y mujer puede haber algo de etéreo, algo que niega lo carnal... En función de ser el hombre la más erotizada de las criaturas es la más sensible e inteligente, y a la vez su sensibilidad y su inteligencia han enriquecido y ennoblecido su amor por encima de la zoología. Eso es todo. Pero el amor ideal, angélico, vencedor del sexo, es una ilusión traidora y aborta en la muerte blanca o en el diabolismo carnal llamado obscenidad o aberración. Es una fuga que denuncia el viejo terror al sexo, es decir, a la vida misma. Sólo el amor sinceramente humano conoce la castidad y la belleza. Su rubor es el rubor inverecundo de la rosa. La mujer enamorada es la forma más persuasiva de la primavera. (Y la mujer no es en absoluto inferior al hombre, sino somática y psíquicamente distinta y complementaria.) En nada como en el amor humano se cumple la ley: el cuerpo no es instrumento del diablo ni el alma lo es de Dios, sino que la unidad de ambos es el mejor instrumento de la ambición divina de la vida. Podemos maliciar que mientras ambula por la Pampa, su concepción y sentimiento del amor son los que corresponden a un hombre cabal, esto es, no desintegrado por algunas de las perversiones de nuestra civilización, y por ello, están tan lejos lo de la literatura rosa como de la pornográfica o versallesca. Con lo más viril de su alma y su sangre ama a las mujeres, pero no olvida que, acaso, lo más viril del hombre es la ternura. Las mujeres de sus mejores cia iitos y (le su mejor novela no 179


necesitarán, pues, ser inventadas. Las ha visto o las va viendo, a través de su corazón, en la vívida realidad de sus andanzas por tierras rioplatenses, únicas en que Hudson pudo conocer la verdadera aventura de amor, en el sentido externo y en el sentido íntimo del vocablo. (La heroína de "Mansiones verdes" apenas podré contar, pues va a tratarse de una embriagada fantasía selvático-aérea, sin el opulento lastre de realidad de sus otros relatos. El verdadero protagonista allí seré la selva: Rima será mucho menos una mujer que un Dájaro.) ¡Las verdaderas mujeres de Hudson! Son las ingenuas y trágicas protagonistas de El Ombú y Marta Riquelme. Son aquellas dos tórtolas caseras, aquellas mellizas Magdalenas de El niñodiablo. Es, sobre todo, La tierra purpúrea, libro de mujeres preferentemente, antología de criollas de la gran llanura. Es la plácida y como extática Margarita, "el hermoso misterio" de cabellera hechiceramente rubia como la tusca florecida Y de indelebles ojos de nomeolvides. Es Anita, la pastora a caballo, con sus azorados siete años y su tristemente encantadora ingenuidad de pajarito criado lejos de los otros. Es la pálida y suavemente silenciosa Mónica, con sus cabellos y sus ojos nocturnos y sus pies blancos como el alba, que espera en el saucedal solitario al forastero para pedirle un cuento, como Anita, y recoge, para pagarlo, una brazada de azucenas de un color peligrosamente parecido al de su rubor y de su corazón: —"De qué tratará el cuento, señor? Dígame!"— "El cuento. Mónica, será de un forastero que se encuentra con una dulce y pálida muchacha de pie bajo unos árboles, los ojos en el suelo yu n ramo de azucenas roj as en la mano, y cómo esta muchacha le pidiera al joven que le contara un cuento, y cómo él no pudo hablarle sino de amor. amor . . . amor. . ." Es aquella magnífica Dolores que hace pensar al forastero: "Esa sí que es una mujer que yo hubiera adorado", pasional y apasionante como una guitarra, regalada a la vista como una daga en su labrada vaina de plata y, cii la pasión, chispeante y peligrosa como una daga en la pelea. Y apenas citaré a Demetria, salvada de su cautiverio por el héroe andariego, y a la serena y generosísima Candelaria, y a esa Paquita contra cuya incorruptible dulcedumbre de amor nada pueden las convenciones, el odio ni la larga ausencia —porque ya es preciso decir que en Cleta, verdadera flor popular. es decir, del campo gaucho, 180


el genio gaucho de Hudson crea la más peligrosamente femenina de todas las mujeres. Con sus labios irresistiblemente rojos, y sus cabellos irresistiblemente negros, y todas las estrellas bailando y curioseando desde la noche de sus ojos, y su mezcla de abierta ingenuidad y subterránea picardía, y su veleidad y ebriedad de vida que sólo las urracas igualarán, y su coquetería más tornadiza que el canto de la calandria, Cleta, como dice su creador, "haría hervir a sangre tibia (le Ufl asceta". —¡Ay, qué agitada estoy! . . . —dice Cleta al forastero, que seducido por ella acaba de forzar la cerradura del cuarto donde su marido la dejó enclaustrada—; póngame la mano aquí no más y sienta cómo me late el corazón". Pero el mozo, viendo el peligro, quiere encerrarla de nuevo, sin lograrlo. "jLárgueine, monstruo! . . . Oh, no, no, no, usted no es un monstruo, sino un amiguito lindo! .. . ¡Venga! Vamos a sentarnos juntos debajo del árbol". —"Eso sería desobedecer a tu marido". —"Qué importa. Se lo confesaré todo al padre confesor algún día, entonces será como si tal cosa. ¡Uf! ¡Qué marido! ¡Ay!, si usted no fuera hombre casado. . . ¿De veras que es casado usted? ¡Qué lástima! ¡Mire, dígame otra vez! ¿En deveras que me encuentra bonita?" La pregunta se repite dos veces más. —"Soy bonita?"— "Pero eres lindísima, Cleta; tus ojos son estrellas, tu boca. . ." "Ahora sí que está hablando como un hombre inteligente" —"Qué edad tienes, chiquilina? —"Catorce . . . , ¿es eso muy vieja? ¡Ay! ¡Qué tonta fui en decirle mi edad! Una mujer nunca debe hacer eso. ¿Por qué no le diría trece? Hace seis meses que estoy casada: ¡Qué tiempo tan largo, por Dios! Estoy segura que me han de estar saliendo pelos verdes y blancos en toda la cabeza. ¿Y mi pelo, señor? Todavía no me ha dicho qué le parece, y eso qua me lo solté sólo para usted! ¿No lo encuentra muy lindo y suave?" —Deveras, Cleta, que es suave y lindo y te tapa como una nube negra" —"¿No es cierto? ¡Mire, me tapará la cara con él! Ahora estoy escondida como la luna detrás de una nube, y ahora, ¡mire! ¡sale la luna otra vez! Le tengo un gran respeto a la luna. Dígame, santo padre, ¿me parezco a la luna?"

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LA REVELACIÚN l)Fi. DESIERTO Él atrae al hombre (palabras de un gaucho hablando del desierto), lo encanto y lo aquerencio, pero al fin se lo come. F. J. MuÑIz

Desde los años de la adolescencia Hudson ha creído adivinar "el sentido de una inteligencia como la nuestra, pero más poderosa, en todo lo visible". Naturalmente en las ciudades ese sentido se atrofia: "la Naturaleza es sólo el escenario pintado de azul y verde donde el hombre representa su papel". En los nacidos y criados en el campo, un campo más o menos primitivo, el animismo suele estar presente con alguna frecuencia: "Es la sensación de lo sobrenatural en la Naturaleza". Por lo que a él hace, en sus primeros años su goce de la Naturaleza "es puramente sensual". Poco a poco comienza a tener sospechas de que existe algo más allá del goce puramente infantil de las cosas naturales. Más aún: en vez de terminar con la infancia como ha temido, advierte que esa capacidad suya aumenta con los años. Ese sentimiento del cual se vuelve cada día más consciente es un misterio para él. Pero tan fuerte, tan inexplicable, que llega a temerlo, y lo busca, sin embargo. Por los filósofos sabe que es la facultad mística en él la que produce estas curiosas oleadas de sentimientos. Y adivina que eso será una fuente de felicidad para toda la vida. Corre uno de los últimos años de la presidencia de Sarmiento. Guillermo Hudson está pasando el invierno en un rincón per183


dido del valle del llo Negro oI[ugórIico, lejos de la costa, donde la correspondencia —cartas o gacetas— arriba muy de tarde en tarde. En cierta ocasión en que ella se atrasa dos meses, toma un periódico, lee distraídamente los encabezamientos, y casi sin darse cuenta termina por dejarlo. Haciendo más tarde examen de conciencia, cree que el contacto con la Naturaleza, que nunca quizá fuera tan estrecho y envolvente, ha barrido casi por entero sus preocupaciones por la vida pública, por el mundo del comercio y la política. No se alarma por tal descubrimiento, pues piensa que esas preocupaciones, que parecen tan ínsitas al hombre, son después de todo, hábitos más o menos adquiridos o pegadizos, y que el hombre fundamental y universal puede prescindir de ellos como el borracho prescinde del alcohol si se empeña. Sobre todo, le encanta comprobar que su mente no necesita estímulo de muchos telegramas o de la discusión de contingencias políticas remotas para salir de su letargo. Con la mayor parte de los hombres civilizados ocurre lo (JHr con el hermano mayor de Hudson: abandonan en plena ad lescencia sus diversiones y actividades espontáneas, para encerra se cenobiticamente en consagración al ejercicio más o menos esrcializado de la inteligencia, trazando un Rubicón entre lo vital lo racional. Para ellos también el mundo vivo y la carne vi\ son un pecado... Pero la inteligencia es sólo un sector y una resultante de la sensibilidad general y nunca debe amputarse de ella porque es llamar a la muerte. También el animal y aún la nianta, son inteligentes a su modo. Y la inteligencia racional del hombre es en él un minus: sigue siendo mayoritariamente un buen animal, confesado sea sin mengua. Sí, la razón es mucho menos poderosa que la sensibilidad pánica en el hombre, y peor para este si aquélla se aisla ilusamente y busca erigirse en tirana. ¡Oh la locura más loca!, ¡la razón devorando al hombre! Porque la inteligencia verdadera es algo más que puro intelecto. En Hudson la vida y la inteligencia, lo animal y lo humana. no están nunca en contraposición sino integrando un todo, en armonioso y viviente equilibrio como las dos alas en el vuelo. Su vocación de saber y su vocación de vivir son y serán siempre en él una sola. Él siente que quien sufre y goza más 184


conoce niejor. ¿Quién conoce más a la mujer que aquel que ha experimentado por ella las más hondas torturas y los más elevados goces? No sólo que Hudson no somete o sacrifica su vida a su saber —ni lo hará nunca— sino que sus crecientes adquisiciones mentales obedecen al fin único de ensanchar y potenciar su sabiduría de la vida, su vida, consciente de que ésta es el más puro de los misterios y prodigios. Hay una cosa que apenas parece haber sido vista hasta hoy: que el enclaustramiento en la pura vida intelectual conduce ciegamente a lo peor: a una forma de hemiplejia de la persona y de la vida humana. Es lo que Goethe ha querido, sin duda, muy principalmente, significar en su Fausto, despertado a la verdadera sabiduría cuando ya era demasiado tarde. Hudson ha llegado a sospechar desde el comienzo lo que fue dado a tan pocos: que el pensamiento no deshumanizado es también Naturaleza. Alineado en el rango de los más profundos espíritus —Spinoza, Bruno, Goethe, Thoreau— su actitud es de ahora en adelante la de ellos, la única verdaderamente religiosa, a buen seguro: la veneración del alma por lo que está más allá de nuestra razón, pero no más allá del mundo y de la vida. El mundo es nuestro paraíso suficiente. Y si hay algo tan negador y anulador del hombre como los sueños de ultramundo es la explotación puramente técnica e industrial del intelecto. ¿Para qué las hazañas del pensamiento abstracto, de los museos, de los libros y las máquinas, si todo eso sirve para encarcelar y desnaturalizar el espíritu del hombre en vez de dilatarlo? El dominio de la Naturaleza se desvía hacia un objetivo tan dañinamente parasitario que impide toda comunicación interior con ella. Recuerda no poco al sojuzgamiento y la explotación de la ramera por el chulo. El mero intelecto aislado implica un conocimiento forastero y frío, mientras la sabiduría instintiva e intuitiva comporta una profunda simpatía con todo lo que vive. En Hudson, el ansia de saber es ansia de más vida. Ese apetito cognocitivo es una especie de eros pánico, un fervor de comunión amorosa con el todo. Su espíritu no es abeja que libe, corno tantas, en los invernaderos 185


sabios y en ias especiosas dulzuras de la cultura, Sino en los frutos vivos y a veces ácidos de la Naturaleza. Y después de todo, ¿es que el hombre es una criatura decisivamente racional, pese a su desorbitada presunción? Demasiado sabido es ya que su conciencia lúcida es apenas un lunar en el campo de su psiquismo. Y que hay una psiques sombría e indimensa en la cual el hombre, el animal y la planta, y aún el resto, pueden comulgar de algún modo. Hay algo, pues, más allá del lúcido y estrecho intelecto. "Hace mucho que me he convencido de que no hay nada en este oscuro lugar que los hombres llaman la tierra, tal vez en el universo todo, más maravilloso que la mente en sus acciones secretas; también que todas las cosas asombrosas, las apariciones, visitaciones, revelaciones, nuevas y antiguas, mensajes y noticias de extraños sucesos de otros mundos fuera del nuestro, y en otros estados del ser, todos, todos, todos se explicarán si se los indaga con tino en esta misma casi inexplorada soledad de la mente. . Si la sabiduría del hombre no supera el saber técnico y lo relega al papel subalterno que le corresponde, no es tal sabiduría, sino lo contrario. De ahí un embrutecimiento racional, sin duda, peor que el otro. Antes del Renacimiento tal vez no pudo hablarse de eso que hoy llamamos sentimiento de la Naturaleza: ese vago comienzo de conciencia de que somos parte de ella tan insondablemente como la ola es parte del mar: eso que sin pensamiento ni verbo sabe con su alma y sus células, pero que el hombre que ha superado la barbarie, deslumbrado por los productos de la cultura y los poderes de la civilización, tiende a olvidar cerradamente. De ahí esa conspiración fúnebre, esa secesión entre Naturaleza y Espíritu, como si diése ella en la realidad viviente. ¿Cultura, civilización? El hombre pagó y sigue pagando mucho más de lo debido a esas dos hechiceras. En gran parte, cuando menos, su educación significa contraeducación y esterilidad nihilista. Su bella moral casi alada encubre la más fría ' rampante amoralidad. Sus hazañas científicas sirven hasta hoy fervorosamente a la opresión y al aniquilamiento. Quizás sus ambiciosos sistemas filosóficos, como la antigua teología, se parecen no poco al ta-te-ti y al ajedrez. No sólo en su pensamiento sino en su propia vida hay un comienzo de imitación de la máquina. Igual 186


que las sociedades de inspiración teocriIica, la civilización iI1CCLnica —tal corno se viene dando hasta hoy—, implica una deserción del hombre de su propio mundo. Mas para Hudson, el mundo de aquí abajo supera en profundidad y maravilla a todos los cuentos y sueños. Es la verdadera gruta de Aladino para el que quiere usar su lám p ara. Y por cierto que su belleza no es una ilusión del velo de Mab sino el fruto más jugoso del árbol de la vida. Hoy es más imprescindible que nunca que el hombre salve su alma, pero dentro de sí mismo y de su mundo, no desertando de ellos. ¿Es que el hombre moderno ha conseguido superar el egoísmo fúnebre del antropófago? No, sólo ha conseguido disfrazarlo volviéndolo más siniestro. Y, sin embargo, la bondad, manantial y profunda, está también en el corazón del hombre: "El amor dei hombre por el hombre y la ley de bondad activa que está escrita en el corazón, es digna de ser tenida por el más rico de nuestros bienes: bello, además a punto de eclipsar las gemas de los lapidarios y de una tan soberana virtud que el cinismo mismo calla y enrojece ante su luz". Hay un camino errado, pues. La perspicacia de Hudson caerá a su tiempo sobre esa suerte de inmovilidad o fosilización de la mente humana en ciertas tribus salvajes que les atranca el camino de su evolución ascendente, desdicha que los antropólogos achacan a la inhibición producida por ciertos tabús. ¿Y los tabús de la civilización que encubren intereses inconfesables? Hudson sabe que en las originales facultades del alma libre hay más posibilidades de sabiduría que en todas las Sorbonas. Un día hablará de "las escuelas asesinas de la mente", sin exagerar, pero eso sí, como tantos otros, dejando en el fondo del tintero lo que no logrará ver: que no puede ser otra la educación impartida por el Estado, que representa y defiende los privilegios monstruosos de una sociedad de clases, es decir, la servidumbre. Tampoco llegará a ver que el mal no está en la máquina y la técnica (ni totalmente ni quizá esencialmente, al menos) sino en que ellas potencian desmesuradamente hoy el poder de los negreros de siempre, y que, al contrario, gracias a las máquinas, 187


la liberación del trabajo humano, y con ella la del espíritu, se convierte ya en la más alta y veraz promesa para mañana. Al observar la dura lucha de los pioneros del desierto con las plagas de la Naturaleza —aves, fieras, langostas, sequías—, está muy lejos de coincidir con la apreciación tradicional, según la cual la lucha es una fatalidad o un castigo. Por el contrario, lo que a él le duele es el exceso de domesticidad del hombre y el sentido carcelario o mutilador del hogar, de la escuela, del club, del púlpito, de los libros. Lo que los hombres han hecho de la vida puede ser más o menos aburrido, despreciable, odioso o nefando, sin que por eso sea menos adorable.. . Si ya no creemos en la santidad de las leyes de la naturaleza y de la vida, es porque ponemos nuestra fe en ídolos de oro o de humo. En la erudición literaria o histórica, en la arqueología o la técnica, en la teología o la filatelia, la gente busca sin saberlo un lleno de naderías para su oquedad o una cura de reposo para su desasosiego febriciente. En el turismo, en el deporte, en el prurito de velocidad, en el trabajo a destajo, hay un afán de movimiento externo para compensar la inercia espiritual 'y la pérdida del ritmo vivo que nos une al resto de lo viviente, el mundo de la belleza y del espíritu donde moran los dioses siempre. Las ropas y las paredes son un disfraz o un escafandro del cuerpo no menos que del espíritu. La gimnasia militar, la gimnasia sueca o nipona u otra cualquiera hasta hoy, son feas e inoperantes porque creen que el cuerpo es una herramienta mecánica y no una criatura de fervor vital, de energía creadora , de imaginación y voluntad estética, El pie humano calzado COfl zapato inglés o prusiano es ya un pie solípedo, equino. ¿Qué tiene eso que ver con el pie desnudo, con sus complejas y sabias articulaciones y sus hermosas líneas? Nuestro espíritu puede y debe elevarse sobre nuestro cuerpo no como un ramo de flores en un búcaro muerto sino como la llama sobre el leño de que se alimenta. Para el sano en su carne y en su alma la vida no es quizá la felicidad, pero está llena (le felicidades. Y lo que alegra más ingenuamente es lo que debe tomarse más en serio. Y si no podemos va ser paganos, hijos puros de la Naturaleza con la inocencia de los días griegos, ¿no lo 183


podemos ser por una recuperación lúcida con una real conciencia moderna? I-Iudson no cree que la felicidad terrestre sea una ilusión y que el hombre pueda hallar la suya en alturas extraterrestres, como enseñan los teólogos, ni como enseñan los Platones de la hégira burguesa, que se la pueda adquirir con dinero, céctciils o excursiones. Al contrario, la Naturaleza suele poner nuestra felicidad no donde nosotros la buscamos sino en la parte opuesta. "La lucha física y mental es indispensable para la felicidad". Más aún: "Nuestra felicidad suele estar, sin que nosotros lo advirtamos, en lo que llamamos padecimientos". "Es duro vivir en el seno de la Naturaleza indomada o sometida a medias, pero hay en ello un maravilloso hechizo, y no es adulación decir que asombra por su originalidad, y que parece más amable cuando más nos mortifica". De la rama del árbol del mundo cuelga esta fruta jamás gustada por los que temen su belleza ni por el paladar estragado de los sibaritas y los Trimalciones: la alegría purificada por el esfuerzo y el dolor, la dicha madurada por el padecimiento. En la Patagonia, Hudson acostumbra a salir diariamente a caballo de la casa donde se hospeda y alejarse diez o más kilómetros de la orilla del río, hasta hallarse en pleno desierto, es decir, en una tierra sin limites visibles ni previsibles consituída por ondulaciones vestidas de arbustos enanos y espinudos. Obligado por la estructura de la vegetación, Hudson, jinete pampeano (decimos, hecho al galope como andadura normal y única), debe marchar aquí al paso: y eso es como no andar a caballo, pues para él el galope, va lo sabemos, y su choque envolvente y sonante con el vientecillo o viento que nunca falta en la Pampa, es el mejor estímulo para su cerebro, y tanto que casi está seguro de que todos sus pensamientos han nacido atraídos y acunados por el ritmo del galope —como, según los gauchos, atrae la centella . . . (El escondido secreto de Pegaso: las alas del galope sirviendo al espíritu.) Andar, pues, al tranco, es como andar a pie, y eso y no andar es lo mismo para el gaucho. Hudson termina, en efecto, por apearse casi todos los días en el mismo sitio: un pequeño soto compuesto por algunos árboles de mayor tamaño que los del resto de los alrededores. Crecen guardando cierto espacio entre sí, y él 189


deduce, por la lisura y nulidez de Sus troncos, que el lugarejo es o ha sido muy frecuentado por los venados y demás salvajina. Allí se deja estar sentado sobre un poncho o tirado sobre el suelo arenoso, horas y horas, hasta que la sed o el hambre le insinúen la conveniencia o la urgencia de volver. Esto, desde luego, por días y días, casi maquinalmente, pues se le ha hecho un hábito casi inconsciente como en los animales. ¿Qué es eso que lo atrae así? Nada, al parecer. Es cierto que él lleva escopeta, pero la caza que aquí hay —algunas liebres o martinetas, algún venado o guanaco más o menos intangible—, no lo tienta. Tampoco obra el interés estético. El paisaje circunstante es ciertamente el perfecto antipolo del pintado y rizado de las églogas. Nada de verdores plácidos ni de gayas y vivaces corolas ni de arroyos cristalinos de ondas y murmurio: las muy escasas bestias están escondidas; hay pájaros, pero no se los ve y apenas si se los ove alguna vez; el frío es duro hasta hacer doler las manos o la cara. No hay más que lomadas y lomadas, espinas y espinas, gris y gris. Una sola mancha blanca del pecho de un gavilán, que está viendo ahora, rompe tan enérgicamente la sinfonía en gris mayor, que atrae la mirada del visitante no menos imperiosamente que una lucecilla en lo oscuro. La soledad es tan profunda y pura como el cielo. No hay nada que ver ni menos que oír. . . como no sea el silencio, tan soberano, que a ratos se lo siente con rumor como de ruar o colmena. ¿Qué lo trae tan sojuzgadamente, pues? Por q ue un día su atención se vuelve sobre esto que se va convirtiendo en un hábito, y descubre, con la sorpresa del caso, que las horas que pasa en p leno desierto, penetrado de silencio a ratos como una esponja de sal, son tal vez las horas de más misterio, hechizo y gozo que conociera hasta el día. Y siente, y se lo dice, que (le ser posible vivir sin agua como las martinetas, podría convertirse en ermitaño "viviendo entre los matorrales, o en alguna cueva abierta en la roca, llegando algún día, él también, a ser tan gris como las piedras o los árboles que lo rodean . . ¿Qué puede significar esto? El ser un maravilloso sentidor del mundo no le impide a 11

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Hudson ser a la vez un avezado pensador, esto es, ur,senilcior de sí mismo. Se da a buscar en sus adentros y cree descubrir el gran secreto, al fin. El misterioso estado en que el confrontamiento con el desierto puro lo sumerge, implica una reversión a lo salvaje, al horizonte del hombre más arcaico. Y algo más profundo todavía (el hombre primitivo vive en tribu, en sociedad, y ese vínculo social amengua un tanto el vínculo con la Naturaleza prehumana): un descenso al puro horizonte animal donde no hay va ni un vestigio ni un lunar de razón razonante. Es el instinto en su inocencia más pristina, en que el habitat cósmico, la envolvente y entrañarite Naturaleza, se refleja o duplica tan insondablemente como el cielo en un remanso. De ahí el secreto y radioso júbilo que acompaña tal estado, de ahí el olvido feliz del mundanal ruido humano. La abolición del pensamiento lúcido es reemplazada por otra lucidez más vasta, que recupera nuestro parentesco cercaníSimo con el cosmos, rejuveneciendo y acaudalando nuestro ser. ¿Es eso lo que llamaron Dios los profetas y anacoretas? En todo caso, sin esa propensión del ser humano. ¿cómo podría explicarse esa monstruosidad del ermitaño viviendo en la soledad más abismal, en un alejamiento astral de los hombres, sin enloquecer o morir? Porque he aquí que precisamente en el desierto, en la aridez sublime del desierto, la Naturaleza obra sobre el alma del hombre con el cenit y nadir de su energía. En efecto, la Naturaleza salvaje no obra con total eficacia en el bosque. la montaña o el mar, a causa de que el espíritu es atraído por el color, el movimiento, el sonido. En la Pampa, aún sin ningún signo de civilización, el viajero presiente que un día la humanidad llegará con sus rebaños y sus perros,y que el antiguo silencio y desolación no serán más, y este sentimiento, como el de la camaradería, mitiga el efecto de la salvajez de la Naturaleza sobre el espíritu. En los desiertos de arena, tan pura y árida como la ceniza, de Patagonia (como en la adámica desnudez de los desiertos de Arabia, Egipto o Palestina de profetas y eremitas), el espíritu, sin interposiciones objetivas ni subjetivas, entra en comunicación con la Naturaleza de un modo soberano. ¿No es este el eureka de por qué los grandes caudillos del 191


espíritu antiguo, tan salvajes como águilas o chacales, presentían, por su sed de desierto, la inminencia de las revelaciones? La Patagonia le reserva algo más, una visión que endiosa sus ojos quiza como ninguna otra de la tierra. Ocurre después de una lluvia, en que el color del desierto añadido al del cielo nublado, proclaman el triunfo de lo gris, implacable y ahogante como la ceniza de un universal incendio. . . Pero no; sin que él se haya dado cuenta, el arco iris está ya uniendo nupcialmente el cielo a la tierra. Y éste no es ya el simple meteoro de las tierras Comunes, sino por Contraste con la tiranía del gris, una gloriosa liberación, una apoteosis no vista ni soñada de los colores y la belleza del mundo, algo mucho más celestial que terrestre. Por misterio análogo a ese, ocurre que en la desolación más desnuda, nuestro ser puede lograr su comunión más genial con el del cosmos. Pero Hudson ha entrevisto también la otra cara del mismo secreto. Que el hombre es más antiguo que la humanidad , es decir, anterior a la aparición de la figura antropomórfica sobre la tierra. "Somos los sepulcros vivientes de un pasado muerto, ese pasado que fue nuestro durante millares y millares de años, antes de que nuestra vida tuviera comienzo; sus viejos huesos duermen en nosotros muertos, sí, y, sin embargo, ni muertos ni sordos a las voces de la Naturaleza". ¿Comprendéis? Que el hombre es inconcebiblemente más vicio que sí mismo. Y que la tierra sosegada, y el fuego insomne están en nosotros, y el océano con su sal y sus sollozos y su reir innúmero, y el aire que es nuestro almo numen, y la planta y el animal, están con nosotros, y el ritmo de lo viviente que regula nuestro pulso y nuestro respiro. La sensibilidad y la psicología y el pensamiento humanos no son algo opuesto a la Naturaleza sino que se da sólo por ella y en relación orgánica con ella: lo humano no es orbe cerrado sino abierto a lo natural y cuanto más armoniosa sea su Comunión aquél se logrará más plenamente. Somática y psíquicamente el hombre sólo puede realizarse a través de la Naturaleza. Un visionario ambicioso dirá un día que se sentía capaz de ver "a Hudson contemplando a Dios a la vuelta de la esquina". Pudiera haber sido, pero en este caso, Dios es sólo la revelación del misterio de belleza y armonía del mundo. 192


Arniona y no rnera sunia. No sólo cada miembro de la familia humana sino cada criatura y cada forma de lo creado son inconfundibles con el resto, y su modalidad es sacra, y su acción y libertad indispensables. No sólo es preciso el conjunto de toda la diversidad de los hombres para realizar y vivir toda la riqueza humana, sino igualmente la diversidad de todas las formas y criaturas del mundo para realizar lo universal. Resumimos el Todo en nosotros, aunque sólo somos una parte o sucursal de él. Por eso el junco que está inclinado hasta el agua o el césped bajo el peso de un pajarillo posado en él para loar la luz, puede ser o es la traducción visible de nuestra alma mimbrándose bajo el peso repentino de una felicidad.

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EL NIO-flIABL() Para nosotros que vivimos en la A rgentina hay en la mocedad de Hudson un segundo motivo de interés: él gastó sus primeros treintitrés años en esta tierra (he spent his /irst thirty-three years in this country). GLADY S DOUGALL

Desde muy temprano Hudson llegó a la sospecha de que la sensibilidad y la psicología humanas tienen una raíz común con la de los animales; que cotejados con los de éstos, nuestros sentidos, bajo el predominio creciente del intelecto, se van tornando flojos e inoperantes; que como en las bestias, hay en nosotros más sentidos de los catalogados, y que ellos —como el muy zoológico de la orientación, vamos al caso—, no están abolidos, sino únicamente amodorrados, en el ser humano, y en ciertas circunstancias de extrema tensión o de gran afinidad con los de la fauna salvaje, esos sentidos pueden aflorar con la magna potencia de la prehistoria, y ponerse a nuestro servicio. Las proezas legendarias de baqueanos y rastreadores, serían una consecuencia o resultante de tamaño fenómeno, más que la de un largo y porfiado aprendizaje. En los días de Hudson —como antes— la vida de la gran llanura obliga poderosamente al hombre a volcarse hacia afuera, es decir, a la extroversión emocional e intelectual. Así vivieron y así viven los gauchos, en efecto, y de ahí que en ellos el conocimiento de su habitat llegue como a frisar en brujería. 195


La genialidad del medio físico, unida al choque o conjunción de dos altaneras fuerzas humanas —lo español y lo indio— ha fomentado en las campañas argentinas caracteres de una individualidad gigantesca. Los rastreadores y baqueanos están entre los mas señeros, y en ellos la comunicación con la Naturaleza y el m de sus recursos se parecen con insistencia al prodigio. doinio En su libro primigenio, aparecido cuando hudson tenía tres o cuatro años, Sarmiento dio cuenta al mundo levente de algunas de esas novedades milagreras, y la figura de Galibar, incorporada para siempre a la literatura, es sólo una de las ciento que espigar entre las de los magistrales rastreadores arribeños. Y aunque su retrato general del baqueano cobra un nimbo mágico está hecho todo con rasgos concretos de la realidad: "El baqueano es un gaucho grave y reservado que conoce palmo a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él". Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva; él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en el espacio de cien leguas, él las conoce a todas, sabe de dónde vienen y a dónde van; él sabe el vado oculto que tiene un río más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos". "En lo más claro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles, si los hay; se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales, y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice para asegurarlos: Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las viviendas; el camino ha de ir al sur; y se dirige hacia

el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa, y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros". "Si aún esto no basta, o se encuentra en la Pampa, y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, la masca, y, después de repetir este procedimiento varias veces se cerciora de la proximidad de algún lago, 196


para a o arroyo salado, o de agua dulce y sal,'- Cli su bas fijamente". "El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del, movimiento de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos, y por su espesor, cuenta la fuerza: «Son mil hombres», dice, «quinientos, doscientos», y el jefe obra bajo ese dato que, casi siempre, es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto . . Lucio V. Mansilla, enviado diplomático de Sarmiento, ya Presidente, ante los indios de Tierra Adentro, en años que Guillermo Hudson vaga por la Pampa durmiendo cada noche en un rancho distinto, tiene ocasión de matear, a la vuelta del mismo fogón, con Chañilao. "Era un hombre alto, delgddo, de facciones prominentes y acentuadas, de tez blanca, poco quemada; de largos cabellos castaños tirando al rubio; de ojos azules, vivos y penetrantes; de frente ancha, cortada a pico; de nariz recta como la de un antiguo heleno. . ." "Chañilao es el célebre gaucho cordobés. Manuel Alfonso, antiguo morador de la frontera de Río IV. Vive entre los indios hace años. No hay baqueano más experto ni más valiente que él. Tiene la carta topográfica de la provincia fronteriza en la cabeza. Ha cruzado la Pampa en todas direcciones millares de veces, desde la Sierra de Córdoba hasta Patagones, desde la Cordillera de los Andes hasta las orillas del Plata. En ese inmenso territorio no ha y un río, un arroyo, una laguna, una cañada, un pasto, que no conozca bien. Él ha abierto nuevas rastrilladas y frecuentado las viejas abandonadas ya. En la peligrosa travesía donde pocos se aventuran, él conoce el escondido guaico, para abrevar la sed del caminante y de sus caballos". "Ha acompañado a los indios en sus atrevidas excursiones, y muchas veces se salvaron por su pericia y su arrojo". "Sus constantes correrías de noche, de día, con buen o mal tiempo, llueva o truene, brille el sol o esté nublado, haya luna o esté sombrío el cielo, le han hecho adquirir tal práctica, que puede anticipar los fenómenos meteorológicos con la exactitud del ba'ómetro, del termómetro y del higrómetro". "Es una aguja de ma197


reai' humana, su mirada harca los rumbos y los medios rl flhI)os con la exactitud del cuadrante". "Habla la lengua de los indios como ellos, tiene mujer propia y vive con ellos. Es domador, enlazador, boleador, pialadur. Conoce todos los trabajos del campo como un estanciero; ha tenido tratos con Rosas y con Urquiza, ha caído prisionero varias veces, y siempre se ha escapado, gracias a su astucia o su temeridad". "Chañilao no es sanguinario. . Varias décadas atrás, cuando Rosas, en el dominio estrangulante de peones y ganados estaba ensayando su faraónica Suma del Poder Público, se perfilaron en la Pampa las más próceres figuras de paisanos. Melena lacia hasta los hombros, barba y bigotes cerrados, todo negrísimo igual que los ojos, de mirada un sí es no es velado como disimulando su fabuloso poder de penetración, piernas en paréntesis de jinete, mermando un tanto su estatura, pero no su estampa y gestos que denuncian, al que sabe ver algo, una confianza en sí mismo tan adentrada corno una estaca pampa: ese es el celebérrimo indio Molina, que no es tal indio sino un gaucho, ex granadero de San Martín y ex capataz de la estancia de Mar¡huencul de Ramos Mejía, estanciero más audaz y capaz en su trato con los indios que el mismo Rosas, y a quien éste, comido de celos, l)U SO mal con el gobierno, hasta lograr su acusación y detencióri, a consecuencia de lo cual Molina hubo de buscar refugio entre los indios. Como amén de lenguaraz, José Luis Molina es baqueano de envidiables agallas, de entrada no más campeó por sus cabales entre los pampas, y tanto que al no mucho tiempo se vino timoneando un malón tan desbordado que no se salvaron de sus oladas ni Dolores, ni la familia de su fundador inclusa, ni las populosas estancias de San Martín, Las dos islas, Camarones y El Tala, feudos de Don Juan Manuel. Pero habiéndole matado a su entrañable compañero, el Guayreño. Molina riñó con los indios y se les hizo humo en su mejor parejero para venir a tirar las riendas a orillas de la laguna Kakel, campamento del mayor Kornell, quien lo hizo rodear de guardias para salvarlo, pues listo para expedicionar sobre Bahía Blanca, semejante baqueano venía en la ocasión como un ángel. La cotización de su capacidad era tal que el indulto oficial y completo no tardó en venirle y con la firma de Rivadavia, nada menos. El 7 de marzo de 1827 el pueblo 198


de Carmen (le Patagones se encuentra, al despertar, rodeado por cuatro barcos de guerra, desde las aguas del Río Negro, y por quinientos infantes desde tierra: una embajada del emperador del Brasil! Pero los patagónicos no se dejan aplastar por el susto: los cañones de sus barquichuelos, tal vez por chiripa, ejecutan al jefe de la columna invasora, que, decapitada, se desorienta, recula y procura refugiarse tierra adentro, cuando un pelotón de caballería —mero gauchaje lo más— avanza tendido en línea de batalla sobre los imperiales, no sin antes haber metido fuego al pajonal circunstante para equilibrar la desventaja. Veintidós gauchos, mariscaleados por el Indio Molina, son tal vez el ingrediente decisivo del triunfo. Pasado, años después, al servicio de la Restauración, su ponlífice le gratificó un día con un balazo oficial. De no menor anchura, o mayor, es la fama del santiagueño José Alico, brújula de los ejércitos unitarios. Soldado de los ejércitos de la Revolución de Mayo en el Alto Perú, enrolado en las luchas civiles después, se sabe de memoria palmo a palmo cientos de leguas de tierras y de ríos, y gracias a él, en buena parte, las provincias del norte resisten un año contra Rosas, y Lavalle logra salir de Famaillá con la cabeza sobre los hombros. Un día se cruza desde Salta hasta el Diamante por tierras que desconoce en parte, o sea, inventando huellas, con las comunicaciones de su jefe ingeridas en el cabo de un rebenque boyero. Cierta vez empeñado en poner en contacto a Lamadrid con Lavalle y viceversa, escapa por un pelo de uña de caer en manos del tisicón Oribe, que lo hubiera hecho degollar con la más generosa urgencia. ¿Qué lo induce a desafiar tamaños peligros y fatigas? Nada, como no sea la satisfacción de la lealtad a la palabra empeñada, y tal vez el amor a esa curiosidad 'y ese respeto misterioso que inspira. Fogón de gauchos o rueda de jefes, cuando él llega con su lebrel patagón, difícilmente alguien se queda sentado. Otro de los baqueanos de fama mayor (la máxima, tal vez) fue el puntano Sosa, nombrado Pancho el Ñato. En sus días de huelgo en la Patagonia, Hudson ha tenido por un tiempo de vecino a un gaucho de apelativo Sosa, por quien llegó a interesarse vivamente. "Afamado por la acuidad casi sobrenatural de su vista, poseía una vasta experiencia de la vida salvaje de la frontera, al 199


grado de ser requerido como baqueano en la guerra contra los indios. Era célebre también como ladrón de caballos. Su inclinación hacia esta especialidad era fatal, siendo forzoso cerrar los ojos sobre este detalle, de tal modo el hombre resultaba útil en otro terreno, así es que, en general, se le otorgaba carta blanca. Tratábase en el fondo de un zorro utilizado como perro guardián en el momento del peligro, y si bien las víctimas de sus innumerables robos intentaron siempre vengarse personalmente, el hombre había conseguido infaliblemente escapar a las represalias gracias a su agudeza zorruna". De las tantas hazañas que de su singular vecino oyó contar, a Hudson le ha impresionado sobremanera una, a tal punto que no la olvidará nunca, y en sus días venideros —en Inglaterra— se complacerá en referirla a sus amigos más de una vez. En 1861, Sosa, con otros seis amigos más, de su calaña, había considerado prudente mudarse al desierto, entregándose a la cacería de ñandúes a lo largo del Río Colorado. "El día 12 de marzo los cazadores acampaban junto a un soto de sauces en el valle. Bien, a eso de las nueve de la noche, mientras sentados todos en torno al fuego ponían su atención en un ñandú que se asaba al rescoldo, Sosa se levantó de repente manteniendo un instante su mano abierta en alto. "No hay ni un soplo de aire, dijo, y, sin embargo, las hojas de los árboles han temblado. ¿Qué podrá anunciar esto?" Habiendo los otros mirado fijamente los árboles, sin advertir nada, terminaron por reír de él, divirtiéndose a sus expensas". "Sosa se sentó de nuevo, advirtiendo que el movimiento había cesado, pero durante el resto de la noche se mostró mu y preocupado, insistiendo en que jamás había tenido conocimiento de algo semejante, pues, según aseguraba, él sentía el soplo del viento antes que las hojas mismas, y en la ocasión no había habido tal soplo, y mucho temía que aquéllo fuera el anuncio de una calamidad a punto de abatirse sobre ellos". La catástrofe se había ya producido momentos antes, muy lejos de allí, destruyendo la ciudad de Mendoza y sepultando doce mil personas. Pero la atracción de Sosa sobre Hudson obedecía a una razón mayor. "El interés que despertaba en mi provenía del hecho de ser 200


"l hijo de un personaje cuyo nombre figura en la historia de la Argentina. El padre de Sosa era un gaucho iletrado, un hombre de las llanuras, dueño de facultades tan agudas, que a los seres comunes sus proezas de vista y de oído y su sentido de orientación en las pampas monótonas parecían cosa casi de milagro. Como poseía además otras cualidades necesarias a un conductor de hombres en una región semisalvaje. terminó por elevarse a la comandancia de la frontera sudoeste, donde sus numerosas victorias sobre los indios le dieron tal prestigio, que despertaron los celos del dictador Rosas (el Nerón de Sudamérica, según sus adversarios) y a instigación suya, Sosa fue suprimido mediante una copa de vino envenenado." Ya en el último tercio del siglo pasado, el ingeniero Ebelot, un francés muy versado en ajetreos de la frontera sur, conoció a otro baqueano de gran envergadura, comprovinciano, homónimo y pariente de Sarmiento, entonces presidente de la República. "Vino para servirnos de baqueano, montado en pelo en un caballo flaco. Como teníamos que ganar primero el Río Colorado y remontarlo hasta once leguas de Choele-Choel, sin contar las operaciones accesorias de descubierta, mil kilómetros por lo bajo entre ida y vuelta, la cosa me sorprendió. —Tu recado? —No tengo. Es mi modo de viajar. —Harás la expedición en pelo? —He hecho otras peores. —Cómo dormirás? —En el suelo. —Con ese ponchito viejo para taparte? _Qué vamos a hacer? No tengo otro. —Curiosa ocurrencia la de venir sin recado! —Voy a explicarle: Es una idea que se me ocurrió cuando hacía el servicio de chasqui a Patagones. De tres viajes había dos en que me correteaban los indios. Tenía que dejar el ensillado y saltar en pelo en el caballo de reserva, puesto que cada vez estaba en un tris de ser atrapado. Los indios se quedaban con mis recados, y en los comienzos, como un zonzo, compraba nuevos, conforme me los robaban. He suprimido el recado. Todo está en acostumbrarse. —Has hecho ese servicio mucho tiempo? 201


— Tres años. Dos viajes por lies. Un buen trote. —Son sesenta leguas de Bahía Blanca a Patagones? —Sesenta larguitas. —Por qué abandonaste el servicio? —Primero, cuando se acabó el peligro de los indios, se disminuyó el sueldo, que era escaso. Además, esto era un inconveniente para ir a la boleada, —Ibas a bolear, por añadidura? —Muy poquito. ¡Piense usted, doscientas cuarenta leguas obligadas cada mes! Me enamoré de una china de la tribu de Linares, necesitaba plata. Dejé la profesión de chasqui, y me largué a bolear, no más. —Y te va bien? —Me iría bien si no fuese jugador. La última vez que salimos junté mil pesos de cueros y de plumas de ñandú en cosa de mes y medio. —¡Mil pesos! ¿Y no tiene poncho? —Qué quiere? Me han desplumado. Por suerte primero había ataviado a la china."

"Montaba un magnífico caballo zaino. El comandante le ofreció por él trescientos cincuenta pesos. Le contestó con un tono sentencioso: —Para usted no los vale; para mí vale más." Esto es casi todo —es decir, bien poco— lo que sabemos de esos profundos brujos de las campañas argentinas llamados baqueanos y rastreadores, que saben sortear tan impecablemente todos los peligros del desierto, y obligarlo a las más imprevistas ayudas. Ya lo vimos: acercar galopes remotos pegando el oído al suelo, medir el desplazamiento de un bulto lejano usando de mirilla el filo de un facón, deletrear la aproximación del malón en "el movimiento del campo", leer de corrido un rastro o más entre miles y aunque sean viejos de meses, ubicar la cacería del puma por el vuelo o revuelo de los caranchos, guiarse como en el mar por las estrellas o por una huella que los otros no ven, o en plena oscuridad, por el sabor del pasto o el tufo del viento o sólo por la brújula que se lleva adentro. 202


Adrede dejamos para postre el nombre del más antiguo de Tos baqueanos de mentas: fue el que guió a las tropas de Rodríguez y llortiguera en su expedición punitiva contra el chileno Carreras y sus aliados indios. De su importancia privada dice claro la importancia pública de la tarea que se le confiara y el que muriera en una emboscada urdida por Rosas y tramada por los indios, según Rivera Indarte. Se llamaba el Niño-Diablo. La Pampa, para los ojos del lego, es indivisiblemente lisa y una; mas para los ojos zapadores del gaucho está amojonada de lomas, de portczuelos, de bajos, de cañadas, que él solo distingue e individualiza. (La Pampa, vivida con la intensidad y el calor de la sangre, esto es, medida con el amor y el peligro, es de una variedad innumerable.) Así ocurrió también que mientras los poetas de la gran ciudad porteña no vieron nada, o poco menos, Hudson descubrirá un mundo de poesía. La flora, la fauna, la tierra con todo su cielo y sus vientos y sus cardos voladores, y el hombre con sus sueños y su sabiduría, todo, o casi todo, será conquistado por Hudson para el arte. Pero no podemos ni intentamos inventariar tamaña riqueza. Sólo queremos referirnos al más carnal y aéreo, a la vez, de los hijos de su espíritu: el Niño-Diablo. No es dudoso que, ante todo, el Niño-Diablo importa la glorificación del salvaje o el puro hijo de la Naturaleza, y digamos que es la más adentrada y poética que se conozca. Los viejos credos místicos y la civilización mecánica de hoy coinciden no sólo en luchar contra la Naturaleza que ellos llaman exterior. sino en perseguir a la Naturaleza dentro del hombre. Ya sabemos cuáles :5OT los fúnebres resultados, y las formidables revelaciones de la psicología de ho y no significan sino el último testimonio. Hudson dice límpidamente: "La Naturaleza enrola sus elementos, el pájaro, el cuadrúpedo y el insecto contra el intruso detestado cuyo modo de vida no está en armonía con el suyo". La Naturaleza, en el interior del hombre, reacciona mucho más agudamente. Contra todo lo que dicen las viejas religiones y las morales hasta hoy, debemos venerar al venerable animal que hay en nosotros. No ahoguemos al hombre salvaje que hay en nuestro fondo, porque él está en contacto con la fuerza, la gracia y la inocencia de la Naturaleza. En él reside la augusta dignidad del coraje humano: es la raíz de todo heroísmo. El inmaculado es el valor limpiainstinto viril —resistencia coraje, 203


illeilte Salvaje, y es el que pernifie, por ejemplo, al sabio poseedor de una verdad desafiar siglos de error y violencia y millones de opiniones contrarias. Así el salvaje sirve a lo mejor del espíritu. Pues la raíz primaria, el pie americano, es el patrón que permitirá al vástago civilizado, injertado en ella, prosperar y dar nobles frutos. En el Niño-Diablo, ese mozo enjuto y de suave rostro aceitunado que lleva al par blancas botas de potro y vincha roja; que no es indio, pero conoce todos los secretos de la tierra india; que a ratos casi no parece un gaucho, pero tiene toda el alma de los gauchos; que, sin duda, no es de la familia de los halcones, pero se parece enormemente a ellos por la certería del ojo y el bote; en esta figura del Niño-Diablo su creador ha metido, queriendo o sin quererlo, todo el espíritu de la Pampa. Figura única, pues, aunque parece a ratos estar hecha sólo con la materia con que se hacen los sueños, para recordar a Shakespeare, sus rasgos responden, todos, a lo más real y genial de la gran llanura. Por lo pronto el Niño-Diablo es la cifra y flor de la baquía gaucha, de la profunda y cuantiosa erudición gaucha de la tierra. Hijo (le familia gaucha, exterminada por los indios que lo raptaron a él cuando tenía cinco años, pasó seis en las tolderías, pues no esperó tener más que once para burlarse de sus raptores esca pando sobre sus mejores caballos rumbo a sus pagos nativos, sin más guías que el sol y las estrellas. Desde entonces, o poco después, pareció entrar en comunicación con todos los secretos del desierto y también de los hombres. Conoce de cañadas, arroyos, portezuelos y aguados, de vientos y nubes, de estrellas y de huellas, como el mejor baquiano y el mejor rastreador. Pero no es eso sólo: bajo un perfecto aire de indiferencia y de descuido, vive sin tregua sobre el ¡quién vive!, en intensidad de acecho tan hondo que su relación con la Naturaleza c inmediata y directa y parece reflejarla en su alma hasta en sus más íntimos detalles. "'Cuéntenos, Niño —le dice en el relato uno de los interlocutores—, qué vocecitas, delgadas como el suspiro de un mosquito, oye usted venir de este gran silencio? ¿Es que mamá comadreja en su cueva ha puesto a dormir a sus hijitos, mientras ella sale en procura de un nido de calandria? ¿Se lin topado el zorro y el peludo para convdarse flun\ I)iUl)O (lO 204


fuerza y astucia? ¿Qué está diciendo en este momento el lechuzón a su prenda en alabanza de sus ojazos verdes?" Sí, el Niño-Diablo puede saber todo eso porque él no vive sobre la Pampa sino en su seno, es decir, conoce desde adentro y por larga y cálida convivencia —no por el frío estudio forastero del naturalista— la vida de cualquier criatura de la madre Pampa, y también porque su oído, su vista y su olfato tienen la delgadez y la penetración que sólo alcanzan en ciertos animales. Y no es todo aún: el Niño-Diablo es tan de la familia de todo lo que vive y se mueve en la Pampa, que todos lo dejan llegar como pariente cercano: "Cuando él se aproxima, los perros no ladran. . . ¡Vaya a saber por qué! Sus pisadas son tan suaves como las de un gato; el caballo cimarrón se vuelve manso con él". ¿Qué mucho, pues, que pese a codearse hora a hora con los más intensos riesgos sepa sortearlos con la limpia seguridad conque un gato cae sobre sus patas? "Siempre en medio de los peligros. no conoce aún lo que es un daño ni un rasguño. ¿Por qué? Porque se abate como el halcón, pega su bote y parte. El cielo sabe a dónde!. . . Amigo, he oído que una vez, hace tiempo, le ocurrió un contratiempo a la luna, pero del Niño-Diablo nunca he sentido cosa parecida". ¿Que el Niño-Diablo es "un hombre entre los hombres como el halcón entre las aves"? Sí, pero es desde luego un gaucho entre los gauchos aunque con mayor largura en su intrepidez y su garra. Su diversión favorita consiste en arrear cualquier día su tropilla hacia los toldos, arribar allá como un desconocido, oír cortésmente las amenazas de los indios contra el Niño-Diablo, y hacérseles humo. catequizándoles "sus mejores ponchos y prendas de plata y la flor de sus caballos". ¿Qué mucho que siendo un gaucho lleve la poesía hasta en el tuétano? Cuando llega al rancho de nuestro cuento, el Niño se niega a dar noticias del malón reciente, pero se deja secuestrar gustoso por los niños que lo consideran pertenencia suya no bien lo ven entrar. "Y ahora, ahora —se decían— terminaría aquel maravilloso cuento, tan largo de contar, de esa niñita perdida en el desierto, solita su alma y rodeada de todos los animales salvajes que se habían reunido para discutir lo que harían con ella". Y el narrador tiene tal arte, que hasta los ma yores escuchan sin querer


cuando él pone sus más elocuentes dichos. "sacados todos de su cabeza, en los labios —o picos— de los diversos actores: pumas, ñandúes, venados, carpinchos y demás familia". El payador o cantor de la llanura mueve al son de su guitarra no sólo el desfile de sus aventuras, pintoresco o terrible, sino que tiende a mostrar el lado amable de las cosas, y aún, alzándose a lo general, a expresar su filosofía de la vida. Pero él no es un puro varón estético, ni representa un mero valor ornamental o gárrulo de la vida gaucha: no, es como el que más, un hombre que vive sus días con la variada y riesgosa intensidad que exige la gran llanura. A propósito, ha cobrado largas mentas aquel cantor cuya hazaña hípica —tan vistosa y desenfrenada como el arco iris— repetirá el general Hornos pocos años después: cantando se halla a orillas del Paraná, con ancha delectación de sus oyentes, cuando anoticiado bruscamente de la aproximación de la partida policial salta sobre el caballo, y echándole mientras marcha el poncho sobre los ojos y clavándole las espuelas, lo lanza desde la barranca al río que corre varios metros más abajo y logra llegar salvo a la otra orilla. El Niño-Diablo, intenso hombre de acción, es también un profundo poeta. Para él la naturaleza pampeana no es un cuadro o un tapiz sino una fluencia tan invasora como un río. Está en comunicación con lo clandestino de todas las criaturas y al tanto de todos los secretos. El Niño-Diablo no es un cantor, pero tiene, como los cuentistas populares de Oriente, el verbo ingenuo y maravilloso, el don de revelar el más allá de magia que esconde lo vulgar, y últimamente, la pura alegría de vivir. La altiva resignación del gaucho a la fatalidad no excluye una tensión sin tregua por imponerse a las contingencias, por no entregarse sin luchar hasta el último latido. A su vez, esa disposición a arriesgar en cualquier momento, al parecer sin pena, la vida, es en el fondo prurito de vivirla en intensidad y belleza. ¡Amor pagano a la alegría de vivir! Porque si el dolor puede ser a veces estímulo de vida, la alegría es de suyo afirmación de vida, vida en desborde. El Niño-Diablo, travieso y feliz aún en la tragedia, es la más clara sonrisa de la clara Pampa. 206


Pero en ningún momento el alado jinete denuncia mejor su entraña gaucha que cuando, en una efusión de anticipada gratitud,

el hombre cuya mujer va a salvar él de los infieles, le ofrece tierras y la mitad de sus ganados. "Reses! —contestó el Niño sonriendo y arrimando un tizón a su cigarrillo—. Tengo bastante qué comer sin necesidad de molestarme cuidando ganado. En cuanto a tierras, si Dios les ha dado tantas a los ñandúes, no han de ser cosas de mucho valor para un hombre". Y como era de esperarlo, el Niño-Diablo no se muestra insensible, sino al revés, a los encantos de aquélla cuyo elogio —sin creerlo indigno de su vida combatiente— hizo el duro Martín Fierro. Y tanto es así, que cuando despreció tierras y vacas, su ofertante supo buscarle el lado flaco: "Vea, amigo, aunque usted mire en menos las cosas que otros aprecian, tome ese pedazo de terreno y ese rancho; hágalo por la niña Magdalena, de quien está enamorado. . Mas no es menos cierto que, en última instancia, el NiñoDiablo rebasa el horizonte de la vida gaucha para convertirse en el genio mismo de la Pampa. No sólo está quito de los intereses y obligaciones forzosas de los demás paisanos; no sólo contesta sonriendo cuando le preguntan de las lanzas indias: "Nada sé, ni menos me importa, de nubecillas en el horizonte" . . sino que omitiendo el sacramental A ve María Purísima en la puerta de los ranchos, entra callado como una sombra o como un ra yo de sol. Es que él es una síntesis perfecta de realidad y de magia. Un hombre de carne y hueso y viento a la vez: una especie de Ariel con botas de potro. Todo el misterio, maravilla y libertad de la Pampa se resumen en él: la juventud y alegría inmortal de la Naturaleza.

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VALERIO DE LA CUEVA • . usted conoce bien todos los abusos y jodas las desgracias de que es víctima esta clase desheredada de nuestro país. Carta de José HERNÁNDEZ a JosÉ MIGUENS

Buenos Aires, ciudad, estuvo desde el comienzo en contra de la gente de la campaña, actitud que, impecable e implacable, se expresa 'ya en el criollo Hernandarias (como lo llaman simpáticamente nuestros historiadores patrios), el criollo Hernandarias que es el primero en vocear su repulsa a esos "mozos perdidos" que dando la espalda a la familia y a la villa e internándose en la campaña al amor del ganado cimarrón dieron origen a la desparramada tribu de los gauchos. La ciudad era una mera sucursal de España, mientras en la campaña estaba naciendo la América futura. Hernandarias, en coincidencia con los cabildantes, declaró que todas las tierras de carne llevar pertenecían a su suegro Garay y adiateres, es decir, a sus descendientes: nadie, sino ellos, puede vaquear, comprar, vender o exportar corambre. Es claro que los mozos perdidos replicaron con el contrabando al monopolio de astas y pezuñas. Todavía no existe la estancia sino la vaquería, es decir, los llamados accioneros consideran a la Pampa su exclusivo coto de caza de vacas. Pero el derecho de vaquería, transmisible por herencia o venta, al procurar fijar sus límites sobre el terreno, ensayando el rodeo, fundó la estancia. (Ello era también aconsejado 209


por la merma del ganado, pues fuera del cuatrerismo indio o gaucho, la cinegética vacuna de los accioneros resultaba más asoladora que una epizootia.) Sin embargo, ni la ciega explotación de los indios de las encomiendas ni la ciega matanza de vacas rendía tanto como el comercio privilegiado. Los monopolistas dueños de casi todo el metálico circulante y del sedente Cabildo a la vez, hallaron modo —el más puro modo cartaginés— de ocupar ejidos y tierras realengas y desplazar a muchos accioneros y encomenderos de poca pecunia, iniciando ese monopolio de la tierra que Rosas, el restaurador de la ley de la colonia, propulsará en grande, y que sus sucesores liberales completarían fraternalmente llevándolo a su perfección canónica bajo Roca. Naturalmente el poder oficial —la ley y las armas— estuvo desde el principio al incondicional servicio de los faraónicos estancieros Se creó un cuerpo de polizontes de campaña integrado por voluntarios forzosos, de vistoso uniforme, pero sin sueldo: los blandengues. Todo lo que contradijera los intereses estancieriles, quedaba fuera de la ley y de la moral. Los labradores que aventurándose más allá de los ejidos se atrevían a cultivar la poca tierra que quedaba olvidada entre dos grandes feudos eran poco a poco estrechados y estrangulados. La agricultura, que en la historia casi siempre ha hecho de puente para poder salir de la barbarie, fue aquí excomulgada o poco menos. Entre los diez mil hijos de Buenos Aires en el siglo xvii, sólo hay treinta y tres labradores. La población rural cristiana de la Pampa quedó dividida en dos sectores: de un lado los estancieros y sus sirvientes (esclavos o gauchos sometidos) y del otro los gauchos propiamente dichos que persisten en su perversa obcecación de creer que vacas y caballos son frutos espontáneos de la tierra a que todos tienen igual derecho, Los tales acostumbran llegar a las estancias por la época de la hierra o no llegan nunca; viven de lo que matan para comer (con marca o sin ella) y del pequeño comercio con el pulpero volante o el acopiador contrabandista. Para ellos la Revolución de Mayo no significó ventaja alguna. sino al contrario. Con los puertos libres y el incremento exportador que fue su consecuencia (no sólo de cueros sino de 210


carne embalsamada en los saladeros) las dueños de las estancias duplicaron su celo en la defensa de un haber trocado súbitamente en Potosí inagotable. Pero a su vez la cesación del contrabando y sus vigorosos afanes trajo la desocupación del gauchaje suelto. ¡No hay ocupación en la Pampa para los gauchos libres! ¡Qué queréis! Cuatro peones y un capataz pueden regentear miles de reses en la Pampa y no se olvide que muchos estancieros tienen aún esclavos y que todavía la constitución bonaerense de 1854 legalizó tan africana ignominia. Desposeído en absoluto de la tierra y desocupado forzoso, el gaucho debe vagar un poco a la deriva. No se trata, pues, de que el gaucho no tenga apego al rancho y a la tierra donde éste se alza porque lleva el demonio de la holganza y de la andanza dentro, sino que el no poder asentarse en tierra y casa propia, lo empuja a la incuria y la vagancia. Repitámoslo: como el latifundismo es, doquier se presente, sinónimo de despoblación y de disociación, ocurre que el monstruoso privilegio de los de arriba en el reparto de las tierras es lo que condiciona trágicamente el aislamiento, la dejadez y el nomadismo gauchos. Y su frialdad patriótica. Y su encono contra la ciudad, que es encono contra los cresos opresores, no contra la civilización.

Pero no sólo la agricultura fue mirada en menos. También la artesanía, que fue en buena parte esclava. Y la pequeña actividad industrial de las ciudades litorales —barracas, saladeros, talabarterías, jabonerías, curtiembres— era un mero apéndice de la producción campera. La estancia es, pues, la institución económica madre. (Ya veremos su trascendencia política). Y tanto que con sus frutos —cueros, carne, sebo, cerdas —se paga toda la importación: desde la verba mate paraguaya y el azúcar cubana, a la quincalla y los trapos de Europa. La interdependencia de estancia y ciudad es evidente. Los estancieros, dueños (le la riqueza viviente y mugiente del país, y que viven casi siempre en la ciudad o tienen vastas relaciones en ella, son los amos potenciales o efectivos. Ni decir que la mayoría de los más rechonchos residentes ingleses de la plaza vio desde el comienzo la conveniencia de ser 211


mercader con una mano y estanciero con la otra y explotador con las dos. Así, por fatalidad implícita en las entrañas del régimen económico, por tradición familiar y social, por herencia psicológica, por el apoyo de la ley y del gobierno, el estanciero argentino debía ser y fue algo fraternalmente parecido al encomendero antecesor y el patrón negrero del Brasil. Sobran, a propósito, testimonios autorizantes. "El dueño de treinta mil cabezas de ganado sólo entrega al fisco el valor de cuatro novillos" (D'A ngelis). "Los estancieros vivían aislados en sus dominios como señores de raza privilegiada, incomparables con las turbas desparramadas que los servían" (J. A . García) "El estanciero de esos tiempos lo fue todo . . . reunía en sus manos todos los prestigios del gobierno político, de la justicia y hasta de la iglesia" (J. M. Ramos Mejía). "El hombre de las campañas —opina finalmente el general Mansilla, sobrino de Rosas— se consideraba oprimido hasta cuando el mayordomo o capataz era manso, por una autoridad ausente, el patrón, que vivía en Buenos Aires o en la capital de la provincia. Era la servidumbre, y qué servidumbre. El patrón o sus representantes podían cohabitar con las hijas y hasta la mujer del desheredado. ¿A quién ocurrir? O se hacía justicia por su propia mano o agachaba la cabeza". Que los gauchos nunca fueron ni pudieron ser propietarios, ya lo sabemos. Pero durante la colonia, pese a las correrías de los blandengues, y gracias a la dadivosidad de la tierra y del contrabando, pudieron vivir de las migajas. Eso cambió de golpe desde la Revolución, vale decir, desde el libre comercio cori el inglés, el brasileño y el cubano. Y se agravó aún más, a poco, con la instauración de los saladeros, que permitió exportar carnes, no sólo cueros. El alma ortodoxa de los estancieros sintió fervorosamente la necesidad de terminar con esa herejía abominable que significaba el cuatrerismo, esto es la supervivencia de esos paisanos que estaban de sobra en el desierto verde. El celo mahometano de los hacendados encontró su intérprete más prócer en el grupo Rosas y Terrero, por inspiración del cual, el gobierno dictó ese decreto del año quince, llamado "brutal" por el historiador Juan A lvarez. Todo paisano sin propiedad es dedo212


rudo sirviente y obligado a llevar como salvoconducto una papeleta de conchabo de su patrón, so pena de declarárselo vago y corregirlo con cinco años de servicio en el ejército. (Cinco años

que podían convenirse en treinta si antes no lo jubilaban las balas o las lanzas). Digamos de paso que como todos los caudillos argentinos fueron hijos de familia de pro y estancieros por añadidura —Facundo, López, Rosas, Urquiza, López Jordán— ya podía sospecharse el abismo que separaba a estos apóstoles millonarios de las chusmas desheredadas que los seguían . . . a la fuerza. El rigor de la ley arreció, pues, junto con la propaganda catequizante en el designio de la pesca de los gauchos para integrar los ejércitos de los dos bandos políticos en que se dividió la clase dirigente: "unitarios" y "federales", o para cebar el personal de los fortines en la guerra de los terratenientes contra el indio. Nada más ilustrador al respecto que la biografía política de don Juan Manuel de Rosas, quien, con beneplácito del gobierno, comienza militarizando sus peonadas bajo una disciplina archiespartana para defender sus vacas de las voraces lanzas indias e intervenir en las contiendas civiles a la vez, y termina en el gobierno, organizando populosos ejércitos de línea con la carne de cañón de negros, orilleros y gauchos , que nunca más volvieron a sus casas sino por algún descuido benevolente de la Providencia. Guillermo Hudson, que conoció a los gauchos como sólo otro pajsano de la época, José Hernández, logró hacerlo: es decir, por dentro, no sólo por fuera, dejaré estas tres verdades tan inapelables y claras como las Tres Marías: 1 El gaucho carece o carecía en absoluto de todo sentimiento de patriotismo y veía en todo gohsrrzante, en toda autoridad, desde la más alta hasta la nuís bola, a su principal enemigo, y el peor de los ladrones dado, que no sólo le robaban sus bienes, sino también su libertad.

Es decir, los gauchos acertaron a tientas con una verdad que s6o los más temerarios pensadores se han atrevido a ver: esto es, que el mejor gobierno no es el que gobierna menos, como dice Paine, sino el que no gobierna en modo alguno, como dice Thoreau. Nada le importaba al gaucho —prosigue Hudson— que su país fuera tributario de España o Inglaterra o que la persona designada por alguien alié lejos tuviera los ojos negros o azules. A l 213


terminar La dominación española se cié que ¡zubia írausfcrzd'u su odio a las camarillas gobernantes de la pseudo-república.

Lo cual significaba que los hijos de la Pampa columbraron que el gobierno o estado representa sólo los intereses de los expropiadores, y que la explotación y la servidumbre no cambian con un cambio de escarapela: es decir, vieron que el terrateniente argentino, muy nuestro, muy criollo y a veces hasta de poncho pampa, era el hermano siamés del encomendero español. Y esta es la tercera proposición de Hudson: Cuando los gauchos se adhirieron a Rosas y le ayudaron a escalar el poder, se imaginaron que íl era uno de ellos y que les daría aquella absoluta libertad para vivir sus propias vidas a su modo, que era su único deseo. Se dieron cuenta de su errar cuando ya era demasiado larde.

Vale decir, que, según Hudson, el agauchamiento ostensible del Restaurador fue una pura chicana demagógica. ¿Qué? Si él mismo se lo había confesado en 1829 al diplomático uruguayo Vázquez: "me pareció que en los lances de la revolución los mismos partidos habían de dar lugar a que esa clase —"los hombres de la clase baja, los de la campaña— se sobrepusiese y causase los mayores males, porque usted sabe la disposición que hay siempre en el que no posee, contra los ricos y superiores. Me pareció, pues, muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerle. .

La conclusión es clara como un mediodía pampa y repite una añagaza vieja como la historia: Bajo su poncho de apóstol de los gauchos, Rosas es el que debía ser: el ventripotente ángel guardián de los estancieros. En cuanto a la condena a fortines —avatar pampeano de la antigua condena a galeras— nunca fue más descomulgada para los gauchos que bajo los enemigos y sucesores de Rosas, quienes so capa de no pocas franquicias y progresos evidentes continuaron el gobierno ortodoxamente estancieril del predecesor. La civilización moderna —según ellos— no era compatible con la presencia del indio en la Pampa, que además de tragón de yeguas y vacas era enemigo de Cristo; había que limpiarla para entregarla al progreso y... a los fieles, es decir, a los favoritos del gobierno y de la clase de los brahamanes en general, pues a los innumerables rotos de abajo no les tocará una meaja. aunque ellos pondrán el cuero. 214


llosas y sus reenp]azaiilrs en el oheriio coincidirm iutiniuznente en algo que es dogma clandestino de toda la clase estancieril: La necesidad, no de esquilmar al gauchaje, sino de suprimirlo, sencillamente. Allá va la tropa expedicionaria contra los indios, en sus caballitos peludos de legendario aguante, arreando la tropilla de repuesto y la yeguada de consumo y a los flancos y adelante, los baqueanos. Maciega, lagunas, bajos donde blanquea el salitre, guadales, limpiones, espartillares resecos espulgados por el viento al pasar, polvaredas como humo, el encrespamiento del pajonal leonado o el medanal que traga el agua y los rastros y donde los montados marchan a remesones, ¡jadeando a fondo. Los soldados con chaquetas rotosas, con kepíes como de juguete para sus melenudas cabezas, los pies enormes en los tamangos, los chifles colgados del arzón y las pavas del mate de los travesaños de los bozales, las cruzas de arrastre a la manera india. De frío o mojazón, en las noches, todo lo que se quiera; de hambre también con frecuencia, y no hay para qué hacerle ascos a una paleta de mula o un costillar de león. (Alguna vez hubo que engañar la sed con una yegua degollada.) Si no encuentran la rastrillada insultante del malón en regreso, labrada a casco y pezuña por millares, retornarán sobre sus propios rastros en jornadas acérrimas hasta recuperar la tierra olorosa de trébol, la Pampa, en cuyo limpio perfil se enhiesta la figura del venado y en cuyo primer ombú el hornero echa su canto de gozo laborioso. (Eso para no recordar los casos en que se vieron obligados a disparar sin asco arrastrando las lanzas por sobre las grupas para evitar que las bolas indias trabaran contacto con los garrones de los fletes . . . O el caso opuesto, frente a la indiada derrotada y rendida, cuando al toque de calacuerda quedan colgados los sables de los dragones y se pela de la bota o el cinturón el cuchillo del de güello.. En el límite de la tierra cristiana y de la india, se alza la ranchería del fortín, como engreída de la arboladura del mangrullo y de la defensa de su posterio a pique enclavado detrás de la escarpa del foso. ¿La vida del fortín? Por debajo de la de esos perros que hay en él, mantenidos a puro bicho de campo, chupados corno parejeros y ganosos siempre de pelea como ranqueles borrachos. ZD

.)

215


Cada ocho días, una descubierta —un puñado de soldados y un sargento— se adentra leguas en el desierto para prevenir los golpes de mano del infiel. Como no se puede encender fuego (la lumbre o el humo difícilmente escapan al ojo de cóndor del bombero indio) y no se lleva carpas, hay que vivir a charque si lo hay o preferir la carne cruda, olvidarse del amargo, capear la insolación o la sed, dormir en cuclillas bajo la lluvia o la escarcha. Sobre eso, los patrios son de los caballos que dan de vapa, y así es frecuente que, sorprendida la invasión, el malón esté de vuelta cuando los exploradores lleguen con la nueva al fortín. De tarde en tarde, la descubierta no retorna, derrotada por la sed o la desorientación en el desierto, o porque deserta. o porque los hombres rojos la dejaron con las panzas al sol traspasadas por las lanzas de colihue o con los ojos saltados a bolazos. Por si eso fuera poco, lo de adentro del fortín lo ayuda: los cobres de la paga llegan tarde o nunca, los piojos y las chinches sobran y lo indispensable falta. Y sobre todo las injusticias y los castigos desmesurados como una sequía o el pampero: azotes, no los cuarenta y nueve de la ley romana, sino cien, doscientos, quinientos, de modo que lo que queda de la prueba, cuando no queda el cadáver, es con frecuencia una cosa que se mueve encorvada Y a quejidos y escupe sangre. Más comúnmente los azotes se combinan con la estaqueada, como si esta sola, verdadera crucifixión horizontal sugerida por el genio de la Pampa, no colmara la medida. Recapitulemos. Ha y, pues, una antinomia insalvable entre el estanciero vestido de millareç de hectáreas y de cabezas de ganado y el gaucho en pelota. Y hay que en una tierra manirrota de extensión y riqueza, el paisano es un desposeído nato y un desocupado forzoso destinado a vivir de préstamo como un insecto dañino, a menos de seguir el único camino por el que el siervo puede ascender a hombre: el de la rebeldía. Los gauchos que no quisieron dejar de serlo se decidieron por ella. Y es la herejía que Martín Fierro cantó inmortalmente. Cierto, mientras el criollo José Hernández comienza a cantar, en coplas que tendrán que escucharlas todos, la camorra de vida y muerte entre el gauchaje y el Minotauro estancieril, otro criollo, de Quilmes esta vez, anda recogiendo noticias para narrar, al modo homérico, la historia de V alerio (le la Cueva, ese otro .Martín 216


Fierro, que declina con desprecio escéptico la lucha. p'rc que

desafía como un dios la muerte. La narración comienza con testimonio de la negligencia patriótica de los gauchos, entregados en cuerpo y alma al juego del pato, mientras los soldados de Inglaterra avanzan con paso posesivo sobre Buenos Aires. La primera pareja trágica del gran relato está representada por el fuerte varón y fuerte estanciero don Santos Ugarte, sobrellamado ilustralivamente El padrillo blanco ("tío" de innumerables criaturas tenidos en el mujerío de la abierta vecindad) que escucha un día, con el hígado congestionado, la pretensión de ley de su buen esclavo Melitón de comprar con sus ahorros su libertad y a quien le rompe la cara con las propias monedas del rescate, ordenándole no p resentarse nunca más ante sus ojos si en algo tasa su vida. Melitón, que es flor de varonía, y el revés perfecto de un ingrato, retorna un día a impetrar el perdón de su ex amo, quien, con esa archibrutalidad que engendra el mando absoluto, lo mata sin asco como a un perro. La otra yunta fatal es la integrada por el buen Nicandro, soldado rescatado del servicio gracias a la venturosa lanceada que le dejó rengo y libre para toda la vida, y por ese formidable veterano que se agazapa detrás de sus canas y sus cicatrices de guerra, y que después de treinta años de servicio en el ejército, de treinta años de recorrer sin tregua los siete círculos del infierno (un compendio de la biografía de millares de gauchos) regresa en busca del pago y rancho de su niñez con el alma más desfigurada que su propio cuero por las sombras de todas las penurias y abominaciones padecidas e inferidas. Retomemos el hilo del relato. Jaqueado por su deuda con el código penal y por su propia conciencia Santos Ugarte abandona su estancia de El Ombú donde a poco, pese a las mentas lúgubres de la finca, aparece, como simple ocupante de lo cine otros rehuyen, un pobre que es entre los demás como el diamante entre las piedras o la vid entre las plantas. Valerio de la Cueva, paisano de fortuna en otros tiempos, pobrísimo ahora, ha destilado en su corazón, como pocos, la filosofía gaucha de la vida, hasta mirar las ambiciones de riqueza y poder como los dos colmillos de la serpiente que se arrastra en el jardín de nuestra dicha. 217


Des añs alcanza Zi vivir Valerlo en LI Ornbi2, en Coflipañía de Doriata, su mujer, y de su hijito Bruno, manteniéndose con el producto de unas cuantas ovejas que cuida, cuando el destino —un destino tan antiguo y monstruoso como el que tomó por sibila a Esquilo— lo llama a la última prueba. Después de un malón tan desbordado que las tacuaras alcanzan para sitiar y paralizar en su fuerte a los doscientos soldados de la Guardia del Azul y sobran todavía para barrer de astas y crines todas las campañas de la frontera sur, los indios se retiran al desierto arreando marejadas de reses. Pero el gobierno, albacea de los estancieros damnificados, resuelve lanzar contra los indios una fuerza militar integrada naturalmente — y sin ser consultados— por quienes no poseen ni una vaca: los gauchos. Sólo que el coronel Barboza, con esa desaforada demagogia de todos nuestros caudillos —de poncho o de levita—, y a fin de exaltar la voluntad de sacrificio del antipatriótico gauchaje, los arenga caballerescamente (digo de a caballo) prometiéndoles solemnemente repartir entre sus subordinados todo el ganado que se rescate. Se está en vísperas del combate definidor. "El coronel, ya montado, nos dirigió la palabra: Muchachos, mucho han sufrido ustedes, pero ya la victoria está en nuestras manos y con ella la recompensa. Todos los cautivos que ustedes tomen y todos los millares de caballos y vacas que logren recobrar, se venderán en subasta pública a nuestro regreso y lo producido se repartirá entre ustedes" (The colonel, silting on bis horse, addressed us: Boys, you hace suffered ,nuch, but now the victor y is in our hands, and voz¡ shali no! lose Ihe reward, A ll tiie cap! ives you tak-e, and ah the thousands of horses and cattle we succeed in recovering, shahi be soid by pubhic auction on our return, and thie proceeds divided among you).

Cuando después de tantas penurias y peligros, los gauchos que no han quedado en el desierto de pasto para zorros y caranchos, regresan triunfantes al Azul, con buena cantidad de indias con hijos y todo, cautivos y diez mil vacunos y yeguarizos recuperados, el jefe manda pagar un mísero estipendio a sus soldados, les agradece sus servicios y los despide, ordenándoles previamente entregar sus armas en el fuerte. Valerio de la Cueva, gaucho llevado por innumerables penas y por la nobleza de oro de su alma a un estoicismo perfecto, mira 218


COfl serenidad esa L1gUn( (le fai1t() que (' advierte en li lileiflol-la del coronel . . Pero los otros gauchos, al ir a entregar sus armas exteriorizan sin tapujos su despecho por el engaño inferido y terminan destacando a Valerio ante Barboza, para saber a qué atenerse. Como respuesta, el coronel despide a sus reclamantes con la promesa de que todo se hará conforme a su antojo y ordena desollar vivo (Lo flay him a/tve) al delegado. ¿Que la medida es exageradamente satánica? Sí, pero no se olvide que los gauchos están atentando esta vez, sin saberlo y aunque sea de palabra, contra la piedra Caaba de la clase patronal: el privilegio económico. La desmesurada fantasía del castigo hace vacilar a los mismos soldados. El reo habla entonces: "Mi coronel, ha puesto en duro trance a estos pobres hombres, y mi cuero, una vez sacado, no tendrá valor alguno para usted ni para ellos. Mándeles que me lanceen o degüellen y yo alabaré su miseri-

cordia" (My colonel, you pul a hard task Qn these poor men, and Lo them. Bid MY hide when taken will be of no value to you or them lance me or draw a knife across my throat, and 1 will laud your clemensy).

Dice un inglés que la ironía de los gauchos era tan sutil, que nunca podía saberse si hablan en serio o en broma. Nosotros diremos que jamás una víctima ha lanzado al rostro de su verdugo una respuesta más insondable e insufriblemente irónica. Después de aquella respuesta, el coronel Barboza cambia de parecer y de castigo: el reo sufrirá una estaqueada y doscientos azotes de adehala. Cuando la función termina. Valerio es arrojado al camino público como lo que es ya: una bazofia. Allí lo encuentra su amio Nicandro, que regresa sospechoso de su tardanza: con su ayudag logra montar a caballo y sólo el desesperado deseo de ver a su mujer y su hijito de cuatro años lo sostiene durante la inacabable vía crucis: pero al fin cae y muere, va a la vista de su casa, pronunciando los nombres queridos. El lugar sacramentado por la caída del mártir es el que su propia mujer riega todos los días con un jarro de agua y es la alfombra milagrosa que allí verdea la que endilga a Bruno, ya mocito, al conocimiento de la tragedia y a dejarse envolver por el fuego de la más roja pasión: la de la venganza, y a enrolarse voluntario en el ejército para tener a mano al único hombre por quien se interesa en el mundo. . . Aquí 219


no 11,1Y111 " S sentido de justicia que el draconiano desquite personal: el talión. No puede haber otro en tierra donde los lazos de la comunidad son tan laxos y donde la justicia de los patrones o del gobierno que los representa significa siempre para los de abajo el culo de la taba. Pero el golpe marra, y el general Barboza crucifica la garganta del hijo de Valerio con el propio puñal afilado para el talión. Este Barboza es el prototipo cabalísimo del aún insumergible cstancicro-general-goberpnje de nuestra historia, y tanto, que dijérase un sosías del Restaurador —alto, rubio, zarco y sin una sola gota de justicia y misericordia en el corazón—, y su muerte asume los bárbaros contornos y el color de una tragedia de tiempos ya abolidos: misteriosamente enfermo, aunque negándose a dejar la conducción de sus huestes, se somete en pleno desierto separado de la vista de su gente por un improvisado brete de ponchos y de matras, al tratamiento aconsejado por un curandera brujo: meter todo su cuerpo en el huraco humeante de un toro abierto en canal. La tropa, que poseída de terror y asombro, espera la curación milagrosa, ve aparecer de pronto un hombre desnudo y empurpurado de sangre que acomete espada en mano. ciego de furia y de sol, hasta desplomarse fulminado por lo invisible. De veras, hay más horrible verdad y más auténtica bellc/ en El Ombú, que en casi todo el resto de nuestra literatura nuestra historia. Que Valerio de la Cueva fue creado adrede para que Mar Fierro no estuviera tan sólo, me parece verdad de a puño. Ya no son pocos los que comenzaron a maliciar que como H Facundo de Sarmiento, el poema de Hernández tiene, por debaj de su logro poético, un acérrimo carácter de acusación y apel; ción. (Panfleto? Recordemos que la literatura universal no c ajena a detalles de esta índole y que la crítica moderna ha demo trado, por ejemplo, que el A pocalipsis es una diatriba conti Nerón.) Con la mera y escueta narración de su vida, Martín Fierro traza sin quererlo la biografía de ese "proletariado de la campo ña", como llama Juan Agustín García al gauchaje, diezmado ultimado por los de arriba. Mientras los demás poemas galci eo'n dcde los de Anohi 220


y del Campo, sin olvidar al de Hidalgo, patentador del género, hasta el retardado Don Segundo Sombra de Güiraldes, con los primores de su aperaje folklórico, todos, se quedan en lo pintoresco, es decir, en el perfil y los ademanes, en Martín Fierro está el alma gaucha como la médula en el hueso. La entrañuda pasión justiciera y libertadora del canto no es ajena, claro está, a su grandeza, aunque fuerza es reconocer que su función de abogado del diablo lo lleva a extremarse en argumentos y alegatos que comprometen a veces el equilibrio estético de la obra. Sólo que no divaga nunca: Es señora la justicia y anda en ancas del más pillo.

Es la única que el gaucho conoció, negra de corazón y de uñas, amancebada con los poderes paniaguados del gobierno: La ley es tela de araña, no la tema el hombre rico, nunca la tema el que mande, pues la ruempe el bicho grande y sólo atrapa a los chicos.

¿Creeráse una haragana y vaga generalización? Nunca. Se está refiriendo a la ley que por agencia del gobierno o directamente, aplican los patrones estancieros: Él nada gana en la paz y es el primero en la guerra.

Fue ese el crucial destino del gaucho. Así, en la guerra contra el español y en la otra para dirimir las querellas de los amos o para limpiarles de lanzas indias el edén vacuno: Y luego si a alguna estancia a pedir carne se arrime al punto le cain encima con la ley de la vagancia.

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Se está refiriendo, concretamente, al primer mandarnieno del código de los estancieros posrrosistas, a la ley inspirada en el homicida decreto del año quince, dictado a su vez por inspiración del sanedrín saladerista congregado por Rosas y Terrero, ley que no deja al paisano bonaerense más libertad que la de elegir entre el yugo del peonaje o de la leva y la fuga al desierto. Todos los gauchos de verdad optaron por lo último, l)US todo podía olvidársele, menos el primer mandamiento del decálogo de su sabiduría: Fi que obedeciendo vive nunca tiene suerte blanda...

No obedecer, non serviam. ¿Qué importaban la pobreza del tipo más primario, la reducción de menesteres al mínimum, la ausencia total de comodidades, y aún las duras y desmesuradas fatigas y las perrerías de la suerte y hasta la mugre, si pese a todo ello madura ese zumo de la hombría que es la libertad? (Eso canta Martín Fierro. Que la miopía de los zahoríes de biblioteca, hoy como ayer, se esfuerce en no ver nada, es cosa que ya el mismo Hernández pudo haberlo profetizado.) Pero ya está dicho: el gaucho y su libertad a caballo sobraban en la patria alambrada de los terratenientes y tuvieron que irse: a los indios, al subsuelo o a la cárcel estanciera. Se engañará angelicalmente, pues, quien imagine que en la conclusión que viene sólo hay un énfasis metrificado: El gaucho no es argentino sino pa hacerlo matar.

Y menos en esta otra: Valerio de la Cueva y Martín Fierro, ambos, víctimas del privile gio bicorne de los estancieros, son los dos gauchos veraces y enteros de la literatura. y no hay más.

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EL REY DEL CANTO ALADO y él está perfeccionando su trova como si tallase un diamante de melodía. LEOPOLDO LUGONES

Sin duda, nadie ama los pájaros sobre la tierra como Guillermo Hudson. (Sus libros, saturados de pájaros, serán como árboles del amanecer.) Puede creerse que tiene una ligazón de sangre y de espíritu con ellos. De todos modos, nadie hasta hoy —naturalista o cazador, poeta o mago— supo no sólo penetrar como él el secreto de esos duendes del vuelo y el canto, sino, lo que no es menos, logró o logrará transmitir a los hombres, con arte tan iluminador, con emoción tan vívida y contagiosa, los milagros de las vidas aladas. No sólo lleva Hudson miniaturada en sus ojos -y en su corazón— la imagen de cada pájaro con la más absoluta precisión de detalles referentes a formas, colores y movimientos; no sólo se sabe al dedillo, con íntima pasión, sus costumbres públicas y privadas, digamos así, sino que se sabe de memoria sus cantos. Oírle hablar del chorlo y su canto, al que no trepida en llamar divino; de la calandria blanca, el único genial de los cantores salvajes, como el único capaz de improvisar en plena ejecución, del legionario chajá que canta su júbilo sobre el lomo de las más corajudas tormentas; del tinamú y su flauteo, tan misterioso y entrañablemente dulce, que hace llorar de añoranza el corazón de los desterrados entre los indios; del picaflor, que es pájaro-relámpago y no pájaro-joya, como otros han creído; oír hablar a Hudson de cualquiera de esos personajes es escuchar un relato más 22.3


vivo y cierto que los de la historia y más embelesador que los de la poesía. A propósito, bueno es recordar que el camino de la Patagonia —emprendido alrededor de 1870— es el camino de Damasco en la carrera del más profundo apóstol de la Naturaleza. Allí, digamos, en la soledad y el silencio perfectos, y en la desnudez sin estorbos, ese desierto patagónico tan ascético en su cilicio de espinas que hasta los nidos parecen hechos de púas supliciarias, le revela el gran secreto: la Naturaleza cósmica del hombre. "Para mí no hay nada tan delicioso en la vida como la sensación de embriaguez y de absoluta libertad que se experimenta en una vasta soledad no hollada, acaso, jamás por el hombre y sin huella de sus rastros". Pero él se da con eso sin buscarlo; él ha ido sencillamente detrás de pájaros. Sí, y qué sentido cobra en ese desierto, tan melancólico a fuerza de plúmbea y silenciosa aridez, aquello único que parece unirlo a la vida, o por lo menos, a la vida humana: el almo canto de los pájaros. Por propia confesión, sabremos que no es el encanto de las viejas leyendas —el imán de Trapalanda, digamos— ni la atracción del desierto desconocida aún para él, lo que lo lleva a la Patagonia, sino la pasión moderna de la ornitología. "Un gran número de vagabundos alados que yo conocía bien observados en el Plata desde mi niñez, venía de ese vasto y gris desierto (le zarzas". A estos viejos conocidos, él quiere verlos en sus residencias de verano y cantando sus cantos de verano. . . Pero, naturalmente, hay algo más agudo: una fiebre bruja (algo común con la del niño que añora un desconocido juguete de maravilla o la del navegante desvelado por la espera de una isla inédita emergiendo al amanecer), le quita el sueño algunas noches: espera o presiente casi, el descubrimiento de algún hermoso pájaro nuevo, tan antiguo sobre la tierra como el que más, "pero que no hubiera aún recibido nombre, que no hubiera sido visto jamás por un ojo humano capaz de apreciarlo". No debe extrañarnos que Hudson sienta que su alma vuela y gorjea con los pájaros. Tan temprano ha comenzado su estudiosa curiosidad por elIos, tan niño era él, que en su caso no se trata de un hábito ad224


c incido por imitación o aprendizaje sino de un instinto (fenánieno gaucho o pampeano, también sospechable en i\iuñiz o Ameghino), una propensión ingénita, como la del perro a echarse detrás de la liebre que salta. Jamás va hacia los pájros como el ornitólogo armado con los conceptos y recursos de la ciencia y de su inteligencia especializada. No, irá siempre con la curiosidad vital del salvaje que precisa averiguar los secretos de los peces y del agua en que se mueven. Sólo que él no va movido por el hambre, como el otro, sino por el amor, es decir, por simoatía pánica, buscando la delicia trina y una de sentidos, intelecto y alma. Él siente que lo vivo se refleja en nuestra ciencia como en un río helado. Y que el pájaro de museo es un pecado de lesa belleza cósmica y de lesa inteligencia humana. Tan absurdo y horrible como el dios de palo o yeso del fetichismo religioso. El cadáver que sigue descomponiéndose y preparándose para abonar la tierra está vivo en cierto modo, mas esos fantoches son una huila de la vida y la muerte a un tiempo Pero, ¿qué pájaro es su predilecto? ¿La calandria con su u risnIo tan diáfano e incontenible como el aire? ¿El sietecolores que parece salido del sueño de un ciego? No, no se atraveria a elegir nunca. Sólo sospecha, tal vez, que si la aurora se le ofrece como un momento sacro, es porque parece demorarse adrede para escuchar la felicidad canora y alada que inspira a los pájaros. Una oscuridad de caverna ciega, el huracán patagónico soplando desde diez horas atrás y un barco "largo y estrecho como nao de vikingo" a merced del motín de las olas, pues el capitán, octogenario, está postrado en su lecho de enfermo y el segundo duerme a pierna tendida... Tres marineros se confiesan en secreto que todo está perdido y resuelven escapar en el único bote disponible. El segundo, despierto al fin, autoriza y comparte la fuga, mientras un testigo invisible —Guillermo Hudson— se dispone a sumarse por la fuerza a los villanos prófugos. Hasta que, revólver en mano, el primer mecánico interviene y frustra la maniobra. Al cabo, providencialmente, con el asomo del alba, el barco deja el infierno de escollos y espuma, y encalla en la orilla are225


foso. desde doné?, CCII el agua a la cintura. los asajeros logran llegar a tierra. Hudson y algunos de sus compañeros se lanzan a través de las dunas, buscando la margen del Río Negro. La aflicción y la superstición de la sed patagónica le traen sin duda, más de una vez, la memoria de su verde Pampa. también martirizada por el sol en ocasiones. "Estamos ahora en los ardientes días de noviembre y diciembre; la vasta planicie abierta y sin árboles hasta donde alcanza la vista, ostenta grandes manchones parduscos, y el vacaje, los caballos y las ovejas acuden a millares al emplazamiento del pozo, a beber. Veo al muchachito criollo, jinete en un gran caballo, levantando el canjilón de lona; el hombre que está junio al pozo, coge la argolla en cuanto asoma a la superficie y endilga el chorro del agua clara y fresca a los largos bebederos de palo. Pero la cosa de ver es el sin fin de bestias, los rebaños, manadas y recuas que se juntan antes de mediodía en el sitio habitual, acudiendo primero en tropillas e hileras, caminando, trotando, galopando, desde toda la llanura sin límite y sin sombra, donde el barro líquido de las lagunas exhaustas ha sido chupado hasta la última gota. Qué turba y qué violencia y lucha! Qué populoso alboroto de relinchos, balidos y bufidos! Y qué lluvia de cornadas y coces cayendo sobre los duros flancos de unos y otros! Porque todos están enloquecidos con la vista y el olor del agua y sólo unos cuantos pueden beber a un tiempo a cada lado del bebedero." "Mas el amotinarse, el nelear y el beber han llegado ya a su fin; hasta las ovejas, las últimas en arribar al agua, han apagado su sed y se desparraman una vez más por la llanura, mientras el líquido derramado en charcos a los costados de los largos bebederos recibe la visita de bandadas de pájaros: gorriones cantores (le pequeña cresta, pechicolorados de espléndida púrpura con otros turpiales de distintos colores . . .; tiránidos de rica policromía, verdcaceitunados, amarillos, castaños, negros, blancos, grises y muchos más; palomas, también, y pinzones en gran variedad, con su mejor muestra: los cabecitas negras que venían en pequeños grupos y en familias, clamando los pichones por alimento y bebida con trémulos y agudos grititos sin tregua." "¡Qué contraste entre esta delicada turba multicolor de alados bebedores y la anterior, de pujantes, belicosas y resoplantes 226


bestias! Y qué espectáculo para los ojos de un niño! Allí solía quedarme al rayo del sol, para mirarlos cuando todos los demás, terminada la tarea de dar de beber a los animales, se apresuraban a guarecerse en la sombra de la casa y de los árboles; y mi deseo de verlos más de cerca, de estudiarlos como puede estudiarse una flor, era tan insistente e intenso que se hacía casi doloroso." Naturalmente la patria de los gansos patagónicos no ha podido menos que traerle a flor de piel el amor por esos grandes amigos con quienes intimara durante sus reiterados pasajes de ida y vuelta a través de la Pampa. Qué mucho, si treinta años después escribirá con sangre del corazón: "Por verlos de nuevo como los he visto, todos los días y durante todo el día por millares, y escuchar en las noches sus gritos salvajes, renunciaría voluntariamente en trueque, a todas las invitaciones a comer que recibiera, todas las novelas por leer, todos los espectáculos por presenciar en los próximos tres años; y a algunos otros miserables placeres más que pudiera tener. El escucharlos durante la migración en una noche serena y fría, volando bajo y siguiendo el curso de algún río, bandada tras bandada toda la santa noche o el oír desde algún rancho en las pampas, cuando acampaban millares para pasar la noche en algún llano al lado del camino, el efecto de sus voces multitudinarias, o el presenciar el remonte de su vuelo, era algo tan singular como hermoso, debido a la variedad y el contraste de sus voces y sonidos." "En las noches heladas y claras son más locuaces y sus voces p ueden ser oídas a esas horas, remontándose y descendiendo, ya pocas, ya muchas, tomando parte en la plática sin fin —charla y concierto al mismo tiempo; un cotorreo como de muchas urra('os; el solemne y profundo honk-honk, la larga y grave nota trocéndoso en un trémulo son, y más maravilloso aún el fino silbido de plata del macho, firme o tembloroso. ora largo, ora corto, con cientos de modulaciones— más salvaje y más hermoso que el grito nocturno del silbador, más claro que la voz de ningún pájaro de la costa, o que cualquier cantor, tordo o reyezuelo o el sonido de cualquier instrumento de viento." Después de trece o catorce horas de marcha a pie, casi todas bajo el sol —con botas de jinete primero, después con los pies desnudos e hinchados sobre la arena ardiente—, con el estómago vacío y torturado sin tregua y en aumento por la sed, el viajero, 227


sin poder dormir de fatiga, escucha antes del alba un CoflEo de pájaro, extraordinario de dulzura y limpidez, cuyo recuerdo le arranca esta confesión: "Yo me regocijaba de todo lo que había aguantado en el curso de semejante marcha, pues que ello me permitía oír esta exquisita melodía del desierto". Su agotamiento físico, en la ocasión, no le impide el ponerse a desarmar estudiosamente un nido de leñatero, con esta recompensa imprevista: el hallazgo de tres huevecillos color perla que se apresura a romper dichosamente sobre su "lengua apergaminada". Horas más tarde, salidos a duras penas del sitibundo mar de las dunas, se dan paradisíacamente con el gran Río Negro: su embeleso mayor fue ver, a lo lejos, "en medio de la corriente, una tropa de cisnes de cuello negro, con su blanco plumaje brillando al sol como espuma". En otra ocasión, herido de bala en la rodilla, por accidente, debe pasar una inacabable noche de agonía, solo, en un rancho perdido en pleno desierto, cuando ocurre algo que lo vuelve de nuevo a la vida: el glorioso anticipo del amanecer en la voz de los pájaros: "Hacia las tres y media resonó un sonido que me colmó de alegría: el chirrido tan familiar de una pareja de tijeretas y al cabo de un instante fue el gorjeo soñador y gutural, que sube y baja suavemente, de la golondrina de cola blanca. (Pájaro amado y bello, que lanza su canción matinal girando en el aire todavía tenebroso, cuando las estrellas comienzan a palidecer; canción que quizás parece más dulce que cualquiera otra, porque coincide con esa elevación de la temperatura, esa aceleración de la sangre, esa resurrección interior que sentimos en nosotros cada mañana). A su turno, los picos colorados se pusieron a cantar con esa voz caprichosa, impetuosa, glugluteante que hace pensar más en un grito que en una canción.. . Los intervalos entre sus cantos espasmódicos eran llenados por la fina y delicada melodía de los pequeños accenteurs de copete, brunos y grises. En fin, escuché el largo canturreo audaz del gavilán carroñero y supe que la mañana embellecía el oriente." (Tan sojuzgado está por el hechizo de los pájaros, que en el curso de los días que vienen apenas si tendrá tiempo de recordar su escalofriante aventura de esa madrugada: efectivamente, en cierto momento del desvelo de la noche pudo sentir el asordado ruidecillo de alguna alimaña de menor 228


cuantía que intentaba, al parecer, pciietrr po: la 1jucrta iuJ ajutada. No le dio ma yor importancia y el rumor cesó al fin. Al día siguiente, cuando llegó el amigo que debía venir en su ayuda, al levantar la cama de matras y de ponchos se dieron con que el herido había tenido de caritativa compañera de lecho una víbora de la cruz.) "¡Al fin la Patagonia!" Allí llega él en efecto, como siguiendo las huellas de su gran predecesor, Darwin. Allí donde los españoles, con ojos de mitología, vieron indios patudos y canilludos que tomaron por gigantes de cuento de niños. Allá donde fieles e infieles ubicaron a Tiapalanda, la ciudad de los milagros al alcance de la mano... Patagonia, patria terrestre de la Cruz del Sur algunos millares de años más vieja que la cruz cristiana y muchas cruces precristianas. Hudson encuentra una tierra en que aún está fresco el recuerdo de esos indígenas que sacrificaban un toro blanco al dios-río, arrojándolo a sus aguas. Desierto eternamente cabalgado por los vientos, tierra mal vestida de hierbas coriáceas o de árboles con más espinas que hojas, dura de piedras o traidoramente blanda de arenas, pero siempre implorando una sed de agua. .. Cómo se comprende que el río pudo transfigurarse en divinidad un día! Hudson no va con interés de arqueólogo a sonsacar los secretos de un pasado más o menos muerto. Se interesa, sí. por la vida y la idiosincrasia del aborigen actual o por algunas huellas visibles del paisano de la Edad de Piedra. Recogerá anécdotas que nunca querrán irse de su memoria. La de Damián, por ejemplo, el blanco refugiado entre los indios, que habla su lengua, apaga su sed con sangre humeante de potro, se casa con india y perpetra todo lo que los indios perpetran y cuando regresa a su pago cristiano, ni los suyos lo reconocen a él ni él reconoce a los suyos, pues su alma, en salto de millares de años hacia atrás, se ha vuelto india del todo. Infantilmente encantadora es su pequeña aventura con la martineta, la del señero copete, llamada elegante por los mismos taciturnos naturalistas, la martineta, que parece concentrar en sus huevos toda la magia verde de la primavera. El sol va a ponerse y los llamados de la copetona comienzan a poblar los zarzales próximos: "Es una larga nota dulcemente modulada, bas229


tan[(, parecida a la (le la flauta Y que suena Clara Y lejana en el aire calmo de la tarde". El curioso avanza hacia el lugar del concierto, con el mayor silencio y cautela, disimulándose prolija mente entre los matorrales; es inútil; a medida que avanza, las voces callan una a una. La última repite su llamado seis veces y calla también. El intruso echa mano de su tramposa habilidad y reproduce con sus labios de hombre, el agreste silbido; la martineta responde y el dúo de los dos desparejos bípedos se sostiene por algunos minutos, hasta que la ingenua se da cuenta de la treta y calla. Insisto en que nuestro viajero va a la Patagonia a ver pájaros; a eso, antes y después de todo, y no saldré defraudado, por cierto. Sus imáge n es y el eco de sus cantos le harán compañía todo el resto de sus días. La loica con su pecho rojo como una puesta de sol, quieta por horas y horas sobre la rama más alta, lanzando de tarde, "a guisa de canción, gritos semejantes al balido de un cabrito". Las dulces golondrinas de violeta oscuro, dichosas de sentarse en las ramas más violentamente agitadas por el viento. El gallito patagónico que anda siempre de a pie con la cola en bandera y que un día se burla de él varias veces piándole casi a boca de jarro, callando después, y gritándole luego desde lejos, cuando él lo cree al alcance de su mano. El cachalote, con su alarido o carcajada, y su rancho de leñas y espinas, tan cabal que aguanta sin hundirse el peso de un hombre. Un día, a tres o cuatro brazadas de la cornisa de un dantesco precipicio de la costa, ve el único huésped de su clase, sin duda, en esa zona: un cóndor, que habiendo cambiado su habitual e inmóvil oleaje de cerros por los mares del océano, disputa a los buitres y las águilas marinas las osamentas de los peces y focas arrojadas a las playas Otro día los pájaros, que lo descubren en medio de un zarzal solitario, lo tratan como si fuera un buho: "Tomando coraje los pajaritos acuden en enjambre, me contemplan curiosamente desde cada ramilla, charlan y pían por momentos, con agudas risadas de burla. Siento que toda mi cara enrojece; sus pullas se me vuelven intolerables, y, tal como un buho, me sustraigo a sus persecuciones, escondiéndome en la espesura". Región privilegiada como un paraíso, esta Patagonia, pese a su genial aridez, no sólo por la cantidad y la calidad de sus pájaros cantores sino por su indomable vocación de tales: el 230


estornino militar,de coraza escarlata, no sólo canta bajo les fríos más paralizantes sino aún en el corazón de la tempestad; y ni el cielo más cargado de lluvia logra aguar los gozosos conciertos matinales y vesperales del diuca rninor: aunque nada en largura de soplo lírico, iguala a la calandria "que continúa hasta después de la caída de la noche modulando briznas (le canciones sacadas de su inagotable repertorio, ya que parece que esta música es tan indispensable a su existencia como el aire y el alimento". ¿Y qué misterio es éste: que cada criatura viviente de la tierra muestre una maravillosa sabiduría, no sólo en la satisfacción de sus necesidades y las de su prole, sino en su relación con el mundo natural y social, y que su apariencia corporal y su conducta testimonian un compromiso inalienable con la belleza y la armonía? Pero la aventura más genial del embajador de los pájaros en sus andanzas por la Patagonia —y por el mundo— es su encuentro con la calandria blanca (mirnus Iriarus) y su descubrimiento de que se trata de algo como un avatar de multilingüe árbol que canta, de Scherezada, esto es, el mayor Poeta alado de la tierra. Azara no sólo no ha visto bien sus ojos de anaranjado púrpura sino que no parece haber escuchado su canto. Los otros ni parecen haber sospechado siquiera la laya de cantor y de mimo que tenían por delante. "Por mi parte sólo intentaré ponderar la calidad de esa melodía que deleita el alma como ninguna otra música de ave, diciendo que este pájaro es entre los cantores alados lo que el diamante entre las gemas. . lo había conocido a fines de verano, v ni el canto que IíT.l entonces le oyó ni su aspecto, parecían condecir con las virtudes que los nativos de la zona le colgaban. Desapareció poco después, para volver en octubre, el último venido entre los huéspedes de la temporada. "Fue entonces cuando tuve la extraordinaria fortuna de oírlo cantar y nunca se borrará en mí la impresión que me dejó su melodía sin par." "Paseando una clara mañana por un chañaral, mi atención fue súbitamente captada por notas salidas de la espesura, que escuché con delicioso estupor, de tal modo me parecieron superiores en melodía, fuerza y variedad a cualquier otra música de pájaros. Que fuera el canto del mimus es lo que no se me ocurrió. Como la música manaba en una corriente sin tregua, hube de ma231


ravillarrne de que hubiera garganta de pájaro capaz de sostener por un largo tiempo un canto de tal potencia -sr variedad: No fue él degradado ni una sola vez por los ásperos gritos, los vuelos fantásticos o las chillonas bufonerías con tanta frecuencia introducidos por la calandria, pero cada nota era emitida con una vivacidad y un gozoso abandono de que no es capaz pájaro al guno, con excepción tal vez de la alondra, mientras la pureza de los sonidos, en su total ejecución, sugerían algo de la etérea y arrobadora virtud del canto de la alondra cuando llega al escuchante desde una gran altura del aire." "Por el momento este flujo de exquisita e inusitada música cesó, mientras yo continuaba parado entre los árboles sin osar moverme de miedo de espantar al extraordinario vocalista. Después de un breve intervalo de silencio, tuve una viva sorpresa. Del mismo punto de donde había salido este torrente de melodía, surgió el agudo, revuelto e impetuoso canto del pequeño matamoscas patagónico. Irritóme este canto familiar y trivial después del otro, y comencé a temer que mi seductor hubiese escapado en un descuido mío. Mas, pasado un momento, vino del mismo punto el dulce canto de nupcias del diuca pinzón y a éste siguióle el trinado canto, semejante a una campanilla de plata, del churrinche ... A los cuales sucedieron muchos otros cantos y notas familiares: la flauta vesperal del tinamú, el alegre y presuroso gorjear del verderón, y los lentos y deliciosos acordes del cardrnal: todo repetido con maravillosa fidelidad. Excuso ponderar J aumento de mi maravilla y admiración al descubrir que era mi dulce cantor el autor único de tamaña diversidad de acordes! Y el descubrimiento se hizo únicamente cuando él comenzó a rep tir cantos de quienes nunca visitan la Patagonia. Advertí entoncu que estaba escuchando al fin a la famosa calandria blanca que acababa de regresar de sus viajes de invierno y repetía en esta 1e gión sureña los cantos que había adquirido en las florestas sai tropicales, a mil millas de distancia". "Tales imitaciones cesaron al cabo, y el dulce vocalista reas",,mió entonces su propio inigualable canto una vez más". Pero he aquí que el ávido auditor consiguió, arrastrándoacercarse un poco más a su ídolo y encontró que su placer escuchante se duplicaba casi cuando pudo poner sin ojos soYla encarnación de aquel numen


gestos y movimientos con que acompañaba sus notas. brincos de una mata a otra, posándose un instante en sus cimas, o zambulléndose en medio de la fronda; ya alzándose a cien pies de altura sobre el boscaje, con lento vuelo de garza, o remontándose como un salvaje y veloz ímpetu en zigzag; ya remolineando pausadamente y en descenso hasta posarse de nuevo, con la cola desplegada y las anchas y resplandecientes alas blancas agitadas de arriba abajo como las alas de alguna gran mariposa: algo hermoso de ver. "Cuando escuché por primera vez a este pájaro quedé convencido de que en el mundo no podría haber otro cantor alado comparable a él, pues junto a su virtud, que posee en común con el pájaro burlón de Virginia, de reproducir los cantos de otras especies, tiene él un canto propio que yo reputé sin rival; y esta convicción fue confirmada cuando, a poco de haberlo oído, visité Inglaterra y advertí de cuánto menos rango que este pájaro patagón, no celebrado jamás por ningún poeta, eran los más dulces de los famosos melodistas del Viejo Mundo".

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EL GRAN PAN EN LA PAMPA

La juventud dorada de Buenos A ires no sabría sentir esos goces acres de arrancarse a la vida civilizada, y en el intervalo de pocas horas, sepu! larse entre la espesura de las malezas de las islas, abrirse paso machete en mano por en/re el enmarañado laberinto de enredaderas, sentir sudor caliente corriendo a chorros y la sangre de las manos clavadas y rasguñadas por las espinas, comer como lo exige la reparación de fuerzas así derrochadas, recorrer la Boca de las Palmas en la oscuridad de la noche, atravesado sobre una tabla en espacio y postura que las sardinas hallarían regalada, haciendo fiesta y caudal de los inciden/es rnés insignificantes, sin otro interés que moverse, sentirse vivir, olvidarse de todo, reír con todo motivo y a toda ocasión, cansarse y volver a su casa, después de tres días de haber sido divinamente bruto, a hacer las muecas y musarañas que constituyen la vida civilizada.

StninaNm

"Cuando oigo a personas que dicen que no han encontrado el mundo y la vida tan gratas e interesantes como para amarlos, o que miran tranquilamente su próximo fin, creo que nunca vivieron de verdad. De mí puedo decir que el embeleso que la Naturaleza me produjo no se disipó jamás. Esa felicidad no me abandonó nunca, y en las peores épocas de mi vida en Londres, encerrado enfermo, pobre, sin amigos, siempre pude sentir que, a pesar de todo, era infinitamente mejor ser que no ser." 235


Tan S(11('ilhi Cello pucdeii )ílrecer estas iei]uihras de (111llermo Hudson, significan un credo apenas conocido de nombre: el de una devoción inmortalmente alegre por lo divino de la tierra, sabiduría para los hombres que sienten el sacramento de vivir sobre la tierra y bajo el cielo, y no para fantasmas que desertan al más allá de la muerte o el más aquí de las civilizaciones mecánicas. Porque dicho está, y podemos creerlo, que la decadencia (le los itisliritos es más trágica para la humanidad que la decadencia de la inteligencia, y entre aquellos claro que va aludido el que los comprende a todos: el instinto de la vida. En Hudson, la gloriosa apetencia de vivir no se amustiará jamás, porque nunca perderá el contacto con la raíz de nuestras raíces que es la Naturaleza, nunca enturbiará su religiosa y casera relación con el cosmos. ¡Qué advertencia para los desechos de las neurosis ciudadanas de hoy, para los elegantes homúnculos del tedium vitae! Él cree en el espíritu de la vida sencillamente y ardientemente como otros creen en Dios: su pasión sagrada lo lleva a sentir que el mundo está allí, respirante y palpitante, que todo está vivo, no sólo la planta y la bestia (sobre todo los pájaros!), sino también el viento, el río, la estrella.. . La misma piedra con su biografía que abarca millones de años, la piedra que ha cambiado tanto y sigue cambiando, que también vibra y late, pues está moviéndose de adentro afuera, ¡la iiiedra está viva! y algún día puede incorporarse de algún modo, al ardor del pájaro o la pasión del hombre . . . Él no cree que en la Naturaleza obre sólo el motor de la lucha por la vida, esto es. por la conservación de la vida, sino, lo que es un tanto diferente, la lucha por la intensificación y el esplendor, por la todopoderosa belleza y la felicidad de la vida.

Lo viviente, en cada una de sus formas, aún las minúsculas (descubre un huevo de tinamú con la íntima, azorada y desbordada alegría con que Orellana descubre el Amazonas), y más, en su unidad y totalidad, constituye el objeto de su envolvente fervor: es su religión. Por eso nada le repugna tanto como la imilacióxi o caricatura de la vida; por eso el arte del taxidermista, la tonta parodia de las formas vivas le parece lo vano entre lo vano, esto es, una imitación (le la muerte: el más vil y aielliuo) (le lce nicrilegius. 236


Si nadie CII el niundo ama mis honda y locanicne a los p jaros que Guillermo Hudson se debe en gran parte a que nadie —naturalista, cazador, salvaje o poeta—, logrará penetrar como él en el secreto de esos duendes del vuelo y el canto, y, lo que no es menos, y por ello mismo, nadie logrará trasmitir a los hombres, con arte tan iluminador, con emoción tan viviente y contagiosa, el milagro de esas vidas aladas. No sólo lleva miniaturizada en sus ojos la imagen de cada pájaro con absoluta precisión de detalles referentes a forma, color, tamaño y movimiento, no sólo se sabe al dedillo y con íntima pasión sus costumbres ostensibles y secretas, sino que se sabe de memoria sus cantos. Oírle, pues, hablar de algunos de sus personajes, es escuchar un relato mucho más verídico e inverosímil que los de Las Mil y Una Noches.

Pero su predilección por los pájaros dimana, igual que la de los niños no sólo de la gracia de sus formas y vuelos, ni del espleiidor, casi irreal a veces de sus plumajes, ni del hechizo de cristal de sus trinos, sino, más que de todo eso, de su cantidad y estilo de vida: "su superabundancia de vida, a cuyo lado la de los mamíferos y reptiles parece inexpresiva". Comprendemos: todo Hudson se traiciona aquí. con su vocación de vida, su adoración de lo viviente, profunda, serena e incontenible como uno de los ríos-padres de su América. Y quien dice intensidad de vida dice alegría. En lo secreto la jocundidad de Hudson es purpúrea y embriagada como una vendimia. La belleza es para él —como para otro espíritu muy parejo al suy o— "promesa de felicidad" es decir, de más vida. "La calandria es más infatigable aún, y resguardada del viento frío se afana hasta la noche en modular sus briznas de canciones siendo esta música aparentemente tan necesaria a su existencia como el agua y la comida. "Una criatura que hace un lamentable napel muerto en los museos o viviendo en cautividad, puede ante los ladridos, luchando por defender su vida en su salvaje país, ser sublimizada por su propio furor." Museo, cárcel, rito o prejuicio social, son negación de movimiento, de libertad, es decir, de vida, y por eso los desprecia o los odia. Pero la vida es en sí mucho más misterio y maravilla de lo 237


( i flc los Iioiiibrcs creen. SLIS raptos de amlnismo. no SOfl más que el descubrimiento de esta posibilidad: "La sensación de lo sobrenatural en las cosas naturales." Alguien dijo algo que Hudson hubiera podido decir: "durante un largo período histórico de la humanidad se creía que todas las cosas tenían espíritu y no se creía que fuera una prerrogativa del hombre." "Y como se profesaba el principio de que lo espiritual estaba difundido por todo el mundo (como los instintos, las malicias, las inclinaciones) no se avergonzaban los hombres de descender de animales o de árboles, y hasta se consideraban honradas con estas leyendas las razas nobles." "Se miraba al espíritu como algo que nos unía a la Naturaleza, no como algo que nos separase de ella." Eso. El espíritu no baja de más allá de las nubes sino que surge del abismo y del bosque y la carne, como el lirio del lodo. Íl sabe que la eternidad no está más allá del mundo ni se deja encajonar en Mausoleos o Pirámides, sino que está en la comunión con ese espíritu, en un devenir sin tregua. Hudson desconfía agudamente no sólo de los dogmas revelados de las religiones sino de los dogmas científicos con su orgullosa miopía para los milagros de la creación de cada día. Desconfía aún de los libros, sacros y profanos. "Nunca, se confesará una vez, volveré a pasar un día entero encerrado en una biblioteca." ¿Es que por esas sabias hojas secas podemos olvidar la más inocente de las hojas de la hierba que crece, ese manantial verde de la tierra? ¿Que el arte sea la más alta realización de la mente humana o el fin supremo de la vida como creen los artistas? No, la voluntad de belleza es universal en la Naturaleza, no privativa del hombre, y el arte, mero ingrediente de la vida, es naturalmente inferior al todo. Hudson se declara a sí mismo un "ateo religioso" . . . esto es, un devoto de la divinidad del Gran Todo, un creyente en la inmortalidad, no de la vida individual, sino de la universal, y como consecuencia de ello, en una necesidad de disfrutar, con religioso y radioso contento, el regalo de nuestros días sobre la tierra. Para los tránsfugas de lo vivo sólo la ceniza es pura y digna de adoración. 238


hudson puede ser definido también por su vocación 1)radisíaca, o sea, su virtud de vivir y transmitir el goce de hacer y contemplar las cosas por primera vez, o como si así fuese: cuando habla de pájaros o de hierbas, es como si contase su sincera experiencia auroral de hombre que por primera vez ha visto pájaros vivos, hierbas vivas, a otros que sólo los conocían en los muscos y los herbarios. . - Parece estar siempre contando aventuras de un mundo virgen. Y cuando lo escuchamos vivimos con él lo que él cuenta, tan contagiosamente vital es su palabra. . . Su arte es también un paraíso. "Allá lejos y hace tiempo" podría ser, si bien se mira, el título de toda la obra de Hudson: un regreso (sólo para recobrar la matinal salud del ser, la adámica gracia de nuestra especie) al gran pasado primordial. A propósito, no es poco el trecho que separa al naturalista Hudson de sus colegas, que suelen ser, quieras que no, meros turistas de la Naturaleza: que aún en plena selva, si a ella se atreven, siguen siendo técnicos de gabinete y en la Naturaleza ven sólo el conejito de Indias de sus estudios, con algo de cadáver fresco sobre la mesa del anatomista o de escena de bajo fondo social para el aseñoritado literato que se digna descender hasta él: que más o menos clandestinamente o de matute llevan al crudo campo de las Ciencias Naturales, junto con sus redes y sus botellas de coleccionistas, el providencialismo teológico o la estrecha moral de entrecasa ... Frente a ellos, Hudson no es sólo un finísimo observador de pájaros, mamíferos y otros bichos, sino, también, del que más interesa a la zoología: él es un naturalista del animal hombre, y su mayor prurito es contrastar la encorsetada moral de la civilización con la ancha y vigorosa Ley Natural. Digo que Hudson se siente tan bien en el seno de la Naturaleza como un pez en el agua. No sólo llega a birlar su silbido a muchos pájaros, a punto de creerlo éstos uno de los suyos, sino que puede creerse fácilmente que ni las víboras ni las avispas lo pican, y que si él, tan andariego como buen gaucho, hubiera ensayado el quietismo de los ascetas, las palomas hubieran venido a anidar en sus manos.. . ¿Nos asombrará, pues, que su devoción pánica prefiera la desaparición de la biblioteca o el museo más rD

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ricos del mundo a la desapíiricin de una Lelia especie animal sobre la tierra? Hudson es un primitivo autdntico como ya su mismo físico parece advertirlo: sus ojos castaños, achicados para hacer más aguda la mirada, sus orejas distendidas de escuchador de grandes espacios abiertos; oscuras cejas y barbas de tupidez hirsuta, nariz de prominencia agresiva, piel tostada; un cuerpo enjuto, de gran ave de presa ("hombre aguileño", dice alguien que lo conoce de cerca) y en su cráneo, en su talla y en su fuerza, un gigante clásico, o uno de aquellos vikingos que alegraron y asustaron la tierra miles de años antes de la aparición de los credos revelados y de las filosofías. Mas pese a ello, o por ello mismo, el amor a todo lo creado es el fanatismo de su gran alma pagana, y dentro de él la ternura por el cachorro humano está en primer término. Para él la corona de bucles negros o rubios de un niño es superior a la aureola de los santos. Nada hay comparable al prodigio de su red sensorial. Su tacto que dijérase difundido y alerta por todo su cuerpo, se acerca al de los peces o al de los ciegos, quizás, y en todo caso llega a sentir el amplexo del viento como una embriaguez lúcida o un mensaje. La capacidad fruitiva e intelectiva de su olfato, se acerca misteriosamente a la de muchos animales que comulgan con el mundo más por el olfato que por los otros sentidos. Su ojo capta con precisión y minuciosidad infinitas no sólo el color, el dibujo, el relieve de las cosas, sino también los matices más evanescentes, los movimientos, los cambios. la distancias indiscernibles. De su oído baste decir que sabe individualizar el canto de cada pájaro, captando su timbre, modulación, inflexión, volumen, alcance, vivacidad, limpidez, estilo, es decir, los elementos su ficientes para no confundirlo con ningún otro. Su memoria capaz, no de un mero recordar, sino de revivir escenas y emociones de nois de medio siglo atrás, parece ofrecerse como una resultante de esa sensibilidad sin pareja. Eso sí, no debe creerse que su sensibilidad es la de un pintor, la del músico, o la del naturalista, con su especialización y su 240


parcialidad; no, la suya es púnica, es decir, indivisible y capta las cosas con todos sus atributos y en la relación orgánica con su ambiente. Es visible que en esta captación casi abismal de lo externo se repite el prodigio de los baqueanos y rastreadores, sus coterráneos. Y en cierto modo tal vez es más primitivo que ellos, a punto que halla muy comestibles la carne de la vizcacha y la del chajá que ni el gaucho ni el indio comen. De cualquier modo, a ratos parece hacerse conciencia en él no sólo el alma del salvaje puro, sino la más primaria aún del animal. Hudson no busca el último misterio más allá de la Naturaleza, sino a través de ella y en el seno de ella; para él lo sobrenatural existe, pero también es Naturaleza. Para él lo zoológico no contradice lo humano: lo más primitivo evoluciona espiritualizándose. Siente lo externo y lo interno como una unidad indivisible: y sólo ella puede llamarse vida. Por eso el camino del conocimiento vivo —y no hay otro—es un camino de unidad integradora: "En toda investigación, el corazón y el alma van juntos con el cerebro": sólo así se puede llegar a la unidad de la Naturaleza. Todos los conocimientos laterales o fragmentarios son un espejismo del veraz conocimiento ("especializarse es perder el alma") si no se mueven simultáneos en una orgánica unidad. Él es, en cierto sentido, m Adán intacto y completo, vagando libremente por su edén salvaje. Su capacidad de absorber o absorberse en la Naturaleza, su poder de simpatía, comunión con todas las cosas vivientes, es tan sin limites como el viento en su llanura nativa. La Pampa! Después de todo, ¿no es esta la tierra que tanto holló Darwin y donde tuvo el primer atisbo de esa visión, inversa a todas las conocidas, en la cual el árbol genealógico del hombre hunde sus raíces en el suelo; la misma donde Ameghino, un paisano de Luján, también a la búsqueda de un Génesis sepultado, recorrerá millones de años a través de los pisos de la geología, como los gauchos recorren miles de leguas sobre la hierba? Lo cierto es que Hudson nunca vivirá verdaderamente en Londres ni en ningún centro urbano e industrial: psicológicamente vivirá siempre en la desnuda y velluda Pampa de su nacimiento y su mocedad. Y al decir Pampa, digo también esa Patagonia insondable de soledad y silencio que sojuzgó sus latidos y su 241


espíritu para la gran comunión con la Naturaleza, es decir para ese recobro de "la vieja armonía desvanecida entre el organismo y su medio ambiente" que hizo de la mera criatura raciocinante también una criatura cósmica. Los hombres son las únicas criaturas desnaturalizadas, y por eso él, el comulgador universal, se sentirá extraño frente a ellos, "especialmente en las ciudades, donde ellos existen en condiciones innaturales para mí, pero de acuerdo con su genio". De veras, sus semejantes han desaparecido de la tierra. "En tales momentos sentimos alguna vez algo como la amistad y la atracción de esos muertos que no se parecieron a estos, los que vivieron hace largo, largo tiempo, los que no conocieron la vida de las ciudades y no se sintieron ajenos al sol, al viento y a la lluvia". Cierto, el espíritu y el cuerpo del perfecto hombre de ciudad son como un caballo que vive el año redondo a pesebre y que ni aún en primavera llega a saber lo que es galopar sin freno sobre el verde. Tan imprescindiblemente como de la sociedad el hombre precisa de la soledad. ¡Ay, del hombre solo! Si, pero ¡ay del hombre que no sabe estar solo! El hombre más rico de experiencia externa e interna, que sospecha por ello mismo que hay algo más allá de lo que se oye en la plaza, en el taller, la cocina o la biblioteca, encuentra en la soledad viva de la Naturaleza la compañía más profunda: algo tan misterioso y glorioso como la camaradería dr un dios... La rama escuálida, parda y nudosa, con perfecto aspecto dE cosa seca, reventando en hojas y corolas de la noche a la mañana... no nos parece un milagro sólo porque nuestra atención y nuestra imaginación están absorbidas por las milagrerías de la técnica o de los voceadores de cátedra. Y sólo una lastimosa avería en nuestra inteligencia y en nuestros instintos explica el que una audiencia en el Vaticano o una jugada en la bolsa, la inauguración de un congreso legislativo o eucarístico o de un salón de modas, sean cosas más importantes que la contemplación del nacimiento del día. Amanece. Escuchad. Escuchad más todavía. Más allá del silencio tembloroso de las estrellas, del rugido sin sueño del torrente, del coro casi celestial de los pájaros, del despertar entre vagidos 242


del viento en el bosque, del golpe cadencial de un potro, del zumbo sin comienzo ni fin de los insectos, del alerta del gallo a todos los durmientes del mundo, llega una música tan profunda como la vida y la muerte. La melodía del dios de la flauta de siete cañas. Hudson sabe que sólo la Naturaleza puede remendar los tejidos de nuestro organismo y nuestros sueños, hacernos florecer como un árbol. "He pasado noches en el desierto, y al despertar allí, en los amplios espacios abiertos y llanos, la primera claridad del cielo por Oriente, el grito del tinamú y el perfume del campo, me han parecido siempre una especie de resurrección". (Pampeano nato, por lo demás, nada más cerca de su alma que las grandes llanuras: "Yo prefiero los espacios abiertos. . . y el viento que me acaricie libremente desde los cuatro costados.") También la Naturaleza es la liberación. Parece que sólo ella puede tener inocencia y sólo ella puede realizar un trabajo libre y alegre. Son los preceptos y dogmas y tabús y demás resortes de obediencia y cárcel, los que tornan melancólico el mundo. ¿Por qué nuestra risa no podría tener tanta ingenuidad y alegría como el trino del pájaro o el chorro del agua? Hudson advierte que para los industriales la Naturaleza apenas existe y que la de los naturalistas y artistas tiene algo de jardín botánico, cuando no de herbario. Pero tan inconducente como pretender someterla a nuestro yugo es sometérsele búdicamente. Siendo ella maestra de energías, el hombre sólo debe entregársele en la medida y forma que signifique un aumento de sí mismo y no una rebaja. Hudson ha aprendido como nadie que el camino de nuestra armonía con la Naturaleza es el sentido de lo bello, presente en nosotros, porque es el espíritu mismo de lo creado. Aprehender su belleza, es fecundar la nuestra y realizarla humanamente. El arte es sólo la traducción de esa felicidad. Porque Hudson es, sobre todo, un artista —todo hombre lo es en potencia— y no sólo ama la divina suma como Spinoza sino la divina intransferible gracia de cada sumando. ¿Y, acaso, cada forma natural, sentida como una expresión viviente y única, no es una fuente de inspiración creadora? Tanto las siente Hudson, que la imagen y el sentimiento de cada cosa bella no se le borran nunca. Su mnémica no conoce 243


anmesia. Y la explicación que se da, es tan maravillosa COfll() el fenómeno mismo: "Recordamos todo lo que nos interesa". Hudson está tan lejos del subjetivismo romántico como del puro objetivismo científico. La realidad no responde a ninguna de ambas actitudes desintegradoras. El hombre de Quilmes se alimenta de realidad concreta y profunda como un indio patagónico de médula de guanaco. La mera especulación o la mera introspección, la idea pura, el pensamiento que trabaja sin salir de sí mismo, es el vicio solitario por antonomasia. Hudson siente que la verdadera realidad humana, nace de la confluencia del hombre y el cosmos. Orgánicamente refractario a la contemplación narcisista tan común a beatos, filósofos y líricos, que sólo miran el espejo interior porque creen que en él está ya dado o reflejado todo, Hudson, sereno pensador como es, se vuelca torrencial y fecundamente sobre la Naturaleza en un misterio de transfiguración y expansión de la libido que lo convierte en algo como el amante o esposo de todas las beldades de la creación, desde la hierba a la estrella. Hudson no ignora que el secreto esfíngico de las religiones es: ¡viva la muerte! Pero igualmente sabe que el espíritu de la vida no es sólo espíritu de conservación sino también de dilatación y belleza. A estar a la línea evolucionaria que viene desde las deformes y torpes bestias arcaicas a la ardilla y la calandria de hoy, parece que su voz de orden fuera: cada vez más claridad, alacridad y hermosura: cada vez más vida.

Pero el gran sentidor tendrá un día una revelación más alta: "el simple suelo o el tapiz de musgo en el cual pisan sus pies (los hombres), los árboles con sus hojas verdes o amarillas, las gotas de lluvia, el aire que respiran, la luz solar en sus ojos y en sus corazones, no son una mera vestidura sino parte de ellos, de su verdadera sustancia y espíritu." "Con este sentimiento la muerte deviene una ilusión, y esa ilusión de que la continua vida de la especie (o inmortalidad) y la vida individual son una cosa misma, resulta lo real y verdadero." Fludson siente a fondo lo que otros ya no pueden: la fresca antigüedad del hombre. Digo que la remota fraternidad del hombre y el bosque está sumergida en el hombre, pero no abolida y que puede resurgir cada vez que circunstancias propicias se pre244


senten, y que eso "es lo que da a la existencia su mejor siffior y no los miles de placeres que la civilización ha inventado como sustitutos". ¿Qué mucho que el claro silbido de un pájaro o los encajes de la araña colgados en los setos, chispeando con las gotas de rocío coloreadas por el arco iris valgan para él "más que catedrales y castillos y aventuras entre hombres?" ¿Y qué, él, hijo del gran Pan, va a domesticarse en terruños o patrias? "Pues en cuanto tengo conciencia de tal apego, de ese curioso ardid de los nervios vegetativos al lanzar incontables filamentos que se adhieren como zarcillos a cada objeto o se enraizan en el suelo, inc alarmo y me apresuro a cortar esos hilos del lugar. Pues, ¿por qué han de serme más queridos estos campos, estos árboles, casas, vacas, ovejas, pájaros, hombres, mujeres y niños que los de cualquier otra parte?" Ahora no nos extrañará saber que el dios cuya siringa escande el ritmo del mundo se haya confesado un día por su boca: "El cielo azul, el oscuro suelo debajo, los pastos, los árboles, la lluvia y las estrellas, no son extraños para mí porque yo estoy con ellos, y mi carne y el suelo son uno, y el calor de mi sangre y el ardor del sol son uno, y el viento y la tempestad y mis pasiones son uno". Tal vez, como ninguno de tiempos pasados, el hombre de hoy ve que en torno suyo su mundo se descompone a toda prisa; aprestándose sin duda a un cambio decisivo. Y oscuramente siente que, so pena de entrar en una larga agonía, él también debe cambiar, es decir, buscar el camino hacia una integridad y modernidad auténticas. Sólo que para ello su primer paso debe ser la recuperación de lo más antiguo y fresco que lleva en sí: su condición de hijo de la Naturaleza, es decir, su salud misma. En tal intento, Hudson resultaría un guía indispensable. Su atisbo de los infinitos aspectos de las cosas, su contemplación e intuición del todo, su pensamiento y su sentimiento de lo que vive, desde la hierba al hombre, forman un mensaje de belleza y sabiduría sin par para el que debemos a toda costa aguzar nuestros oídos. Apenas si sospechamos alguna vez lo que en nuestro ferviente afán de bienestar material hay de suplicio y de cárcel: Pero ]a 245


verdad es que el honbre de ho y se 1orura a sí inisnio, no con sacos de ceniza, ayunos o cilicios como los de otro tiempo, sino con un frenesí de comodidad, acumulación o dominio. Trabajar,

trabajar y trabajar para ganarse la vida, y por ganarse la vida, perder de vivir.

Si puede decirse que el desiderátum de la civilización es producir calor: el alimento, la casa, la ropa, el fuego, reconózcase que el hombre salvaje —australiano o fueguino— mantienen perfectamente su calor sin necesidad de paredes, abrigos o estufas. ¿Qué ganó la civilización? Poca cosa sería ella si se redujese, como parece, a esas meras ventajas materiales que apenas si lo son. No se trata de proponer la vuelta al bosque, sino la renuncia a los desvitalizantes artificios del gran progreso; a esas cortinas nunca bastante opacas para que el sol no entre a nuestros aposentos y decolore nuestras alfombras ni deslustre nuestros muebles y pisos. ¿Terminará por verse que el complicado aparato de muebles, ropas, coches, joyas, cosméticos, significa que el hombre concluye por vivir más para éstos que para sí mismos? De veras, sólo el hábito y el temor al propio juicio nos impide advertir que no hay nada más incómodo que la sobra de comodidades. Y que ésta trae fatalmente el debilitamiento físico y también el espiritual. Menos pueden imaginar nuestros mecanizados cerebros el confort y el lujo del salvaje: no ser esclavo de muebles y vestuario, conseguir su simple, sana comida mediante el más saludable deporte, mantener su cuerpo y su alma en comunión más o menos constante con la hierba, los arroyos, el aire, las estrellas. Conocemos hombres que han sacrificado sus vidas, y mucho más —la de sus subordinados_ para construirse un espléndido mausoleo. ¿Excepción? No, casi todos los hombres, aunque lo ignoren, y aunque el mausoleo lleve otro nombre, siguen caminos parecidos. La construcción de las pirámides egipcias y demás cosas similares —obeliscos, mausoleos, capitolios, bancos y templos bablicos— implica una frivolidad tan grandiosa como atentatoria, pero frivolidad al fin. No podemos concebir la morada de un dios con espejos, al246


fombras y cielorrasos: sí con césped o arena, y árboles a la puerta y ventanales amplios como el cielo y la tierra. El uniforme de las modas uniforma los cuerpos y los espíritus, el traje estándar crea el hombre estándar, el maniquí respirante. En cualquier criatura sincera, es decir, de la Naturaleza, la piel, la pluma, son la expresión de lo que el animal es adentro. En el hombre el traje expresa lo que queremos parecer, no lo que somos. Es un disfraz siempre. Claro es que ya no podemos tornar a la desnudez, pero bien podría el traje estorbar lo menos posible la espontaneidad de nuestros movimientos y permitir la comunión del aire y la luz con nuestro cuerpo, pues son su pan y su vino. ¿No llaman ya algunos médicos a nuestra piel: pulmón periférico? El que lucha por cuidar su propia salud hace más que el que cuida la ajena sobre la que poco y nada puede. Nuestra propia salud es una hermosura alegre y valerosa y una beneficencia contagiante para los demás. Nadie se para a mirar que las escuelas de medicina y las farmacias son sólo sucursales más o menos tramposas de la ciencia y el arte de curar de la Naturaleza. La toma de contacto con la tierra viviente corrobora nuestra fuerza vital porque la virtud anteica duerme en cada hombre. Como en un mundo donde los que más trabajan son los más pobres, toda riqueza se hace con el trabajo impago del prójimo y exige cuidados que deben ser puestos en cosas de más rango, quien acumula riqueza acumula basura para su cuerpo y para su espíritu. Quien acumula oro prepara los barrotes de su propia jaula. Lograr que la sociedad no nos trueque en meras herramientas de ganar dinero es la hazaña de las hazañas. ¿Cómo hacer sentir a nuestros eternos fenicios que cualquier estrella o cualquier gota de rocío es más hermosa y eterna que el diamante Koinoor o Montaña de luz? ¿Y que el pájaro es tal vez el más hermoso verso del poema de la creación? ¿Y que beber whisky y jugar a la bolsa son cosas menos divertidas e importantes que bañarse en el arroyo y ver amanecer? Oh, la aurora!, la sagrada adelantada del sol, más hermosa y humana que él mismo. Levantarse a mirarla significa hacer entrar algo de ella en nosotros, y con eso el senhinhicu Lo de que lo 247


que viene puede ser y será más fresco y limpio que lo ya gastado e ido. Podemos imaginar que si detrás de la tumba se conserva algún deseo será el de volver a ver la más pura y fecunda belleza de la tierra: el nacimiento de la luz. Ella, adorada y alabada en coro por todos los seres vivos, pasa, sin embargo, inadvertida para casi todos los hombres. Si esencialmente somos un puñado de barro inflado y caliente, ¿qué mucho que la tierra, el agua, el fuego y el aire nos traten como a consanguíneos y velen por nosotros? Lo cierto es, por ejemplo, que la simple libertad del aire o de las alas que lo tripulan, obra como un numen libertario en nuestro espíritu. Y, sin embargo, el muñeco sabio de nuestra civilización maquinal sólo puede pensar en las vivientes y sagradas bellezas del cosmos como en meros símbolos. Y el senequista como en algo que debe rehuirse. En verdad que un niño siente y vive con más seriedad que ellos. Hombres de poca fe todos, que se adhieren sumisamente a la fe heredada o ajena, por falta de fervor y valor para encender y alumbrar la propia, es decir, para ponerla en el hombre y el mundo vivientes y no en fantasmas. He aquí, si no erramos, algo de lo mucho que vivió y soñó, para sí y para nosotros, Guillermo Hudson, hijo de la Pampa y ahijado de los dioses. Sólo que un gran espíritu, aún el más grande, es siempre fragmentario. Su luz no se da sin sombra. Así el credo de Hudson nos deja a medio camino. Los credos místicos, por un lado, intentan sustraer al hombre de su carne y su mundo; el de la civilización industrial al servicio de una casta, lo envuelve en un ambiente técnico y mecánico que lo sustrae al contacto y la comunión con la Naturaleza viviente. Pero emanciparse de esas dos supersticiones no es todo. Sumergirse en el baño de juvencia de lo natural es indispensable, pero no es todo porque el hombre ya no puede reducirse, como el animal, al mundo del instinto, por maravilloso que sea. Sí, el hombre es historia natural, pero también es. . . historia humana. 'Y Hudson apenas parece advertirlo. Que el hombre de hoy no espere ya ser salvado desde lo alto, se explica. Pero el 248


hombre corno tal, comenzó en tanto supo mostrarse capaz de superar la mera historia natural. Y quien cree en el progreso de la Naturaleza por selección natural está obligado a creer en la evolución progresiva de la historia, esto es, en la capacidad del hombre para superar sus propias incongruencias, derrotando a sus amos invisibles y visibles —burlándose del azar y la fatalidad— y ser su propio Redentor. Y dicho está con ello que su sabiduría y su virtud no pueden ser ya meramente las de la Naturaleza: tienen que ser típicamente humanas.



IN 1)1 C E

Pág. La cuna en la hierba El verde piso del mundo ..........................19 Aprendizaje del Edén ............................27 La hermana bestia ..............................42 Los ángeles de pico ..............................63 El dios caballo ................................87 El gobierno de los estancieros ......................103 La Pampa contra el Sinaí ..........................117 Los hombres rojos ..............................137 Un gaucho entre gauchos ........................157 Mujeres de la llanura ............................175 La revelación del desierto ........................183 El niño-diablo ................................195 Valerio de la Cueva ..............................209 El rey del canto alado ............................223 El gran pan en la Pampa ........................235 251


Este libro se termin贸 de imprimir el 10 de agosto de 1972, en los Talleres "El Gr谩fico/Impresores", Nicaragua 4462, Bs. As.



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