De yarumo en yarumo l g p

DE YARUMO EN YARUMO

LUIS GUILLERMO PEÑA R.

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Índice Título

Página

PRESENTACIÓN

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EL AUTOR

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ACTA DE FUNDACIÓN DE SAN LUIS DE GONGORA

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I Crónicas EL SIMPÁTICO Crónica simpática sobre el primer carro que pisó tierra yarumaleña

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INCENDIO EN SAN MATEO Recordando la conflagración ocurrida el sábado 30 de julio de 1927 en varios locales comerciales de la calle San Mateo 13

BATALLA EN LA PLAZA Donde se rememoran los 28 minutos que fueron suficientes para que el general Pedro Justo Berrío derrotara al general José Antonio Plaza un dos de enero en la Plaza de Yarumal 16 LA ESCLAVA JACINTA Reseña breve de la última esclava de Colombia, fallecida en Yarumal sobrepasando los 115 años de edad 22

LA LLEGADA DEL TELEGRAFO Donde se cuenta la historia del primer medio moderno de comunicación que llegó a Yarumal 24

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CANITO Y EL BUSTO DE BOLÍVAR Recordando las circunstancias en que se descubrió el genio de artista del Maestro Francisco Antonio Cano 27 YARUMAL UNA PRINCESA DE 150 AÑOS Donde se recuerda un homenaje que se le tributo a Yarumal con ocasión de su sesquicentenario 31 ELEGÍA A LA PEDRO PABLO En memoria a la antigua escuela Pedro Pablo Betancur desaparecida entre el fulgor de las llamas 34 CORTEJO DE CONTRICIÓN DEL QUINTO DÍA SANTO Descripción algo detallada de la procesión del Viernes Santo de 1991

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YARUMAL Y EL NOMBRE DE SUS CALLES En busca del origen de los nombres de calles y sitios yarumaleños

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EN CHORROS BLANCOS Apuntes de aquel combate del 12 de febrero de 1820 en territorio yarumañelo, donde se selló la independencia de la patria.

44 EN BERMEJAL Una aproximación a la vida de Epifanio Mejía en el Manicomio de Bermeja 47 LA NIÑA GUERRILLERA Encuentro con una jovencita de la subversión en los montes de Yarumal

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DE TROCHA A TRONCAL Breve historia de la carretera a Medellín

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LOS CONDUCTORES DE LA PLAZA Recordando los antiguos chóferes del pueblo

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VIAJE A CABALLO Donde se narran las peripecias de un viaje a caballo de Yarumal a Medellín en 14 horas, realizado a principio del siglo XX. 63 TOBÍAS CUARTAS LÓPEZ, EL POETA DESCONOCIDO Humilde e inspirado Yarumaleño en busca de reconocimiento

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EL PARQUE QUE PERDIMOS Fotografía

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LLORAN LOS YARUMOS 76 Columna periodística publicada en el periódico El Mundo el 1 de marzo de 2006, ante la inminente destrucción del antiguo parque Epifanio Mejía ESTAMPAS DEL VIEJO PARQUE El pasado en sepia

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II Cuentos  

LA DESESPERANZADA HISTORIA DE AMOR SACRAMENTO Y EL SARGENTO ADALBERTO

ENTRE

LA

LOS ENCANTOS DE “LA CASTIGADORA” EN EL PUERTO DE SANTA BRÍGIDA

MONJA 80

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LA TRÁGICA HISTORIA DE “EL VEGETARIANO” Y SU COFRADÍA DE LA TEMPERANCIA 92

EL FANTASMA CUSTODIO DEL ATAÚD

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BOBLIOGRAFÍA

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PRESENTACIÓN

Entre crónicas y cuentos, Luis Guillermo Peña Restrepo nos entrega en la obra De Yarumo en Yarumo , sus esfuerzos periodísticos por abordar pasajes históricos que reviven personajes y acontecimientos, consagrados o no por las glorias del bronce y los pergaminos, pero inmortalizados siempre en la memoria individual o colectiva por vía de los afectos, de los recuerdos, de las tragedias y, paradójicamente, de los olvidos.

Estas páginas rememoran con tinte y donaire el histórico momento en que Francisco Díaz Granados, integrante del Club de los Amigos, descubre y rescata en el maestro Francisco Antonio Cano el prodigio de sus manos brujas para las artes plásticas. Nos evocan el recinto de los alienados, de Bermejal, donde las musas danzaban en rito hechicero alrededor del numen siempre cuerdo de Epifanio Mejía, el poeta rubio de poemas dorados. Nos interna entre trochas fangosas con fresco olor a mortiños y guayabos y con reposo de fondas camineras, intransitables rutas vencidas por la tenacidad de una raza de titanes que arriaba con placidez el progreso cuando -entre cargas y aperos- conducía sus recuas de mulas. Estos rústicos caminos vieron ganar la apuesta del magnate Marco Antonio Restrepo Jaramillo quien, superando cualquier Record Guinness, cubrió a galope, entre atajos y senderos, la distancia de Yarumal a Medellín en trece horas y media.

Estos canalones y caminos de herradura se transformaron luego en la carretera troncal por donde hoy, gracias al milagro de los vehículos automotores, trajinan los hombres ataviados de afanes y temores... Y nos sorprende con el testimonio de la llegada del primer carro a Yarumal, “El Simpático”, que no llegó en carro sino a lomo de mula, desarmado como el mejor rompecabezas. Surgiría así una nueva ocupación en el pueblo de los yarumos plateados: la de conductores, entre cuyos nombres se prenden a la memoria los de Pericles Carnaval y Neira, Patalán y La Manteca.

Luis Guillermo nos lleva de la mano por espacios conocidos: por la calle San Mateo y su fatídico incendio de 1927; por las calles y carreras centenarias y el porqué de sus denominaciones ocurrentes, que se resisten al olvido de las nuevas generaciones; por entre la nostalgia de las aulas y patios de una escuela de pisos entablados y tapiales de barro, que ya no funciona en la misma antigua casona, pero sigue en pie en la memoria y en el corazón de una muchachada que aprendió allí –como el autor- sus lecciones de ciencia y disciplina; por la solemnidad de la Semana Santa -afamada estampa de Yarumal en Antioquia de entre las muchas heredades de la Colonia-, mirada por dentro y por fuera del cortejo... ¡Todavía se

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siente el aroma del incienso y se escuchan los comentarios profanos de mujeres cubiertas con mantilla, o las impertinencias de un niño que indaga por la representación de los sagrados pasos!

Y de esta hidalga ciudad nos retrotrae las pinceladas del Hermano Manuel quien fue capaz de poner hablar a Yarumal en primera persona para referirnos en tono poético la memoria evocadora de su fundación, mirada en retrospectiva desde el sesquicentenario del acontecimiento. Nos refresca el patriotismo con la gesta heroica de Pedro Justo Berrío en la Batalla del Dos de Enero de 1864, librada en plena plaza principal, y con la cual se consolida el Estado Soberano de Antioquia, gesta que fue llevada al verso épico por Epifanio Mejía, el paladín de la libertad.

Estas páginas nos dejan escuchar el redoblar de tambores para anunciar el bando con el cual se inauguró en el Yarumal de 1877, el telégrafo, un instrumento para entonces mucho más moderno que la fibra óptica, la Internet y la comunicación satelital- que permitía a los yarumaleños conquistar el mundo a través de un mensaje cifrado en pausas, puntos y guiones que traducían albricias y notas funestas, avisos de negocios o de visitas, recatados sentimientos de amor o dramáticos mensajes como aquél telegrama mediante el cual un desesperado joven, desde la “Sultana del Norte”, solicitó a su madre, en Medellín, que “Mande plata o reclame calavera” .

Y Luis Guillermo Peña da cuenta también de personajes inadvertidos como la muy longeva esclava Jacinta, quien fue sirviente del próspero comerciante don Sebastián Mejía; de Tobías Cuartas López quien encaba su pluma para hacer fintas con los versos, y de “Paola”, una hermosa niña guerrillera, a quien el autor conoció en un cubrimiento especial de tipo periodístico, y le dejó tatuado en el alma el dulce rostro de un ángel que cambió sus peluches por fusiles.

Pero mucho más allá de la historia, nos entrega también su recurso literario que, alejado de los cánones clásicos, le permite tomar para sí el uso de todas las licencias, beber en las fuentes del pasado episodios reales y fundirlos en la fragua de la ficción para modelar narraciones -más propiamente estatuas literarias-, cuyas imágenes discurren tan ricamente descritas, que permiten al lector convertirse en el director de la película que rueda por su mente, y sentir el esplendor de las escenas con la misma fidelidad, con que su pluma renovó la pátina con novísimos colores envejecidos.

Sus personajes confunden la verdad de los hechos con la mentira de sus nombres. O lo contrario. A veces la ortodoxia lo lleva a conservar nombres de pila, pero en muchas ocasiones, su crítica incisiva rocía con agua bendita -o con pintura a base de aceite- las cabezas de los protagonistas. De este modo logra mantener una correspondencia entre la persona y la personalidad.

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No faltan tampoco brochazos de ironía ni erupciones de irreverencia. Lo pacato y lo audaz se mezclan con la pasión y la tragedia, con lo puro y lo profano, con lo verosímil y lo increíble. Lo mismo describe una procesión de Semana Santa que una velación con la tétrica mortaja carmelita; la alegre fiesta de las gallinas del campo saltándose el anjeo hacia la casa vecina... o la veleidosa pasión de don Nemesio ante un espejo cómplice que retrata el mullido tálamo, la silenciosa caída de un corsé arrojado al piso... ¡y el remordimiento llamando a la conciencia!

Para quienes gusten de la literatura, esta obra es un ejemplo de cómo la historia puede servir de inspiración. Y para quienes son amantes de la historia, aquí les queda el trabajo de identificar hechos y personajes de antiguas realidades que sufrieron de cólico miserere, de colerín calambroso, de dolores de muela y de amores clandestinos; que murieron de niguas mal sacadas, que fundaron cofradías, que se aterrorizaron del comunismo... y se llamaron Cantonio Lira, Peleón de Valdrivia, Pasifloro Arbejo, monseñor Ostinio Homilio Santiño, el padre Resandez, o hasta el cachón de Nemesio Chacón.

Espero que el lector me ayude a dilucidar si el autor escribió esta obra para esconder o para mostrar una semblanza de Yarumal y de otros pueblos circunvecinos, o sí, por el contrario, trata aquí un tema tan provinciano que pudiera ser el reflejo de la parroquia del padre Casafús o, en el mejor de los casos, de esa aldeita global denominada Macondo. De lo que sí estoy seguro es que es un libro para disfrutar, y que cualquier parecido con la coincidencia... ¡es pura realidad!

Orlando Montoya Moreno De la Academia Antioqueña de Historia

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EL AUTOR Luis Guillermo Peña Restrepo

Yarumaleño,

Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Ha ejercido su profesión en los periódicos El Tiempo, El Mundo y R.C.N. También como comunicador del la Gerencia del Centro (adscrita a la Alcaldía de Medellín), del Instituto Mi Río, Zona Oriente de Empresas Públicas de Medellín y del Hospital La María. Igualmente se desempeño como director Ejecutivo del Círculo de Periodistas y Comunicadores Sociales de Antioquia, CIPA. También fue asesor de comunicaciones de los municipios de Donmatías, Ciudad Bolívar, San Rafael y Amagá. Ha dirigido varios periódicos alternativos como: De sol a sol en Urabá, Ensabanetahoy y Epicentro, de la Comuna 10 de Medellín.

Así mismo, ha sido redactor en varias publicaciones como las revistas Cierto, Primavera Mundo Joven, y los periódicos Entrevista de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, Ciudad América y El Yarumaleño.

Ha expuesto sus obras fotográficas en el Museo de la Universidad de Antioquia; en la Biblioteca de Comfenalco; en el Salón de Octubre, Casa de la Cultura Francisco Antonio Cano de Yarumal, en el Primer Salón de Artistas Yarumaleños, Cámara de Comercio de Medellín y en el hall de la Alcaldía de Medellín.

Otras obras suyas son: Diario de un Pillo, crónica periodística, publicada por el Instituto Técnico Metropolitano, ITM; 5 años de la Empresa de Vivienda de Antioquia, VIVA, obra que realizó por encargo de la Gobernación de Antioquia.

Próximas a publicar tiene: Memorias de una viuda, novela, y Un periodista en apuros, recopilación de sus crónicas y reportajes publicados en los periódicos El Mundo, El Tiempo, en la revista Cierto y en otros medios escritos.

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ACTA DE FUNDACIÓN DE SAN LUIS DE GONGORA “ En las montañas de Yarumal (Cerro Azul, Nuestra Señora del Socorro del Monte o la Candelaria), el 29 de marzo de 1787, yo don Pedro Rodríguez de Zea, Teniente de Gobernador y administrador de la Real Hacienda de estos valles de Osos y nuevas poblaciones; habiendo llegado aquí el 28 del corriente y encontrando muchos de los pobladores y faltando otros, unos por la proximidad de la Pascua y otros por miedo de las voces que se circularon; hice abrir trochas para buscar el mayor lugar; leí en alta voz por dos veces el Decreto del Señor Oidor en presencia de don Plácido Misas, y habiendo subido una gran parte de la cuesta, hallé una llanura con su declive muy ameno y aparente por sus aguas, clima y feracidad para hortalizas y donde caben más de trescientas casas con sus solares de cincuenta varas.

Y habiendo sido practico a los colonos, hice clavar una cruz en medio de la plaza y que los que se hallasen presente la adorasen en reverencia y memoria de la pasión y muerte de nuestro Redentor; y mandé desmontar ocho cuadras en cuadro para la población y señalé el sitió, donde se ha de fabricar iglesia y cárcel.

Y habiendo demarcado un lugar en la plaza que queda a disposición de su majestad, se demarcaron los solares y lugares en donde se debía colocar, según las calidades y circunstancias, todos los colonos. Y aunque se le daba la preferencia para elegir, esta Fundación se hizo con permiso que en 1786 concedió don Antonio Mon y Velarde, “El Regenerador de Antioquia”, como lo llamó don Tulio Ospina. Para ella nombró como alcalde a don Francisco Leonín de Estrada, quien tomó posesión de su cargo en el año de 1787.

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Cr贸nicas

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El Simpático Crónica simpática sobre el primer carro que pisó tierra yarumaleña

La

llegada del primer carro a Yarumal fue todo un acontecimiento. El vehículo Ford T, fue traído desarmado a lomo de buey por los señores Carlos Betancur y Arcadio Fernández en 1926. Su primer conductor fue un señor bastante moreno de nacionalidad puertorriqueña apodado “Yumeca”.

“El Simpático #1”, como lo bautizó don Carlos, fue armado en un local del “Camellón”, labor que requirió varios meses.

Mientras tanto las gentes esperaban ansiosas ver desfilar el carro por las empedradas calles yarumaleñas. Su primer recorrido del “Camellón” al parque fue una verdadera procesión, comparable con la de un Viernes Santo. Las chicas de entonces recogieron rosas rojas para adornar “El Simpático” y lanzarlas a su paso.

La foto de los niños junto al “El Simpático”, que ilustra la presente crónica, fue tomada por la señorita Trina Posada. Dicha dama, distinguida por su cultura y su civismo, en declaraciones al periódico liceísta “Libertad” se refirió a la primera “rodadita” de “El Simpático” con las siguientes palabras: “La llegada del carro a Yarumal fue deliciosa, no había llegado la carretera a la ciudad. Fue entonces cuando Carlos Betancur y Arcadio Fernández se dieron a la tarea bastante aventurera. Desde Medellín lo llevaron por sus propios medios y arrastrado lo llevaron hasta el “Camellón”.

“Las chicas, nosotras en ese tiempo, recogimos gran cantidad de rosas rojas y

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cubrimos el aparato. Llegó hasta el parque en medio de la chiquillería y la gente que quería conocerlo. Esa llegada fue entonces toda una fiesta. Yo en esa época estaba entregada a las ideas fotográficas y le tomé esa foto que para mí tienen un gran valor. Todo eso sucedió en 1926”.

De todos aquellos que montaron en El Simpático, Ángela Madrigal fue la última en morir. Tenía una tienda equidistante al Liceo San Luis y al Colegio de María, muy frecuentada por los que fuimos estudiantes de estas instituciones durante los años 60,70 y 80. En una ocasión la visité para que me refiriera su experiencia con aquel Ford T. Amable y simpática como siempre me expresó: “Me acuerdo como si fuera ayer. Eso fue muy gracioso. El carro de don Carlos Betancur lo trajeron en bueyes y lo armaron en “El Camellón”... Sí, el carrito era de esos de capotica de lona; como tres o cuatro meses se demoraron para armarlo; todo el mundo era pendiente, hasta que dijeron “la semana entrante sale el carro”, esa era mucha dicha. Todos esperábamos, pero nada que salió esa semana. Que todavía le faltaba. Hasta que salió el carro un día, a mediodía, eso era ¡qué procesión de gente y muchachos!

Bueno, a mí también me dieron mi “palomita” me llevaron hasta Villa Reina, eso era bueno montar en carro. Recuerdo que la gente gritaba: ¡Ahí viene el carro!, ¡Ahí viene el carro! y todo el mundo salía a verlo pasar. Eso era una dicha con carro en Yarumal”.

Otra anécdota, llegada por tradición oral, cuenta que unos campesinos venidos de Mina Vieja y Santa Matilde, vieron “El Simpático” todo un día subir y bajar por los empedrados del pueblo. Al atardecer llegaron cargados de aguamasa para darle al carro porque “pobrecito” el carrito con tanto trabajo.

Ángela Madrigal, de quienes les tocó “viajar” en el “Simpático”, fue la última en morir

Don Carlos Betancur, llevó “El primer carro a Yarumal a lomo de buey.

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Incendio en San mateo Recordando la conflagración que se presentó en varios locales de la calle San Mateo el sábado 30 de julio de 1927

Desde

las primeras horas de la mañana, radiante se posó el sol sobre las techumbres del pueblo aquel sábado 30 de julio de 1927. De la noche fría cubierta de neblinas surgió un día caluroso. Poco después de las siete de la mañana los directores y directoras de las escuelas, que conformaban la Provincia Escolar, ingresaron a la vieja casona Municipal para reunirse y celebrar la Fiesta del Maestro.

A las 7:30 a.m., un niño de apellido Bernal salió de su casa por los lados de la Boca del Monte y se dirigió al almacén de don Guillermo Franco a comprar una botella de gasolina, el joven Alfonso Trujillo, dependiente de Franco, atendió al cliente, quien al transvasar el hidrocarburo tuvo la mala ocurrencia de encender una vela. Así se desató un incendió que abrasó las canecas del inflamable liquido.

Don Guillermo Franco estuvo en misa de seis, repartió quince centavos en limosnas a varios menesterosos que lo abordaron en el atrio, luego fue abrir el almacén, Alfonsito Trujillo ya lo esperaba en la puerta. Don Guillermo fue a la trastienda observó las trampas de los ratones, sólo un pequeño ratoncito había quedado atrapado en el feroz alambre de la trampa. Barrió un poco y se dirigió al segundo piso, con un trapo húmedo deshizo el polvo de algunas estanterías y se asomó al balcón. Allí se acomodó en una mecedora a contemplar la belleza del día con su cielo azul que contrastaba con el verde de las montañas.

Mientras don Guillermo se extasiaba con el esplendor del día y la belleza de la naturaleza, las lenguas de fuego con su apetito voraz comenzaron a devorar mercancía fina como cedas, terciopelos, dacrones y menos finas como otomanas y driles; también juguetería, ollas y olletas de aluminio y un sinnúmero de quincallería; las llamas aumentaron y fueron tras las tablas de los pisos, los bahareques de las paredes y en busca afanosa de los maderales del techo. Desde su mecedora en el balcón, don Guillermo interrumpió su contemplación al sentir la gritería y el calor que casi lo abrarasaba.

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Impulsado por su instinto de conservación, corrió hacia la calle, pero las escalas de madera ya eran pasto de las llamas. El hombre invocó las benditas ánimas del purgatorio y a Nuestra Señora de las Mercedes para implorar que su alma no se fuera a la eternidad después de quemarse su cuerpo en vida.

Don Luis R. Escobar, inspector provincial de instrucción pública, quien dirigía la reunión de maestros, la disolvió y corrió a apaciguar el fuego. Don Guillermo desde el balcón gritaba desesperado: ¡auxilio!, ¡auxilio! También acudieron veloces otros profesores como Ángel Gómez, José Arboleda y Juan Alzate. El alcalde Jacinto Palacio B. llegó casi a las nueve.

Las llamas plácidas y muy fácilmente pasaron al local de los Radas, pues éste antes hacía parte del de don Guillermo y sólo estaba separado por canceles de madera. El surtido quedó reducido a cenizas, sólo algunos peines, espejos y alguna bisutería de la parte baja se salvó de la candela.

A la propiedad del doctor Rivera le siguió el turno, situada en la calle San Mateo a linde con don Guillermo Franco, las llamas ascendieron pronto al techo y en su furor devoraron cañabravas, maderas y tejas y con estrépito se vino al suelo.

Las dos tiendas que ocupaban este local pertenecían a Pablo Emilio Tamayo y a Emilio Maya, el surtido de abarrotes se salvó en su mayor parte.

Las llamas acosadas por el viento, continuaron su avance destructor contra el local de don Juan de Dios Cuervo, también fue reducido a la mínima expresión, dígase pavesas y cenizas; el surtido fue salvado en su totalidad. El avance del fuego continuó en el local de don Guillermo Zabala, aún inconcluso, porque se había quemado en el incendio ocurrido escasos cinco meses antes en la misma manzana, al igual que cinco años atrás. Alcanzaron a quedar en píe algunas tapias, pero como en las dos conflagraciones anteriores, sus aleros y techos se convirtieron en humo.

La señoritas Hoyos también fueron unas de las damnificadas con su local arrendado a don Rafael Genaro Gómez, quien salvó siempre algo del surtidito. El inmueble, ubicado en la carrera Valdivia (Calle Caliente) sufrió averías en pisos, techos y paredes. Con mucho esfuerzo aquí los improvisados bomberos pudieron detener el fuego.

Para cesar el furor de la candela, fue necesario llenar cientos de veces palanganas, ollas y tarros de manteca con agua recogida de todo el vecindario. El mayor esfuerzo lo representó la demolición en menos de una hora de la fábrica de

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cigarrillos de don Antonio González y la parte alta del Club Yarumal, simpático y culto centro social, donde también comenzaron a llegar las llamas.

Según las crónicas de la época, la consternación en el pueblo fue general, se vieron señoras de alto rango y señoritas de la primera clase social ayudando al salvamento de mercancías que eran depositadas en la plaza o en locales alejados de la conflagración. Por otro lado, se criticó al Concejo y a la Alcaldía por carecer de elementos apropiados para afrontar un siniestro, pues no había ni una bomba, ni mangueras. Los elementos usados fueron tan rudimentarios que se cree que fueron los santos invocados y no los parroquianos, quienes lograron calmar el fuego.

Cabe mencionar entre los ejecutores de este apagado de incendio, aparte de los profesores ya mencionados, a don Luis Villas G., don Rafael Ortega, quien se zafó de donde estaba y vino a dar al suelo haciéndose magulladuras y raspones en brazos, manos y caderas. El trabajador José María Vásquez, quien se desprendió de una tapia ocasionándose contusiones en diferentes partes del cuerpo, afortunadamente sin traumas severos.

Don Guillermo Franco se salvó de morir devorado por las llamas, gracias a que varios voluntarios lograron bajarlo del balcón por una escalera cuñada con cajones. El hombre llegó al piso tembloroso, con los ojos rojos por la acción del humo y los pantalones chamuscados al tratar de bajar por las escaleras envueltas en llamas. Dicen que dos minutos después, entre fuego trepidante y humo desapareció el balcón.

Según cálculos de aquel entonces, en locales se perdieron no menos de 30 mil pesos y en mercancías no menos de 20 mil, para un total de 50 mil pesos oro. Los únicos que contaban con pólizas de seguro fueron don Pablo Emilio Tamayo y Los Radas.

Seguramente, gracias al seguro, los Radas pudieron levantar en el sitio del incendio el primer edificio construido con cemento en Yarumal, además el primero de tres pisos.

Todavía se conserva en la esquina de la calle 20 con carrera 20, o sea, calle San Mateo con carrera Valdivia, y se denomina Edificio Rada Hermanos. Tuvo un bello torreón que fue demolido para ampliar la carrera 20.

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BATALLA EN LA PLAZA Donde se rememoran los 28 minutos que fueron suficientes para que el general Pedro Justo Berrío derrotara al General José Antonio Plaza un dos de enero en la Plaza de Yarumal

“Son las doce del día: el sol de Antioquia tiene su carro en la mitad del cielo; un pueblo se lamenta entre cadenas, y ese sol es el sol del “DOS DE ENERO”.

Epifanio Mejía

E

l dos de enero de 1864 a las cinco de la mañana, el general Pedro Justo Berrío inició con su ejército la marcha desde el Alto de Rhin, cerca de Angostura, avanzó por la cuenca del río Pajarito. En el Balsal, en las goteras de Yarumal, se detuvo la tropa. Allí se dispuso caer sobre el ejército liberal (que ya se encontraba en la plaza del pueblo) avanzando en dos columnas. Una, dirigida por el comandante Marino Restrepo, atacaría por la parte superior de la población; la otra, al mando de los coroneles Ildefonso Sánchez, Macario Cárdenas y Julián Álvarez, atacaría por los dos flancos.

Con pleno sol canicular arribaron a Yarumal, eran las doce del día. Una de las columnas entró por la “Boca del Monte”. Cornetas, tambores y descargas de fusil retumbaron desde donde hoy está la Normal La Merced, el enemigo fue alertado.

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Epifanio en sus verbos, perpetuó así esos momentos: “Es que acaban de oír la voz de un tiro En la “BOCA DEL MONTE”, allá a lo lejos, Y el sonido de esa arma les anuncia Que los hijos del Norte están rugiendo.

Y... “¡A LA CARGA” GRITANDO Y “ A LA CARGA” Volviendo a repetir, se lanza el fuego ¿Qué podrá resistir esa borrasca parecida a la ola de un incendio? ¡Adelante, adelante, altivos jefes! ¡Adelante seguid con los guerreros!

Que los hijos del Norte el Rhin dejaron, Y os atacan, sin armas, con sus pechos.

El general José Antonio Plaza y sus hombres en la Plaza (hoy parque Epifanio Mejía), se entretenían en llenar sus estómagos y el de sus cabalgaduras.

Otros, recostados en enjalmas, daban bostezos y descanso a sus cuerpos fatigados de tantas marchas forzadas. El anuncio desde “La Boca del Monte” se perdió en eco contra las montañas. Y el ejército enemigo se estremeció con más arrojo que pavor. Los centinelas atinaron lanzar un toque de corneta y gritar: “Todos cargar armas”.

Los soldados del general Plaza asumieron afanados sus posiciones y se apostaron en las calles y zaguanes de las casas. Como trinchera principal tomaron la calle 18 o Calle Real, mientras Berrío tomaba posesión en la parte alta de la calle, hoy reconocida como la “Falda del Bobo”, que en ese tiempo apenas era un morro con cuatro o cinco casitas con sus solares. Allí se inició el combate. Fue un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, con golpes de lanza, garrote, espada, cuchillo y machete.

Tal la fuerza del Norte... su cabeza Se lanza en pelotón por un sendero, Y corre con furor... y de repente Encuentra al enemigo pecho a pecho Y se lanza a estrellarlo... y suena el hierro...

Y resbala la espada entre la carne, Y traquea la lanza entre los huesos Y la sangre revienta en borbotones Y se estrellan los cráneos contra el suelo

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En su corcel blanco, el general Plaza – recién casado y de matrimonio aún no consumado - se dirigió al ataque por la calle 19 por entre las carreras 18 y 19 y muy próximo al lugar donde hoy está el Liceo de María, un balazo lo derribó del caballo y de la vida.

Ved un héroe ... ¿quién es? Sobre la tierra Yace su cuerpo inanimado y yerto, Combatió hasta morir... era un tirano Pero era de valor un vivo ejemplo Antonio María Rodríguez, alias “Castillo” - segundo al mando - no tuvo tiempo de defenderse de la impetuosidad del sable del coronel yarumaleño Manuel María Eusse, vida y sangre se escurrieron por la empedrada falda que daba a la plaza.

Ved otro héroe... ¿Quién es? sobre difuntos Arrastra ansioso su pesado cuerpo; Una espada feroz rasgó su vientre Sus despojos se arrastran sobre el suelo Sus cadáveres fueron sepultados en un solar frente al templo, situado contiguo al hospital. No recibieron sepultura eclesiástica por cuanto fueron considerados liberales y perseguidores de la Iglesia.

Desde mediados del siglo XIX, el país padeció un sinnúmero de guerras y batallas, entre liberales y conservadores, que eran lo mismo que clericales y anticlericales, gobiernistas y antigobiernistas. Tomás Cipriano de Mosquera lideraba el bando liberal y anticlerical y Mariano Ospina Rodríguez el bando conservador y clerical. Ambos ostentaron el poder y abusaron de él.

El general Pedro Justo Berrío con una división de 600 hombres (soldadesca del Norte) mal pertrechados, sólo 50 llevaban armas de fuego y los demás, lanzas, garrotes y machetes, se dirigía a atacar a Medellín con el fin de deponer, con el apoyo de otros conservadores sublevados, al gobernador Pascual Bravo, nombrado por Tomas Cipriano de Mosquera, quien ejercía la Presidencia a nombre del partido liberal y de la Constitución de Rionegro, promulgada en 1863.

Pascual Bravo envió al general José Antonio Plaza con 500 hombres bien adiestrados y pertrechados a derrotar a Berrío y a impedir su arribo a la capital del Estado.

Berrío, enterado de la celada que le tenían preparada, con su visión de estratega se regresó desde los caminos de Niquía. Siguió la ruta: San Pedro, Entrerríos, Santa Rosa, Santa Rita, Monte de Dolores, Cuivá, Malabrigo (actual

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vereda La Teresita), Buenavista hasta acantonarse en el Alto del Rhín, cerca de Angostura.

Como el general Plaza no lo vio por ninguna parte, creyó que ya estaba derrotado o desbandado. Con la primera aurora de 1864 llegó con sus 500 hombres a la plaza de Yarumal, muy bien dotados de fusiles, bastimento y hasta banda de música, la cual dio la bienvenida al nuevo año con ritmos fiesteros. Con el pueblo sitiado por sus armas y en un ambiente de jolgorio y alegría, muy de madrugada envió un emisario al gobernador Pascual Bravo; a quien le llegó la buena nueva: Berrío derrotado o en desbandada y Yarumal tomado y rendido. En verdad, las gentes del pueblo temerosas se habían refugiado en sus casas.

¡YARUMAL! YARUMAL! ¡tierra de libres! ¡Mucho te deben de pesar los hierros! ¿En dónde está tu libertad...? LA AURORA De un nuevo año ilumina nuestro suelo...

Tú más libre que el viento de tus selvas ¿Por qué respiras hoy entre los hierros?

Tú coloso del norte - altivo y fuerte ¿Por qué gimes cual niño sin consuelo?

Y hay soldados extraños en tus puertas; Y hay tiranos también sobre tu suelo Y hay soldados con hambre que te llaman, Y tiranos que te hablan con desprecio.

En tus calles hay risa y hay bullicio; En tus casas hay llanto y hay silencio; En tus calles hay libres colombianos Y en tus casas hay cárceles y reos. ¿Y entre tapias perece la inocencia? ¿Y el honor entre tapias está preso?

Aunque el ejército de Berrío estaba menos adiestrado y armado que el de Plaza, su estrategia de atacar con sorpresa por los dos flancos y por el norte, le rindió buenos frutos, en poco menos de media hora derrotó a los intrusos.

Cincuenta y seis heridos, siete muertos y 236 prisioneros fue el sacrificio mayor del ejército liberal.

Y se chocan las armas... y la sangre Se derrama otra vez... y entre humo espeso,

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Y entre pólvora, y lanzas, y metralla, La vida se desprende de los muertos Además, trescientas armas de fuego, miles de municiones, 47 sables, 32 machetes, 42 mantas de lana, también menaje como piedras de chispa en cantidad de una arroba, instrumentos de música y toda la correspondencia fue parte del botín a que se hizo merecedor Berrío y sus soldados en menos de la treintena de minutos que duró la refriega. Pero fue su mayor presea la liberación del pueblo.

Tú, hace poco en abyecta convertida Y ahora tan libre como el sol de enero ¿ Qué poder sobrehumano en media hora Cambió en guirnaldas tus pesados hierros?

Las tropas revolucionarias conservadoras, a pesar de haber vencido, también pusieron su cuota de sacrificio. Muy lamentada fue la baja del comandante Luciano Henao, a sable limpio se transó a duelo con el joven liberal Lucio A. Restrepo. Ambos recibieron heridas graves. El valeroso Luciano murió al día siguiente, su contendor sobrevivió.

El alférez fructuoso Duque se arrojó de primero a quemarropa a las armas enemigas, un tiro de cañón dejó su cuerpo hecho trizas, poco se recuperó de su cadáver; murió como Ricaurte en San Mateo, “en átomos volando”. Tres soldados más de la tropa conservadora también entregaron su vida en pleno combate.

Heridos hubo 16, entre ellos el intrépido capitán León Duque y el distinguido y arrojado joven Daniel Arango ¡YARUMAL! ¡YARUMAL! sobre tus calles Hay regueros de sangre... los pertrechos Derramados están... sobre las piedras Los heridos se arrastran entre muertos Por muchos años se conservaron los huecos dejados por las balas antigobiernistas y gobiernistas, o sea, rojas y azules, en las paredes de las casas por donde transcurrió el combate.

La borrasca pasó... Sobre las alas De furioso huracán pasó el estruendo El astro rey que en el cenit brillaba Viendo opresores en mi patrio suelo, Hora que marcha hacia el ocaso, alumbra Mil frentes libres entre sangre y muertos.

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Y ahora contempla a las criaturas libres Y ahora contempla mortandad y presos...

Porque ese sol que hacia el ocaso sigue Se llama el sol del esplendente enero ÂĄYarumal Yarumal tierra de libres!

Ya reventaron tus pesados hierros...

Busto de Pedro Justo BerrĂ­o, ubicado en la Av. La Playa de MedellĂ­n

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La esclava Jacinta Reseña breve de la última esclava de Colombia, fallecida en Yarumal sobrepasando los 115 años de edad

Negra, de pura raza, alta y no demasiado encorvada, a sus 115 años amparada en la caridad del asilo de Mendigos de Yarumal, la mujer mostraba a quien se lo solicitara su marca de esclava en la espalda, una jota en un recuadro hecha con cuchilla por un hombre que tenía el encargo de marcar todos los esclavos, según referencias de ella misma; pues fue esclava, al parecer por varios decenios, de una familia de apellido Jaramillo dueña de tierras en Barbosa.

Jacinta llegó a la vida aproximadamente en 1813 en lugar incierto del territorio de la Nueva Granada, en plena gesta de La Independencia. Se puede colegir que fue de sangre africana nacida en el seno de una familia esclava, desde niña llevó su marca de propiedad privada, como testimonio de la humillación y el servilismo a que fueron sometidos unos humanos por otros.

En Colombia, como en todas las colonias españolas, los conquistadores establecieron la esclavitud. En Antioquia a principios del siglo XIX los esclavos eran numerosos. Los castigos crueles en otras partes practicados, no lo fueron en nuestro Departamento. Los muy raros dueños de esclavos que los trataron con dureza, excitaron contra sí la reprobación unánime.

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José Felix de Restrepo y el dictador Juan del Corral lideraron un proyecto de manumisión de esclavos el cual fue aprobado el 20 de abril de 1814, pero en 1816 fue ocupado el Estado por el ejército español, dejando sin vigencia dicho proyecto.

Sin desistir en el empeño José Felix de Restrepo presentó un nuevo proyecto ante el congreso de Cúcuta el 28 de mayo de 1821, el cual logró a la postre abolir la esclavitud en todo el territorio nacional, pero a través de un proceso que duraría hasta 1850.

Según don Germán López G., en octubre de 1928 Jacinta gozaba aún del dominio de todos sus miembros y llevaba a cabo algunas tareas sin impedimento alguno, con ojos, oídos, olfato, tacto y gusto como si tuviera apenas 40 años. No así su memoria nublada como Morro Azul en ciertos atardeceres.

Dice don Germán en crónica escrita para el periódico El Heraldo de Antioquia: “No recuerda los nombres de sus amos Los Jaramillo, sólo rememora que trabajó también en una finca denominada “El Pantano” de una familia Muñoz; no puede precisar cuánto tiempo hace que vino a Yarumal y en qué circunstancias, sólo recuerda haber servido en la casa de Sebastián Mejía, de la cepa de la prestante estirpe Yarumaleña que dio poetas locos y comerciantes prósperos. Pero no sabe decir si sus servicios en la casa de don Sebastián fueron en calidad de esclava o de sirvienta remunerada”.

“En su alma domesticada no sólo por el látigo y la miseria de la esclavitud, sino por el peso aplastante de sus 115 años, no hay ni recuerdos ni esperanzas, tiene sólo una ambición “un tabaquito” es cuanto anhela, lo enciende y lo chupa con verdadero deleite considerando que aquella pobre carne macerada al látigo y marcada como cualquier res despreciable y aquella boca, que seguramente lloró mucho, puedan al presente consolarse de tamaños horrores humanos con un poco de humo de tabaco ordinario”.

El trasegar de esta existencia de sometimiento, la vida de esta mujer, la última esclava que murió en territorio colombiano, seguirá perdida en la bruma del olvido, sólo por esta breve referencia de don Germán López se sabe que vivió parte de su existencia en Yarumal.

La fecha exacta de su muerte, así como las circunstancias y el lugar de su sepultura, son también parte del misterio y del olvido.

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La Llegada del Telégrafo Donde se cuenta la historia del primer medio moderno de comunicación que llegó a Yarumal

Desde que se comenzaron a colonizar los terrenos que hoy conforman a Yarumal, el correo, las cartas, los encargos, las boletas y razones, se transportaban a pié o a paso de mula, caballo o buey. Con su lento ir y venir por andurriales, canalones y pantanos, las informaciones oficiales, de negocios y las misivas de amor llegaban a sus destinatarios muchas veces tarde y otras veces nunca, tanto que fueron muchos los amores, negocios y batallas que se perdieron por no llegar la información o el recado a su debido tiempo.

En 1793 se estableció en Francia el primer telégrafo, muy rudimentario, pero permitía transmitir mensajes en forma de una sucesión de señales, cada una de las cuales representaba una letra del alfabeto. Con el descubrimiento de la electricidad se perfeccionó el invento. Ya en 1831 funcionaba el telégrafo electromagnético, basado en la acción de la corriente eléctrica sobre una aguja magnética. El de más amplia aplicación fue el famoso telégrafo de Morse.

Pero la llegada del telégrafo a Yarumal fue algo tortuosa. Por Decreto LXXVIII del 7 de diciembre de 1875 el presidente del Estado Soberano de Antioquia, señor Recadero de Villa, ordenó la construcción de una línea telegráfica que partiendo de Medellín fuera a terminar en Remedios.

Los trabajos se iniciaron algunos días después y el 15 de enero de 1876 se daba al servicio en San Pedro; el 5 de febrero en Entrerríos y el 11 de febrero llegaba la línea a Santa Rosa de Osos. Allí se detuvieron los trabajos. ¿Por qué?

Porque hubo divergencias a cerca de la ruta que debería seguirse. Opinaban unos

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que de Santa Rosa se pasara a Amalfí y de ésta a Remedios. Otros sostenían que debería pasar a Yarumal, de aquí a Campamento, Anorí y de allí a Remedios. En esas llegó la Revolución del 76 que duró de agosto de ese año hasta abril del siguiente, y nadie volvió a hablar de la construcción del resto de la línea.

Llegado al poder el general Julián Trujillo, él, como presidente del Estado Soberano de Antioquia, dispuso la construcción entre Santa Rosa y Yarumal.

Y llegó el día en que Yarumal estuvo comunicado con las modernísimas redes telegráficas. Fue precisamente el 7 de noviembre de 1877. Se llamó a bando; por los cuatro costados de la plaza aparecieron en simétrico desfile y con sus respectivos uniformes de gala la Escuela de Primeras Letras, la Escuela Elemental de Varones, La Escuela de Niñas o Escuela Modelo, La Escuela Superior, el Colegio San Luis y el Colegio La Merced.

Y no podía faltar el clero, iba encabezado por el párroco Aldemar Palacio, bajo palio, seguido de sus coadjutores y de la Asociación de Madres Católicas. En el cielo azul de aquella mañana histórica retumbaron los voladores, mientras repicaban las campanas y una banda entonaba notas marciales. El tambor del bando resonaba desde la casa consistorial. Allí desde el balcón y acompañado por los miembros de la Corporación Municipal, el alcalde Severo Peláez se dirigió a la multitud agolpada en la plaza con las siguientes palabras: “Querido pueblo de Yarumal por la gracia de Nuestra Señora de Las Mercedes, divina Patrona, hoy es un día histórico, nuestro pueblo se ha enrrutado por los amplios caminos del progreso, pues gracias al empeño del ilustrísimo señor gobernador, Julián Trujillo, los avances de la ciencia han llegado desde Europa y Norteamérica hasta nuestro terruño. Parece casi un milagro que en pocos minutos se puedan transmitir mensajes a distantes poblaciones. Que este gran invento que desde ahora disfrutamos sirva para que cesen odios y hostilidades y se encaminen nuestras patrias chica y grande por los senderos del orden, la armonía y la justicia.

Que con la guía de Nuestro Redentor el telégrafo sirva para unir los pueblos y los encause hacia el progreso intelectual, social e industrial.

La plaza se colmó de aplausos, seguidamente el reverendo párroco, pronunció un tedeum, mientras los acólitos con sus incensarios impregnaban de blanco humo y santo olor el ambiente de la plaza engalanada. El primer telegrama salido de Yarumal fue este: Oficina telegráfica.-Yarumal, nov. 7 de 1877 ¡Salve ilustre Presidente del Estado, regenerador de Antioquia!

La Corporación Municipal de Yarumal os tributa un homenaje de reconocimiento en este día, en que los hilos eléctricos han penetrado hasta estas

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montañas. Ella hace votos por vuestra felicidad i os da las gracias con entusiasmo por tu airoso republicanismo al que debemos que se rasgue el velo de la ignorancia y que aparezca radiante el vehículo del progreso de la civilización.

El presidente, Zoilo Cuartas.- Secretario Remijio Palacios Autenticó, José Fernando Lince.

El general Trujillo respondió: Medellín, noviembre 7 de 1877 El infraescrito presidente del Estado saluda a los señores miembros de la Corporación Municipal de Yarumal i les estima en alto grado el homenaje de reconocimiento que le dirigen por haber llegado a ese lugar el hilo telegráfico que los comunica con esta capital Correspondo a esa entusiasta manifestación, haciendo votos porque esa mejora no sólo influya en el adelanto intelectual e industrial de ese pueblo, sino que sirva también como un lenitivo de las pasiones políticas i un medio de afianzar el orden i la paz en el Estado, para que todos puedan consagrarse a las faenas fecundas del trabajo i contribuir a su engrandecimiento.

Julián Trujillo

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CANITO Y EL BUSTO DE BOLÍVAR Recordando las circunstancias en que se descubrió el genio de artista del Maestro Francisco Antonio Cano

Corre el año de 1881 y, en el altozano de la plaza, decenas de hombres construyen el nuevo templo parroquial que reemplazaría al construido desde la fundación de la ciudad. Algunos años después los cielos del pueblo se verían engalanados con la magnificencia de las cúpulas de su nueva catedral.

Por entre calles empedradas y los fangosos caminos “riales” llegan hombres “arriando” bueyes y mulas que transportan el material. El pueblo de los yarumos es, hace rato, una aldea con visos de progreso, pues cuenta con dos escuelas de enseñanza elemental, una escuela superior, una escuela militar y dos colegios privados. Ansias por el saber anidan en sus gentes y por eso sus líderes han fundado una biblioteca, la Fernández Madrid, además de existir varias colecciones particulares.

En aquellas dos últimas décadas del siglo XIX, bullía en las gentes del pueblo el deseo de trabajar por la cultura y el crecimiento intelectual. Es así como Francisco Díaz Granados secundado por otros ciudadanos de apellido Barrientos, De Greiff y Rivera, fundaron “El Club de los Amigos” con el fin de crear una nueva biblioteca y hacer obras de embellecimiento y ornamentación en edificaciones públicas, plazas y calles.

Faltando seis meses para cumplirse el primer centenario del nacimiento de Bolívar, se reúne el Club y su presidente lanza la idea de erigir un monumento al Libertador. La iniciativa es acogida por la mayoría de los socios. Un joven de baja estatura, paliducho, de cejas abundantes y nariz semi recta pide la palabra y dice: “Señores, yo me comprometo a hacerlo”. Ante tal “exabrupto” los socios irrumpen en carcajadas. El joven profundamente sentido pide permiso para retirarse. Cuando éste abandona el recinto el señor Francisco Díaz Granados, en tono vehemente, expresa: “No hay motivo señores para reírse de Canito. Yo sé que es capaz de

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hacer el busto y muchas cosas más”. Entre el escepticismo de la mayoría y la seguridad del presidente del Club, continuó la discusión aquella noche, pero sin resolverse nada.

Al día siguiente, Díaz Granados madruga a la casa de su amigo Cano y le propone emprender un viaje con bestias a Mina Vieja para conseguir arcilla. Por lo cual preguntó: “¿para qué?.” “Porque tienes que hacer el busto de Bolívar, debemos demostrar que lo que ofrecemos lo cumplimos”, replicó el amigo.

La neblina perezosa comienza a mover su pose multiforme sobre las techumbres de paja y teja, mientras un tímido sol apenas se asoma por entre la blancura del firmamento, fondo inmaculado del tenue verde de las cordilleras.

La noche fue de lluvia. Las cabalgaduras con esfuerzo extremo desprenden sus herraduras del lodo resbaladizo, ascienden por canelones, en ocasiones tan oscuros como la misma noche. Fatigadas, las bestias resoplan y sudan a caudales.

En eco se devuelven los gritos de los arrieros que chocan contra los cortes amarillentos de las montañas de Mina Vieja, mientras con ningún cristiano se topan en el camino. Con el sol de medio día que calienta hasta el ardor llegan a una cima boscosa y húmeda. Por entre los pocos claros de la espesa arboleda divisase ya lejano el pueblo.

El filón de la mina se agotó. De ella sólo existen socavones abandonados.

Desde 1790, poco después de fundada la población de San Luis de Góngora, comenzó su explotación. Hombres y bestias atraviesan la tierra arcillosa y erosionada de Mina Vieja, la que sólo sirve para fabricar tejas o adobes, pero por lo escarpado del terreno pocos labriegos la utilizan, a pesar de ser de la mejor calidad.

Hasta allí llegan Canito, su amigo Francisco y dos arrieros. Empacan en costales y talegos y cargan las bestias. El sol entrega sus últimos lampos de luz cuando llegan de nuevo al pueblo. Sin desensillar las bestias y sin descargar la mula, comienza arreciar entre vientos las aguas del cielo, que con relámpagos empapan la noche y la sume en hondo frío.

A pesar de las vicisitudes, ya tiene Canito la arcilla suficiente para comenzar el busto. Dedícase a ejecutar la obra. A medida que va modelando surge la figura del Libertador. Terminada ya, le da una pátina de cobre y la exhibe. Unos lo abrazaban, otros se desbordaban en elogios. Comprenden así que es un genio.

Ese mismo día se reúnen los socios del Club, y los mismos que se habían reído del joven proponen se le premie con una medalla. En acto especial le fue entregada la presea con la siguiente leyenda: “El Club de los Amigos en prueba de gratitud y de cariño al inteligente y noble artista Francisco A. Cano. Yarumal, 24 de julio de 1883”.

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El 24 de julio de 1934, al cumplirse cincuenta años de la ejecución del busto, Francisco Antonio, le envía a su buen amigo, el señor Francisco Díaz Granados, un telegrama a las minas de Muzo, donde le expresa “Hace ya medio siglo que ejecuté el busto del Libertador (aún recuerdo como si fuera ayer, aquel bucólico viaje en bestias a Mina Vieja para recoger la arcilla), desde ese momento mi numen creativo no se detiene. Gracias por haber creído en mi, tu siempre amigo, Francisco A. Cano”.

He aquí la respuesta: “Agosto 1 de 1934. Desde tu adolescencia percibí en ti un genio en ciernes, ahora ya lo eres. El busto de El Libertador fue tu punto de partida, tu gran comienzo, estoy seguro que tus obras quedarán como legado histórico no sólo para Colombia, sino para la Humanidad. Recibe un estrecho abrazo de un amigo lejano, Francisco Díaz Granados.

Autoretrato del Maestro

Horizontes

Y ese yarumaleño insigne, fallecido el 10 de mayo de 1935 en Bogotá, dejó un legado artístico de gran valor. Es considerado como uno de los más grandes pintores y escultores colombianos de todos los tiempos. Entre sus obras se destacan “Horizontes”, “El Páramo de Pisba”, “El Tríptico de Nariño”, “El Sagrado Corazón de Jesús” (hoy en el Palacio Presidencial), “El Cristo del Perdón” (hoy en la Basílica Metropolitana de Medellín), “El General Santander”, “Eustorgio Salgar”, “Fidel Cano”. Las estatuas de Aquileo Parra (erigida en Bucaramanga) y de Rafael Nuñez (en el Capitolio Nacional.), el monumento al doctor Simón Araujo, los bustos de don Fidel Cano y del General Córdova, entre muchas otras. A pesar de que lo vio nacer, Yarumal sólo cuenta con una de sus obras: el óleo del general Manuel Briceño. Del busto de Bolívar realizado para su ciudad, el destino que tomó es todo un misterio.

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Cano y su obra a lรกpiz y carboncillo

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YARUMAL, UNA PRINCESA DE 150 AÑOS Donde se recuerda un homenaje que se le tributó a Yarumal, con ocasión de su sesquicentenario

El religioso Juvenal Ríos, más conocido como el hermano Manuel, le escribió una especie de panegírico a Yarumal como homenaje a sus ciento cincuenta años de fundación, su estilo poético y el emotivo sentido de la narración merecen recordarlo: “Una mañana de marzo de 1887, el sol, más risueño en sus oros, alegre y saltarín, en ese balcón de auroras donde se asoma a entonar himnos de luz al cristal que baña el vasto paisaje tendido de esmeralda en morro azul. Pulió sus caireles para saludarme, suavemente recostada en los Andes, pues comenzaba a vestir mis gracias y a engreírme en los riscos de yarumos, que blanqueaban de gozo porque saludaban a su Princesa.

Y pensé muy hondo: estas montañas se cubrirán de azul y de neblinas blancas; de casitas que acaricie el aura; de magníficos palacios que han de rodear el nicho donde el templo, copia del más grandioso de la cristiandad, joya de arquitectura, en adobe y finos materiales, terció cielo arriba. Y en sus arcadas se adornen sus naves. Y los cruceros sustenten la cúpula airosa que en la comarca salude primero el día, y las torres eleven la plegaria del pueblo rumbo al cenit.

Esta montaña enhiesta debe ornarse siempre con verdes plantíos, con la fronda palpitante de las arboledas, con las aguas cantarinas de Chorros Blancos, Santa Rita, Pajarito Picadores, Santa Juana y Yarumalito. Sin que falte en las moradas de estos mis súbditos, la fuente bullanguera en prados y jardines; y en mi

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río, el rumoroso Nechí, siempre en sus ondas cante, que viaje con nuestra historia, y con los leños secos se lleve nuestros pesares, y en su acarreo de pepitas de oro, nuestras esperanzas bullan bajos los yarumos en plata.

Porque soy “Un pueblo situado en una falda como un bello paisaje sobre el lienzo A mis píes se desliza un manso río A mi cabeza la ampara un alto cerro.

Sobre un bello alto sano está sentado Como el rey de esta tierra mi alto templo; Cuando el sol en Oriente abre sus puertas, Y sacude en la cumbre sus cabellos, De su torre elevada cual fantasma, Una pálida sombra cae lejos

También, al lado del trabajo redentor, sea en Malabrigo, La Palmera, Buenavista, EL Manicomio , Mina Vieja, El Limón, El Rosario, Cedeño, Ochalí, El Cedro, y en todas las ricas haciendas del contorno se escuchen los cantares del Caunce, “ donde los vientos refrescan”; los del poeta Porfirio, quien pasa de largo “ cargado de racimos, de piñuelas maduras, de gajos de arrayán ”; los de Rubén Roldán, quien al besarme y al mirar la cumbre do se meció su cuna, vio del sol “ el desangre de su lumbre sobre la castidad del horizonte” ; los de la savia altanera de la raza que se tiñó de púrpura en los versos de Jaramillo Medina, de Juan C. Ramírez y de todos los ciudadanos de pro, casta perínclita “ que lleva el hierro entre las manos porque en el cuello le pesa”.

Soy princesa, mañana seré reina, y son mis formas y mis predios El Tablón, El Alto, Las Calles San Mateo, El Camellón y Cuatro Esquinas; Los Atrios monumentales, Mi Plaza, que es un ateneo, voy regando flores, ricas preseas del comercio, de la industria, de las artes, de la cultura, de la religión y hasta de la política, porque de todos los rincones de la Montaña, los hombres de estirpe saben de tesón y trabajo, como Los Misas, Los Estrada, los Rivera y Los Barrientos. Y saben de Cincel como Los canos y de bruñir un verso como Los Mejía, Los Navarro, Los Jaramillo Medina y a todos mis adorados hijos que en ciceronianos períodos y en laboriosidades cívicas o sociales, están conmigo para celebrar mis glorias.

Aquí limitando mis dominios, por el Norte, arrulla el Cauca el rumor del ganado y el frufrú de los bosques; San Andrés por el Occidente. A orillas de su río,

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templa su laúd entre colinas ubérrimas; Campamento, por el oriente, rompe peñascos y abre vientres de asbesto en los lomos andinos; por el sur, a través de los Llanos de Cuivá, la meseta en oro de Santa Rosa, por entre los Pinares del Río Grande y los fértiles campos de Donmatías, me acercó a Medellín, vergel, fábrica de ensueño, primavera eterna.

Con el palomar de mis neblinas, con mis horizontes tatuados de sol y sombra, con los sones de mis cantares, con la cordialidad de mis súbditos, con la imponderable belleza de mis mujeres, y con los instrumentos de trabajo, rudo, pero constante y triunfador, espero, amigos del alma, que celebremos juntos, el sesquicentenario de mi principado, libando el champan añejado en las cavas de mi fecunda historia y de mi promisorio porvenir.” 1

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El anterior texto es una adaptación del original

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ELEGÍA A LA PEDRO PABLO En memoria a la querida escuela que un incendio se llevó

Despuntaba el siglo XX y su alba caía en tenue claridad sobre ese pueblo nacido entre yarumos en 1787. El parque y las calles empedradas sostenían con orgullo su empinamiento para mirar hacia Morro Azul. La fundación era una aldea y, a una cuadra abajo de la plaza, tenía su escuela. Pedro Pablo Betancur la llamaron en honor a un abejorraleño llegado a Yarumal en 1897 como juez. Se marchó como educador y fundador del Colegio de María, del Colegio de San Luis y del primer kinder que funcionó en el país.

Con ansias de aprender, por su inmensa puerta amarilla, color de riqueza cultural, ingresó la niñez yarumaleña por decenas Don Pedro Pablo Betancur

de lustros. Armonioso y erudito en los entablados de los pisos resonaba el compás marcado por los pasos seguros en pos del saber. En sus salones, con tableros negros y tizas blancas, los párvulos de pantalones cortos y camisas largas aprendieron a juntar letras y a sumar números y comprendieron la vida en lecturas, sumas, restas, divisiones y multiplicaciones.

La disciplina impartida trazó caminos rectos de hombres honestos. La religión no fanatizó, hizo hombres prudentes, respetuosos de la vida y de los bienes ajenos. En el patio hondo, el de la gruta de la Virgen de Fátima, la canora campana congregaba el pueril personal a las ocho de la mañana. Allí, el director intervenía con consejos o regaños, si así correspondía. Luego le daba a cada grupo, bautizado con nombres de personajes ilustres, la orden de subir a los salones: “Siga el Bolívar, siga el Santander, siga el Carrasquilla...”

Y las aulas eran toda una fiesta. Una fiesta de conocimientos, de saber, de silencio al escuchar y de bullicio en las horas de asueto. Se practicaba la obediencia y se respetaba a los maestros. El recreo era un carnaval de risas y juegos, de manjares y encuentros. A las once de la mañana la campana lanzaba de nuevo al aire su sonoro tañido y, en orden, salían los muchachos en busca de sus alimentos del medio día.

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A la una y treinta sin previo sonido de campana, bajo la orden de las manecillas del reloj, la escuela, queda, callada, en fila se erguía toda, se santiguaba y en coro rezaba el avemaría. Otra vez el director y sus instrucciones, en militar voz ordenaba: “Siga el Sucre, siga el Córdova, siga...”.

De nuevo en los salones, aritmética, sociales, lenguaje, ciencias. El saber de los profesores pasaba al saber de los alumnos. Con su euforia volvía el recreo: baloncesto, juego de pelota, carreras, charlas y chistes en el patio estrecho. Otra clase, números y letras se plasman con la cal de la tiza, con el grafito de los lápices o con el azul de las tintas. Borran el tablero, cierran los cuadernos, quedan las tareas. Son las cuatro y treinta. Con júbilo, la campana despide con tres toques la jornada de la tarde.

El pueblo en sus faldas de calle se llena de muchachada; con gritos alegres y juegos manifiesta su existencia. Los estudiantes se dispersan, van en busca del hogar que es su otra escuela, con un beso las madres los esperan. Descansan un poco, retozan, molestan. Muy temprano en la noche se sientan a la mesa, consumen sus alimentos y hacen sus tareas. En familia entonan el rosario. Bajo el abrigo tibio de sus cobijas entréganse al sueño. En los albores del nuevo día, en madrugón, se preparan para ir a la Pedro Pablo, su querida escuela.

Con su marco de tallas y tras su vidrio mugriento y ahumado, el Corazón de Jesús permanece impertérrito frente a la llama loca que agita el viento. La llama quema el celofán rojo y envolvente de la veladora, arrecia con fuerza, se apodera de la repisita, luego se sacia del cuadro, el vidrio revienta, en cenizas y humos desaparece la sagrada figura. Las lenguas de fuego lamen plácidas las paredes de bahareque y caña brava, ascienden a los techos, a las tejas de barro queman como el horno que las coció.

Arden las ventanas amarillas, las chambranas de macana, los corredores entablados, los salones, los pupitres, las carteleras, los cuadros de Bolívar, Sucre, Córdova, Santander y Carrasquilla, los armarios con los libros, los cuadernos y las calificaciones. Todo cuanto había sido centro y artículos del saber de varias generaciones de niños y adolescentes yarumaleños desaparece en la noche aciaga. El humo negro asciende hacia la infinidad del cielo oscuro, se dispersa en el Universo.

En la mañana de ruinas, sólo la campana, el reloj del patio, el busto de Pedro Pablo Betancur, el alto relieve de Atanasio Girardot y algunas tapias sobreviven a los embates del fuego destructor. La Escuela Pedro Pablo Betancur, la pintada de amarillo, de corredores entablados y solariegos, chambranas de macanas, dos patios, y salones amplios, la estudiosa en las clases y bulliciosa en los recreos, ha dejado de existir.

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Por sus pasillos y aulas nunca más pasaran los niños a encontrar su saber.

Don Manuel Arroyave, el sapientísimo director, se quedó sin el espacio amado para instruir con valores cívicos y morales. La señorita Josefina, la señorita Teresa, don William Vergara, don Jorge Góez, don Anibal Zapata y tantos otros profesores se quedaron sin las aulas tutelares, depósitos de virtudes pedagógicas y de abnegación dedicada al supremo don de saber educar. Los alumnos nos quedamos sin el abrigo de sus techos y paredes altas, sin el sonar de nuestras pisadas por sus suelos entablados, sin los patios para dar rienda suelta al lúdico bullicio, sin el divisar por sus ventanas hacia la calle o hacia las montañas. Para siempre nos quedamos sin ver sus puertas y ventanas de color amarillo, el de la sabiduría y riqueza cultural. Adiós querida escuela.

De las cenizas de la vieja Pedro Pablo, surgió la nueva institución universitaria

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CORTEJO DE CONTRICIÓN DEL QUINTO DÍA SANTO (Viernes Santo de 1991 - Yarumal)

Una narración con olores a incienso, a salas de velación y a perfumes franceses

La noche recién caía sobre el pueblo. El templo sensible no suena sus campanas y, en su interior, los devotos “debutantes” en irregular formación permanecen desconcentrados en la perorata semanasantina del oficiante.

Obsesionados por “lucirse” en las calles, desesperan por salir. La feligresía, con horas de anticipación, ha colmado el parque para apreciar el afligido “espectáculo” y, expectante, mira hacia el recinto sagrado para ver si ya salen, pero no se observa ningún movimiento. Mientras tanto, un niño con una sombrilla, a manera de batuta, finge dirigir una banda. Un vendedor ofrece globos de colores y una señora de negro espera con paciencia, cargando un niño acicalado de blanco.

Vestidos con túnicas blancas, dos acólitos con incensario, al fin, asoman por la puerta principal del templo y un movimiento leve, seguido de un murmullo, se siente en toda la plaza. ¡Ya empezó! ¡Ya empezó! - gritó un niño señalando a los acólitos, y dirigiéndose a la que parecía ser su madre; ésta interrumpe inmediatamente la conversación que sostiene con otra señora, para mirar hacia donde el niño señala.

Las campanas continúan mudas y, tras los acólitos, en rigurosa sucesión, van apareciendo: un grupo de centuriones romanos, los apóstoles, “La Legión de María”, “La Asociación de Madres Católicas”, y el “Grupo de Oración al Señor Caído”, todos con sus respectivos estandartes, de los cuales penden cintas moradas, sujetas en el otro extremo por cada uno de sus piadosos miembros. A su paso el ambiente huele a santo.

Detrás, en lentos pasos y uniformada con camisa blanca y pantalón y capa negra, la banda imprime la mayor melancolía al cortejo. Un aire de luto celestial se esparce. Luego viene un grupo de parejas de niños, vestidos de blanco y con capas moradas. Los pequeños portan una linterna cubierta de celofán rojo atada por medio de una cinta blanca a un ramito de flores amarillas y blancas que llevan las niñas entre sus manos enguantadas.

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En simétrica fila continúa otro grupo de parejas, pero esta vez, de jóvenes; ellos, de pantalón negro y capa blanca, sostienen un porta-incienso; ellas, de pantalón blanco y capa negra, agitan un incensario. A su paso, todo huele a iglesia y sacramentos.

Súbitamente los alrededores del desfile se llenan de un murmullo irreverente - ¿sería de admiración?- “En silencio se ve más linda la procesión, con esta bulla se ve HORROROSA” - dice con tono arrogante el padre Gonzalo Palacio, coadjutor, imprimiéndole un mayor énfasis a la última palabra.

Y sigue el contrito desfile con las parejas matrimoniales más “representativas” de la parroquia, ellas vestidas en riguroso negro y muy encopetadas y los esposos encachacados de gris; avanzan con parsimonia sosteniendo (entre los dos) coronas de flores, que forman una cruz con pompones morados en un fondo de claveles blancos; a juzgar por la cara que muestran son creyentes y parejas perfectas. El olor desprendido en este caso es de sala de velación o de cementerio, seguramente emanado de las flores. ¡Vienen los encapuchados! ¡Vienen los encapuchados! -gritan unas voces menudas. Con su aspecto de crueles inquisidores aparecen los que siempre han aterrorizado a los niños. El primero, en el centro, con un descomunal estandarte donde se ve la figura de una cruz gris sobre un fondo negro, todo en tela. Los demás, a los lados, en dos filas, sostienen cruces blancas, semejan exorcistas en pleno trance.

A estas alturas, la procesión es un cortejo de varias cuadras.

- ¿Quiénes son esas, amá? - pregunta un niño.

- Mijo, esas son las señoras que ungirán al señor con perfumes.

Efectivamente, continúa un grupo de señoras, “las mismas de siempre, sólo falta doña Blanca Restrepo”, dice una señora a otra con tono desdeñoso. Las ungidoras damas, con cara de tristeza mezclada con presunción, llevan sobre las palmas de sus manos bandejas de plata y, sobre ellas, josefinas regadas, motas de algodón y el frasco de perfume. Acá el olor es a meretriz francesa.

Seguidamente, con un pequeño séquito de laicos y de micrófono en mano, aparece el señor cura párroco, luce una lujosa capa bordada con hilos de oro. A su lado, “Mario Cachetes”, uno de los bobos del pueblo (aunque no lo es tanto), con ropa raída pero limpia, sostiene orgullosos en un palo los dos altoparlantes. A lo lejos se oye el eco de la muchedumbre que viene de última y que canta: “perdona a tu pueblo, señor; perdona a tu pueblo, perdónalo, señor...”

El párroco, con cara de rey enfurruñado, vocifera a la pecadora multitud: “Cristo me amó y se entregó por mí. Se necesita tener fe para creer en estas palabras de San Pablo, pero no creemos en ellas por nuestros vicios y pecados...”

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Detrás del reverendo, el clímax del cortejo. Una corona de azucenas blancas, que cualquiera calificaría de majestuosa, se posa sobre el Santo Sepulcro, un cofre de madera artísticamente tallado y con vidrieras en todos sus costados. El mismo es conducido por seis encapuchados vestidos de un morado tan intenso, que no sólo inspiran luto sino muerte; les hacen guardia la defensa civil y la fuerza pública (léase policías) A su paso, el ambiente apesta a culpa y la concurrencia asume, casi sin excepción, una actitud austera y reverente. Y se oye más cerca el canto de la masa creyente: “perdona a tu pueblo, señor; no estés eternamente enojado, perdónales, señor...”

A la Virgen de los Dolores le corresponde el turno, escoltada por los “boys scouts - no podían faltar – y, detrás, otro que tampoco falta cada año, según comentarios de algunos presentes, don Emilio Orrego, quien por iniciativa propia, lleva la única vela de la procesión.

Luego la recua de santos y la enardecida muchedumbre de los cantos. De últimas, y muy alejadas, dos enteleridas viejecitas de gancho, mascullan oraciones; van vestidas de un negro opaco y desteñido, muy distinto al luto que lucieron los “debutantes” de adelante. Si las palabras fe y humildad se pudieran encarnar o materializar, seguramente su forma no sería otra que la de estas dos ancianitas.

La procesión sigue su rumbo, las viejecitas quedan más atrás y las campanas no dejan de manifestar su aflicción con el silencio.

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YARUMAL Y EL NOMBRE DE SUS CALLES Y LUGARES

Del

“Alto” a la “Boca del Monte” y de “la Falda del Bobo” a la de “Don Zoilo”, pasando por “La Piedra de los Aburridos” hasta “La Pegadilla”.

Todos estos nombres tienen su origen.

Veamos: Como todos los pueblos, Yarumal tiene sitios y calles con nombres muy originales, nombres que forman parte del lenguaje cotidiano de todos sus habitantes; sin embargo no es mucho lo que se sabe a cerca de su origen. No obstante muchos se han preguntado, por ejemplo, por qué la llamada “Cañada de la Perra” tiene ese nombre.

Agradeciendo la colaboración de don Manuel Arroyave en la presente investigación, aquí están los nombres de algunas calles y lugares y su posible origen: YARUMAL: por la gran cantidad de árboles de yarumo existentes allí. En relación con los árboles que los que deriva el nombre de nuestra ciudad, dijo el padre Jesús María Yarce –mxy-: “Los Nutabes respetaron la virginidad de la selva y los yarumos... y los yarumos murieron para que naciera Yarumal ”.

LA PIEDRA DE LOS ABURRIDOS: siguiendo hacia el occidente por la carrera 20 se encuentra esta piedra grande y negra, muy entrometida en medio de las casas. La mole en la actualidad apenas muestra un poco de su gigantesco tamaño, pues el desarrollo de la población exigió el empleo de pólvora que redujo considerablemente su tamaño. La piedra debe su nombre a la historia siguiente: Cerca de la roca existió una casita (¿o existe?) donde hubo un velorio muy concurrido. Los duelos o amigos del difunto se encaramaron a la piedra provistos de licor para llorar su pena. El aspecto beodo y melancólico de aquellas gentes

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sobre la negra mole fue suficiente para llamarla a perpetuidad con su no muy placentero nombre.

LA CALLE CALIENTE: ni es calle ni es caliente porque comprende, precisamente, la carrera 20 entre las calles 20 y 21. El tumulto de los cafetines de antaño y el agitado comercio, son las posibles causas de su nombre.

EL CAMELLÓN: carrera 22. Este nombre se le daba comúnmente a las calles que constituían la entrada a los pueblos. Por lo general, tenían tiendas, graneros y cantinas frente a los cuales los campesinos estacionaban sus bestias. Ya poco se pronuncia este nombre, las nuevas generaciones trocaron el nombre de “El Camellón” por el de “La Avenida”.

EL TABLÓN: este nombre se debe, precisamente, a un tablón que los lugareños colocaban para poder pasar sobre la quebrada, hoy cañada nauseabunda, que por allí retumbaba en invierno. Obviamente el tablón existió años ha, cuando no se había construido ningún puente.

EL ALTO: con respecto a este nombre nos dice don Manuel: “Para poder apreciar la razón lógica de este nombre debemos partir desde la quebrada “Yarumalito” por el camino viejo que traía de Ituango y San Andrés; iniciando una cuesta vertical, pasando por los sectores de “Cuatro Esquinas” y “Monserrate” coronamos esa pendiente en el punto denominado “El Alto”. Como es natural, todo el sector vecino ha tomado ese nombre.

LA PEGADILLA: “Después de múltiples averiguaciones – dice don Manuel – varios de mis colaboradores han sido unánimes al asegurar que en ese sector hubo una familia que contaba entre sus integrantes un grupo de hijas tan hermosas por su físico como por sus virtudes. Lo anterior constituía para los múltiples pretendientes una verdadera “Pegadilla”.

LA FALDA DEL BOBO: este nombre se debe a que en una de las casas de la parte alta (Alto del Bobo) vivió un bulloso hombre de los que llaman pobres de espíritu, el cual, según averiguaciones de don Manuel,

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pasaba sus días y gran parte de la noche entre lamentaciones y gritos.

FALDA DE DON ZOILO: don Zoilo Cuartas fue un ciudadano distinguido por su civismo y cultura. Según archivos, ocupó la presidencia del Concejo Municipal en 1877. El primer telegrama que se envió desde Yarumal llevó su firma y fue dirigido al presidente del Estado de Antioquia, Julián Trujillo, en agradecimiento por ser quien impulsó la instalación de los hilos del telégrafo desde Santa Rosa, proceso que se había suspendido por la guerra del 76. La casa de habitación del ilustre don Zoilo quedaba en la esquina donde comienza el descenso de la empinada calle que lleva su nombre.

LA CUELGA: citemos de nuevo a don Manuel: “Barrio de la parte alta; parece que debe su nombre al pronunciado desnivel de su pendiente. En esto están de acuerdo todas las personas consultadas. No fue posible adquirir otra explicación diferente a esta versión”.

LA MONTAÑITA: en la salida hacia Campamento y Angostura. Por esa vecindad estuvo localizado el Instituto Pío XII, en el mismo lugar (hoy Hospital) las Hermanas Capuchinas tuvieron una pequeña granja de descanso, la cual llamaban cariñosamente “La Montañita”. El referente de este sector se ha cambiado un poco, ya no es tanto La Montañita, sino El Hospital.

RINCON SANTO: comprende el sector oriental de la calle 20. Allí construyó el Municipio su primer barrio para obreros. Se cuenta que su nombre se debe a que por esos contornos, la familia Mazo Cardeño tenía un oratorio privado, un lugar para el recogimiento por la paz aldeana que se disfrutaba.

EL SACATÍN: comprende la carrera 20 con calle 16, cerca de donde hoy está ubicada la escuela Epifanio Mejía. Cuentan que allí funcionó un sacatín o destilería de aguardiente por muchos años, de ahí su nombre.

LA BOCA DEL MONTE: comprende la carrera. 19 que lleva desde el templo parroquial hasta la Normal la Merced. Recién fundada la población este era un camino que llevaba al puro monte. El

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hacha de los mayores tumbó el monte y utilizaron la madera en la construcción de techos y del nuevo templo, Por allí mismo se abrió, arrasando el monte, el primer camino para Cedeño.

SANTA MATILDE: barrio ubicado en el sector del antiguo orfanato. En sus inicios fue un asentamiento de gentes muy humildes, por quienes tuvo especial cuidado y caridad Matilde Santa, mujer benefactora que pasó por Yarumal haciendo el bien. Ella fundó y sostuvo por muchos años una escuela para niños en ese sector. Parece que la gente agradecida y para perpetuar el recuerdo de la buena mujer, encomendaron los destinos de su barrio a la santa de su nombre.

LA CAÑADA DE LA PERRA: en la carrera 20, entre las calles 21 y 22, el terreno forma una hondonada por donde pasa una quebrada. Según don Manuel Arroyave, a finales del siglo pasado a orillas de aquella quebrada tenía su ranchito y vivía una humilde mujer que se dedicaba a lavar ropas en esas aguas y que por compañera tenía una perra que era el terror de todos los que por allí se veían obligados a pasar. Tal sería el miedo y tal la fiereza, que a pesar de que han transcurridos tantos años de cubierta la quebrada, no ha habido quien pueda borrar ese nombre de la mentalidad de nuestras gentes. En los últimos años algunos habitantes ya no la llaman La Cañada de la Perra, sino La Cañada de la Perla, seguramente porque suena más bonito.

Al igual que don Manuel Arroyave, quien escribió sobre este mismo asunto en la Revista Distritos, considero que estos datos no se pueden tomar como dogmas de fe irrefutables. Y digo con él que ojalá algún día después de otras investigaciones dejen de ser estos nombres una simple tradición para convertirse en algo histórico y respetable. Cabe anotar que mediante el Acuerdo 05 de junio 15 de 1896, el Honorable Concejo Municipal oficializó los nombres de todas las calles y carreras; aunque estaban incluidos en la Revista de los 20 años de la Secretaría de Transportes y Tránsito 1972 - 1992, publicación para la cual se hizo la presente investigación, omitimos estos nombres, ya que están incluidos en la monografía realizada por el odontólogo Orlando Montoya Moreno.

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En Chorros Blancos

Apuntes de aquel combate del 12 de febrero de 1820 en territorio yarumaleño, donde se consolidó la independencia de la patria.

D

espués del Grito de Independencia el 20 de julio de 1810, sigue el período llamado La Patria Boba, donde disputas, disensiones, guerras civiles y la división de los patriotas entre centralistas y federalistas, da al traste con la unión para mantener la defensa contra los españoles y la libertad de su yugo opresor.

El 17 de febrero de 1815 Pablo Morillo zarpa del puerto de Cádiz con la misión de reconquistar las colonias de la Nueva Granada, al mando de una expedición compuesta por cerca de 80 naves y más de 10.500 veteranos de la guerra contra Napoleón. El 18 de agosto del mismo año estas fuerzas ponen cerco a Cartagena que resiste heroicamente hasta el 7 de diciembre.

Las tropas expedicionarias a la reconquista de la Nueva Granada continúan su marcha por el Magdalena, Cúcuta, Popayán, Chocó, Tunja y sobre todo en la capital Santa Fe de Bogotá, donde comienza a imponerse la llamada Época del Terror. Son llevados al patíbulo Policarpa Salavarrieta, Liborio Mejía, Francisco José de Caldas, entre muchos otros.

Para la retoma de Antioquia, Pablo Morillo envía al coronel Francisco Warleta al mando de una división de caballería e infantería compuesta por 500 hombres, que ingresa por los ríos Cauca y Nechí. Después de cruzar Zaragoza, Remedios, Yolombó y Barbosa, entra a Medellín el 17 de abril de 1816.

Warleta en Yarumal Provenientes de Cáceres, en la tarde del 1 de febrero de 1820, Warleta y su segundo al mando, el teniente coronel Sebastián Díaz, llegan a Yarumal con 125 fusileros. Otros 300 hombres bien armados van camino de tomar posiciones en

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Cuivá, San Andrés de Cuerquia y Carolina, quedando el Cuartel General de la ofensiva chapetona en Yarumal, donde había suficiente vitualla.

Para la defensa de la patria está dispuesto el batallón Cazadores de la Nueva Granada. La División Antioquia, conformada por 400 fusileros, 25 laceros y 200 milicianos, bajo la comandancia del general José María Córdoba, sale el dos de febrero de Barbosa y avanza hasta Rio Grande donde pernocta.

A sabiendas que el Cuartel General de Warleta está en Yarumal y tiene tropas acantonadas en varias poblaciones del Norte, el ejército patriota sigue su avance y llega a Santa Rosa el 4; allí permanece hasta el 10, día en que inicia marcha hacia Yarumal y Angostura. De manera estratégica Córdova dispone pelotones en Cuivá, Pajarito, Angostura y Cañaveral, hoy Campamento.

Mientas tanto Warleta planea su estrategia, con unos 250 hombres bien apertrechados se dirige al alto de Boquerón o cerro de Chorros Blancos, en inmediaciones del camino entre Yarumal y Cañaveral, donde considera que por su posición podrá atacar y derrotar al enemigo que se viene acercando.

La batalla El 12 de febrero en la mañana hay escaramuza en Cañaveral que deja un muerto y cinco heridos. En la tarde, Córdova quien dirige el ataque en silla de manos, por estar resentido de aparatosa caída de una cabalgadura, envía la caballería en dirección a Chorros Blancos, donde se encuentra Warletta defendiendo sus posiciones.

Realistas y patriotas están a la divisa, el cerro se hace campo de batalla.

400 fusileros del ejército criollo atacan por la derecha las huestes realistas y 300 lanceros arremeten por el flanco izquierdo. El pertrecho de los fusiles y el hierro de las lanzas traspasan humanidades, brota la sangre a borbotones, el campo queda teñido de rojo.

Sólo una hora dura la refriega. La ventaja numérica de los patriotas se impone frente a la posición ventajosa de sus contrincantes. 40 son los cadáveres de los realistas y cinco los del ejército criollo que quedan tendidos en el campo de batalla. Los heridos también son mayoría en las tropas de Warleta, que en derrota retroceden hasta el sitio El Mortiñal.

Al amanecer del 13 de febrero, las huestes cordovistas avanzan afanosas sobre Yarumal y El Mortiñal en busca de la derrota final del enemigo, que va en retirada hacia Cáceres. Un pelotón dirigido por José Aguilar, enviado por Córdoba, continúa la persecución por dos días más. Warleta y sus hombres desaparecen del

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panorama al igual que las intenciones del reino de España de retomar su antigua colonia de La Nueva Granada. Chorros Blancos consolida el triunfo de las batallas del Pantano de Vargas y Boyacá.

El fusilamiento de Rada A la sazón actuaba como alcalde realista en Yarumal don Manuel Rada, anciano español de gran prole, de donde descienden muchos de los Radas antioqueños de hoy. Lo primero que hace Córdova ese 13 de febrero cuando arriba a Yarumal en silleta, es hacer aprehender a don Manuel. Lo hace atar a un frondoso eucalipto que se yergue al lado de una peña negruzca en la plaza mayor, lugar que hoy ocupa el atrio de la Basílica Menor de Nuestra Señora de las Mercedes. Córdova escoge cuatro de sus mejores fusileros, los ubica al frente del reo, con quien no tienen la caridad de vendarle los ojos, y da la orden. Se sienten las descargas, el fuerte impacto retumba al igual que los gritos lastimeros de los hijos y criados de don Manuel.

El sitio de la finca San Luis, donde se erigió un obelisco en 1970 con motivo del sesquicentenario de la Batalla, no corresponde al lugar donde efectuó el combate, fue mucho más al norte, en Boquerón a un lado de la quebrada Chorros Blancos, así lo corroboró la Academia Antioqueña de Historia

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EN BeRMEJAL Una aproximación a la vida de Epifanio Mejía en el Manicomio de Bermejal

El tranvía arranca del Parque de Berrío. Por sendero llano avanza en sus rieles rodeado de arboledas florecidas y algunos arroyuelos, donde una muchachada, en retozos, se zambulle. Respirando el olor de la montaña con la frescura y calma de las brisas libres, trepa la cuesta entre sotos y vallados.

Al llegar a la cima, dos hombres bien trajeados descienden del vehículo. La casona, a medio hacer, mira hacia el valle, hacia el cajón del río, a los montes del Gallinazo y Granizal y a las cumbres romancescas de Santa Elena, sitio de mucho aire, de mucha luz, de paisajes encantadores, y el sol que reverbera en su tejado nuevo enciende como un farol sobre el aposento de los infelices.

Los hombres que se apean del vehículo son Antonio José Restrepo, “Ñito” y Juan de Dios Uribe, “El Indio Uribe”, Tras dos toques, esperan se abra la puerta de la casa de orates.

Enfrente hay una capillita donde llevan los locos a oír misa los domingos. Juan de Dios cavila: “si el latín confuso de dogmas que pronuncian allí no lo entienden los racionales, mucho menos lo van a entender los enajenados”.

Abren. En el patio algunos de los internos toman el sol en posturas ridículas.

Por el corredor se pasean otros, desde los cuartos cerrados y del interior del edificio se oye una vocería confusa como las mentes de los desquiciados.

-

¿Dónde está Epifanio? – preguntan al portero.

Por aquí- les dice y los guía hacia el cuarto del poeta.

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Es una celda desmantelada, con una cama como único mueble en el suelo desnudo de tierra bermeja. Hace frío allí adentro. Ahí está el hombre con sus barbas sempiternas y con sus ojos de azul profundo, casi apagado.

Con una voz que denota cansancio, pero con amabilidad, invita a los recién llegados a sentarse en la cama. Es lo que tengo aquí – dice.

- Muchas gracias, poeta. ¿Y cómo va de salud? – le expresan sus visitantes.

- Estoy bien – responde – No me ha vuelto el ataque y pueda ser que no me repita.

“El Indio Uribe” le dirige una mirada desde sus cabellos desordenados y canos hasta sus pies descalzos de uñas gruesas y encorvadas. Obsérvalo envejecido y extenuado, tres meses antes lo había visto robusto y fuerte, con el pelo y la barba rubios, la cara llena, sus ojos vivos y en mangas de camisa. Daba trazas en aquellos días de un obrero alemán sin trabajo. Le traen una taza de caldo que toma a sorbos, luego enciende un cigarro.

- Me entretengo fumando- dice en voz baja. No puedo leer ni escribir, eso me hace daño, fumo y descanso del viaje.

-

¿De qué viaje?

- ¡Ah! ¿No lo saben ustedes? Yo vengo de descubrir otro continente, más allá del Viejo Mundo, donde no hay tabaco, ni candela, ni periódicos, donde se usan unas monteras grandes y negras, y donde vive Zaida, que se viste de las flores del jardín y es como una rosa de Alejandría. Se llama Tierra de la soledad, desembarca en el puerto de Carpintero.

Delira y le interrumpen: - ¿No ha vuelto a hacer versos?

Fija su pensamiento hacia una lejanía indefinida.

- A Yarumal llegarán unas catorce cargas con mis poemas. Es la historia del mundo desde la creación. ¡Quién sabe si gusten!

- Vamos. Recítenos usted algo, lo último que haya escrito, tenga usted la bondad, don Epifanio.

En tono lúgubre entona el siguiente verso: Yo soy como la tórtola del valle Que ausente de su amor, cantando llora,

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Paloma de los verdes arrayanes Que por su nido y por su amor solloza.

-

Aquí van los que dediqué a mis hijos – con amargo gesto expresa: Hijos del alma, mis queridos hijos...

Perfumes de mi triste corazón Voy a pulsar la lira del martirio Para contar mis infortunios yo. ¡Vosotros no sabéis lo que es el mundo...!

No has libado su penosa hiel Yo que apuré su copa entre mis labios Sé cuán terrible y cuán amarga es.

La dicha es la verdad de una mentira La verdad de un engaño es el placer Sólo el dolor es verdadero eterno Porque nace en el alma cual la fe.

Como el último fuego de un incendio La esperanza en el alma me quedó.

Brilló un instante moribunda y triste Un instante no más y... se apagó. ¿Y mi dicha...? –Cual barca solitariaCruzó por el océano del dolor...

Despojos de su triste naufragio Son los recuerdos que conservo yo.

Con su mano de hierro la desgracia Todas mis ilusiones arrancó...

Sembrando de mi pecho en cada fibra El árbol solitario del dolor. ¿Qué fueron para mí los dulces sueños Con que adorné mi joven corazón? ¡Donde sembré mis pobres ilusiones Los desengaños se contemplan hoy...! ¡Hijos del alma..! ¡Mis queridos hijos! ¡Perfumes de mi triste corazón!

Enmudeció la lira del martirio Empapada en lágrimas...! ¡Adiós!

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De los visitantes escúchase efusivo aplauso, el poeta asoma en su rostro un gesto de humilde satisfacción impregnado de dolor. En ese instante Antonio José recuerda la hipótesis del origen de su locura en el poema Amelia, le pregunta, entonces: -

¿Cuál es el origen de aquel poema de la Amelia?

El poeta guarda silencio, fija su mirada de expresión bondadosa en su interlocutor, pasan algunos segundos, tal vez minutos y comienza hablar con tono “alegre”.

- ¿Amelia? Si, aquí está. Vive conmigo íntimamente. Sólo yo puedo verla. Es invisible para los demás. ¿O acaso la ven ustedes en este instante aquí a mi lado? ¿Ven ustedes sus cabellos en rizadas trenzas, sus ojos que me contemplan con dulzura? ¿Han visto un cuerpo más esbelto, qué dicen del traje azul que lleva ceñido?

Los hombres bajan sus ojos humedecidos, callan mirando al poeta. El hombre se levanta y alza las manos a sus sienes, pasease inquieto por la celda, de pronto clava la mirada en un punto fijo de la pared y con un lápiz escribe o más bien borronea: Amelia era sencilla, dulce y buena; Murió pero aquí vive, es mi consuelo, Y dicen que estoy loco, ¡Esa es mi pena!

Guarda el lápiz, dobla la cabeza sobre el pecho, vuelve a su asiento en la cama, enmudece. Desde el azul profundo de sus ojos brotan en su humedad las lágrimas. El silencio invade la estancia, mientras del patio, de los corredores y las celdas vecinas llegan lúgubres quejidos, barahúnda de voces en desvarío. Algo turbados, los amigos del poeta cambian el tema.

-

¿Conoce usted a Jorge Isaac?

No lo conozco personalmente – responde -, pero he leído a María mil veces. ¡Qué lindo aquello! “Una tarde como las de mi país, engalanada con nubes color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí... “A galope por medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte oscurecía la noche...”. De Bogotá me mandaron hace mucho tiempo un cuaderno de versos de Isaac con La Montañera, La Muerte del Sargento, De Antioquia a Medellín, Río Moro...¡Oh, Río Moro! Esa poesía es especial, no se parece a nada de lo que nosotros hacemos: -

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“Vi al pescador de los lejanos valles tus peñas escalando silencioso, la guarida buscando de la nutria y el pez luciente con escamas de oro”.

- ¿Isaac les escribe a ustedes? Tráiganme las cartas. Guardo una de Vergara y Vergara. Quijano Otero también me ha escrito. ¿Dónde está Isaac? ¿Vive en Bogotá? ¿Es rico?

- Vive en Ibagué y es pobre.

Escucha estas palabras, acércase a sus visitantes y dice: - ¿Conque es pobre? Pues si ustedes le escriben, díganle de mi parte que voy a recibir ochocientos bultos de mercancías francesas, y que puede tomar de ellas lo que necesite, sin reparo. Lo mismo les digo a ustedes.

- Y dice aquello tan de corazón, con tal fe de caballero que profunda angustia por el noble enfermo suscitase en “Ñito” y en “El Indio Uribe”. Antes que continuara engolfándose en sus quimeras de comerciante, Juan de Dios saca del bolsillo un verso de Isaac y comienza a entregárselo con suave acento:

Como las brisas De aroma llenas De aquellas tardes Siempre tan bellas, Que ora doliente, Mi alma recuerda, Ve pensamiento Ve libre y vuela Por los collados Y las florestas Donde pasara Mi edad primera.

En las montañas Hay azucenas, ¡Ay! ¡que no nacen Ya para ella!

Como a las cumbres Volubles nieblas Las matutinas Auras elevan, Ve, pensamiento

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Ve libre y vuela Ve pensamiento, Ve libre y vuela, Como los vientos Que el césped riegan Con azahares Y rosas muertas... ¡Que ya no adornas Sus negras trenzas!

Mi hogar ruinoso Cárabos pueblan: Por las techumbres Rotas, penetra Luz de la luna Luz macilenta...

Como los cierzos En noches negras Sobre esos muros Gimen y vuelan, Despedazando su airón de hiedras.

Ve pensamiento, Ve libre y vuela Sobre el sepulcro Do la maleza Cubre la loza ya cenicienta Que sollozantes mis labios besan Llama en su tumba Llama en la puerta Que en mi camino La muerte cierra, Mas si a tus ruegos Sorda la encuentras...

Dolor que matas ¡Bendito seas!

Desde el principio al fin del canto, Epifanio, de pié, escucha con suma atención e interrumpe con exclamaciones de gozo. Hace repetir algunas estrofas.

Entorna los ojos para seguir los pensamientos intrincados y pregunta el significado de palabras extrañas. Son instantes de lucidez, el poeta no está loco, sino muy cuerdo.

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Juan de Dios termina la lectura, Epifanio solicita el folleto, quiere leerlo a solas. Con mucho esmero guárdalo bajo las mantas de la cama. Los hombres se despiden, el poeta acompáñalos hasta el patio. Ya en la puerta, como última señal de despedida, los amigos agítanle los brazos. Esforzando su voz grita: ¡No se olviden!, ¡No se olviden enviarme las cartas de Isaac! Enciende un cigarro, lloroso y cabizbajo regresa a su encierro.

Poco tiempo después, Juan de Dios Uribe emprende una campaña, convoca la solidaridad ciudadana con el fin de trasladar al poeta a un país extranjero, donde quizá lo puedan liberar de su locura. Escribe en un periódico: “Aún veo aquel hombre humilde, mal vestido, descalzo, esforzándose en ocultar sus harapos y la desnudez de su cuarto con la conversación amena y las buenas maneras. Veo su cara pálida y sus ojos azules, su frente redonda y amplia, su barba inculta, sus cabellos rubios, escasos y encanecidos. ¡Una sonrisa de tonta inocencia!

Una cabeza indecisa, un aire de dulzura triste, cierta viveza velada por la luz de la lámpara, y toda su fisonomía se representa a mis ojos como si estuviera envuelta en los rayos de la luna. ¡Pensar en las noches que pasa en ese calabozo con la vecindad de las locas bullangueras y soeces, en los peligros que corre, débil y enfermo entre los gañanes destornillados, irresponsables y forzudos; entre el hambre, ¡ay! o en la mala alimentación, que él no puede remediar en sus prisiones, que ha encorvado su cuerpo, adelgazado sus miembros y que le dejará, al cabo, por la pérfida anemia, en las tinieblas del idiotismo. ¿Puede curarse o no Epifanio Mejía? Si se puede curar ¿es aquí o en el extranjero donde tiene remedio? ¿Cuánto necesita para curarse o para irse? ¿Con cuánto vivirá su familia modestamente? Diga lo primero una junta de médicos, diga lo otro un consejo de padres de familia, dígalo alguno y vamos todos a sufragar los gastos del poeta, le pagaremos un poco de lo que nos ha dado con sus canciones: una serenata de esas en que ha volado nuestro corazón por entre las rejas de las ventanas a los aposentos de las idolatradas, los goces de un amanecer cuando se oye el clarín del gallo y se dispone el desayuno campesino, cuando nos lleva a un ordeñadero de la montaña, a ver cómo borbota la leche en las totumas amarillas, cuando nos hizo advertir en el bosque oloroso la hormiga con su carga a la

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espalda, la araña fabricando sus encajes y la gallineta poniendo sus huevos azules, porque contó la nostalgia de La Ceiba de Junín; porque nos hizo temblar con el cuchillo del carnicero “purpurino y blanco” en La Muerte del Novillo y por las lágrimas derramadas en el nido de La Tórtola, y por la viudez de su compañero en el laurel vecino.

Paguemos algo siquiera al que nos dio EL Canto del Antioqueño, que aligera y enciende nuestra sangre, al que en La Paloma del Arca fue soltando cada uno de los animales con más encanto que en el relato bíblico, y al cantor de la infeliz Amelia, la virgen loca que anda por nuestras montañas y nuestros ríos buscando el cadáver de su novio...

Si es el poeta que no discutimos ¿no podremos unirnos en ayuda para su infortunio? El gobierno, que tiene en España a Julio Betancur, bien podría tener en un hospital en Europa a Epifanio Mejía, y cuando le regalan diez mil pesos anuales a Eliseo Payán, no es pedir mucho una pensión de mil pesos para las hijas del poeta.

Con un bazar de tantos como hacen, con un concierto, con cualquier obra de su iniciativa, se da principio, luego los amigos de las letras darán lecturas públicas, y en cuanto a los rústicos de Antioquia, basta con que se les cante El Mirto y el Dialogo de Amor, para que echen sus cuartos, allí mismo, en el cuenco de la vihuela”.

Efectivamente se realiza una velada literario musical el 15 de agosto de 1893, donde “El Indio Uribe” expresa: “Señoras y señores: A estas horas de la noche duerme Epifanio Mejía, en su melancólico retiro, el sueño visitado por la locura, que es el mayor tormento de la vida humana. Cuando su nombre va aquí de labio en labio, el yace aletargado, o fabrica en los ruidos de la noche el palacio de sus quimeras. Hace catorce años que noches como esta arropan con su capuz esa pobre alma, y aglomeran sobre su ingrato destino las tinieblas, precursoras indolentes del sepulcro, la luz de la mañana baña en tristezas su calabozo solitario, y los arreboles de la tarde se apagan en la vaguedad de sus pupilas azules. ya no canta: “Serenas son mis tardes Con arreboles, Cargadas de silencio Pasan mis noches, Y mis mañanas Bulliciosas y alegres

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Llegan a casa”. ¡Cómo están de tristes nuestras montañas sin el gorrión familiar, sin la golondrina errante, del alero de la casa paternal! Allá viviría y moriría el poeta; pero vuestra piedad reparadora se anticipa a la muerte, invade con cariño el lugar de la penitencia desolada, y despierta Epifanio, a vida nueva, en el lecho de su miseria.

La Luz irá filtrando sus lampos en aquel cerebro dormido; el pensamiento se pondrá en relación con los objetos a él tan caros, y Antioquia tendrá otra vez, a la cabeza de su legión, el romancero de sus virtudes, de su belleza y de su gloria. Será vuestra esa resurrección señoras y señores: Os doy gracias en nombre de la literatura americana “(...)

Pero Epifanio jamás despertó a vida nueva, ni Antioquia volvió a tener al romancero de sus virtudes, de su belleza y su gloria. Después de catorce años de encierro, correspóndele ”vivir” veintiún años más en el sanatorio. La velada literariomusical sólo produjo el destierro de Juan de Dios Uribe. El régimen de la llamada “Regeneración” de Caro y Nuñez considera subversivo su discurso, por esbirros es conducido a una celda de presidio y luego enviado al exilio en las islas de San Andrés y Providencia. De allí logra evadirse en una goleta, fuga que fue toda una odisea. Desembarca en Nicaragua, dirígese luego a Ecuador, donde encuentra la protección de sus amigos Eloy Alfaro y Juan Montalvo.

En la trashumancia de su destierro, cae de una cabalgadura, sufre lesiones de pleura y pulmón, muere en Quito sin cumplir los cuarenta años. Colombia perdió a un hombre adelantado a su época, a un orador, a un escritor, a un hijo de corazón noble, a un panfletario radical enemigo del dogmatismo clerical y el despotismo de los gobernantes, Epifanio perdió a su gran amigo, tal vez el único que se propuso con verdadero interés a liberarlo de su locura.

Epifanio Mejía en Bermejal

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LA NIÑA GUERRILLERA

Una crónica con sabor a adolescencia, con lozanía de quinceañera y con hedor a fusiles, municiones y granadas.

La misión era el encuentro con el frente del E.L.N. “Héroes de Anorí”, con el fin de realizar una nota para el Informativo de Antioquia. Después de un recorrido de 6 horas en campero llegamos a un poblado. De allí, un “guía” nos condujo por un tortuoso y fangoso camino hasta el sitio: un montículo donde se divisa todo el acopio de los encantos de las montañas antioqueñas en jurisdicción de Yarumal.

Ataviados con prendas camufladas y llevando dentro de sus manos el hierro de los fusiles, los combatientes permanecen en rigurosa fila. De penúltima en la formación, una figura diminuta de aspecto frágil desentona con la estatura y corpulencia de sus compañeros.

Es “Paola”, en la lozanía de su rostro se enmarca una belleza, donde sobresalen su naricilla respingada y sus expresivos ojos negros. Cuando habla, con una voz llena de dulzura, mueve con gracia sus labios bien contorneados, pero pálidos y secos.

Un cumpleaños

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Cuando cumplí los quince estábamos en el monte, habíamos sólo tres compañeros, me sentí muy triste y lloré. Recordé que en una ocasión pasé con mi mamá por una vitrina, allí había un vestido muy lindo, y ella me dijo que uno como ese me compraría para mis quince.

Que ¿cómo me incorporé? Le voy a contar: yo estudiaba en segundo de bachillerato en un colegio. En mi casa me cohibían mucho, el último año me fue muy mal. Una compañera (del E.L.N) me decía que me incorporara a la guerrilla que aquí valoraban mucho a la mujer y había igualdad entre hombres y mujeres.

Me decidí y me llevaron a una base, me enseñaron, me daban libros para que leyera, cursillos, instrucción de manejo de armas. Es una vida dura, ¿sabe?, muy dura. Tenemos jornadas muy largas, días sin comer, una llora y más rencor le coge uno al gobierno y al ejército.

A veces tengo crisis o tenemos discusiones con los compañeros. La vida colectiva es muy tremenda y pienso: Yo me quiero ir, pero aquí estoy todavía. Vea, ahora en octubre cumplo dos años de estar aquí.

Llamando a casa Ahora estoy muy estable. Yo llamo a mi familia y me pongo triste porque ellos se ponen muy mal. Mi mamá me dice que vuelva. En mi casa somos cuatro mujeres, mi mamá y mi pa.. pá (lo dice con duda).

Hablemos de otra cosa, vea yo le cuento lo que nos pasó en estos días.

Resulta que pedimos que nos dejaran dormir en una casa campesina, donde una familia, y el ejército estaba más abajito y no sabíamos. Por la mañana nos dieron un desayunito. Estaba sacando el cepillo de dientes cuando llega un muchacho y nos dice: Compa, viene “La Plaga”.

Yo empecé a empacar el equipo, todos nos decían: váyanse, ¡corran, corran!. Un niñito, como de diez años, se quitó el sombrero, se encerró en el baño y dijo: ¡nos mataron! ¡nos mataron!. El niño se quedó allá y nosotros corrimos hasta que nos resguardamos. Vimos pasar el ejército pero no quisimos enfrentarlo porque estábamos en desventaja.

Encuentro con el comandante Me tocó estar en un campamento con el comandante (El cura Pérez). Es una persona muy amable, muy trabajador. Lo vi sembrando yuca y cebolla y jugando fútbol. No hablamos mucho, me dijo que era muy joven, que muy bueno que me hubiera dado cuenta a tiempo de la necesidad de luchar, pero que esta vida era muy dura y que no tenía la libertad de los demás jóvenes de mi edad, y que esta vida daba muchos desengaños.

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Nosotros mantenemos comunicación continua con él. Él nos dice por radio: que este mes vamos a estar quietos o hay que golpear al enemigo. Sí, yo sé que él es cura. Aquí el que quiere va a misa, cada cual puede tener su religión. Yo no voy a misa, pero tengo compañeros que si van y que rezan antes de acostarse. ¿Que si temo por mi vida? Uno teme que lo maten, pero nuestra consigna es la liberación o muerte, ni un paso atrás. Si uno muere cumple con esto (dice con decisión).

El vallenato de la guerrillera Sentada en el prado, “Paola” acaricia su arma como si fuera un perrito lanudo, mientras el viento en su transcurrir de libertad por las montañas antioqueñas, agita su cabello castaño, algo largo y maltratado. Se acerca el momento de la despedida, le imprime nostalgia a su acento y dice: nosotras tenemos en un casete, grabado el vallenato de la guerrillera.

Como un preámbulo de despedida comienza a cantar: “Por siempre femeninas siguen cuidando su belleza y si el enemigo se aproxima como un varón se enfrentan dispuestas.

“Al sufrimiento le dan respuesta hablan de cambuche y de caleta pa’combatir viven dispuestas...”

El adiós del monte Terminamos de hablar, “Paola” y los demás guerrilleros se cubren parte del rostro, para permitir registrarlos con las cámaras de vídeo y fotografía. Hacemos las tomas y se descubren de nuevo, nos despedimos de mano, sentimos su afecto.

Se alejan hacia la espesura del monte, antes de girar por un recodo, donde ya no es posible vernos más, mientras los otros marchan con rigor en fila india. La niña guerrillera vuelve su rostro y me agita la mano, como señal, tal vez, del último adiós.

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DE TROCHA A TRONCAL Breve historia de la carretera a Medellín

A nuestros arrieros del siglo XIX y principios del XX, ir a Medellín les significaba tres y más días de penoso viaje arriando mulas o bueyes por andurriales y lodazales en invierno, donde se atascaban las bestias con las cargas. A lo largo del tortuoso camino existían varias posadas, donde pernoctaban los arrieros y antes del amanecer se levantaban para continuar sus largas jornadas.

La primera carretera que se construyó fue la de Yarumal a Angostura, la cual se inauguró con “bombos y platillos” el 12 de octubre de 1928. Asistieron el poeta Porfirio Barba Jacob y en representación del gobierno departamental el Dr. Francisco de Paula Pérez, fundador de El Colombiano.

En ese entonces la carretera de Medellín hacía el norte, vía Matasano, sólo llegaba hasta Santa Rosa. Los habitantes de Yarumal para viajar a Medellín hacían un día de jornada hasta Santa Rosa y allí abordaban un carro que en seis o siete horas los llevaba hasta “La Bella Villa”.

En el año de 1928 el general Pedro Justo Berrío contrató con el ingeniero, de ascendencia inglesa, Ricardo Wills la construcción del tramo Santa Rosa- Yarumal, con un plazo de 18 meses. Se trabajó a marchas forzadas día y noche. Don Gilberto Cuartas ex-personero municipal, muy conocedor de la historia yarumaleña, recuerda que desde el pueblo se veían las luces que iluminaban los campamentos de los obreros y capataces que trabajaban en las noches.

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La carretera fue terminada en un tiempo récord de once meses, y en la Semana Santa de 1929 llegaron a Yarumal los primeros carros por esa vía, 60 en total, según el referido don Gilberto Cuartas. Luego el invierno interrumpió el paso y el año siguiente (1930) se dio el servicio de manera definitiva.

La vía por lo estrecha y escarpada se le dio el nombre de “La Trocha”. La carretera llegó a Valdivia en 1933, a “El Socorro” en 1935 y a Puerto Valdivia en 1938. Don José Giraldo recuerda que en los tiempos de “La Trocha”, se salía de Yarumal a las seis de la mañana y se llegaba a Medellín a las cuatro de la tarde. El viaje se hacía en carros tipo escalera, el mareo era general y se llegaba con las posaderas entumecidas.

Hoy “La Trocha” está ampliada, rectificada y pavimentada y forma parte de la Troncal Occidental, una de las principales vías de la Nación, que comunica el interior del país con la Costa Atlántica.

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LOS CONDUCTORES DE LA PLAZA Recordando los antiguos chóferes del pueblo (Crónica realizada en 1992 para la revista de los 20 años de la Secretaría de Transportes y Tránsito.)

No mucho tiempo después de haber quedado Yarumal unido con Medellín, a través de la carretera, se estableció la modalidad de carros de servicio público en la plaza. La Secretaría de Transportes y Tránsito con ocasión de sus 20 años, quiso hacerle un pequeño homenaje a estos conductores, de los cuales recordamos algunos de los ya fallecidos: Pepe Álvarez, Alias “Carmelo”, Emerio Arroyave, Alfredo Mejía alias “Chispas”, Jesús Rada, más conocido como “Chucho Rada”.

También a don Manuel Múnera “Patalán”, quien aún vivía cuando se hizo esta crónica, pero quien rehusó plasmar su vida.

EDUARDO CORREA ROJO

Eduardo apodado “La Manteca” es el prototipo del conductor: dicharachero y panzón.

Antes de dedicarse a chofer de la plaza manejó carro grande, un camión de su propiedad y la línea de Campamento; en el transporte pesado trabajó durante 20 años. En la plaza comenzó con su Dodge Dart modelo 75, hace 15 abriles.

Acerca del origen de su sobrenombre dice: “eso fue el difunto “Efe Ocho” (mecánico de la Estación) ese cansón fue el que me puso así, porque yo me mantenía por ahí haciéndole la visita y montando en el carro esas viejas”.

Eduardo se parece, también, a su Dodge Dart negro modelo 81 que maneja actualmente. Así opina de su trabajo: “a uno aquí le va bien, yo tengo mi propia clientela, se consigue la yuca, no me puedo quejar, aunque hubo otras épocas mejores cuando no había tanto carro.

Conversar con Eduardo da verdadero gusto, por la manera tan paisa como maneja el acento y el lenguaje y por lo emocionante de sus historias. “La Manteca” es un buen “doblador del codo” y es muy escaso no verlo todas las noches en los

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negocios del Andén o de “La Calle del Pecado” tomándose sus “guaros” y contando sus historias.

JORGE AGUILAR

Jorge

Aguilar más conocido como “Pericles” es después de don Manuel Múnera “Patalán”, el conductor más antiguo de la plaza.

Con gran claridad recuerda que su pase le fue expedido el 5 de noviembre de 1941. Su hermano Jaime cuenta que en una ocasión, cuando se celebraron en Yarumal unas fiestas carnavalescas, Jorge le dio por salir gritando por las calles: “yo soy Pericles Carnaval y Neira”, desde ese momento sólo los familiares saben cuál es su verdadero nombre.

“Pericles” lleva más de 50 años dedicados a la profesión del volante, y con excepción de unos pocos años que estuvo en Medellín conduciendo un automóvil en el parque Berrío, todo su trabajo lo ha realizado en Yarumal. Hace poco dejó de manejar ese Ford negro de los años cuarenta, que se parecía a él porque, cosa rara, los conductores terminan asemejándose a los carros que conducen por mucho tiempo.

Ya “Pericles descansa de tantas décadas de trabajo. Su vida ahora la dedica a cuidar un hermano enfermo. Temprano, en las noches, lo vemos en una cafetería del “Alto”, saboreando su café y mordiendo su tabaco.

“Pericles” con “Biscocho”

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VIAJE A CABALLO Donde se narran las peripecias de un viaje a caballo de Yarumal a Medellín en 14 horas, realizado a principios del siglo XX

Como se

refirió en la crónica DE TROCHA A TRONCAL, cuando aún no existía la carretera en tiempos de invierno hasta tres días se demoraban los arrieros con mulas y bueyes para cubrir la distancia entre Yarumal y Medellín. A principios del siglo XX se hacían apuestas, mulas y caballos con sus respectivos jinetes se disputaban la marca de hacer el recorrido entre las dos ciudades en una sola jornada de 14 o 16 horas.

Existe una crónica de Marco A. Restrepo Jaramillo, donde describe las peripecias de una de estas jornadas. La crónica está incluida en la novela histórica “El Rey de la Leña”, donde Restrepo Jaramillo narra su azarosa vida desde que nació en las montañas de Cuerquia. Perseguido por las autoridades por un problema judicial huyó, a pié y descalzo se dirigió al Ecuador donde llegó al cabo de varios meses de hambrunas y penurias.

Gracias a su sagacidad de negociante, en pocos años se convirtió en el hombre más acaudalado del vecino país, dueño de los mayores latifundios. Fue el

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proveedor por muchos años del combustible (La leña) que movió los ferrocarriles de vapor y la economía del Ecuador. Construyó carreteras, tecnificó el agro y le dio empleo a miles de ecuatorianos, sólo en una de sus haciendas vivían 600 familias.

Marco A. Restrepo Jaramillo nació el 8 de marzo de 1889 en la finca La Palmera, ubicada entre los municipios de San José de la Montaña y San Andrés de Cuerquia, cerca de El Salto, donde funcionó la planta hidroeléctrica que suministró por muchos años la luz a Yarumal. La finca El Salto perteneció a los Jaramillos y allí en 1870 nació la madre de Marco A., Magdalena Jaramillo Roldán.

La familia Restrepo Jaramillo se estableció en Yarumal en 1906 en una casa ubicada en la plaza principal cerca al templo. Los tres hermanos mayores, entre ellos Marco A., ingresaron a estudiar al Liceo San Luis. La intolerancia de un profesor lo hizo desistir de sus estudios rápidamente. Se dedicó, entonces, al comercio, traía granos y ganados de Ituango y San Andrés de Cuerquia para negociarlos en Yarumal, donde contrajo nupcias con prestante dama de apellidos Eusse Hoyos, familiar cercana del beato Marianito.

Después de haber hecho fortuna en Ecuador, regresó por un tiempo a su patria y en asoció con su padre, Marco A. Restrepo Posada, adquirió las tierras comprendidas entre Puerto Valdivia y el río Rayo en jurisdicción de lo que hoy son los municipios de Valdivia, Tarazá y Cáceres. Derribó montes y sembró pastos, convirtiéndose así en el pionero de la implementación de la ganadería de levante y engorde en el Bajo Cauca.

Restrepo Jaramillo se granjeo la animadversión del por cuatro veces presidente de Ecuador José María Velasco Ibarra, quien trató, sin lograrlo, de repartir sus tierras a miles y miles de sus compatriotas paupérrimos. Por más que luchó el presidente Velasco en contra del colombiano a quien desterró, encarceló y envió a terceros a quemar sus haciendas, no logró desmoronar su poder económico.

Después de viajar y recorrer ciudades de: Guatemala, México, Estados Unidos, Grecia, Italia, Alemania Portugal, España y Japón, llegó a Venezuela. De Caracas voló a Medellín, se hospedó en la mejor suite del Hotel Nutibara, donde escribió sus memorias. Murió, al parecer en la década del sesenta, como el hombre más acaudalado del Ecuador.

Cabe anotar que el padre de Marco A. Restrepo Jaramillo, Marco A. Restrepo Posada – hermano de mi bisabuelo Pastor Restrepo Posada - era hijo de Genaro Restrepo Pérez, nieto de Simón Restrepo Velásquez, bisnieto de José Restrepo Uribe, tataranieto de Agustín López Vélez de Rivero, que a su turno era bisnieto de Alonso López de Restrepo Méndez, quien con su primo Marco vino de España a Medellín en 1638.

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Alonso López de Restrepo contribuyó a la erección del sitio de Aná y más tarde a la fundación de la Villa de la Candelaria de Medellín, donde desempeñó hasta su muerte el 24 de abril de 1661 el oficio de Alférez Real.

Don Marco López de Restrepo falleció en septiembre de 1706, su testamento está fechado el 23 del mismo mes y año. No se le conoce descendencia masculina. Queda pues don Alonso como único tronco fundador de la Restrepería antioqueña, después de que sus futuras generaciones abolieron el López.

Marco A. Restrepo Posada, también era pariente del literato y político Antonio José Restrepo nacido en Tititibí, de Fernando Restrepo Soto, nacido en Yarumal el 5 de junio de 1818 considerado como el hombre más acaudalado de Medellín en los últimos 50 años del siglo IXX, según lo refiere Gabriel Arango Mejía en su libro “Genealogías de Antioquia y Caldas”.

De estos mismos Restrepos fue doña Mariana Restrepo de Gómez, fallecida en Medellín en 1870- madre de Vicente Gómez Restrepo, padre de Vicenta Gómez Diago, madre del poeta suicida José Asunción Silva Gómez.

Igualmente, de esta misma estirpe fueron Pedro Antonio Restrepo Escobar y Cruzana Restrepo Jaramillo, padres de Carlos E. Restrepo Restrepo, presidente de Colombia de 1910 a 1914.

Este es el testimonio que Marco A. Restrepo Jaramillo nos dejó de su viaje a caballo en 14 horas entre Yarumal y Medellín: “Yo vivía en Yarumal y para viajar a mis negocios de ganados y granos tenía el hermoso caballo en que al casarme llevé a mi esposa, y una mula que lo acompañaba siempre en la pesebrera cuando no estaban en viajes.

En uno de esos días en que el destino manda, montando en mi caballo, sin otro objeto que el de mostrarme en él, salí por las calles de la Ciudad y al pasar por el almacén de uno de esos señores a quienes individualmente les había vendido frijoles cuando ni mi padre ni yo sabíamos qué hacer con tantos, aquél, que creía poseer el mejor mular de la región, haciéndome detener frente a su almacén, me preguntó por el valor del rucio y al oír mi apreciación expresó: “ Ni mi mula que va de aquí a Medellín en dieciséis horas vale eso...”

- mi caballo va en catorce horas - le repliqué. Cuando acordamos, habíamos apostado que en catorce horas mi caballo llegaría a la capital antioqueña en uno de esos días del mes de agosto, del cual habían corrido ya diez. Se casó la apuesta ante el juez y quedé de dar aviso la tarde antes del día de salida, señalando la hora para emprender el viaje.

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Se presentaron algunos días sin lluvia y los caminos secaron. Luego de hacer adelantar la mula, que en la pesebrera servía de compañera al caballo, con el objeto de esperarlo a media jornada, a fin de que en lo último de la carrera lo amadrinara, fui donde el juez y le avisé que a las cuatro de la mañana del día siguiente saldría a hacer el viaje, cumpliendo lo pactado.

A las cuatro de la mañana siguiente una apretada multitud, algunos de cuyos componentes apostaban a favor y otros en contra, llenaba la plaza de donde me darían la salida. Mi caballo, por entre el grupo empezó a trochar, a paso largo, sin freno, cogido con un lacito, llevando como montura un galápago de seis libras de peso. De alimento llevaba para mi media libra de caramelos en un bolsillo del saco y media botella de brandy en el otro.

Las apuestas a favor y en contra se habían generalizado entre Yarumal y Medellín, a lo largo de la ruta a recorrer, y desde el amanecer se me esperaba en todas las casas del camino. Grandes multitudes se apostaron en las calles de Santa Rosa, Entrerríos y San Pedro, pueblos que debía cruzar. En el primer momento de salida la oscuridad era mucha, pero el caballo pisaba con firmeza como si fuera de día.

En las vueltas del Caunce, donde creció el poeta Epifanio Mejía, principio a aclarar. Cuando pasé por Pajarito y Mal Abrigo, los dos viejos Palacios - don Ángel y don Cecilio- que vivían allí y me conocían desde niño, envueltos en los bayetones de revés rojo que los cubría, con las manos en alto y su amable sonrisa, me dieron su adiós.

Al subir a Palmichal miré atrás: el sol que lentamente baja del Morro a Yarumal estaba con su línea por la plaza donde me habían despedido. Quedaban al frente los Llanos de Cuivá y en el horizonte lejano se dejaba ver, bajo el cielo azul el “Alto de Venteadero”, por donde tendría que pasar antes de las dos de la tarde. Para ganar la apuesta y con ella fama, o hundirme en el desprecio si perdía.

A pleno galope crucé Los Llanos y galopando siempre pasé a Vallecitos. Se dejaron ver de Santa Rosa las torres de ladrillos rojos donde el cura Roldán, bajo ellas, decía misa y en el púlpito insultaba a los arrieros que acompañó antes y no le daban ahora abundante limosna, para su querido templo.

Al entrar a Santa Rosa la calle estaba llena de gentes; en la plaza, por maldad o por cariño, trataron de asustarme el caballo que, con sus orejas tiradas hacia delante, trochaba despreocupado para pisar a quien se le opusiera. A las diez estuvimos en La Cabuya, donde a él lo esperaba la mula y un tarrado de agua de panela para quitar la sed. Y tras la mula, que siguió de guía, como un potro tras la yegua, pasamos a Entrerríos, donde unos quinientos Pérez y quinientos Palacios y Roldanes – alegres unos, serios otros- me vieron pasar para subir a Patio Bonito,

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donde a mi padre, huyendo desde antes de nacer de la furia de Mosquera contra los conservadores, le tocó ver la luz en el sitio en que la tarde anterior se hospedó mi abuela.

Los vecinos de San Pedro me vieron pasar a las dos y media y al subir al Alto del Ventiadero donde hay una quebradita, retozando un poco el animal y atendiendo necesidades de su cuerpo, continuó luego con brío hasta principiar la bajada hasta el valle de Medellín, por Niquía, esa cuesta interminable, larga, llena de piedras sueltas, al parecer sin fin. Allí me pareció mejor echar píe a tierra y, sirviendo de arriero, bajar corriendo al Llano.

En los llanos de Niquía no seguí el camino que pasa por Bello, sino que atravesando el puente privado que sobre el río tenía un señor La Torre, subí una corta cuesta por la Escuela de Menores, y entre al Camellón donde me esperaban muchos amigos que habían apostado. Con ellos casi empujado ya mi caballo por sus cabalgaduras, avanzamos las últimas tres leguas.

Al llegar a la subida del Manicomio, cuyo camino conocía el caballo, éste se descontroló al torcer a la derecha y seguir la desconocida carretera en plano.

Cuando dejando la colina atrás volvimos a salir a la ruta por él conocida, poco le faltaba ya para relinchar, último indicio o señal de agotamiento. No obstante, caminando, aunque casi lentamente, llegamos al pié del Parque de Berrío, lugar convenido como final.

Si pasaron dos minutos, no fue mayor el tiempo que el pobre caballo, conmigo aún encima, sostuvo su cuerpo en alto: dejándose caer sin doblar sus patas, se estiró como para morir. Un veterinario alemán que se encontraba en el lugar de mi arribo y había apostado a favor, hizo llevar el agotado animal en una carreta, encargándose de él lo curó.

Gané la apuesta por veinticinco minutos de tiempo y cuando quisimos dar aviso a la ciudad de Yarumal de que había vencido, una tempestad de rayos que caía sobre San Pedro y Santa Rosa lo impidió. ¡Así eran esos tiempos!”.

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TOBIAS CUARTAS LÓPEZ, EL POETA DESCONOCIDO

A finales de 1995 la Colonia de Yarumal hizo un encuentro en el Pueblito Paisa, donde un gran número de yarumaleños se reencontraron después de muchos años de distancias y alejamientos. Hubo una espléndida programación que incluyó exposición artística, grupos musicales, entre otras actividades. Cerca de las doce de la noche, y a punto de terminarse el evento, un señor de aspecto quijotesco, con una apariencia cargada de años y de luchas, cogió el micrófono y dijo que quería declamar algo de su autoría.

Sin que mucha gente lo escuchara, con su voz algo apagada pero con mucho sentimiento entonó un poema dedicado a Epifanio. La composición, a pesar de estar llena de palabrería, no estaba desprovista de cierta belleza. Comprendí que era uno de esos poetas ignorados que se hacen solos, que tienen un numen innato para crear y que sus versos son puros porque no tienen la contaminación de ideologías, de influencias foráneas ni de autores rimbombantes y ampulosos.

Intuí que era de aquellos poetas que se inspiran en y con su entorno, al igual que el propio Epifanio que nunca pasó por academias ni universidades y sus lecturas no alcanzaron las cumbres de los grandes filósofos y escritores, que de pronto lo hicieron menos universal, pero no menos auténtico. Es así como nuestro poeta no alcanzó la universalidad de Barba Jacob, por ejemplo, pero si fue un auténtico cantor de sus montañas, puro como los manantiales de su Caunce.

Después de terminar un poema a su Antioquia Grande cargado de patriotismo y de amor por su terruño, me acerqué al hombre y le dije: “yo trabajo para la radio y me gustaría hacerle una entrevista”. Seguidamente le entregué una tarjeta de presentación. El poeta se sintió halagado y me aseguró que pronto me llamaría.

Efectivamente a los pocos días me llamó y le hice una entrevista para la Radio Paisa de RCN. Prometió visitarme y llevarme copia de sus poemas. Tenía unas ansias infinitas de hacerlos conocer y soñaba con tener un reconocimiento, no me lo expresó, pero me lo hizo saber con sus insistencias.

En cada visita me llevaba dos o tres poemas y luego me llamaba para preguntarme como me habían parecido, siempre le di ánimos y le prometí que algún día se los publicaría.

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“Si me los va a publicar aquí le traigo mi hoja de vida”, me expresó al visitarme la última vez, porque jamás lo volví a ver. La transcribo tal cual:

TOBIAS ARTURO CUARTAS LÓPEZ RESEÑA BIOGRÁFICA Natural de Yarumal (Antioquia) Hijo de: Ceferino Cuartas y Leonisa López (ambos fallecidos) Casado con Berenice Ruiz; procreamos 8 hijos, estoy separado de ella.

Episodios relevantes de su vida: Soy hijo de campesinos y en este sentido estoy vinculado a la rica tradición cultural del campesino antioqueño, parte destacada del pueblo colombiano.

A los siete años de edad me matricularon en el pueblo, es decir, en la cabecera municipal, en la escuela Epifanio Mejía, donde cursé cuatro años de primaria; un año más de ésta lo cursé en el colegio San Luis Gonzaga. Cuando me faltaban sólo doce días para terminar la primaria, mi padre se vio en la necesidad de retirarme de la escuela, porque se necesitaba mi trabajo para aliviar la difícil situación económica de mi familia.

El hermano director le expresó su pesar por mi retiro y el abandono de mis estudios, como él y yo presentíamos sucedería. Y el pesar del director, según le dijo a mi padre, porque mucho se podía esperar de mi inteligencia y amor por el estudio “Veo en su hijo una gran promesa”, le dijo. Sin embargo mi padre le manifestó que era imposible que continuara estudiando por causa de la gran pobreza familiar.

Yo salí emperrado llorando, pero aunque me resigné a esa adversidad no abandoné mi afición por la lectura, sobre todo de los maestros de nuestra lengua, tanto colombianos como españoles y de otros países de América Latina.

Precisamente, fue a raíz de le lectura juvenil de Epifanio Mejía, Gregorio Gutiérrez, Barba Jacob, Tomás Carrasquilla, Silva, Rubén Darío, Vargas Vila y otros, que despertaron en mí la ilusión de forjar una obra que legar a mi patria y a mi pueblo, como ellos lo habían hecho, sin dejarse amilanar por las dificultades económicas, sino luchando con la voluntad de sobrevivir y escribir.

Desde mi temprana juventud miré solidariamente la condición y la lucha de los trabajadores, primero los del campo y luego la clase obrera urbana y, en general, todos los explotados y oprimidos de Colombia y el mundo. Por tal causa he

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sufrido persecuciones, como haber sido despedido de mi primer trabajo en el campo, por apoyar las demandas de justicia de mis compañeros.

De Yarumal mi familia fue a parar a la finca “Normandía” del Dr. Mariano Ospina Pérez, donde tuve que enfrentarme a la política patronal de considerar que al trabajador había que mantenerlo con hambre, porque dizque “lleno” no trabajaba.

Termina la experiencia de “Normandía” y ya siendo mayor de edad ingresé como obrero de la Cervecería Unión, donde además de ganarme el pan me sumé a las filas sindicales para luchar por la conquista de mejores condiciones de vida y de trabajo para la clase obrera. Así fue como participé de la primera huelga en Cervunión en 1966, que duró 12 días y constituyó una gran victoria. La retaliación patronal no se hizo esperar y fui despedido y además “marcado” para que no se me diera trabajo en ninguna empresa, como en efecto sucedió.

Entonces tuve que desempeñarme en cuanto trabajo lícito se me ofreciera (vender cigarrillos, vender mercancía, hacer mandados etc.). Es así como termine de mensajero de la empresa ASDECOL, a la cual me hallo vinculado hoy.

Desde hace cinco años, aproximadamente, comencé en firme y con disciplina la elaboración de mi obra poética, de la cual ya la gente conoce algunos ejemplares, siendo mi aspiración publicar mi obra con la mayor brevedad posible.

Agradezco altamente la solidaridad del periodista de RCN, señor Luis Guillermo Peña, que ha creído en mi vocación y apoya mi obra poética desinteresadamente. Voz de estímulo del periodista Peña, a la cual se suman las manifestaciones de admiración y apoyo del Dr. César Gaviria Trujillo, ex presidente de la República; del Dr. Ernesto Samper Pizano, actual presidente; Dr. Juan Gómez Martínez, ex gobernador de Antioquia; Dr. Carlos Alberto Zuluaga, actual presidente del H. Concejo Municipal de Medellín, que me han dirigido expresivas cartas que me han impulsado a no desfallecer en mi trabajo creador.

Junio 3 de 1996 Atentamente, TOBIAS ARTURO CUARTAS LÓPEZ C.C. # 514.620 de Medellín Los poemas que me entregó tienen los títulos: Elegía del Periodismo Consecuente, Gloria Estirpe, Recia Cerviz, Libre Destino; De la Mula al Avión, Progreso Metro a Metro; Mi Río Medellín; Flor de la Ciudad Retablo, Ligia Monsalve de Soto y Epifanio Mejía. Transcribo los dos últimos, escritos a manera de acrósticos:

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EPIFANIO, POETA CÓNDOR

E

pico emblema de Antioquia inmortal Fúlgido yarumo de titánico irradiar Tu lira engrandeció el alma nacional Sus cuerdas templaste con rebelde vibrar

P

ensador nativo de prístina belleza Laureado poeta de sutil inteligencia Pregonero ardiente del heroísmo y la belleza La libertad fue tu sagrada vivencia

I

ndignado levantó amorosa protesta Por la tórtola y el novillo inmolados Ni cazador ni verdugo el corazón del poeta Lloró por el nido y el potrero ensangrentados

F

abuloso astro de gran linaje Tu verso fecundó los horizontes Del ancestro paisa viril imagen Inefable como el agua y los altivos montes

A

ntioqueño colosal de eximia locura El tiempo incansable te hace florecer Tu vuelo invencible rompió fuerte atadura Multiplicaste en los surcos el futuro del ayer

N

utriste el campo con tus huellas Do tu pincel y tu vocablo Plasmaron el perfil augusto y divino En diáfano lienzo de tu Ciudad Retablo

I

O

lustre peregrino del dolor Atrapaste ninfas voladoras de tu “Caunce” Perenne llama avivó tu voz Para alimentar el resplandor del bien rate libre en celda tormentosa Entre rejas, el poeta-cóndor sus penas Retó implacable a la demencia ominosa De su cuello arrancó apretadas cadenas.

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M

orro azul silvestre poemario Que el bardo como el sol veía nacer Y germinar al rayo inspirador Como el ruiseñor matiza en canto su melodía

E

l Caunce fue tu lar enajenado Pero los yarumos florecieron con tus versos Y en los árboles reverdecen tu legado Desde el manicomio los abrigaste con llanto y besos

J

amás el Nechí olvidará tu voz Crece en sus ondas impetuosas El río fue un regalo que te diera el creador Para inspirar tus versos con letras armoniosas

I

rgiose la Ceiba de Junín en tu poema Con fronda de versos a Medellín engalanas Ellos y los silleteros de la florida Santa Elena Marcan con belleza el ritmo de genio paisa.

¡A

y caramba! ¡Emilio sin fronteras!

Lejos del nudo, compañero turpial Colombia perpetuó su heredad cimera Orgullo eres del eterno Yarumal.

FLOR DE LA CIUDAD RETABLO, LIGIA MONSALVE DE SOTO P

ayadora de Antioquia, zagala insigne Flor y nata de los lares paisas, Cautivaste con la armonía de las musas Al son armonioso de tus sentidos cantares,

E

cos vibrantes del Norte fecundo Flotan como la niebla que circunda las montañas Grabado has tu voz hasta en los aires Cálidos del Nechí que riega tus entrañas.

T

allas las palabras como el escultor el mármol La piedra se entrega mansa a tu labor preclara, Modelas el ritmo con suave maestría

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Sobre el papel que a tu pluma desde siempre espera.

A

floran de tu poesía pétalos y espinas en profusión Decorando el cenit de tus albos días Tu solariego corazón besa las hondas fuentes Que alimenta tu sentida poesía.

L

abraste para el futuro de tu pueblo Fértil campo y semillero sin límites, Y lo has visto florecer radiante y feliz En espléndido jardín, ara de pebeteros ardientes.

O rfebre silenciosa, diligente obrerita del cantar El arte creador ha sido tu sueño Y deambulas por tu reino pensativa Marcando tus huellas por los senderos de la vida.

S

egadora de la mies que madura tu alma Acaricias los trigales que albergan tus versos, Anfitriona dueña de sonrisas eternas Manantial de tus ideales perennes.

Y edra trepidando por las selvas cercanas, Musgo de belleza que se adhiere a la memoria, las cuerdas sensibles de casta mañana de recóndita oración en tu armoniosa gloria E

remita silenciosa de trajinar oculto Laboriosa en el capullo del rosal, También habitas tu lírico aposento.

Con tus odas de factura angelical.

S

oplarán muchos vientos fugitivos Sobre las verdes tierras de tu pueblo Como añoranzas han de quedar plasmados Los recuerdos de tu niñez en el retablo.

P

ortento genial tu ávido ser sencillo Que derramas sobre las sierras un verdear florido Emanas cariño sin par en tu edén natal Y sigues siendo compañera de tu amigo el poema.

I

ntima joya del celeste anhelo Nítido perfil del norte antioqueño

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Tus páginas cuya belleza ilumina De tus paisanos tus preclaros sueños.

N

aciste poetisa para la épica historia De la Ciudad Retablo, que te ama, Hermana eres de Epifanio y de su gloria Y en las azules lejanías ardiente llama.

A

zalea en el crepúsculo enamorada Forjadora de sueños y alegrías Disparas dulcemente tus luminosas saetas De las letras antioqueñas cimera sinfonía.

S

abiduría impregna tu generosa alma Dardos de saetera prodigando amor Tus palabras cruzan los campos del ruiseñor Gallarda poetisa que Yarumal aclama.

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El parque que perdimos

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Lloran los yarumos Columna periodística publicada en el periódico El Mundo el 1 de marzo de 2006, ante la inminente destrucción del antiguo parque Epifanio Mejía

Más desmayados y grisáceos que nunca se muestran por estos días los yarumos del parque. Por las mañanas en roció derraman lagrimas como si también tuvieran alma.

Pareciera que observaran el cerramiento del parque y las acciones de los topógrafos, ingenieros y obreros que seguramente borrarán a punta de almádana y taladro, los trazos heroicos de aquellos antepasados que con tesón e ingenio, dieron forma mayestática a esa falda poblada en sus inicios de moreras, ochuvos y yarumos.

Esos hombres que tuvieron la fortaleza en la mente, los hombros y en los brazos, no en los fusiles, forjaron esta obra con años de luchas y desvelos. En 1931 se colocó la primera piedra y en 1938 se inauguró con bombos y platillos.

Ahora quieren desbaratarlo con traquidos y alharacas.

Un Yarumaleño que recorrió el mundo trajo desde Viena los rasgos del diseño. De allí su semejanza con uno de los parques más admirados del Viejo Mundo: el Valdevere de la capital Austriaca, donde si poseen la capacidad de apreciar lo que es un patrimonio cultural y arquitectónico.

El Parque Epifanio Mejía de Yarumal es el único en Colombia construido en diagonales y con un sistema de tubos que serpentean agarrados a columnatas similares en el fuste y en el capitel a las del Capitolio Nacional. Sus muros ciclópeos, en piedra descubierta, de singular solidez y estética muestran la habilidad de los maestros de obra de la época. Admirado ha sido por propios y extraños. Incluso en los años sesenta el ingeniero de la Facultad de Minas de Medellín, José Manuel Solís, gran admirador y conocedor de la obra, propuso hacerle un reconocimiento al parque y a su mayor creador, don José Bernal, pero éste, de gran modestia, declinó el honor y el reconocimiento que se le ofrecía.

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Pero no sólo se aprestan a caer las formas y los ornamentos físicos, también caerá demolidos los recuerdos de quienes, sentados sobre esos tubos vivieron sus más bellos romances, de quienes niños caminaron por esas aceras hacia sus escuelas, de quienes en féretro ingresaron con gran dolor sus seres queridos al templo, y de quienes corrieron por esas diagonales en busca de un alero para guarecerse de frías lluvias.

Todo por esa visión cegatona de algunos administradores de turno, sin el más mínimo conocimiento y sensibilidad en cuanto a lo que es la memoria de un pueblo, sus valores culturales y arquitectónicos. Así cayeron los teatros Junín y Bolívar, el Circo España y tantos otros monumentos de los que hoy se enorgullecería la capital antioqueña. Habrá que decir como Robledo Ortiz ¡Siquiera se murieron los abuelos!

Incertidumbre y preocupación embarga a la Colonia de Yarumal residente en Medellín, por la suerte que correrá el bello parque Epifanio Mejía. Todas las instancias a donde se ha acudido para lograr una concertación que permita que esta obra septuagenaria sea restaurada, pero jamás demolida como lo pretenden la Administración Municipal y Corantioquia, han sido inútiles.

El alcalde de la localidad, en dos oportunidades ha quedado de reunirse con representantes de la Colonia, pero en ninguna ha aparecido. Por su parte Corantioquia con el cambio de director, tampoco ha respondido a los requerimientos y solicitudes de la Colonia.

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Estampas deL viejo parque

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II Cuentos

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LA DESESPERENZADA HISTORIA DE AMOR DE LA MONJA SACRAMENTO Y EL SARGENTO ADALBERTO

Cuentan que en un pueblo llamado Campamento, hace ya mucho tiempo, existió una niña llamada Sacramento, a quien sin su consentimiento la enclaustraron en un convento por estar enamorada de un sargento llamado Adalberto. Y Allí Sor Sacramento se mantenía detrás de un monumento mirando el retrato de su amado sargento, siendo éste su único esparcimiento.

Pero la madre superiora tuvo conocimiento de esto, y por su mal comportamiento la mandó de por vida a enclaustrarse en su aposento. Y la pobre hermana Sacramento en medio de su aburrimiento sólo pensaba en Adalberto, hasta que una vez se le apareció allí con todo su armamento, Pero todo no fue más que una ilusión vana de su pensamiento producida por su enamoramiento.

Una noche escuchó la voz del sargento que como un lamento pronunciaba su nombre: Sacramento, y en medio de su tormento pensaba que todo era un cuento, a pesar de que, noche tras noche, escuchaba el mismo lamento.

Entre imágenes, velones y rezos, sin ningún entretenimiento ni emolumento, la desdichada Sor Sacramento pasó su vida gimiendo sola en su aposento. Una tarde, cuando su rostro avanzaba ya por la etapa del arrugamiento, por su buen comportamiento la madre superiora le dejó salir de su aposento y como un premio más le permitió asomarse por un postigo del convento.

Y en ese preciso momento pasaba un fúnebre cortejo. ¿Quién ha muerto? - preguntó con un mal presentimiento. Femenina voz casi sin aliento respondió: “Ha muerto Adalberto quien fue sargento en este pueblo hace mucho tiempo y luego un pobre esperpento, dicen que lo enloqueció un tormento de amor y por cuarenta años permaneció gritando Sacramento frente a este convento. Él siempre la llamó y ella jamás vino a su encuentro y anoche en el hospicio agonizante pronunció por última vez el nombre Sacramento.

Al oír esto, Sor Sacramento regresó veloz a su aposento y allí se produjo su fallecimiento, no se sabe al cuanto tiempo, pero sí cuentan que todas las noches, hasta llegar a su último momento, escuchó el trágico lamento de su nombre SACRAMENTOOOO, que en eco se perdía por los corredores del convento.

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LOS ENCANTOS DE “LA CASTIGADORA” EN EL PUERTO DE SANTA BRÍGIDA

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Encarnación Romero levántase del lecho, da tres pasos, queda frente al espejo, aflora música de flauta con sabor hindú, lleva su danza con mero movimiento de tronco, con toque flamenco agita brazos y manos, remata con un peculiar batir de caderas, tal vez el secreto de sus efluvios de lujuria. Sus labios gesticulan placer, su garganta ruge de emoción. En medio de sus cadencias desliza, desde el rostro, sus manos en caricias de narcisa; hace énfasis en los senos y en el pubis y desciende hasta las uñas rosa de los pies.

Tronco y caderas se agitan en torbellino, descubre su dorso y arroja la blusa al lado contrario de la ubicación de la mecedora, cae el sostén. Zurulladas en un rincón sobre la alfombra roja, las prendas anuncian la semidesnudez de la dama. El espejo extasiado refleja unos senos bien contorneados. Se detiene un poco e inclinando la cabeza deja que su cabellera se divida en dos mechones, éstos le cubren la voluptuosidad de cada seno hasta el pezón.

Nemesio Chacón ya tenía noticia de su llegada. Desde la oficina de la Compañía Naviera del Magdalena había visto cruzar veloz a los atracaderos del Puerto, a una fémina, cuya figura de diosa de pasiones se imprimió en su retina ocasionándole un estremecimiento eyaculativo. Más que la belleza fue la cadencia del movimiento de las caderas en su andar por las sombras de las aceras lo que lo hizo estremecer. Y mientras el viento jugó con su extenso cabello, la mujer se perdió por la hondura de la calle. Nemesio caviló ‘Esta debe ser’.

La dama continúa su espectáculo sin mirar al hombre, sólo se dirige al espejo, sólo se entrega al espejo, bate sus caderas, suelta el botón de la falda, en torbellino estira sus brazos. A sus pies, en dobleces, cae la prenda. Con un ademán de total desprendimiento la recoge, la arroja lejos, cae adyacente a las otras. El rincón de las prendas denuncia una mujer a flor de sensualidad. Con pasión el espejo refleja unas piernas algo gruesas, pero bien proporcionadas, en la escasez de luz reluce su color moreno. Una cicatriz de gran tamaño que le afecta una rodilla y parte del muslo no logra opacar la provocación.

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Procedía de Las Antillas, según Misericordia Olivella, dueña de la casa de lenocinio, y de La Guajira, según Parménides Pumarejo, marinero de agua dulce, ocasionalmente al servicio de la Compañía Naval del Magdalena y el primero en comentarle a Nemesio las voluptuosas atribuciones de la nueva meretriz.

La Mujer, cubierta sólo con su prenda más intima, confeccionada en tela blanca con lunares rojos, continúa frente al espejo, objeto y sujeto que sólo parece existir para ella. Exaltada en atributos a Eros, toda su humanidad en acopio de encantos en su máxima ardentía la duplica con éxtasis el espejo, cuan largo como la pared. El “streap tease” se aproxima a su clímax.

A pesar de los pocos días de encontrarse en el pueblo porteño de Santa Brígida - situado en una ribera del Río Grande de la Magdalena -, Encarnación Romero crecía en fama, se le adjudicó el remoquete de “La Castigadora”. Unos beodos desarrapados, habitantes del parquecito cerca al muelle, comenzaron a llamarla así, y así se quedó.

De lengua en lengua, de salivas sagradas y profanas, circularon por todo el puerto los pormenores de los encantos de “La Castigadora”. Los rumores ascendían desde los estibadores y carreteros para continuar por los empleados de la Compañía Naval del Magdalena, los dignísimos miembros del Club Social, hasta llegar a los orondos señores que ostentaban la autoridad civil, militar y eclesiástica.

Y mientras los hombres de Santa Brígida suspiraban y se encantaban con las atribuciones corporales de la dama, por el lado femenino se enconaron contra “La Castigadora”, de la que se sentían castigadas. Configuróse una legión de enemigas integrada por decenas de celosas casadas, pero dirigida por una señorita. Su nombre: Fulvia de la Ascensión Triviño. Cuarentona, masculoide, de voz y extremidades gruesas, a la vez presidenta de la Congregación de Santa Brígida. Cofradía fundada poco tiempo después del incendio del Monasterio, con el propósito de practicar la contemplación, la temperancia y la intolerancia en estado laico.

La señorita Triviño y sus secuaces no desaprovechaban reunión o visita para proclamar a los cuatro vientos la condición pecaminosa y apocalíptica de “La Castigadora”, calificada como un signo inequívoco de la aproximación del fin del mundo. La presidenta gesticulaba como cura en púlpito e imprimiéndole profetismo a su acento, remataba sus peroratas con la premonición - la cual atribuía a las Sagradas Escrituras - de que el demonio se camufla en una hermosa mujer para traer desgracias al mundo.

No obstante la contra-propaganda de la Triviño y su cohorte, para los hombres del Puerto la bella Encarnación representaba un verdadero ángel, un deseo irresistible, un encanto sublime, el éxtasis del placer, una pasión ignota...

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Pero hay que ver cómo era la susodicha dama: sus ojos rasgados evocaban en su verdosidad una beldad legendaria, su labio superior ascendía, como con cierto capricho del creador, a encontrarse con su nariz, beneficiada del mismo capricho, para señalar las cejas tupidas y la frente provista de una suave vellosidad, la cual se unía a su cabellera, que en torrente azabache se desprendía hasta el centro de su espalda.

Su caminar era sin aspavientos, pero al dar cada paso su cuerpo entrañaba un movimiento cadencioso inspirador de lujuria. Y mientras los paladares masculinos se deleitaban, los femeninos segregaban hiel de envidia y celos. Qué su piel morena exhalaba sustancias afrodisiacas fue un rumor, tal vez muy cierto, pues todo hombre con sólo observarla quedaba flechado de inefable encanto.

II

El nombre prístino del Puerto de Santa Brígida fue Puerto Azul, no porque el río tuviera este color, siempre ha sido turbio, sino por el color del cielo pincelado de un azul infinito con dispersas nubecillas, muy lejanas, casi trasparentes. Sólo cuatro o cinco veces al año tornábase entre blanco y negro y dejaba descargar todas las aguas de sus fuentes.

Hubo una temporada en que las lluvias vinieron acompañadas de vendavales de ímpetu destructor. El cauce resultó insuficiente para el río y arrastró en sus caudales plantíos y construcciones. Como leves briznas navegaron en trozos los muros en ruinas que habían quedado del Convento de Santa Brígida después del incendio. La edificación había sido levantada en un derrubio. El río recuperó su tierra.

Las hermanas de Santa Brígida llegaron a Puerto Azul por los años sesenta del siglo XIX. La abadesa Fulvia, de origen francés, la fundadora, reclutó en clausura penitencial a varias vírgenes y viudas recatadas. Las monjas, de carácter recoleto, consumían con frugalidad los cultivos de sus huertos. De sus oscuros hábitos no se desprendían ni para dormir, y el agua poco pasaba por sus cuerpos, era parte de la penitencia.

En ayunos, oraciones y silicios, transcurrió por cerca de diez lustros la existencia al interior de los muros de cal y canto del Santa Brígida. La peste blanca hizo estragos y arruinó los pulmones de las monjas. Gracias a la osadía de evadirse a tiempo por una ventana desbarrotada, sólo una postulante, llamada Trinidad, sobrevivió al mal. Y mientras Trinidad fue la única que salió, nadie entró al Convento durante la incursión de la tuberculosis, la priora Fulvia consideró la enfermedad como un dolor purificador y rehusó cualquier auxilio médico.

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Más allá de las huertas, en un montículo, resguardábase el cementerio. Su veintena de bóvedas resultaron insuficientes para la codicia de la peste. Una bruma negra y nauseabunda comenzó a salir del monasterio y la voracidad del bacilo de Koch llegó hasta los pulmones de numerosos habitantes no enclaustrados del pueblo. En tallas sobre su roble, la puerta del monasterio perfilaba, con ironía, sendas cornucopias. Por temor a la epidemia, la muchedumbre enardecida unió sus fuerzas y, con troncos, también de roble, derribó los aldabones.

El convento mismo era un sarcófago, como un sepulcro que jamás hubiese sido morada de algún ser viviente. La debilidad de las últimas vivientes apenas cubrió los cadáveres con un poco de tierra. Cientos de buitres y gallinazos disputábanse la carroña no sólo en el predio cementerial sino en las celdas. Siete cuerpos quedaron insepultos, yacían sobre sus camastros de meras tablas, las aves rapaces sacaron sus ojos y con sus garras deshicieron con facilidad la tela burda de las túnicas para engullirse la tripitoria.

Las paredes destilaban un sudor negro. El calor licuaba una cubierta como de hollín. El piso, provisto de la misma mugre, resultaba pegajoso como goma. A las 26 celdas, al refectorio, a la capilla y otras estancias fue casi imposible penetrar, el peso de la atmósfera hizo insoportable estos lugares.

El hedor alejó en estampida y tosidos la muchedumbre. No obstante se roció de aceite combustible el sitio. En pocos minutos el Convento de Santa Brígida se hizo llamas y en pocas horas casi todo fue humo y cenizas. De la edificación de tres pisos y casi una cuadra de larga, construida en cal y canto sin revoques ni aleros, sólo quedaron en pié algunos muros y uno que otro techo desportillado.

El aspecto de la sagrada edificación con sus 26 ventanas barrotadas en hierro se imprimió en las mentes de los pobladores de Puerto Azul como la imagen del dolor, del más cruel de los presidios. No obstante, su incineración produjo un sentimiento de culpa, tal vez por eso fue que le trocaron el nombre al Puerto.

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III

n el Puerto de Santa Brígida era de mucho decir que en el cuerpo de “La Castigadora” ningún hombre había podido penetrar a causa de un hechizo de circe. Otro rumor contrario aseguraba de la dama era una ninfómana insaciable que agotaba al más fuerte de los machos.

E

Una viudez de siete años arrastra Nemesio. Había contraído nupcias a los cuarenta con María Ignacia Luna, hija de un tal Emigdio y de Trinidad, famosa por ser la postulante escapada de la peste y del Convento de Santa Brígida. Ambos dejaron huérfana, muy niña, a Nachita. A ella la fulminó un rayo solar de la casa, quedó tendida boca-arriba con la lengua atragantada y con una criatura de seis meses en el vientre. Él, poco tiempo después expiró a causa del veneno que una serpiente le inyectó en la pantorrilla.

La tía Apolonia Luna, más conocida como “Polita”, se encargó de la crianza de Nachita y ante la Santa Madre Iglesia la entregó en matrimonio pocos meses antes de fallecer por una especie de hidropesía que le dejó el estómago como en embarazo, jamás posible a causa de su soltería y beatería.

Marìa Ignacia, nueve años menor que su esposo, era una mujer casi invisible, de una trigueñez pálida, casi lívida, de languidez extrema. Sus facciones parecían esculpidas en nácar con miras a lograr la perfección del rostro humano, sin conseguirlo; trataba de ser bella, sin lograrlo. Su timidez la hizo mínima de amistades y poco amiga del mundo y sus frivolidades. Nemesio, al igual que Polita, siempre la trató con el diminutivo de Nachita Veintitrés meses después de la bendición nupcial, y sin ser aún padre, Nemesio pasó al estado de viudez. Una rara enfermedad se le llevó a Nachita.

Mencionaron leucemia, tuberculosis, un maleficio... ¡nunca se supo! La depresión invadió al hombre, sus fuerzas amatorias deshiciéronse y su corazón quedó incapacitado para entregarse a otra. Pero desde la llegada de Encarnación Romero, Nemesio recuperó sus fuerzas, volviéronle las sensaciones del amor y el placer carnal, resucitaron sus impulsos mozos.

Un miércoles el hombre despertó sobresaltado y con su pensamiento fijo en ella. En pasiones castigadas, Morfeo lo había revolcado toda la noche, dejándole mojadas sus ropas interiores. El día estuvo previsto de una benigna brisa que disipó el calor casi durante toda la jornada, la cual no fue de mucho trabajo, la mayoría de vapores estaban de viaje.

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La tarde languidece en la frescura de la brisa clemente, las oficinas de la C.N.M. gozan de quietud inusitada. A Nemesio, lector y algo somnoliento en su silla, por momentos lo estremece un placer, estimulado, tal vez, por los rezagos del sueño. La sensación le sube desde las partes púdicas hasta la cabeza. ¡Oh! la bella Metiké, la más sensual de Atenas, fue llamada “Clepsidra” por utilizar su reloj de agua - clepsidra- para medir el tiempo que dedicaba a cada cliente. ¡Ah! y la esbelta Aspasia, pródiga en pasiones para la flor y nata de la sociedad ateniense. Por ella Pericles repudió a su esposa, renunció a sus hijos y se cree que fue ella la instigadora de la guerra que Atenas declaró a Samos. Y la gran Filomena, otra hetaira con cara de ángel, declara francamente a un enamorado suyo “¿Por qué me escribes tan largas cartas? Necesito cincuenta monedas de oro y no epístolas. Si me quieres, paga; si prefieres el dinero a mí, deja de molestarme.

Adiós.

Y no hay que olvidar a Lais de Corinto, por quien Demóstenes viajó de Atenas a su ciudad para conocerla, Lais pretendió de él una considerable suma. No compro tan caro un arrepentimiento - contestó el celebre orador y se volvió por donde había venido. Tampoco es dable dejar en la corriente del leteo a la divina Friné, cortesana de caudales. En caudales derramaba voluptuosidad y en caudales llenaba su bolsa. Atesoró tanta riqueza que levantó una estatua de oro macizo a Júpiter con la inscripción: “Gracias a la intemperancia de los griegos”.

De repente, una fragancia ingresa impúdica por sus fosas nasales, interrumpe la lectura, llégale al cerebro, se estremece del placer onírico, casi eyacula. Segundos después ve cruzar la soñada mujer, se incorpora al instante y corre hasta la puerta. Con su paso cadencioso Encarnación Romero avanza en sandalias protegida por la sombra de la acera. Luce un vestido blanco muy recatado para su calidad de meretriz. Le lanza un piropo. Ella, sin detenerse, gira su cuerpo y le guiña un ojo. Continúa apresurada. Mientras el viento complacido agita su caudal de cabello, como para aderezar su movimiento inspirador de lujuria, “La Castigadora” trastorna la esquina.

Trémulo en sus extremidades, Nemesio siente la erección, a pesar de que conoce a Encarnación Romero más por referencias, es la primera vez que le observa el rostro. Ese guiño se le ha clavado en lo más hondo de su ser, experimenta una ansiedad que lo oprime en proporción a su soledad de siete años.

La ansiedad llega al tormento, pierde el apetito y el sueño, se le descomponen los sistemas nervioso y endocrino. Sus manos tiemblan irremediablemente, a caudales el sudor lo moja de la cabeza a los pies. La agenda de “La Castigadora” está copada por dos meses, según Misericordia Olivella. A corto plazo es inútil insistir en una cita. Entre tanto, Nemesio Chacón pasa las noches en desvelo, empapando toallas de sudor y al borde de un desquiciamiento

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emocional. En el Puerto a muchos hombres el cuerpo también se les vuelve tremulante y transpiran más que de costumbre, pero no en la intensidad del obsesionado Nemesio.

‘Este deseo arde dentro de mí, quema mis entrañas, sea Clepsidra, Filomena, Friné o Lais, ¡no importa!. Sólo me basta con poseerla así sea una sola vez. Conmigo “La Castigadora” no levantará un Júpiter de oro, ni tampoco pagaré por un arrepentimiento, sé que jamás me arrepentiré ’, cavilaba Nemesio en el insomnio de sus noches.

Antes de que el hombre pierda el juicio, Parménides Pumarejo se encarga del asunto. Después de muchos ires y venires y del pago de un buen emolumento, la cita estuvo lista para dentro de veintinueve días, viernes trece de agosto a las nueve en punto de la noche. La expectativa de la cita equilibra un poco a Nemesio.

Duerme más y suda menos, pero a ocho días del obsesivo contacto le vuelve el insomnio y la sudación, se le afloja el estómago. En sueños ve a Nachita levantarse de su tumba para recriminarle su infidelidad. En sus noches de desvelo lo asombra, oye su voz que lo llama con cariño: “Neme”, “Neme”, siente sus pasos de enferma acercársele al lecho.

Toma valeriana y otros medicamentos, siente algo de mejoría, poco tiembla, poco suda, poco defeca, las horas transcurren. Las imágenes de Nachita y de Encarnación se funden en su mente, por más que lucha de ninguna puede deshacerse. Por la eternidad en calma de la esposa difunta, envía, mediante buena paga, misas gregorianas. Parece que al fin el fantasma lo ha dejado en paz.

Con la tranquilidad que le dan los gregorianos oficios, Nemesio deleita el pensamiento en “La Castigadora”. Se imagina sobre tálamo inmenso abrazados en cuerpos desnudos. Experimenta un estado elevado del espíritu, sus neuronas lo estremecen de un placer ignoto, siente llegar a un éxtasis inconmensurable, algo así como todo el acopio de los deleites del cuerpo y del alma.

Nemesio y Nachita caminan por el sendero de los robledales junto al río.

Corren, ella en fuga, él tras ella. Le da alcance, se entrega vencida, se entrega a un beso, sólo a un beso, su rostro pálido adquiere un rojo candente. De atuendo blanco y acicalada de azahares, la novia acompañada de “Polita” espera al prometido en el atrio del templo. Yace sobre el lecho, lánguida, liviana, sin color en el rostro, apenas se lamenta. Con queda voz pronuncia: ‘Neme, voy a morir, ya no tengo remedio’; en palabras llega el consuelo a sus oídos: ‘No morirás, no, no morirás’. Solloza, colmada de ternura queda dormida entre los brazos del hombre.

Callado el campanario en las noches de agonía, desesperos y jadeos del lecho se levantan, con débiles quejidos se anuncia una esperanza, estentóreo respiro preludia la liberación del alma. Doblan las campanas en la mañana de la

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calma. Se avisa a los amigos, de luto se viste la casa. Se prepara el sepelio, al cadáver dan su mortaja. En la puerta se forma un corrillo, en la cocina hablan en voz baja. Cuatro cirios refulgen en la sala, murmullos de oraciones y pesares fúnebre eco hacen en la luctuosa estancia. De rosario en mano una vecina implora descanso eterno y perpetua luz. Doblan las campanas en la tarde de la calma. Del templo abren sus puertas, en la sacristía el sacerdote se prepara. En medio de “Requiescat in pace” dentro de un ataúd en hombros Nachita sale de la casa.

El cura compungido suplica y alaba, bendecida agua arroja sobre el féretro, a los duelos resigna, recompensa al cielo demanda. Cortejo y responsos en procesión avanzan. De pala en mano el sepulturero aguarda. Cerca a un sombrío pino la fosa está cavada. Ataúd y cortejo a la puerta del campo santo han llegado.

Quince meses padeció con delirio y desespero, de ningún médico ni santo recibió la menguada mujer alivio a su tormento. ¿Por qué la van a arrojar a ese hueco tan profundo? Pregunta el viudo desconsolado. Con ruido continuo y seco por paladas la tierra cae sobre el féretro.

El hombre despierta, grita estremecido por el ruido de las paladas de tierra contra el féretro. No, es el consuetudinario graznar de las garzas al amanecer, amanecer del viernes trece de agosto. Aperezado enciende la luz de la lámpara que adorna la mesa de noche, levantase en interiores, abre las ventanas, penetra una fresca brisa, con su crespón de humo un barco cruza el río. En ese marco experimenta una sensación, de esas que una sola vez se experimentan en la vida: la proximidad de la muerte o el mayor deleite de la existencia El tiempo muere por segundos, por minutos, por horas; se acerca el momento cero. A pesar de que hay brisa, el día es de sofoco, mucho movimiento hay en la oficina de la C.N.M. Nemesio pasa la jornada ensimismado, sin embargo despacha varias embarcaciones cargadas con cientos de pasajeros y miles de arrobas de mercancías con destino a Mompox, Honda y Barranquilla.

Al atardecer disminuye el calor, el viento impetuoso levanta techumbres y deshoja árboles. Con sus tonos rojizos los arreboles retrátanse en el río, opácalos una bandada de aves rapaces que en su ciclo migratorio visitan el Puerto. Cae la negrura de la noche, aparecen algunos luceros en el cielo y comienzan los grillos su ruido monótono en los matorrales. Las aves con sus uñas afiladas y sus picos encorvados se posan en la fronda de los robledales junto al río. - “Esas son aves de mal agüero” - se rumora en el Puerto.

Nemesio le da poca importancia al fenómeno. Pervive aún el crepúsculo cuando cierra la oficina. Dirígese con afán a su casa. Canturreando una milonga pasa un buen rato en la ducha, cubre su cuerpo de afeites y lociones. Se atavía con su mejor traje: pantalón ancho de pliegues, confeccionado en paño inglés, blanco con rayas oscuras. El saco sujetado con tres botones dorados de gran tamaño

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contrasta con las mancornas de oro de los puños de su camisa en seda blanca, El charol de las zapatillas claras con los reflejos de las luces alumbra. Acicala sus uñas y peina con brillantina los churruscos de su no muy abundante cabello.

Los punteros del reloj de bolsillo de Nemesio marcan las ocho y veinticinco minutos de la noche, se dispone a salir. De súbito lo sorprende un letargo, cae en un sueño, o mejor en una pesadilla. Ve a Nachita convertida en momia, con uñas de garfio lo ataca, le desfigura el rostro, todo es dolor y sangre, grita, corre por entre tumbas. Son cientos las momias que lo persiguen, resbala, se le abalanzan las figuras monstruosas, clavan las uñas en su piel. En toda su humanidad, a borbotones, brota la sangre.

Muy agitado, bañado en sudor, despierta, agradece que todo haya sido un sueño. Continúa aletargado y somnoliento, pero se levanta con premura, teme que la pesadilla y las momias lo ataquen de nuevo. Con diez campanazos anunciase desde la torre del templo la hora de la noche. Nemesio, a pie, algo turbado, se dirige a Casa Linda, nombre con el que se conoce el negocio de Misericordia Olivella.

Ataviada de tules multicolores y atiborrada de maquillaje, la Misericordia en un sillón de la sala mira continuamente el reloj, extrañase de la tardanza del citado.

Gracias a una mezcla de fragancias percibe el hombre a la distancia. ‘Al fin viene a estas citas nadie falta’ - murmulla en soliloquio.

En sus configuraciones pictóricas y escultóricas, cuerpos enteros, torsos y rostros en sus poses femeninas incitan. En sus cuatro esquinas sobre la alfombra roja jarrones colmados de penachos, espigas y flores complementan la decoración de sala del lupanar. No obstante el “regaño” por la tardanza, abrazo y beso recibe Nemesio en la puerta. En medio de zalamerías, Misericordia le brinda asiento en el sillón doble.

En su cara rechoncha, la Olivella mueve en las cuencas sus ojos desorbitados y extrae la lengua, como preparando a Nemesio para el placer que le espera. Las copas chocan en impetuoso brindis. Hay otro y otro brindis, en el fondo suena música de cuerdas y viento en ritmo de baile. El hombre se siente en las puertas de un cielo desconocido, de una ciudad perdida, de un éxtasis inconmensurable.

A sus cuarenta y siete años le vuelve esa sensación de los dieciséis, cuando hizo por primera vez el amor. Fue a Candelaria, mulata de la servidumbre de su abuelo, (el capitán Chacón). Ocurrió en la bodega de un barco, entre costales y ratas, donde “Cande” una noche de diluvio - después de él haberle suplicado el favor - le entregó su cuerpo. Allí llegó asustado, sin atreverse a nada, se quedó

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parado frente a donde yacía la mulata, entonces ella le dijo: “¿a qué vino, pues?, ¡desvístase!”.

Las copas suenan de nuevo como último preámbulo. Misericordia con el dedo en el labio le pide silencio, la música ha dejado de sonar. Lo lleva de la mano con pisadas como para no despertar un bebé. Nemesio la sigue cual niño que comienza a dar sus primeros pasos cogido de su madre. Dirígense por el corredor hasta el fondo. En este transcurso, las momias y el sepelio, en pesadillas soñadas, le atacan la memoria; sus extremidades comienzan a temblar, tornase huraño.

Continúan. Ella, muy ceremoniosa, marca las pisadas con exagerada suavidad. Él, callado, trémulo, aferrado a la mano de la mujer, trata de soltarse, la Misericordia se lo impide. Ascienden por unas escalas de madera, en su parte superior dos candelabros proyectan su luz en sombras parpadeantes que medio iluminan una galería profunda. Momias y momias, perfílanse en las sombras.

Al hombre lo sobrecoge el terror, trata de devolverse, pero la mujer lo hala de la mano y con sus ojos más desorbitados que nunca, le hace señas para que silencie el estruendo de sus zapatillas contra el maderal del piso. Una luz rojiza escapa por la puerta entreabierta de un cuarto al fondo de la galería. Llegan, la Olivella deja escapar una alcahueta risotada, abre un poco más la puerta y con cierto ímpetu empuja al hombre hasta el interior, da un portazo y se aleja emitiendo risotadas.

Recostada en el espaldar del lecho, con una pierna encogida y otra estirada, Encarnación Romero luce un vestido de muselina blanco de dos piezas, la falda, muy amplia, le baja hasta la mitad de la pierna, la blusa, corta, pero sin sisa, le deja en su hondura descubierto el ombligo.

A la derecha del tálamo, sobre la mesa de noche una lámpara ilumina con dificultad la estancia configurando una atmósfera umbría aromada a sándalo. A la izquierda, en otra mesa, cubierta en terciopelo fucsia, descansa un florerillo que da soporte a un largo tallo de botón de rosa a punto de abrirse.

Al cuarto también lo amuebla una mecedora esterillada, un espejo ovalado de gran dimensión y una pintura al óleo, de mérito artístico, representa una mujer desnuda recostada sobre una roca frente a un mar turbulento, sus senos los cubre con su extendida cabellera y con un brazo oculta, con cierto recato, el pubis.

Hombre y mujer permanecen inmóviles. Pasan segundos, minutos, el tiempo es eterno. Al fin, la dama adopta un suave movimiento, acaricia su cabello, lo lanza hacia atrás, seguidamente hacia adelante, no mira al caballero. Nemesio titubea, no sabe si avanzar hacia el tálamo o salir corriendo, se petrifica. En su indecisión opta por acomodarse en la mecedora.

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Encarnación Romero levantase del lecho, da tres pasos, queda frente al espejo, aflora música de flauta con sabor hindú, lleva su danza con mero movimiento de tronco, con toque flamenco agita brazos y manos, remata con un peculiar batir de caderas, tal vez el secreto de sus efluvios de lujuria. Sus labios gesticulan placer, su garganta ruge de emoción. En medio de sus cadencias desliza desde el rostro sus manos en caricias de narcisa, hace énfasis en los senos y en el pubis y desciende hasta las uñas rosa de los pies.

Tronco y caderas se agitan en torbellino, descubre su dorso y arroja la blusa al lado contrario de la ubicación de la mecedora, cae el sostén. Zurulladas en un rincón sobre la alfombra roja, las prendas anuncian la semidesnudez de la dama. El espejo extasiado refleja unos senos bien contorneados, Se detiene un poco e inclinando la cabeza deja que su cabellera se divida en dos mechones. Éstos le cubren la voluptuosidad de cada seno hasta el pezón.

La mujer continúa su espectáculo sin mirar al hombre, sólo se dirige al espejo, sólo se entrega al espejo. Bate sus caderas, suelta el botón de la falda, en torbellino estira sus brazos. A sus pies, en dobleces, cae la prenda. Con un ademán de total desprendimiento la arroja lejos, cae adyacente a las otras. El rincón de las prendas denuncia una mujer a flor de su sensualidad. El espejo refleja con pasión unas piernas algo gruesas, pero bien proporcionadas, en la escasez de luz reluce su color moreno. Una cicatriz de gran tamaño que le afecta una rodilla y parte del muslo no logra opacar la provocación.

La meretriz, cubierta sólo con su más íntima prenda, confeccionado en tela blanca con lunares rojos, continúa frente al espejo, objeto y sujeto que sólo parece existir para ella. Exaltada en atributos a Eros, toda su humanidad en acopio de encantos en su máxima ardentía es duplicada en éxtasis por el espejo, cuan largo como la pared. El ‘streap tease” se aproxima a su clímax.

A cada instante afloran sensualidad y lujuria de sus movimientos con más prodigalidad. Acaricia y acaricia su cuerpo, enfatiza en pubis y senos. Ahora, Encarnación Romero procede a despojarse del último vestigio de su atuendo, agachase un poco, saca un pie, seguidamente el otro, con su extremidad inferior derecha lanza la prenda en dirección a las otras. El rincón delata la desnudez completa de la dama.

“La Castigadora” suspende caricias y movimientos, observa la mecedora mecerse sola. En la mesa del terciopelo fucsia y pisada con el florerillo de la lánguida rosa, encuentra un dinero y en el revés de una factura de la Compañía Naviera del Magdalena, una nota: ¡MOMIA, NO ME ATRAPARÁS!

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LA TRÁGICA HISTORIA DE “EL VEGETARIANO” Y SU COFRADÍA DE LA TEMPERANCIA Donde se cuenta cómo murió don Peleón de Valdrivia y cómo nació un pueblo rico y cómo terminó pobre y lleno de huecos.

Transcurre el siglo XVI por su mediana edad. Después de caminar meses por entre selvas y de dar sepultura a muchos que sucumben de hambre y frío, y por sentencias del jefe ante nimias faltas, llega la expedición a territorio de Nutabes y Katíos. El peninsular Peleón de Valdrivia con 100 hombres y poco avituallamiento, había emprendido la osada aventura de encontrar tierras auríferas en estos lejanos predios de su majestad el rey de España.

En una planicie de mediana dimensión, que sirve de base al empinamiento de cordilleras inconmensurables encrespadas de nubes, y con filos donde cabalgan en su virginidad y humedad la infinidad de los montes, Peleón y sus sobrevivientes arman ranchos con hojas y palos para dar reposo a las fiebres y tregua a las peladuras para que cicatricen. Valdrivia pronto se da cuenta que ha llegado al filón que buscaba, en los desmoronamientos de los promontorios y en las aguas de los riachuelos ve el dorado que se asoma con generosidad. También observa a unos huidizos pobladores que cree someter con facilidad Peleón es hombre aficionado a la pendencia y a ver correr la sangre ajena por sus propias manos. Por temor a morir descuartizados en una de sus soberbias, la mayoría de sus secuaces huyen y se pierden por los riscos sin dejar rastros. Le toca, entonces, menguado de fuerzas y de hombres, sostener encarnizada lucha con los aborígenes. Los despojos ruñidos del cadáver demuestran la tendencia caníbal de la tribu.

No obstante la sed de oro, por temor a la antropofagia, hubieron de pasar más de dos siglos para que llegara de nuevo una expedición al sitio donde fue engullido el pendenciero Valdrivia. A finales de la centuria número dieciocho se establece allí un grupo de colonos comandados por un tal Uracio Billante. De los caníbales encuentran, apenas, vestigios, pero del precioso metal hay tanta cantidad lo mismo que de vegetación, que denominan “Monterrico” al sitio.

Y llega el día y la hora de fundar un nuevo poblado. Se construye capilla y de conformidad a las instrucciones del Oidor y visitador de la Provincia, Justino

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Tacano, un comisionado hace el repartimiento de las tierras. Se asientan 30 familias, las mujeres siempre parturientas. El oro atrae nuevos habitantes. En pocos años la nueva fundación cuenta con más de tres mil cristianos, dedicados, en su mayoría, a mecer en bateas el agua del río y a derribar, a punta de barra y hacha, montañas y árboles.

Pocas calendas recorridas lleva la vigésima centuria. Establécese en Monterrico una compañía inglesa dirigida por un tal mister Mour, llamada “la Golden Mour”. Con la empresa incrementa la población hasta el hacinamiento, se edifica cárcel y hospital, aumenta en espacio y ornamentos el templo. Las demandas de licor y sexo dan apertura a la primer cantina -prostíbulo.

Esta y otras compañías con olfato aurífero que se acumulan en la zona, socavan y deforestan los terrenos. Ya no son montes los contornos de la planicie donde los aborígenes sazonaron a Peleón, sino desiertos cenagosos plagados de huecos y bichos.

Y a mediados de los años 70 del siglo XX, al igual que inescrupulosos le sustraen los dientes de oro a un cadáver, los mineros extraen las últimas pepitas del rutilante metal a las tierras en grietas de la ya bicentenaria población. Y así comienza Monterrico su inevitable hundimiento, como si las entrañas de la tierra quisieran recuperar todo lo perdido.

Donde se cuenta quien fue Pasifloro Arbejo en Monterrico Una tarde abrileña de 1960, mientras la neblina opaca y adormece las dos torres ladrilludas del templo - que se levantan como falos enhiestos implorando pasión al cielo en medio de unos aires que aletargan y congelan todo cuanto existecamina con parsimonia por el atrio un ser trajeado de cachaco a cuadros, con corbatín y un parche a manera de pirata en su ojo izquierdo.

El cristiano en mención, de asignación bautismal Pasifloro Arvejo, ingresa a un inmueble situado al extremo del atrio, donde ejerce su oficio de reparador empírico de radios y otros artefactos eléctricos.

Este hombre tiene su historia que contaremos en presente. En el marco de tapias sigludas, y en medio de tablones dispuestos a manera de estantes atiborrados de trozos de radios, fogones y planchas, Pasifloro predica con vehemencia los beneficios de la dieta vegetariana, y con demora que desespera a sus clientes, recompone con su técnica empírica decenas de electroaparatos.

Enjuto y semicalvo, Arbejo muestra un aspecto bonachón y afable a pesar de mantener apagado a perpetuidad su ojo izquierdo, que cubre con un parche blanco.

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Es hábil para todas las artes y oficios, pero invierte, o mejor, derrocha su inteligencia, en la escritura de un libro sobre el vegetarianismo y la eterna juventud, que por una mala jugada del destino nunca llega a la imprenta.

Al caminar, dirige sus pasos con ceremonia como demostrando sapiencia, acentúa su voz con tono de profeta, que combina con sus gestos de predicador como creyendo recibir mensajes del cielo. Su carácter va bien con su indefectible indumentaria: pantalón y saco a rayas o cuadros en colores diversos, que cubre con su delantal blanco de trabajo, zapatillas encharoladas y su colección de corbatines, oscuros y de fondo entero para la semana, y de colores y estampados para domingos y días de fiesta.

Donde se cuenta lo que le sucedió a Pasifloro en la guerra y lo que aprendió en ella.

La fragata Almirante Padilla zarpa de Cartagena, el primero de noviembre de 1950, repleta de soldados colombianos. Va rumbo a las costas del Asia, para luchar a favor de Corea del Sur, amenazada por las beligerantes “reivindicaciones” de Kim IL Sung, de Corea del Norte, y por los tentáculos stalinistas.

Arbejo es uno de los viajeros, y no obstante haber llegado con un ojo de menos de esas tierras de Oriente, importa el amor a su oficio y los lineamientos que marcarían el resto de su existencia. Sin dejar de demostrar deleite y jactancia, Pasifloro refiere anécdotas de la guerra a sus clientes y amigos.

“Una noche de lluvia y tinieblas avanzaba nuestra tropa por un promontorio boscoso en las colinas circundantes de Kumsong. Allí teníamos en mira al enemigo.

La estrategia era sorprenderlo en la oscuridad, nos arrastrábamos por el fango. No era dado hacer el más leve ruido ni utilizar lo mínimo de luz. Después de escuchar el ruido como de un tronco de árbol que se resquebrajaba, seguido de un murmullo de voces en lamento, nos tocó quedarnos paralizados en el suelo. Pasaron los segundos, los minutos y hasta las horas y nadie se movía. En los alrededores percibíamos las pisadas del enemigo.

“De súbito, nos sorprendió una luz de bengala, o un relámpago sin trueno. Al instante, escuchamos una barahúnda de voces humanas mezcladas con rugido de bestia. Fue como una alharaca de aquelarre. El terror cundió. El exceso de quietud nos produjo calambres y nuestro silencio se interrumpió por el leve ruido de quejidos y movimientos. Ahora sí nos van a descubrir, pensé.

“Sentí luego una explosión que me lanzó con ímpetu por el aire. Recobré la conciencia cuando apuntó la claridad del día, opacada para mí. Había amanecido

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con una grave herida en el ojo izquierdo, y lacerado de esquirlas por toda mi humanidad.

“La tropa se había retirado. A mi lado yacían los cadáveres, mutilados y ensangrentados de cuatro de mis compañeros. Sin fuerzas y sin poderme levantar del fango, traté de encontrar, sin lograrlo, otro ser con vida. Sentí, en medio del abandono, alejarme de la vida y acercarme a ese más allá desconocido. Perdí la conciencia, fue como llegar al fin. De pronto, recuperé el sentido y me vi auxiliado por los cuerpos de socorro.

“Fui trasladado a un hospital de campaña. Allí me extrajeron lo que me quedó del ojo, y me cercioré de que la explosión fue a causa de una granada, accidentalmente detonada por uno de mis compañeros. Pasado cerca de un mes de convalecencia, me enviaron de regreso, en compañía de otros combatientes lesionados”.

Algunos meses después del regreso de Pasifloro, se firma el armisticio que pone fin a la guerra. Más de un millón de personas han muerto en la conflagración.

Ambas Coreas quedan devastadas y 20 millones de civiles reducidos a la miseria.

639 bajas, entre muertos y heridos, prisioneros canjeados y desaparecidos fueron la cuota triste de Colombia en aras de la libertad de Corea de Sur contra la ofensiva militar de Corea del Norte, Rusia y China que con fines expansionistas la invadieron por el Paralelo 38 tomando el control de Seúl, su capital.

Pero el ex combatiente no sólo refiere a sus contertulios de las penalidades de la guerra; también habla de otros temas: - me hice muy amigo de un coreano - le repite a diario a amigos y vecinos- que me proporcionó la receta para la eterna juventud. Vean amigos - insiste con su tono de profeta- es muy sencilla y efectiva: consiste en comer ajo, comer ajo y ¡mucho ojo! no consumir nunca carnes rojas ni ingerir bebidas alcohólicas y evitar a toda costa el tabaco.

El hombre del ojo de menos recomienda y recomienda comer ajo, consumir carnes sólo de pescado o pollo, o aconseja suprimirlas todas, porque éstas, según fidedignas teorías orientales, envenenan y quebrantan el cuerpo lentamente.

Muy fiel a los consejos de su amigo coreano conduce su existencia el empírico técnico de artefactos eléctricos, lo que le hace merecedor del remoquete de “El Vegetariano”. Consume ajo cada media hora y sus tres comidas diarias son cocimiento de acelgas, espinacas, coles, lechuga, repollo, cilantro, perejil, cebolla, y de todo cuanto haya comestible en el reino vegetal. Pollo y cerdo jamás, apenas pescado y sólo en las vigilias de cuaresma; el licor y el cigarrillo ni en ocasiones especiales.

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“No olvide el ajo, don fulano; no olvide el ajo, doña fulana”, reitera a diario Arbejo a quien conversa o saluda. Y ante ciertos recatos de damas pudibundas, recomienda masticar perejil o apio crudo, enjuagues de alhucema o limón y té de eucalipto, para evitar el hedor bucal, que es como el pago por las virtudes del ajo milagroso. Levantando sus brazos y su único ojo al cielo, “El Vegetariano” exclama y se ufana del prodigio de su salud, de su presión arterial, de sus pocas gripes y alergias. En realidad, a parte de una leve palidez y de su contextura algo delgada, Pasifloro en su avanzada cincuentena se ve saludable y animoso.

De cómo influyen en Monterrico los consejos de “El Vegetariano” La vehemencia de “El Vegetariano” hace mella en el transcurrir existencial de la mayoría de los pobladores de Monterrico: baja ostensiblemente el consumo de licor y cigarrillo, al igual que de carnes vacuna y porcina. Ciérranse bares y carnicerías. Sus propietarios, acosados por la recesión, se ven obligados a cultivar repollos, zanahorias, remolacha, maíz y otros vegetales, aunque con gran disminución de las ganancias.

También descienden en el hospital de Monterrico, consagrado a Santa Concha de Cuasia, las consultas por problemas de lombrices y gusanos y otros especímenes afines, que vivían acostumbrados a alojarse sin permiso en el interior de estómagos e intestinos de adultos y pequeños, produciéndoles prurito y diarreas. La hipertensión, tan recostada en los ancianos, también se hace escasa en las estadísticas epidemiológicas del Santa Concha.

Asombran los magníficos resultados de la dieta de “El Vegetariano”. Lo llaman enviado del cielo y sus consejos y palabras son artículos de fe. Se masifica el vegetarianismo en Monterrico, y para complementar la saludable dieta, un buen número de insignes señores, a la cabeza del reverendo padre Insencio Resandez (cura párroco) y del muy frugal Pasifloro, deciden fundar una sociedad de la temperancia.

A tal congregación le trazan dos sublimes propósitos: orar y vencer las nocivas tentaciones de la carne como provocadora de gula y lujuria, con miras a llegar al cielo y a la santidad por el camino de la mortificación.

Donde se hace una semblanza del dignísimo prelado con cuyo nombre se bautizó la salutífera congregación El excelentísimo monseñor y doctor Ostinio Homilio Santiño, obispo de la diócesis de Santa Sufrilia de las Espinas, en hedor beatífico, exhaló su postrer

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estertor el 4 de febrero de 1962. La vida del ilustre finado fue ejemplo de virtud, templanza, disciplina y rigor.

El excelentísimo, había iniciado sus vicisitudes de guardián celoso de la fe a principios del siglo XX como cura de varios pueblos de las riberas del caudaloso caucasio, fundados por don Andariano de Rodas en la centuria XVI. A estos parajes, ardidos por un sol inclemente y escalofriados por torrenciales lluvias, que anegaban chozas y cultivos, llegó el abnegado Ostinio Homilio, recién ordenado y en plena juventud, para desafiar al demonio que acechaba almas sin evangelio y a los bichos y serpientes que rondaban aldeas y caminos.

El reverendo Santiño, no sólo evangelizó a millares de almas primitivas y desamparadas, sino que fundó la población de Santiñales, así como varias comunidades religiosas, unas dedicadas a la contemplación, otras, a hacer misión en tierras olvidadas por mundo y cielo.

Y así como sus sermones fueron dogmas, sus dogmas fueron sermones.

Combatió con ahínco todo pecado y todo lo que no se acomodó a su anti-ecléctica interpretación de los sabios papiros. Muy nostálgico por la abolición del sacro oficio, utilizó las pocas armas disponibles contra los amigos de la impiedad, como la excomunión, las maldiciones, la negación de sacramentos y otras de parecida catadura.

Pero es injusto no señalar que el piadoso Ostinio Homilio también fue pródigo en indulgencias, jubileos y limosnas. Gracias a su gran celo y a sus efectivas armas, sus sermones o dogmas encontraron pocos cuestionamientos, sólo en algunos (muy pocos, a decir verdad) librepensadores, los cuales fueron debidamente “pulpitiados”, amenazados de excomunión, (aunque no comulgaban) y señalados como masones para que nadie osara arrimárseles.

El dignísimo prelado tuvo el mérito de no dejar salir del redil a miles de ovejas potenciales de descarríos ante las arremetidas de teorías foráneas, como el utilitarismo, la dialéctica, el materialismo histórico y otros apócrifos que trataban de pervertir a la humanidad. Aunque no dejó de consumir carne y de tener ganados, fue muy parco en el comer y el beber, riguroso consigo mismo y sus semejantes.

Durante casi media centuria de vida sacerdotal, siempre llevó un silicio en el abdomen para atormentar sus carnes “pecadoras”.

“Sociedad de la Temperancia Monseñor Ostinio Homilio Santiño”, tal es el nombre que el reverendo Resandez, el vegetariano Pasifloro y sus piadosos seguidores, dan por unanimidad a su cofradía, como exaltación y reconocimiento a tan beatífico prelado fallecido en aquellos días.

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Donde se explican los requisitos para ser miembro temperante y donde se hace referencia a otros aspectos de tan paradigmática sociedad De tal cofradía no se conservan archivos. Su último miembro falleció en 1970 atacado por el colerín. Gracias a un pariente del finado, que pidió no revelar su nombre, se pudo saber más acerca de esta congregación.

Entre las inhabilidades para ser miembro de tan digna sociedad figuraban: ser hijo natural, pertenecer al partido político diferente del que militó monseñor Santiño, haber sido presidiario o ser dama. Ellas, por derecho propio, podían ser temperantes sin pertenecer a la congregación, según prédicas del padre Incensio.

Si alguien deseaba ingresar, primero tenía que asegurarse de no estar cobijado por ninguna de las inhabilidades, pues no había apelación o tutela que valiera; segundo, enviaba la solicitud de ingreso donde expresaba que, de tener la honra de ser admitido, cumpliría fielmente y sin restricciones con el reglamento.

Debía, además, consignar un compendio de sus devociones y de todos sus sanos principios. Así mismo, era obligatorio plantear varias propuestas dirigidas a exaltar y honrar la abnegada existencia del excelentísimo Santiño.

La mayoría se limitó a escribir odas, poemas y panegíricos. Sólo uno propuso que se comenzará a gestionar ante la sede sacra la santización. Cabe mencionar que hasta ahora (año 2050) no se ha comenzado ni la parte beatífica.

Las escrituras elegíacas desaparecieron misteriosamente. Una verdadera pérdida para la literatura y la apologética parroquial.

Una vez aceptado el nuevo cofrade, se procedía a la ceremonia de iniciación. En ella, el padre Resandez, ataviado de sobrepelliz y estola, y los demás miembros con hábitos blancos, en medio de rezos e inciensos tomaban los votos de austeridad al neófito. La ceremonia comenzaba a tempranas horas de la noche y concluía casi hasta la madrugada.

Tales votos implicaba, entre otras acciones, renunciar a perpetuidad, mediante juramento solemne, a ingerir todo tipo de licores excepto vino consagrativo (pero sólo en las exaltaciones) y a no fumar tabaco o cigarrillo. Los cofrades casados, hacían votos de inquebrantable fidelidad a sus esposas, y los solteros, a santificar su vida en el sagrado estado del celibato. En cuanto al ajo y al vegetarianismo, no se precisaba de los solemnes votos, pero se exigía como disciplina del grupo.

El primer y último viernes de cada mes, los cofrades se disponían a trasnochar en oración. En la trastienda del taller de “El Vegetariano”, a la cual tenía acceso directo el padre Resandez a través de la sacristía, se congregaban en

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rezos, hablaban bien de monseñor y del ajo y mal del licor, de las carnes, del cigarrillo y de todos los cristianos que los consumían.

De cómo se volvió de pacata la vida en Monterrico y de lo que le sucedió al doctor Receto y a su jumento.

Solamente una cantinita (el café de don Licorio Cigarral) y una carnicería (la de Los Gordos), sobreviven a los embates de La Temperancia. La mayoría de los parroquianos, así no pertenezcan a la santa congregación, se limitan a dedicarse a sus oficios, a alabar la divinidad, a rogar por una posición privilegiada en la eternidad, y a pedir clemencia por los pecaminosos.

Una hora luego de comenzar la noche, los monterriqueños, casi en pleno, duermen, después de ocupar sus estómagos con una vegetariana cena, y de entregar en rezo el trisagio al Altísimo. A las 4 y 30 de la madrugada, el consuetudinario tañer de las campanas del templo, estimula con sus ondas el tímpano de los durmientes, quienes en un santiamén dejan cobijas y sueños, para llegar puntuales al oficio de las cinco, primera actividad de la rutina, muy santificadora, de cada día.

El rocín se estremece y trastabilla, pero se mantiene en sus patas. El jinete no resiste el impacto de la culebra eléctrica que lo ataca en medio de la tormenta.

El lodo del suelo le amortigua la caída de bruces, pero la lengua se le ha atragantado en el esófago; el rostro se le ha renegrido y los ojos se le han tornado blanquecinos. Se trata del médico de Monterrico, Receto Curino, quien en cabalgadura prestada se dirigía desde el campo al pueblo. La noche iba por la mitad y la lluvia arreciaba cuando el galeno enfrentó la tortuosidad del camino para el regreso. Cumplía con su misión de llegar hasta el lecho donde se eleva la plegaria quejumbrosa, y donde sin fuerzas para moverse y sin dinero para un traslado, yace exangüe el enfermo.

El sepelio es la medida del inmenso cariño de que goza el finado. Las flores en coronas se cuentan por centenares; las personas agradecidas, por miles. El doctor Curino dedicó su existencia a recetar, a curar, a operar, y sin remedio le correspondió, no sin dolor y sentimiento de impotencia, anunciar muchos desahucios.

Lo sorprende la letal centella cuando su edad sólo había pasado dos años del medio siglo. Fue un dejado del matrimonio, de muchas canas y pocas arrugas, dedicado a sus gentes y al estudio constante de la medicina. Nunca participó en las juergas del Café de don Licorio, ni presentó solicitud de ingreso a la “Sociedad de la temperancia Monseñor Ostinio Homilio Santiño”. Tal fue su vida.

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Donde se habla del sucesor del doctor Curino y donde se prueba que toda parte tiene su contra-parte.

Corre el año 68 por su séptimo mes, a la capital de la República llega el Sumo Padre, a Monterrico un nuevo habitante. Su nombre: Linfosio Dicacín, profesión: médico cirujano. Es, precisamente, el reemplazo del muy recordado y ungido de filantropía, doctor Receto Curino, fallecido unas semanas antes por causa ya expuesta. No transcurre mucho tiempo para que al nuevo facultativo adquiera prestigio y aprecio como su antecesor.

Su estatura destacada, su nariz extendida y sinuosa, sus ojos de marcada profundidad y claridad y su aspecto juvenil, constituyen los rasgos físicos más notorios del doctor Linfosio. No obstante el aprecio de que es objeto, comienza a atacarlo el tedio. Monterrico se hace soso, quieto y gazmoñero para su temperamento alegre, festivo y algo bohemio.

Es así como, antes de pedir traslado, se empeña en conformar un grupo menos ascético y abstemio que el que figura con el nombre de monseñor Santiño.

Afortunadamente, no tarda en encontrar alegrías reprimidas y ánimos inconformes.

Comienzan, entonces, a efectuarse reuniones en el bar de don Licorio en función de tertulias, canciones y poemas.

Se reúnen dos o tres veces por semana. En tocadiscos escuchan boleros de los tríos y duetos de moda, o canciones en la guitarra y voz de Cantonio Lira, gigantón bozudo y esquelético, algo haragán, que bebe a cuenta de sus dotes de músico. El doctor Dicacín y otros de sus contertulios, con ínfulas de poetas y declamadores, inspiran sus acentos en poemas del famoso Pormirio, de Pulio Jlórez y de Abunción Gilva. También recitan sus propias producciones.

Y en poco tiempo este nuevo grupo, el de los “pecaminosos “, como lo llama el padre Resandez, adquiere notoriedad. Los señores temperantes hechos unos energúmenos le atribuyen la autoría de unas coplas cargadas de irreverencia que circulan con clandestinidad de mano en mano (y tiempo después de boca en boca): Yo confieso francamente que no alcanzo a comprender qué llegaremos a ser sin este vicio inocente, porque creo firmemente que este pueblo sin licor sin baile y sin chicharrón será un fuego sin calor, especie de sol sin luz,

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un Santocristo sin cruz y una madre sin amor Dime: ¿Habrá mayor suplicio en esta azarosa vida, que vivir siempre en sano juicio sin parrandas, sin bullicio, vivir como en un osario, o si quieres, cementerio rezando por siempre el salterio o por lo menos el rosario?

Los Catíos y Nutabes fueron los antecesores de estos señores tan orondos y tan graves que temperan, bien lo sabes.

Y bebieron chicha con deleite nuestros salvajes abuelos, ¿ignoran sus nietezuelos que hay una ley de atavismo?

Que el licor es el elemento que acababa con la memoria, con la dicha, con la gloria, con la paz, con el talento, rebuzna cualquier jumento falto de juicio y de calma que ya de allí en adelante sólo por ser temperante no le sienta bien la enjalma. ¿ Qué sería del mundo entero si mi Dios reduce a cero los pecados capitales?

Nada, la vida es muy corta y el más allá una quimera.

Gozar de alguna manera es lo que más nos importa por eso mi alma te exhorta a beber ron y anisado así sea poco y moderado porque no es difícil ver

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que el hombre sin beber es animal mortificado.

De lo que le sucedió a “El Vegetariano” y de los misterios que comenzaron a rodear su vida

Poco después de celebrar con pocos bombos y platillos, pero sí con muchas penitencias y ayunos, el primer aniversario de la santa congregación, don Pasifloro “El Vegetariano” no vuelve a salir de su casa. Las puertas de su negocio no se abren. Los primeros y últimos viernes, su asiento en la trastienda queda vacío, todos los temperantes tienen que ingresar a través de la sacristía.

Pero como siempre sucede cuando no hay certidumbre de un asunto, las mentes se estimulan, la imaginación se expande, las especulaciones se multiplican.

Unos comentan que está loco, otros que no, que lo que está es enyerbado; otros dicen que atraviesa por una precariedad pecuniaria y se esconde de acreedores, que... En fin, nadie, ni siquiera sus compañeros de La Temperancia, saben a ciencia cierta del rumbo que ha tomado el destino de Arbejo.

De cómo los curiosos temperantes e intemperantes se acercan a la casa de Pasifloro para indagar por su estado, y de qué manera son devueltos de la puerta.

Inquietos por la prolongada ausencia de Pasifloro, un grueso número de personas, divididas en dos grupos (uno lo comanda el padre Resandez; el otro, el médico Linfosio), deciden ir a indagar a la propia residencia del susodicho. Los primeros en llegar son los temperantes dirigidos por el sacerdote de breviario y crucifijo en mano.

El cortejo de estos crédulos hombres sólo llega hasta la puerta. La abnegada Resignalia Dorloya, esposa de Pasifloro, con embarazosa cortesía devuelve el solemne grupo con el argumento de que su esposo se encuentra en ejercicios de meditación trascendental, que lo obliga a alejarse todo lo posible del contacto con sus semejantes.

Misia Resignalia responde con monosílabos las múltiples y tumultuosas preguntas de tan distinguidos visitantes, a quienes agradece, en tono apagado y corta de palabras, la gran preocupación demostrada hacia su esposo. Con la mayor prudencia cierra la puerta.

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El reverendo Resandez regresa a su templo seguido de sus fervientes acompañantes rojo de la soberbia por tan indigno desplante y convencido de que Arbejo no realiza ningunas meditaciones trascendentales.

Horas más tarde llegan los intemperantes, con presencia de algunas damas, dirigidos por el doctor Linfosio de estetoscopio al cuello. Como es de suponer también les cierran la puerta, pero sin tanta prudencia.

Donde se observa el ingreso de dos personas a la casa de “El Vegetariano”, y de cómo se trata de develar el misterio.

Los días transcurren y el misterio bulle. Todos piensan que un hecho reciente le dejará caer el velo al enigma. Los habitantes de Monterrico, muy inquisitivos, se percatan que de manera subrepticia, dos personas, uno temperante, el otro intemperante, precisamente los que dirigieron la fallida “incursión” a la casa de “El Vegetariano”, lograron ya su objetivo. Tales personalidades se ven bombardeados de preguntas sobre el intrigante caso, pero el misterio continúa. El cura, como guardando el sigilo de la confesión, nada dice; el médico, caracterizado por ser demasiado lenguaraz, ni en las noches de ebriedad afloja luces.

Las visitas de estos personajes a la casa de Arbejo se hacen cada vez menos subrepticias y más continuas, y hasta todo Monterrico se da cuenta de que nunca coinciden las visitas del cura del alma con la del cura del cuerpo. El mutismo conservado en ambos, enardece con nuevos bríos la imaginación individual y colectiva de los monterriqueños.

Las lenguas especulan: que “El Vegetariano” tiene el diablo adentro y se le hace un exorcismo, que lo que tiene el hombre es una enfermedad altamente contagiosa, contraída en Corea.

Pero no sin sutilezas, los monterriqueños siguen inquiriendo al cura y al médico sobre la suerte de Pasifloro, el primero dice que lo visita para asuntos de confesión, el segundo, muy evasivo, expresa que le hace un tratamiento a una dolencia reumática.

Donde se hace referencia al descubrimiento del misterio y de cómo dos parroquianos evitaron crueles sufrimientos con lo que se aumentan según la lógica.

El bar del don Licorio es el escenario donde comienzan a caer las murallas de silencio y misterio. En la mañana, abatido en su sobriedad, el doctor Dicacín

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concluye que la verdad por más que se oculte siempre aflora. En la noche, enardecido en su ebriedad, decide hablar. La bohemia comienza con un bolero en la voz de Cantonio. Luego hay conversaciones sobre idilios y desengaños, declaman el poema “Nocturnia”, de Abunción Gilva; y “El canto de la triste Vida”, de Pormirio.

El licor aviva los espíritus, exalta los sentimientos, poetiza las tristezas en nostalgias para hacerlas casi placenteras, con fondo de música y poemas. La pregunta indefectible también llega y, al fin, el intemperante médico casi con la misma entonación con que acaba de declamar un verso cargado de congoja, comienza a entregar su secreto.

“A Pasifloro, “El Vegetariano”, el ajo y su régimen le han sido útiles, pero su provecho le ha resultado contraproducente. Les explico: el comer ajo, no conozco la razón científica exacta, mantienen el ritmo cardiaco y la presión estables, previene el cúmulo de colesterol y otras sustancias nocivas en la sangre y evita la reproducción de parásitos en el sistema digestivo.

“La dieta vegetariana mantiene aun más estos niveles de protección, pero implica un riesgo; al suprimir totalmente el consumo de carnes, el organismo deja de percibir proteínas y otros nutrientes necesarios en el metabolismo y en la producción de anticuerpos y defensas, que no pueden suplir los vegetales por más que se quiera hacer creer.

Sin interrumpir y absortos, los contertulios escuchan: - “Don Pasifloro se encuentra en estos momentos postrado a causa de un carcinoma óseo. Son terribles sus dolores y los analgésicos poco le obran. A pesar de la edad, su pulso y presión se mantienen en niveles normales.

“En este y otros tipos de cáncer, así como en otras enfermedades incurables como la artritis deformante, la lepra o la tuberculosis, el corazón se detiene antes que la enfermedad avance hacia su estado más crítico y cruel. La falla cardiaca, hay que decirlo con frialdad, le evita así infinidad de sufrimientos al paciente.

“Veo muy remota esta esperanza en “El Vegetariano”, su corazón se resiste y funciona como el de un joven sano. El ajo, el ajo lo tiene así - medita un poco, apura un trago y continúa con su acento teñido de tristeza - “Queridos amigos, la vida tiene sus ironías y a veces la medicina resulta paradójica y hasta contraproducente. ¿Recuerdan ustedes a don Ronio Argáez? - Todos asienten con la cabeza - él padeció de artritis deformante, la más cruel que me ha correspondido observar. La droga y sus antecedentes de tomador, le ocasionaron una sobrecarga hepática que le produjo el fallecimiento prematuro, según el avance de la tormentosa dolencia, evitándole así grandes suplicios.

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“¿Recuerdan, también, a la señora Humelia Gotaña? – y asienten de igual forma- En una procesión de San Crustodio, cayó desde un muro del atrio por acción del empuje de la turba ferviente, sufrió fracturas en sus extremidades con heridas abiertas, y al igual su cráneo recibió un golpe que la dejó amnésica.

“La diabetes que padecía impidió la cicatrización de las heridas que se volvieron putrefactas y gangrenosas. Nos disponíamos a amputarle ambas piernas cuando se produjo su deceso a causa de un paro respiratorio. La señora Humelia fue fumadora consuetudinaria” El médico se silencia un momento. Meditativo y como llevado por un impulso íntimo, continúa: “Prolongar la vida en ciertos casos es prolongar angustias, infligir suplicios, es lacerar almas y cuerpos, no sólo del enfermo, sino de sus dolientes.

- El escuchar de los contertulios apenas se interrumpe cuando apuran un trago. El galeno continúa: “En esta sociedad mojigata, la eutanasia, acto de piedad, de caridad y de humana consideración con el prójimo, es un crimen. La compasión duele, la impotencia tortura al ver los días y las noches de estos seres, clamando con lúgubres quejidos calma a los suplicios del dolor, y sin más esperanza que la muer... -pausada y con estrépito suenan doce campanazos que ahogan la voz del hablante-.

- Es horas de cerrar, señores - dice don Licorio, con tono respetuoso. Salen, entonces, cuasimudos al sereno de la calle.

EPÍLOGO En la víspera de la Noche Buena de 1969, “El Vegetariano” en un estado inadjetivable, entregó al cielo su alma y los amigos a la fosa sus restos de su lacerado cuerpo. El padre Resandez lo asistió con la extrema unción. Sus últimos medicamentos y cuidados, al igual que su sepelio, corrieron a cargo del doctor Linfosio. La señora Resignalia se le anticipó dos años, a causa del tétanos, después de que un dentista le extrajera una cordal enconada.

En el siguiente año, por decreto del archiobispo, el reverendo Resandez pasó a ejercer su ministerio a la sede diocesana, población, que a pesar de su poca pujanza, no amenazaba ruina. Algún tiempo después, se le concedió el título de monseñor.

La ausencia de sus dos principales líderes, así como la muerte por enfermedades carenciales de tres insignes cofundadores, debilitó a la “Sociedad de

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la Temperancia monseñor Ostinio Homilio Santiño”. No obstante, sobrevivió algunos viernes y dejó de existir.

El doctor Dicacín abandonó a Monterrico en 1971. Desde ese momento el pueblo se fue quedando sólo: se acabó el oro, se agotaron las fuentes de agua, la erosión desestabilizó calles y casas, nadie reconstruyó, la destrucción total fue inminente. El insigne galeno reside hoy en la capital de la República, donde se destaca no sólo como profesional de la medicina, sino como escritor, pero sigue siendo mal poeta.

Roedores de tamaño descomunal habitan las ruindades del camposanto, husmean a diario por la osamenta y demás parafernalia cementerial, constituyendo la máxima expresión del abandono. A Monterrico lo mató la escasez de oro y las grietas. En su derruimiento, el tapial de las casas marcan aún el trazado de las calles. Del Santa Concha de Cuasia, se resisten en pié algunos muros y techos, pero tan mal sostenidos que es perogrullada vaticinar que pronto serán polvo del suelo.

En su maderal casi deshecho, una ventana incrustada en una pared baharecuda, sin aleros ni techumbre, permanece como testigo mudo de la fuga de dos presos el 23 de febrero de 1970, últimos “huéspedes” del presidio. Como cadáveres yacen los montes y bosques que rodearon el pueblo. En su amarillento color y en sus profundas humedades, sólo los huecos y la deforestación manifiestan existencia en estas tierras. En hilillo de fango pervive lo que otrora fue río colmado de peces y oro.

Dos eucaliptos en la languidez de sus años, y un yarumo grisáceo de hojas desmayadas, sobreviven en el centro de lo que fue la plaza, lugar donde se cree que en el siglo XVI fue devorado por una tribu caníbal un tal Peleón Valdrivia. De una osamenta y dos cruces pétreas halladas durante la fundación, se desprende la conjetura.

En el sitio donde existió la plaza se yergue un arbusto de follaje morado, como de luto, donde anidan unas aves negras que emiten un graznido, devolviéndose en eco fúnebre al chocar contra las tapias en ruinas del templo, cuyas torres recién se vinieron al suelo cansadas de clamar pasión. En su abandono y soledad, Monterrico hoy es un ¡HOYOPOBRE!

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El Fantasma custodio del ataúd

E

n cuanto a mí respecta, sólo lo vi una vez,

pero decenas de parroquianos juraron haberlo visto en varias ocasiones. Según estas mismas lenguas, el espectro custodiaba un ataúd forrado en terciopelo púrpura. En su interior contenía: cuatro cirios, sendos frascos con formol y agua de colonia, un trapo largo, jeringa de vidrio, un paquete con algodones y un hábito café provisto de una gran figura de la Virgen del Carmen a la altura del pecho.

Se aseguró también, que los elementos mortuorios permanecían cubiertos con una tela negra en un rincón del cuarto de Gabrielito García, a la espera de darle reposo y atuendo, el día que el peso de sus años y achaques lo arrojara a la parca.

En la casa del fantasma mucho se madrugaba. ‘Hoy es sábado santo’, recordó Claudina al despertar. Menguada de energías, comenzó sus oficios de todos los días: primero preparar el desayuno para ella y su padre, luego alimentar el reino animal de su hogar, conformado por “Guardián”, el perro; “Pasiflora”, la gata; “Obispa”, la lora; “Cantor”, el sinsonte; y las aves del corral: cuatro gallinas cluecas, dieciséis ponedoras y ocho polluelos con su progenitora.

Al reino vegetal le dedicaba su tiempo en regar, podar, y abonar begonias, geranios, novios, azaleas, hortensias, josefinas y rosas. Así, como varios ejemplares de palmáceas y coníferas. Claudina siempre tan animosa y alegre estuvo decaída ese sábado santo, padeció escalofríos y mareos, cada oficio fue un sacrificio.

Una hora antes de llegar la noche con su oscuridad, el pueblo comenzó a cubrirse de neblina, como copos de algodón se posó en los techos, deslizose por las calles y llegó hasta los huesos de los parroquianos convertida en frío. Entre tanto, todas las aves comenzaron a refugiarse en sus corrales o en sus nidos.

“Obispa” se durmió parada en una sola pata; “Cantor” se encorvó sobre sí mismo para darse calor y metió la cabeza por el plumaje de su pecho; “Pasiflora” bostezó, estiró las patas y se entregó al sueño en su rescoldo de la cocina; “Guardián” buscó su rincón en la pieza de los aparejos,y se acomodó sobre la

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ruana deshilachada, que Gabrielito García le había puesto de nido desde su infancia cachorril.

La neblina, por un instante, despejó el reloj incrustado en la torre del templo. Tin, tin, son las ocho y treinta de la noche. Claudina muy somnolienta lavó los platos de la cena con agua caliente y preparó, como todos los días, la bebida de toronjil para su padre, quien desde hacía rato disfrutaba de las cobijas.

- Mija, te he notado enfermosa. Recuerda cubrirte muy bien para ir a la iglesia- le dijo el viejo mientras recibía la taza con la bebida humeante.

- Sí, papá, duérmete tranquilo. - repuso la mujer.

Esperó con paciencia que el anciano semisentado en la cama bebiera a pequeños sorbos. y con un “la Virgen lo acompañe siempre” se despidió del viejo.

El solar de mi casa lindaba con el de Gabrielito García. Sólo los separaban algunos arbustos de papayo y de brevo, y un anjeo roto, por donde continuamente se pasaban las ponedoras de uno y otro predio. Mi madre, cuando notaba que alguna gallina no era suya, la devolvía por encima del anjeo, tratando de que el animalito no sufriera mucho.

En una ocasión, se nos extravió la mejor de las ponedoras, y por su cacareo, Rosa Elvira, la muchacha del servicio, se percató de que estaba en el solar vecino, y me pidió que la acompañase a su rescate. De la mano me condujo a aquella casa. Una mujer, en el cruce de la frontera entre la juventud y una edad mayor, abrió la puerta. Vestía una falda larga de prenses, confeccionada con paño de cuadros, y una blusa, como de un color azul claro, abotonada hasta el cuello. Era Claudina, la hija de Gabrielito García.

Con amabilidad nos invitó a seguir. Era un hogar lleno de macetas floridas y de música de pájaros. Mientras las dos mujeres se dirigieron al solar por el ave extraviada, yo me quedé en el patio centrando mi atención en los saltos que el sinsonte de Claudina daba en su encierro. Luego, con mi mirada curiosa, di una ronda por la casa. En ese momento el viento, en uno de sus afanes, estiró una cortina de tela florida, dejando ver el interior de un cuarto. Ahí estaba el fantasma: un bulto negro, con forma humana, pero sin rostro, con sus manos extendidas hacía los lados hizo un movimiento de vaivén, como tratando de tomar impulso para darme alcance.

Corrí despavorido por las calles, llegué a la casa resoplando y tembloroso.

- En la casa de Gabrielito García hay un bulto negro - le dije a mi madre - Récele a las ánimas y no crea en bultos negros - me respondió.

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Esa noche no fui capaz de dormir solo, me acosté a los pies de mis padres.

De tiempo atrás, se comentaba en las esquinas, en los cafés, en las cocinas, en la iglesia y en todas partes, que en la casa de Gabrielito García habitaba un fantasma.

- ¡No ve, mamá, que sí es cierto! ¡Yo vi ese fantasma, yo vi ese fantasma!

- le repliqué a mi madre.

Claudina traspasa la cortina de tela florida, que separa el cuarto paternal del suyo. Busca un novenario en el cajón de su nochero. Arrodillase a un lado de la cama. A la luz de un bombillo, que guinda de una larga cuerda desde el techo, comienza a leer: ¡Oh! reina de las misericordias, inmaculada Virgen María, madre de Dios y madre mía, heme aquí postrada...

La mujer siente escalofríos, trata de continuar la plegaria recostada en la cama, pero el malestar y el sueño la dejan inmóvil con el novenario entre las manos. Los últimos campanazos para la misa de gallo, logran despertarla.

Aletargada se pone en pié, frótase los ojos, guarda la novena en su sitió, vela por instante el sueño de su padre, quien duerme plácido con un leve ronquido.

Se atavía de chal y manto, sale apresurada.

La calle, cubierta de neblina, luce desolada, sin un alma. Temblorosa, casi desfallecida, llega al umbral de la iglesia. Mientras masculla con la multitud el “Yo Pecador”, con el rostro pálido, muy lenta, avanza por la nave central. Trata de encontrar espacio en una banca, todas están ocupadas. En olor a incienso, opta por recostarse a una de las columnas, rematadas en arabescos con láminas de oro, características del decorado del templo.

El rumor de la muchedumbre ferviente se aleja de sus oídos. La abandonan los alientos, yace desvanecida sobre la baldosa fría. Penetra en un túnel, la atenazan la oscuridad y la soledad, padece. Hay una luz en el fondo, etérea traspasa la luminosidad, llega al sosiego, a la perpetua calma.

En San José de la Montaña - ese pueblo antioqueño gélido en clima, pensamientos y pasiones; de templo, de casas y de neblinas blancas; oloroso a leche, a pasto y a boñiga, nací y viví hasta la edad de seis años. Tenía unos once cuando regresé. Fue en la Semana Santa de 1967. El fantasma de la casa de Gabrielito García, todavía pervivía en mi memoria. ¡Nelly! ¡Nelly! ¿no sabes quien murió anoche en misa de gallo? preguntó sobresaltado Fabio Luis, primo de mi madre y anfitrión de la casa donde pasábamos las vacaciones semanasantinas.

- No, ¿quién? - respondió ella asustada.

Pues, Claudina, la hija de Gabrielito García - repuso él.

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Eran como las siete de la mañana, estaba cobijado a los pies de mi madre.

- ¿Mamá, qué quién murió? – pregunté.

- Murió Claudina, ¿la recuerdas?

En ese momento sentí la presencia del fantasma.

- Sí, mamá, la recuerdo. - respondí.

El tema del día en el pueblo fue el fallecimiento de Claudina en la misa de gallo. La gente iba y venía del velorio. Antiguas vecinas llegaron muy temprano a visitar a mi madre, hablaron y hablaron del asunto, de cómo murió y de cómo se hizo el levantamiento del cadáver en plena madrugada y en pleno templo.

Hicieron referencia a la compasión que inspiraba el nonagenario Gabrielito García, por la desaparición de su única hija y de su única compañía. Pero no se hacía referencia alguna a ese bulto negro con los brazos abiertos que se negaba a desalojar mi memoria.

Hasta que llegó Lía Lizcano, mujer pasada de años y de marido, lenguaraz y encopetada. Mientras disimulaba jugar en el patio, de su voz escuché: “Amigas a veces la vida resulta muy irónica, hoy le harán el sepelio a Claudina con el ajuar funerario que Gabrielito García tenía a su disposición hace quince años, ¡Ah! ¿Y recuerdan el viejo cuento del fantasma, que a la postre resultó ser un gran Cristo de madera cubierto con una trapo negro, destinado a tutelar el féretro el día de su ineluctable velorio?”. Las damas dejaron escapar una leve risa teñida de tristeza.

Ahí estaba el Cristo tutelar frente al féretro custodiado por cuatro cirios con sus llamas trémulas. Era una pequeña sala atiborrada de parroquianos. Me situé cerca a uno de los cirios y comencé a jugar con la esperma, mientras repetía mecánicamente los rezos de la concurrencia “Réquiem eterna dona est domine, requiescat in pace, amén. Dadle, señor, el descanso eterno y que brille para ella la luz perpetua”.

Un impulso inexplicable me aproximó al ataúd. La capucha del hábito le daba una aureola de monja, una nariz gigante en desproporción con los ojos y los pómulos hundidos, terrorificaban su rostro. Mimetizada en la piel, la palidez de la muerte se perdía desde el cuello por los interiores del hábito y asomaba, de nuevo, en las manos. Los dedos largos y huesudos entrelazábanse a la altura del pecho sobre la figura de la Virgen del Carmen. Fue la primera vez que observé un ser sin vida. Sentí terror, vacilé, volví de nuevo al juego con el cirio, me concentré en derretir esperma en la llama, mientras convertidos en pesadumbres llegaban a mí, los murmullos de rezos y sollozos.

De pronto, levanté la mirada, detrás de una cortina de tela de flores, muy gacho y ataviado de ruana, apareció un anciano. Con un bordón avanzó

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inseguro hasta el centro de la sala. Llegó hasta el ataúd (velado con la tapa abierta) observó el misterio y la desazón de la muerte en el rostro de su hija amada. No pronunció palabra ni se le oyó gemido. De dos ojos marchitos y pequeños, brotaron sendas lágrimas, rodaron por los marcados pliegues de una piel, poblada de barba hirsuta y blanca, para desaparecer luego en las lanas oscuras de su ruana. El doliente trató de dar un paso, como para alejarse del dolor, pero trastabilló. El auxilio oportuno de varias personas, evitó al anciano caer de bruces. En un taburete que le proporcionaron vino a sentarse muy junto a mí.

Con un sentimiento, el cual entiendo ahora como compasión, lo miré fijamente y pensé: ‘En este ataúd, con estos cirios y con el hábito de la Virgen del Carmen que lleva puesto en estos momentos su hija, esperaba él muy seguro que lo enterrarían’. Luego, con mi mente todavía infantil, concluí l: ‘Se ha quedado solo, ¿qué va a hacer? Como está tan viejito, muy pronto morirá y no va a tener tiempo de comprar su hábito de la Virgen y su ataúd.

A las horas, no recuerdo cuántas, jugaba alegre y distraído con un primito en el parque, el frío y la pesadumbre del velorio yacían subconscientes en mi cuerpo y en mi memoria. ¡A qué no me alcanzas! - me retó el primo.

Al momento de emprender la carrera para darle alcance, doblaron las campanas. Miré hacia la iglesia, el ataúd púrpura avanzaba en hombros acompañado de un pequeño cortejo. Muy de último caminaba un viejecito encorvado y de bordón. Quedé inmóvil, me olvidé del reto. *********************** Jamás he regresado a San José de la Montaña. Un amigo me cuenta que en los osarios del cementerio, sobre el mármol de una lapida en deslucidas letras góticas, puede leerse: Gabriel de Jesús García Londoño y Claudina de las Misericordias García Naranjo- abril de 1967.

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BIBLIOGRAFÍA  Juan de Dios Uribe, Obras Completas, Ediciones Académicas, Rafael Montoya y Montoya.  Francisco Antonio Cano, Notas Artísticas, Imprenta Departamental de Antioquia 1987.  Yarumal, 200 Años Después, Gustavo Angulo Mira.  Yarumal Una Ventana al Pasado, Orlando Montoya Moreno  Monografía inédita de Yarumal, Victoriano Palacio  “Berrío Intimo”, David Mejía Velilla. Imprenta Limitada, Bogotá 1975  José Felix de Restrepo, Obras Completas, Ediciones Académicas, Rafael Montoya y Montoya  Cartilla Chorros Blancos, Humberto Barrera Orrego.  El Heraldo de Antioquia Nro. 45 de 1927  El Heraldo de Antioquia Nro. 432 de 1928  Revista “Distritos” Nro. 22, octubre/diciembre de 1971  Revista “Cierto”, edición Nro. 10, noviembre/ diciembre de 1997  Revista Especial de los 20 años de la Secretaria de Transportes y Tránsito de Yarumal 1971- 1992.  Marco A. Restrepo Jaramillo, “El Rey de la Leña” impreso en Buenos Aires Argentina -l958.  “Epifanio Mejía ¿Locura o Libertad?” Orlando Montoya Moreno  Gabriel Arango Mejía, “Genealogías de Antioquia y Caldas”.

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 “José Asunción Silva”, Enrique Santos Molano  Carlos E. Restrepo Antes de la Presidencia, Imprenta Departamental de Antioquia 1982.  Periódico El Mundo, edición del 1 de marzo de 2006  Tradición oral, conversaciones con: Antonio Guzmán, José Giraldo Bernal, Gilberto Cuartas, Manuel Arroyave y Alberto Soto M.

Fotografías e ilustraciones: Luis Guillermo Peña R, Arturo Arango, colecciones de doña Ligia Monsalve de Soto y familia Guzmán y extractadas de los libros: Yarumal 200 años de Presencia, Yarumal 200 años después, Francisco A Cano, Notas Artísticas, José Félix de Restrepo, Obras Completas y plumilla de Alvaro Fernández A.

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Puerta del antiguo cementerio de Yarumal