recordando a Carlos Fuentes
Marcelino Champo
L a dinámica era simple y caía siempre en la misma rutina, no había nada memorable, lo único que podía cambiar era el rostro detrás de la cámara. Ver hacia el frente, decir tu nombre una, quizá hasta dos veces. Sostener un cartón que servía como ficha para visualizar el número que se te había designado. Momentos después, el desafío: medio minuto para escupir un texto que la noche anterior repasaste hasta el hartazgo frente al espejo. No eras De Niro en Taxi Driver, y el argumento no pertenecía a una película de Herzog, sino de Limpiafácil: el nuevo detergente para platos. Si salías victorioso, el premio no sería el Oscar ni mucho menos un Ariel, pero podrías surtir la despensa, pagar la renta, comprar zapatos nuevos, invitar un café a la chica de la librería e incluso darte el lujo de ir al cine. Eran tantas cosas que dependían de ese instante, de ese juego ínfimo de palabras: - Tú como yo, cámbiale a limpiafácil, la nueva solución en la cocinaY ahí se quedaba todo, no había más, sólo el indiferente agradecimiento del tipo detrás de la cámara. Después había que estar a la expectativa de la maldita llamada telefónica, una, dos, tres semanas, las que fueran necesarias. A veces, la mayoría de veces, jamás llegaba. ¿Qué hacer? Seguir buscando, entregar más fotos como moneda de cambio, filas interminables en oficinas improvisadas,
visitas fugaces a las televisoras. El teatro fue siempre la primera opción, y ahí no te esperaban ni Shakespeare, ni Pinter ,ni Brecht. En el anonimato eras el árbol cinco, la sombra cuatro, el cartero que llegaba retrasado a la última escena, el tipo que encendía las luces y recogía el vestuario. En varias ocasiones las tablas te negaron, entonces repartías volantes, pegabas carteles, barrías el escenario, cobrabas la entrada, y al final el aplauso nunca fue para ti. En la noche, muchas noches, tus únicos acompañantes fueron tus pasos y el hambre, esa que jamás se iba. Aún así sonreías, tenías proyectos. Stanislavski, Barba, Artaud, Grotowski, Toporkov, todos fueron descubiertos por tus ojos en papeles arrugados y libros que arrebataste de otras manos. “Algún día, algún día”, esa era la frase, siempre fiel a tus labios. Aquella tarde caminando en la avenida Juárez, te diste cuenta de que tu vida era una mierda. Quisiste retroceder pero el punto de partida se había borrado, incluso con tu nombre, ¿Quién eras? ¿Qué eras? Intestaste esquivar el iceberg, cambiar el rumbo, fue inútil. Tu mirada envejeció, el cuerpo dejó la sorpresa para encontrar la costumbre. Como otros sigues oculto en el punto ciego de la lente, en las escenas borradas, en la muchedumbre que se ve desde un plano general o en el papel secundario de alguna obra barata en el Teatro Hidalgo. ¿Y ahora? Ahora nada, sólo estas aquí sentado, leyendo esto.
Nosotros te llamamos
Heiner Müller
No creo en una historia que tenga pies y cabeza.
La Máquina Hamlet
Pregúntale al tiempo
Rayuela 217 Sábado 15 de Junio de 2013. Año IV. Suplemento sabatino de arte, literatura y sociedad