una historia de lugar a dudas

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Palmeras en la tormenta

grupos que emergen, de eso que hasta ahora está adquiriendo consistencia y densidad; el reconocimiento de que hay algo brotando de este suelo del viejo bosque seco tropical, a duras penas intuido en lo que ha dejado en paz el monocultivo. Un reconocimiento ligado a la voluntad de apoyar y defender todas las formas de vida, no a cortar de raíz las posibilidades de ser otros. Cali tiene una historia áspera, de gente que de un modo u otro ha hecho su vida a pulso –como forajidos en una película de Sergio Leone–. La de los artistas de Cali es una historia del resistirse, de entenderse héroes desde el comienzo, de saber que su poder está en no tener lugar y que esa falta de lugar construye un margen rico y flexible, una frontera que camina y que se borra pero, también, un placer y una celebración de la vida a secas, de la mala hierba y de la buena yerba, de la falta de deudas, del uso y del abuso de las calles y de las noches. lugar a dudas, aún hoy, en su negociación constante entre la institución y la informalidad, se entiende quizás allí, como ese espacio que, más que asegurar la existencia del lugar, lo pone en duda, lo lleva a cuestionarse, lo hace pensar en si es o no necesario como parte de esa resistencia y de esa celebración. Este libro llega en un momento raro, en el que el arte caleño, como buena parte del que se produce en el país, mira a Bogotá con deseo, tras décadas de tener a la capital mirando furtivamente hacia la provincia para ver qué sacar, para entender qué había qué hacer y, en últimas, para sentirse moderna y suelta. No hay que detenerse demasiado para entender lo que Bogotá agarró de Cali durante décadas: Caicedo, Ospina, Mayolo, Roldán, Muñoz, Franco, Barney, Lamassone, Astudillo y, luego, Heim, Sandoval, Díaz, Mejía, Vargas, Millán, Herrera y etcétera. Más allá de esos nombres, en mayúsculas, Cali siempre tuvo un admirable espíritu de colectividad, un mecanismo que hacía que el baile fuera, al menos, un pas de deux, que se impusiera el parche sin premeditación, que primara el gesto sin cálculo. Esa falta de cálculo se tradujo, en distintos momentos, en iniciativas ricas en producción de experiencia, en disfrute de precariedades compartidas. Los artistas de una ciudad dejada en los huesos por la guerra de los carteles armaron colectivos, iniciaron festivales de performance, abrieron espacios de exhibición y de fiesta en propiedades incautadas por el Estado a los mafiosos, se inspiraron en el ejemplo de prostitutas y ladrones para colectivizarse –tal cual lo cuenta Helena Producciones en textos distintos publicados durante las últimas dos décadas–, se asociaron en el alucine, en el after party, en la convulsión y, desde ese margen, empezaron a construir una historia de los vencidos en los que la derrota y el fallo se


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