100 Años del poeta de la gente Mario Benedetti

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Por las calles de Montevideo

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otografiar a Benedetti por las calles de Montevideo fue puro descubrimiento. Pude vislumbrar la devoción que tenían los uruguayos por su poeta mayor. Benedetti había vuelto de doce oscuros y enturbiadores años de exilio y, en esos días, empezaba a extrañar aquello que ya no estaba y a sorprenderse, de a poco, con las novedades: la ciudad había cambiado, la avenida 18 de Julio ya no tenía los árboles de entonces. Los rostros mostraban otra expresión y él había estado ausente. Sin embargo, estaba feliz, de vuelta entre los suyos, junto a Luz, el amor de su vida, su mujer de todos los tiempos. Mario caminaba por las calles adoquinadas y la gente se le acercaba a pura sonrisa, embelesada de tenerlo de nuevo. Muchos eran jóvenes y casi todos llevaban un libro de sus poesías o sus cuentos. Los sacaban de viejas carteras, de portafolios ajados, en pequeñas ediciones de bolsillo que salían de sobretodos grises, tal vez escondidos y desempolvados luego de tantos años de dictadura. Mario siempre se detenía, amable, como el abuelo que no era, con todo el tiempo del mundo para escuchar y ser escuchado. Para entender y ser entendido. Que sus libros volvieran a la calle, gastados, leídos, lo ponía feliz. Me acuerdo de una tarde en particular. Tomamos uno de esos viejos ómnibus que aún circulaban por Montevideo, rumbo a la Ciudad Vieja. Una vez en plaza Matriz, vi uno de esos añejos bancos. Le pedí que se sentara. Mario se puso a garabatear unas palabras en su libreta. Aunque se llevaba bien con la computadora, escribía sus poemas a mano. Yo fui y vine. Lo fotografié de frente y de atrás; él se perdió en su laberinto de palabras. Me senté a una distancia

prudencial. Movía sus manos sobre la libreta, también sus pequeños ojos inquietos. Pasaron los minutos, casi media hora... allí estaba, sentado en el banco de una plaza de su ciudad, pero fuera del universo. Como un jubilado con alma adolescente, por fin emergió del más allá. —¿Ya tomaste la foto? —Sí, hace rato terminé. —¡Ah! Yo aproveché y creo que me salió algo. Un mediodía, mientras almorzábamos en un boliche del centro de la ciudad, le anuncié a Mario que ya tenía bastantes fotos para el libro que soñaba hacer. Además (y esto no se lo dije), me estaba quedando sin dinero para el proyecto. Mario levantó la vista del plato en el que todavía quedaba medio bife, dos huevos fritos y una montaña de papas fritas. Me miró desconsolado: «¿Cómo que ya terminaste? ¿Y ahora qué excusa voy a ponerle a Luz para venir a comer todo esto». Tenía prohibido comer tan pesado (¡yo no lo sabía!) y Luz lo cuidaba especialmente. Terminó el plato y pidió un postre enorme. Salimos rumbo a su casa, estaba pensativo. De repente se le iluminó el rostro. Sobre la 18 de Julio vio una agencia de turismo. «Vení, acompañame», ordenó. Entramos y pidió un pasaje Buenos Aires-Montevideo a mi nombre. «Venís la semana que viene, yo invito. Así tengo este tiempo para ilusionarme con que dentro de siete días podré volver a darme un atracón. Será el último, pero lo estoy empezando a disfrutar desde ahora», dijo riéndose. Él era así, un tipo ocurrente, querible, entrañable. Eduardo Longoni.

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