Robert L. Stevenson - LA ISLA DE LAS VOCES

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Robert L. Stevenson: LA ISLA DE LAS VOCES

KEOLA se casó con Lehua, la hija del hombre sabio de Molokai, y se residenció en la casa del padre de su mujer. Nadie más hábil que Kalamake, su suegro. Interpretaba las estrellas, profetizaba a través de los muertos y los espíritus malignos, y no temía subir solo a las montañas de la isla, hasta las alturas enduendadas, donde ponía trampas para capturar las almas de los antiguos. Por todo ello, Kalamake era el hombre más visitado en Hawai; la gente prudente negociaba, se casaba y arreglaba su vida siguiendo los consejos del sabio, e incluso el rey le llamó hasta Kona dos veces para que hallase los tesoros de su secular antecesor Kamehameha. Asimismo, nadie era tan temido. Varios de sus enemigos habían muerto consumidos por enfermedades procedentes de sus males de ojo; otros habían desaparecido tanto en su espíritu como en sus restos, así que la gente buscaba en vano algún hueso de ellos. Se decía que Kalamake guardaba el arte o el secreto de los héroes primitivos. Algunos lo habían visto de noche en las montañas pasar de un brinco de un monte a otro, y otras veces irrumpir su cabeza, como si fuera la de un gigante, sobre los árboles más altos de la espesura. El aspecto mismo de Kalamake ya era raro. Descendiente de las mejores familias isleñas de Molokai y Maui, su casta era pura aunque su piel era más blanca que la de cualquier extranjero. Tenía un pelo como hierba seca y unos ojos enrojecidos que casi no veían y que habían echado a rodar un dicho por la isla: «Ciego como Kalamake, que ve el futuro». Keola no ignoraba del todo estas famas de su suegro, por lo que se decía y, aún más, por lo que él sospechaba, aunque ignoraba el resto. Sólo una cosa le molestaba: su suegro era un hombre que nada ahorraba en comidas, bebidas ni ropas y que pagaba sus gastos en dólares nuevos y relucientes. «Brillante como dinero de Kalamake» era otra frase frecuente en las Ocho Islas. Y como no traficaba, cultivaba o pescaba y rara vez cobraba por ejercer sus hechicerías, no se sabía de dónde podía venir tanta moneda de plata. Un día, la mujer de Keola marchó a Kaunakakai, el lado de la isla resguardado del viento, cuando los pescadores se hallaban en el mar haciendo su trabajo. Keola, que era un vago, estaba como siempre tumbado en la veranda, viendo cómo la marea batía la costa y las aves marinas revoloteaban en torno al cerro. Pensaba una vez más en las monedas relucientes de su suegro. Cuando se iba a acostar se preguntaba por qué eran tantas, y al levantarse de mañana por qué tan flamantes; tales misterios no dejaban nunca de ocupar su pensamiento. Este día especial estaba seguro de haber descubierto algo. Por lo menos, el lugar donde Kalamake guardaba sus dineros: el mueble cerrado con llave bajo la lámina de Kamehameha V y de una foto de la reina Victoria recién coronada. La noche anterior, Keola había también podido registrar los cajones del mueble, y la bolsa estaba vacía. Esto ocurrió justamente el día que llegaba el barco; Keola podía ver a lo lejos el penacho de humo de la chimenea del «Kalaupapa», acercándose con


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