Relatos breves - El viejo hospital -

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Relatos breves

Jorge A. Garrido


Relatos Breves © 2014 El viejo hospital © 2ª edición Registrado en Safe Creative Nº de registro: 1110110275621 Corrección y maquetación por Jorge A. Garrido www.delaplumaalaweb.com delaplumaalaweb@gmail.com Cualquier reproducción, total o parcial, de esta obra, así como su divulgación por cualquier medio o la creación de obras derivadas, necesita de la expresa autorización por escrito del autor Todos los derechos de esta obra quedan reservados a Jorge A. Garrido


El viejo hospital

Luís estalló en carcajadas. No podía dejar de reír, aunque tampoco lo habría conseguido de haber querido parar, por mucho que lo intentara. —¡Nunca podría cansarme de esto! —exclamó Fran a su vez, encorvado entre risas. Como en otras tantas ocasiones, los dos vigilantes de seguridad se habían echado a suertes quién sería el encargado de ahuyentar al intrépido chiquillo que se atrevía, con fingida valentía frente a sus amigos, a entrar en el abandonado hospital del centro de la ciudad. Para ello, actuaban siempre de la misma manera, no importaba cuál de ellos lo hiciera, procurando dar un tremendo susto al crío tras resguardarse en las sombras y aparecer repentinamente, de forma que éste saliera corriendo sin saber en realidad si quien saltaba delante suya era un hombre o incluso un fantasma. No eran pocos los niños que entraban en el edificio en ruinas, un juego peligroso ya que la estructura daba la impresión de no ser demasiado estable, pero sumamente atractivo a la hora de picar a alguno de los miembros de la cuadrilla. Los vigilantes ya estaban acostumbrados a sus incursiones, que venían produciéndose desde hacía años, y siempre elegían la puerta de urgencias, la cual daba a una calle mucho menos transitada que la principal. En esta ocasión, el chico no tendría más de doce o trece años. Luís, un tipo de metro ochenta de altura, esperó un poco más de lo habitual, dejando que el chaval se confiase. No obstante, cuando el niño se hubo acercado lo suficiente al mostrador, abandonó de un brinco su escondite, profiriendo los mayores alaridos que su garganta le permitió soltar. En su huida, el crío tropezó varias veces, llegando a rodar por el suelo hasta salir finalmente por la puerta como alma que lleva el diablo, entre gritos que no le harían más que ganar las burlas de sus compañeros. —¡Uno de los mejores sustos que he visto! —le elogió Fran. 5


—Gracias. También ha sido uno de los que más corría, ¿verdad? Se colocó mejor el cinto que sujetaba los distintos aparejos a su cintura y se dirigió hacia el ancho pasillo para reunirse con su compañero. Éste, que ya había comenzado a andar al verle a su lado, arqueó las cejas de forma muy exagerada, cambiando de tema al instante. —Por cierto, ¿hoy no es tu cumpleaños? Luís, un poco más alto y mucho más delgado que su amigo, se paró en seco, obligando también a su compañero a detenerse. —Pues... No estoy seguro. ¿Era en Octubre? —¡Desde luego! —La pregunta pareció incomodar al orondo vigilante—. No me digas que ya no lo recuerdas. Luís reanudó la marcha, pensativo. —No creo que importe demasiado si me acuerdo o no de una fecha que hace tiempo que no significa nada para ninguno de nosotros. —Pero es importante recordar. —Fran movía la cabeza de un lado a otro, desaprobando la afirmación de su amigo—. Si no, mira a... Sus palabras y pasos fueron interrumpidos por un suave maullido mientras cruzaban las puertas que daban al ala B. Al frente, a escasos metros, apareció un traslúcido cuerpo de color celeste cuyo rostro apenas era reconocible, pues en él no se veían formas de nariz, boca u ojos. —Señora... —la saludaron muy respetuosamente, acompañando sus palabras con un leve cabeceo cuando pasó junto a ellos. El ente, delgado y pocos centímetros más bajo que Fran, no se detuvo ni un instante, ni siquiera para devolver el saludo que le dedicaron. Se limitó a girar la cabeza tan sólo para comprobar, de poseer la facultad de ver, si su acompañante seguía su estela. Y, efectivamente, allí estaba. Unos pasos por detrás suya, caminaba un jovencísimo gato, quizá un siamés por sus rasgos, aunque de formas demasiado redondeadas para asegurar que se tratara de dicha raza. Su piel, por extraño que pudiera parecer, poseía el mismo tono azulado que el conjunto de la mujer. Una vez que la extraña pareja desapareció, literalmente, justo antes de alcanzar la puerta del otro extremo del pasillo, los dos amigos siguieron su 6


camino. —¡¿Lo ves?! ¡A eso me refería! —continuó Fran—. Ella casi ha olvidado su propio rostro y el olvido hará que desaparezca. —Aún más, si cabe —apuntilló Luís. —Vamos, no estoy bromeando. —Yo tampoco, pero mira cómo si que se acuerda de su gato. —¿De su gato? Eso no tiene mucho sentido. —Fran abrió la puerta que daba al espacioso comedor, más por costumbre que porque realmente necesitaran abrirla para acceder a la enorme sala—. Supongo que es el alma del mismo gato quien se encarga de recordar su propia imagen. —Nunca pensé que los animales tuviesen alma. —¿Y por qué no? ¿Acaso no sienten, no sufren alegrías y penas? —Claro —Luís bordeó los restos de una vieja columna caída hacía ya muchos años—, pero de ahí a pensar que tienen alma hay un trecho. —Bueno, ahí lo tienes, detrás de su dueña, como hacía en vida. —Eso es lo que más me hace pensar que los animales no tienen alma. Si la directora del centro ya era una bruja cuando vivía, ¿por qué el gato sigue con ella? Podría haberse marchado. —¿A dónde? ¿Al cielo de los gatos? —Fran rió de buena gana, escuchándose sus carcajadas desde casi el otro extremo del hospital—. Todos los que perecimos en el incendio nos quedamos aquí. Tu, yo, incluso el gato de la señora Ramírez, como has podido comprobar desde hace ya cincuenta y dos años por estos mismos pasillos. Luís meditó unos segundos cómo rebatir el razonamiento de su compañero y su azulado rostro se iluminó con una pícara sonrisa. —¿Y si se tratase de Álvaro? —¿Álvaro? —Al más bajo de los dos no le costó demasiado descubrir la idea que encerraba dicha pregunta—. ¿El marido de la directora? —¿Es que acaso no recuerdas sus acaloradas discusiones por los pasillos? —¡Claro que lo recuerdo! Frecuentes e intensas, no parecía importarles quién anduviese alrededor; cuando peleaban el mundo dejaba de existir. Pero él murió varios meses antes del incendio, de un infarto, creo. 7


—¡Exacto! —exclamó Luís con ánimo—. ¿Y qué repetía él siempre antes de abandonar la discusión? Ambos se detuvieron un instante, encorvaron sus espaldas, imitando la extraña postura del mencionado Álvaro, y gritaron al mismo tiempo, poniendo la voz lo más grave posible. —¡Ni muerto te librarás de mi, mala pécora! Rompieron en sonoras carcajadas, que duraron varios minutos. Cuando al fin consiguieron tranquilizarse, aunque el grueso Fran aún tardaría un poco más en recuperar el aliento, continuaron su ronda diaria por el resto de las instalaciones. Los dos vigilantes recorrieron a buen paso el camino que bordeaba el circular patio interior, protegido del sol por las enredaderas que ya nadie cuidaba y que crecían sin orden alrededor de las estrechas y altas columnas que delimitaban el jardín. Una vez llegaron a la sala de recepción, Fran se acercó a grandes zancadas hacia la descolgada puerta de la entrada principal. —Esto no estaba aquí ayer —dijo animando a Luís a acelerar el paso. Por detrás de la vieja y desvencijada puerta del hospital, sobre la oxidada verja que delimitaba el recinto, descubrieron un gran panel en el que se anunciaba el derribo del mismo y la posterior construcción de algún tipo de edificio gubernamental. —¡Vaya! —exclamó Luís, no sin cierto desanimo—. Parece que al fin van a echar estas ruinas abajo. —Si, demasiado han aguantado. Los dos amigos retrocedieron con lentitud, afectados por la inesperada noticia. —¿Deberíamos avisar a alguien? —preguntó Fran. —¿Iba a servir de algo? —No, claro. Caminaron durante muchos minutos sin decirse nada el uno al otro. En su deambular de vuelta a la zona de urgencias se tropezaron con otros fallecidos del incendio: Unos empleados del centro, algunos pacientes, un bombero... —¿Sabes? —comenzó Luís—. Quizá no sea tan malo. Es decir, llevamos ya 8


más de cincuenta años recorriendo estos pasillos sin rumbo alguno. —Seguimos vigilando el hospital —le recriminó Fran—. ¿Es que ya no recuerdas al crío de hace un rato? —Sí —sonrió el más alto—, aunque cada vez se acercan menos chiquillos. Creo que en este año van sólo cuatro valientes. Fran se vio obligado a asentir, muy a su pesar. Eran dos víctimas de la terrible tragedia y, como almas errantes, tan sólo tenían aquellas ennegrecidas paredes para el recuerdo. —No tenemos tampoco a donde ir... —Hombre, a mí aún me deben algunos días de vacaciones. —Luís intentaba, como siempre, soltar alguna payasada cuando algo afligía a su compañero, un hombre con el que compartió veintiocho años de servicio en aquel mismo lugar, además de otros cincuenta y dos tras el incendio. Casi una vida entera juntos—. A ver, ¿a dónde quieres que vayamos? —No lo sé, pero no me gustaría olvidar y desaparecer para siempre. Al fin y al cabo, somos una familia, extraña, pero lo somos. Ambos espectros se detuvieron al llegar al pabellón infantil y observaron cómo algunos pequeños globos azulados correteaban entre risas a su alrededor. Al fondo, unos pocos saltaban sobre las camas, con otros entes en forma de enfermeras procurando bajarlos, como si fueran a hacerse daño si cayeran por alguno de los bordes. Luís sonrió ante la escena, con una de las más tiernas expresiones que su rostro mostrara siquiera en vida. —Tienes razón —dijo. —¡Ah! ¿Si? —se sorprendió su compañero—. ¿Y qué vamos a hacer? —De momento, nada. —Fran miró de reojo a su compañero; no sabía si le hablaba en serio o si, en realidad, se encontraba tan confuso como él mismo—. Mientras no derrumben el hospital, todos seguiremos haciendo lo de costumbre. Luís removió, con la palma de una mano, el cabello revuelto de lo que debía ser una niña de unos ocho años que se había escondido tras sus piernas. —¿Y después? —Nos adaptaremos al nuevo edificio. 9


—¡¿Estás loco?! —exclamó Fran, que vio cómo su compañero ya había emprendido la marcha—. Una cosa es asustar a unos chiquillos de vez en cuando; otra muy distinta irrumpir en un edificio del gobierno a sembrar el caos. —¡Vamos! ¿Nunca leíste nada acerca de los cementerios indios? —¿Cementerios indios? —repitió muy lentamente—. ¿Donde los ancestrales espíritus de los indios allí enterrados emergen de la tierra para vengar la interrupción de su descanso? Eso son sólo cuentos para asustar a la gente. Luís se detuvo al instante, con los ojos muy abiertos, sorprendido por sus palabras. —Mi querido amigo —dijo volviéndose hacia su compañero mientras se atravesaba con una mano el mentón en un infructuoso intento por rascárselo—, ¿me vas a decir, a estas alturas, que los fantasmas no existen? Los dos inseparables compañeros se alejaron juntos entre nuevas carcajadas, mientras a sus espaldas las escasas enfermeras no daban a basto para controlar a los juguetones espectros.

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