Star

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Salah Naoura

Marko no puede creérselo: Ha apostado por los caballos ganadores en el hipódromo de Hoppegarten. De pronto, es capaz de adivinar acontecimientos, por lo menos todos están convencidos de ello, hasta que el mismo Marko se lo cree. De la noche a la mañana, se hace famoso y participa en el programa de televisión “Little Star”, convirtiéndose pronto en una superstar. Está claro que Greg, su mejor y fiel amigo de siempre, se convertirá en su mánager. Y, lógicamente, su madre disfruta de esa glamurosa vida. Sin embargo, las cosas comienzan a torcerse… Salah Naoura narra cómo se libera Marko de ese embrollo en una increíble, emocionante y, sobre todo, tremendamente diver-

Salah Naoura

tida historia.

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Lóguez



Salah Naoura


Colección dirigida por Maribel G. Martínez Cubierta: Anke Kuhl y Kerstin Schürmann © 2013 Beltz & Gelberg In der Verlagsgruppe Beltz – Weinheim Basel © para España y el español: Lóguez Ediciones 2016 Avda. de Madrid, 128. Apdo. 1. Teléf. 923 138 541 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es ISBN: 978-84-944295-4-5 Depósito legal: S.376-2016 Impreso en España: Grafo, S.A.

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com 91 702 19 70 / 93 272 04 47)


Salah Naoura

Traducido del alemán por L. Rodríguez López

Lóguez



Yo tendría que disponer de una máquina del tiempo. Como Marty McFly en Regreso al futuro. Él se sienta en ese coche deportivo tan cool con el condensador de flujo y sale disparado al año 1955. Y cuando regresa, algunas cosas han cambiado en el presente. Y, ciertamente, para bien. Sus padres se entienden mejor, el padre gana más pasta y tienen una elegante casa. A mí me sería suficiente con viajar solamente un par de meses hacia atrás en el tiempo. La fecha que yo introduciría en el condensador de flujo sería el 24 de julio del año 2011. El domingo en el que mamá cumplió treinta años. Y únicamente modificaría algo: quedarme en casa en lugar de acompañarla al maldito hipódromo.

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1 Ya en el desayuno, a mamá le dio otra vez su crisis. Opinaba que tener treinta años era ser supervieja y había descubierto una nueva arruga en su cara al mirarse en el espejo del cuarto de baño. Y eso que tiene el aspecto de una chica. Me tuvo demasiado pronto. Y también se viste como una chica. Lamentablemente, a veces también se comporta como tal. Si tuviera que ir de nuevo a la escuela, se sentaría en nuestra clase junto a Regine y Aygün y, con seguridad, se pondría enseguida a cuchichear con ellas, a meterse con otros y a burlarse irónicamente. —¿No te gusta mi regalo? —pregunté con cuidado al comprobar que mamá no decía nada y miraba un tanto rara el papel de regalo hecho un ovillo y lo que quedaba de su cinta dorada. —Crema antiarrugas; bueno, estupendo. ¡Muchas gracias, gordi! —resopló. 9


¡La maldita crema me había costado la mitad de mi paga! —Me llamo Marko —dije—. Y no estoy gordo. —¡Y yo no soy vieja ni estoy arrugada! —se enfadó mamá. De verdad, no sé qué le pasa. Tiene un aspecto genial para su edad y se lo digo con frecuencia. Y las arrugas son imaginación suya (la crema se la había regalado para prevenir, para que todo se mantuviera liso). A veces, me gustaría tener una madre como la de Greg. Tiene diez años más y, de alguna manera, no es tan complicada. Cuando Greg cumplió diez años y le comunicó que a partir de ese momento no quería llamarse Gregor sino Greg, ella dijo simplemente “okay” y desde entonces le llama Greg. Por el contrario, mamá sigue llamándome continuamente “gordi” a pesar de rogarle desde hace una eternidad que deje de hacerlo. Su móvil hizo pling y ella se atragantó con el café, dejó de golpe la taza sobre el plato y miró de quién era el SMS. —¡Toxy! —exclamó entusiasmada—. ¡Para festejar el día, quiere llevarnos con ella a Hoppegarten! Estupendo, ¿no? ¡Está claro, iremos! —Comenzó a teclear la respuesta. 10


Hoppegarten es el hipódromo y, la verdad, a mí los caballos no me hacen mucha gracia. Y menos con Toxy. Además, ya habíamos estado allí con anterioridad y sabía que el viaje duraba media eternidad. Incluso si el metro era excepcionalmente puntual. —¡Pero si he quedado con Greg para después de comer! —protesté—. ¡Queremos ir a la piscina! Mamá interrumpió su tecleado. —¡Es mi cumpleaños! —Lo sé, pero… Sus gigantescos ojos de chica parpadearon. —¡Ah, buuueno! A mamá, allí donde puede, le gusta hacer una u larga. Exactamente como hacía yo antes. Hasta que Greg en una ocasión me advirtió que era dialectal. Ni idea de cómo lo sabe. Greg sabe todo lo que una persona normal no sabe. A veces, corrige a nuestro profesor en clase. La primera vez, el señor Bender se molestó pero ahora prefiere preguntarle si no está completamente seguro de algo. —¡Ah, venga! Hazlo por mí. ¿Sí? —rogó mamá y continuó pestañeando. Así que me levanté suspirando y llamé a Greg para decirle que no iba. Toxy llamó tres veces cuando nosotros ya nos encontrábamos en el andén y la esperábamos. Que nos 11


fuéramos, que ella llegaría en cinco, no, diez, no, quince minutos porque todavía necesitaba buscar algo para un artículo. Típico de Toxy. Es periodista y siempre tiene algo que solucionar para algún periódico, incluso los domingos. Sobre todo, tiene que telefonear constantemente. Incluso a veces cuando está hablando con mamá. Yo me volvería loco, pero a mamá no le molesta porque ella hace lo mismo. Con una oreja escucha a Toxy y con la otra a alguien al teléfono. Y entonces cuando yo digo algo, ella ni se entera. —Quiero tener de una vez un móvil —dije cuando estábamos sentados en el metro. —Ni lo sueñes —dijo mamá mientras tecleaba un SMS a mi tía Mona—. Te pasarías el tiempo al teléfono. —Como tú, ¿no? Me lanzó una breve, airada mirada y continuó tecleando. En la siguiente parada, subieron dos tipos jóvenes que miraban continuamente hacia nosotros. Uno de ellos se fijaba todo el tiempo en mamá y dijo algo en turco riéndose. Ella estaba tan ocupada con el mensaje que no se daba cuenta. Me entraron dudas de si su aspecto no sería algo exagerado. Sus cabellos teñidos 12


de un rubio platino, con tres mechas verdes los había peinado hacia arriba, de forma que un par de mechones le caían sobre la cara. Llevaba puesta la minifalda de cuero, su blusa preferida de un rojo semáforo, con un amplio escote, y los zapatos plateados de tacones como la torre Eiffel (para mí, resulta un misterio cómo se puede caminar con algo así. Pero mamá opina que, en definitiva, las top models también pueden). En ese momento, por primera vez, me pareció que mamá, ciertamente, daba la impresión de ser una chica. No como si pudiera ser mi madre. Nuevamente, los dos turcos se rieron y yo miré por la ventanilla e hice como si no tuviéramos nada que ver el uno con el otro. Compramos dos tickets de pie a la entrada de Hoppegarten, son los más baratos. Pero, curiosamente, no hay que estar de pie sino que puedes sentarte. Me parece que en la tribuna, arriba del todo, se encuentran los mejores sitios. Si te inclinas sobre la barandilla y miras hacia abajo, contemplas el balanceo de los sombreros de las elegantes damas sentadas en la terraza, charlando sobre caballos y bebiendo champán. Como Toxy aún no había llegado, nos dimos una vuelta. En un pequeño templete, un trompetista y un acordeonista tocaban música pachanguera y un tercero 13


cantaba. La gente hacía cola delante de los estands de muslitos de pollo en quark y salchichas asadas y se sentaban a comerlas en unas mesas superlargas. —¿Puedo…? —No —dijo mamá—. Acabamos de comer. —¡Si no he terminado de hablar! —Pero has mirado de reojo hacia las salchichas. Intenté concentrarme en algo distinto y me fijé en los espectaculares sombreros. Las damas de la terraza vestían ropa de un tejido brillante y elegantes velos recubrían sus sombreros. También había mujeres con ropa normal y sombreros absolutamente ridículos; uno de ellos tenía el aspecto de un tiesto con rojos tulipanes de paño sobresaliendo por arriba, apagados y marchitos como si estuvieran agostados. Después de media hora, mamá comenzó a ponerse nerviosa e iba a tirar de móvil para llamar a su queridísima amiga cuando descubrí a Toxy al otro lado, en el estand de los sombreros. Estaba probándose un nido de pájaro, hecho de restos de tela, con un pequeño carbonero tremendamente real mirando curioso desde el borde del nido. La cosa le sentaba de maravilla, me parecía a mí, ya que ella, de todas todas, tenía pájaros en la cabeza también sin sombrero. 14


—¡Trish! —gritó Toxy, a pesar de que mamá se llama Nina. —¡Toxy! —gritó mamá, a pesar de que Toxy en realidad se llama Bärbel. Besito derecho, besito izquierdo. Bärbel y mamá habían sido cantantes en la banda de chicas T for Five, porque eran cinco chicas y sus nombres comenzaban todos con T (lo que, en realidad, no era cierto porque eran nombre ficticios). Entonces yo tenía dos años y mamá diecinueve y ella quería triunfar con la banda. Lamentablemente, no fue así porque casi nadie compró su disco, solamente el primer single, por lo que tuvieron que dejarlo después de un año. Fue, a pesar de todo, un año súper, dice siempre mamá. Sobre todo porque conoció a Bärbel, la mejor amiga del mundo. Y porque todo fue tan estupendo, continúan llamándose hoy así, como entonces se llamaban las vocalistas: Trish y Toxy. —¡Vaya, cómo has crecido! —dijo Toxy y me pellizcó las mejillas. Ciertamente, no nos habíamos visto desde hacía una eternidad porque Toxy siempre tiene mucho que hacer—. ¿Ya tienes novia? Antes de que se me ocurriera una buena respuesta, mamá exclamó: —¿Estás loca? ¡Sólo tiene doce años! 15


—Casi trece —dije. —Venga, gordi, ahora no exageres —resopló mamá. Toxy es una entusiasta de los caballos y lo primero que quería era ir al “corro de presentación”, así llamado porque los caballos dan vueltas en círculo para que la gente pueda verlos antes de la carrera. Naturalmente, allí también estaba superlleno de gente y yo no tenía muchas ganas de apretujarme hacia delante entre los muchos fans de los caballos. —Vuelvo enseguida —dije. Mamá se volvió hacia mí un momento y pareció pensar si no sería mejor atarme a ella para que no me perdiera. Pero después asintió. Caminé despacio hacia la pequeña cabina de apuestas. Por el camino, un extraño señor con traje oscuro me adelantó apresuradamente. En la cabeza, llevaba una visera de paño en forma de cabeza de caballo y en la chaqueta una pegatina con la indicación, en letra pequeña, “asesor de apuestas”. —¡No se pierdan su apuesta! —gritaba a la gente y la cabeza de caballo se balanceaba como si asintiera—. ¡La taquilla de las apuestas abre en dos minutos! Como quiera que en aquel momento el estand de salchichas se encontraba completamente vacío, saqué 16


mi monedero y me compré una salchicha asada excesivamente cara con mucha mostaza. Al primer mordisco, la mostaza salpicó mi camiseta. ¡Maldita sea! No tenía arreglo. Sencillamente, no soy capaz de comer nada sin que me gotee o salpique. Mamá dice siempre que, por mi culpa, gastamos una cantidad ingente de agua y detergente porque tiene que lavar, prácticamente, tres veces al día después de las tres comidas. La única solución para mí, según ella, sería comer menos. Pero yo estoy todavía creciendo y, en definitiva, no puedo evitar tener siempre hambre. Mi cuerpo necesita, lamentablemente, mucha energía, especialmente de salchichas asadas. Intenté con los dedos pasar, al menos, un poco de la mostaza de mi pecho al plato de cartón, pero terminó cayendo al suelo y ahora la mancha amarilla sobre mi camiseta era tan grande que mamá se daría cuenta. Así que fui hacia los servicios para disimularla con un poco de agua, de forma que no llamara tanto la atención. Un par de metros por delante de mí, se balanceaban dos niñas pequeñas como si terminaran de venir de la escuela de ballet. Ambas iban vestidas casi completamente de rosa y blanco y habían recogido su pelo en 17


un moño. Una llevaba, colgado a la espalda con largas correas de cuero, un pequeño bolso de charol blanco. La otra mantenía en los brazos un poni de peluche, con las crines cuidadosamente peinadas y su aspecto era el de una pequeña, algo demasiado larga, torta de Pascua. Estiradas como velas y con el mentón levantado, ambas cruzaron la puerta del servicio. Yo troté tras ellas y me desvié a la derecha, hacia el de hombres. Y entonces sucedió: Exactamente en ese momento, cuando mi mano pendía sobre el grifo para abrirlo, escuché una voz. Tan cercana como si alguien estuviera justo delante de mí. Pero allí no había nadie. Únicamente aquella voz salida de la nada y con bastante resonancia. “¡Yo sé qué caballo va a ganar la próxima carrera!”, dijo la voz.

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Contuve la respiración y mi mano, que todavía no había tocado el grifo, retrocedió convulsivamente. Normalmente, yo no creo en espíritus pero aquello resultaba inquietante. —Tonterías, no lo sabes —dijo una segunda voz—. ¿Me dejas el pintalabios de Barbie? Oí el click de un bolso abriéndose y comprendí que las dos bailarinas se encontraban al otro lado de la pared divisoria, en el servicio de señoras, pintándose los labios. —¡Oh, sí, querida, claro que lo sé! Qué cursilería… ¡querida! —¿Y quién? —¡Danedream! —Jamás. Danedream es un perdedor, ha dicho papá. Él apuesta por Scalo. O Superstition. 19


¿Hablaban verdaderamente de caballos? El único caballo que yo conocía por su nombre se llamaba Tío Pequeño. —Pero mamá ha recibido un soplo. —¿De verdad? ¿De quién? La tapa del pintalabios hizo “¡plop!”. —Secreto. ¿Apostamos? —A los niños no se les permite apostar. —No, no en la ventanilla de apuestas. Entre nosotras. —¿Por el pintalabios de Barbie? —¿QUÉ? —¡Venga, tu madre te comprará uno nuevo! —Y si yo gano, me prestas durante tres semanas tu caballo y tú te llevas el mío. —¡NO! —Entonces, dame mi pintalabios. Por un momento, se hizo el silencio. —Está bien… Apostamos. Yo digo Scalo. —Y yo Danedream. Esperé hasta que se marcharon y después eché a correr. El corazón me latía con fuerza. Estaba nervioso como un niño pequeño que inesperadamente encuentra un tesoro jugando en la arena. 20


Toxy y mamá eran las últimas que quedaban en el corro de presentación. Los demás se dirigían pausadamente en dirección a la tribuna. —¿Le viene bien al señor? —me gruñó mamá—. ¡Estamos aquí como dos idiotas esperando a que el señor, por fin, se digne regresar! Murmuré algo del servicio y que me había encontrado mal. —Sí, ¿de la salchicha asada? —Mamá miraba fijamente la traicionera mancha de mostaza—. ¡Te había dicho que no! Curioso que mamá sea peluquera. Seguro que hubiera sido una superdetective. O todavía mejor: descubridora de huellas. En lugar de hablar sobre salchichas asadas, expliqué atropelladamente que teníamos que ir enseguida a la ventanilla de apuestas porque, casualmente, yo sabía qué caballo iba a ganar la próxima carrera y quería apostar diez euros de mi dinero y que mamá tenía que entregar la apuesta porque, lamentablemente, a los niños todavía no se les permitía apostar y que, con toda seguridad, me darían el doble y que la invitaría a helado. De vainilla, su helado preferido. 21


Mamá me miró con los ojos muy abiertos como si me hubiera vuelto loco. —¿Y por qué lo sabes tú casualmente? —quiso saber Toxy. —He oído una voz en el servicio y… —¡Un presentimiento! —Toxy amaba todo aquello que tenía que ver con inspiraciones o presentimientos e increíbles casualidades. Si mamá la llamaba en el preciso momento en el que ella iba a llamar a mamá (lo que sucedía continuamente), Toxy, inicialmente, no respondía y después siempre decía que era increíble pero que ella había presentido que era mamá. —¡La voz del destino! —exclamó Toxy entusiasmada. —Sí, algo así… —dije. Mamá opinó que de ninguna manera y que ella no me daba la paga para que yo la arrojara por la ventana y que si yo quería hacer semejante tontería, entonces tendría que esperar a cumplir los dieciocho años. Pero Toxy opinaba que, en ocasiones, hay que escuchar tu voz interior porque el vientre es más listo que la cabeza, y exactamente en ese momento pasó por delante el asesor de apuestas con el gorro de peluche en forma de cabeza de caballo y exclamó: —¡No se pierdan su apuesta! 22


—¡Bueno, Trish, esto es ciertamente el destino! —dijo Toxy y mamá suspiró y entornó los ojos y, por fin, nos fuimos a la ventanilla de apuestas para principiantes. La mujer en la ventanilla de la caseta nos explicó las distintas apuestas, lo que duró una eternidad, y sonaba bastante complicado, pero como yo conocía tres nombres de caballos, escogí la apuesta de tres, marqué los números de Danedream, Scalo y Superstition, pagué mis diez euros y mamá entregó el boleto. Arriba, en la tribuna, Toxy, completamente nerviosa, se retiraba el pelo por detrás de la oreja cada dos segundos y mamá llamó a la tía Mona, en Rügen, y le dijo “estamos apostando”, por lo que le quité un momento el móvil y parloteé —¡Nada de que apostamos! ¡Yo apuesto! ¡Hola, tía Mona! Toxy hojeaba el programa de carreras, donde venían fotografiados el casco y la camiseta de cada uno de los jinetes. Todos ellos con diferentes colores, para ser diferenciados desde lejos también sin prismáticos. —Atentos, el jinete de Danedream es el de color naranja y casco blanco —dijo. Y, de pronto, retumbó por los altavoces una voz de hombre que anunciaba la 23


salida y los caballos salieron disparados y mamá vociferó: —¡Mona, tengo que colgar! Diez caballos pasaron por delante de un seto verde y de nosotros. Detrás del seto, corría un coche negro con una cámara en el techo filmando todo. Toxy clavaba sus dedos en mi brazo y mamá chillaba. El jinete color naranja se puso delante de todos con facilidad pero después llegó uno azul y lo pasó y llegaron a la primera curva y los caballos se volvían cada vez más pequeños. —¿Veis algo? —exclamó mamá. —¡Tenéis que escuchar al locutor! —exclamó Toxy. Al locutor resultaba difícil entenderle porque hablaba tan acelerado como corrían los caballos, a la vez que iba desgranando sus difíciles nombres de tal forma que la cabeza me daba vueltas. Todo pasó muy rápido y, poco después, los diez caballos cabalgaban veloces de nuevo al otro lado de la pista del hipódromo y comenzó el esprint final. —¡El tuyo está atrás del todo! —exclamó mamá dándome un codazo—. ¡Adiós a tus diez euros! ¡Entonces vi cómo mi caballo cambiaba a turbo y adelantaba a todos los demás! Mi corazón se disparó con él y la voz del locutor también cambió a una velocidad aún más rápida. 24


—¡A doscientos metros de la meta, se despega Andrasch Starke sobre Danedream! Danedream está ahora el primero. Scalo llega por fuera, además vemos a Dandino y Night Magic por dentro, pero una muuuy fácil, segura y superior victoria. Puede celebrarlo: ¡Danedream, con Andrasch Starke como jinete, gana el Gran Premio de Berlín! —No está nada mal para empezar —dijo la amable señora en la ventanilla cuando mamá le presentó el boleto—. Ha acertado los tres primeros caballos. Enhorabuena. El premio son 6.000 euros.

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3 Toxy y yo saltamos de júbilo y mamá estaba como en estado de shock e indicó que aquello no podía ser. Pero la señora de la ventanilla de apuestas le explicó que yo había previsto los tres ganadores en el puesto correcto, algo realmente increíble. En el camino de regreso, comencé a mencionar un par de cosas que iba a comprarme. —¡Olvídalo, gordi! —me interrumpió mamá. ¡Era algo incomprensible pero opinaba en serio que los 6.000 euros le pertenecían a ella! Por lo menos una gran parte de ellos y que todavía tenía que pensar cuántos me corresponderían a mí… —¡Fue idea mía, tú no querías que apostara! —vociferé furioso—. ¡Y, además, los diez euros eran míos! —¿Ah, sí? ¿Y quién los había ganado? —preguntó mamá irónicamente—. ¿Quién es la que corta y barre pelos para que podamos comprarnos macarrones? 26


En realidad, nuestra vida en común estaba, en conjunto, OK. Ciertamente, discutíamos con frecuencia pero también nos reíamos mucho. Mamá puede ser totalmente infantil y muy chistosa. A veces, me parece como si fuera una hermana mayor. Entonces quiere que decidamos juntos cosas que a mí no me interesan tanto. Si no deberíamos cambiar de compañía eléctrica, por ejemplo. O si debería o no teñirse el pelo. Pero, en algún momento, se da cuenta de que ella es mi madre y entonces quiere decidir ella absolutamente todo, en especial las cosas que son importantes para mí. De lo furioso y decepcionado que estaba, tenía ganas de llorar. —¡Quiero un smartphone! —exclamé—. ¡Fue mi presentimiento! —Y una buena idea —me elogió—. Puedes tener con frecuencia semejantes presentimientos. —¡Quiero mis 6.000 euros! Mamá puso los ojos en blanco. —Marko, ¿sabes cuánto tengo que trabajar para ganar 6.000 euros? ¡Casi medio año! Lo siento, pero lamentablemente nosotros no nadamos en dinero. Era algo que decía con frecuencia; por lo menos, una vez a la semana. 27


—Porque tu padre decidió largarse… También eso lo repetía por lo menos una vez a la semana. Pero, sinceramente, ahí no estoy tan seguro… Nunca se sabe todo lo que sucede. Poco después de nacer yo, una mañana, mi padre fue a la pastelería a comprar panecillos. Y café con nata. Pero ya no regresó nunca más. Mamá opina que, en definitiva, era un tipo miserable aunque yo puedo imaginarme que hay otro motivo. Por ejemplo, que fue secuestrado. Él tampoco era mayor, dieciocho años, creo. Y muy delgado. Quizá mi padre se encuentre hoy en alguna parte de otro país y tenga que trabajar para algún jefe despreciable y se alegraría de verdad de volver a verme. Aunque no sea nada fácil dar conmigo ya que, desde entonces, mamá y yo nos hemos cambiado de domicilio por lo menos diez veces. Más tarde, por la noche, discutimos de nuevo por el programa de televisión. Mamá quería ver The Voice of Germany y yo no quería perderme de ninguna manera Desaparecidos. En Desaparecidos, la presentadora busca personas que han desaparecido hace años. Vuela a otros países, pregunta en bares y llama a la puerta 28


de desconocidos y se filma todo. Al final, le muestra el material filmado a la persona que ha denunciado la desaparición de alguien y dice: “He encontrado a tu padre. Te espera con una rosa en la mano detrás del gran roble al final de la calle”. A mamá el programa le parece absolutamente estúpido y yo no puedo soportar a sus top models y a los que quieren ser cantantes. Con la televisión, casi nunca conseguimos ponernos de acuerdo. —Entonces me compro un televisor y el problema está solucionado —dije. —Me compro, me compro. No escucho otra cosa de ti que me compro —protestó mamá—. Smartphone, televisor. ¿Qué más? —Mejor, no vemos la televisión —propuse—. Así puedes contarme cosas de papá. Cómo era y eso. Suspiró. —¡Marko, te lo he contado ya mil veces! Era muy guapo y se largó. No sé más. Me marché a mi habitación y cerré de un portazo. Siempre era lo mismo, siempre dice que no sabe nada más. ¡Pero si pasó mucho tiempo con él! Con mamá, ciertamente, no se puede hablar de padres desaparecidos, por eso prefiero hacerlo con Greg. 29


Como al día siguiente hacía un calor insoportable, nos fuimos a la piscina directamente desde el colegio. Greg era mi mejor amigo desde primero y ese lunes comenzaba la última clase de los cursos de primaria con una gran fiesta de despedida y lamentos porque muchos, después de las vacaciones de verano, se irían a otros colegios. Curiosamente, Elena, Greg y yo éramos los únicos que cambiábamos al colegio Morgenstern. Greg y yo estábamos locos de contentos porque continuaríamos juntos. Eso era lo más importante. Un par de metros más allá, los más pequeños gritaban en el tobogán de agua y cada dos segundos se oía el chapoteo de uno al llegar abajo. —Tío, Greg —dije—. ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo tienes, de pronto, tanto musculito? —Son de hacer pesas —dijo—. Con mi nuevo padre. Su verdadero padre también había desaparecido, aunque fue a los dos años. Greg nunca hablaba mucho sobre ello. —Dime, ¿no podría ser que tu verdadero padre haya sido secuestrado? —pregunté. —Tonterías. Se largó. Con una rubia de grandes tetas. 30


—¡Oh! Por cierto, ¿qué te parece Elena? —Tonta. ¿Y a ti? Al contrario que yo, Greg es por lo menos sincero. —No está mal… ¿Y de verdad crees que fue por ser rubia y tener los pechos grandes? —Y porque era más joven que mamá. Quizá sucedió también algo así con tu padre. —No creo. Mi madre tenía diecisiete años cuando él desapareció. Greg se rió. —Entonces tuvo que ver con algo distinto —dijo y se quitó las gafas de sol. —Seguro que tu padre no ha sido secuestrado. Ya te lo he dicho en otra ocasión. —Bueno, sí —protesté—. Nunca se sabe todo lo que sucede… Ah, por cierto. ¡Ahora soy rico! Pero no se lo digas a nadie. —Con Greg estaba absolutamente seguro de que él no se lo iba a contar a nadie. Así que le informé de mi superpremio, que, lamentablemente, mi madre no quería darme. —No te creo. —Pero es cierto. —¿Y cómo supiste quién iba a ganar? Tú no entiendes nada de caballos. —Presentimiento. 31


—Tonterías. Eso no existe. Si Greg cree en algo, resulta difícil convencerle de lo contrario. Pero si no cree en algo, resulta todavía más difícil de convencer. Así que ni lo intenté. Pero cuando más tarde, después de nadar, tuvimos hambre y nos fuimos a buscar patatas fritas al quiosco, el hombre que estaba delante de nosotros se volvió bruscamente y me miró de forma rara. —¿Qué sucede? —pregunté. —¿No eres tú este chico? —¿Qué chico? —Éste, el del periódico. Ese adivino que ha hecho caja en las apuestas de caballos. —¿Qué periódico? —jadeé. El hombre sacó un ejemplar enrollado de debajo de su brazo, lo estiró y señaló con el dedo la portada. ¡Sensación en la carrera de caballos! ¡Un niño gana la apuesta de tres! decían los titulares. Debajo podía verse nuestra foto para el recuerdo en la que yo sonreía a la cámara y alzaba en el aire el boleto de la apuesta. La había hecho Toxy con su móvil. 32


Al verlo, a Greg casi se le salen los ojos. Sonreí con aire triunfal y pregunté al hombre si podía quedarme con el periódico. —Claro, por un billete. Ahora tú eres rico. —Ya. —Está bien, fue una broma —dijo y me lo puso en la mano. Mientras comíamos patatas fritas en el mostrador, Greg leía en voz alta el artículo de Toxy: ¡Increíble! ¡El niño de doce años Marko G. de Kreuzberg dispone evidentemente de una capacidad de adivino! El chico, que procede de una clase social muy humilde, escuchó una voz en la pista del hipódromo que le reveló los tres caballos ganadores. —¡Clase social muy humilde! —resoplé furioso. ¡Aquello no podía ser cierto! ¿Cómo podía Toxy escribir esas cosas de mí y de mamá? —¿Sigo leyendo? —Sí, de acuerdo. La madre de Marko puede estar contenta porque su hijo le confió su presentimiento y convenció a Nina G. para que rellenara un boleto… 33


—¡Eso no es cierto! —le interrumpí—. ¡Lo rellené yo mismo y ella lo único que hizo fue entregarlo! —¿Pero lo de la voz es cierto? —preguntó Greg. —Sin duda alguna —dije, lo que no era mentir. Sin embargo, me había acostumbrado tanto a la versión de Toxy que incluso a mí me parecía así, como si mi cerebro me hubiera jugado una mala pasada con la voz de las dos niñas. Cinco locos reporteros me recibieron con los flashes de sus cámaras a la entrada de nuestra casa en la calle Katzbach cuando aparecí una hora más tarde con el pelo mojado, la mochila del cole a la espalda y la bolsa de baño colgando sobre la barriga. Eran cuatro hombres y una mujer. ¡De locura! Al parecer, ¡yo era famoso! Sonreí y me enfadé conmigo mismo porque, por pereza, no me había secado el pelo al salir de la piscina. —Marko, cuéntanos qué sentiste cuando tus tres caballos entraron en las posiciones correctas en la línea de meta —dijo la mujer poniéndome un micrófono debajo de la nariz. —No los reconocí, bueno a los otros dos. Solamente a uno de ellos, al primero… 34


—¿Danedream? —Sí, ése. —¡Danedream es una yegua! —¡Ah, vale! Alrededor de mí, oía y veía cómo disparaban las cámaras una y otra vez. Un hombre con americana verde empujó a la reportera hacia un lado y me puso su micrófono delante. —¿Qué vas a hacer con el dinero del premio? —preguntó—. ¿Vas a comprarte un coche de lujo? —El chico solamente tiene doce años y a esa edad no se compran coches —protestó la reportera apartada, antes de que yo pudiera contestar. —¿Mejor que lo done a fines benéficos? —preguntó el que empujó y se rió estúpidamente. —Aldeas Infantiles —exclamó una voz detrás. —¡Acción Niños con Dificultades! —otra. La reportera se volvió hacia sus compañeros. —¡Él mismo es un niño con dificultades! —¿Por qué? —pregunté. —¡Marko, colócate al otro lado! —pidió un hombre mayor de cuyo cuello se bamboleaba una gigantesca cámara con un teleobjetivo superlargo. —¿Dónde? ¿Cómo? 35


—Aquí. —Me cogió del brazo y me arrastró delante de una tienda vacía al lado de la entrada de nuestra casa. Me sentía marear. —Un poco más a la izquierda —dijo y tiró de las correas de mi bolsa de la piscina. —¡Déjeme en paz! —Ahí la luz es mejor. No te muevas. Con dedos temblorosos busqué mis llaves, di un salto hacia la puerta y la abrí. —Solamente un momento. ¡Efectivamente, me siguieron! Pisé a uno de ellos y empujé hacia atrás al de mayor edad, que, por suerte, no se volvió contra mí, sino que, temeroso, sujetó fuertemente su cámara supercara. Un tipo largo, flaco, que sobresalía sobre los otros, se puso de puntillas y disparó rápido una última fotografía. —¿Está tu madre en casa? —gritó la reportera. —¡No! —Me colé por la puerta entreabierta, le di un fuerte empujón con el pie y el pestillo cayó en la cerradura.

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